martes, 14 de febrero de 2017

Fragmento. MONA LISA ACELERADA William Gibson


EL CYBERPUNK. LITERATURA DE VANGUARDIA.

El cyberpunk tiene aceptación como género literario en Hollywood allá por los años 80 del siglo pasado.
Quizá la más famosa de todas las películas sea Blade Runner la que se ha convertido en una cinta de culto.
El cyberpunk usa o utiliza la estructura novelística del género policíaco como se dijo anteriormente.En el cyberpunk es común  la simbiosis entre máquina y humano.
Sistemas totalitarios vs personajes marginales son parte del tópico de las líneas argumentales de este subgénero.
«Los personajes del ciberpunk clásico son seres marginados, alejados, solitarios, que viven al margen de la sociedad, generalmente en futuros distópicos donde la vida diaria es impactada por el rápido cambio tecnológico, una atmósfera de información computarizada ubicua y la modificación invasiva del cuerpo humano.»
—Notas hacia un Manifiesto de Postciberpunk,
por Lawrence Person (1998).
El cyberpunk es una libre metáfora de la circulación de ideas tecnológicas  de avanzada como los derechos de la privacidad en un  mundo invasivo y totalitario en donde los humanos son controlados y espiados por un Estado totalitario. Nada escapa al control de la gran “matrix”.
J. Méndez-Limbrick.

***
En el universo alucinatorio del ciberespacio, a la vez lírico y mecánico, erótico y violento, la vida de la joven Mona se cruza inevitablemente con la vida de la famosa Angie Mitchell. Angie ha sido capaz desde niña de entrar en el ciberespacio sin necesidd de una computadora. Dentro de la matriz una entidad fantasmal -que ha acumulado vastas cantidades de información para obtener lo que quiere- pretende utilizar a Angie en una trama que ella misma no puede controlar, ni siquiera entender.


***
Fragmento.
MONA LISA ACELERADA
William Gibson

Minotauro
 Título original:
Mona Lisa Overdrive
Traducción de José Arconada

Primera edición: junio de 1992
© William Gibson, 1988
© Ediciones Minotauro, 1992
Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona
Tel. 439 5105*
ISBN: 84-450-7111-4 Depósito legal: B.26.922-1992
Impreso por Roinanyá/Valls Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
Impreso en España Printed in Spain
Scan y 1ª Revisión: Ebanska
 A mi hermana,
Fran Gibson,
con asombro y amor..
 1
El humo


EL FANTASMA FUE EL REGALO de despedida de su padre; se lo entregó un secretario vestido de negro en una sala de embarque de Narita.
Las dos primeras horas del vuelo a Londres lo tuvo ol-vidado en el bolso: un rectángulo liso y oscuro, un lado impreso con el ubicuo logo de la Maas-Neotek, el otro li-geramente curvo para ajustarse a la palma del usuario.
Ella iba sentada muy erguida en su asiento de primera clase, con los rasgos armados en una pequeña y fría más-cara que era réplica de la más característica expresión de su difunta madre. Los asientos vecinos estaban vacíos: su padre los había comprado. Rechazó la comida ofrecida por el nervioso camarero. Los asientos desocupados lo asustaban: evidencias de la riqueza y el poder del padre de ella. El hombre vaciló, hizo una reverencia y se retiró. Muy brevemente, ella permitió que la máscara sonriera la sonrisa de su madre.
Fantasmas, pensó más tarde, cuando sobrevolaban Alemania, mirando fijamente el tapizado del asiento contiguo. Qué bien trataba su padre a sus fantasmas.
También había fantasmas al otro lado de la ventanilla; fantasmas en la estratosfera del invierno de Europa, imágenes parciales que cobraban forma si ella dejaba que su mirada saliera de foco. Su madre en el Parque Ueno, rostro frágil a la luz de septiembre. «¡Las grullas, Kumi! ¡Mira las grullas!» Y Kumiko miraba hacia la otra orilla del estanque Shinobazu sin ver nada, ninguna gru-lla, tan sólo unos cuantos puntos negros que saltaban y que sin duda eran cuervos. El agua era lisa como la seda, tenía el color del plomo, y pálidos hologramas aparecían y se esfumaban indistintamente por encima de una leja-na línea de puestos de tiro con arco. Pero Kumiko vería las grullas más tarde, muchas veces, en sueños; eran origamis, objetos angulosos hechos con láminas de neón plegadas, pájaros brillantes y rígidos que surcaban el paisaje lunar de la demencia de su madre...
Recordó a su padre, la bata negra abierta sobre un hu-racán de dragones tatuados, inclinado sobre el vasto campo de ébano del escritorio, los ojos chatos y brillan-tes, como los de una muñeca pintada. «Tu madre está muerta. ¿Entiendes?» Y los planos de sombra del despa-cho, la oscuridad angulosa que la rodeaba. La mano que se adelantaba, entraba en el ruedo de luz de la lámpara, vacilante, señalándola; el puño de la túnica que se reti-raba para mostrar un Rolex de oro y más dragones de crestas que se arremolinaban, formaban olas, olas pun-tiagudas, oscuras, que le ceñían la muñeca, apuntando. Apuntándole. «¿Entiendes?» Ella no había respondido sino que había echado a correr a un lugar secreto que conocía, la madriguera de la más pequeña de las máqui-nas de limpieza. Pasó toda la noche oyendo su tictac, ex-plorada cada tanto por estallidos de láser rosado, hasta que su padre la encontró y, oliendo a whisky y a cigarri-llos Dunhill, la llevó en brazos hasta su habitación en el tercer piso del apartamento.
Recordó las semanas que siguieron, días de letargo acompañados casi siempre por el traje negro de uno u otro secretario, hombres cautelosos de sonrisas automá-ticas y paraguas esmeradamente cerrados. Uno de ellos, el más joven y menos cauto, le ofreció, en una transitadísima acera Ginza, a la sombra del reloj de Hattori, una improvisada demostración de kendo, deslizándose con pericia de experto entre sobresaltadas dependientas de almacén y turistas de ojos desorbitados, mientras el pa-raguas negro se desdibujaba inofensivamente por entre los arcos formales y antiquísimos del arte. Kumiko había sonreído entonces su propia sonrisa, rompiendo la más-cara funeraria, y por eso se le había clavado instantánea-mente la culpa, más profunda y más cortante aún, en aquel lugar del corazón donde ella conocía su vergüenza y su indignidad. Pero en la mayoría de las ocasiones los secretarios la llevaban de compras, a recorrer una suce-sión de vastas tiendas Ginza y docenas de boutiques Shinjuku recomendadas por una guía Michelin de plás-tico azul que hablaba en pomposo japonés de turista. Sólo compraba cosas muy feas, cosas feas y muy caras, y los secretarios caminaban impasibles junto a ella, asien-do las bolsas brillantes con manos duras. Cada tarde, al volver al apartamento de su padre, las bolsas eran es-meradamente depositadas en su habitación, donde per-manecían, intactas y sin abrir, hasta que las criadas las retiraban.
Y la séptima semana, la víspera del día en que cumpli-ría los trece años, se dispuso que Kumiko iría a Londres.

-Serás huésped en casa de mi kobun-dijo su padre.
-Pero yo no deseo ir -dijo ella, y le mostró la sonrisa de su madre.
-Debes -dijo él, y le dio la espalda y se alejó-. Hay difi-cultades —dijo al despacho oscurecido-. No correrás pe-ligro alguno, en Londres.
-¿Y cuándo volveré?
Pero su padre no respondió. Ella se inclinó en reve-rencia y salió del despacho, mostrando aún la sonrisa de su madre.

El fantasma despertó al tacto de Kumiko en cuanto ini-ciaron el descenso sobre Heathrow. La quincuagésima primera generación de los biochips Maas-Neotek invo-
caba una figura indistinta en el asiento vecino; un mu-chacho extraído de algún descolorido grabado de esce-na de cacería, de piernas desenfadadamente cruzadas, con pantalones color crema y botas de montar. -Hola -dijo el fantasma.
Kumiko parpadeó y abrió la mano. El muchacho titiló y desapareció. Ella miró la pequeña unidad de suave tex-tura que reposaba en su mano y, lentamente, la encerró de nuevo entre los dedos.
-Hola otra vez-dijo él-. Me llamo Colin. ¿Y tú?
Ella lo miró fijamente. Los ojos del muchacho eran humo verde brillante, la frente alta aparecía pálida y lisa bajo un oscuro mechón ingobernable. Podía ver con cla-ridad los asientos del otro lado del pasillo por entre el bri-llo de los dientes de él. -Si te resulta un tanto demasiado espectral -dijo el muchacho sonriendo-, podemos au-mentar la res... -Y permaneció allí un instante, incómo-damente nítido y real; la lanilla de las solapas de su abrigo oscuro vibraba con claridad de alucinación.- Aunque así se gasta la pila -dijo, y se difuminó hasta volver a su estado anterior-. No entendí tu nombre -volvió a sonreír.
-Tú no eres de verdad -dijo ella, severa.
Él se encogió de hombros. -No tiene por qué hablar en voz alta, señorita. Sus compañeros de viaje podrían pensar que es usted un poco extraña, no sé si me expli-co. Hay que hacerlo de manera subvocal. Yo lo recibo todo por la piel... -Descruzó las piernas y se estiró, con las manos entrelazadas detrás de la nuca.- El cinturón de seguridad, señorita. Yo no necesito abrochárme-lo, naturalmente, siendo, como usted lo ha observado, irreal.
Kumiko frunció el entrecejo y tiró la unidad en el re-gazo del fantasma. El fantasma desapareció. Kumiko se abrochó el cinturón, miró el objeto de reojo, dudó, y lo volvió a recoger.
-¿Así que es su primer viaje a Londres? -preguntó el fantasma, materializándose desde la periferia de su campo visual. Ella asintió a pesar de sí misma-. ¿No te moles-ta volar? ¿No te da miedo?
Ella negó con la cabeza, sintiéndose ridícula.
-No te preocupes -dijo el fantasma-. Yo me cuidaré de todo en tu lugar. Llegaremos a Heathrow en tres minu-tos. ¿Te espera alguien al bajar del avión?
-El socio de mi padre -dijo ella en japonés.
El fantasma sonrió. -Entonces estarás en buenas ma-nos, no lo dudo. -Guiñó un ojo.- Al verme no se diría que soy un lingüista, ¿verdad?
Kumiko cerró los ojos y el fantasma se puso a susurrar-le algo acerca de la arqueología de Heathrow, del Neolí-tico y la Edad del Hierro, de piezas de barro cocido y herramientas...

-¿Señorita Yanaka? ¿Kumiko Yanaka? -El inglés se er-guía delante de ella, imponente, con su corpulencia de gaijin envuelta en elefantinos pliegues de lana oscura. Unos ojos pequeños y oscuros la miraban imperturba-bles a través de unas gafas de montura metálica. Tenía la nariz como si se la hubieran aplastado casi por completo y no se la hubiesen recompuesto nunca. El pelo, el que le quedaba, había sido recortado hasta dejarlo corno una barba cerdosa, y sus guantes negros de punto estaban raídos y carecían de dedos.
-Mi nombre, ¿sabe usted? -dijo, como si ello hubiese de tranquilizarla de inmediato-, es Petal.

Petal llamaba Humo a la ciudad.
Kumiko tiritaba sobre el gélido cuero rojo; miraba por la antigua ventanilla del Jaguar cómo la nieve caía en re-molinos para derretirse en la carretera que Petal llamaba M4. Aquel cielo de atardecer no tenía color. Él condu-cía en silencio, eficientemente, con los labios apretados como si estuviese a punto de silbar. El tráfico, para unos ojos de Tokio, era absurdamente fluido. Aceleraron para adelantar a un Eurotrans de carga no tripulado, con la proa obtusa poblada de sensores e hileras de faros. Pese a la velocidad del Jaguar, Kumiko tuvo la impresión de que, de algún modo, permanecía inmóvil; las partículas de Londres comenzaron a multiplicarse a su alrededor. Paredes de ladrillos mojados, arcos de hormigón, herra-jes pintados de negro que se alzaban como lanzas.
A medida que observaba, la ciudad comenzó a definir-se. Fuera de la M4, mientras el Jaguar esperaba en las in-tersecciones, Kumiko podía vislumbrar rostros por entre la nieve, sonrosadas caras gaijin por encima de ropas os-curas, barbillas hundidas en bufandas, tacones de botas de mujer taconeando en charcos de plata. Las filas de tiendas y de casas le recordaron los accesorios esplén-didamente detallados que había visto como entorno de una locomotora de juguete en Osaka, en la galería de un comerciante de antigüedades europeas.
Aquello no tenía nada que ver con Tokio, donde el pasado, todo cuanto de él quedaba, era cuidado con nerviosa solicitud. Allí la historia se había convertido en una cantidad, una pieza rara, parcelada por el gobierno y preservada por decretos y fondos empresariales. Aquí parecía ser la sustancia misma de las cosas, como si la ciudad fuese un monocultivo de piedra y ladrillo, innu-merables estratos de mensaje y significado, era sobre era, generado a lo largo de los siglos según los dictados de al-gún omnipresente e indescifrable ADN de comercio e imperio.
-Es de lamentar que Swain no pudiera venir a recibirla en persona -dijo el hombre que se llamaba Petal. Ku-miko tenía menos problemas con su acento que con su forma de estructurar las oraciones; al principio confun-dió la disculpa con una orden. Consideró la posibilidad de acceder al fantasma, pero rechazó la idea.
-Swain -aventuró-. ¿El señor Swain es mi anfitrión?
Los ojos de Petal la encontraron en el espejo. -Roger Swain. ¿No se lo dijo su padre?
-No.
-Ah. -El hombre asintió con la cabeza.- El señor Kanaka no olvida la seguridad en estos asuntos; es lógico... Un hombre de su talla, etcétera... -Suspiró ruidosamen-te.-Lamento lo de la calefacción. Se supone que el taller tendría que haberlo arreglado...
-¿Es usted uno de los secretarios del señor Swain? -dijo Kumiko dirigiéndose a los velludos rollos de carne que asomaban por encima del cuello del abrigo oscuro y grueso.
-¿Su secretario? -El hombre pareció considerar el asunto.- No -resolvió finalmente-. No soy eso. -Circun-dó velozmente una rotonda, dejando atrás relucientes toldos metálicos y la crepuscular marejada de peatones.-¿Ha comido ya? ¿Le dieron de comer en el avión?
-No tenía hambre. -Consciente de la máscara de su madre.
-Bueno, pues Swain le tendrá algo preparado. Swain come cantidad de comida japonesa. -Hizo un chasquido extraño con la lengua. Volvió a mirarla fugazmente.
Ella miró más allá de él, adonde estaba el beso de los copos de nieve y el arrasador barrido del limpiaparabrisas.

La residencia de Swain, en Notting Hill, estaba com-puesta por tres casas victorianas interconectadas y si-tuadas entre una profusión de plazas, plazoletas y callejones. Petal, con dos maletas de Kumiko en cada mano, le explicó que el número 17 era la entrada princi-pal también para los números 16 y 18. -No sirve de nada llamar a ése -dijo, gesticulando torpemente con las pe-sadas maletas, señalando la pintura roja y brillante y los pulidos herrajes de bronce de la puerta del 16-. Detrás sólo hay veinte pulgadas de hormigón armado.
Kumiko miró hacia la plazoleta semicircular donde unas fachadas idénticas se alejaban siguiendo la discreta curvatura. Ahora la nieve caía con mayor velocidad, y el cielo insípido se había iluminado con un asalmonado resplandor de lámparas de sodio. La calle estaba desierta; la nieve, fresca y sin marcas. El aire frío llevaba algo des-conocido, una tenue e invasora sensación de algo que arde, de antiguos combustibles. Los zapatos de Petal de-jaban huellas grandes y nítidas. Eran de ante negro, cor-dones y tacón bajo, punta estrecha y suelas extremada-mente gruesas de plástico escarlata corrugado. Ella le si-guió las huellas, empezando a temblar, hasta los grisá-ceos escalones del número 17.
-Soy yo -dijo Petal a la puerta pintada de negro-, abrid. -Luego suspiró. Dejó las cuatro maletas en la nieve, se quitó el mitón de la mano derecha y apoyó la palma de la mano en un redondel de metal brillante empotra-do a ras de uno de los paneles. A Kumiko le pareció oír un leve gemido, un zumbido que subió de timbre hasta que se apagó, y luego la puerta vibró con el sordo impac-to de pernos magnéticos que se retiraban.
-Usted la llamó Humo -dijo Kumiko cuando él iba a asir el pomo de bronce-, a la ciudad...
Petal interrumpió lo que estaba haciendo. -El Humo -dijo-, sí -y abrió la puerta al calor y la luz-; es una vieja expresión, como un apodo. -Recogió las maletas y avan-zó por un vestíbulo alfombrado en azul y de paredes cu-biertas por blancos paneles de madera. Ella lo siguió y la puerta se cerró a sus espaldas con un ruido de pernos que volvían a su lugar. Un grabado enmarcado en caoba colgaba encima del revestimiento blanco, caballos en un campo, pequeñas figuras elegantes con abrigos rojos. Colin, el fantasma-chip, debería vivir allí, pensó Kumiko. Pe-tal había vuelto a dejar las maletas en el suelo. Sobre la alfombra azul quedaron láminas de nieve compactada. Entonces el hombre abrió otra puerta, tras la cual se veía una jaula de metal dorado. Petal provocó un ruido me-tálico al apartar a un lado las barras. Ella miró hacia el interior de la jaula, desconcertada.
-El ascensor -dijo Petal-. No caben todas sus cosas. Haré un segundo viaje.
Pese a su aparente antigüedad, el ascensor empezó a elevarse de manera suave cuando Petal tocó un botón de porcelana blanca con un romo dedo índice. Kumiko se vio entonces obligada a permanecer muy cerca de él; Pe-tal olía a lana mojada y a algún tipo de loción de afeitar de esencias florales.
-La hemos puesto en lo más alto -dijo él mientras la conducía por un angosto corredor-, porque pensamos que podría gustarle la calma. -Abrió una puerta y la invi-tó a entrar ron un gesto.- Espero que le guste... -Se quitó las gafas y las pulió enérgicamente con un arrugado pa-ñuelo de papel.- Iré a buscar sus maletas.
Cuando Petal se hubo marchado, Kumiko rodeó len-tamente la descomunal bañera de mármol negro que dominaba el centro de la habitación, que era de techo bajo y excesivamente amueblada. Las paredes, que bus-caban el techo en agudos ángulos, estaban recubiertas con espejos jaspeados en dorado. Un par de ventanas de gablete flanqueaban la cama más grande que hubiera visto jamás. En la pared que daba a la cabecera de la cama, el espejo estaba equipado con pequeños focos graduables, como las luces de lectura de un avión. Se detuvo junto a la bañera para tocar el arqueado cuello de un cisne dorado que servía de surtidor. Sus alas extendidas eran las manillas del grifo. El aire de la habitación era cálido y tranquilo, y por un instante la presencia de su madre pareció llenarlo, como una niebla dolorosa.
Petal tosió junto a la puerta. -Bueno -dijo, llevando aparatosamente las maletas a la habitación-, ¿todo en orden? ¿Todavía sin hambre? ¿No? La dejaré aposentar-se... -Dispuso las maletas junto a la cama.- Si le apetece comer, llámeme. -Señaló un vistoso teléfono antiguo con micrófono y auricular de latón y manivela de marfil torneado.- Sólo tiene que levantarlo, no necesita discar. El desayuno es cuando usted quiera. Pregúntele a al-guien, y le dirán dónde es. Entonces podrá conocer a Swain...

La sensación de presencia de la madre se había esfu-mado con el regreso de Petal. Intentó sentirla de nuevo cuando él le deseó una buena noche y cerró la puerta, pero se había desvanecido.
Se quedó un buen rato junto a la bañera, acariciando el liso metal del frío cuello del cisne.

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