jueves, 14 de mayo de 2015

Charles Baudelaire. Paraísos artificiales.



Charles Baudelaire

 Paraísos artificiales


El poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867) fue el primero en aplicar la expresión «Paraísos artificiales» —la tomó de una tienda de flores artificiales de París— a la vivencia del mundo creado por el opio y otras sustancias alucinógenas. Partiendo de «Las confesiones de un comedor de opio inglés», de Thomas de Quincey, al que en parte traduce, Baudelaire hace una especie de tratado semifilosófico y semicientífico sobre la naturaleza, el uso y los efectos del hachís, que entonces procedía de Oriente y ofrecía ese aliciente romántico de exotismo y ebriedad. Sin arredrarse ante las conclusiones, multiplicando los puntos de vista, Baudelaire examina sistemáticamente todos los aspectos del consumo del hachís, desde el lado fisiológico y psíquico hasta el lado moral; y aunque aporta una total desenvoltura, como moralista sensible al prestigio del mal y del malditismo, discierne los distintos pasos de esa ebriedad que desemboca en un futuro lleno de amarga desilusión: una necesidad de remordimiento y de alegría, de deseo y de abandono, de denuncia y de pureza. Además de la lucidez del análisis, de su rigor, de la limpidez del estilo, «Los paraísos artificiales» ofrece una muestra de calidad de una inteligencia rara que interpreta las experiencias más diversas con un tacto ejemplar.
Luis Echávarri

Fragmento.

Un opiómano


I. Precauciones oratorias
«¡Oh justo, sutil y poderoso opio! ¡Tú, que en el pecho del pobre lo mismo que en el del rico, para las heridas que jamás cicatrizan y para las angustias que hacen rebelarse al espíritu, viertes un bálsamo calmante; tú, opio elocuente, que con tu retórica potente desarmas las decisiones de la ira y durante una noche devuelves al culpable las esperanzas de la adolescencia y sus antiguas manos no manchadas con sangre; que al hombre vanidoso le otorgas un pasajero olvido
de las culpas no reparadas y los insultos no vengados;

que citas a los falsos testigos ante el tribunal de los sueños, para el triunfo de la inocencia inmolada; que dejas confundido al perjuro; que anulas las sentencias de los jueces inicuos! Tú edificas en el seno de las tinieblas, con los imaginarios materiales del cerebro, con un arte más profundo que Fidias y Praxiteles, templos y ciudades que, en esplendor, superan a Babilonia y Hecatómpilos y del caos de un sueño poblado de visiones haces que a la luz del sol surjan los rostros de las bellezas desde hace largo tiempo enterradas y las fisonomías familiares y bendecidas exentas de los ultrajes de la tumba. Sólo tú das al hombre esos tesoros y posees las llaves del paraíso, ¡oh justo, sutil y poderoso opio!».
Pero antes de que el autor haya encontrado la audacia necesaria para lanzar, en honor de su amado opio, ese grito violento como el agradecimiento del amor, ¡cuántas artimañas, cuántas precauciones oratorias! Ante todo, es el alegato eterno que quienes deben hacer confesiones comprometedoras, casi decididos no obstante, a complacerse con ellas:
«Gracias a la aplicación que he puesto en ellas, confío en que estas memorias no serán simplemente interesantes, sino también, en grado considerable, útiles e instructivas. Con esa esperanza las he escrito, y ésa será mi excusa por haber violado esa deliciosa y honorable reserva que, a la mayoría de nosotros, impide una exhibición pública de nuestros propios errores y flaquezas. Nada, en verdad, más adecuado para irritar la sensatez inglesa que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestra atención sus cicatrices y sus llagas morales y que arranca la púdica vestimenta con que el tiempo, o la indulgencia con la humana fragilidad ha consentido en revestirlas».
En efecto, añade el autor, el crimen y la miseria se alejan generalmente a la mirada pública, e inclusive en los cementerios, se apartan de las personas corrientes, como si renunciasen humildemente a todos los derechos de compañerismo con la familia humana. Pero en el caso del opiómano no hay delito, sino sólo debilidad, y una debilidad que se excusa muy fácilmente, como una biografía preliminar va a demostrarlo. Por otra parte, el beneficio que pueden obtener otros de las notas de una experiencia comprada a tan alto precio, puede compensar ampliamente la violencia de que el pudor moral es objeto y crear una excepción legítima.
En este prólogo dirigido al lector encontramos algunas informaciones sobre la multitud misteriosa de los opiómanos, esa nación contemplativa, perdida en el seno de la nación activa. Son numerosos, y más de lo que se cree. Son profesores, filósofos, un lord situado en el cargo más alto, un subsecretario de Estado; si casos tan numerosos pertenecientes a la clase social más elevada, han llegado sin haber sido buscados, a conocimiento de un solo individuo ¡qué espantosa estadística se podría trazar de la población entera de Inglaterra! Tres farmacéuticos de Londres, de barrios sin embargo apartados, afirman (en 1821) que el número de los aficionados al opio es inmenso y que la dificultad de distinguir a las personas que han hecho de él una especie de dieta de las que quieren procurárselo con una intención culpable, es para ellos una fuente cotidiana de engorros. Pero el opio ha descendido a visitar los limbos de la sociedad y, en Manchester en la tarde del sábado, los mostradores de las droguerías están cubiertos de píldoras preparadas en previsión de las demandas de la noche. Para los obreros de las fábricas es el opio una voluptuosidad económica, pues la rebaja de los salarios puede hacer de la cerveza y las bebidas espirituosas una orgía costosa. Pero no creáis que cuando aumente el salario los obreros ingleses abandonarán el opio para volver a los groseros placeres del alcohol. La fascinación ha actuado, la voluntad está domada y el recuerdo del goce ejercerá su tiranía eterna.
Si naturalezas groseras y embrutecidas por un trabajo diario y sin encanto pueden hallar amplios consuelo en el opio, ¿cuál será, pues, su efecto en una mente aguda e ilustrada, en una imaginación ardiente y cultivada, sobre todo si prematuramente la ha labrado el dolor fertilizante; en un cerebro marcado por la ilusión fatal, touched with pensiveness para emplear la asombrosa expresión de mi autor? Tal es el tema del libro maravilloso que desenrollaré como un tapiz fantástico ante los ojos del lector. Resumiré mucho, sin duda. De Quincey es esencialmente digresivo; la expresión humourist se le puede aplicar más adecuadamente que a cualquier otro autor. En un lugar compara su pensamiento con un tirso, simple vara que debe todo su aspecto y su encanto al complicado follaje que la envuelve. Para que el lector nada pierda de los cuadros conmovedores que componen la esencia del volumen y, como es limitado el espacio de que dispongo, me veré, con gran pesar, obligado a suprimir numerosos episodios muy amenos y muchas disertaciones exquisitas que no se relacionan directamente con el opio, sino que tienen simplemente por objeto ilustrar el carácter del opiómano. Sin embargo, es el libro lo bastante vigoroso para hacerse entrever inclusive bajo una envoltura tan sucinta, hasta como un simple extracto.
La obra (Confessions of an English opiume-ater, being an extract from the life of a scholar) se divide en dos partes: una se titula Confesiones y la otra, que es su complemento, Suspiria de profundis. Cada una consta a su vez de varias subdivisiones, algunas de las cuales omitiré porque son como corolarios o apéndices. La división de la primera parte es muy sencilla y lógica, pues se deriva del tema mismo del libro: Confesiones preliminares, Voluptuosidad del opio y Torturas del opio. Las Confesiones preliminares, de las que trataré con alguna extensión, tienen un objetivo fácil de adivinar. El personaje debe ser conocido y hacerse amar y apreciar por el lector. El autor, quien se propone interesar fuertemente la atención con un tema al parecer tan monótono como la descripción de una embriaguez, desea vivamente mostrar hasta qué punto se le debe excusar; quiere crearse una simpatía con la que se beneficiará toda su obra. En fin, y es esto muy importante, el relato de ciertos episodios, tal vez en sí mismos vulgares, pero graves y serios en razón de la sensibilidad de quien los ha soportado se transforma, para decirlo así, en la clave de las visiones y sensaciones extraordinarias que asediarán más tarde a su cerebro. Más de un viejo, inclinado sobre una mesa de taberna, vuelve a verse a sí mismo en un ambiente ya desaparecido y su embriaguez no es otra cosa que su juventud desvanecida. Asimismo, los sucesos que relatan las Confesiones usurparán un papel importante en las visiones posteriores. Resucitarán como esos sueños que no son sino los recuerdos deformados o transfigurados de las obsesiones de un día laborioso.

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