lunes, 27 de julio de 2015

I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE. Sabato E.


El escritor y sus fantasmas.
 I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE

En la época en que estudié las ciencias físico-matemáticas me interesó particularmente la figura enigmática de Leonardo, por parecerme que en ese genio se daba con curiosa ambigüedad el desgarramiento del hombre que decide pasar de las tinieblas a la luz, del mundo nocturnal de los sueños al universo de las ideas claras, de la metafísica a la física. Su drama me llevó a indagar los orígenes de la ciencia positiva en Italia, y así encontré que coincidían con la aparición de la clase mercantil en las comunas: el dinero y la razón habían surgido con la misma simultánea potencia, echando las bases de lo que con el tiempo sería este mundo cuantificado que se derrumba ahora ante nuestros ojos.
Durante los años que viví el mundo matemático pude llegar hasta sus más admirables construcciones mentales: la teoría de la relatividad, la teoría de los cuantos; encontrando al fin que esas construcciones eran tan admirables como abstractas, y completamente inútiles para la solución de las inquietudes existenciales más profundas. Y así comencé a ver que el hombre debía volver a ese género de concreten que el arte daba de manera ejemplar. Es superfluo advertir que no pretendía yo encontrar la clave del magno problema de nuestra época: sufría en carne propia la vivencia de ese mundo cosificado y abstracto producido por la ciencia moderna y que tiene en esa misma ciencia su más alto (pero también su más pérfido) paradigma.
Culminó este proceso personal por el tiempo en que me hallaba trabajando en el Laboratorio Curie. Al volver a la Argentina comencé a escribir una especie de balance de mis experiencias espirituales y lo publiqué en 1945 con el título de Uno y el Universo; librito que ahora considero con tierna ironía, pues advierto cuánto todavía quedaba en mi conciencia del universo que estaba queriendo repudiar. Pero como las energías que se mueven por debajo de la conciencia son las más visionarias, al mismo tiempo que escribía estos ensayos en buena parte equivocados, la auténtica rebelión comenzaba en una novela titulada La Fuente Muda. Esa ficción quedó, sin embargo, inconclusa, y sólo publiqué algunos capítulos muchos años más tarde; pero sus gérmenes iban a desarrollarse en El Túnel y finalmente en Sobre Héroes y Tumbas. No obstante, el embate de mis obsesiones interiores contra la conciencia prosiguió también en el plano más lúcido y adquirió más cabal expresión en Hombres y Engranajes, En este ensayo intenté explicarme por primera vez el drama del hombre que se debate en el universo abstracto, y el porqué del arte como rebelión y expresión. Era, una vez más, un intento de explicitarme yo mismo cuestiones que me angustiaban; un intento de investigar mi propia incursión en la ciencia y, por último, mi propia fuga o deserción hacia el continente (oscuro y dudoso) de la literatura novelística. Al releer ahora aquel libro, que después de la segunda edición me negué a reeditar por creerlo demasiado imperfecto, confirmo que contenía algo de verdad y mucho de exageración; quizá por esa irremediable tendencia pasional que me lleva mucho más allá de lo que razonablemente debería hacer si me limitase a las escuetas ideas puras. Ahora intento rescatar lo que en aquel ensayo había de justo, la idea central del arte contemporáneo como rebelión del hombre contra un universo abstracto. Despojándola de todo lo que allí era adventicio, es lo que ahora expongo en esta especie de esquema o mapa, sobre el cual luego haré una serie de variaciones.
De la palabra romanticismo pueden considerarse muchos significados, algunos hasta contradictorios. Pero en este ensayo le daremos su sentido primigenio, porque es el más profundo y el de mayor alcance. Su origen es la palabra romance, que designaba la novela en que se enaltecía a los hidalgos arrollados por la civilización mercantil.
Desde este punto de vista, el «romanticismo» es la primera rebelión contra la mentalidad utilitaria de la razón, el dinero y la máquina; es el rechazo de una sociedad vulgar y sórdida; una especie de misticismo profano que defiende los derechos de la emoción, la fe, la fantasía. Así, desde sus mismos orígenes, la novela es la expresión por antonomasia del espíritu romántico; y no es exagerado buscar en ella los fundamentos y la expresión más vital de este levantamiento del hombre contemporáneo. Si el fenómeno no siempre resulta nítido es porque también la novelística llegó a presentarse con los atributos prestigiosos de la mentalidad combatida (Balzac, Zola), porque no se puede combatir contra un enemigo poderoso y pertinaz sin terminar de parecerse a él; hasta que el triunfo del nuevo espíritu permitió liberarse de ese caballo de Troya, para dar por fin el gran testimonio de la condición humana en la crisis final de la civilización tecnolátrica. Motivo por el cual, y al revés de lo que piensan algunos ensayistas y filósofos, no sólo la novela del siglo XX no está en decadencia sino que representa la época más fértil, compleja, profunda y trascendente de la novelística entera.
El Renacimiento produjo tres paradojas: fue un movimiento individualista que condujo a la masificación; fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina; y, en fin, fue un humanismo que desembocó en la deshumanización.
Y ese proceso fue promovido por dos potencias dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con su ayuda, el hombre conquistó el poder secular, pero (y ahí está la raíz de esa triple paradoja) la conquista se hizo a costa de la abstracción, desde la palanca hasta el logaritmo, desde el lingote de oro hasta el clearing, la historia del creciente dominio sobre el universo ha sido la historia de sucesivas y cada vez más vastas abstracciones. La economía moderna y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una fantasmagoría matemática de la que también, y esto es lo más terrible, forma parte el hombre; pero no el hombre concreto sino el hombre-masa, ese extraño ser que aún mantiene su aspecto humano pero que en rigor es el engranaje de una gigantesca maquinaria anónima.
Este es el final contradictorio de aquel semidiós que proclamó su individualidad en los albores del Renacimiento, de aquel ser que se lanzó a la conquista de las cosas: ignoraba que él mismo sería convertido en cosa.
Penetrantes espíritus como Dostoievsky, Kierkegaard y Nietzsche intuyeron que algo trágico se estaba gestando en medio del optimismo universal, pero la Gran Maquinaria era ya demasiado poderosa para que pudiera ser detenida. Hasta que en nuestros días ya el mismo hombre de la calle siente que vive en un mundo incomprensible, cuyos objetivos desconoce y cuyos Amos, invisibles y crueles, lo manejan. Mejor que nadie, Franz Kafka expresó este desconcierto y este desamparo del hombre contemporáneo en un universo duro y enigmático.
No es mi propósito examinar las causas que produjeron hacia el siglo XII el despertar del hombre medieval. Lo que aquí me interesa es señalar cómo ese despertar a un mundo externo dominado por el dinero y la razón llevaría hasta esta realidad abstracta de nuestro tiempo. La primera Cruzada, la Cruzada por antono-masía, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu aventurero de un mundo caballeresco, un hecho romántico ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reabrieron las rutas comerciales con el Oriente, se promovió el lujo y la riqueza, se crearon las condiciones para el ocio y la meditación profana. Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la nueva clase. Durante los siglos XII y XIII esa clase triunfa por todos lados. Sus luchas y su ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que todavía hoy sufrimos sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la reducción al absurdo de la irrupción de aquella mentalidad mercantil.
Al despertar del largo ensueño medieval, el hombre redescubre el mundo externo: su concepto de la realidad va a cambiar radicalmente. Los artistas redescubren el paisaje y el cuerpo del hombre, y en el redescubrimiento del desnudo influyen por igual el nuevo espíritu naturalista y el sentimiento igualitario de la nueva clase; porque el desnudo, como la muerte, es democrático.
La primera actitud del hombre hacia la naturaleza es de candoroso amor, tal como en San Francisco. Pero observa Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes concomitantes, y a ese amor desinteresado y panteísta sigue muy pronto el deseo de dominación que caracterizará al hombre moderno. De este deseo nace la ciencia positiva, que ya no es mero conocimiento contemplativo sino el instrumento que la nueva y utilitaria clase crea para la dominación del mundo. Actitud arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.
El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero la máquina terminará dominando a su creador.
El fundamento del mundo feudal era la tierra, y eso corresponde a una sociedad estática y conservadora. El fundamento del mundo moderno es la dudad, que caracteriza a una sociedad dinámica y liberal, porque la ciudad está regida por el dinero y la razón, fuerzas móviles e inquietas por excelencia.
Y así como el mundo feudal era cualitativo, éste es cuantitativo. Allá el tiempo no se medía, se vivía en términos de eternidad y en el transcurso natural del despertar y el descanso, del apetito y el comer, del amor y el crecimiento de los hijos: el pulso de la eternidad. Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de los iconos eran expresión de jerarquía, no de distancia ni de perspectiva.
Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En una sociedad en que el transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que «el tiempo es oro», es inevitable que se lo mida, y que se lo mida cuidadosamente: desde el siglo XIV los relojes mecánicos invaden Europa y el tiempo empieza a convertirse en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente divisible. Y habrá que llegar hasta la novela actual para que el viejo tiempo existencial sea recuperado por el hombre.
El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas mercancías no puede confiar en esos dibujos de una ecumene adornada por grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no soñadores. El artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule exactamente el ángulo de tiro. El ingeniero que construye canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas para las minas; el constructor de barcos, el cambista, todos tienen necesidad de matemáticas. Como el artista de aquella época es también el artesano y a veces el ingeniero, es inevitable que lleve al arte sus preocupaciones y descubrimientos técnicos. Piero della Francesca, inventor de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura.
Así también aparece la proporción. El intercambio comercial con el Oriente facilita el retorno de las ideas pitagóricas, y el misticismo numerológico celebra un matrimonio de conveniencia con el de los florines. Nada muestra mejor el espíritu de aquel tiempo que la obra de Luca Pacioli, donde encontramos desde consideraciones místicas sobre las proporciones del cuerpo humano hasta las leyes de la contabilidad por partida doble.
He aquí, pues, al hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo, las pone a su servicio, es el dios de la tierra. Sus armas son el oro y la inteligencia, su procedimiento es el cálculo, su realidad la del mundo objetivo. A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera: el saber técnico toma el lugar de la metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan la angustia religiosa. Y esta mentalidad se extiende en todas direcciones: empieza por dominar la navegación, la arquitectura y la industria; con las armas de fuego invade el arte de la guerra, desvalorizando la lanza y la espada del caballero; a la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario; y finalmente entra en la política con Maquiavelo, ese ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción que no reconoce el honor, ni los derechos de la sangre, ni la tradición. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan impedir el dominio del hombre. El ingeniero Leonardo, inclinado sobre el pecho abierto de un cadáver, busca el secreto de la vida, quiere saber cómo funciona ese misterioso mecanismo y escribe en su diario: Voglio far miracoli!
A partir del descubrimiento de América, la acción combinada del capital y la ciencia abarcará al mundo entero. Con vértigo creciente, al cabo de cuatro siglos, el planeta es convertido por las buenas o por las malas a la nueva concepción del mundo. No a pesar de su abstracción sino precisamente por ella. La idea de que el poder está unido a la fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro más valioso que una letra de cambio; cuando en verdad el imperio del hombre se multiplicó desde que los astutos italianos empezaron a reemplazar las cachiporras por los logaritmos y los lingotes por las letras de cambio. Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, pero al generalizarse se vuelve más abstracta, porque lo concreto se pierde con lo particular: la teoría de Einstein es más poderosa que la de Newton porque rige sobre un territorio más vasto, pero por eso mismo es más abstracta; sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden referir anécdotas populares con manzanas, aunque sean apócrifas; sobre la de Einstein ya nada puede comentar el pueblo, pues sus geodésicas están demasiado lejos de sus intuiciones cotidianas y carnales. Del mismo modo, la potencia de un bolsista que especula con un trigo que jamás ha visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo cultiva y que puede reconocerlo en la oscuridad hasta por el olor.
No debe sorprender, por otra parte, que el capitalismo esté vinculado a la abstracción, pues no nace de la industria sino del comercio; no del artesano, que es rutinario y concreto, sino del mercader aventurero, que es imaginativo y dinámico. La industria produce cosas, mientras que el comercio las intercambia; y el intercambio tiene en germen la abstracción, ya que identifica mediante el despojo de sus atributos concretos. El hombre que cambia una oveja por un saco de harina realiza una operación muy abstracta, no importa las necesidades físicas que lo lleven a ese intercambio; lo decisivo es que es posible merced a un acto de abstracción, a una especie de igualación matemática; y ambos objetos se intercambian no a pesar de sus diferencias sino a causa de ellas, ya que sólo un loco cambiaría un saco de harina por otro idéntico. Y es probable, dicho sea de paso, que la aptitud del pueblo judío para la abstracción (tiene más matemáticos que pintores) pueda haber surgido por la forzada movilidad a partir de la Diaspora, y por su correlativa inclinación hacia el comercio y el intercambio.
Frente a la infinita riqueza del mundo material, los fundadores de la ciencia positiva seleccionaron los atributos cuantificables: la masa, el peso, la forma, la posición, la velocidad. Llegando así al convencimiento de que «la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos». Cuando lo que estaba escrito en caracteres matemáticos no era la naturaleza sino… la estructura matemática de la naturaleza. Perogrullada tan ingeniosa como la de afirmar que el esqueleto del hombre tiene caracteres esqueléticos. No era, pues, la rica naturaleza lo que estos científicos arrogantes expresaban con sus fórmulas, sino apenas su fantasma pitagórico. Y lo que de este modo nos hacían conocer de la realidad era más o menos lo que un extranjero puede conocer de París examinando su mapa y su guía telefónica.
La raíz de esta falacia reside en que nuestra civilización está construida y dominada por la cantidad, habiendo terminado por creer que lo real es lo cuantificable, siendo lo demás engañosa ilusión de nuestros sentidos. El poeta nos dice:
 El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.

Pero el análisis científico es deprimente: como los hombres que ingresan en una penitenciaría, las sensaciones se convierten en números: el verde de los árboles ocupa una banda del espectro luminoso medida en unidades Armstrong; el manso ruido es captado por micrófonos y descompuesto en un conjunto de ondas puras caracterizadas por un número de vibraciones; en cuanto al olvido del oro y del cetro queda fuera de la jurisdicción de la ciencia, precisamente porque pertenece a un mundo de valores que la ciencia ignora. Un geómetra que rechazara el teorema de Pitágoras por considerarlo perverso o feo tendría más probabilidades de ser internado en un manicomio que de ser admitido en un congreso de matemáticos. Tampoco tiene sentido que alguien diga «tengo profunda fe en el principio de conservación de la energía»; muchos cientistas han hecho afirmaciones de este género, pero a causa de que construyen la ciencia como simples seres humanos, con sus sentimientos y pasiones, no como estrictos y rigurosos hombres de ciencia. En la elaboración de la ciencia el individuo opera con esa intrincada mezcla de ideas puras, sentimientos y prejuicios que caracteriza su condición terrenal; investiga acicateado por placer, por curiosidad, por ansias de grandeza, guiado por preconceptos éticos o estéticos, por empecinamiento o por ese vanidoso amor a sí mismo que muchas veces suele disfrazarse con la denominación de Amor a la Humanidad. Pero ninguno de esos vicios meramente humanos del modus operandi tienen que ver con la ciencia hecha. Bruno fue quemado por emitir exaltadas frases en favor de la infinitud del universo, y es admisible que haya sufrido el suplicio en tanto que místico o poeta; pero sería penoso que haya creído sufrirlo en su condición de dentista, porque en tal caso habría muerto por una frase fuera de lugar. Su muerte pertenece a la Historia de las Persecuciones y hasta a la Historia de la Ciencia: no a la Ciencia misma.
De este modo, el mundo de los árboles y de las flores, el apasionante mundo de los seres humanos, se fue convirtiendo en un helado universo de sinusoides, letras griegas y ondas de probabilidad. Y, lo que es peor, nada más que en eso. Cualquier consecuente hombre de ciencia se negará a hacer consideraciones sobre lo que podría haber más allá de la estructura matemática, pues si lo hace se convertiría en religioso, metafísico o poeta. La ciencia estricta es ajena a lo que es más valioso para nosotros: las emociones, las vivencias de belleza o de justicia, las angustias frente a la soledad o a la muerte. Si el universo científico fuera el único verdadero, no sólo sería ilusorio un paisaje soñado sino un paisaje de la vigilia; o al menos lo que en ese paisaje nos emociona.
A lo largo de los siglos XVIII y XIX se propagó, finalmente, la superstición de la ciencia, fenómeno bastante curioso dada la índole de la ciencia: algo así como la superstición de que no se debe ser supersticioso. Pero era inevitable. La ciencia se había convertido en una nueva magia y el hombre de la calle empezó a creer tanto más en ella cuanto menos iba comprendiéndola. El avance de la técnica originó el dogma del Progreso General e ilimitado, la doctrina del better and bigger. Las tinieblas retrocederían ante el avance de la luz científica. En el siglo XIX el entusiasmo llegó al colmo: por un lado la electricidad y la máquina de vapor, por el otro la doctrina de Darwin, que venía a confirmar en escala cósmica la doctrina del Progreso. Al Hombre Futuro le esperaba, pues, un porvenir más brillante y los Grandes Inventos no sólo asegurarían una mayor iluminación por metro cuadrado sino también una humanidad más sana, más hermosa y más buena. Comte, inventor de la palabra altruismo, sostuvo que las guerras se harían menos frecuentes y que la industria aseguraría la paz y la felicidad universal. En cuanto al ingeniero Spencer, imaginó un sistema en que a partir de la nebulosa primitiva, mediante la Evolución, se llegaba a las instituciones más perfectas.
Estados Unidos, resultado directo y puro de la expansión del calvinismo capitalista, levantó desde la nada ciudades que tuvieron el sello inicial de la cantidad y la ciencia, hasta el punto de numerar sus calles, Llegaría a ser el país de la fabricación en serie, de la diversión en serie y del asesinato en serie; pues hasta las románticas bandas sicilianas se convirtieron en sindicatos capitalistas de la muerte. Hombres que habitan en «máquinas de vivir» (ese candoroso ideal de Le Corbusier), en ciudades dominadas por el tubo electrónico, inventan la cibernética, que es algo así como la fisiología de los robots. Y ya no sólo se miden los colores y los olores sino los sentimientos y pasiones, medidas que una vez tabuladas son puestas al servicio de la Industria y el Comercio: el poder del hombre, el amor a los hijos, la cordialidad y el sexo, medidos entre o y 10 gracias a la Estadística, sirven para que los técnicos de la venta preparen Anuncios de Máxima Eficacia.
Los medios se transforman en fines. El reloj, que surgió para ayudar a este hombre moderno, se convierte en un instrumento para torturarlo. Antes, cuando se sentía hambre, se lo consultaba para ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si se tiene hambre.
Los doctrinarios del Progreso habían imaginado que la humanidad avanzaría de la Oscuridad hacia la Luz, de la Ignorancia al Conocimiento. Pero la realidad resultó más complicada, y si esa previsión, fue acertada para la humanidad como un todo no lo fue para el individuo. A medida que la ciencia avanzó hacia la universalidad se alejó hacia la abstracción, alejándose así cada vez más del hombre concreto y de sus intuiciones cotidianas. Su lenguaje se creó a impulsos de sus necesidades más urgentes, nombraba sus utensilios y sus muebles, se refería a sus sentimientos y enfermedades, señalaba las vicisitudes de su vida y el tránsito liada la muerte. Pero a medida que la ciencia avanzó hada lo infinitamente grande y hacia lo infinitamente pequeño, esas palabras resultaron inaptas para los nuevos y misteriosos entes. La razón, motor de la ciencia, desencadenó así una nueva fe irracional, pues el hombre medio, incapaz de comprender el mudo e imponente desfile de los símbolos abstractos, suplantó la comprensión por la admiración. Y apareció el fetichismo de la nueva magia. Porque sus iniciados tenían además el poder, y un poder tanto más temible cuanto más incomprensible: de las esotéricas ecuaciones, el especialista desciende hasta las armas más terribles. Y el pobre diablo de la calle vive subyugado por el nuevo mito, retornando a la ignorancia después de un breve tránsito por el siglo de las luces: ese siglo en que las marquesas podían hacer física. Ahora lo hacen enigmáticos sabios rodeados por alambradas de púas, equipos de vigilancia y ejércitos de espías. Se ha vuelto a una nueva ignorancia, pero a una ignorancia infinitamente más rica y más vasta, porque no es el negativo de la ciencia de un Aristóteles sino de los conocimientos reunidos de un Einstein, de un Husserl y de un Freud. Y mientras más imponente es la torre del conocimiento y más temible el poder allí guardado, más insignificante va siendo ese hombrecito de la calle, más incierta su soledad, más oscuro su destino en la gran civilización tecnolátrica.
Así como la ciencia condujo a un fantasma matemático de la realidad, el capitalismo condujo a una sociedad de hombres-cosas.
Y del mismo modo que la ciencia termina por considerar meras ilusiones las cualidades «secundarias», en el Superestado los rasgos individuales se convierten en atributos sin importancia: necesita hombres intercambiables, repuestos de maquinaria. Y, en el mejor de los casos, ya que es imposible suprimir esos rasgos sentimentales los estandardizará: colectivizará los deseos, masificará los instintos y gustos. Para eso dispone del periodismo, de la radio, del cine y de la televisión. Y al salir de las fábricas y de las oficinas, en que son esclavos de la máquina o del número, entran en el reino ilusorio creado por otras máquinas que fabrican sueños.
Aquí tenemos, pues, el final de la civilización renacentista, civilización tan poderosa que hasta ha terminado por moldear del mismo modo a los dos combatientes: al capitalismo de un lado y del otro a un comunismo masificado que ha terminado por parecerse a su adversario. La máquina y la ciencia, que orgullosamente el hombre había lanzado sobre el mundo para conquistarlo, ahora se ha vuelto contra él, dominándolo como a un objeto más: de sujeto se ha convertido en objeto, de espíritu en cosa. La ciencia y la máquina se fueron alejando hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al hombre que les dio vida. Triángulos y acero, logaritmos y electricidad, sinusoides y energía atómica edificaron por fin el Gran Engranaje del que los seres humanos acabaron por ser oscuras e impotentes piezas.
Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera casi con alegría, porque la imagina liberación de su rutina, ignorando que también esta guerra es una empresa mecanizada. De la fábrica en que ejecuta un movimiento-tipo, o desde su anónimo puesto de burócrata en que maneja expedientes numerados, o desde el fondo de un laboratorio en que como modesto individuo kafkiano se pasa la vida midiendo placas espectrografías y apilando millares de cifras indiferentes, el hombre-cosa es incorporado con un número a un escuadrón, una compañía, un regimiento, una división, y un ejército también numerados. Y en el que un Estado Mayor, tan invisible como el Tribunal del proceso kafkiano, mueve las piezas de un monstruoso ajedrez, mediante la ayuda de mapas matemáticos, telémetros y relieves aerofotogramétricos. Guiado por radioteléfonos, el hombre-cosa avanza hacia posiciones marcadas con símbolos algebraicos y números. Y cuando muere por efecto de una bala anónima de un artillero que no ve ni conoce ni odia, es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre ellos es colocado en una tumba simbólica, que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido.
Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa.
La historia no se desarrolla como un proceso lineal sino como resultado de fuerzas contrapuestas, de antinomias que se repelen y mutuamente se fecundan. Ya se ha dicho que el Renacimiento engendra tres paradojas, pues del individualismo llevará a la masificación, del naturalismo a la máquina, y de la humanización a la deshumanización. Pero al conducir a esos resultados contradictorios, también conduce a la fortificación de las potencias que finalmente se levantarán contra la sociedad abstracta.
Esas potencias no salen de la nada: por el contrario, fueron las mismas que desataron el Renacimiento, son vencidas parcialmente por la realidad que engendran, luchan contra ella, parecen ahogarse y desaparecer, y finalmente se volverán con el mayor ímpetu desde las regiones oscuras adonde fueron reducidas.
Así, la afirmación provisoria y parcial de que el Renacimiento es un proceso de secularización no implica negar el misticismo de Savonarola o de Miguel Angel, sino al contrario. Una doctrina no traduce de manera unívoca una época, sino equívoca y hasta polémicamente. Al espíritu religioso de la Edad Media sucede el espíritu profano del Renacimiento, pero al asumir sus formas más extremas suscita la reacción mística de hombres como Savonarola. Artistas como Miguel Angel y Botticelli fueron conmovidos por la reacción, y no sólo no contradicen la profanidad de la época sino que son su consecuencia.
Por la misma razón es falso afirmar que este período es una vuelta a la antigüedad. La historia no retorna jamás. Lo que hay es una vuelta a ciertas características del espíritu antiguo en la medida en que había sido un espíritu ciudadano, el producto de una cultura de ciudad, una civilización. Pero las ciudades renacentistas eran ya muy distintas a las grecolatinas, y bastaría la sola existencia del cristianismo para diferenciarlas radicalmente. ¿Cómo sería posible comparar el «realismo» de Donatello con el realismo de un escultor pagano?
La importancia de la religión se advierte hasta en aquella actividad que, por su natunleza, más alejada parece. Este proceso es aleccionador para los «reflejistas», pues su compleja dialéctica muestra qué torpe es imaginar que una gran construcción del espíritu pueda ser el simple reflejo de fenómenos económicos o clasistas. Y en todo caso es ejemplar mostrar que la ciencia positiva no es la creación lisa y llana de una burguesía utilitaria, como pudiera inferirse del simple esquema que hemos esbozado hasta ahora. Esta compleja dialéctica puede sernos útil, mis tarde, para juzgar la relación entre el arte y la realidad de su tiempo. Veamos:
Durante la Edad Media, la Iglesia está caracterizada por los «ternas» del dogma y la abstracción, mientras la burguesía naciente aparece caracterizada por los temas opuestos de la libertad y el realismo. Entre los clérigos y los burgueses se sitúan los humanistas. El sentido naturalista y vivo del humanismo, frente a la aridez escolástica, lo hace un aliado de la burguesía: con su paganismo, conmueve los fundamentos de la Iglesia, es revolucionario, ayuda al ascenso de la nueva clase. Al otorgar a los escritos antiguos tanto valor como a las Escrituras, el cristianismo se hace irreconocible en estos hombres; la yuxtaposición de ambos cultos tenía que conducir a la indiferencia y finalmente al ataque de la moral cristiana y de las instituciones eclesiásticas. Pero, desde el momento en que el humanismo hace de la antigüedad una academia, en el momento en que hace de su culto un juego cortesano y exquisito, se vuelve conservador: técnicos como Leonardo, el hombre que mejor representa el espíritu de la modernidad, miran como charlatanes a esos señores que se pasaban discutiendo en la Academia, a esos pedantes que habían vuelto las espaldas al lenguaje popular para intentar la resurrección de una lengua muerta. De ese modo, el humanismo abandona los temas burgueses: de la libertad pasa al dogma de la antigüedad, de la revolución pasa a la reacción.
El burgués, por su parte» había insurgido como realista, preocupándose sólo por lo que tenía delante de las narices, desconfiando de toda clase de abstracciones. Pero con sólo palancas y ruedas no se hace la ciencia moderna: es necesario unir los hechos en un esquema racional y abstracto. Paradójicamente, se lo da la Iglesia. La faz técnica y utilitaria de la ciencia proviene de la burguesía, su faz teórica, la idea de una racionalidad del Universo (sin la cual ninguna ciencia es posible) proviene de la escolástica. De este modo, apenas la burguesía alcanza la etapa de la ciencia, hace suyo el tema de la abstracción, pero lo instrumenta a su modo, uniéndolo al saber utilitario, entrelazándolo con los poderes temporales de la máquina y el comercio; y, a través del número, al tema de la belleza y la proporción, que era característico del humanismo. Y así, en este fugaz reinado pitagórico, oímos la última parte de una compleja partitura, en que todos los temas iniciales aparecen complicados e imbricados, de modo que apenas puede distinguirse a Platón de Aristóteles, a las preocupaciones prácticas de las metafísicas, a la aridez escolástica de la intuición concreta.
Y esto no es todo: el proceso se complica por la coexistencia de dos mentalidades: la clásica y la romántica, lo apolíneo y lo dionisíaco.
Con el Renacimiento, un nuevo y tumultuoso entusiasmo irrumpe en Occidente. Este ímpetu dionisíaco explica la duplicidad de grandes creadores, una duplicidad que, como en el caso de Leonardo o Miguel Angel, es patética y neurótica. Son disputados por fuerzas contrarias, oscilan entre la magia y la ciencia, entre el deseo de violar el orden natural y la convicción (científica) de que el poder sólo puede obtenerse respetando ese orden. En uno de sus aforismos, Leonardo afirma que «la naturaleza no quebranta jamás sus leyes», pero en uno de sus arrebatos demiúrgicos grita: «¡quiero hacer milagros!».
La disociación entre lo eterno y lo perecedero es más profunda en los países germánicos, porque Italia era un país antiguo y el elemento pagano subyacía entre sus ruinas. La irrupción gótica es así la otra fuerza que complica la aparición de la modernidad, la que hará que el conflicto básico de nuestra civilización sea más dramático, conduciendo primero a la rebelión protestante y más tarde a la rebelión romántica y existencialista.
Fuente: Editorial Emecé.

domingo, 26 de julio de 2015

J.D. Salinger. Hemeroteca Literaria.


Un clásico de la literatura juvenil
25/07/15 | 15:03 | Por: Brenda Mireles
El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, fue publicado en 1951, pero hoy en día sigue siendo una lectura obligada
 Un clásico de la literatura juvenil
El Exprés, SLP, notas relacionadas
El guardián entre el centeno, la obra más famosa de J.D. Salinger es, a la fecha, una de las novelas juveniles más populares. Desde su publicación, en 1951, ha logrado llegar a los 250 mil ejemplares vendidos cada año.

La historia se centra en el joven Holden Caulfield, quien tras ser expulsado de la preparatoria, decide marcharse por su cuenta. Así, recorre la ciudad de Nueva York entre bares y cuartos de hotel, a la vez que sus largos monólogos internos muestran la realidad de crecer, de los problemas familiares y los conflictos personales de la adolescencia.

A lo largo de la trama, se puede notar que Holden es un chico listo, ya que pese a reprobar en varias escuelas, es capaz de detectar rápidamente la personalidad de quienes lo rodean, aislándose de la mayoría por desconfiar de ellos. Destaca la relación que lleva con Phoebe, su hermana -una de las pocas personas a las que aprecia-, y contrasta con la actitud que muestra hacia sus padres, a quienes considera convencionales.

Esta novela ha sido fuertemente criticada por el lenguaje que usa el protagonista, el cual puede llegar a ser ofensivo, así como por las menciones a la prostitución, al tabaquismo y al consumo de alcohol. Hasta entonces, la adolescencia se mostraba como una etapa alegre y sin preocupaciones, por lo que un joven de 16 años que bebe y contrata prostitutas fue reprobado en ciertos sectores de la sociedad estadounidense.

Pese al escándalo que representó, la novela inspiró a grupos como The Offspring, Beastie Boys, Guns N’ Roses, Green Day, My Chemical Romance, Billy Joel y Jonas Brothers.

PARA ENTENDER MEJOR
Este libro también es recordado por influir en algunos asesinos de famosos: Mark David Chapman, el asesino de John Lennon; John Hinckley Jr., quien intentó matar al presidente Ronald Reagan, y Robert John Bardo, quien mató a la actriz Rebecca Schaeffer.

Todos ellos poseían un ejemplar y compartían una obsesión por Holden Caulfield

sábado, 25 de julio de 2015

Fedor Dostoievski Las noches blancas.


Relato publicado en 1848. Su acción se desarrolla a lo largo de cuatro noches y una mañana, durante un asombroso fenómeno que suele aparecer en ciudades como San Petersburgo en el solsticio de verano, época en la cual amanece temprano y el sol tarda más en ocultarse. Con esa circunstancia como inspiración, Dostoyevski elaboró una historia de perfil sentimental protagonizada por un solitario joven que, con frecuencia, imagina cómo será su vejez. Este personaje al que los lectores pueden conocer gracias a las descripciones de un narrador sin nombre, solía dar largos paseos por las calles de San Petersburgo. En ese ámbito, este muchacho que nunca había entablado una conversación con alguien del sexo opuesto conoce, en una oportunidad, a Nastenka, una adolescente que consigue cautivarlo. Entre ambos pronto surge un vínculo que los lleva a hablar de sus vidas y genera en el joven soñador una gran admiración que lo lleva a descubrirse como un hombre enamorado de forma platónica, pese a tener en claro que su flamante amiga está a la espera del hombre a quien ama, quien, tras rechazarle la propuesta de casamiento y permanecer ausente durante un año por motivos laborales, ha prometido regresar e ir a su encuentro.


 Fiódor Dostoyevski

Las noches blancas. El jugador. Un ladrón honrado
 LAS NOCHES BLANCAS
Novela sentimental (Recuerdos de un soñador)
¿O fue creadopara estar siquiera un momentoen las cercanías de tu corazón?
I. TURGENEV 

 Noche primera

Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo. Hablando de gente atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi buena conducta durante todo ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una extraña melancolía. Me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo que todos me rehuían. Claro que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son esos «todos»? Porque hace ya ocho años que vivo en Petersburgo y no he podido trabar conocimiento con nadie. ¿Pero qué falta me hace conocer a gente alguna? Porque aun sin ella, a mí todo Petersburgo me es conocido. He aquí por qué me pareció que todos me abandonaban cuando Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible quedarme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una profunda angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la perspectiva Nevski, fui a los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no vi ni una sola de las personas que solía encontrar durante el año en tal o cual lugar, a esta o aquella hora. Esas personas, por supuesto, no me conocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las conozco a fondo, casi me he aprendido de memoria sus fisonomías, me alegro cuando las veo alegres y me entristezco cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar amistad con un anciano a quien encontraba todos los días a la misma hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresionante, tan pensativo, el suyo! Caminaba murmurando continuamente y accionando con la mano izquierda, mientras que en la derecha blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él también se percató de mí y me miraba con vivo interés. Estoy seguro de que se ponía triste si por ventura yo no pasaba a esa hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algunas veces estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de buen humor. No hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos, casi nos llevamos la mano al sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También las casas me son conocidas. Cuando voy por la calle parece que cada una de ellas me sale al encuentro, me mira con todas sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal? Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso». O bien: «¿Cómo va esa salud? A mí mañana me ponen en reparaciones». O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé un buen susto». Y así por el estilo. Entre ellas tengo mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de ellas tiene la intención de ponerse en tratamiento este verano con un arquitecto. Iré de propósito a verla todos los días para que no la curen al buen tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa pintada de rosa claro. Era una casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo tan afable y observaba con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se henchía de gozo cuando pasaba ante ella. Pero de repente, la semana pasada, cuando bajaba por la calle y eché una mirada a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a pintar de amarillo!». ¡Malvados, bárbaros! No han perdonado nada, ni siquiera las columnas o las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla como un canario. A mí casi me dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en que no he tenido fuerzas para ir a ver a mi pobre amiga desdichada, teñida del color nacional del Imperio Celeste.
Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco todo Petersburgo.
Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la inquietud hasta que por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien —éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adónde habrá ido aquel otro?—, ni tampoco en casa. Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo: ¿qué echo de menos en mi rincón?, ¿por qué me es tan molesto permanecer en él? Miraba perplejo las paredes verdes y mugrientas, el techo cubierto de telarañas que con gran éxito cultivaba Matryona; volvía a examinar todo mi mobiliario, a inspeccionar cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi malestar (porque basta que una sola de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer para que ya no me sienta bien), miré por la ventana, y todo en vano…, no hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y reprenderla paternalmente por lo de las telarañas y, en general, por la falta de limpieza, pero ella se limitó a mirarme con asombro y me volvió la espalda sin decir palabra; así, pues, las telarañas siguen todavía felizmente en su sitio. Por fin esta mañana logre averiguar de qué se trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba saliendo de estampía para el campo. Pido perdón por la frase vulgar, pero es que ahora no estoy para expresarme en estilo elevado… porque, así como suena, todo lo que encierra Petersburgo se iba a pie o en vehículo al campo. Todo caballero de digno y próspero aspecto que tomaba un coche de alquiler se convertía al punto en mis ojos en un honrado padre de familia que, después de las consabidas labores de su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje al seno de su familia en una casa de campo. Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular, como si quisiera decir a sus congéneres: «Nosotros, señores, estamos aquí sólo de paso. Dentro de un par de horas nos vamos al campo». Se abría una ventana, se oía primero el teclear de unos dedos finos y blancos como el azúcar, y asomaba la cabeza de una muchacha bonita que llamaba al vendedor ambulante de flores; al punto me figuraba yo que estas flores se compraban, no para disfrutar de ellas y de la primavera en el aire cargado de una habitación ciudadana, sino porque todos se iban pronto al campo y querían llevarse las flores consigo. Pero hay más, y es que había adquirido ya tal destreza en este nuevo e insólito género de descubrimientos que podía, sin equivocarme, guiado sólo por el aspecto físico, determinar en qué tipo de casa de campo vivía cada cual. Los que las tenían en las islas Kamenny y Aptekarski o en el camino de Peterhof, se distinguían por la estudiada elegancia de sus modales, por su atildada indumentaria veraniega y por los soberbios carruajes en que venían a la ciudad. Los que las tenían en Pargolov, o aún más lejos, impresionaban desde el primer momento por su prestancia y prudencia. Los de la isla Krestovski destacaban por su continente invariablemente alegre. Sucedía que tropezaba a veces con una larga hilera de carreteros que con las riendas en la mano caminaban perezosamente junto a sus carromatos, cargados de verdaderas montañas de muebles de toda laya; mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otros enseres domésticos; y encima de todo ello, en la cumbre misma de la montaña, iba a menudo sentada una macilenta cocinera, protectora de la hacienda de sus señores como si fuera oro en paño. O veía pasar, cargadas hasta los topes de utensilios domésticos, barcas que se deslizaban por el Neva o la Fontanka hasta a río Chorny o las islas. Los carros y las barcas se multiplicaban por diez o por ciento a mis ojos. Parecía que todo se levantaba y se iba, que todo se trasladaba al campo en caravanas enteras, que Petersburgo amenazaba con quedarse desierto —y llegué al punto de tener vergüenza, de sentirme ofendido y triste. Yo no tenía adónde ir, ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto a irme con cualquier carromato, con cualquier caballero de aspecto respetable que alquilara un coche de punto. Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera un extraño para todos.
Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, como me ocurre a menudo, perdí la noción de dónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo me hallé a las puertas de la ciudad. De pronto me sentí contento, rebasé el puesto de peaje y me adentré por los sembrados y praderas sin parar mientes en el cansancio, sintiendo sólo con todo mi cuerpo que se me quitaba un peso del alma. Los transeúntes me miraban con tanta afabilidad que se diría que les faltaba poco para saludarme. No sé por qué todos estaban alegres, y todos, sin excepción, iban fumando cigarros. También yo estaba alegre, alegre como hasta entonces nunca lo había estado. Era como si de pronto me encontrase en Italia, tanto me afectaba la naturaleza, a mí, hombre de ciudad, medio enfermo, que casi comenzaba a asfixiarme entre los muros urbanos.
Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a veces con una especie de afecto compasivo, y a veces, sencillamente, no se fija uno en ellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno, asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez en los movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de cierta torva melancolía y aun irritación ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante para enamorarse de ella…
Mi noche, sin embargo, fue mejor que el día. He aquí lo que pasó:
Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de casa. Mi camino me llevaba por el muelle del canal, en el que a esa hora no encontré alma viviente, aunque verdad es que vivo en uno de los barrios más apartados de la ciudad. Iba cantando porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. De repente me sucedió la aventura más inesperada.
A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle, estaba una mujer que parecía observar con gran atención el agua turbia del canal. Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda, joven y morena», pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y ni siquiera se movió cuando, conteniendo el aliento y con el corazón a galope, pasé junto a ella. «Es extraño —me dije—, algo la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozo ahogado. Sí, no me había equivocado, porque momentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres, pero en esta ocasión giré sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho «¡Señorita!» de no saber que esta exclamación ha sido pronunciada ya un millar de veces en novelas rusas que versan sobre la alta sociedad. Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientras buscaba otra palabra la muchacha recobró su compostura, miró en torno suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la calle y siguió caminando por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. El corazón me latía como el de un pajarillo que se tiene cogido en la mano. Inopinadamente la casualidad vino en mi ayuda.
Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció de pronto un caballero vestido de frac, impresionante por los años, aunque no lo fuera por su manera de andar. Caminaba haciendo eses y apoyándose con tiento en la pared. La muchacha iba como una flecha, rauda y tímida, como van por lo común las mocitas que no quieren que se las acompañe a casa de noche, y, por supuesto, el caballero tambaleante no hubiera podido alcanzarla si mi suerte no le hubiera sugerido recurrir a una estratagema. Sin decir palabra, el caballero se arrancó de repente y se puso a galopar en persecución de mi desconocida. Ella volaba, pero no obstante el caballero de los trompicones iba alcanzándola, la alcanzó por fin, la muchacha lanzó un grito… y yo doy gracias al destino por el excelente bastón de nudos que mi mano derecha empuñaba en tal ocasión. En un abrir y cerrar de ojos me planté en la acera opuesta, el caballero importuno comprendió al instante de qué se trataba, tomó en consideración el argumento irresistible que yo blandía, calló, se desvió, y sólo cuando se halló bastante lejos protestó contra mí en términos bastante enérgicos, pero sus palabras apenas se percibían desde donde estábamos.
—Deme usted la mano —le dije a mi desconocida—. Ese sujeto ya no se atreverá a acercarse.
Ella, en silencio, me alargó la mano, que aún temblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballero importuno, cómo te di las gracias en ese momento! La miré fugazmente. Era bonita y morena. Había acertado. En sus pestañas negras brillaban aún lágrimas de miedo reciente o de tristeza anterior. No sé. Pero a los labios afloraba ya una sonrisa. Ella también me miró de soslayo, se ruborizó ligeramente y bajó los ojos.
—¿Por qué me rechazó usted antes? Si yo hubiera estado allí no habría pasado esto.
—No le conocía. Pensé que también usted…
—¿Pero es que me conoce usted ahora?
—Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla usted?
—¡Ah, ha acertado a la primera mirada! —respondí entusiasmado de saberla inteligente, lo que, unido a la belleza, no es humo de pajas—. Sí, a la primera mirada ha adivinado usted qué clase de persona soy. Es verdad, soy tímido con las mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni más ni menos que usted misma lo estaba hace un minuto cuando la asustó ese señor. Ahora el que tiene miedo soy yo. Parece un sueño, pero ni aun en sueños hubiera creído que hablaría con una mujer.
—¿Cómo? ¿Es posible?
—Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta ahora no había apretado nunca otra tan pequeña y bonita como la suya. He perdido la costumbre de estar con las mujeres; mejor dicho, nunca la he tenido, soy un solitario. Ni siquiera sé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le he soltado a usted alguna majadería? Dígamelo con franqueza. Le advierto que no me ofendo.
—No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide usted que sea franca le diré que a las mujeres les gusta esa clase de timidez. Y si quiere saber algo más, también a mí me gusta, y no le diré que se vaya hasta que lleguemos a casa.
—Lo que hará usted conmigo —dije jadeante de entusiasmo— es que dejaré de ser tímido y entonces ¡adiós a todos mis métodos!
—¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y para qué sirven? Eso ya no me suena bien.
—Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pero ¿cómo quiere que en un momento como éste no tenga el deseo…?
—¿De agradar, no es eso?
—Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con una mujer, nunca jamás?, ¿qué no he conocido a ninguna? Ahora bien, todos los días sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estado enamorado de esa manera!
—Pero ¿cómo? ¿Con quién?
—Con nadie, con un ideal, con la mujer con que se sueña. En mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres? Una especie de patronas… Pero voy a hacerla reír, voy a decirle que algunas veces he pensado entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuarle incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe… Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír…
—No se enfade. Me río porque es usted su propio enemigo. Si probara usted, quizá lograra todo eso aun en la calle misma. Cuanto más sencillo, mejor. No hay mujer buena, a menos que sea tonta o esté enfadada en ese momento por cualquier motivo, que pensara despedirle a usted sin esas dos palabras que implora con tanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo para hablar? Lo más probable es que le tuviera a usted por loco. Juzgo por mí misma. ¡Bien sé yo cómo viven las gentes en el mundo!
—Se lo agradezco —exclamé—. ¡No sabe usted lo que acaba de hacer por mí!
—Bien. Ahora dígame cómo conoció usted que soy de las mujeres con quienes… bueno, a quienes usted considera dignas de… atención y amistad. En otras palabras, no una patrona, como decía usted. ¿Por qué decidió acercarse a mí?
—¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola, porque ese caballero era demasiado atrevido y porque es de noche. No dirá usted que no es obligación…
—No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de la calle. Usted quería acercárseme, ¿verdad?
—¿Allí, al otro lado? De veras que no sé qué decir. Temo que… Hoy, sabe usted, me he sentido feliz. He estado andando y cantando. Salí a las afueras. Nunca hasta ahora he tenido momentos tan felices. Usted… me parecía quizá… Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecía que lloraba usted y me era intolerable oírlo. Se me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío! ¿Cree usted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fue pecado sentir compasión fraternal por usted? Perdone que diga compasión… En suma, ¿acaso podía ofenderla cuando se me ocurrió acercarme a usted?
—Bueno, basta; no diga más —repuso la joven, bajando los ojos y apretándome la mano—. Yo misma tengo la culpa por haber hablado de eso. Pero estoy contenta de no haberme equivocado con usted. Bueno, ya hemos llegado. Tengo que meterme por esta callejuela. Son dos pasos nada más. Adiós, le agradezco…
—¿Pero es de veras posible que no volvamos a vernos? ¿Es posible que las cosas queden así?
—Mire —dijo riendo la muchacha—. Al principio sólo quería usted dos palabras, y ahora… Pero, en fin, no le prometo nada. Puede que nos encontremos.
—Mañana vengo aquí —dije—. Ah, perdone, ya estoy exigiendo…
—Sí, es usted impaciente. Exige casi…
—Escuche —la interrumpí—. Perdone que se lo diga otra vez, pero no puedo dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tan poca vida real, los momentos como éste, como el de ahora, son para mí tan raros que me es imposible no repetirlos en mis sueños. Voy a soñar con usted toda la noche, toda la semana, todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquí mismo, a este mismo sitio, a esta misma hora, y seré feliz recordando el día de hoy. Este sitio ya me es querido. Tengo otros dos o tres sitios como éste en Petersburgo. Una vez hasta lloré recordando algo, igual que usted. Quién sabe, quizá usted también hace diez minutos lloraba recordando alguna cosa. Pero perdón, estoy desbarrando de nuevo. Puede que usted, alguna vez, fuera especialmente feliz en este lugar.
—Bueno —dijo la muchacha—. Quizá yo también venga aquí mañana. A las diez también. Veo que ya no puedo impedirle… pero, mire, es que necesito venir aquí. No piense usted que le doy una cita. Le aseguro que tengo que estar aquí por asuntos míos. Ahora bien, se lo digo sin titubeos: no me importaría que también viniera usted. En primer lugar porque pudieran ocurrir incidentes desagradables como el de hoy; pero dejemos eso… En suma, sencillamente me gustaría verle… para decirle dos palabras. Ahora, vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No piensa que le estoy dando una cita sin más ni más? No se la daría si…; pero, bueno, eso es un secreto mío. Antes de todo una condición.
—¡Una condición! Hable, dígalo todo de antemano. Estoy de acuerdo con todo, dispuesto a todo —exclamé exaltado—. Respondo de mí, seré atento, respetuoso… Usted me conoce.
—Precisamente porque le conozco le invito para mañana —dijo la joven riendo—. Le conozco muy bien. Pero, mire, venga con una condición: en primer lugar (sea usted bueno y haga lo que le pido; ya ve que hablo con franqueza) no se enamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro. Estoy dispuesta a ser amiga suya. Aquí tiene mi mano. Pero lo de enamorarse no puede —ser. Se lo ruego.
—Le juro —grité yo, cogiéndole la mano…
—Basta, no jure, porque es usted capaz de estallar como la pólvora. No piense mal de mí porque le hablo así. Si usted supiera… Yo tampoco tengo a nadie con quien poder cambiar una palabra o a quien pedir consejo. Claro que la calle no es sitio indicado para encontrar consejeros. Usted es la excepción. Le conozco a usted como si fuésemos amigos desde hace veinte años. ¿De veras que no cambiará usted?
—Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, es cómo voy a sobrevivir las próximas veinticuatro horas.
—Duerma usted a pierna suelta. Buenas noches. Recuerde que ya he confiado en usted. Hace un momento lanzó usted una exclamación tan hermosa que justifica cualquier, sentimiento, incluso el de simpatía fraternal. ¿Sabe? Lo dijo usted de un modo tan bello que al instante pensé que podía fiarme de usted.
—¿Pero en qué asunto? ¿Para qué?
—Hasta mañana. Mientras tanto hay que guardar secreto. Tanto mejor para usted, porque a cierta distancia parece una novela. Quizá mañana se lo diga, o quizá no. Ya hablaremos, nos conoceremos mejor…
—Yo mañana le voy a contar a usted todo lo mío. Pero ¿qué es esto? Parece como si me ocurriera un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿No está usted contenta de no haberse enfadado conmigo, como lo hubiera hecho otra mujer? ¿De no haberme rechazado desde el primer momento? En dos minutos me ha hecho usted feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá me ha reconciliado usted conmigo mismo, quizá ha resuelto mis dudas… Quizá hay también para mí minutos así… Pero ya le contaré todo mañana, ya se enterará usted de todo.
—Bueno, acepto. Usted empezará.
—De acuerdo.
—Hasta la vista.
—Hasta la vista.
Nos separamos. Pasé la noche andando, sin decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz! ¡Hasta mañana!

Fuente: Editorial Porrúa.

jueves, 23 de julio de 2015

FEDOR DOSTOIEVSKI. NOVELA CORTA: LA TÍMIDA.


LITERATURA DE RESCATE.

«Imaginen un marido cuya mujer, una suicida que se ha arrojado por la ventana hace sólo unas horas, yace ante él sobre una mesa. Él está conmocionado y no ha tenido tiempo de ordenar sus ideas. Camina de habitación en habitación e intenta dar un sentido a lo que acaba de ocurrir… De ahí que se cuente a sí mismo la historia, intente aclarársela». Así explica Dostoievski su obra en la «Nota del autor» que precede a La dulce, a la que llama relato fantástico.
La dulce se basa probablemente en hechos verídicos en que el autor ruso se inspiró para escribir una de sus más inquietantes novelas cortas. Como si de un viaje al pasado se tratara, Dostoievski, a través de las contradicciones, remordimientos y justificaciones en el soliloquio del protagonista «ante un auditorio invisible o una especie de juez», investiga en los recuerdos a la búsqueda de la verdad que se esconde en el alma humana.
Relato de Dostoievski publicado en su "Diario de un escritor" que ha sido traducida al castellano como "La tímida", "La dulce" y "La mansa"

FEDOR DOSTOIEVSKI 


                                            LA TÍMIDA 







Advertencia del autor 



Pido perdón a mis lectores por darles esta vez un cuento en lugar de mi "diario", redactado bajo su forma habitual. Pero este cuento me ha tenido ocupado cerca de un mes. De todos modos, solicito la indulgencia de mis lectores.
Este cuento lo he calificado como fantástico, aun cuando yo lo considere real, en el más alto grado. Pero tiene su lado fantástico, sobre todo en la forma, y acerca de esto deseo extenderme.
No se trata ni de una novela, en sentido estricto ni de unas "Memorias". Imaginen ustedes un marido que se encuentra en su casa ante una mesa, sobre la cual reposa el cuerpo de su mujer, que se ha suicidado. Se ha tirado por la ventana algunas horas antes.
El marido está como loco. No logra reunir sus ideas. Va y viene por el cuarto, tratando de descubrir el sentido de lo que ha pasado.
Además, es un hipocondríaco inveterado, de los que hablan con ellos mismos. Habla, pues, en voz alta, contándose la desgracia, tratando de explicársela. Se encuentra en contradicción con sí mismo en sus ideas y en sus sentimientos. Se declara inocente, se acusa, se confunde entre su defensa y su acusación: A veces se dirige a oyentes imaginarios. Poco a poco acaba por comprender. Toda una serie de recuerdos que él evoca le conduce a la verdad.
He ahí el tema. El relato está lleno de interrupciones y de repeticiones. Pero si un taquígrafo hubiese podido ir escribiendo a medida que él hablaba, el texto aún sería más borroso, menos "arreglado" que el que les presento. He tratado de seguir el que me ha parecido ser el orden psicológico. Esa suposición de un taquígrafo anotando todas las palabras del desgraciado es.el que me parece un elemento fantástico del cuento. El arte no rechaza este género de procedimientos. Víctor Hugo, en su obra maestra Los últimos momentos de un condenado a muerte se sirvió de un medio análogo. No introdujo un taquígrafo en su libro; pero admitió algo más inverosímil, presumiendo que un condenado a muerte podía hallar tiempo de escribir un volumen el último día de su vida, qué digo, la última hora —al pie de la letra— en el ultimo momento. Pero si hubiese rechazado esta suposición, la obra más real, la más vivida de todas cuantas escribió, no existiría.



PRIMERA PARTE 




 I
  ¿QUIEN ERA YO Y QUIEN ERA ELLA? 



...Mientras la tenga aquí, no habrá terminado todo... A cada instante me aproximo a ella y la miro.. Pero mañana se la llevarán. ¿Cómo haré para vivir solo? En este instante está en el salón, sobre la mesa...; han puesto una junto a otra dos mesas de juego: mañana estará ahí el féretro, todo blanco... Pero no es eso... Ando, ando y quiero comprender, explicarme... Hace ya seis horas que busco, y mis ideas se disgregan... Ando, ando, y eso es todo. Vamos a ver: ¿cómo es? Quiero proceder con orden (¡ah! ¡con orden!) Señores...: bien ven ustedes que estoy muy lejos de ser un hombre de letras; pero lo contaré tal cual lo comprendo.
Miren: al principio ella venía a mi casa, a empeñar objetos suyos para pagar un anuncio en el Golos... "Tal institutriz aceptaría viajar o dar lecciones a domicilio", etc., etc. Los primeros tiempos no me fijé en ella: iba allí como tantas otras; eso era todo. Luego me fijé más. Era muy delgada, rubia, no muy alta; tenía movimientos molestos ante mí, indudablemente ante todos los extraños; yo, es verdad, estaba con ella como con todo el mundo, con aquellos que me tratan como a un hombre, y no solamente como a un prestamista. En cuanto le había entregado el dinero, daba rápidamente media vuelta y se iba. Todo esto sin ruido. Otras regateaban, implorando, enfadándose para conseguir más. Ella, nunca. Tomaba lo que le daban... ¿En dónde estoy? ¡Ah, sí! En que me traía extraños objetos o alhajas de poco precio: pendientes de plata sobredorada, un medalloncito miserable, cosas de veinte kopeks. Sabía que eso no valía más, pero veía en su rostro que para ella tenían un gran valor. En efecto; más tarde supe que era todo cuanto sus padres le habían dejado. Sólo una vez no pude dejar de reírme al ver lo que ella pretendía empeñar. En general, nunca suelo reírme de los clientes. Un tono de caballero, maneras severas, ¡oh, sí, severas, severas! Pero aquel día se le ocurrió traerme un verdadero andrajo: restos de una pelliza de pieles de liebre... Pudo más que yo, y le hice una broma... ¡Santo Dios, qué furiosa se puso! Sus ojos azules, grandes y pensativos, tan dulces siempre, despidieron llamas. Pero no dijo una palabra. Volvió a recoger su "andrajo" y se fue. Hasta aquel día no me di cuenta de que la miraba muy particularmente. Pensaba algo de ella..., sí, algo. ¡Ah, sí! Que era tremendamente joven, como un niño de catorce años; en realidad tenía dieciséis. Además, no, no es eso... Al día siguiente volvió. Supe más tarde que había llevado su resto de hopalanda a casa de Dobronravov y Mayer; pero éstos no prestan más que sobre objetos de oro, y no quisieron escucharla. En otra ocasión le había tomado en garantía un camafeo, una porquería, y yo mismo me quedé asombrado. Yo no presto más que sobre objetos de oro o de plata. ¡Y había aceptado un camafeo! Era la segunda vez que pensaba en ella, lo recuerdo muy bien. Pero al día siguiente del asunto de la hopalanda quiso empeñar una boquilla de ámbar amarillo, un objeto de aficionado, pero sin valor para nosotros. ¡Para nosotros, oro, plata o nada! Como venía después de la rebelión de la víspera, la recibí muy fríamente, muy serio. Débil, le di con todo dos rublos; pero le dije, un poco enfadado: "Lo hago por usted, nada más que por usted. Puede ir a ver si Moset le da un kopek por un objeto así! "
Ese por usted lo subrayé particularmente. Más bien estaba irritado... Al oír aquel por usted se encendió su rostro; pero se calló; no me arrojó el dinero a la cara; al contrario, lo tomó muy aprisa... ¡Ah, la pobreza! Pero se ruborizó, ¡oh, sí!, se ruborizó. La había molestado. Cuando se hubo marchado, me pregunté: "¿Vale dos rublos la pequeña satisfacción que acabo de tener?" Dos veces me repetí la pregunta: "¿Vale eso? ¿Vale eso? " Y, riendo, resolví en un sentido afirmativo. Me había divertido mucho, pero lo hacía sin ninguna mala, intención.
Se me ocurrió la idea de probarla, pues ciertos proyectos pasaron por mi cabeza. Era la tercera vez que pensaba muy particularmente en ella.
Pues bien, en aquel momento fue cuando empezó todo. Claro está, me enteré... Después de eso esperé su llegada con cierta impaciencia. Calculaba qué no tardaría en presentarse. Cuando reapareció, le dirigí la palabra, y entré en conversación con ella en un tono de infinita amabilidad. No me he visto del todo mal educado, y cuando quiero tengo mis maneras. ¡Hum! Adiviné fácilmente que era buena y sencilla. Estos, sin entregarse demasiado, no saben eludir una pregunta. Contestan. No averigüé entonces cuanto de ella podía averiguar, claro está, sino que fue más tarde cuando me fue explicado todo; los anuncios de Golos, etc. Seguía publicando anuncios en los periódicos con ayuda de sus últimos recursos. Al principio, el tono de aquellos anuncios era altivo: "Institutriz, excelentes informes, aceptaría viajar. Enviar condiciones bajo sobre al periódico". Un poco más tarde era: "Aceptaría todo, dar lecciones, servir de señora de compañía, cuidar de la casa; sabe coser, etc." ¡Muy conocido!, ¿verdad? Después, en un último intento, hizo insertar: "Sin remuneración por la comida y el alojamiento." Pero no encontró colocación ninguna. Cuando la volví a ver, quise pues, probarla. La enseñé un anuncio del Golos concebido en estos términos: "Muchacha huérfana busca colocación de institutriz para cuidar niños pequeños; preferiría en casa de viudo de edad; podría ayudar en el trabajo de la casa."
—Ahí tiene —le dije—; ésta es la primera vez que publica un anuncio, y apuesto cualquier cosa a que antes de esta noche encuentra una colocación. ¡Así es como se redacta un anuncio!
Enrojeció, sus ojos se encendieron de cólera. Esto me agradó. Me volvió la espalda, y salió. Pero yo estaba muy tranquilo. No había otro prestamista capaz de adelantarle medio kopek por sus baratijas y pitilleras. ¡Y ya entonces ni pitilleras tenía!
A los tres días se presentó sumamente pálida y agitada. Comprendí que la ocurría algo grave. Pronto diré qué; pero no quiero más recordar cómo me arreglé para asombrarla, para lograr su estima. Me traía un icono. ¡Óh! ¡Aquello sí que debía haberle costado decidirse! Y ahora es cuando empieza, pues me confundo..., no puedo juntar mis ideas. Era una imagen de la Virgen con el Niño Jesús, una imagen hogareña, los adornos del manto, en plata sobredorada, valdrían lo menos... ¡Dios mío!... lo menos unos seis rublos. Le dije:
—Sería preferible dejarme el manto y llevarse la imagen, porque, en fin... la imagen... es un poco...
Ella me preguntó:
—¿Es que lo tiene prohibido?
—No; pero lo hago por usted misma.
—Pues bien, quíteselo.
—No, no se lo quitaré. ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a ponerla en el nicho de mis iconos... (En cuanto abría mi casa de préstamos todas las mañanas encendía en aquel nicho una lamparilla), y le daré diez rublos.
— ¡Oh! No necesito diez rublos. Déme cinco. Pronto rescataré la imagen.
—¿Y no quiere usted diez por ella? La imagen los vale —dije, observando que sus ojos despedían fuego. No, respondió. Le entregué cinco rublos.
—Es preciso no despreciar a nadie —dije—. Si usted me ve desempeñar un oficio como éste, es que también yo me he visto en circunstancias muy críticas. Fue mucho lo que sufrí antes de decidirme a esto...
—Y se venga usted con la sociedad —interrumpió ella. Brillaba entre sus labios una sonrisa amarga, por lo demás bastante inocente. "¡Ah! ¡Ah! —pensaba yo—. Me descubres tu carácter... y sabes de letras".
—Ya ve —dije en voz alta—; yo soy una parte de esa parte del todo que quiere hacer mal y produce bien. »
— ¡Espere usted! Conozco esa frase; la he leído en algún sitio.
—No se moleste recordando. Es una de las que pronuncia Mefistófeles cuando se presenta a Fausto. ¿Ha leído el Fausto?
—Distraídamente.
—Es decir, que lo ha leído. Es preciso leerlo. ¿Sonríe? No me crea tan idiota, a pesar de mi oficio de prestamista, para representar ante usted el papel de Mefistófeles. Prestamista soy y prestamista me quedo.
—¡No quería decirle nada semejante!
A punto estuvo de dejar escapar que no esperaba que yo tuviese erudición. Pero se había contenido.
—Ya ve —le dije, encontrando una ocasión] para producir mi efecto— cómo no importa la carrera para hacer el bien.
—Ciertamente —respondió ella—: todo campo puede producir una cosecha.
Me miró con gesto penetrante. Estaba satisfecha por lo que acababa de decir, no por vanidad, sino porque respetaba la idea que acababa de expresar. ¡Oh, sinceridad de los jóvenes! ¡Con ella logran la victoria!
Cuando se marchó fui a completar mis informes. ¡Ah, había vivido días tan terribles, que no comprendo cómo podía sonreír e interesarse por las palabras de Mefistófeles! Pero eso es la juventud... Lo esencial es que la miraba ya como mía, y no dudaba de mi poder sobre ella... Saben ustedes que es un sentimiento muy dulce, casi diría muy voluptuoso, el que se experimenta al sentir que ha terminado uno con las vacilaciones...
Pero si sigo así, no podré concentrar mis ideas. Mas de prisa, más de prisa; no se trata de eso, ¡oh, Dios mío! ¡No!
Fuente: Editorial Medi.

miércoles, 22 de julio de 2015

NOVELA LOS HERMANOS KARAMÁZOV. Hemeroteca Literaria.


POÉTICA DE LA NOVELA
LOS HERMANOS KARAMÁZOV:
Aportaciones Metodológicas y Aspectos fundamentales analizados por la investigador rusa V.E.Vetslòvskaya
por José A. HitaUniversidad de Granada ( España )
Este artículo se presentó en las II Jornadas de Rusística en la Comunidad Valenciana, celebradas en la Universitat de València del 2 al 6 de Octubre de 1997.


La novela Los hermanos Karamázov, (1879-1880) es la culminación de la obra de Dostoievski. La obra se hizo más extensa de lo que en principio había planificado el autor. Ahora bien, el Prólogo del autor nos indica que la obra fue pensada en forma de dilogía, sin embargo de las dos novelas Dostoievski sólo tuvo tiempo de escribir la primera. De la supuesta continuación de Los hermano Karamázov se han conservado solamente algunos datos.
La acción de la novela está relacionada con hechos reales acaecidos a mediados de 1860. Sin embargo, la atención del autor se centraba en la Rusia posterior a la Reforma en las décadas 60 y 70. Preocupado por la situación crítica que vivía Europa en general y Rusia en particular, Dostoievski consideraba que su país debía encontrar solución a los problemas de la época. La novela refleja una gran profundidad trágica y adquiere grandes dimensiones. De ahí que la historiadora crítica Vetlóvskaya llegue a afirmar que el tema principal de Los hermanos Karamázov es la Rusia del pasado, del presente y del futuro, así como el destino del mundo y de la humanidad.
No está de más recordar que Dostoievski utilizó en sus obras las aportaciones del pensamiento filosófico y social universal. Los nombres de Pushkin, Gógol, Dante, Diderot, Goethe, Schiller, etc no completan la lista de autores, cuyas obras son mencionadas en uno u otro sentido en Los hermanos Karamázov.
Vetlóvskaya ha realizado los comentarios de Los hermanos Karamázov en varias ediciones de las obras completas de Dostoievski publicadas en 15,12 y 30 tomos. Comentarios básicamente histórico-literarios que facilitan en gran medida la comprensión de la obra. Además, cabe destacar la serie de artículos que ha escrito la investigadora rusa sobre la novela en cuestión. Algunosartículos han entrado, parcial o totalmente, a formar parte de su monografía sobre el estudio de la poética. En esta obra Vetlóvskaya expone sus principios metodológicos que ya no necesitará exponer en los sucesivos trabajos, pues todas sus investigaciones parten y se apoyan en los fundamentos teóricos iniciales. Los restantes artículos están dedicados al estudio de las relaciones de a novela con las fuentes folclóricas, etnográficas y biblicas, así como los
vínculos de la novela con motivos y temas de la literatura medieval.
En el presente articulo nos limitamos a presentar y caracterizar la monografía de Vetlóvskaya. En ella, como el propio titulo indica, se plantea el estudio de la poética de Los hermanos Karamázov, pues hasta entonces (la investigación se publicó en 1977) habían sido poco estudiados los problemas de la forma literaria en obras independientes de Dostoievski.
La investigadora se basa en los principios metodológicos de V. Propp. El estudio de la poética de una obra literaria implica el análisis de la composición y la estructura de dicha obra. Se deben descubrir los elementos formales, pero no como elementos aislados sino en su correlación e interconexión mutua. Además, el interés se centra no en los elementos formales en sí sino en la función que desempeñan y en el contenido que expresan en la obra.
La primera cuestión que se plantea es el problema del género. El género nos indica los elementos estructurales globales de la forma literaria y sirve como punto de partida al investigador para el estudio de los procedimientos que emplea el autor. En la literatura moderna es prácticamente imposible hablar de géneros puros (a los que aspiraban los escritores antiguos). En el caso de Los hermanos Karamázov el tema organizador (el delito) se revela según las leyes del género policíaco: el principio intrigante (la muerte trágica de Fiodor Pávlovich Karamázov) y el nudo; la cadena de acontecimientos que preparan la catástrofe; la descripción de la catástrofe; el desenlace. Pero el fin que persigue el autor y la dominante ideológica {dominanta) no es la trama detectivesca, sino la temática ético-filosófica y político-social (publitsística).
Como había afirmado el propio Dostoievski en el Prólogo de la novela, la narración sobre el crimen constituiría el objeto de su primera novela introductoria, aunque sólo de su parte externa.
La trama detedivesca, en casos como este, se somete a la dominante ideológica. De ahí que la comparación de este tipo de obras con la serie de novelas policíacas sea poco productiva para revelar el contenido y no nos aclare las cuestiones de la poética concreta.
Los hermanos Karamázov es una obra de género filosófico y político-social. Todos los elementos de la obra se someten a la transmisión del pensamiento filosófico y político-social actual para el lector de la época. Por tanto, es necesario comparar el género de la obra con otros géneros de este tipo. En todas estas obras se pretende convencer al lector, influir en sus ideas y conceptos sociales. Ahora bien, la novela filosófico-publicística se diferencia de los géneros no literarios (artículo, tratado) en los métodos de elaboración del material. La novela debe crear una impresión estética, de ahí que a diferencia de los géneros no literarios no emplee los medios lógico-formales para persuadir al lector, pues dichos medios son ajenos a la naturaleza estética del arte. No son tanto las ideas como la artisticidad, la forma y los procedimientos empleados los que ayudan a conseguir el fin persuasivo (político-social) de la obra. El propio Dostoievski se preocupaba no tanto de exponer sus ideas como de la forma de exposición de éstas (lo artificioso, la literariedad) para persuadir al lector. La artificiosidad no se opone al pensamiento publicístico sino que puede servir para el cumplimiento de sus objetivos.
La comparación con otras novelas filosófico-publicísticas (concretamente, ¿Qué hacer?, de Chernyshevski y ¿Quién es el culpable?, de Hertzen) nos revela algunos procedimientos que emplea el publicista para convencer e influir emocionalmente en el lector. Entre otros procedimientos se emplea la introducción de opiniones ajenas (contrarias a la opinión del autor), pues cuanto más convincente sea la opinión del adversario, más persuasivo será el pensamiento del autor que rebate con sus argumentos las opiniones opuestas. La publicística ha heredado este procedimiento de la oratoria (Vetlóvskaya destaca la figura de Aristóteles). Por lo tanto, la palabra y su fuerza persuasiva es tan importante en las obras fiosófico-publicísticas como en los géneros de la oratoria. De manera que el principio persuasivo determina los detalles de la narración y la organización del material de la novela.
En el primer capítulo de su monografía Vetlóvskaya estudia la voz del narrador. Este primer paso le permite aproximarse a la delimitación de la voz y la postura del autor en la novela. En Los hermanos Karamázovla narración se lleva a cabo por un narrador ficticio (vymyshlennyi rasskáschik). Dostoievski recurre frecuentemente a este procedimiento, aunque la introducción de este tipo de narrador no sea invención suya sino que lo han utilizado varios autores y en diferentes géneros.
En cada caso en que es utilizado el narrador ficticio cumple determinadas funciones, aunque se puede distinguir un rasgo común y es que el narrador ficticio suele causar la impresión de autenticidad o veracidad de toda la narración. Este aspecto es fundamental en una obra de carácter filosóficopublicístico, cuyo principal objetivo ha de ser convencer al lector.
El carácter veraz de la narración sirve en Los hermanos Karamazov para la expresión del pensamiento político-social del autor. El pensamiento del autor será más convincente cuanto más veraz sea el carácter de los hechos que lo corroboran. El narrador ficticio de Dostoievski -al igual que los narradores de Hertzen y Chernyshevski- vive con los personajes de la novela, los conoce, posee datos exactos sobre diversos acontecimientos de sus vidas, o bien se dirige a otras fuentes de información ("dicen", ‘afirman", etc) y especifica su nivel de conocimiento sobre unos u otros hechos. En general, el lector percibe la autenticidad y minuciosidad con que son narrados hasta los detalles más insignificantes.
Sin embargo, el narrador ficticio cumple una función no menos esencial que la transmisión de la objetividad y veracidad de la narración. Él oculta la personalidad del autor y, consecuentemente, el carácter específico de sus opiniones sociopoliticas. Según Vetlóvskaya, esta función también la cumplen los narradores de Pushkin (Historia del pueblo de Goriujin) y de Saltikov Shchedrin (Historia de una ciudad). En ambas obras, al igual que en Los hermanos Karamázov, el narrador ficticio está claramente separado del autor.
El narrador de Pushkin es ingenuo y simple, en ocasiones demuestra su incapacidad a la hora de distinguir lo principal de lo secundario. Su actitud respecto a aquello que narra con indiferencia y el estilo homogéneo de la narración (así como en Shchedrín) indican al lector la distancia que separa al narrador del autor. Y aún cediendo la palabra a otro individuo, el autor es tan tendencioso o más (pues tras la voz del narrador se esconde la ironía del autor) que si se expresara por sí mismo.
El narrador de Los hermanos Karamázov también es simple e ignorante. Pero a diferencia de los narradores de Pushkin y Shchedrín, el narrador de Dostoievski es además moralista, pues al presentar los hechos realiza una valoración moral de éstos indirectamente o en forma de máxima. Su narración es a veces precipitada y prolongada, pero se caracteriza por la emotividad y expresividad, lo cual la diferencia de la narración en las obras mencionadas de Pushkin y Shchedrín. Sin embargo, todos poseen un elemento común, puesto que recurren a la misma fuente literaria y reproducen con algunas modificaciones al narrador medieval: Pushkin y Shchedrín reproducen al cronista, mientras que Dostoievski al hagiógrafo.
La diferencia entre ambos tipos de narrador es aparentemente sutil, aunque en este caso se debe a razones obvias. Si el narrador de Pushkin y Shchedrín se interesa por la vida de toda una población (como los propios títulos indican Historia del pueblo de Goriujin e Historia de una ciudad) y nos describe los hechos en una secuencia temporal, el narrador de Dostoievski, por el contrario, es un biógrafo que se ocupa de la vida particular de un grupo de gente, su narración es como un episodio de la vida del protagonista. Además, el hagiógrafo se expresa con emotividad a diferencia del cronista, cuya misión es narrar los hechos de forma impasible e "imparcial". Igualmente, la narración hagiográfica incluye reflexiones filosóficas, religiosas y sentencias morales.
El descubrimiento y la caracterización del narrador hagiográfico se convierte en una de las principales revelaciones de Vetlóvskaya en su estudio de Los hermanos Karamázov. La orientación hagiográfica del narrador de Dostoievski queda de manifiesto en el ‘Prólogo del autor’, en el cual el narrador explica en forma de conversación íntima con el lector los motivos que le indujeron a escribir la novela, la finalidad moral de su narración, así como las preocupaciones y dudas que le ocasiona dicho trabajo. Estos rasgos también son característicos en los prólogos de la literatura hagiográfica, Dostoievski simplemente modifica algunas fórmulas y las moderniza, es decir, elabora una adaptación del estilo del prólogo hagiográfico habitual.
A pesar de la aparente proximidad con los personajes centrales de la novela, el narrador de Los hermanos Karamázov -al igual que el narrador hagiográfico-está distanciado de ellos. Dostoievski necesitaba que se mantuviera ese distanciamiento para conseguir su elevado fin artístico que consistía en representar en los cuatro personajes centrales (Fiódor Pávlovich y sus tres hijos) una síntesis filosófica y moral de la Rusia contemporánea.
Una de las cuestiones que más preocupa a Vetlóvskaya consiste en determinar el distanciamiento que existe entre el autor y el narrador en la novela y en establecer las pautas del pensamiento del narrador para indicar hasta qué punto dicho pensamiento se corresponde o se diferencia de la ideologia del autor. Los narradores de Pushkin y Shchedrín son personajes claramente diferenciados y distanciados del autor. No ocurre lo mismo en Los hermanos Karamázov, donde indudablemente existen diferencias entre el autor y el narrador ficticio, pero la frontera entre ambos es indeterminada e imprecisa. Al lector no se le proporciona ninguna información sobre el narrador, no se le explican ni los vínculos que puede mantener con los personajes ni las causas que dan lugar a su conocimiento total de lo descrito. Al no existir una división clara entre el punto de vista del autor y las opiniones del narrador da la impresión de que la voz del autor está ausente en la novela (más abajo confrontaremos la tesis de Vetlóvskaya con la teoría de Bajtín sobre la novela polifónica).
Sin embargo, al encomendar la narración a "otro" el autor, libre de toda responsabilidad, se puede permitir ser más directo y parcial que en el caso de que él mismo narrara los hechos.
En Los hermanos Karamázov el monólogo del narrador, tanto por el contenido narrado como por la organización del material, es decididamente persuasivo, didáctico y, como cualquier discurso persuasivo, es muy tendencioso. Una estructura prácticamente igual presenta la palabra del autor en las novelas ¿Qué hacer? y ¿Quién es el culpable? (solo que en Los hermanos Karamázov nos encontramos con la voz del narrador y no del autor).
Es precisamente el carácter del narrador el que otorga un mayor valor persuasivo al discurso en Los hermanos Karamázov. El tono confidencial y en ocasiones la voz insegura del narrador (lo cual se explica tanto por la estilización hagiográfica como por la aparente debilidad de éste ante los acontecimientos) conceden mayor credibilidad a su discurso.
Vetlóvskaya describe varios procedimientos sobre el carácter del narrador en Los hermanos Karamázov que confirman su hipótesis. A continuación exponemos algunos de estos procedimientos.
Es muy característico el empleo del "no sé" ("nie znáyu"). Por ejemplo, en la descripción del juicio ("Un error judicial") el narrador comienza justificándose por su desconocimiento de los hechos, llevando a cabo seguidamente la exposición detallada y en una secuencia lógica de los acontecimientos.
Vetlóvskaya lo define como un "no se" retórico, es decir, al igual que la pregunta retórica no implica una pregunta, el "no sé" de Dostoievski no indica el desconocimiento de lo narrado. El lector queda convencido de la seriedad del narrador en la exposición de cosas insignificantes, lo que garantiza la confianza en la exposición de ideas o hechos importantes.
Otro procedimiento típico que concede fiabilidad y objetividad a la narración es la apelación o referencia a "otros". La apelación a "otros" -al igual que el "no sé"- justifica la simpleza y la buena conciencia del narrador. Así, en la narración sobre el stárets Zosima, el narrador suele emplear el testimonio ajeno para posteriormente hablar en primera persona, es decir, apela a la opinión ajena con el fin de dar vigor a su propia idea.
De este modo, la ignorancia del narrador de Dostoievski, que formalmente es similar a la hagiografía, se convierte en un procedimiento rigurosamente remeditado en el sistema poético de la novela. Por un lado, el carácter del narrador ficticio justifica dicha ignorancia y, por otro lado, ésta es sólo uno de los métodos empleados para persuadir al lector.
Al analizar las relaciones existentes entre el autor y su narrador, Vetlóvskaya se enfrenta de lleno a una cuestión más general y significativa: si se puede esclarecer y de qué modo la relación del autor con el discurso del narrador y, en
general, con las palabras de cualquier personaje. La resolución de este problema es fundamental cuando se habla de una obra filosófico-publicística y en particular de la novela de Dostoievski, puesto que los discursos de los personajes suelen transmitir en tales obras ideas o sistemas de ideas de amplio significado social. En Los hermanos Karamázov los programas ideológicos de los personajes se confrontan en el ámbito de la obra (Iván frente a Zosima). Vetlóvskaya se plantea si Dostoievski acepta sin pretensiones las ideas e ideologías confrontadas en la obra o si demuestra su preferencia por alguna de ellas. Al esclarecimiento de este problema se dedica el segundo capítulo de la monografía: "Postura del autor respecto a las palabras de los personajes".
El problema de la postura del autor es una de las cuestiones más complejas que surge durante el análisis de una obra literaria. Problema que todo investigador se plantea de forma directa o indirecta, consciente o inconsciente y que resuelve en tanto que especifique con qué personaje comparte sus opiniones el autor y con quién discute.
A finales de los años 20 de nuestro siglo fue Bajtín el primero en hablar de una estructura característica en las obras de Dostoievski, la cual consistia en la relación especial del autor con las palabras de los personajes. Bajtin se refería a un nuevo tipo de novela o novela ‘polifónica". Según Bajtin, en la novela monológica las "voces" de los personajes se someten a la conciencia del autor, en la obra de Dostoievski las "voces" de los personajes son independientes y equitativas. La hipótesis de Bajtin vendría a afirmar que en las obras de Dostoievski (así como en Los hermanos Karamázov) las voces de los personajes llevan una vida paralela e independiente respecto a la voz del autor, ninguna voz supera a las demás, por lo tanto la voz del autor está ausente y no expresa su acuerdo o desacuerdo respecto a las opiniones de unos u otros personajes.
La tesis de Bajtin no sólo nos propone una nueva lectura de las obras de Dostoievski sino que abre toda una linea de investigación. Bajtin nos muestra la trascendencia y dimensión del problema planteado sobre la postura del autor en las obras de Dostoievski. Vetlóvskaya sigue este camino, aunque sus conclusiones son totalmente opuestas. El análisis de Los hermanos Karamázov refuta la idea bajtiniana de novela polifónica, puesto que Dostoievski emplea determinados procedimientos -como nos ilustra Vetlóvskaya- para declarar su acuerdo o desacuerdo con las palabras de los personajes. En última instancia el autor se decantará por uno de los principales programas ideológicos expuestos en la novela (el del stárets Zosima) y utilizará los procedimientos pertinentes para refutar la ideología opuesta (el programa de Iván). La parcialidad del autor es latente (aunque no se manifieste de forma clara y explícita, confiando al lector la tarea de descifraría), pues no podía ser de otro modo en una obra filosófica y de marcado carácter sociopolitico.
Desgraciadamente, en el presente articulo no podemos exponer en detalle los procedimientos que, según Vetlóvskaya, emplea Dostoievski para demostrar su acuerdo o desacuerdo con las opiniones de los personajes.
Vetlóvskaya subraya que los discursos de los personajes pueden parecer más o menos fidedignos en el sistema artístico de la obra. Surge la pregunta sobre cómo se nos puede indicar que una opinión es verídica frente a otra opinión contraria si el escritor no nos habla directamente de ello. Vetlóvskaya introduce el concepto de autoridad ("avtoritiétnost") que confronta con el de carácter comprometido ("komprometátsiya") de los discursos en el sistema funcional de la novela.
Se dan situaciones en que las palabras del personaje son necesariamente o bien verdaderas o bien falsas. Esto ocurre con los testimonios contradictorios referentes a uno u otro hecho. Por ejemplo, Rakitin en su conversación con Aliosha niega que él sea familiar de Grúshenka, Grúshenka por el contrario afirma serlo. Las palabras de un personaje son aquí verdaderas y las del otro no, puesto que "el hecho" o existe o no existe, pero en este caso no se pueden dar dos afirmaciones contradictorias igualmente verídicas.
La comparación de los testimonios citados desde el punto de vista de su fidelidad obliga al lector a suponer que el testimonio de Rakitin es falso y el de Grúshenka verdadero. El primero se da en un ambiente de relaciones tales que descartan nuestra confianza: está comprometido en la novela. El segundo suscita nuestra confianza: en la novela es autoritario. El escritor no domina otro método (si no habla de ello directamente) para informar al lector de la veracidad de las palabras del personaje, que no sea la indicación de su autoridad. De este modo, al esclarecer la autoridad (o el carácter comprometido) de unos u otros enunciados del personaje en la obra literaria, aclaramos además si el autor está o no de acuerdo con ellos.
Seguidamente, surgen naturalmente las cuestiones: ¿qué influye en la autoridad de las palabras (o por el contrario en su carácter comprometido)? y ¿de qué modo se transmiten?
El análisis de los más variados enunciados nos revela algunos factores, que influyen en la autoridad de las palabras tanto en el discurso monológico como en el dialógico. Uno de ellos es el carácter del personaje hablante como lo representa el autor. Por ejemplo, las palabras del stárets Zosima o del padre Paisil merecen mayor confianza al lector que las palabras de Fiódor Pávlovich y de la Sra. Jojlakova.
Sin embargo, a veces no importa tanto el carácter del hablante como la situación (contexto) y el carácter de un enunciado concreto. De ahí que tanto Fiódor Pávlovich como la Sra. Jojlakova puedan expresar en algunos casos opiniones "autoritarias’.
En los diálogos es importante la reacción del oyente u oyentes, su acuerdo o desacuerdo con las palabras ajenas. En muchos casos tales reacciones son fundamentales para conceder autoridad al discurso. En las novelas de Dostoievski es habitual que en nuevas situaciones y escenas las palabras de uno o varios personajes estén relacionadas con el enunciado anterior de otro personaje. Se consigue así suscitar en el lector una mayor credibilidad en estos enunciados. De ahí que en la obra de Dostoievski no se pueda hablar del carácter autoritario de un discurso o enunciado aislado sino que se ha de considerar el conjunto de datos relacionados con aquél, como se nos presenta en el sistema de la obra en su totalidad.
Sin embargo, los datos sobre el carácter del personaje y su discurso, sobre la reacción del oyente y sobre el propio oyente,... pueden ser contradictorios. En cualquier caso un mismo enunciado, desde que lo pronuncia el hablante hasta que lo refiere el oyente, incluye testimonios de tipo y contenido diverso.
El tipo y contenido de los testimonios nos indica qué hay en el carácter del hablante y en su discurso, y en la reacción del oyente, que le confiere mayor fiabilidad a dichos testimonios.
Vetlóvskaya analiza los distintos tipos de enunciados, aunque atribuye mayor importancia a los de opiniones generales. En primer lugar, estos enunciados destacan en Los hermanos Karamázov como obra filosófico-publicística y, por otro lado, su análisis nos ilustra claramente el principio general de estructuración. Por ello, la segunda parte del segundo capítulo de la monografía está dedicada al carácter comprometido y autoritario de las opiniones generales.
Para demostrar cómo se confirman o refutan las opiniones en el conjunto de la obra, Vetlóvskaya debe recurrir a la Retórica, concretamente, a la Retórica Aristotélica. Si bien es cierto que Aristóteles no distinguía en los análisis de cuestiones retóricas entre el pensamiento expresado en el contexto de la obra literaria y el pensamiento expresado en cualquier otro contexto. Según Vetlóvskaya, la argumentación del discurso literario se debe entender en un sentido más amplio que los juicios retóricos formulados por la lógica formal.
Vetlóvskaya diferencia el argumento ad veritatem, basado en situaciones objetivas, verificables científicamente, del argumento ad hominem. Si el primero se opone a la naturaleza emocional del discurso literario, para el argumentum ad hominem es importante el carácter del hablante, el contexto y el carácter de su enunciado concreto y, en general, todas las circunstancias relacionadas con el pensamiento expresado.
El argumento ad hominem se opone totalmente a las cruciales reflexiones de Iván, expresadas en su conversación con Aliosha en los capítulos "La rebelión’ y "El Gran Inquisidor" del libro "Pro y contra". La inmoralidad del personaje se refleja en sus palabras, actos y en los testimonios ajenos sobre él. Por ejemplo, Iván oculta a la investigación judicial hechos que culpan a Smerdiákov (la capacidad de éste de simular ataques epilépticos) y justifican a Dimitrí. Las palabras y los actos de Iván respecto a su padre y a su hermano mayor están llenos de odio y desprecio. Así como su actitud respecto a otras personas. Según la investigadora, Dostoievski nos muestra de este modo que el amor que profesa Iván hacia la humanidad es lógico y "abstracto", contradice su modo de actuar y sentir en la vida.
El carácter inmoral del personaje es el recurso más utilizado por Dostoievski para comprometer y refutar las opiniones de Iván. Se trata, en realidad, de un tipo de argumentación ad hominem llamadoargumentum ad personam, el cual consiste en la refutación a través del individuo. Los argumentos ad personam sirven para refutar tanto las opiniones de Iván como las de Fiódor Pávlovich, Miúsov, Rakitin, Smerdiákov, el Gran Inquisidor y el diablo, al tiempo que demuestran la viabilidad de las ideas del stárets Zosima y de Aliosha.
La autoridad o el carácter comprometido de las opiniones no sólo depende del propio hablante. Cabe considerar las relaciones que mantiene el personaje con otros personajes. De manera que las similitudes entre Iván y su padre o Smerdiákov lo comprometen a él y a sus opiniones, del mismo modo que lo comprete su proximidad ideológica con el diablo y con el Gran Inquisidor.
Vetlóvskaya afirma empero que no son los argumentos ad hominem sino los argumentos ad rem (aquellos que se basan en los hechos), los que desempeñan un papel primordial en la novela. Los hechos refutan la opinión de un personaje independientemente de su dignidad o moralidad. Así, aunque los argumentos ad hominem van en contra de Iván, no se puede negar la autoridad del pensamiento de Iván cuando rechaza el sufrimiento humano y, en particular, de los niños. Esta opinión se ratifica en la historia de Mitia con Sneguiriov e Iliúshechka, en los hechos narrados por el propio Iván y en los hechos que expone el propio stárets. El stárets e Iván coinciden en un punto fundamental, pues para ambos el mundo es injusto y debe ser transformado, sin embargo cada uno defiende un proyecto de posible transformación del mundo.
La argumentación ad rem rechaza precisamente el camino que propone Iván, confirmando la posibilidad de cambio que defiende el stárets Zosima. Por ejemplo, en lo que a las reflexiones sobre el sufrimiento de los niños se refiere, los hechos parecen demostrar que Iván defiende a los niños pero está en contra de los mayores. Dostoievski introduce intencionadamente un motivo muy significativo al llamar niño (‘ribiónok’) a Mitia. Surge así el dilema: si Iván está en contra de los mayores, está igualmente en contra de los niños, pues los mayores son también niños. Este y otros aspectos colocan a Iván en un círculo vicioso, en un callejón del que no podrá salir hasta que no abandone sus convicciones ateas.
Vetlóvskaya nos demuestra el carácter condicionado y casi fluctuante de la argumentación del autor. Dostoievski refuta las ideas de Iván y, al mismo tiempo, comparte con el personaje una idea fundamental: la necesidad inmediata de transformar el mundo.
El tercer capítulo de la monografía se centra en los problemas de la composición y la trama de la novela. Una serie de motivos del "Prólogo del autor" y de la narración central obligan a Vetlóvskaya a suponer que Aliosha Karamázov fue pensado por el autor como un personaje hagiográfico y la narración sobre éste (es decir, toda la obra) como una hagiografía.
Este es uno de los hallazgos que más valoran los críticos de Vetlóvskaya, pues la investigadora no sólo descubre la fuente literaria en que se inspira el autor, sino también el principal canon (el hagiográfico) que organiza y estructura la trama de la novela. Dostoievski reproduce y transforma con originalidad (moderniza) el canon hagiográfico a la hora de crear la figura de Alexiéi Karamázov. En este sentido el prototipo literario más próximo a Aliosha era Alexiéi el hombre de Dios, cuyo nombre se menciona en repetidas ocasiones en la novela.
El análisis de Vetlóvskaya revela que Dostoievski conocía a la perfección la literatura hagiográfica y, en particular, la hagiografía Alexiéi el hombre de Dios. El escritor se guiaba por el modelo hagiográfico en puntos importantes, aunque no lo hacía con total meticulosidad. De hecho, Dostoievski prefería utilizar la reelaboración folclórica (el verso popular) de la mencionada hagiografía. De ahí que el autor muestre la relación de Aliosha tanto con el personaje hagiográfico como con el personaje del verso popular. En este verso Alexiéi el hombre de Dios defiende una idea que es muy importante en la novela: la idea del amor no selectivo, sin distinciones, del amor al prójimo como a los familiares, como a sí mismo.
Por lo tanto, en Los hermanos Karamázov aparecen dos líneas argumentales: la trama detectivesca y la hagiográfica. La trama detectivesca estructura formalmente la primera (y única existente) de las dos novelas pensadas por Dostoievski. Aunque lo dicho parece obviar que la trama detectivesca era secundaria en la composición de la obra entendida en su totalidad. El principio organizador de la trama corresponde a la línea argumental hagiográfica relacionada con Aliosha. Ello permite, además, suponer cómo habría sido la segunda novela, pues con toda seguridad en ella se habría desarrollado y concluido la caracterización del protagonista Aliosha Karamázov.

http://www.uv.es/~samara/actas97.html

lunes, 20 de julio de 2015

Literatura fantástica Las 100 mejores novelas.DAVID PRINGLE.


Ursula Kroeber Le Guin nació en California en 1929. Su padre fue el antropólogo Alfred Kroeber y, su madre, escritora de literatura infantil, por lo que Ursula vivió desde niña inmersa en mitos y leyendas. Después de realizar un curso de posgrado en la Universidad de Columbia (1952), obtuvo una beca Fulbright para estudiar en Francia. Allí conoció a su marido, Charles Le Guin. La pareja se estableció en Macon (Georgia), donde Ursula dio clases de francés en la Universidad Mercer. La autora es conocida principalmente por sus trabajos en el área de la ciencia-ficción, donde se inició en 1966 con la publicación de una sagaz space opera titulada `El mundo de Rocannon`. Sus novelas `La mano izquierda de la oscuridad` (1969) y `Los desposeídos` (1974) han sido ganadoras tres veces de los premios Nebula y dos veces de los Hugo, máximas distinciones en el género. Entre otros libros, ha escrito también `Planeta de exilio` (1966), `La ciudad de las ilusiones` (1967) y `La palabra para mundo es bosque` (1972). Le Guin recibió asimismo el Premio Nacional de Literatura Infantil con `La orilla más lejana` (1972), el tercer libro de la trilogía `Terramar`. Entre sus últimas obras destacan `Siempre vuelve a casa` (1985), `El ojo de la garza` (1991) y `Sopa de pescado` (1992).

URSULA K. LE GUIN
Un mago de Terramar

Terramar es un mundo de islas rodeadas por un interminable océano y allí el joven Ged, un aprendiz de hechicero, llegó a la madurez. Su madre ha muerto hace mucho tiempo, pero su tía, una bruja de aldea, le enseña a dominar a los animales del cam-po y a los pájaros del cielo. Se gana el nombre de Gavilán, pues en este mundo de la magia el verdadero nombre de uno debe ser mantenido en secreto: el conocimiento de los nombres es la clave del arte del mago. A la edad de trece años Ged va a vi-vir con el mago Ogión. Éste capta un gran poder en el chico –Ged ya ha logrado defender su aldea contra una banda asesi-na de invasores, manipulando mágicamente el tiempo– y sabe que algún día ese inexperto muchacho llegará a ser un hechi-cero poderoso. Pero el viejo Ogión no fuerza el ritmo, pues Ged ha de aprender a tener paciencia como principio de la ver-dadera sabiduría:

Nada maravilloso acontecía, sin embargo, ningún prodigio. Ged pasó el invierno volteando las pesadas páginas del Libro de las Runas, mientras llovía y nevaba, y Ogión volvía de los bosques helados o de los prados donde pastoreaban las cabras, y se sacudía la nieve de las botas y se sentaba en silencio junto al fuego. Y el largo y reconcentrado silencio del mago llenaba la estancia, y también la mente de Ged, que a veces tenía la im-presión de haber olvidado cómo sonaban las palabras: y cuan-do al fin Ogión hablaba, era como si en ese instante y por pri-mera vez estuviera inventando el lenguaje ...
Cuando llegó la primavera, vivaz y luminosa, Ogión man-daba a menudo a Ged a los prados altos de Re Albi en busca de hierbas, diciéndole que podía dedicar a esa tarea todo el tiem-po que creyera conveniente, con la libertad de pasarse el día entero vagabundeando por los arroyos crecidos con las lluvias, y por los bosques y campos húmedos y verdes bajo el sol. Para Ged cada una de aquellas salidas era una fiesta y nunca regre-saba antes del anochecer; pero no olvidaba las hierbas.
Fuente: DAVID PRINGLE.
Literatura fantástica Las 100 mejores novelas.

Una selección en lengua inglesa, 1946-1987.
Minotauro
Título original:
Modern Fantasy:
The Hundred Best Novels
Traducción de Néstor A. Míguez.

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas