martes, 19 de mayo de 2015

GILBERT K. CHESTERTON . Robert Louis Stevenson.



Toda la vida de Stevenson está condicionada por una cierta complejidad que cierta ternura por la lengua inglesa nos veda llamar compleja. Era una especie de paradoja, en cuya virtud estaba él a la vez más y menos protegido que otros hombres, como alguien que cruza los caminos más salvajes del mundo en un carromato cubierto. Fue a donde fue en parte porque era un aventurero y en parte porque era un inválido. Por esa suerte de claudicante agilidad, cabe decir que ha visto a la vez muy poco y demasiado. Fue acaso un viajero natural, pero no fue un viajero normal. Nadie lo trató nunca como normal del todo, que es la verdad oculta en la falsedad de los que se mofan de su puerilidad como si fuera un niño mimado. Era valiente, y con todo tenía que estar protegido frente a dos cosas a un tiempo, su fragilidad y su valor. Sin embargo, él mismo reconoce que su autodescripción como vagabundo con los dedos azulados por un camino invernal es una descripción ideal, pues era exactamente la clase de libertad que nunca podría tener. Sólo podía ser transportado de un paisaje a otro paisaje, o incluso de una aventura a otra aventura. Hay desde luego una curiosa idoneidad en la bonita sencillez de aquella canción infantil suya que decía 'Mi cama es una barquita'. A lo largo de todas sus variadas experiencias su cama fue una barca y su barca fue una cama.

(Fragmento).
GILBERT K. CHESTERTON 

 Robert Louis Stevenson 

 
 EL MITO DE STEVENSON 


En este breve estudio sobre Stevenson me propongo seguir un método algo insólito al trazar lo que podría considerarse como un bosquejo algo excéntrico. Ello sólo puede justificarse en la práctica, y tengo un saludable temor de que mi práctica no lo justifique. Sin embargo, no lo he adoptado sino después de muchas reflexiones, y hasta dudas, sobre el mejor modo de tratar un problema real y práctico. Así, antes de que fracase completamente en la práctica, quiero darme el placer de justificarlo en principio.
La dificultad se ofrece así. En los grandes días de Stevenson, los críticos habían empezado a avergonzarse de ser críticos y de dar a su antigua función el nombre de crítica. Estaba de moda publicar un libro que era un trabajo de juicios críticos y llamarlo «apreciaciones». Pero el mundo adelanta, y si un libro de esta clase se publicase ahora podría muy bien llevar el título general de «Desapreciaciones». Stevenson ha sufrido más que muchos otros de esta nueva moda de minimizar y poner tachas; y algunos enérgicos y reputados escritores se han lanzado a la tarea, casi con la avidez de unos bolsistas cuyo empeño fuese provocar el hundimiento en vez del alza de los valores Stevenson. Se puede discutir si necesitamos acoger con mejor gusto al oso (bear) que al toro (bull) en la elegante cacharrería de las letras inglesas1. Otros parecen tomar como agradable entretenimiento el probar que determinado escritor ha sido sobreestimado. Escriben largos y enrevesados artículos, llenos de detalle biográfico y de acerbo comentario, para demostrar que el tema no merece atención; y escriben páginas sobre Stevenson para demostrar que no es digno de que se escriba sobre él. Ni sus motivos ni los métodos que emplean son muy claros o satisfatorios. Si es verdad que todos los cisnes son gansos para el ojo discernidor del ornitólogo científico, ello difícilmente basta para explicar una tan larga y fatigosa caza del ganso salvaje 2.
Pero es verdad que, en un sentido más general que el de estos irritables individuos, una tal reacción existe: Y es una reacción contra Stevenson o por lo menos contra los stevensonianos. Acaso fuera más correcto llamarlo una reacción contra el stevensonianismo. Y permítaseme decir, en este momento inicial, que convengo sinceramente en que ha habido demasiado stevensonianismo. En cierto sentido, todo lo concerniente a alguien tan interesante como Stevenson, es interesante. En cierto sentido, todo lo concerniente a todo el mundo es interesante. Pero no todo el mundo puede interesar a todo el mundo; y está bien saber que un autor ha sido amado; pero no publicar todas las cartas de amor. A veces sólo era que teníamos que soportar aquella grande y espantosa tragedia: una verdad repetida con demasiada frecuencia. A veces oíamos las opiniones stevensonianas, repetidas con violación de todas las reglas stevensonianas. Porque lo que él aborrecia más era la dilución: y gustaba de tomar el lenguaje puro, como un licor. En resumen, se pasaba de la medida: todo era demasiado ruidoso y, no obstante, sobre una sola nota; sobre todo era demasiado incesante y demasiado prolongado. Como digo, había una variedad de causas que sería innecesario y a veces poco amable discutir. Había quizá en ello algo de la misma virtud de Stevenson; él toleraba muchas compañías y le interesaban muchos hombres; y no hubo nada que lo protegiera contra los peores resultados del hecho de que los hombres se interesasen por él. Especialmente después de su muerte, una persona tras otra, apareció y escribió un libro sobre si había conocido a Stevenson en un vapor o en un restaurante; y no es de sorprender que tales autores empezasen a tomar un aire de vulgares corredores de apuestas. Había, tal vez, algo de la vieja broma de Johnson; que los escoceses están conjurados para alabarse los unos a los otros. A menudo era porque los escoceses son, en secreto, unos sentimentales y no pueden siempre guardar el secreto. Su interés por una historia tan brillante y, en algunos aspectos, tan patética, era perfectamente natural y humano; pero a pesar de todo, este interés era excesivo. Era a veces, me duele decirlo, porque este interés podría llamarse un interés puesto a rédito. Sea lo que fuere, toda suerte de hechos acertaron a combinarse para vulgarizar la cosa; pero el vulgarizar una cosa no la hace realmente vulgar.
Ahora bien, la vida de Stevenson fue realmente lo que llamamos pintoresca; en parte, porque él lo vio todo como en pintura; y, en parte, porque una serie de accidentes le unieron realmente a lugares muy pintorescos. Nació en las altas terrazas de la más noble de las ciudades norteñas en su mansión familiar de Edimburgo, en 185O; fue el hijo de una casa de respetables constructores de faros; y nada puede ser más verdaderamente romántico que esta leyenda de unos hombres que trabajaban afanosamente erigiendo las torres del mar coronadas de estrellas. Dejó de seguir, sin embargo, la tradición de la familia por varias razones; su salud era mala y sentía el atractivo del arte: éste último le envió a adquirir pintorescas maneras y poses en la colonia artística de Barbizon; el primero le envió, muy pronto, hacia el Sur, a climas cada vez más cálidos; y, como ha observado él mismo, los países a donde nos mandan cuando la salud nos abandona tienen a veces una belleza mágica y algo engañosa. Una vez hizo una especie de visita de vagabundo a América, cruzando las feas llanuras que conducen a la abrupta belleza de California, la tierra prometida. La describió en dos estudios titulados A través de las llanuras, una obra que dejó vagamente insatisfecho al autor y deja vagamente insatisfecho al lector. Yo creo que registra el vacío subconsciente y la sensación de desconcierto que experimenta todo verdadero europeo al ver por vez primera la luz y el paisaje de América. El choque de la negación fue en su caso verdaderamente anormal. Casi escribió un libro insulso. Pero hay otro motivo para notar esta excepción aquí.
Este libro no pretende ser ni siquiera un bosquejo de la vida de Stevenson. En su caso particular yo expresamente omito tal bosquejo porque encuentro que éste ya ha embrollado y hecho borroso el muy definido y lúcido perfil de su arte. Pero, en todo caso, sería verdaderamente difícil contar la historia sin contarla en detalle y en un detalle más bien desconcertante. Lo primero que nos llama la atención en una rápida ojeada a su vida y sus cartas son sus innumerables cambios de residencia, especialmente en sus primeros tiempos. Si sus amigos hubiesen seguido el ejemplo que él mismo ofrece, en el caso de mister Michael Finsbury, y se hubiesen negado a aprender más de una dirección para cada amigo, él habría tenido que dejar su correspondencia ciertamente muy atrasada. Sus idas y venidas por la Europa occidental aparecían sobre el mapa más raras y extensas que «el curso probable de los vagabundeos de David Balfour» por el occidente de Escocia. Si empezásemos a contar la historia de este modo, tendríamos que consignar cómo Stevenson fue primero a Menton y luego volvió a Edimburgo; y luego fue a Fontainebleau, y luego a los Highlands; y luego a Fontainebleau otra vez, y luego a Davos en la montaña, y así sucesivamente; un zigzagueante peregrinaje imposible de condensar si no es en una más extensa biografía. Pero todo, o la mayor parte de él, puede ser cubierto por una generalización. Esta carta de navegación era una carta de hospitales. Sus dentadas montañas representaban temperaturas o, por lo menos, climas. Toda la historia de Stevenson está considerada por una cierta complicación que un respeto por la lengua inglesa nos impedirá llamar un complejo. Era una especie de paradoja, en virtud de la cual él estaba, a la vez, más y menos protegido que otros hombres; como alguien que viajase por los más raros caminos del mundo, en un camión cerrado. Fue a donde fue, en parte porque era un aventurero, y, en parte, porque era un enfermo. A causa de esta especie de cojeante agilidad, se puede decir que vio a la vez poco y demasiado. Era tal vez un viajero innato; pero no era un viajero normal. Nadie le trató nunca como completamente normal, y ésta es la verdad que se esconde en la falsedad de los que se sonríen de su infantilidad como si fuese la de un niño mimado. Era animoso; y, no obstante, se le había de escudar contra dos cosas a la vez; su debilidad y su valor. Pero su pintura de sí mismo como un vagabundo con los dedos amoratados en el camino invernal es confesamente una pintura ideal: ésta fue exactamente la clase de libertad que no pudo tener nunca. No pudo ser más que llevado de panorama en panorama, o incluso de aventura en aventura. Realmente, hay aquí una curiosa exactitud en la rara simplicidad de su verso infantil que dice «Mi cama es como un pequeño barco». A través de todas sus varias experiencias, su cama fue un barco, y su barco fue una cama. Panoramas de palmeras tropicales y de naranjales californianos pasaron ante aquel lecho ambulante como la larga pesadilla de las paredes de la «nursery». Pero su verdadero valor no estaba tan vuelto hacia afuera, al drama del barco, como hacia dentro, al drama de la cama. Nadie sabía mejor que él que nada es más terrible que un lecho, puesto que siempre está esperando su conversión en lecho de muerte. Hablando en general, pues, su biografía estaría formada de viajes hacia aquí y hacia allí, con un burro en los Cevennes, con un baronet en los canales franceses; sobre un trineo en Suiza, o en un sillón de ruedas en Bournemouth. Pero todos estaban, de un modo u otro, relacionados con el problema de su salud, tanto como con la excitación de su curiosidad. Ahora bien, de todas las cosas humanas, la busca de la salud es la menos sana. Y es verdaderamente una gran gloria para Stevenson el que él, casi el único entre los hombres, supiera ir persiguiendo su salud corporal sin perder una sola vez su salud mental. Tan pronto como llegaba a un lugar, le faltaba tiempo para encontrar una nueva y mejor razón para haber ido allí. Podrá ser un niño, un soneto, un amorío, o el plan de una novela; pero él hacía de ello el motivo verdadero, en lugar del insano motivo de la salud. Sin embargo siempre ha habido, un poco en el fondo de todo, alguna indicación del motivo de la salud; como la hubo en aquel último gran viaje a su última y definitiva residencia en los mares del Sur.
La única brecha en este curioso y doble proceso de protección y riesgo, fue su escapada a América, que se relaciona, en parte al menos, con el asunto de su casamiento. A su familia y a sus amigos, ésta les pareció no tanto la conducta de un enfermo que ha huído del hospital, como la conducta de un loco inexplicablemente escapado del manicomio. En realidad, el viaje les pareció menos loco que su matrimonio. Como esto no es un estudio biográfico no necesito profundizar en las delicadas disputas acerca de este asunto; pero éste fue francamente algo bastante fuera de lo regular. Lo que importa para lo que aquí se discute es que mientras tenía algo qua era hasta noble, no era normal. No era amor como el que suele darse en los jóvenes: no hay falta de respeto para ninguno de los interesados en decir que en ambos, psicológicamente hablando, había un elemento de remiendo más bien que de unión. Stevenson había encontrado, primero en París y más tarde en América, a una señora americana casada con un caballero americano, poco recomendable al parecer, contra quien hubo de entablar demanda de divorcio. Stevenson entonces cruzó precipitadamente los mares y, en cierto modo, la persiguió hasta California; supongo que con la vaga idea de estar presente cuando se resolviese el asunto; pero en realidad estuvo muy cerca de hallarse al fin de su propia vida. El viaje le acarreó uno de los peores y más agudos ataques de su enfermedad; la dama, como es natural, estando allí, se puso a cuidarle, y en cuanto él pudo sostenerse sobre dos vacilantes piernas, se casaron. Ello produjo consternación en la familia de Stevenson, la cual, no obstante, parece haber sido ganada más tarde por el magnetismo personal de la extranjera y casi exótica novia. Realmente, en la compañía de ésta, la labor literaria de Stevenson prosiguió con renovado impulso y hasta con regularidad; y el resto de su historia es prácticamente la historia de sus importantes obras, variada por sus todavía, si cabe, más importantes amistades. Hubo enfermedades, y durante ellas se encontraron muchas veces en el caso de dos enfermos que se cuidan mutuamente. Entonces vino la decisión de refugiarse en el seguro clima de las islas del Pacífico, lo cual le condujo a fijar su última residencia en Vailima, en la isla de Samoa, en un archipiélago de color que nuestros alegres abuelos podían haber descrito como las Islas de los Caníbales, pero que Stevenson estaba más dispuesto a describir como las Islas de los Bienaventurados. Allí vivió tan feliz como pueda serlo un desterrado que ama a su país y a sus amigos; libre, por fin, de todos los peligros cotidianos de su afección pulmonar; y allí murió, casi de repente, a la edad de cuarenta y cuatro años, siendo un querido patriarca de una pequeña comunidad blanca y morena que le conocía como Tusitala o el Contador de historias.
Estas son las líneas principales de la verdadera biografía de Robert Louis Stevenson; y desde el tiempo en que siendo muchacho subía por los riscos y peñascales de Painted Hill, mirando por encima de las isletas del Forth, hasta el momento en que unos bárbaros altos y morenos, coronados de flores encarnadas, lo llevaron sobre sus lanzas a la cumbre de su montaña sagrada, el espíritu de este artista pudo habitar y, como si dijéramos, encantar los más bellos lugares de la tierra. Hasta el fin gustó esta belleza con ardiente sensibilidad; y en su caso no es una broma decir que habría gozado yendo a su propio entierro. Claro está que esta generalización tiene todavía demasiado de simplificación. No le fueron desconocidos, ¡ay!, como tendremos luego ocasión de notar, ambientes sórdidos y sombríos. Oscar Wilde dijo con cierta verdad que Stevenson habría podido producir novelas más ricas y purpúreas si hubiese vivido siempre en Gower Street; y él fue, ciertamente, uno de los pocos que habían logrado sentirse fogosos y llenos del espíritu de aventura en Bournemouth. Pero hablando en general, es cierto que el perfil de la vida de Stevenson fue romántico, y por eso, quizás, fue convertido con demasiada facilidad en una novela. Él mismo, deliberadamente, lo convirtió en novela, pero no todos aquellos noveleros fueron tan buenos novelistas como él. Así la novela tendió a convertirse en una mera repetición de chismorreos, y la romántica figura se diluyó en periodismo, como la figura de Robin Hood se diluyó en inacabables cuentos de miedo y series infantiles; como la figura de Micawber fue multiplicada y empobrecida hasta convertirla en Ally Sloper. Entonces vino la reacción; una reacción que yo calificaría más bien de excusable que de justificable. Pero esta reacción es el problema que presenta hoy día el estudio popular de Stevenson.
Ahora bien: si yo hubiese de seguir el método usual en libros como este, habría de empezar contando poco a poco y sistemáticamente, la historia que acabo de contar rápida y abreviadamente. Tendría que dedicar un capítulo a su tía preferida y a su niñera, todavía más querida; y a todas las cosas más o menos claramente registradas en A Child's garden of verses. Había de dedicar un capítulo a su juventud, a sus diferencias con su padre, a su lucha con su enfermedad, a sus luchas, todavía más fuertes, a propósito de su casamiento; y así, a todo lo largo del libro, para terminar con el retrato que tantas ilustraciones y biografías nos han hecho familiar; el enjuto semitropical Tusitala, con su largo cabello castaño, su largo rostro oliváceo y sus extraños y rasgados ojos, sentado, vestido de blanco o coronado de guirnaldas y contando historias a todas las tribus de los hombres. Ahora bien, lo triste de todo esto sería que equivaldría a decir, en una lenta serie de capítulos, que no hay nada más que decir sobre Stevenson, excepto lo que ya se ha dicho mil veces. Sería sugerir que la verdadera fama de Stevenson tadavía depende, en realidad, de esta sarta de accidentes pintorescos; y que no hay realmente nada por decir acerca de él, excepto que llevaba el cabello largo en el Savile Club, o vestidos ligeros en las montañas samoanas. Su vida fue realmente novelesca; pero repetir aquella novela es como reimprimir la Pimpinela Escarlata u ofrecer al mundo un nuevo retrato de Rodolfo Valentino. Es contra esta repetición que se ha producido la reación; quizás sin motivo, pero muy fuertemente. Y reproducirla a lo largo de todo este libro sería dar la impresión (que me mortificaría un poco) de que este libro no es más que el milésimo e innecesario volumen del stevensonismo. De cualquier modo que yo contase esta historia en detalle, aunque fuese con toda la simpatía que siento hacia él, no podría evitar aquella impresión de una especie de gastado periodismo. La actitud y la carrera pintoresca de Stevenson lo perjudican algo en este momento; no a mis ojos, porque a mí me gusta lo pintoresco, sino a los de esta nueva pose, que se podría llamar la pose de lo prosaico. Para estos desdichados realistas, decir que había en él todas estas cosas románticas es sólo otra manera de decir que no había nada en él. Y había muchísimo en él. Me veo obligado a adoptar algún otro método para ponerlo de relieve. Cuando intento describirlo, lo encuentro, quizás, más difícil de describir que de ponerlo en práctica. Pero lo que me propongo hacer es algo así: London Dodd, en quien hay mucho de Louis Stevenson, dice muy acertadamente en The Wrecker que para el artista el resultado externo es siempre como espuma que se escapa: sus ojos están vueltos hacia adentro: «vive para un estado de ánimo». Yo me propongo intentar la descripción conjetural de ciertos estados de ánimo mediante los libros que fueron su «expresión externa». Si para el artista su arte es espuma, a menudo su vida lo es todavía más; es todavía más una ficción. Es aquella de sus obras en que menos dice la verdad. Stevenson era más real que muchos, porque era más novelesco que muchos. Pero yo prefiero las novelas, que son todavía más reales. Quiero decir que los vagabundeos de Balfour me parecen más stevensonianos que los vagabundeos de Stevenson: que el duelo de Jekyll y Hyde es más ilustrador que la disputa de Stevenson y Henley: y que la verdadera vida privada se ha de buscar no en Samoa, sino en la Isla del Tesoro, porque donde está el tesoro está también el corazón.
En resumen; me propongo estudiar sus libros con ilustraciones de su vida; más bien que escribir su vida con ilustraciones de sus libros. Y lo hago así, no porque su vida no fuese tan interesante como cualquier libro, sino porque el hábito de hablar demasiado de su vida ha conducido ya, de hecho, a estimar demasiado poco su literatura. Sus ideas están siendo subestimadas precisamente porque no se estudian separada y seriamente como ideas. Su arte está siendo subestimado, precisamente porque no se le conceden ni siquiera las prerrogativas del Arte por el Arte. Hay ciertamente una curiosa ironía en el destino de los hombres de aquella época, que se entusiasmaban con esta máxima. Reclamaban que se les juzgase como artistas, no como hombres; y en realidad se les recuerda mucho más como hombres que como artistas. Son más los hombres que conocen las anécdotas whistlerianas que los que conocen los grabados whistlerianos: y el pobre Wilde vive en la historia como inmoral, más bien que como amoral. Pero hay una razón de peso para estudiar intrínsecos valores intelectuales en el caso de Stevenson; y no es necesario decir que donde la moderna máxima sería útil no se usa nunca. La nueva crítica de Stevenson es todavía una crítica de Stevenson más que de la obra de Stevenson; es siempre una crítica personal, y, a menudo, creo yo, una crítica malévola. Es simplemente tonto, por ejemplo, que un distinguido novelista sugiera que la correspondencia de Stevenson es un tenue hilo de soliloquio egoísta, desprovisto de afecto para nadie, excepto para sí mismo. La correspendencia de Stevenson rebosa de vivas expresiones de añoranza de personas y lugares determinados; prorrumpe por todas partes con deleite en aquel lenguaje peculiar de los escoceses que, como dijo Stevenson con mucha verdad, en otro sitio da una especial libertad a todos los términos del afecto. Stevenson, naturalmente, podía mentir, aunque no sé por qué un autor atareado había de mentir tanto para nada. Pero no veo cómo un hombre podía decir más para sugerir su necesidad del trato con amigos. Estos son hechos positivos de personalidad que nunca pueden ser probados o no probados. Yo no he conocido a Stevenson; pero he conocido a muchos de sus amigos y corresponsales favoritos. He conocido a Henry James y a Willian Archer; y todavía tengo el honor de tratar a sir James Barrie y a sir Edmund Goose. Y cualquiera que los conozca, por ligera y superficialmente que sea, debe saber que no son hombres para mantener durante años una correspondencia amistosa con un egoísta necio, insaciable y exigente sin descubrir que lo es; o para dejarse bombardear por aburridoras autobiografías sin aburrirse. Pero parece una lástima que estos críticos se sientan todavía llamados a hurgar en la correspondencia de Stevenson, cuando podrían pensar que ya empieza a ser hora de que se llegue a alguna conclusión acerca del puesto que ocupa Stevenson en la literatura. En todo caso, yo me propongo en la presente ocasión ser lo bastante perverso para interesarme por la literatura cuando trato de un literato; e interesarme especianmemte no sólo por la literatura que el hombre ha dejado, sino por la filosofía inherente a esta literatura. Y me intereso especialmente por cierta historia, que es realmente la historia de su vida, pero no exactamente la historia de su biografía. Fue una historia externa y espiritual; y los pasos de ella se han de encontrar más en las historias que el hombre escribió, que en sus actos externos. Está mejor contada en la diferencia que existe entre La Isla del Tesoro y La historia de una mentira, o entre A Child's garden of Verses y Markheim u Olalla, que en ninguna relación detallada de sus diferencias con su padre o de los fragmentarios amores de su juventud. Porque me parece que se puede sacar una moraleja del arte de Stevenson (si las sombras de Wilde y de Whistler no se indignan por ello) y es una que se relaciona con el futuro de la cultura europea y con la esperanza que ha de guiar a nuestros hijos. Si seré o no capaz de sacar esta moraleja y de hacerla lo bastante visible y clara, lo sé yo tan poco como el lector.
Sin embargo, en esta fase del ensayo quiero decir una cosa. Tengo, en cierto sentido una especie de teoría acerca de Stevenson; una visión de él que, acertada o no, se refiere a su vida y a su obra como un todo. Pero ella es quizás menos exclusivamente personal que mucha parte del interés que se ha tomado generalmente por su personalidad. Es, sin duda, todo lo contrario de los ataques que comúnmente, y sobre todo recientemente, se han dirigido a su personalidad. Así, los críticos gustan de sugerir que Stevenson no era más que un hombre muy consciente de sí mismo, que toda su importancia nacía de esta atención a todo lo suyo. Yo creo que el único trabajo grande e importante que hizo Stevenson para el mundo fue hecho inconscientemente. Muchos lo han censurado por adoptar poses; algunos lo han censurado por predicar. Pero a mí, lo que principalmente me interesa no es su mera pose, si es que era una pose, sino el amplio paisaje o fondo, sobre el cual estaba «posando», y que él mismo sólo en parte percibió, pero que viene a formar un cuadro histórico de alguna importancia. Y aunque es cierto que a veces predicó, y predicó muy bien, yo no estoy del todo seguro de que lo que predicó fuese lo mismo que enseñó. O, por decirlo de otro modo, lo que él pudo enseñar no fue tan grande como lo que podemos aprender. Por otra parte, muchos de estos críticos declaran que Stevenson fue solamente una maravilla de nueve días; una figura pasajera que acertó a atraer las miradas y hasta a influir en la moda; y que con aquella moda será olvidado. Yo creo que la lección de su vida sólo se verá cuando el tiempo haya revelado el pleno sentido de nuestras tendencias actuales; creo que será vista de lejos como un vasto plano o laberinto trazado sobre la ladera de una montaña; trazado, tal vez, por uno que ni siquiera veía el plano mientras trazaba los caminos. Creo que los viajes y las idas y venidas de Stevenson revelan una idea, y hasta una doctrina. Pero acaso fuese una doctrina en que él no creía o por lo menos no creía creer. En otras palabras, pienso que la significación de Stevenson se destacará más fuertemente en relación con problemas más importantes que empiezan a pesar de nuevo en el espíritu del hombre; pero de los cuales, muchos hombres apenas tienen conciencia en nuestro tiempo y no tenían ninguna en la suya. Pero cualquier contribución a la solución de estos problemas será recordada; y Stevenson aportó una contribución muy grande, probablemente más grande de lo que él se figuraba. Finalmente, estos mismos críticos no vacilan, en muchos casos, en acusarlo francamente de insincero. Yo diría que nadie tan abiertamente aficionado a la comedia como lo era él, puede ser insincero. Pero cuadra más, a mi intención presente, decir que su relación con la enorme media verdad que llevaba en sí, era por su misma simplicidad una señal de veracidad. Porque él tuvo la espléndida y resonante sinceridad de dar testimonio, con una voz que parecía una trompeta, de una verdad que no comprendía.

lunes, 18 de mayo de 2015

Tomás Eloy Martínez por Carlos Fuentes. La Gran Novela Latinoamericana.


(Tomás Eloy Martínez).
5. Hablando de mujeres, la actriz Eva Duarte protagonizaba en 1943 una serie radiofónica sobre mujeres célebres de la historia: María Antonieta, la emperatriz Carlota, Madame du Barry… Estos programas se anunciaban en la Biblia de la radiofonía argentina, Sintonía. Eran bastante atroces y la actriz era pésima. Tomás Eloy Martínez transcribe a la perfección sus parlamentos en la novela Santa Evita, «Masimiliano sufre, sufre, y yo me vuá volver loca!». Las películas de Eva Duarte no eran mejores; recuerdo haber visto una adaptación de La pródiga de Alarcón que, como anota Tomás Eloy, parece filmada antes de la invención del cine. Y en la portada de la revista Antena, Eva Duarte aparecía a veces con trajes de baño de mal corte, o disfrazada de marinero.
Así la conocí, de oídas, antes que al propio coronel Juan Domingo Perón, a la sazón ministro del Trabajo en el gabinete militar del general Edelmiro Farrel y rumorado, ya, como el poder detrás del trono. Cuál no sería mi sorpresa, al regresar a México en 1945, de saber que en 1944 Perón y Eva Duarte se habían conocido y que ahora, frente a las multitudes, interpretaban su propia radionovela, sin necesidad de imaginar, él, que era César, y ella, que era Cleopatra. La primera vez que los vi juntos en su balcón de la Plaza de Mayo, en el noticiero EMA, supe que de ahora en adelante, Eva Duarte y Juan Perón iban a interpretar a dos personajes llamados «Eva Duarte» y «Juan Perón», o como lo indica Tomás Eloy, dejaron de distinguir entre verdad y mentira, decidieron que la realidad sería lo que ellos quisieran: actuaron como novelistas. «La duda había desaparecido de sus vidas.»
Realidad y ficción. Se ha vuelto un tópico decir que en América Latina la ficción no puede competir con la realidad. Las novelas de Carpentier primero, de García Márquez y Roa Bastos en seguida, le dieron suprema e insuperable existencia literaria a esta verdad hiperbólica. No era —no es— posible, en este sentido, ir más allá de El otoño del patriarca y Yo el Supremo. Sin embargo, sigue siendo cierto que la novela difícilmente compite con la historia en Latinoamérica. Se ha citado una conversación que tuvimos García Márquez y yo a raíz de una increíble secuela de eventos latinoamericanos: Había que tirar los libros al mar, la realidad los había superado.
Tomás Eloy Martínez vuelve a los surtidores mismos de esta paradoja latinoamericana para recordarnos, primero, que en ella se encuentra el origen de la novela; en seguida, para someter la paradoja a la prueba de la biografía (la vida y muerte de un personaje histórico, Eva Perón); y finalmente, para devolver una historia documentada y documentable a su verdad verdadera, que es la ficción.
«El único deber que tenemos con la historia es re-escribirla», dice Oscar Wilde citado por Tomás Eloy. Y el propio autor argentino elabora: «Todo relato es, por definición, infiel. La realidad… no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo». Y si la historia es otro de los géneros literarios, «¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la exageración, la derrota que son la materia prima de la literatura?».
Walter Benjamin escribió que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos. Imaginemos, por un momento, lo que pudo ser la vida irredenta de Eva Duarte, nacida en el «pueblecito» de Los Toldos el 9 de mayo de 1919, hija natural, muchacha prácticamente iletrada que nunca aprendió ortografía, que decía «voy al dontólogo» cuando iba al odontólogo, obligada a aprender urbanidad básica, una Eliza Doolittle de la Argentina profunda, esperando al Profesor Higgins que le enseñara a pronunciar las «erres». En vez, la llevó a Buenos Aires, a los quince años, el director de una orquesta de tangos bufa, llamado Cariño, quien acostumbraba disfrazarse de Chaplin.
Al iniciarse el ascenso de Eva Perón, la oligarquía y las élites argentinas le opusieron el desprecio más feroz. «Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdita»: a los ojos de sus enemigos sociales, Eva Duarte era «una resurrección oscura de la barbarie». En un país convencido —engañado— de ser «tan etéreo y espiritual que lo creían evaporado», la derrota —mediata e inmediata— de la oligarquía argentina y sus pretensiones por «la mina barata» es una de las mejores historias de venganza política de nuestro tiempo.
El arma histórica de la vendetta de Evita fue una sola: no perdonar, no perdonar a nadie que la humilló, la insultó, la golpeó. Pero su arma mítica fue mucho más poderosa: Eva Duarte creía en los milagros de las radionovelas. «Pensaba que si hubo una Cenicienta, podía haber dos.» Esto es lo que ella sabía. Esto es lo que ignoraban sus enemigos. Evita era una Cenicienta armada. La Argentina no era el olimpo europeo de la América Latina.
La Cenicienta en el poder. Por sórdida y naturalista que sea la historia de los orígenes y el ascenso de Eva Duarte, la acompaña desde un principio otra historia, mítica, mágica, hiperbólica. Los enemigos de Evita no vieron más que la novela naturalista, a lo Zola: Evita Naná. Ella se propuso vivir la novela novelada, a lo Dumas: Cenicienta Montecristo. Pero ni ella ni sus enemigos veían más allá de la Argentina culta, parisina, cartesiana, que las élites porteñas, con Victoria Ocampo y la revista Sur a la cabeza, le ofrecían al mundo.
¿Pues no vencía la ficción a la historia, la imaginación a la realidad, en un país donde los soldados de un campamento perdido en la Patagonia ponían seis o siete perros contra una pared, atados, formaban un pelotón y los fusilaban en medio de tiros errados, aullidos y sangre? «Lo único que nos entretiene acá son los fusilamientos.» Tomás Eloy Martínez recuerda, y describe, la afición de los militares argentinos por las sectas, los criptogramas y las ciencias ocultas, culminando con el reino del «Brujo» López Rega, eminencia gris de la siguiente señora Perón, Isabelita. Sólo a la fábula fantástica puede pertenecer el plan de un coronel argentino para asesinar a Perón: cortarle la lengua mientras duerme. Y Eva misma, cuando conoce a Perón en 1944, empezaba ya a practicar su vocación filantrópica manteniendo a una tribu de albinos mudos escapados de los cotolengos. Se los presenta a Perón. Están desnudos, nadando en un lago de mierda. Horrorizado, Perón los despacha en un jeep. Los albinos se escapan, perdidos para siempre en los maizales. ¿Realidad o ficción? Respuesta: La realidad es ficción.
Tomás Eloy lo admite: las fuentes de su novela son dudosas, pero sólo en el sentido de que también lo son la realidad y el lenguaje. Se filtran deslices de la memoria, verdades impuras. «A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida, sólo relatos.»
Eva Perón, la Cenicienta en el poder, lo ejerció como la madrina de un cuento de hadas. Como un Robin Hood con faldas, lo daba todo, atendía a las inmensas colas de gente necesitada de un mueble, un traje de novia, un hospital. Argentina se convirtió en su Ínsula Barataria, sólo que el Quijote era ella y Sancho Panza su marido realista, jornalero, chato, sin el carisma que ella le dio, el mito que ella le inventó y que él acabó por aceptar e interpretar. Mítica, Eva Perón podía ser, sin embargo, tan dura como cualquier general o político. Pero esto era secundario al hecho central: Cenicienta no tenía que hacer malas películas y actuar en malas radionovelas. Cenicienta podía actuar en la historia y, lo que es más, verse en la historia. Tomás Eloy narra un maravilloso episodio en que Eva en la platea ve a Eva en la pantalla visitando al Papa Pío XII. La actriz frustrada va repitiendo en voz baja el diálogo silencioso entre la Primera Dama y el Santo Padre. Ya no es necesario actuar en los foros despreciados de Argentina Sono Film. Ahora el escenario es nada menos que el Vaticano, el Mundo… y el cielo. La historia perfecta, después de todo, sólo puede escribirla Dios. Pero imitar la imaginación de Dios es acceder, en la tierra, a su reino virtual. Santa Evita lo fue en vida: en 1951, una niña de 16 años, Evelina, le envía dos mil cartas a Evita, a razón de cinco o seis por día. Todas con el mismo texto, como se le reza a las Santas. Evita ya era en vida, como dice Ricardo Garibay de nuestra Santa Patrona Mexicana, la Virgen de Guadalumpen.
¿Cómo iba a soportar ese cuerpo, esa imagen, la enfermedad y la muerte? «Prefiero que me mate el dolor y no la tristeza», dice Eva Perón cuando su cáncer se vuelve terminal. A los treinta y tres años, la mujer poderosa, bella, adorada, caprichosa, filantrópica, la esposa de Perón pero también la Amante de los Descamisados, la Madre de los Grasitas, se hunde fatalmente en la intolerable muerte temprana, la joven parca se la lleva… Y la ficción que la rodea cada vez más se acentúa con la agonía. Su mayordomo, Renzi, retira los espejos de la recámara de la moribunda, inmoviliza las básculas en 46 perpetuos kilos, descompone los aparatos de radio para que ella no escuche el llanto de las multitudes: Evita se muere. Pero muerta, Eva Perón va a iniciar su verdadera vida. Ésta es la esencia de la alucinante novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita.
Un cadáver errante. El Dr. Ara, una suerte de Frankenstein criollo, se va a encargar de darle vida inmortal al cadáver embalsamado de Eva Perón. «Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años… Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda… una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo.» El toque final de la teatralidad del Dr. Ara es poner a la muerta flotando en el aire puro, sostenida por hilos invisibles: «Los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados».
Al caer Perón en 1955, los nuevos militares decidieron desaparecer el cadáver de Evita. Pero no lo incineraron, con lo fácil que hubiera sido quemar esos tejidos rebosantes de químicos: volaría en cuanto le acercasen un fósforo. El presidente en funciones ordena, en cambio, que sólo se le dé cristiana sepultura. Es un cuerpo «más grande que el país», en el que los argentinos han ido metiendo todos «la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo». Y el llanto de la gente. Quizás dándole cristiana sepultura caerá en el olvido.
Pero Eva Perón, al fin dueña de su destino, se niega a desaparecer. Magistralmente, Tomás Eloy Martínez nos va develando la manera como Evita sigue viviendo, asegura su inmortalidad, porque su cuerpo se convierte en objeto de placer incluso para quienes la odian, incluso para sus guardianes… El fetichismo, indica Freud, es una alteración del objeto sexual. Provoca una satisfacción sustituta —satisfacción, pero también frustración—. Los guardianes del cadáver de Evita no sólo sustituyen el imposible amor sexual con la Diosa o Hetaira nacionales. Aseguran la supervivencia del cadáver, asistidos por el Dr. Ara que, por supuesto, se aferra a que su obra maestra perdure. Triplican el cadáver: uno real y dos copias, el real señalado por marcas ocultas en la oreja, en el sexo. Mueven el cadáver —los cadáveres— para despistar, para deshonrarlo y para seguirlo honrando, para monopolizar la posesión de Evita Perón en su errancia fúnebre, de desván a sala de proyecciones, a cárceles de la Patagonia, a camiones del ejército, a buques transatlánticos pasando por áticos familiares. La llaman La Difunta. ED. EM (Esa Mujer). La llaman «Persona».
Persona: la lengua francesa carece de nuestro rotundo «Nadie», del «nessuno» italiano, del «nobody» inglés. Le da a Nadie su Persona: Persona es respuesta negativa, elipsis de la inexistencia, sustantivo abstracto… De esa Persona que no es Nadie se enamoran los sucesivos carceleros del cadáver. El coronel Moori Koenig, encargado del secreto del cadáver, está a punto de destruirlo a base de zangoloteos, una Evita nómada que va y viene por la ciudad porque no hay ningún lugar seguro para ella —salvo, a la postre, la obsesión del propio coronel—. La odia. La necesita. La extraña. Ordena a sus oficiales orinarse sobre el cadáver. Pero no soporta la ausencia de Evita cuando otro oficial, el Loco Arancibia, la esconde en el ático de su casa y desencadena la tragedia familiar: la mujer de Arancibia muere invadiendo el sacro recinto de la muerta, Arancibia pierde la razón. Evita sobrevive a todas las calamidades. Su muerte es su ficción y es su realidad. Adonde quiera que es llevado, el cadáver amanece misteriosamente rodeado de cirios y flores. La tarea de los guardianes se vuelve imposible. Deben luchar con una muerte en cuya vida creen millones. Sus reapariciones son múltiples e idénticas: sólo dice que los tiempos futuros serán sombríos, y como siempre lo son, Santa Evita es infalible.
El embalsamador lo supo siempre: «Muerta, puede ser infinita».
Es el Dr. Ara quien se encarga, muerta Evita, de contestar las cartas que le siguen dirigiendo sus fieles, pidiendo trajes de novias, muebles, empleos. «Te beso desde el cielo», contesta la muerta. «Todos los días hablo con Dios». Los carceleros del cadáver son, ellos mismos, los prisioneros del fantasma de Persona, La Difunta, Esa Mujer. «Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo».
El cuerpo de Eva Perón se muere pero no deja detrás su destino. El arte del embalsamador es semejante al del biógrafo. Consiste en paralizar una vida o un cuerpo, dice Tomás Eloy Martínez, «en la pose en que debe recordarlos la eternidad». Pero el de Evita es un destino incompleto. Necesita un destino último «pero para llegar a él habrá que atravesar quién sabe cuántos otros». Enloquecido por Eva, el coronel Moori Koenig cree asistir al destino de Persona cuando ve el alunizaje de los astronautas norteamericanos. Cuando Armstrong empieza a cavar para recoger piedras lunares, el coronel grita: «¡La están enterrando en la luna!». Yo me quedo, más bien, con este otro clímax: El capitán de artillería Milton Galarza acompaña el cadáver de Persona a Génova en el «Contessino Biancamano». El cuerpo embalsamado viaja en un féretro inmenso, zarandeado, relleno de periódicos, de ladrillos. La única diversión de Galarza durante la travesía es bajar a la bodega y conversar todas las noches con Persona. Eva Perón, su cadáver, «es un sol líquido».
El último enamorado. El formalista ruso Victor Shklovsky admiró la temeridad de los escritores capaces de revelar el entramado de sus novelas, exhibiendo impúdicamente sus métodos. Don Quijote y Tristram Shandy son dos ejemplos ilustres de este «desnudar del método»; Rayuela, un gran ejemplo contemporáneo. Tomás Eloy Martínez pertenece a ese club. Santa Evita está construida un poco a la manera del Ciudadano Kane de Orson Welles, con testimonios de un variado reparto que conoció a Evita y a su cadáver: el embalsamador, el mayordomo, la madre Juana Ibarguren, el proyeccionista del cine donde el ataúd estuvo escondido —segunda película—, detrás de la pantalla. El peinador de la señora, los militares que se ocuparon de su cadáver.
A todos ellos, sin embargo, los trascienden dos autores. Uno de ellos, abiertamente, es Tomás Eloy Martínez. Es consciente de lo que está haciendo. «Mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino desafiante de la ficción.» Quiere darle a su heroína una ficción porque la quiere, en cierto modo, salvar de la historia. «Si pudiéramos vernos dentro de la historia», dice Tomás Eloy, «sentiríamos terror. No habría historia, porque nadie querría moverse». Para superar ese terror, el novelista nos ofrece no vida, sólo relatos. «A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado.» El novelista sabe que «la realidad no resucita, nace de otro modo, se transforma, se re-inventa a sí misma en las novelas».
Pero a partir de este credo, el novelista está condenado a vivir con el fantasma de su creación, con el sueño que inventa el pasado, con la ficción que se inserta entre mito e historia… «Así voy avanzando, día tras día, por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y Ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de existirme: hace de su existencia una exageración.»
Tomás Eloy Martínez es el último guardián de La Difunta, el último enamorado de Persona, el último historiador de Esa Mujer.
Santa Evita es la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día sin ilusiones, tan latinoamericano como El Salvador o Venezuela, más enloquecido porque jamás se creyó tan vulnerable, dolido de su amnesia porque debió recordar que también era el país de Facundo, de Rosas y de Arlt, tan brutalmente salvaje como sus militares torturadores, asesinos, destructores de familias, generaciones, profesiones enteras de argentinos.
Como la América Latina invade a la República Argentina, como los cabecitas negras van rodeando a la urbe parisina del Plata, así invadió Eva Duarte el corazón, la cabeza, las tripas, los sueños, las pesadillas de la Argentina. Alucinante novela gótica, perversa historia de amor, impresionante cuento de terror, alucinante, perversa, impresionante historia nacional à rebours, Santa Evita es todo eso y algo más.
Es la prueba del aserto de Walter Benjamin: cuando un ser histórico ha sido redimido, se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos.
Los desaparecidos de Tomás Eloy. El lenguaje en la novela, portadora constante de la duda frente a la fe ideológica, la certeza religiosa o la conveniencia política, no puede dejar de lado ni ideología, ni religión ni política. Tampoco puede, la novela, ser dominada por cualquiera de ellas. Lo que puede hacer es convertir ideología, religión o política en problema, abriéndolas a la puerta de la interrogación, levantado el techo de la imaginación, bajando al sótano de la memoria, entrando a la recámara del amor y sobre todo, dejando la ventana abierta a la palabra de Pascal:
—J’ai un doute à vous proposer.
Regreso por ello a un novelista que es mi contemporáneo, Tomás Eloy Martínez, y su obra última —su última obra—, Purgatorio, donde el autor se propone novelar un tema inescapable: los desaparecidos, la práctica brutal y tétrica de la dictadura militar de los años 1976-1981, llamada «Proceso de Reorganización Nacional». Desaparecer y torturar a los disidentes enfrente de sus esposas e hijos, asesinar a todo sospechoso de leer, pensar o acusar de manera no aprobada por la dictadura, secuestrar a los niños, cambiarles el nombre y la familia.
Toda esta odiosa violación de la persona humana puede ser denunciada en un diario, un discurso, una manifestación.
¿Cómo incorporarla a la ficción, cuando la realidad supera a cualquier ficción?
Tomás Eloy Martínez, en Purgatorio, cuenta la historia de una mujer, Emilia Dupuy, hija de un poderoso argentino que apoya la dictadura y celebra sus distracciones, al grado de invitar a Orson Welles a filmar el campeonato mundial de fútbol, comparable al film de Leni Riefenstahl sobre la Olimpiada de Berlín. Emilia se ha casado con un cartógrafo, Simón Cardoso que, obligado a recorrer y medir el territorio, como es su obligación profesional, es confundido con un terrorista por la policía de la dictadura y desaparecido.
¿Adónde van a dar los desaparecidos? Emilia Dupuy sigue, desesperada, las posibles rutas del marido desaparecido, de Brasil a Venezuela a México y al cabo a Estados Unidos, hasta que, mujer de sesenta años, residente en una pequeña ciudad universitaria de Nueva Jersey, recobra al marido perdido.
Sólo que éste sigue siendo un hombre de treinta años y rompe la costumbre de Emilia, que es sentir la ausencia de la única persona que amó en la vida y que ahora regresa con una «sonrisa de un lugar muy lejano».
No digo más, sino que Orson Welles pone como condición para aparecer en la película que los militares hagan aparecer a los desaparecidos. Y es que en la novela, como en el cine, se pueden crear todas las realidades, imaginar lo que aún no existe y detener el tiempo.
Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó. Y porque la historia ha sido lo que es, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido.
Tomás Eloy Martínez fue —es— un maestro de este arte.

(Fuente: La Gran Novela Latinoamericana. Carlos Fuentes).

domingo, 17 de mayo de 2015

Haruki Murakami Refelxiones sobre el cuento y la novela.


Haruki Murakami
Refelxiones sobre el cuento y la novela.

Por decirlo de la forma más sencilla posible, para mí escribir novelas es un reto, escribir cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, entonces escribir cuentos se parece más a plantar un jardín. Los dos procesos se complementan y crean un paisaje completo que atesoro.
Dice Haruki Murakami que para escribir una novela o un cuento se requiere de dos procesos mentales distintos, pues cada género despierta una parte específica del cerebro. Por ello, desde el inicio de su carrera literaria en 1979, el escritor japonés de mayor impacto en la actualidad ha sabido separar los tiempos entre una y otro. Nunca escribe cuentos mientras trabaja en una novela, y deja a un lado la novela si escribe algún grupo de cuentos. Dice también que uno viene después del otro: una vez que termina una novela siente el deseo de escribir algunos cuentos, y lo mismo le sucede al revés.
La etapa cuentista de Murakami comenzó en 1980 cuando escribió los tres primeros cuentos: Un barco lento a China, La tía pobre, y La tragedia de la mina de carbón de Nueva York. Aunque carecía de experiencia en este tipo de narración, el japonés encontró en el cuento la posibilidad de ampliar su mundo ficticio y de mostrar a los lectores una nueva faceta de su personalidad literaria. Para Murakami las bondades del cuento son el cambio de ritmo necesario que no se puede hacer con la novela; el cuento se piensa y se termina en un breve periodo de tiempo. Un cuento nace del detalle más mínimo, de una idea, una imagen o una palabra, de la improvisación. La ventaja del cuento es que no importa el fracaso, siempre hay una nueva oportunidad para reivindicarse. Dice Murakami: “el cuento es una especie de laboratorio experimental para la novela”.
En tres décadas Murakami ha logrado el éxito, y desde hace varios años es candidato al Premio Nobel de Literatura; ha escrito tres libros de cuentos, tres de ensayo y 13 novelas; justo éstas lo han situado entre los autores best sellers, con más lectores y fama, y con traducciones a más de 40 lenguas.
Haruki Murakami es uno de los pocos autores japoneses que han dado el salto de escritor de prestigio a autor con grandes ventas en todo el mundo. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka o el Jerusalem Prize.
Con Los años de peregrinación del chico sin color, su obra más reciente, precedida por el millón de ejemplares vendidos en Japón en pocas semanas, Murakami ofrece a los lectores un bellísimo relato sobre la amistad, el amor y la soledad de aquellos quienes todavía no han encontrado su lugar en el mundo.
Fuente: http://culturacolectiva.com/los-30-grandes-cuentistas-de-la-literatura-universal-segunda-parte/

Mika Waltari - (Finlandia, 1908-1979). Novela histórica.


Mika Waltari - (Finlandia, 1908-1979).  Novela histórica.

Escritor finlandés nacido en Helsinki, famoso por sus novelas históricas. Su padre murió cuando tenía cinco años. Estudió Teología y Filosofía. Su primer libro, Jumalaa Paossa, apareció en 1925 y tres años más tarde su primera novela La gran Ilusión (1928). Waltari se convirtió en una de las figuras líderes del movimiento liberal llamado The Torcbearers, cuyos miembros trataron de introducir la influencia del futurismo ruso e italiano en la literatura finlandesa. Durante los años 30 el grupo fue suplantado por otro de tendencias más izquierdista, el llamado Kiila, pero para este momento Waltari ya se había transformado en un ultraconservador. En su comedia teatral Kuriton Sukupolvi (1937), ridiculiza a esta generación. Trabajó como periodista y como crítico de literatura para varios periódicos y revistas finlandesas. En la década de los treinta viajó frecuentemente por Europa, publicando Un extraño llegó a la granja (1937), la obra teatral Akhamaton (1938) y Sinuhé, el egipcio (1939), que representaba al Faraón como profeta de un único y justo dios para reemplazar al corrupto clero. Después de la Segunda Guerra Mundial se concentró en largas novelas históricas, ubicadas en el mundo mediterráneo clásico, como El etrusco (1955), o en la antigua Roma, como en Ihmiskunnan Viholliset (1964). Dentro de las novelas que tienen lugar en el imperio bizantino están Miguel, el renegado (1948), El ángel oscuro (1952), El sitio de Constantinopla (1952) y Nuori Johannes (1981), libro póstumo. Poco antes de su muerte apareció Humildad y Pasión (1978), memorias íntimas en las que revela todas sus obsesiones. Desde 1957 a 1978 fue miembro de la Academia Finlandesa. Sus obras han sido traducidas a más de 30 idiomas y está considerado como uno de los mejores escritores fineses del siglo XX. Murió en 1979 en Helsinki.

***

En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade..., es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.
Fuente: N.N.

sábado, 16 de mayo de 2015

En 10 puntos: "Simulacron 03" de Daniel F Galouye.




1. Una obra interesante pero mal escrita especialmente en los diálogos y las propuestas de los personajes que por momentos caen en los límites de la contradicción.
2. La temática es fascinante, lo planteado nos seduce: ¿qué es real? ¿Estamos vivos o somos la simulación  virtual de una súper computadora?
3.  Obra publicada en 1964 y adaptada para el cine en 1999 que no tuvo el éxito esperado porque la película Matrix se estrenó para ese mismo año.
4. Considero que el guión cinematográfico sobrepasa con creces la obra literaria como igual sucede con la obra de Philip K Dick “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, que también fue llevada a la pantalla en el año 1982 con el nombre de “Blade Runner” y que considero, su guión es superior a la novela.
5. En “Simulacron 03” se crea un mundo distópico. Las máquinas compiten en inteligencia con el ser humano creando mundos virtuales que emulan el nuestro.
6. En la novela Simulacron 03 el autor trata de desarrollar la idea de un mundo gobernado por computadoras: ¿límite entre hombre y máquina?
7. Juego de propuestas narrativas e hilos narrativos que se confunden y confunden por una estructura novelística mal desarrollada.
8. A diferencia de la novela de Dick, Simulacron 03 esboza la teoría de las mega empresas, consorcios todopoderosos que gobiernan el mundo e influyen en nuestro comportamiento humano.
9. Una novela con cierta crítica social que no llega a cumplir totalmente su cometido.  ¿Intento de novela social y política?
10. Una novela ambiciosa, escrita a la ligera por un talentoso e imaginativo escritor y que sin embargo, no  da el espaldarazo final a su universo narrativo.
J.Méndez-Limbrick.

viernes, 15 de mayo de 2015

EL ARTE DE CONTAR HISTORIAS. Arte Poética : Seis Conferencias (1967-1968).


Ya hemos publicado tres de las 6 conferencias de Jorge Luis Borges. Esta es la tercera conferencia para todos aquellos estudiosos de la poesía. J. Méndez-Limbrick.

EL ARTE DE CONTAR HISTORIAS

Las distinciones verbales deberían ser tenidas en cuenta, puesto que representan distinciones mentales, intelectuales. Pero es una lástima que la palabra «poeta» haya sido dividida en dos. Pues hoy, cuando hablamos de un poeta, sólo pensamos en alguien que profiere notas líricas y pajariles del tipo de «With ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven» («Con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo»; Wordsworth), o «Music to hear, why hear'st thou music sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy» («¿Por qué, siendo tú música, te entristece la música? / Placer busca placeres, ama el goce otro goce»; Shakespeare). Mientras que los antiguos, cuando hablaban de un poeta —un «hacedor»—, no lo consideraban únicamente como el emisor de esas elevadas notas líricas, sino también como narrador de historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino tambien las voces del coraje y la esperanza. Quiere decir que voy a hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento.

Quizá el primer ejemplo que nos venga a la mente sea La historia de Troya, como la llamó Andrew Lang, que tan certeramente la tradujo. Examinaremos en ella la antiquísima narración de una historia. Ya en el primer verso encontramos algo así: «Habíame, musa, de la ira de Aquiles». O, como creo que tradujo el profesor Rouse: «An angry man —that is my subject» («Un hombre iracundo: tal es mi tema»). Quizá Homero, o el hombre a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja cuestión), pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos desconcierta, pues pensamos en la ira a la manera de los latinos: «ira furor brevis». La ira es una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la trama de la Ilíada no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe malhumorado en su tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente, emprende la guerra como una disputa personal porque han matado a su amigo y vende por fin al padre el cadáver del hombre al que ha matado.

Pero quizá (puede que ya lo haya dicho antes; estoy seguro), quizá las intenciones del poeta carezcan de importancia. Lo que hoy importa es que, aunque Homero creyera que contaba esa historia, en realidad contaba algo mucho más noble: la historia de un hombre, un héroe, que ataca una ciudad que sabe que no conquistará nunca, un hombre que sabe que morirá antes de que la ciudad caiga; y la historia aun más conmovedora de los hombres que defienden una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en llamas. Yo creo que éste es el verdadero tema de la Ilíada. Y, de hecho, los hombres siempre han pensado que los troyanos eran los verdaderos héroes. Pensamos en Virgilio, pero también podríamos pensar en Snorri Sturluson, que, en su más joven edad, escribió que Odín —el Odín de los sajones, el dios— era hijo de Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria.

Tomemos un segundo poema épico, la Odisea. Podemos leer la Odisea de dos maneras. Supongo que el hombre (o la mujer, como pensaba Samuel Butler) que la escribió no ignoraba que en realidad contenía dos historias: el regreso de Ulises a su casa y las maravillas y peligros del mar. Si tomamos la Odisea en el primer sentido, entonces tenemos la idea del regreso, la idea de que vivimos en el destierro y nuestro verdadero hogar está en el pasado o en el cielo o en cualquier otra parte, que nunca estamos en casa.

Pero evidentemente la vida de la marinería y el regreso tenían que ser convertidos en algo interesante. Así que, poco a poco, se fueron añadiendo múltiples maravillas. Y ya, cuando acudimos a Las mil y una noches, encontramos que la versión árabe de la Odisea, los siete viajes de Simbad el marino, no son la historia de un regreso, sino un relato de aventuras; y creo que como tal lo leemos. Cuando leemos la Odisea, creo que lo que sentimos es el encanto, la magia del mar; lo que sentimos es lo que el navegante nos revela. Por ejemplo: no tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas. Así tenemos las dos historias en una: podemos leerla como un retorno a casa y como un relato de aventuras, quizá el más admirable que jamás haya sido escrito o cantado.

Pasemos ahora a un tercer «poema» que destaca muy por encima de los otros: los cuatro Evangelios. Los Evangelios también pueden ser leídos de dos maneras. El creyente los lee como la extraña historia de un hombre, de un dios, que expía los pecados de la humanidad. Un dios que se digna sufrir, morir, en la «bitter cross» («amarga cruz»), como señala Shakespeare. Existe una interpretación aun más extraña, que encuentro en Langland: la idea de que Dios quería conocer en su totalidad el sufrimiento humano, que no le bastaba con conocerlo intelectualmente, tal como le era divinamente posible; quería sufrir como un hombre y con las limitaciones de un hombre. Pero quien (como muchos de nosotros) no es creyente, puede leer la historia de otra manera. Podemos pensar en un hombre de genio, un hombre que se creía un dios y al final descubre que sólo era un hombre y que Dios —su dios— lo había abandonado.

Digamos que durante muchos siglos, estas tres historias —la de Troya, la de Ulises, la de Jesús— le han bastado a la humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a contar una y otra vez; les ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas muchas veces, pero las historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en alguien que, dentro de mil o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas. Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de Cristo no puede ser contada mejor. Ha sido contada muchas veces, pero creo que los pocos versículos en los que leemos, por ejemplo, cómo Satán tentó a Cristo tienen más fuerza que los cuatro libros del Paradise Regained. Uno intuye que Milton quizá ni sospechaba la clase de hombre que fue Cristo.

Bien, tenemos estas historias y tenemos el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas historias. Imagino que Chaucer jamás pensó en inventar una historia. No pienso que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy. Pienso que se contentaba con las nuevas variaciones que se añadían al relato, las sutiles variaciones que se añadían al relato. Esto, además, facilitaba la tarea del poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba a decir y podían apreciar las diferencias en su justa medida.

Ahora bien, la épica —y podemos considerar los Evangelios una especie de épica divina— lo admite todo. Pero la poesía, como he dicho, ha sufrido una división; o, mejor, por un lado tenemos el poema lírico y la elegía, y por otro tenemos la narración de historias: tenemos la novela. Uno casi siente la tentación de considerar la novela como una degeneración de la épica, a pesar de escritores como Joseph Conrad o Hermán Melville. Pues la novela recupera la dignidad de la épica.

Si pensamos en la novela y la épica, nos vemos tentados a pensar que la principal diferencia estriba en la diferencia entre verso y prosa, entre cantar y exponer algo. Pero pienso que hay una diferencia mayor. La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras, como Mencken señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.

Esto nos lleva a otra cuestión: ¿qué pensamos de la felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de la victoria? Hoy, cuando la gente habla de un final feliz, lo considera una mera condescendencia hacia el público o un recurso comercial; lo consideran artificioso. Pero durante siglos los hombres fueron capaces de creer sinceramente en la felicidad y en la victoria, aunque sentían la imprescindible dignidad de la derrota. Por ejemplo, cuando la gente escribía sobre el Vellocino de Oro (una de las historias más antiguas de la humanidad), oyentes y lectores sabían desde el principio que el tesoro sería hallado al final.

Bien, hoy, si se emprende una aventura, sabemos que acabará en fracaso. Cuando leemos —y pienso en un ejemplo que admiro— Los papeles de Aspern, sabemos que los papeles nunca serán hallados. Cuando leemos El castillo de Franz Kafka, sabemos que el hombre nunca entrará en el castillo. Es decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible. Hubiera podido escribirlo, evidentemente, pero el público habría notado que no decía la verdad. No la verdad de los hechos, sino la verdad de sus sueños.

Digamos que, a fines del siglo xvm o principios del xix (para qué molestarnos en discutir las fechas), el hombre empezó a inventar tramas. Quizá podríamos decir que la empresa partió de Hawthorne y Edgar Alian Poe, aunque, evidentemente, siempre hay precursores. Como Rubén Darío señaló, nadie es el Adán literario. Pero fue Poe el que escribió que un relato debe ser escrito atendiendo a la última frase, y un poema atendiendo al último verso. Esto degeneró en el relato con truco, y en los siglos xix y xx la gente ha inventado toda clase de tramas. Estas tramas son a veces muy ingeniosas; si nos limitamos a contarlas, son más ingeniosas que las tramas de la épica. Pero, por alguna razón, notamos en ellas algo artificioso; o, mejor, algo trivial. Si tomamos dos casos —supongamos que la historia del doctor Jekyll y el señor Hyde, y una novela o una película como Psicosis—, puede que la trama de la segunda sea más ingeniosa, pero intuimos que hay más detrás de la trama de Stevenson.

En cuanto a la idea que formulé al principio, la de que sólo existe un número reducido de tramas, quizá deberíamos mencionar esos libros en los que el interés no radica en la trama sino en la variación, en el cambio, de múltiples tramas. Estoy pensando en Las mil y una noches, en el Orlando furioso y otras por el estilo. Podríamos añadir también la idea de un tesoro maligno. La tenemos en la Vólsunga Saga, y quizá al final de Beowulf: la idea de un tesoro que trae males a la gente que lo encuentra. Aquí podríamos llegar a la idea que intenté desarrollar en mi última conferencia, sobre la metáfora: la idea de que quizá todas las tramas correspondan sólo a unos pocos modelos. Hoy, por supuesto, la gente inventa tantas tramas que nos ciegan. Pero quizá flaquee tal ataque de ingenio y descubramos que todas esas tramas sólo son apariencias de un reducido número de tramas esenciales. Y esto, para mí, está fuera de discusión.

Hay que señalar otro hecho: los poetas parecen olvidar que, alguna vez, contar cuentos fue esencial y que contar una historia y recitar unos versos no se concebían como cosas diferentes. Un hombre contaba una historia, la cantaba; y sus oyentes no lo consideraban un hombre que ejercía dos tareas, sino más bien un hombre que ejercía una tarea que poseía dos aspectos. O quizá no tenían la impresión de que hubiera dos aspectos, sino que consideraban todo como una sola cosa esencial.

Llegamos ahora a nuestro tiempo, donde encontramos esta circunstancia verdaderamente extraña: hemos vivido dos guerras mundiales, pero, por alguna razón, no ha surgido de ellas una épica; excepto, quizá, Los siete pilares de la sabiduría. En Los siete pilares de la sabiduría encuentro muchas cualidades épicas. Pero el libro está lastrado por el hecho de que el héroe es el narrador, por lo que a veces debe empequeñecerse, humanizarse, hacerse verosímil en exceso. De hecho, se ve obligado a incurrir en los trucos del novelista.

Hay otro libro, hoy bastante olvidado, que leí, me parece, en 1915: una novela llamada LeFeu, de Henri Barbusse. El autor era pacifista; era un libro contra la guerra. Pero, en cierta medida, la épica atravesaba el libro (me acuerdo de una magnífica carga con bayonetas). Otro escritor que poseía el sentido de lo épico fue Kipling. Lo comprobamos en un relato tan maravilloso como «A Sahib's War». Pero, de la misma manera que Kipling nunca practicó el soneto, porque consideraba que podía distanciarlo de sus lectores, nunca cultivó la épica, aunque podría haberlo hecho. También recuerdo a Chesterton, que escribió «La balada del caballo blanco», un poema sobre las guerras del rey Alfredo contra los daneses. En él encontramos metáforas muy raras (¡me pregunto cómo me olvidé de citarlas en la charla anterior!): por ejemplo, «mármol como sólida luz de luna», «oro como fuego helado», donde el mármol y el oro son comparados con dos cosas que son aun más elementales. Son comparados con la luz de la luna y el fuego, y no con el fuego exactamente, sino con un mágico fuego helado.

En cierta manera, la gente está ansiosa de épica. Pienso que la épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. De todos los lugares (y esto podría introducir una especie de anticlímax, pero es un hecho) , ha sido Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. En todo el planeta, cuando la gente ve un western —al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso—, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no. A fin de cuentas, no es importante saberlo.

Ahora bien, no quiero hacer profecías, porque tales cosas son arriesgadas (aunque, a la larga, pueden convertirse en verdad), pero creo que, si la narración de historias y el canto del verso volvieran a reunirse, sucedería algo muy importante. Quizá empiece en Estados Unidos, pues, como ustedes saben, Estados Unidos posee un sentido ético de lo que está bien y lo que está mal. Quizá lo posean otros países, pero no creo que se dé tan evidentemente como lo descubro aquí. Si llegara a suceder, si pudiéramos volver a la épica, entonces se habría conseguido algo muy grande. Cuando Chesterton escribió «La balada del caballo blanco» obtuvo buenas críticas y esas cosas, pero los lectores no le fueron favorables. De hecho, cuando pensamos en Chesterton, pensamos en la saga del Padre Brown y no en ese poema.

Sólo he meditado sobre el asunto a una edad más bien avanzada; y, además, no creo haber ensayado la épica (aunque quizá haya dejado dos o tres líneas épicas). Es una tarea para hombres más jóvenes. Y conservo la esperanza de que lo harán, porque evidentemente todos tenemos la sensación de que, en cierta medida, la novela está fracasando. Piensen en las principales novelas de nuestro tiempo, el Ulises de Joyce por ejemplo. Se nos han dicho miles de cosas sobre los dos personajes, pero no los conocemos. Conocemos mejor a los personajes de Dante o de Shakespeare, que se nos presentan —que viven y mueren— en unas pocas frases. No conocemos miles de circunstancias sobre ellos, pero los conocemos íntimamente. Eso, desde luego, es mucho más importante.

Pienso que la novela está fracasando. Pienso que todos esos experimentos con la novela, tan atrevidos e interesantes —por ejemplo, la idea de los cambios de tiempo, la idea de que la historia sea contada por distintos personajes—, todos se dirigen al momento en que sentiremos que la novela ya no nos acompaña.

Pero hay algo a propósito del cuento, del relato, que siempre perdurará. No creo que los hombres se cansen nunca de oír y contar historias. Y si junto al placer de oír historias conservamos el placer adicional de la dignidad del verso, entonces algo grande habrá sucedido. Quizá yo sea un anticuado hombre del siglo xix, pero soy optimista y tengo esperanza: y, puesto que el futuro contiene muchas cosas —quizá el futuro contenga todas las cosas—, pienso que la épica volverá a nosotros. Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que contará una historia y la cantará también. Y no consideraremos diferentes esas dos cosas, tal como no las consideramos diferentes en Homero o Virgilio.

jueves, 14 de mayo de 2015

Charles Baudelaire. Paraísos artificiales.



Charles Baudelaire

 Paraísos artificiales


El poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867) fue el primero en aplicar la expresión «Paraísos artificiales» —la tomó de una tienda de flores artificiales de París— a la vivencia del mundo creado por el opio y otras sustancias alucinógenas. Partiendo de «Las confesiones de un comedor de opio inglés», de Thomas de Quincey, al que en parte traduce, Baudelaire hace una especie de tratado semifilosófico y semicientífico sobre la naturaleza, el uso y los efectos del hachís, que entonces procedía de Oriente y ofrecía ese aliciente romántico de exotismo y ebriedad. Sin arredrarse ante las conclusiones, multiplicando los puntos de vista, Baudelaire examina sistemáticamente todos los aspectos del consumo del hachís, desde el lado fisiológico y psíquico hasta el lado moral; y aunque aporta una total desenvoltura, como moralista sensible al prestigio del mal y del malditismo, discierne los distintos pasos de esa ebriedad que desemboca en un futuro lleno de amarga desilusión: una necesidad de remordimiento y de alegría, de deseo y de abandono, de denuncia y de pureza. Además de la lucidez del análisis, de su rigor, de la limpidez del estilo, «Los paraísos artificiales» ofrece una muestra de calidad de una inteligencia rara que interpreta las experiencias más diversas con un tacto ejemplar.
Luis Echávarri

Fragmento.

Un opiómano


I. Precauciones oratorias
«¡Oh justo, sutil y poderoso opio! ¡Tú, que en el pecho del pobre lo mismo que en el del rico, para las heridas que jamás cicatrizan y para las angustias que hacen rebelarse al espíritu, viertes un bálsamo calmante; tú, opio elocuente, que con tu retórica potente desarmas las decisiones de la ira y durante una noche devuelves al culpable las esperanzas de la adolescencia y sus antiguas manos no manchadas con sangre; que al hombre vanidoso le otorgas un pasajero olvido
de las culpas no reparadas y los insultos no vengados;

que citas a los falsos testigos ante el tribunal de los sueños, para el triunfo de la inocencia inmolada; que dejas confundido al perjuro; que anulas las sentencias de los jueces inicuos! Tú edificas en el seno de las tinieblas, con los imaginarios materiales del cerebro, con un arte más profundo que Fidias y Praxiteles, templos y ciudades que, en esplendor, superan a Babilonia y Hecatómpilos y del caos de un sueño poblado de visiones haces que a la luz del sol surjan los rostros de las bellezas desde hace largo tiempo enterradas y las fisonomías familiares y bendecidas exentas de los ultrajes de la tumba. Sólo tú das al hombre esos tesoros y posees las llaves del paraíso, ¡oh justo, sutil y poderoso opio!».
Pero antes de que el autor haya encontrado la audacia necesaria para lanzar, en honor de su amado opio, ese grito violento como el agradecimiento del amor, ¡cuántas artimañas, cuántas precauciones oratorias! Ante todo, es el alegato eterno que quienes deben hacer confesiones comprometedoras, casi decididos no obstante, a complacerse con ellas:
«Gracias a la aplicación que he puesto en ellas, confío en que estas memorias no serán simplemente interesantes, sino también, en grado considerable, útiles e instructivas. Con esa esperanza las he escrito, y ésa será mi excusa por haber violado esa deliciosa y honorable reserva que, a la mayoría de nosotros, impide una exhibición pública de nuestros propios errores y flaquezas. Nada, en verdad, más adecuado para irritar la sensatez inglesa que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestra atención sus cicatrices y sus llagas morales y que arranca la púdica vestimenta con que el tiempo, o la indulgencia con la humana fragilidad ha consentido en revestirlas».
En efecto, añade el autor, el crimen y la miseria se alejan generalmente a la mirada pública, e inclusive en los cementerios, se apartan de las personas corrientes, como si renunciasen humildemente a todos los derechos de compañerismo con la familia humana. Pero en el caso del opiómano no hay delito, sino sólo debilidad, y una debilidad que se excusa muy fácilmente, como una biografía preliminar va a demostrarlo. Por otra parte, el beneficio que pueden obtener otros de las notas de una experiencia comprada a tan alto precio, puede compensar ampliamente la violencia de que el pudor moral es objeto y crear una excepción legítima.
En este prólogo dirigido al lector encontramos algunas informaciones sobre la multitud misteriosa de los opiómanos, esa nación contemplativa, perdida en el seno de la nación activa. Son numerosos, y más de lo que se cree. Son profesores, filósofos, un lord situado en el cargo más alto, un subsecretario de Estado; si casos tan numerosos pertenecientes a la clase social más elevada, han llegado sin haber sido buscados, a conocimiento de un solo individuo ¡qué espantosa estadística se podría trazar de la población entera de Inglaterra! Tres farmacéuticos de Londres, de barrios sin embargo apartados, afirman (en 1821) que el número de los aficionados al opio es inmenso y que la dificultad de distinguir a las personas que han hecho de él una especie de dieta de las que quieren procurárselo con una intención culpable, es para ellos una fuente cotidiana de engorros. Pero el opio ha descendido a visitar los limbos de la sociedad y, en Manchester en la tarde del sábado, los mostradores de las droguerías están cubiertos de píldoras preparadas en previsión de las demandas de la noche. Para los obreros de las fábricas es el opio una voluptuosidad económica, pues la rebaja de los salarios puede hacer de la cerveza y las bebidas espirituosas una orgía costosa. Pero no creáis que cuando aumente el salario los obreros ingleses abandonarán el opio para volver a los groseros placeres del alcohol. La fascinación ha actuado, la voluntad está domada y el recuerdo del goce ejercerá su tiranía eterna.
Si naturalezas groseras y embrutecidas por un trabajo diario y sin encanto pueden hallar amplios consuelo en el opio, ¿cuál será, pues, su efecto en una mente aguda e ilustrada, en una imaginación ardiente y cultivada, sobre todo si prematuramente la ha labrado el dolor fertilizante; en un cerebro marcado por la ilusión fatal, touched with pensiveness para emplear la asombrosa expresión de mi autor? Tal es el tema del libro maravilloso que desenrollaré como un tapiz fantástico ante los ojos del lector. Resumiré mucho, sin duda. De Quincey es esencialmente digresivo; la expresión humourist se le puede aplicar más adecuadamente que a cualquier otro autor. En un lugar compara su pensamiento con un tirso, simple vara que debe todo su aspecto y su encanto al complicado follaje que la envuelve. Para que el lector nada pierda de los cuadros conmovedores que componen la esencia del volumen y, como es limitado el espacio de que dispongo, me veré, con gran pesar, obligado a suprimir numerosos episodios muy amenos y muchas disertaciones exquisitas que no se relacionan directamente con el opio, sino que tienen simplemente por objeto ilustrar el carácter del opiómano. Sin embargo, es el libro lo bastante vigoroso para hacerse entrever inclusive bajo una envoltura tan sucinta, hasta como un simple extracto.
La obra (Confessions of an English opiume-ater, being an extract from the life of a scholar) se divide en dos partes: una se titula Confesiones y la otra, que es su complemento, Suspiria de profundis. Cada una consta a su vez de varias subdivisiones, algunas de las cuales omitiré porque son como corolarios o apéndices. La división de la primera parte es muy sencilla y lógica, pues se deriva del tema mismo del libro: Confesiones preliminares, Voluptuosidad del opio y Torturas del opio. Las Confesiones preliminares, de las que trataré con alguna extensión, tienen un objetivo fácil de adivinar. El personaje debe ser conocido y hacerse amar y apreciar por el lector. El autor, quien se propone interesar fuertemente la atención con un tema al parecer tan monótono como la descripción de una embriaguez, desea vivamente mostrar hasta qué punto se le debe excusar; quiere crearse una simpatía con la que se beneficiará toda su obra. En fin, y es esto muy importante, el relato de ciertos episodios, tal vez en sí mismos vulgares, pero graves y serios en razón de la sensibilidad de quien los ha soportado se transforma, para decirlo así, en la clave de las visiones y sensaciones extraordinarias que asediarán más tarde a su cerebro. Más de un viejo, inclinado sobre una mesa de taberna, vuelve a verse a sí mismo en un ambiente ya desaparecido y su embriaguez no es otra cosa que su juventud desvanecida. Asimismo, los sucesos que relatan las Confesiones usurparán un papel importante en las visiones posteriores. Resucitarán como esos sueños que no son sino los recuerdos deformados o transfigurados de las obsesiones de un día laborioso.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Jean Baptiste Racine.


Jean Baptiste Racine,nace el 22 de diciembre de 1639 en La Ferté-Milon , Francia y murió el 21 de abril de 1699 en París. Se le considera, junto a Pierre Corneille, uno de los dos mayores autores franceses de tragedias clásicas. Es educado por sus abuelos, concurriendo a colegios religiosos, donde se aplica la doctrina jansenista. comienza a escribir estando en el colegio, pero ninguna de sus obras es dada a conocer. En 1664 su obra Tebeida es representada por la companía de Moliere, y también su pbra Alejandro Magno en 1665. Por estar descontento con dicha representación, cambia de companía de teatro, lo que lo enemista con Moliere.
Sus principales obras fueron: La Tebaida (1664), Alejandro Magno (1665), Andrómaca (1667)Los Litigantes (1668),Británico (1669),Berenice (1670),Bayaceto (1672),Mitrídates (1673),Ifigenia (1674)
Fedra (1677),Esther (1689),Atalía (1691).
El teatro de Racine muestra la pasión como una fuerza fatal que destruye al que la posee. Respetando los ideales de la tragedia clásica, presenta una acción simple, clara, en la que las peripecias nacen de las propias pasiones de los personajes.

***

(Andromaque) es una de las principales obras de teatro escritas por el dramaturgo francés Jean Racine (1639-1699). Fue representada el 17 de noviembre de 1667. El tema, que ya había sido tratado por Eurípides se inspira en La Eneida de Virgilio y en Séneca y en esta obra se muestran ya con toda nitidez la mayor parte de las características dramáticas de Racine, que son la pureza de la tragedia nacida del ser humano condenado por la fatalidad, el fondo legendario y la sucesión de los diferentes estados de ánimo. En esta obra, al igual que sucede en la mayor parte de las tragedias de Racine no existen acontecimientos externos. Tras la guerra de Troya, en la que Aquiles dio muerte a Héctor, su esposa Andrómaca, es entregada como esclava a Pirro, hijo de Aquiles. Sin embargo Pirro está obligado a casarse con Hermione, hija del rey de Esparta Menelao.
La estructura de la obra es una cadena amorosa de un solo sentido: Orestes ama a Hermione, que desea a Pirro, que ama a Andrómaca. Ésta, por su parte, sólo piensa en su difunto esposo Héctor y en su hijo Astianacte. La llegada de Orestes a la corte de Pirro señala el desencadenamiento de los acpontecimientos trágicos. La importancia que tiene el tema galante es una reminiscencia de la tragedia anterior de Racine, Alejandro Magno. Sus obras siguientes irán destilando poco a poco el elemento trágico hasta conseguir el máximo con Fedra.
Fuente: N.N.

martes, 12 de mayo de 2015

Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948).


Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948).
Escritor vanguardista chileno, fundador de su propio movimiento poético y defensor entusiasta de la experimentación artística durante el periodo de entreguerras. Nacido en el seno de una familia de acusada tradición literaria -su madre era escritora-, pronto mostró el joven Vicente una notable inclinación hacia la creación poética, plasmada cuando sólo tenía doce años de edad en las primeras composiciones que dio a conocer.
Decidido a abrirse camino en el mundo de las Letras, rechazó también la reducida atmósfera literaria chilena para trasladarse a París en 1916, donde participó en todos los movimientos vanguardistas que por aquellos años florecían, y vertiginosamente se agostaban, en la capital francesa; allí pudo empezar a publicar sus primeras colaboraciones en algunas revistas tan significativas como Sic y Nord-Sud, y entablar relaciones con las principales cabezas de la Vanguardia europea, como los surrealistas Guillaume Apollinaire y Pierre Reverdy, con quienes colaboró en la fundación de una de las publicaciones recién citadas (Nord-Sud). Sin embargo, y a pesar de esta estrecha colaboración en los comienzos de su andadura literaria, Vicente Huidobro pronto se distanció voluntariamente de los postulados surrealistas, ya que en su particular concepción de la creación artística no cabía la máxima de que el artista era un mero instrumento revelador de los dictados de su inconsciente.
Esta ruptura con el surrealismo le animó a plantearse la validez de todas las corrientes vanguardistas que había conocido de primera mano. Así, rechazó también las propuestas del futurismo, pues tenía el convencimiento de que el fervor manifestado hacia la máquina se apagaría en cuanto el hombre su hubiera acostumbrado a los adelantos del progreso técnico. El sucesivo rechazo de todos los postulados estéticos de la Vanguardia llevó a Vicente Huidobro a crear su propia corriente, bautizada como Creacionismo, en la que situaba al creador artístico a la altura de un dios, dedicado a crear un nuevo tipo de poesía que compitiera con la naturaleza en lugar de reflejarla.
Así, para Huidobro y el resto de los creacionistas que inmediatamente cerraron filas en torno a estas propuestas tan originales como transgresoras, el artista no debía limitarse a reflejar la Naturaleza, sino que debía mantener con ella una especie de competición en la que podía mostrar el vitalismo de su propia obra. Lógicamente, esta concepción del arte en general (y, en el caso del propio Huidobro, del hecho literario en particular) llevaba aparejada la necesidad de crear nuevas imágenes, tan coloristas como animadas y sorprendentes, e incluso, un novedoso lenguaje poético capaz de romper con todos los niveles de la lengua y generar también su propia sintaxis; de ahí que la yuxtaposición (de oraciones, vocablos o sonidos extrañamente puestos en contacto) se convirtiera en una de las características más acusadas del Creacionismo, al tiempo que las largas secuencias y enumeraciones de palabras y sintagmas contribuyeran decisivamente a dar al poema esa apariencia de objeto aleatorio, mera creación de un dios absorto en las posibilidades estéticas del material con que moldea su obra.
Con estos presupuestos estéticos, Vicente Huidobro se presentó en Madrid en 1918, donde fundó un destacado grupo de poetas creacionistas consagrados a la elaboración de textos que seguían fielmente los postulados del ya respetado maestro chileno. Por aquel entonces ya era un poeta fecundo, que arrastraba tras sí una interesante producción literaria: seis poemarios impresos en su país natal (Ecos del alma, La gruta del silencio, Canciones en la noche, Pasando y pasando, Las pagodas ocultas y Adán), uno aparecido en Buenos Aires (El espejo de agua) y otro publicado en París (Horizon Carré). Así, no es de extrañar que en Madrid las imprentas y editoriales compitieran entre sí por llevar a los tórculos las últimas creaciones de Huidobro, competición que enseguida arrojó sus frutos en forma de cuatro nuevos poemarios (Poemas árticos, Ecuatorial, Tour Eiffel y Hallali).
De retorno a París, Vicente Huidobro continuó su febril proceso de creación poética, ahora enriquecida con una curiosa aproximación al género narrativo-cinematográfico, la novela-guión Cagliostro, de 1921. La sucesión de títulos detallada más abajo da buena cuenta de la capacidad y la fecundidad creativa de este poeta durante la década de los años veinte. Alrededor de 1930 fue cuando dio los toques finales a sus dos obras cumbres, dos poemarios que, desde el momento mismo de su aparición estaban llamados a situarse en los puestos cimeros de la literatura universal.
Por aquel entonces, Huidobro estaba en el apogeo de su fama, y gozaba del éxito obtenido por su novela fílmica Mío Cid Campeador (1929).
Huidobro marchó entonces a París, y se trasladó a Nueva York, donde cosechó algún éxito como escritor de guiones cinematográficos. Pero en 1928, decidió retomar un largo y ambicioso proyecto en el que había empezado a trabajar diez años antes. Se trata de Altazor o El viaje en paracaídas, la obra cumbre del Creacionismo universal, que junto con Temblor de cielo (acabado también por aquellas fechas), constituye el mayor legado de Huidobro a la poesía de su tiempo y, sin lugar a dudas, una de las fuentes que con mayor generosidad habría de surtir a los poetas venideros.
Frente al mar, en Cartagena (Chile), murió Vicente Huidobro en 1948.
www.monografias.com/trabajos49/literatura-latinoamerica/literatura-latinoamerica2.shtml


lunes, 11 de mayo de 2015

Jorge Luis Borges (1899 - 1986) Arte Poética : Seis Conferencias (1967-1968). Segunda Conferencia: La Metáfora.


2. Segunda Conferencia.
LA METÁFORA

Ya que el tema de la charla de hoy es la metáfora, empezaré con una metáfora. La primera de las muchas metáforas que trataré de recordar procede del Lejano Oriente, de China. Si no me equivoco, los chinos llaman al mundo «las diez mil cosas», o —y eso depende del gusto y el capricho del traductor— «los diez mil seres».

Supongo que podemos aceptar el muy prudente cálculo de diez mil. Seguro que existen más de diez mil hormigas, diez mil hombres, diez mil esperanzas, temores o pesadillas en el mundo. Pero si aceptamos el número de diez mil, y si pensamos que todas las metáforas son la unión de dos cosas distintas, entonces, en caso de que tuviéramos tiempo, podríamos elaborar una casi increíble suma de metáforas posibles. He olvidado el álgebra que aprendí, pero creo que la cantidad sería 10.000 multiplicado por 9.999, multiplicado por 9.998, etcétera. Evidentemente, la cantidad de posibles combinaciones no es infinita, pero asombra a la imaginación. Así que podríamos pensar: ¿por qué los poetas de todo el mundo y todos los tiempos habrían de recurrir a la misma colección de metáforas, cuando existen tantas combinaciones posibles?

El poeta argentino Lugones, allá por el año 1909, escribió que creía que los poetas usaban siempre las mismas metáforas, y que iba a acometer el descubrimiento de nuevas metáforas de la luna. Y, de hecho, inventó varios centenares. También dijo, en el prólogo de un libro llamado Lunario sentimental, que toda palabra es una metáfora muerta. Esta afirmación es, desde luego, una metáfora. Pero creo que todos percibimos la diferencia entre metáforas vivas y muertas. Si tomamos un buen diccionario etimológico (pienso en el de mi viejo y desconocido amigo el doctor Skeat) y buscamos una palabra, estoy seguro de que en algún sitio encontraremos una metáfora escondida.

Por ejemplo —y pueden verlo en los primeros versos del Beowulf— la palabra «preat» significaba 'multitud airada', pero ahora la palabra («thread», 'amenaza' ) se refiere al efecto y no a la causa. Y tenemos la palabra «king», 'rey'. «King» era en sus orígenes «cyning», que significaba 'un hombre que representa y defiende a los suyos, a la familia («kin»), al pueblo'. Así, etimológicamente, «king», «kinsman» ('pariente') y «gentleman» son la misma palabra. Pero si digo «El rey se sentó a contar su dinero», no pensamos que la palabra «king» sea una metáfora. De hecho, si optamos por el pensamiento abstracto, tenemos que olvidar que las palabras fueron metáforas. Tenemos que olvidar, por ejemplo, que en la palabra «considerar» hay una sombra de astrología: «considerar» significaba originariamente 'estar en relación con las estrellas', 'hacer un horóscopo'.

Yo diría que lo importante a propósito de la metáfora es el hecho de que el lector o el oyente la perciban como metáfora. Limitaré esta charla a las metáforas que el lector percibe como metáforas. No a palabras como «king» o «threat» (y podríamos continuar, quizá hasta el infinito).

En primer lugar, me gustaría ocuparme de ciertas metáforas modelo, de ciertas metáforas patrón. Uso la palabra «modelo» porque las metáforas que voy a citar, aunque parezcan muy distintas a la imaginación, para un lógico serían casi idénticas. Así que podríamos hablar de ellas como ecuaciones. Tomemos la primera que me viene a la mente: la comparación modelo, la clásica comparación entre ojos y estrellas, o, a la inversa, entre estrellas y ojos. El primer ejemplo que recuerdo procede de la Antología griega, y creo que se atribuye a Platón. Los versos (no sé griego) son más o menos como sigue: «Desearía ser la noche para mirar tu sueño con mil ojos». Aquí, evidentemente, percibimos la ternura del amante; sentimos que su deseo es capaz de ver al amante desde muchos puntos a la vez. Sentimos la ternura detrás de esos versos.

Veamos ahora otro ejemplo menos ilustre: «Las estrellas miran hacia abajo». Si tomamos en serio el pensamiento lógico, encontramos aquí la misma metáfora. Pero el efecto en nuestra imaginación es muy distinto. «Las estrellas miran hacia abajo» no nos sugiere ternura; más bien nos hace pensar en generaciones y generaciones de hombres que se fatigan sin fin mientras las estrellas miran hacia abajo con una especie de sublime indiferencia.

Tomemos un ejemplo distinto, una de las estrofas que más me han impresionado. Los versos proceden de un poema de Chesterton llamado «A Second Childhood» («Segunda niñez»):

But I shall not grow too old to see enormous nigth arise,
A cloud that is larger than the world
And a monster made of eyes.

(Pero no envejeceré hasta ver surgir la enorme noche,
nube que es más grande que el mundo,
monstruo hecho de ojos.)

No un monstruo lleno de ojos (conocemos esos monstruos desde el Apocalipsis de San Juan), sino —y esto es mucho más terrible— un monstruo hecho de ojos, como si esos ojos fueran su tejido orgánico.

Hemos examinado tres imágenes que pueden remitir al mismo modelo. Pero el aspecto que me gustaría destacar —y éste es realmente uno de los dos puntos importantes de mi charla— es que, aunque el modelo sea esencialmente el mismo, en el primer caso, el ejemplo griego «Desearía ser la noche», el poeta nos hace sentir su ternura, su ansiedad; en el segundo, sentimos una especie de divina indiferencia hacia las cosas humanas; y, en el tercero, la noche familiar se convierte en pesadilla.

Tomemos ahora un modelo diferente: la idea del tiempo que fluye, que fluye como un río. El primer ejemplo procede de un poema que Tennyson escribió cuando tenía, me parece, trece o catorce años. Lo destruyó; pero, felizmente para nosotros, sobrevive un verso. Creo que pueden ustedes encontrarlo en la biografía de Tennyson que escribió Andrew Lang. El verso es: «Time flowing in the middle of night» («El fluir del tiempo en medio de la noche»). Creo que Tennyson ha elegido su tiempo muy sabiamente. De noche todas las cosas son silenciosas, los hombres duermen, pero el tiempo sigue fluyendo sin ruido. Éste es uno de los ejemplos.

Existe también una novela (estoy seguro de que habrán pensado en ella) llamada simplemente Of Time and the River. El mero hecho de unir las dos palabras sugiere la metáfora: el tiempo y el río, los dos fluyen. Y existe la famosa sentencia del filósofo griego: «Nadie baja dos veces al mismo río». Aquí encontramos un atisbo de terror, porque primero pensamos en el fluir del río, en las gotas de agua como ser diferente, y luego caemos en la cuenta de que nosotros somos el río, que somos tan fugitivos como el río.

También tenemos los versos de Manrique:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir.

Esta afirmación no impresiona demasiado en inglés. Ojalá recordara cómo la tradujo Longfellow en sus «Coplas de Manrique». Aunque, evidentemente (y volveré sobre esta cuestión en otra conferencia), detrás de la metáfora patrón encontramos la grave música de las palabras:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir:
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir...

La metáfora, sin embargo, es exactamente la misma en todos los casos.

Y ahora pasaremos a algo muy trillado, algo que quizá les haga sonreír: la comparación entre mujeres y flores, y también entre flores y mujeres. Aquí, evidentemente, los ejemplos son abundantísimos. Pero hay uno que me gustaría recordar (puede que no les resulte familiar) de esa obra maestra inacabada, Weir of Hermiston, de Robert Louis Stevenson. Cuenta Stevenson cómo su héroe va a la iglesia, en Escocia, donde ve a una chica: una chica preciosa, según se nos hace saber. Y sabemos que el héroe está a punto de enamorarse de ella. Porque la mira, y entonces se pregunta si existe un alma inmortal dentro de esa figura bellísima, o si sólo es un animal del color de las flores. Y la brutalidad de la palabra «animal» queda destruida, sin duda, por «el color de las flores». No creo que necesitemos más ejemplos de este modelo, que se encuentra en todas las épocas, en todas las lenguas, en todas las literaturas.

Pasemos ahora a otro de los modelos esenciales de metáfora: el de la vida como sueño, esa sensación de que nuestra vida es un sueño. El ejemplo evidente que se nos ocurre es «We are such stuff as dreams are made on» («Estamos hechos de la misma materia que los sueños»). Ahora bien, aunque quizá suene a blasfemia —amo demasiado a Shakespeare para que eso me preocupe—, creo que aquí, si lo examinamos (y no creo que debamos examinarlo muy de cerca; antes bien, debemos agradecerle a Shakespeare éste y sus otros muchos dones), hay una levísima contradicción entre el hecho de que nuestras vidas sean como un sueño o posean la esencia de un sueño, y la afirmación, un poco tajante, «Estamos hechos de la misma materia que los sueños». Porque, si somos reales en un sueño, o si sólo somos soñadores de sueños, entonces me pregunto si podemos hacer semejantes afirmaciones categóricas. La frase de Shakespeare pertenece más a la filosofía o a la metafísica que a la poesía, aunque, desde luego, el contexto la realza y eleva a poesía.

Otro ejemplo del mismo modelo procede de un gran poeta alemán; un poeta menor al lado de Shakespeare (pero supongo que todos los poetas son menores a su lado, excepto dos o tres). Se trata de una famosa pieza de Walter von der Vogelweide. Supongo que se dice así (me pregunto qué tal es mi alemán medieval; tendrán ustedes que perdonarme): «Ist mir min leben getroumet, oder ist es war?» («¿He soñado mi vida, o fue un sueño?»). Creo que esto se acerca más a lo que el poeta intenta decir, pues en lugar de una afirmación categórica encontramos una pregunta. El poeta está perplejo. Nos ha sucedido a todos nosotros, pero no lo hemos expresado como Walter von der Vogelweide. El poeta se pregunta a sí mismo: «Ist mir min leben getroumet, oder ist es war?», y su duda nos trae, creo, esa esencia de la vida como sueño.

No recuerdo si en la conferencia anterior (porque es una frase que cito muchas veces, siempre, y la llevo citando toda la vida) les cité al filósofo chino Chuang Tzu. Soñó que era una mariposa y, al despertar, no sabía si era un hombre que había soñado ser una mariposa, o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. Creo que esta metáfora es la más delicada. Primero, porque empieza con un sueño, y, luego, cuando Chuang Tzu despierta, su vida sigue teniendo algo de sueño. Y, segundo, porque, con una especie de casi milagrosa felicidad, el filósofo ha elegido el animal adecuado. Si hubiera dicho «Chuang Tzu soñó que era un tigre» sería insustancial. Una mariposa tiene algo de delicado y evanescente. Si fuéramos sueños, para sugerirlo fielmente necesitaríamos una mariposa y no un tigre. Si Chuang Tzu hubiera soñado que era un mecanógrafo, no hubiera acertado en absoluto. O una ballena: tampoco sería un acierto. Creo que eligió exactamente la palabra precisa para lo que se proponía decir.

Examinemos otro modelo: ese tan corriente que reúne las ideas del dormir y el morir. Es muy común incluso en la lengua cotidiana; pero, si buscamos ejemplos, advertiremos que los hay muy diferentes. Creo que en algún sitio Homero habla del «sueño de hierro de la muerte». Nos propone, así, dos ideas opuestas: la muerte es una especie de sueño, pero esa especie de sueño está hecha de un metal duro, inexorable y cruel, el hierro. Es un dormir perpetuo e inquebrantable. Y, por supuesto, también tenemos a Heine: «Der Tod dass ist die frühe Nacht» («La muerte es la noche madrugadora»). Y, ya que estamos en el norte de Boston, creo que debemos recordar aquellos quizá conocidísimos versos de Robert Frost:

The woods are lovety, dark, and deep,
But I have promises to keep,
And miles to go before I sleep,
And miles to go before I sleep.

(Los bosques son hermosos, oscuros y profundos,
pero tengo promesas que cumplir
y millas por hacer antes de dormir,
y millas por hacer antes de dormir.)

Estos versos son tan perfectos que nos resulta difícil pensar en que haya truco. Pero, desgraciadamente, toda literatura está hecha de trucos y—esos trucos, a la larga, salen a la luz. Y entonces fatigan al lector. Pero en este caso el truco es tan discreto que casi me avergüenza llamarlo truco (lo llamo así únicamente a falta de una palabra mejor). Porque Frost ha intentado aquí algo muy atrevido. Encontramos el mismo verso repetido palabra por palabra, dos veces, pero el sentido es diferente. «And miles to go before I sleep»: se trata de algo meramente físico; las millas son millas en el espacio, en Nueva Inglaterra, y «sleep» significa 'ir a dormir'. La segunda vez —«And miles to go before I sleep»— se nos hace entender que las millas no sólo se refieren al espacio, sino también al tiempo, y que «dormir» significa 'morir' o 'descansar'. Si el poeta hubiera dicho lo mismo con más palabras, habría sido mucho menos efectivo. Porque, a mi entender, lo sugerido es mucho más efectivo que lo explícito. Quizá la mente humana tenga tendencia a negar las afirmaciones. Recuerden que Emerson decía que los razonamientos no convencen a nadie. No convencen a nadie porque son presentados como razonamientos. Entonces los consideramos, los sopesamos, les damos la vuelta y decidimos en su contra.

Pero cuando algo sólo es dicho o —mejor todavía—sugerido, nuestra imaginación lo acoge con una especie de hospitalidad. Estamos dispuestos a aceptarlo. Recuerdo haber leído, hace una treintena de años, las obras de Martin Buber, que me parecían poemas maravillosos. Luego, cuando fui a Buenos Aires, leí un libro de un amigo mío, Dujovne, y descubrí en sus páginas, para mi asombro, que Martin Buber era un filósofo y que toda su filosofía estaba contenida en los libros que yo había leído como poesía. Puede que yo aceptara aquellos libros porque los acogí como poesía, como sugerencia o insinuación, a través de la música de la poesía, y no como razonamientos. Creo que en Walt Whitman, en alguna parte, podemos encontrar la misma idea: la idea de que la razón es poco convincente. Creo que Whitman dice en alguna parte que el aire de la noche, las inmensas y escasas estrellas, son mucho más convincentes que los meros razonamientos.

Podemos considerar otros modelos de metáfora. Tomemos ahora el ejemplo (éste no es tan común como los otros) de la batalla y el fuego. En la litada encontramos la imagen de la batalla que resplandece como un incendio. Tenemos la misma idea en el fragmento heroico de Finnesburg. En ese fragmento se nos habla del combate entre daneses y frisios, del fulgor de las armas, los escudos y las espadas. Yentonces el escritor dice que parece como si todo Finnesburg, como si todo el castillo de Finn, estuviera en llamas.

Me figuro que me habré olvidado de modelos de metáforas muy comunes. Hasta ahora nos hemos ocupado de ojos y estrellas, mujeres y flores, ríos y tiempo, vida y sueño, la muerte y el dormir, batallas e incendios. Si tuviéramos el tiempo y el saber necesarios, podríamos encontrar otros cuantos modelos que quizá nos brindarían casi todas las metáforas de la literatura.

Lo verdaderamente importante no es que exista un número muy reducido de modelos, sino el hecho de que esos pocos modelos admitan casi un número infinito de variaciones. El lector interesado por la poesía y no por la teoría de la poesía podría leer, por ejemplo, «Desearía ser la noche», y luego «Un monstruo hecho de ojos» o «Las estrellas miran hacia abajo», sin dejar de pensar que estos versos remiten a un único modelo. Si yo fuera un pensador atrevido (pero no lo soy; soy un pensador muy tímido, y voy avanzando a tientas), diría que sólo existe una docena de metáforas y que todas las otras metáforas sólo son juegos arbitrarios. Esto equivaldría a la afirmación de que entre las «diez mil cosas» de la definición china sólo podemos encontrar doce afinidades esenciales. Porque, por supuesto, podemos encontrar otras afinidades que son meramente asombrosas, y el asombro apenas dura un instante.

Recuerdo que he olvidado un excelente ejemplo de la ecuación sueño igual a vida. Pero creo rememorarlo ahora: pertenece al poeta americano Cummings. Son cuatro versos. Debo disculparme por el primero. Evidentemente fue escrito por un joven que escribía parajóvenes, un privilegio del que ya no puedo participar: soy ya demasiado viejo para ese tipo de juegos. Pero debemos citar la estrofa completa. El primer verso es: «God's terrible face, brighter than a spoon» («la terrible cara de Dios, más brillante que una cuchara»). El primer verso casi me parece lamentable, porque, evidentemente, uno intuye que el poeta pensó primero en una espada, o en la luz de una vela, o en el sol, o en un escudo, o en algo tradicionalmente radiante, y entonces dijo: «No, que soy moderno, así que meteré una cuchara». Y tuvo su cuchara. Pero podemos perdonárselo por lo que viene a continuación: «God's terrible face, brighter than a spoon, / collects the image of one fatal word» («La terrible cara de Dios, más brillante que una cuchara, / acoge la imagen de una palabra fatal»). Este segundo verso es mejor, creo. Y, como me dijo mi amigo Murchison, en una cuchara a menudo encontramos recogidas muchas imágenes. Yo nunca había pensado en ello, porque había quedado desconcertado por la cuchara y no había querido darle demasiadas vueltas.

God's terrible face, brighter than a spoon,
collects the image of one fatal word,
so that my life (which liked the sun and the moon)
resembles something that has not occurred.

(La terrible cara de Dios, más brillante que una cuchara,
acoge la imagen de una palabra fatal,
y así mi vida —que gustaba del sol y la luna—
se parece a algo que no ha sucedido.)

«Se parece a algo que no ha sucedido»: este verso entraña una rara sencillez. Creo que nos transmite la esencia de la vida como sueño mejor que aquellos poetas más famosos, Shakespeare y Walter von der Vogelweide.

Sólo he elegido, evidentemente, unos pocos ejemplos. Estoy seguro de que su memoria está llena de metáforas que ustedes han ido atesorando, metáforas que quizá esperen oír citadas por mí. Sé que después de esta conferencia sentiré cómo me invade el remordimiento, al pensar en las muchas y hermosas metáforas que he omitido. Y, naturalmente, ustedes me dirán en un aparte: «Pero ¿cómo ha olvidado aquella maravillosa metáfora de Fulano?». Y entonces tendré que disculparme y seguir buscando a tientas.

Pero, ahora, creo que deberíamos proseguir con metáforas que parecen eludir los viejos modelos. Y, ya que he hablado de la luna, tomaré una metáfora persa que leí en alguna parte de la historia de la literatura persa de Brown. Señalemos que procede de Farid al-Din Attar o de Ornar Hayyam, o de Hafiz, o de alguno de los grandes poetas persas. Habla de la luna llamándola «el espejo del tiempo». Me figuro que, desde el punto de vista de la astronomía, la idea de que la luna sea un espejo sería apropiada, pero esto es más bien irrelevante desde un punto de vista poético. Si la luna es o no es realmente un espejo carece de la menor importancia, puesto que la poesía habla a la imaginación. Contemplemos la luna como espejo del tiempo. Creo que es una metáfora excelente: en primer lugar, porque la idea de espejo nos transmite la luminosidad y fragilidad de la luna, y, en segundo lugar, porque la idea de tiempo nos recuerda de repente que la luna clarísima que vemos es muy antigua, está llena de poesía y mitología, y es tan vieja como el tiempo.

Puesto que he usado la frase «tan vieja como el tiempo», debo citar otro verso, uno que quizá bulla en la memoria de ustedes. No puedo recordar el nombre de su autor. Lo encontré citado en un libro no demasiado memorable de Kipling titulado From Sea to Sea: «A rose-red city, half as oíd as time» («Una ciudad de color rosa, casi tan vieja como el tiempo»). Si el poeta hubiera escrito «Una ciudad de color rosa, tan vieja como el tiempo», no hubiera escrito nada definitivo. Pero «casi tan vieja como el tiempo» nos transmite una especie de precisión mágica: el mismo tipo de mágica precisión que logra la extraña y común frase inglesa «I will love you forever and a day» («Te querré siempre y un día»). «Forever» significa 'un tiempo larguísimo' pero es demasiado abstracto para despertar la imaginación.

Encontramos el mismo tipo de truco (pido perdón por el uso de esta palabra) en el título de ese libro famoso, Las mil y una noches. Pues «las mil noches» significa para la imaginación ias muchas noches', tal como en el siglo xvn se usaba «cuarenta» para significar 'muchos'. «When forty winters shall besiege thy brow» («Cuando muchos inviernos pongan sitio a tu frente»), escribe Shakespeare; y pienso en la habitual expresión inglesa «forty winks» (literalmente, «cuarenta parpadeos») para la siesta («to have forty winks»: 'echar una siesta, descabezar un sueño'). «Cuarenta» significa 'muchos'. Y ahí tienen «las mil y una noches»; como esa «ciudad de color rosa» y la asombrosa precisión de «casi tan vieja como el tiempo», que, evidentemente, hace que el tiempo parezca incluso más largo.

Para considerar diferentes metáforas, volveré ahora —inevitablemente, dirán ustedes— a los anglosajones, mis favoritos. Recuerdo aquella kenning verdaderamente común que llamaba al mar «el camino de la ballena». Me pregunto si el sajón desconocido que acuñó por primera vez esa kenning sabía lo hermosa que era. Me pregunto si se daba cuenta (aunque esto apenas tiene por qué importarnos) de que la inmensidad de la ballena sugería y enfatizaba la inmensidad del mar.

Hay otra metáfora, escandinava, sobre la sangre. La kenning usual para la sangre es «el agua de la serpiente». En esta metáfora tenemos la noción —que también encontramos en los sajones— de la espada como ser esencialmente maligno, un ser que bebe la sangre de los hombres como si fuera agua.

Y tenemos las metáforas de la batalla. Algunas de ellas son bastante triviales; por ejemplo, «encuentro de hombres». Quizá, aquí, exista algo sutilísimo: la idea de los hombres que se encuentran para matarse unos a otros (como si no fuera posible otro tipo de «encuentros»). Pero también tenemos «encuentro de espadas», «baile de espadas», «fragor de armaduras», «fragor de escudos». Todas están en la Oda de Brunanburh. Y hay otra preciosa: «porn aeneoht», «encuentro de ira». Aquí la metáfora quizá nos impresione porque, cuando pensamos en un encuentro, pensamos en el compañerismo, en la amistad; y entonces surge el contraste, el encuentro «de ira».

Pero yo diría que estas metáforas no son nada comparadas con la hermosísima metáfora escandinava y —lo que parece bastante extraño— irlandesa para la batalla. Llama a la batalla «la red de hombres». La palabra «red» es verdaderamente maravillosa aquí, pues la idea de una red nos brinda el modelo de una batalla medieval: tenemos las espadas, los escudos, el chocar de las armas. Y también tenemos el matiz de pesadilla de una red entretejida por seres vivos. «Red de hombres»: una red de hombres que mueren y se matan unos a otros.

Me viene a la memoria de repente una metáfora de Góngora que es muy parecida a la «red de hombres». Góngora habla de un viajero que llega a una «bárbara aldea»; y entonces la aldea tiende una soga de perros a su alrededor:

y cual suele tejer bárbara aldea
soga de gozques contra forastero.

Así, de un modo muy extraño, encontramos la misma imagen: la idea de una soga o una red hecha de seres vivos. Pero incluso en estos casos que parecen sinónimos existe una diferencia notable. Una soga de perros es algo barroco y grotesco, mientras que «red de hombres» añade algo terrible, algo espantoso, a la metáfora.

Para terminar, consideraré una metáfora, o una comparación (después de todo, no soy profesor y la diferencia apenas me preocupa) del hoy olvidado Byron. Leí el poema cuando era un chico; me figuro que todos lo leímos a muy tierna edad. Pero hace dos o tres días descubrí de repente que se trataba de una metáfora muy compleja. Nunca había pensado que Byron fuera especialmente complejo. Todos ustedes conocen la frase: «She walks in beauty, like the night» («Camina en belleza, como la noche»). El verso es tan perfecto que no le damos ninguna importancia. Pensamos: «Bien, nosotros podríamos haberlo escrito, si hubiéramos querido». Pero sólo Byron quiso escribirlo.

Me ocupo ahora de la oculta y secreta complejidad del verso. Supongo que ustedes ya habrán descubierto lo que ahora voy a revelarles. (Pues es lo que siempre pasa con las sorpresas, ¿verdad? Nos pasa cuando leemos una novela policiaca.) «She walks in beauty, like the night»: tenemos, en principio, una hermosa mujer, y en seguida se nos dice que «camina en belleza». Esto nos sugiere, de algún modo, la lengua francesa: algo como «vous étes en beauté». Pero: «She walks in beauty, like the night». Tenemos, en primera instancia, una hermosa mujer, una hermosa señora, que se asemeja a la noche. Para entender el verso debemos pensar que también la noche es una mujer; si no, el verso no tiene sentido. Así, en estas palabras tan sencillas encontramos una doble metáfora: una mujer es comparada con la noche, pero la noche es comparada con una mujer. No sé, ni me importa, si Byron sabía esto. Creo que si lo hubiera sabido el verso difícilmente sería tan bueno. Puede que antes de morir lo descubriera, o alguien se lo señalara.

Así llegamos a las dos principales y obvias conclusiones de esta conferencia. La primera es, por supuesto, que aunque existan cientos y desde luego miles de metáforas por descubrir, todas podrían remitirse a unos pocos modelos elementales. Pero esto no tiene por qué inquietarnos, pues cada metáfora es diferente: cada vez que usamos el modelo, las variaciones son diferentes. Y la segunda conclusión es que existen metáforas —por ejemplo, «red de hombres» o «camino de la ballena»— que no podemos remitir a modelos definidos.

Creo, pues, que las perspectivas —incluso después de mi conferencia— son bastante favorables para la metáfora. Porque, si nos parece, podemos ensayar nuevas variaciones de las tendencias esenciales. Las variaciones podrían ser muy bellas y sólo algunos críticos como yo se molestarían en decir: «Bien, ahí volvemos a encontrar ojos y estrellas, y el tiempo y el río una y otra vez, siempre». Las metáforas estimularán la imaginación. Pero también podría sernos concedida —y por qué no esperarlo— la invención de metáforas que no pertenecen, o que no pertenecen todavía, a modelos aceptados.



Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas