miércoles, 9 de abril de 2014

William Seward Burroughs


(EEUU, 1914-1997)
William Seward Burroughs escritor estadounidense y artista experimental. Nació en Saint Louis (Missouri), y terminó sus estudios en la Universidad de Harvard en 1936. Durante un breve periodo estudió medicina en Viena y antropología de nuevo en Harvard. Burroughs desempeñó diversos oficios y pasó un tiempo en el Ejército antes de establecerse en Nueva York, en 1943. En 1944 conoció a Allen Ginsberg y Jack Kerouac, con quienes colaboró en la fundación del movimiento literario conocido como Beat generation. En esta misma ciudad conoció a Joan Vollmer Adams, con quien contrajo matrimonio civil. Las amistades de Burroughs, su adicción a las drogas y la muerte accidental de su mujer en 1951 configuraron sus primeros escritos literarios. En 1949 abandonó su país y llevó una vida de artista exiliado en México, Tánger, París y Londres. Regresó a Nueva York en 1974 y en 1981 se estableció en Lawrence (Kansas). La experimentación literaria está presente en todas las novelas de Burroughs, donde la fuerza visionaria se combina con la sátira social y el uso del montaje, el collage y la improvisación. Fue el inventor de la rutina (una fantasía satírica improvisada), el corte (una técnica de collage aplicada a la prosa que consiste en cortar y mezclar el texto) y las mitologías pop (creadas a partir de la cultura popular). Entre sus novelas destacan Yonqui (1953), El almuerzo desnudo (1959), El aparato blando (1961), El billete que explotó (1962), Nova Express (1964), Los chicos salvajes (1971), Exterminador (1973), Port of Saints (1975), Ciudades de la noche roja (1981), El lugar de los caminos muertos (1984), Queer (1985) y Tierras del occidente (1987). El almuerzo desnudo, basada en sus experiencias con las drogas, está considerada una obra clave. El explícito lenguaje sexual de la novela, así como la evocación de imágenes grotescas, provocaron la prohibición del libro en Boston (Massachussetts). Esta prohibición se levantó tras un juicio que tuvo lugar en 1965 y 1966 y que supuso el fin de la censura en Estados Unidos. Burroughs escribió también prosa experimental, relatos, novelas cortas y ensayos. Colaboró con otros escritores y artistas en proyectos literarios, cinematográficos, musicales y multimedia. En la década de 1980 se dedicó a la pintura y realizó diversas exposiciones. En 1995 publicó un libro de memorias titulado Mi educación: un libro de sueños.
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 “Yonqui” 1949, publicada en EEUU en 1953, gracias a las incansables gestiones y correcciones de Allen Ginsberg. No olvidemos que este fue un libro muy incómodo para el mundo editorial estadounidense de principios de los cincuenta, tanto por su temática como por su estilo. Por esta razón sale en un formato “pulp” y firmado con el pseudónimo William Lee , dentro de la editorial Ace Books de Carl Solomon , quien obliga a BURROUGHS a escribir una nota introductoria con tono moralista para cubrirse las espaldas ante la moral bienpensante de la época.
La novela retrata la cotidianidad del adicto y la lucha constante contra las resistencias de los médicos y farmacéuticos a dispensar narcóticos (algo impensable tan sólo veinte años antes, cuando estos mismos profesionales eran el principal grupo social de adictos y/o difusores de la adicción yatrogénica). Diversos historiadores de las sustancias psicoactivas ( Antonio Escohotado , Richard Rudgley, Sadie Plant ...) han destacado la influencia determinante de esta novela de Burroughs en la aparición del concepto de yonqui como estereotipo sociológico, muy diferenciado del adicto a opiáceos de siglos anteriores (tanto del morfinómano sanitario como del fumador de opio), cuyo ocaso queda reflejado en la novela autobiográfica “Diary of a drug fiend” (1922) de Aleister Crowley .

(Fragmento)YONQUI.

UNO

Mi primera experiencia con droga fue durante la guerra, en 1944 o 1945. Había conocido a un hombre llamado Norton que por entonces traba-jaba en unos astilleros. Norton, cuyo verdadero nombre era Morelli o algo así, había sido expul-sado del Ejército antes del comienzo de la guerra por falsificar cheques, y fue clasificado 4-F debido a su mal carácter. Se parecía a George Raft, aun-que era más alto. Norton estaba intentando me-jorar su inglés y adquirir unos modales afables, educados. Sin embargo, en él la afabilidad no re-sultaba natural. En calma, su expresión era hosca y sombría, y se daba uno cuenta de que siempre tenía ese aspecto sórdido en cuanto le dabas la espalda.

Norton era un ladrón empedernido, y no se sentía bien si no robaba algo todos los días en los astilleros donde trabajaba. Alguna herramien-ta, unas latas de conservas, un par de monos de mecánico, cualquier cosa. Un día me llamó y me dijo que había robado una metralleta Thompson. ¿Sabía de alguien que quisiera comprarla? Yo le dije:
—Es posible. Tráela.

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La escasez de viviendas estaba en pleno apo-geo. Yo pagaba quince dólares a la semana por un asqueroso apartamento que daba a la escalera y jamás veía la luz del sol. El empapelado estaba desgarrado porque el radiador dejaba salir el agua cuando había agua que pudiera salir de él. Tenía las ventanas forradas con papel de periódi-co para protegerme del frío. Todo estaba lleno de cucarachas y ocasionalmente mataba alguna chin-che.

Estaba sentado junto al radiador, un tanto mojado por el vapor, cuando oí llamar a Norton. Abrí la puerta y allí estaba en el oscuro vestíbulo con un enorme paquete envuelto en papel de es-traza bajo el brazo. Sonrió y dijo:
—Hola.
Yo dije:
—Entra, Norton, y quítate el abrigos
Desenvolvió la metralleta y nos acercamos a ella y apretó el gatillo.

Dije que encontraría alguien que la comprara.
Norton dijo:
—Mira, aquí tengo otra cosa que me he pu-lido.
Se trataba de una caja amarilla con cinco ampollas de medio grano de tartrato de morfina.
—Esto es sólo una muestra —dijo señalando la morfina—. Tengo otras quince cajas en casa y puedo conseguir muchas más si te deshaces de éstas.
—Veré lo que puedo hacer —le dije.

En aquella época yo nunca había tomado dro-gas y tampoco se me había ocurrido probarlas. Empecé a buscar alguien que quisiera comprar las dos cosas y fue entonces cuando entré en contacto con Roy y Hermán.

Yo conocía a un joven maleante de la zona norte de Nueva York que trabajaba de cocinero en Jarrow, «para disimular», como él decía. Le llamé y le dije que tenía algo que colocar y nos citamos en el bar Angle de la Octava Avenida, cer-ca de la calle 42.

Este bar era el lugar de reunión de los malean-tes de la calle 42, un grupo de fanfarrones y cri-minales en potencia. Siempre estaban buscando alguien que les invitara a una copa, alguien que planeara un asunto y les dijera exactamente lo que tenían que hacer. Como nadie que planeara algo serio se arriesgaba a contar con tipos tan evidentemente ineptos, cenizos y fracasados, ellos seguían buscando, fabricando mentiras dispara-tadas sobre golpes fabulosos y trabajando ocasio-nalmente de lavaplatos, camareros, pinches, ligan-do de vez en cuando a un borracho o a un marica tímido; buscando, siempre buscando quien les propusiera un buen asunto, alguien que les di-jera:
—Te he estado buscando. Eres la persona que necesito para este asunto. Escucha bien...

Jack —a través del cual conocí a Roy y Her-mán— no era una de estas ovejas perdidas en busca de un pastor con sortija de diamantes y pistola en la sobaquera y voz firme y segura que sugiere contactos, sobornos, planes que hacen que cualquier atraco suene a cosa fácil y de éxito se-guro. A Jack le iban bien las cosas de vez en cuan-do y se le podía ver con ropa nueva y hasta con coches nuevos. También era un mentiroso impeni-tente que parecía mentir más para sí mismo que para cualquier auditorio visible. Tenía buen aspecto, rostro saludable de campesino, aunque ha-bía algo extrañamente enfermizo en él. Era un tipo que sufría súbitas fluctuaciones de peso, co-mo un diabético o un enfermo del hígado. Estos cambios de peso solían ir acompañados de incon-trolables arrebatos de inquietud que le hacían desaparecer durante unos cuantos días.

Era algo realmente misterioso. Unas veces se le podía ver con aspecto de niño sano. Una semana o así después podía volverse delgado, macilento y envejecido, y era preciso mirarle atentamente un par de veces antes de reconocerle. Su cara estaba recorrida por un sufrimiento en el que sus ojos no participaban. Eran sólo sus células las que su-frían. El mismo —el ego consciente reflejado en la mirada tranquila y alerta de sus ojos de ma-leante— no tenía nada que ver con ese sufrimien-to de su otro yo, un sufrimiento del sistema nervioso, de carne y vísceras y células.

Se deslizó en el diván en que yo estaba y pi-dió un whisky. Se lo bebió de golpe, dejó el vaso y me miró con la cabeza ligeramente inclinada a un lado y dijo:
—¿Qué es lo que tienes?
—Una metralleta Thompson y unos treinta y cinco granos de morfina.
—La morfina puedo colocarla inmediatamente, pero la metralleta quizá me lleve algún tiempo.

Entraron dos policías de paisano, y se apoya-ron en la barra hablando con el barman. Jack hizo un gesto cor la cabeza en su dirección.
—La pasma. Vamos a dar un paseo.
Le seguí fuera del bar. Se deslizó a través de la puerta con disimulo.
—Voy a llevarte a ver a alguien que querrá la morfina —dijo—. Debes olvidar su dirección.

Bajamos al andén inferior del metro. La voz de Jack, dirigiéndose a su invisible auditorio, se-guía y seguía. Tenía la habilidad de lanzar su voz directamente a la conciencia del otro. Ningún rui-do exterior la apagaba.
—Sólo tienen que darme un treinta y ocho. Con acariciar el percutor basta. Soy capaz de tumbar a cualquiera a doscientos metros. Da igual lo que pienses. Mi hermano tiene dos ametrallado-ras del calibre 30 escondidas en Iowa.

Salimos del metro y empezamos a caminar por aceras cubiertas de nieve.
—El tío me debía dinero desde hacía tiempo. Sabía que lo tenía pero que no quería pagarme, así que le esperé a la salida del trabajo. Yo sólo tenía un puñado de monedas. Nadie puede acu-sarte de nada por llevar dinero de curso legal. Me dijo que estaba sin blanca. Le rompí la mandíbu-la y le quité el dinero que me debía. Dos de sus amigos estaban delante, pero se mantuvieron aparte. Les había amenazado con una navaja.

Subíamos las escaleras de una casa. Los esca-lones eran de metal negro muy gastado. Nos para-mos ante una pequeña puerta metálica, y Jack golpeó la puerta de un modo especial inclinando la cabeza hacia el suelo como un ladrón de cajas fuertes. La puerta fue abierta por un marica de media edad, alto, blando, con tatuajes en los bra-zos e incluso en las manos.
—Este es Joey —dijo Jack.
Y Joey dijo:
—Hola.
Jack se sacó del bolsillo un billete de cinco dólares y se lo dio a Joey.
—Tráenos un litro de Schenley, ¿quieres, Joey?
Joey se puso un abrigo y salió.

En muchos apartamentos la puerta da direc-tamente a la cocina. Eso pasaba en este aparta-mento y por tanto estábamos en la cocina.

Cuando Joey salió vi que había otro hombre allí que me estaba mirando. Ondas de hostilidad y desconfianza salían de sus grandes ojos casta-ños como una especie de emisión televisada. El efecto casi era como un impacto físico. El hombre era bajo y muy delgado; su cuello se perdía entre el jersey. Su tez iba del marrón al amarillo, y se había aplicado maquillaje en un vano intento de disimular una erupción de la piel. La boca se le estiraba por los lados con una mueca de aburrimiento petulante.

 —¿Quién es ése? —dijo. Su nombre, como supe más tarde, era Hermán.
—Es amigo mío. Tiene algo de morfina y quie-re deshacerse de ella.
Hermán encogió y estiró los brazos y dijo:
—Me parece que no tengo muchas ganas de molestarme.
—Bien —dijo Jack—, se la venderemos a otro. Vamos, Bill.

Nos fuimos a la habitación delantera. Había una radio pequeña, un Buda de porcelana con una vela encendida delante, algunos otros trastos. Un hombre estaba tumbado en una cama. Cuando entramos en la habitación se sentó y dijo hola y sonrió de modo agradable mostrando unos dien-tes amarillos. Su voz era del sur, con un ligero acento del este de Texas.

Jack dijo:
—Roy, éste es un amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere venderla.
El hombre se sentó más derecho y bajó las piernas de la cama. Su mandíbula pendía sin fuer-za, dando a la cara una expresión vacía. La piel de la cara era blanda y oscura. Los pómulos eran altos y parecía un oriental. Las orejas formaban ángulo con un cráneo asimétrico. Los ojos eran castaños y tenían un brillo especial, como si hu-biera un punto de luz tras ellos. La luz de la habitación centelleaba sobre los puntos de luz de sus ojos como un ópalo.

—¿Cuánta tienes? —me preguntó.
—Setenta y cinco ampollas de medio grano.
—El precio corriente es dos dólares el grano —dijo—, pero las ampollas valen un poco menos. La gente quiere tabletas. Las ampollas tienen mu-cha agua y hay que abrirlas y calentar el líquido. —Se calló y la cara se le puso blanca—. Puedo pagarte a uno cincuenta el grano —dijo final-mente.
—Supongo que estará bien —dije.
Me preguntó cómo podíamos estar en contacto y le di mi número de teléfono.

Joey volvió con el whisky y todos bebimos. Hermán señaló con la cabeza hacia la cocina y dijo a Jack:
—¿Puedo hablar contigo un momento?

Les oí discutir sobre algo. Después Jack vol-vió y Hermán siguió en la cocina. Todos bebimos unos tragos y Jack empezó a contarnos una his-toria.
—Mi socio limpiaba el cuarto. El tipo estaba dormido y yo le vigilaba pegado a él con un trozo de cañería de baño. La cañería tenía un grifo al final. De pronto, el tío se despierta y salta de la cama y echa a correr. Le hice una caricia con el grifo y siguió corriendo hasta la otra habitación, arrojando sangre por la cabeza a tres metros de distancia con cada latido del corazón. —Hizo un movimiento de bombeo con la mano—

Se le veían los sesos y la sangre que le caía de ellos. —Jack se echó a reír de modo incontrolable—. Mi chica estaba esperándome en el coche. Me llamaba, ¡ ja, ja, ja!, me llamaba, ¡ja, ja, ja!, asesino de san-gre fría. Se rió hasta que la cara se le puso morada.

Unas noches después de mi entrevista con Roy y Hermán, utilicé una de las ampollas, lo que constituyó mi primera experiencia con droga. Las ampollas que yo tenía eran de un tipo especial: parecían un tubo de pasta de dientes con una aguja al final. Pinchando con un alfiler a través de la aguja se abría el conducto y la ampolla que-daba lista para pinchar.

La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se ex-tiende una gran relajación que despega los múscu-los de los huesos y parece que uno flota sin lími-tes, como si estuviera tendido sobre agua salada caliente. Cuando esta relajación se extendió por mis tejidos, experimenté un fuerte sentimiento de miedo. Tenía la sensación de que una imagen ho-rrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, moviéndose en cuanto volvía la cabeza de modo que nunca podía verla. Sentí náuseas; me tumbé y cerré los ojos. Pasaron una serie de imágenes, como si estuviera viendo una película: un enorme bar con luces de neón que se hacía más y más grande hasta que calles y tráfico quedaron incluidos en él; una camarera traía una calavera en una bandeja; estrellas en el cielo claro. El impacto físico del miedo a la muerte; el corte de la respira-ción; la detención de la sangre.

Me adormilé y desperté con un principio de miedo. A la mañana siguiente vomité y me sentí mal hasta el mediodía.

Roy me llamó aquella noche.
—Con respecto a lo que estuvimos hablando la otra noche —me dijo—, puedo darte cuatro dó-lares por caja y llevarme cinco cajas ahora mis-mo. ¿Estás ocupado? Me acercaré hasta tu casa. Llegaremos a un acuerdo, ya verás.

Pocos minutos después llamaba a la puerta. Llevaba una chaqueta a cuadros y una camisa co-lor café. Miró a su alrededor y dijo:
—Si no te molesta, me pondré una.

Abrí la caja. Cogió una ampolla y se la inyectó en la pierna. Se bajó los pantalones y sacó veinte dólares del bolsillo. Puse cinco cajas sobre la mesa de la cocina.
—Creo que sacaré las ampollas de las cajas —dijo—. Ocupan demasiado.

Se metió las ampollas en los bolsillos de la chaqueta. Luego dijo:
—No creo que se rompan. Oye, te volveré a lla-mar mañana o así, cuando haya colocado éstas y tenga dinero para más. —Se puso el sombrero y dijo—: Hasta la vista.
Al día siguiente volvió. Se pinchó otra ampo-lla y sacó veinte dólares. Le di diez cajas y me quedé con dos.
—Estas son para mí —le dije.
Me miró sorprendido:
—¿También tú te picas?
—De vez en cuando.
—Es mal asunto —dijo moviendo la cabeza—. Es lo peor que puede sucederle a un hombre. Todos creemos al principio que podremos contro-larlo. Luego ya dejamos de querer controlarlo —sonrió—. Te compraré todo lo que consigas a este precio.

Al día siguiente volvió. Preguntó si no había cambiado de idea y quería venderle las dos cajas. Le dije que no. Me compró dos ampollas a dólar cada una, y se las pinchó. Luego se marchó diciéndome que estaría de viaje un par de meses.

Título original:  YONQUI
Traducción: Martín Lendínez
1ª. edición: septiembre, 1980
 La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Traducción: © Editorial Bruguera, S. A. 1980
Diseño cubierta: Soulé-Spagnuolo
Printed  in  Spain
ISBN 84-02-07420-0 / Depósito legal:  B. 24.774 - 1980
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Carretera Nacional 152, km 21,650. Parets ael Valles (Barcelona) - 1980

martes, 8 de abril de 2014

Maurice Maeterlinck




Maurice Maeterlinck
(Gante, 1862- Orlamonde, 1949) Escritor belga de expresión francesa, que perteneció al movimiento simbolista. Miembro de una vieja familia flamenca, se educó en un colegio de jesuitas. La naturaleza y la poesía ocuparon un lugar importante en su adolescencia y más tarde lo llevaron a renunciar a la profesión de abogado para consagrarse a la literatura.

Maurice Maeterlinck
Vinculado a los jóvenes poetas belgas, especialmente a Grégoire Le Roy, en París conoció a A. Villiers de lIsle-Adam, y participó en el movimiento simbolista. Ingresó en el mundo de las letras con Serres chaudes (1889), y en el transcurso del mismo año publicó un drama, La Princesa Maleine, muy elogiado por O. Mirbeau.
Sus piezas teatrales siguientes, Los ciegos (1890), Les Sept Princesses (1891), pero sobre todo La intrusa (1890) y Pelleas y Melisande (1892), lo convirtieron en el mayor representante del simbolismo en la escena. Continuó escribiendo dramas, entre ellos Interior (1894), Ariadna y Barba Azul (1902), y publicó poemas líricos como Douze chansons (1896).
Durante este período, estudió a Jan van Ruysbroeck, F. Novalis y Ralph Waldo Emerson, lo que propició en él una inclinación al pesimismo y a la aceptación del dolor, de lo que se consoló con la contemplación de la naturaleza. De allí los libros sobre el destino humano que escribió a partir de 1896: Le Trésor des humbles (1896), La Sagesse et la Destinée (1898), así como sobre la organización de los animales: La vida de las abejas (1901). En su teatro se reflejaron tendencias análogas, sobre todo en Sor Beatriz (1900), Monna Vanna (1902) y, más abiertamente, en El pájaro azul (1908).
En 1896 dejó Bélgica y se instaló en París, donde vivió durante veinte años con Georgette Leblanc, admirable intérprete de sus obras. En 1911 obtuvo el premio Nobel por el conjunto de su obra. Apasionado de la metafísica y el ocultismo, retomó en El gran secreto (1921) las tesis ya bosquejadas en La Mort (1913), en donde abordaba la existencia desde un punto de vista contrario a la dogmática católica.
En 1937 ingresó en la Academia de ciencias morales y políticas como miembro extranjero. Durante la Segunda Guerra Mundial se refugió en Estados Unidos, donde continuó escribiendo y publicando. Otras de sus obras, tras el éxito mundial de su investigación sobre las abejas, fueron La vida de los termes, comejenes u hormigas blancas (1926) y La vida de las hormigas (1930).
 http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/maeterlinck.htm

LA MUERTE ENSAYO:
(Fragmento).
He ahí dónde nos hallamos. En nuestra vida y en nuestro universo no hay más que un hecho importante: nuestra muerte. En ella se reúne y conspira contra nuestra felicidad todo aquello que escapa a nuestra vigilancia. Cuanto más nuestros pensamientos pugnan por apartarse de ella, más se acercan a ella. Cuanto más la tememos, más se hace temer, pues sólo se alimenta con nuestros temores. El que desea olvidarla no hace más que pensar en ella y el que la huye, la encuentra a cada paso. Con su sombra lo ensombrece todo. Pero si pensamos en ella sin cesar, lo hacemos sin darnos cuenta de ello y por eso no aprendemos a conocerla. Nos contentamos con volverle la espalda en vez de ir a ella con el rostro levantado. Nos esforzamos en alejar de nuestra voluntad todas aquellas fuerzas que podrían servirnos para plantar la cara. La dejamos en las manos sombrías del instinto y no le concedemos ni una hora de nuestra inteligencia. ¿No es asombroso que la idea de la muerte que por ser la más asidua y la más inevitable entre todas debería ser la más perfecta y la más luminosa de todas nuestras ideas, sea en cambio la más vacilante y la  más anticuada? ¿Y cómo íbamos a conocer la única potencia que nunca observamos cara a cara? ¿Cómo iba esa fuerza a aprovecharse de las claridades que sólo se produjeron para huir de ella? Para sondear sus abismos, esperamos los minutos más fugaces y los más sobresaltados de nuestra vida. No pensamos en ella más que cuando ya no tenemos fuerza, no diré para pensar, sino para respirar. Un hombre de otro siglo, que volviese repentinamente entre nosotros, no reconocería sin pena, en el fondo de nuestra alma, la imagen de sus dioses, de su deber, de su amor o de su universo; pero la imagen de la muerte, la encontraría intacta casi, poco más o menos, como lo esbozaron nuestros antepasados con todo y haber cambiado todo en torno de ella y que, hasta lo que la compone y aquello de lo cual depende, se ha desvanecido del todo. Nuestra inteligencia, que llega a ser tan audaz, tan activa, no ha trabajado en ello ni ha hecho, por así decirlo, ningún retoque en ella. Aunque no creamos en los suplicios de los condenados, todas las células vitales del más incrédulo de nosotros, permanecen aún en el misterio espantoso del Cheol de los hebreos, de los hados de los paganos o del infierno cristiano. Aunque él no esté iluminado con luces muy precisas, el abismo sigue abriéndose al final de la existencia y por eso no deja de ser menos conocido ni temido. De esa manera, cuando viene el desenlace de la última hora que pesaba sobre nosotros y hacia el cual no osamos levantar nunca los ojos, todo nos falta a la vez. Los dos o tres pensamientos o ideas, inciertos, vagos, sobre los cuales creíamos apoyarnos, sin haberlos examinado, ceden al peso de los postreros instantes como si fueran débiles juncos. Entonces, buscamos vanamente un refugio entre diversas reflexiones que circulan alocadas o que no son extrañas y que, desde luego, no saben cómo llegar a nuestro corazón. Nadie nos espera en esa última orilla, donde nada está a punto y donde sólo el espanto es lo que ha quedado en pie.
***

MAETERLINCK, Maurice: La mort de Tintagiles, 1894
1. Médico, escritor, premio Nobel de Literatura en 1911. A partir de la lectura de Ruysbroeck, de Novalis y de Emerson, se interesó por los problemas filosóficos, alejándose del pesimismo radical —reflejado en sus obras literarias—, para refugiarse en una "consolante sabiduría", entendida como superación del dolor y aceptación de la vida en la contemplación de la naturaleza (escribió también otros libros sobre biología-filosófica).
2. El autor emprende en este ensayo la investigación de las diversas opiniones referentes al "más allá". No es realmente "la muerte" lo que le preocupa, sino lo que puede venir después de ella; por este motivo, afirma que la muerte en sí no es temible y que el horror que nos produce es debido a que le achacamos injustamente los sufrimientos que la preceden.
Dedica unas pocas líneas a la doctrina cristiana —que, según dice, repugna a su inteligencia por no estar apoyada en ningún testimonio o prueba convincente—, y discute acerca de las otras soluciones imaginables para el problema de saber si lo desconocido adonde hemos de ir después de la muerte es o no temible.
3. Dichas soluciones o hipótesis, que estudia por separado y detalladamente, son:
a) el aniquilamiento total, que considera imposible, porque somos prisioneros de un infinito sin salida en el que nada perece, todo se dispersa y nada se pierde;
b) la supervivencia con nuestra conciencia actual, es decir, la supervivencia del yo liberado del cuerpo, pero conservando plena e intacta la conciencia de su identidad. Considera esta hipótesis como poco probable, y nada deseable, aunque enlaza con la hipótesis de la conciencia universal de la que habla más adelante;
c) la supervivencia sin ningún tipo de conciencia. Esta hipótesis le parece más aceptable que la del aniquilamiento, aunque para nosotros equivaldría a él;
d) la supervivencia en la conciencia universal, que supone que a la muerte hemos de encontrarnos frente a un infinito inmóvil, inmutable, perfecto desde la eternidad, ante un Universo sin objeto en el que la ilusión de movimiento y de progreso que vemos desde el fondo de esta vida se desvanecerá bruscamente;
e) la supervivencia con una conciencia que no sea la misma que aquélla de que nos servimos en este mundo. Esta solución no exigiría la pérdida de la pequeña conciencia adquirida en nuestro cuerpo, y aunque torna a éste casi despreciable, la arroja y la disuelve en el infinito; pero un infinito en el que se nos revelará que la ilusión de progreso que poseemos no se encuentra en nuestros sentidos, sino en nuestra razón, y que en el Universo, a pesar de la eternidad anterior a nuestro nacimiento, no han sido hechas todas las experiencias; es decir, que el movimiento y la evolución continúan y no se detendrán en ninguna parte jamás.
Esta última hipótesis le parece a Maeterlinck la más verosímil —"si cabe hablar de verosimilitud cuando nuestra única verdad es que no vemos la verdad"— y dice que es a la que conduce el espiritismo, la teosofía y todas las religiones que fijan la felicidad suprema en la absorción por la divinidad. Es un fin incomprensible —añade—, pero al menos es vida.
La conclusión de esta primera parte es que, sea la que fuere la hipótesis que se acepte entre las expuestas, en ningún caso le parece temible lo que nos espera después de la muerte.
4. Por la íntima relación que guarda con las materias y teorías tratadas, el autor se ocupa ahora, con bastante extensión, de las creencias teosóficas y espiritistas en la supervivencia de espíritus desencarnados y en las transmigraciones, mostrando sus reservas para admitir como incontestables los testimonios ofrecidos por los adeptos a dichas creencias.
El autor no oculta la simpatía que le inspira la doctrina de la reencarnación, "aceptada por la religión de seiscientos millones de hombres, la más próxima a los orígenes misteriosos, la única que no es odiosa y la menos absurda de todas". Tan sólo se lamenta de que los partidarios de tal doctrina no aporten pruebas y argumentos perentorios, pues "no hay creencia más bella, más justa, más pura, más moral, más fecunda, más consoladora y hasta cierto punto más verosímil", porque "ella sola, con su doctrina de las expiaciones y purificaciones sucesivas, explica todas las desigualdades físicas e intelectuales, todas las iniquidades sociales y todas las abominables injusticias del destino".
5. En suma, el autor acaba su obra sin expresar su adhesión expresa a ninguna de las hipótesis estudiadas, pues, según dice, ha intentado simplemente separar lo que puede ser cierto de lo que ciertamente no lo es; porque, si bien ignoramos dónde se encuentra la verdad, podemos aprender a conocer dónde no se encuentra. En este último apartado quedaría incluida la doctrina cristiana.
En las últimas líneas del libro, Maeterlinck muestra su agnosticismo, asegurando que no solamente tenemos que resignarnos a vivir en lo incomprensible, sino que debemos regocijarnos por ello, pues lo desconocido y lo incognoscible son y serán siempre necesarios para nuestra felicidad.
 http://www.opuslibros.org/Index_libros/NOTAS/MAETERLINCK.htm

lunes, 7 de abril de 2014

Anne Rice: literatura gay vampírica.


LA LITERATURA GAY VAMPÍRICA y
ANNE RICE.

 

Nadie duda del vampiro como una fuerza sensual y seductora. Sin embargo, esa fuerza sensual y seductora del vampiro en la escritora Anne Rice, no solo está orientada en los opuestos masculino-femenino clásicos de la Literatura sino, que va más allá de una tradición literaria.
La pupila abarcadora y total de lo erótico está en los amantes como en los objetos y ambientes narrados. Lo erótico y sensual de Anne Rice abarca la realidad misma con una pupila que va erotizando todo a su paso.

Ejemplo de esta formidable fuerza arrolladora en su narrativa la encontramos en el siguiente fragmento de su trilogía vampírica.

"La Historia de Armand

(Fragmento).



(...)

Amor y amor y amor en el beso del vampiro. Un amor que bañó a Armand, que le limpió, esto es todo, mientras era transportado a la góndola y ésta avanzaba como un gran escarabajo siniestro por el estrecho canal hasta las alcantarillas bajo otra casa.

Ebrio de placer. Ebrio de las manos blancas y sedosas que alisaban su cabello y de la voz que le llamaba hermoso; ebrio del rostro que, en instantes de emoción, se llenaba de expresividad para hacerse luego más sereno y deslumbrante que si fuera de alabastro y joyas. Un rostro como un remanso de agua bajo el claro de luna: un roce, aunque sea con las yemas de los dedos, y toda su vida sale a la superficie, para, a continuación, desvanecerse de nuevo en la quietud.

Ebrio a la luz de la mañana con el recuerdo de esos besos, cuando, a solas, abría una puerta tras otra y descubría libros, mapas y estatuas de granito y de mármol, cuando los otros aprendices le localizaban y le conducían pacientemente a su trabajo para enseñarle a mezclar los colores puros con la yema de huevo y a extender la laca de la yema de huevo sobre los paneles, y para guiarle por el andamio mientras los artistas aplicaban cuidadosas pinceladas en el borde mismo de la enorme escena de sol y nubes, mostrándole aquellos grandes rostros y manos y alas angelicales que sólo podía tocar el pincel del Maestro.

Ebrio cuando se sentaba a la larga mesa con ellos y se atiborraba de deliciosos platos que no había probado hasta entonces y de vino que nunca se agotaba.

Y cayendo dormido finalmente, para despertar en ese momento del crepúsculo en que el Maestro se presentaba junto a la enorme cama, espléndido como un producto de la imaginación con su ropa de terciopelo rojo, su tupida cabellera blanca brillando a la luz de la lámpara y la felicidad más natural e ingenua en sus brillantes ojos azules cobalto. Y el beso mortal.

—Ah, sí, no separarme nunca de ti, sí..., sin miedo.

—Pronto, querido mío, estaremos unidos de verdad.

Antorchas encendidas por toda la casa. El Maestro en lo alto del andamio con el pincel en la mano: «Quédate aquí, a la luz; no te muevas», y horas y horas inmóvil en la misma posición hasta ver, poco antes del amanecer, sus propias facciones en el lienzo, las facciones del ángel. Y el amo sonriéndole mientras avanzaba por el interminable corredor...

—No, Maestro, no me dejes. Permite que me quede contigo, no te vayas...

Nuevamente, la luz del día. Y dinero en los bolsillos, oro de ley, y el fasto de Venecia con sus canales de aguas verdes oscuras entre los muros de los palacios, y los otros aprendices caminando del brazo con él, y el aire fresco y el cielo azul sobre la plaza de San Marcos como algo que sólo hubiera soñado en la infancia. Y, al atardecer, de nuevo el palazzo y la entrada del Maestro, el Maestro inclinado con el pincel sobre la pequeña tabla, trabajando cada vez más deprisa bajo la mirada de los aprendices, entre horrorizada y fascinada, y el Maestro levantando la vista hacia él y dejando a un lado el pincel y llevándoselo del enorme estudio mientras los demás seguían trabajando hasta la medianoche, y su rostro entre las manos del Maestro para recibir, de nuevo a solas en la alcoba, aquel secreto (nunca contárselo a nadie) beso.

¿Dos años? ¿Tres? Imposible recrear o abarcar con palabras el esplendor de esa época: las flotas que zarpaban del puerto hacia la guerra, los himnos que se entonaban ante los altares bizantinos, las representaciones de la Pasión y de los milagros que se celebraban en los estrados de las iglesias y en las plazas, con su boca del infierno y sus demonios retozones, y los deslumbrantes mosaicos que cubrían los muros de San Marcos y de San Zanipolo y del Palazzo Ducale, y los pintores que trabajaban en esas calles, Giambono, Uccello, el Vivarini y el Bellini, y los continuos días de fiesta y de procesiones. Y siempre de madrugada, en las enormes estancias del palazzo iluminadas con antorchas, él a solas con el Maestro mientras los demás dormían encerrados bajo llave en sus alcobas. El pincel del Maestro moviéndose vertiginosamente sobre la tabla colocada ante él, como si estuviera descubriendo el cuadro en lugar de crearlo...; el sol y el cielo y el mar extendiéndose bajo el dosel que formaban las alas del ángel.

Y esos momentos horribles e inevitables en que el Maestro se ponía en pie gritando, arrojando los botes de pintura en todas direcciones, y se llevaba las manos a los ojos como si quisiera arrancárselos de las cuencas.

—¿Por qué no puedo ver? ¿Por qué no veo mejor que los mortales?

El muchacho apretado contra su maestro. Esperando el éxtasis del beso. Un secreto oscuro, no revelado. El Maestro saliendo por la puerta sin ser visto, un rato antes del amanecer.

—Déjame ir contigo, Maestro.

—Pronto, querido mío, mi amor, mi pequeño, cuando seas lo bastante fuerte y alto y haya desaparecido de ti toda imperfección. Ve ahora y disfruta de todos los placeres que te aguardan, goza del amor de una mujer durante las próximas noches, y goza también del amor de un hombre. Olvida las penas que conociste en el burdel y saborea esas cosas mientras te quede tiempo.

Y rara era la noche que terminaba sin que la figura del Maestro volviera, justo antes de salir el sol, y le acompañaría muchas veces durante las horas de luz, hasta que, con el crepúsculo, llegara de nuevo el beso mortal.

Aprendió a leer y a escribir. Se encargaba de llevar las pinturas a sus destinos finales en las iglesias y las capillas de los grandes palacios, de cobrar las obras entregadas y de comprar los óleos y pigmentos. Reñía a los criados cuando las camas se quedaban por hacer y las comidas no estaban a tiempo. Y, adorado por los aprendices, éstos se despedían llorando cuando, terminado el aprendizaje, los enviaba a su nuevo servicio. Le leía poesía al Maestro mientras éste pintaba, y aprendió a tocar el laúd y a cantar tonadas.

Y en las tristes ocasiones en que el Maestro abandonaba Venecia durante muchas noches seguidas, era él quien gobernaba la casa en su ausencia, ocultando su zozobra a los demás y sabiendo que ésta sólo terminaría cuando regresara el Maestro.

Y una noche, por fin, en las horas de la madrugada en que hasta Venecia duerme:

—Ha llegado el momento, hermoso mío, de que vengas a mí y te conviertas en lo que soy. ¿Es éste tu deseo?

—Sí.

—Te alimentarás siempre en secreto con la sangre de los malhechores, como yo hago, y guardarás este secreto hasta el fin de los tiempos.

—Hago la promesa, me entrego, lo deseo..., deseo estar contigo, Maestro mío, para siempre. Tú eres el creador de todo lo que soy. Nunca ha existido un deseo tan intenso.

El pincel del Maestro señalaba la pintura que se alzaba hasta el techo, por encima de las hileras de andamios.

—Éste es el único sol que volverás a ver siempre. Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas.

¿Cuántos meses transcurridos tras esto? ¿Cuántos meses de vagar sin rumbo bajo el dominio del Don Oscuro?

Toda una vida nocturna de deambular juntos por las callejas y los canales —indiferente al peligro de la oscuridad y ya sin miedo alguno—, y el antiquísimo éxtasis de la muerte, y nunca, jamás, un alma inocente. No, siempre la de un malhechor, y la mente conmovida hasta topar con Tifón, el asesino de su hermano, y luego el acto de apurar la maldad de la víctima humana y de transmutarla en éxtasis. El Maestro, marcando el camino; el festín, compartido.

Y luego la pintura, las horas solitarias con el milagro de su nueva habilidad, el pincel moviéndose a veces sobre la superficie esmaltada como dotado de voluntad propia, y los dos juntos pintando con furia sobre el tríptico, y los aprendices mortales dormidos entre los botes de pintura y las botellas de vino. Y solamente un misterio que perturba la felicidad, el misterio de que, como en el pasado, el Maestro debía abandonar Venecia de vez en cuando para emprender un viaje que parecía interminable a quienes quedaban dolidos por su ausencia.

Una separación aún más terrible, ahora. Cazar solo sin el Maestro, yacer a solas en el profundo sótano después de la caza, esperando. No escuchar el timbre de la risa del Maestro ni el latido de su corazón.

—¿Pero adonde vas? ¿Por qué no puedo ir contigo? —suplicó Armand. ¿No compartían el secreto? ¿Por qué, entonces, no le explicaba aquel misterio?

—No, querido mío, todavía no estás preparado para esta carga.

De momento ha de seguir siendo sólo mía, como lo ha sido durante más de mil años. Algún día me ayudarás en lo que constituye mi deber, pero eso sólo será cuando estés preparado para recibir el conocimiento, cuando hayas demostrado querer conocerlo de verdad y cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad. Quiero que entiendas que, hasta entonces, no tengo otra opción que dejarte al margen. Mi viaje es para atender a Los Que Deben Ser Guardados, como siempre he hecho.

Los Que Deben Ser Guardados.

Armand les daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, que le producían miedo. No obstante, lo peor era que apartaban de él al Maestro. Y sólo aprendió a superar ese miedo cuando comprobó que el Maestro volvía a él una y otra vez tras estas ausencias.

—Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en silencio —decía el Maestro, al tiempo que se quitaba de los hombros la capa de terciopelo roja—. Puede que nunca lleguemos a saber nada más del tema.

Y, de nuevo, Armand y el Maestro volcados en el festín, en la sigilosa persecución de los malhechores por las callejas venecianas.

¿Cuánto tiempo podría haber continuado aquello? ¿Lo que dura una vida mortal? ¿Lo que duran cien?

Y había transcurrido aproximadamente medio año de esta tenebrosa felicidad, cuando una noche, tras el crepúsculo, el Maestro se incorporó de su ataúd en el profundo sótano justo por encima del agua y anunció:

—¡Levántate, Armand, tenemos que marcharnos de aquí! ¡Ellos están aquí!

—¿Ellos, Maestro? ¿Quiénes? ¿Los Que Deben Ser Guardados?

—No, querido mío. Los otros. ¡Vamos, debemos darnos prisa!

—Pero, ¿cómo pueden hacernos daño? ¿Por qué tenemos que marcharnos?

Los rostros blancos tras las ventanas, los golpes a las puertas. El ruido de los cristales rotos. El Maestro volviendo la vista a un lado y a otro para contemplar los cuadros. El olor a humo. El olor a brea ardiendo. Los misteriosos asaltantes subían del sótano, y también bajaban del piso superior.

—¡Corre! ¡No hay tiempo para poner nada a salvo!

Escaleras arriba hasta el techo. Unas figuras oscuras y encapuchadas blandiendo antorchas a través del umbral, el fuego rugiendo en las habitaciones de la planta baja, haciendo estallar las ventanas y envolviendo en llamas la escalera. Todos los cuadros destruidos.

—¡Al tejado, Armand, vamos!

¡Criaturas como nosotros con aquellas siniestras indumentarias! Otros seres como nosotros. El Maestro dispersándolas en todas direcciones mientras corría escaleras arriba; los huesos de las criaturas quebrándose al golpearse contra el techo y las paredes.

—¡Blasfemo, hereje! —gritaron las voces. Los brazos agarraron a Armand y no le soltaron. Y arriba, en lo alto de la escalera, el Maestro se volvió hacia él y gritó:

—¡Armand! ¡Confía en tus fuerzas y ven!

Pero las criaturas se apelotonaban en persecución del Maestro, le rodeaban. Por cada una que él estrellaba contra la pared encalada, aparecían otras tres, hasta que más de cincuenta antorchas envolvieron las ropas de terciopelo del Maestro, sus largas mangas rojas y su cabello blanco. El fuego se alzó hasta el techo con un rugido mientras le consumía, transformado en una antorcha viviente; y, con todo, incluso envuelto en llamas, el Maestro se defendía quemando a sus atacantes mientras éstos arrojaban las teas a sus pies como si fueran astillas de leña.

Armand, mientras tanto, fue conducido abajo y sacado de la casa en llamas junto con los aprendices mortales, que chillaban de terror. Y fue llevado lejos de Venecia, surcando las aguas, entre gritos y sollozos, en las entrañas de un buque tan aterrador como la nave de los esclavos, hasta salir a mar abierto bajo el cielo de la noche.

—¡Blasfemo, blasfemo! —La fogata cada vez mayor, y el círculo de figuras encapuchadas a su alrededor, y el cántico más y más estentóreo—: ¡Al fuego!

Y mientras Armand contemplaba la escena, petrificado, vio cómo los aprendices mortales, sus hermanos, sus únicos hermanos, lanzaban alaridos de pánico mientras eran arrojados por el aire hasta caer en el seno de las llamas.

—¡No, basta, deteneos...! ¡Ellos son inocentes! ¡Por el amor de Dios, basta! ¡Son inocentes...!

Armand gritaba y gritaba, pero había llegado su turno. Pese a su resistencia, le estaban levantando del suelo con la intención de lanzarle hacia lo alto para que fuera a caer en la pira.

—¡Maestro, ayúdame! —exclamó. Tras esto, las palabras dieron paso a un único y prolongado grito lastimero.

Furioso, se debatió enérgicamente entre los gritos y patadas.

Pero advirtió que le habían arrastrado lejos del fuego, que le habían rescatado y devuelto a la vida. Y se encontró tendido en el suelo contemplando el cielo. Las llamas parecían lamer las estrellas, pero estaban lejos de él y ya no podía ni sentir su calor. Armand apreció el olor de sus ropas quemadas y de su cabello chamuscado. Lo peor era el dolor que sentía en el rostro y en las manos; la sangre seguía rezumando de él y apenas era capaz de mover los labios...

—... Todas las vanas obras del Maestro, destruidas. ¡Todas las vanas creaciones que había hecho entre los mortales con sus Poderes Oscuros, imágenes de ángeles y santos y mortales vivientes! ¿Quieres que te destruyamos a ti también? ¿O prefieres entrar al servicio de Satán? Toma una decisión. Ya has probado el fuego y éste te aguarda, hambriento de ti. El infierno te espera. ¿Vas a tomar la decisión...?

—... sí...

—... ¿Vas a servir a Satán como debe hacerse?

—Sí...

—... ¿Aceptas que todas las cosas del mundo son pura vanidad y te comprometes a que nunca utilizarás tu Poderes Oscuros para satisfacer ninguna vanidad mortal, ni para pintar, crear música, bailar o recitar para diversión de los mortales, sino para permanecer eternamente al exclusivo servicio de Satán? ¿Te comprometes a emplear tus Poderes Oscuros para seducir y aterrorizar y destruir, sólo destruir... ?

—Sí...

—... ¿A consagrarte a tu único amo, Satán, siempre y eternamente Satán? ¿A servir a tu verdadero amo y maestro en la oscuridad y el dolor y el sufrimiento? ¿A entregarle tu mente y tu corazón?

—Sí.

—¿Y a no ocultar secreto alguno a tus hermanos en Satán, a proporcionarles los conocimientos que poseas del blasfemo y de su carga... ?

Silencio.

—¡A explicar todo lo que conozcas sobre su carga! —insistieron las criaturas—. ¡Vamos, apresúrate, las llamas esperan!

—No os entiendo...

—¡Hablamos de Los Que Deben Ser Guardados! ¡Cuéntanos lo que sepas!

—¿Contaros qué? No sé nada, salvo que no quiero sufrir. Estoy muy asustado.

—Dinos la verdad, Hijo de las Tinieblas. ¿Dónde están? ¿Dónde se encuentran Los Que Deben Ser Guardados?

—No lo sé. Leed mi mente, si tenéis ese poder. Comprobaréis que no contiene nada que os pueda decir.

—¿Pero qué son? ¿No te lo ha contado nunca tu blasfemo maestro? ¿Qué son Los Que Deben Ser Guardados?

Así, pues, tampoco aquellas criaturas sabían a qué se refería el Maestro. El nombre no tenía más significado para ellas que para el propio Armand. «Cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad,» El Maestro había sido muy previsor.

—¿Qué significa ese nombre? ¿Dónde están? ¡Es preciso que nos des la respuesta!

—Os juro que no la tengo. Os lo juro por mi miedo, que es lo único que poseo ahora. ¡No lo sé!

Rostros lechosos apareciendo encima de él, uno tras otro. Los labios insípidos depositando besos dulces e intensos, las manos acariciándole y las relucientes gotitas de sangre rezumando de las muñecas de las criaturas. Estas querían descubrir la verdad en la sangre, pero, ¿qué importaba eso? La sangre era la sangre.

—Ahora eres el hijo del diablo.

—Sí.

—No llores por Marius, tu maestro. Marius está en el infierno, donde pertenece. ¡Bebe ahora la sangre curativa y levántate y baila con los de tu estirpe para gloria de Satán! ¡Bebe y la inmortalidad será tuya de verdad!

—Sí... —La sangre quemándole la lengua al levantar la cabeza; la sangre llenándole con tortuosa lentitud.— ¡Oh, por favor!

En torno a él, frases en latín y el pausado batir de unos tambores. Las criaturas se daban por satisfechas, sabían que había dicho la verdad. No le matarían y el éxtasis borró cualquier otra reflexión. El dolor de sus manos y de su rostro se había disuelto en el éxtasis...

—Levántate, joven, y únete a los Hijos de la Oscuridad.

—Sí.

Manos blancas tendidas hacia las suyas. Cornos y laúdes aullando sobre el batir de los tambores, arpas pulsadas en un rasgueo hipnótico mientras el círculo empezaba a moverse. Figuras encapuchadas vestidas de negro con túnicas de mendicante que ondulaban cuando alzaban las rodillas y doblaban el espinazo.

Y, soltándose las manos, dieron vueltas y saltaron y cayeron de nuevo, girando y girando, y una tonada se alzó en un murmullo cada vez más potente tras los labios cerrados.

El círculo siguió girando más deprisa. El murmullo era una gran vibración melancólica sin forma ni continuidad y, sin embargo, parecía una especie de lenguaje, el propio eco del pensamiento. Cada vez más potente, se alzó como un gemido que no lograra quebrarse en un grito.

Él hacía el mismo sonido, al unísono con los demás, y luego giraba y, mareado de dar vueltas, saltaba al aire, muy alto. Las manos le asían, los labios le besaban y él daba vueltas y más vueltas impulsado por los demás, alguien gritando en latín, otro respondiendo, otra voz gritando más fuerte, seguida de una nueva respuesta.

Estaba volando, rotas las ataduras con la tierra y con el terrible dolor de la muerte de su Maestro y de la destrucción de los cuadros y de la muerte de los mortales que había amado. El viento sopló de frente, y el calor le estalló en el rostro y en los ojos, pero la tonada era tan hermosa que no importaba que ignorara las palabras, que no pudiera rezarle a Satán o que no supiera creer ni rezar una oración como aquélla, pues nadie se daba cuenta de su ignorancia. Todos los demás, formando un coro, continuaron lanzando gemidos y lamentos y dando vueltas y saltando de nuevo; y luego, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, echaron la cabeza hacia atrás, cegados por las llamas que les lamían, y alguien gritó «¡Sí, SÍ!».

Y la música se alzó como una oleada. Tambores y panderetas desencadenaron un ritmo bárbaro en torno a Armand, mientras las voces se lanzaban por fin a una extravagante y acelerada melodía. Los vampiros alzaron los brazos entre aullidos y sus siluetas pasaron revoloteando ante él, presas de agitadas contorsiones, con las espaldas arqueadas y un taconeo nervioso. Era el júbilo de los diablillos en el infierno. La escena horrorizó a Armand, y, al mismo tiempo, le atrajo. Y cuando las manos le asieron y le hicieron dar vueltas sobre sí mismo, el joven se puso a taconear, a girar y a bailar como los demás, dejando que el dolor le atravesase, doblando las extremidades y dando la alarma a sus gritos.

Y, antes de que amaneciera, Armand se encontró delirando, rodeado por una decena de hermanos que le acariciaban y le tranquilizaban y le conducían peldaños abajo por una escalera que habían abierto en las entrañas de la Tierra.

Durante los meses que siguieron, Armand creyó soñar que su Maestro no había muerto entre las llamas. Soñó que su Maestro había caído del tejado, como un cometa flamante, a las aguas salvadoras del canal que corría debajo. Y que sobrevivía en lo más profundo de las montañas del norte de Italia. Y que le llamaba a su lado. El Maestro se hallaba en el santuario de Los Que Deben Ser Guardados.

A veces, en sus sueños, el Maestro aparecía poderoso y radiante como siempre le había visto; la belleza parecía ser su vestimenta. Otras veces, se presentaba en el suelo como una criatura ennegrecida y consumida, como un ascua dotada de vida, con los ojos enormes y amarillos. Únicamente su cabello blanco aparecía tan abundante y lustroso como Armand lo recordaba. El Maestro se arrastraba por el suelo, sin fuerzas, suplicándole ayuda. Y, detrás de él, una luz cálida surgía del santuario de Los Que Deben Ser Guardados; y, con la luz, llegaba el olor de incienso. Parecía haber allí una promesa de antigua magia, una promesa de belleza fría y exótica más allá de todo bien y de todo mal.

Pero todo aquello eran vanas imaginaciones. El Maestro le había dicho que el fuego y la luz del Sol podían destruirles y él mismo había visto al Maestro envuelto en llamas. Tener sueños de aquel tipo era como desear la vuelta a la vida mortal.

Y cuando Armand abría los ojos y contemplaba la Luna y las estrellas y el tranquilo espejo del mar que tenía ante él, se daba cuenta de que no había esperanzas ni penas ni alegrías. Todas estas emociones habían procedido del Maestro y éste ya no existía.

«Soy el hijo del diablo.» Aquello era poesía. Desapareció de él toda la fuerza de voluntad y no quedó nada, salvo la confraternidad de las tinieblas. Y su impulso cazador pasó a cebarse no sólo en los malhechores, sino también en los inocentes. La caza se transformó, por encima de todo, en un acto de crueldad.

En Roma, en la gran asamblea reunida en las catacumbas, saludó con una reverencia a Santino, el líder del grupo, quien descendió una escalinata de piedra para recibirle con los brazos abiertos. Aquel poderoso Maestro había nacido a las Tinieblas en tiempos de la peste negra y le contó a Armand la visión que le había asaltado en el año 1349, cuando la epidemia estaba en pleno furor, respecto a que nuestra raza era como la propia peste negra: una plaga sin explicación, destinada a hacer dudar al hombre, a hacerle dudar de la bondad y de la intervención divinas.

Santino condujo a Armand al santuario cubierto de cráneos humanos y le contó la historia de los vampiros.

Estos, igual que los lobos, habían existido en todas las épocas como un flagelo de la humanidad mortal. Y en la asamblea de Roma, sombra oscura de la Iglesia Católica, radicaba su perfección final.

Armand ya estaba al corriente de los rituales y de las prohibiciones más comunes. Ahora debía aprender las grandes leyes:

UNA: Que cada asamblea debe tener su líder y que sólo éste puede ordenar que se efectúe el Rito Oscuro sobre un mortal, además de ocuparse de que se observen como es debido las ceremonias.

DOS: Que no deben realizarse nunca el Rito Oscuro con un inválido, un tullido, un niño o un mortal incapaz de, incluso con los Poderes Oscuros, sobrevivir por su cuenta. Se entiende también que todos los mortales que reciban los Dones Oscuros deben ser hermosos, para que el insulto a Dios sea más grande cuando se efectúe sobre ellos el Rito Oscuro.

TRES: Que los vampiros viejos no deben realizar nunca este rito mágico para que la sangre de los novicios no sea demasiado fuerte, pues el poder de los vampiros crece con el tiempo de forma natural y los viejos tienen demasiado para transmitirlo. Las heridas, las quemaduras y otras catástrofes semejantes, si no logran destruir al Hijo de Satán, no hacen otra cosa que incrementar sus poderes una vez curado. Con todo, Satán protege a su rebaño del poder de los viejos vampiros, pues todos éstos, sin excepción, se vuelven locos.

A este respecto, Santino hizo observar a Armand que en aquel momento no había ningún vampiro vivo que tuviera más de trescientos años. Ninguno de los que aún vivían guardaba recuerdos de la fundación de la primera asamblea en Roma. El diablo llamaba a los vampiros a su lado con bastante frecuencia.

También hizo hincapié en que el efecto del Rito Oscuro era impredecible, aunque fuera realizado por un vampiro novicio y con todo el cuidado debido. Por razones que nadie conocía, algunos mortales se hacían fuertes como titanes cuando renacían como Hijos de las Tinieblas, mientras otros apenas pasaban de cadáveres ambulantes. Por eso debía escogerse con mucho cuidado a los mortales, y debía evitarse tanto a los que poseían un gran apasionamiento y una voluntad indomable como a los que carecían por completo de ambas cosas.

CUATRO: Que ningún vampiro puede destruir jamás a otro, salvo el amo de la asamblea, quien posee poder sobre la vida y la muerte de toda su grey, y, además, tiene la obligación de conducir al fuego a los viejos y a los locos cuando ya no pueden seguir sirviendo a Satán como es debido. Ese líder de la asamblea tiene la obligación de destruir a todos los vampiros que no han sido creados como es debido, y a aquellos que están tan malheridos que no podrían sobrevivir por sí solos. Y, por último, tiene también la obligación de procurar la destrucción de todos los proscritos y de quienes hayan quebrantado las leyes.

CINCO: Que ningún vampiro debe revelar jamás su verdadera naturaleza a un humano y permitir que éste siga viviendo. Ningún vampiro debe contar la historia de los vampiros a un mortal y dejarle seguir viviendo. Ningún vampiro debe contar por escrito la historia de los vampiros ni revelar ninguna información verídica sobre los mismos, para que los mortales no puedan descubrir tal historia y tomarla por cierta. Y ningún mortal debe enterarse nunca del nombre de un vampiro, salvo el de su lápida sepulcral, del mismo modo en que ningún vampiro debe revelar a los mortales la ubicación de su guarida ni la de ningún otro vampiro.

Éstas eran, pues, las grandes órdenes que debían obedecer todos los vampiros y que regían la existencia entre los no muertos.

No obstante, Armand debía conocer que siempre habían corrido historias sobre viejos vampiros heréticos, poseedores de poderes terribles, que no se sometían a autoridad alguna, ni siquiera del diablo. Eran vampiros que habían sobrevivido mil años (Hijos de los Milenios, eran llamados a veces). En el norte de Europa estaban los relatos acerca de Mael, que vivía en los bosques de Inglaterra y Escocia. En el Asia Menor corría la leyenda de Pandora, y, en Egipto, la antigua historia del vampiro Ramsés, a quien se había vuelto a ver en los tiempos presentes.

Relatos semejantes podían encontrarse en todas partes del mundo y eran fáciles de descalificar como meras fantasías, salvo por un detalle. Marius, el viejo hereje, había sido descubierto en Venecia, y allí mismo había sido castigado por los Hijos de las Tinieblas. Lo que se contaba de Marius había sido cierto. Pero Marius ya no existía.

Armand no dijo nada tras estos últimos comentarios. No le contó a Santino los sueños que había tenido. Lo cierto era que los sueños se habían hecho vagos y confusos en su cabeza, igual que los colores de los cuadros de Marius. Ya no estaban recogidos en la mente de Armand ni en su corazón para que los descubriera quien escuchara sus pensamientos.

Cuando Santino habló de Los Que Deben Ser Guardados, Armand volvió a confesar que no sabía qué significaba esa frase. Tampoco lo sabía Santino, ni ningún vampiro que éste hubiera conocido nunca.

El secreto seguía oculto. Marius había muerto y, con él, el viejo e inútil misterio quedaba reducido al silencio. Satán es nuestro Señor y nuestro Maestro. En Satán, todo se conoce y todo se entiende.

Armand complació a Santino. Aprendió de memoria las leyes, perfeccionó su dominio de los encantamientos ceremoniales, de los rituales y de las plegarias. Fue testigo de los aquelarres más grandes que iba a presenciar jamás y tomó enseñanzas de los vampiros más poderosos, expertos y hermosos que conocería en toda su existencia. Aprendió tanto, que se convirtió en un misionero encargado de reunir en asambleas a los Hijos de las Tinieblas que vagaban perdidos y de conducir a otros en la celebración del aquelarre y en la realización del Rito Oscuro cuando el mundo, el demonio y la carne llamaban a hacerlo.

Enseñó las Bendiciones Oscuras y las Ceremonias Oscuras en España, Francia y Alemania, y conoció Hijos de las Tinieblas salvajes y tenaces cuya compañía hacía arder dentro de él una llamita mortecina cuando la asamblea le rodeaba, consolada por su presencia y obteniendo la unidad gracias a su fuerza.

Armand perfeccionó el arte de la cacería de mortales hasta superar a todos los Hijos de las Tinieblas que conocía. Aprendió a convocar a los humanos que realmente deseaban morir. Le bastaba con acercarse a las viviendas de los mortales y llamar en silencio a sus víctimas para verlas aparecer.

Jóvenes, viejos, miserables, enfermos, feos y hermosos...; no importaba, porque no escogía. Les lanzaba visiones por si querían captarlas, pero ni una sola vez se acercó a sus víctimas o tan siquiera pasó los brazos en torno a ellas. Atraídos inexorablemente hacia él, eran sus presas mortales quienes le abrazaban. Y cuando sus carnes cálidas y vivas le tocaban, cuando abría los labios y sentía derramarse la sangre, Armand conocía el único placer que podía aliviar sus penas.

En el punto álgido de esos momentos, pese al éxtasis carnal de la caza, le parecía que su camino era profundamente espiritual, sin contaminar por los apetitos y confusiones que confortaban el mundo.

En aquel acto sangriento se unían lo espiritual y lo carnal, y Armand estaba convencido de que era lo primero lo que sobrevivía. Para él era una Santa Eucaristía, y la Sangre de los Hijos de Cristo sólo servía para hacerle comprender la esencia misma de la vida durante la fracción de segundo en que se producía la muerte. Únicamente los grandes santos de Dios le igualaban en aquella espiritualidad, en aquella confrontación con el misterio, en aquella existencia de renuncia y meditación.

No obstante, Armand fue viendo desaparecer a los más poderosos de sus camaradas. Vio cómo se volvían locos y hacían caer la destrucción sobre ellos mismos. Fue testigo de la inevitable disolución de muchas asambleas, de cómo la inmortalidad derrotaba a los Hijos de las Tinieblas más perfectamente creados. Y, en ocasiones, le pareció un castigo terrible que esa inmortalidad no tuviera el menor efecto sobre él.

¿Acaso estaba destinado a ser uno de los vampiros viejos, de los Hijos de los Milenios? ¿Eran creíbles aquellas historias que persistían todavía?

De vez en cuando, un vampiro errabundo hablaba de si la fabulosa Pandora había sido vista por un instante en la ciudad de Moscú, en la lejana Rusia, o comentaba rumores sobre si Mael estaba instalado en las yermas costas inglesas. Los viajeros hablaban incluso de Marius, de que había sido visto de nuevo en Egipto, o en Grecia. No obstante, ninguno de aquellos narradores había visto con sus propios ojos a los vampiros legendarios. En realidad, no sabían nada y sólo repetían rumores conocidos de oídas.

Nada de todo ello distraía ni divertía al obediente siervo de Satán. Cumpliendo con ciega fidelidad las Leyes Oscuras, Armand continuó su servicio.

Con todo, a lo largo de esos siglos de obediencia, Armand guardó siempre para sí dos secretos. Dos secretos que eran más suyos que el mismo ataúd en el que se encerraba durante el día, y que los escasos amuletos que llevaba.

El primero de ellos era que, por grande que fuera su soledad y por mucho que se prolongara la búsqueda de hermanos y hermanas de raza en quienes poder buscar cierto descanso, jamás había llevado a cabo el Rito Oscuro por sí mismo. No estaba dispuesto a ofrecer a Satán ningún Hijo de las Tinieblas creado por él.

Y el otro secreto, que mantenía oculto a sus seguidores por el propio bien de éstos, era sencillamente su grado de desesperación, cada vez más profundo.

Era el hecho de no anhelar nada, de no apreciar nada, de no creer en nada; de no disfrutar un ápice en el ejercicio de sus poderes, asombrosos y siempre crecientes; de vivir todos los momentos en un vacío roto una vez cada noche de su vida eterna con el acto de la caza.

Mientras los demás le habían necesitado, Armand les había ocultado celosamente aquel secreto que le había permitido guiarles, pues su miedo les habría hecho sentirlo también.

Pero todo había terminado.

Un gran ciclo había finalizado y, ya años atrás, Armand había notado que se cerraba sin comprender siquiera que se trataba de tal ciclo.

Le llegaron de Roma los relatos maliciosamente confusos de los viajeros, ya no actuales cuando le eran contados, respecto a que el líder, Santino, había abandonado a su grey. Algunos decían que se había vuelto loco y se había retirado al campo; otros afirmaban que se había arrojado al fuego, y unos terceros declaraban que «el mundo» se lo había tragado, que se lo había llevado un grupo de mortales en un carruaje negro y que no se le había vuelto a ver.

«O nos arrojamos al fuego o entramos en la leyenda» había comentado el narrador de la historia.

Luego llegaron noticias de que el caos reinaba en Roma, de que decenas de líderes se ponían la capucha y la túnica negras para presidir la asamblea. Y, más tarde, pareció que no quedaba ninguno de aquellos líderes.

A partir de 1700, no había vuelto a tener noticias de Italia. Durante más de medio siglo, Armand no había sido capaz de fiarse de su pasión ni de la de quienes le rodeaban para crear el frenesí del auténtico aquelarre. Y, durante este tiempo, había vuelto a soñar con Marius, su viejo Maestro, con sus ricas vestimentas de terciopelo rojo, y había visto el palazzo lleno de vibrantes pinturas. Y había sentido miedo.

Entonces había llegado otro.

Sus hijos habían corrido a los subterráneos bajo les Innocents para describirle a aquel nuevo vampiro que llevaba una capa de terciopelo rojo forrada de piel y podía profanar las iglesias y asaltar a los portadores de cruces y deambular por los lugares de luz. Terciopelo rojo. Sólo era una coincidencia, y, sin embargo, el detalle le enfureció y le pareció un insulto, un dolor gratuito que su alma no podía soportar.

Y, seguidamente, el nuevo vampiro había creado a la mujer, a aquella mujer de cabellera leonina y nombre de ángel, tan bella y poderosa como su hijo.

Y Armand había subido los peldaños que le conducían fuera de las catacumbas, conduciendo a su grupo contra nosotros, igual que los encapuchados se habían lanzado a destruirles a él y a su Maestro siglos antes, en Venecia.

Y había fracasado.

Armand se vio en pie, vestido con aquellas extrañas ropas de brocados y encajes. Llevaba unas monedas en los bolsillos. Su mente se inundó de imágenes procedentes de los miles de libros que había leído. Y se sintió conmovido por todo lo que había presenciado en los lugares de luz de aquella gran ciudad llamada París, y fue como si escuchara a su viejo Maestro susurrándole al oído:

«Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas».

—Todas las cosas han escapado a mi comprensión —declaró—.

Me veo como alguien a quien la tierra haya devuelto, y vosotros, Lestat y Gabrielle, sois como las imágenes pintadas por mi viejo Maestro en tonos cerúleos, carmines y dorados.

Permaneció inmóvil en el umbral de la cámara con las manos ocultas bajo los brazos cruzados, mirándonos y preguntando en silencio:

«Qué hay que conocer? ¿Qué hay que dar? Somos los abandonados de Dios. Y delante de mí no se extiende ninguna Senda del Diablo, ni suena en mis oídos ninguna campana del infierno».

domingo, 6 de abril de 2014

Carlos Fuentes. Decálogo-.


Consejos del maestro Carlos Fuentes en la Cátedra de Alfonso Reyes- para los escritores jóvenes.
1-.DISCIPLINA.  Los libros no se escriben solos.
2. LEE. Leerlo todo y leerlo pronto.
3. TRADICIÓN Y CREACIÓN.  No hay nueva creación literaria que no se sostenga sobre  tradición literaria. No hay  Lezama sin Góngora y no hay Góngora sin  Lezama.
4. IMAGINACIÓN. La imaginación vuela y son las alas del escritor.
5. LA REALIDAD LITERARIA NO SE LIMITA A REFLEJAR la realidad objetiva.
6. LA LITERATURA TRANSFORMA la historia en poesía y ficción.
7. PUBLICADA LA OBRA LITERARIA deja de pertenecerle al escritor y se convierte propiedad del lector y objeto de la crítica.
8. NO SE DEJEN SEDUCIR NI POR EL ÉXITO INMEDIATO NI POR LA ILUSIÓN DE LA INMORTALIDAD.
9. POSICIÓN SOCIAL DEL ESCRITOR COMO CIUDADANO.
10. El décimo mandamiento en consecuencia lo dejo  en manos de todos y cada uno de ustedes, de su imaginación, de su palabra y de su libertad.

Carlos Fuentes. Charla: Cátedra Alfonso Reyes.

sábado, 5 de abril de 2014

Isaac Bashevis Singer.


Isaac Bashevis Singer
(Radzymin, 1904 - Miami, 1991) Escritor polaco en lengua yiddish. Era el tercer hijo de una familia en la que por ambas ramas abundaban los rabinos, aunque su padre estaba vinculado a la tendencia jasídica y la familia de su madre pertenecía a la corriente racionalista de los mitnagdim, opuesta al jasidismo. Vivió desde muy pequeño en un barrio humilde de Varsovia, por entonces importante centro de cultura y espiritualidad judía. De sus vivencias en la casa familiar, en la que funcionaba el tribunal rabínico donde la comunidad hebrea resolvía sus litigios, dejó testimonio en la colección de relatos Krochmalna, 10.
Durante la Primera Guerra Mundial, su familia comenzó a pasar graves privaciones, y junto a su madre y un hermano se trasladó a Bilgoray, en la frontera austríaca, de donde su madre era oriunda. Allí comenzó a estudiar el Talmud aunque más tarde, junto a otros jóvenes cuyas inquietudes se dividían entre el sionismo y el bolchevismo, comenzó a interesarse por lecturas alejadas de la ortodoxia judía (Platón, Aristóteles, Schopenhauer y Kant, entre otros filósofos y autores como Turguenev, Maupassant y Chéjov). Pero el pensador que más influyó en su concepción del mundo y en su literatura fue Baruch Spinoza.
Su hermano mayor, que permaneció en Varsovia, se había convertido en periodista y escritor, y le ofreció trabajar como corrector de pruebas en una revista literaria en yiddish en la que él mismo escribía, la Literarische Bletter. Isaac aceptó y se trasladó a Varsovia, donde comenzó su carrera literaria: ante la disyuntiva de escribir en hebreo o en yiddish optó por éste último, porque "es la lengua que tiene más palabras para definir a un pobre".
Tradujo al yiddish una obra tan importante como La montaña mágica y a autores como S. Zweig o E. M. Remarque, entre otros. En esos años, el joven Isaac alternó una intensa actividad literaria y cultural con apasionadas aventuras amorosas, de una de las cuales nació su único hijo. Su compañera Runya, de ideología comunista, fue arrestada y se trasladó luego con el niño a la Unión Soviética: expulsada más tarde de allí por sus actividades sionistas, madre e hijo se radicarán en Israel.
La primera novela de Singer, Satán en Goray, se publicó en 1935 y ese mismo año, ante la creciente amenaza de invasión alemana a Polonia, emigró a los Estados Unidos donde se reunió con su hermano, que llevaba ya dos años en Nueva York. En camino hacia América visitó París, que le pareció "una ciudad tan alegre como el carnaval de Purim" (festival judío en el que se conmemora la leyenda de Esther).
Sus primeros trabajos en América fueron para el Jewish Daily Forward, periódico en el que publicó notas y relatos firmados con el seudónimo Warshovsky; para el mismo medio trabajó también como crítico teatral y, en general, los primeros años en los Estados Unidos le parecieron desalentadores. Algunas de sus experiencias de emigrante reciente en aquel país quedaron reflejadas en el libro de relatos Una boda en Brownsville (1964).
En 1940 se casó con Alma Wasserman y retomó con fuerza la narrativa aunque nunca la había abandonado del todo, ya que en el Forward había ido apareciendo por capítulos su primera novela La familia Moskat, publicada en 1950 y por la que recibió el premio Louis Lamed. En 1969 publicó La Mansión, que fue nominada para el National Book Award, y en 1978 recibió el premio Nobel de Literatura, única vez que se otorgó a un escritor en lengua yiddish. Ha sido traducido prácticamente en todo el mundo y es el escritor de su idioma más conocido por el gran público.
Aunque indudablemente la obra de Singer es tributaria de los autores de su cultura que lo precedieron, su estilo se distingue por ser más audaz y sus tramas bastante más complejas. Si bien sus relatos, poblados por brujas, milagros y misterios, están impregnados de la legendaria literatura de las fuentes tradicionales judías, el autor ha tratado estos temas con una profunda ironía y el enfoque moderno y peculiar que lo caracteriza.
En la mayoría de sus obras la temática es el ambiente y la vida de los judíos de Polonia que el autor describe y juzga alternando la ternura y la crítica, a veces mordaz. Su prosa es muy elaborada, a menudo incluye detalles extraños o cómicos y se aprecia en ella una constante de sentimentalismo y sorprendente sensualidad.
Además de los títulos ya citados, destacan de su producción El mago de Lublín (1960); El Spinoza de la calle Market (1961); Cuando Schlemiel fue a Varsovia y otros cuentos (1968); Cuentos judíos de la aldea de Chelm y Un amigo de Kafka (ambos de 1973); Shosha (1978); Golem, el coloso de barro (1982) y los relatos para niños Cuentos judíos (1989).
 http://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/singer.htm

viernes, 4 de abril de 2014

Eugenio Montale


Eugenio Montale
   
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PALABRAS PRELIMINARES

      Fue un gran lector. Entre sus favoritos se contaban Rousseau, Constant, Baudelaire, Mallarmé, Valéry, Cervantes, Manzoni y los filósofos Croce y Bergson. Llegó a su primer libro, Huesos de jibia (Ossi di seppia), a través de la lectura de sus contemporáneos de la década precedente: Pascoli, Gozzano, Saba, Palazzeschi, Marinetti, Ungaretti y Campana. Fue ese primer libro  por el que fue llamado un poeta físico y metafísico por Pietro Pancrazi (Scrittori d’oggi, Laterza, 1946).

      Un ensayo publicado en estos años por el mismo Montale  nos da la clave:  El estilo, el famoso estilo total creado por los poetas de la ilustre última tríada (se refiere a los tres más populares del momento) está enfermo de furores jacobinos, de superhombrismo, mesianismo y otras enfermedades.

      En tiempos que parecían contraseñados por la inmediata utilización de la cultura,  la polémica y la diatriba, Montale pensaba que el estilo no podía venir de otra parte sino de los buenos hábitos. Veinte años después, hablando del primer libro, agregó que su propósito era que su palabra fuese más adherente que la de los otros poetas.

      Montale confesó que le parecía vivir dentro de una campana de vidrio aunque, al mismo tiempo, se sentía cerca de cualquier cosa esencial; un velo sutil era todo lo que le separaba de ello. La expresión absoluta buscada sería, entonces, la ruptura de ese velo, una explosión que pusiera fin al engaño del mundo como representación. Aún así, veía este objetivo como inalcanzable, al tiempo que sentía esta voluntad de adhesión como musical y no pragmática. En suma, lo que quería Montale era tomar por el cuello la elocuencia de la vieja lengua áulica, tal vez con el riesgo de una contraelocuencia.

      No hay duda que lo mejor de Ossi di seppia está en la sequedad lapidaria de algunas sentencias y en una subjetividad que rompe todo esquema realista. Con Le occasioni desarrollará una sugestión cósmica, una objetivación profunda mediante la aproximación a un tiempo histórico amenazante y a una búsqueda desesperada de la salvación. La figura emblemática, aquel “tú”, los animales que aparecen en abundancia, serán capaces de salvarlo.

      Finisterre es publicado en Suiza y no en Italia por la antipatía de Montale por el fascismo. Este folleto se convertirá después en la primera parte de La bufera e altro. La tensión poética adquiere aquí niveles altísimos. De la oscuridad emergen figuras que vuelan teniendo como fondo el conflicto.

      Montale recoge sus ensayos publicados por años en “Il Corriere della Sera” en dos libros, Farfalla di Dinard y Auto da fe. Allí podemos encontrar sus escritos políticos, su tormentosa relación con el fascismo, con la literatura, su inmensa soledad y una muy interesante reflexión sobre la cultura en la sociedad tecnológica: sobre todo, se nos presenta a plenitud el escritor en absoluta desarmonía con su propio tiempo y con el mundo en general, el Montale que no entiende la oferta de crédito al régimen fascista de la mayor parte de sus compatriotas y, en fin, que hace de esta “desarmonía” su propia condición existencial.

      Los numerosos viajes los recogió en Fuori di casa. Ya en plena fama, el Presidente Saragat lo designó Senador Vitalicio, lo que puso fin a sus permanentes angustias económicas, le permitió dedicarse más a la poesía y reducir sus colaboraciones periodísticas. En 1963 murió su inseparable compañera. Cinco meses después Montale escribió el poema “Xenia”, después convertido en una serie en memoria de la mujer muerta.

      Los primeros 14 son recogidos en un libro; otros 14 vendrán después bajo el título “Altri Xenia”, poemas todos que conforman Satura. Era un Montale nuevo y diverso, como coincidió toda la crítica. Textos cortos en un diálogo de ultratumba, corrosivos, donde pulveriza los objetos simbólicos tan apreciados en sus libros anteriores. Diario del ‘71 y del ‘72, que bien puede definirse como la última estación montaliana, es un hurgar en un universo en continua modificación.

      En 1975 le otorgan el Premio Nobel de Literatura. Salen de las prensas Quaderno di traduzioni y, en revistas, algunos poemas inéditos. Montale contó en vida con un gran éxito en el exterior. Sus poemas han sido traducidos al francés, alemán, español, sueco, griego, inglés, rumano, húngaro, serbocroata, turco, y otros. La crítica se ha ocupado, igualmente, de su obra en manera abundante.

      Montale tradujo a Steinbeck, Cervantes, Melville, Dorothy Parker, Fitzgerald, O’Neill, Hawthorne, Shakespeare, Pound, Nicolás Guillén, Eliot, entre otros.

      Al entrar en el análisis de sus libros es imprescindible referirse al discurso que pronunció con motivo de la entrega del premio Nobel. Allí resalta la vinculación de la poesía con la música y al sonido como la verdadera materia de la poesía. La poesía se hace lentamente visual, explicó, porque pinta imágenes, pero aún así sigue siendo musical, reúne dos artes en una sola. Reflexionó sobre la tecnología y reveló la existencia de dos poesías, una de consumo inmediato que se muere apenas se expresa y otra que dormirá sus años tranquila para despertar un día, si es que tiene la fuerza para hacerlo. El arte es siempre para todos y para ninguno. La poesía sobrevivirá - afirmó - al mundo tecnológico.

      En Ossi di seppia vemos cómo una árida desolación camina los poemas y la naturaleza toma colores encendidos y encantados. Una cansada sensualidad se internaliza en el ánimo. El poema se torna escabroso, triste, produciendo la sensación de que el poeta ha demolido la materia. Hay una profunda reflexión que se mueve como una ola que se empina en las palabras escabrosas y se distiende después en una pincelada.

      La bufera e altro nos ofrece un mundo instantáneo de esperanza, una ambigüedad que algunos críticos han llamado “realismo existencial”. En un mundo sin futuro, los hombres no son más autónomos que las sombras; los muertos, depositarios del pasado, representan la plenitud de la vida.

      Satura está caracterizado por un cambio de trasfondo y objetos, por lo tanto de lenguaje. Hay un cambio en relación con las cosas vivientes, seres humanos y animales (no olvidemos la pasión del poeta por estos últimos). En Satura están incluidos los poemas de Xenia, dedicados a la esposa muerta, escritos entre 1964 y 1967.

      El cambio se veía claro, surgía una tendencia a “narrar”, tal vez a la manera de Farfalla di Dinard. La crítica italiana, no obstante, ha preferido siempre hablar de “diario” para referirse a estos textos montalianos. El propio poeta hizo notar que entre los tres primeros libros y éste habían pasado algunos años dedicados al periodismo. Montale aseguró, al momento de la aparición del libro, que esta poesía tendía a la prosa al mismo tiempo que la rechazaba. Xenia está escrita en un permanente “tú”, en un “yo” hacia un “tú”, perdidos ambos en el vacío universal. Satura tiene una estructura musical; los motivos entran en diversas claves, se desarrollan y se abrazan. A ratos, es cierto, aflora el periodista, pero que participa también de la música. Los antiguos temas se asoman en algún momento del poema. En este libro hay menos uniformidad temática, o como lo dijo el propio Montale, una dimensión musical diversa. En Diario del 71 y del 72 Montale da la impresión inicial de desorganización, de un simple ordenamiento cronológico, pero poco a poco se descubre que la organización subyace a la manera montaliana. Estos poemas están plagados de expresiones de la conversación común. Está aquí el lenguaje contemporáneo, anónimo, presente con todas sus banalidades familiares pero también con floraciones cultas. Muchas veces el lenguaje de Montale es un metalenguaje, un discurso sobre la lengua.

      En Quaderno di quattro anni la aproximación a la prosa es más fuerte. La poesía de Montale no había alcanzado antes tal grado de libertad frente a los juegos fónicos o a las exquisiteces estilísticas. Alfredo Guilcani (En Autunno del Novecento, Feltrinelli, 1984) encuentra un “violento elogio de la locura y un cortejar a la crueldad”. Cree, al mismo tiempo, que hay en este libro extrañas vibraciones que apuntan a lo oscuro. Si Ossi di seppia es un viaje a través de los modelos más válidos de la tradición poética italiana (Carducci, Pascoli, D’Annunzio), Le occasioni es el perfeccionamiento de los instrumentos técnicos.

      La bufera e altro marca la irrupción violenta de la realidad histórica. Ese mal de vivir que la crítica ha señalado en Montale desde sus primeros poemas, toma cuerpo en la historia, realizándose. Los últimos libros se caracterizan por la tendencia al “diario”.

      En el poema  “I limoni”, incluido en Huesos de jibia, se canta a los limones por contraste con los poetas que sólo hablan de plantas de nombres raros. Es un evidente rechazo a la poesía académica, aunque el poema sigue cargado de metafísica. En un elemento común se deposita una gran ansia por descubrir una respuesta al deseo de vivir. La tendencia a la narración está ya en el primer poema del primer libro. Al mismo tiempo que manifiesta rechazo, Montale recupera elementos estilísticos de la tradición; ese “escúchame” con que se abre, dirigido a un mudo interlocutor, será recurrente en toda su poesía. Del mismo Ossi di seppia es el poema “Non chiederci la parola”, una auténtica definición existencial de toda una generación, como lo observa Marchese. En la negatividad,

hoy sólo podemos decirte
aquello que no somos
aquello que no queremos

se resume la tesis montaliana de que no se pueden dar más mensajes, fórmulas, seguridad o certezas, sino sílabas que expresan una convicción, la de la caída de toda posibilidad de consuelo. El mensaje está en versos que declaran la imposibilidad de mensaje. Ossi di seppia es el principio ético de toda una generación, el refutar todo optimismo consolatorio, el revelar la conciencia del “mal de vivir” que en muchos se traducirá en un antifascismo militante.

      Algunos poemas de Le occasioni muestran nuevas sobreimpresiones en la memoria; el poeta se pregunta si en realidad los sucesos fueron como los relata y se declara imposibilitado de recuperar el pasado. Letra a letra, poema a poema, se constata la erosión del tiempo sobre los sentimientos y sobre la memoria. No hay manera efectiva de defender los recuerdos, una especie de neblina oculta los rostros y los hechos del pasado. En el poema “Dora Markus” se funden en un retrato de mujer todas las tendencias montalianas, el silencio, la indiferencia, la inquietud. En la segunda parte del mismo hay una referencia histórica: la vecindad de las tinieblas sobre Europa. Dora es, prácticamente, inevitabilidad e impotencia, “...pero es tarde, siempre más tarde”. En los poemas de La bufera e altro hay una evidente referencia histórico-política, pero vinculada a la trágica condición existencial del hombre y el mal histórico es presentado como una epifanía. Los poemas son casi un balance de la conducta del poeta, una verificación de los principios que lo han guiado, ahora dirigiéndose a una mujer a la que ratifica el sentido desencantado del vivir.

      En Satura reflexiona sobre el sentido de la historia y sobre el lenguaje. Está allí “Xenia II” (palabra griega que significa mujeres ofrecidas a los amigos y a los huéspedes), poemas discursivos y coloquiales que “leen” la realidad y nos dejan un sabor de sabiduría. El último Montale es reflexivo, el poeta que pide a los amigos hacer una gran hoguera con todos sus libros, el que pide olvido proclamando que la tranquilidad de los poetas sólo es perturbada por el recuerdo.

      Para finalizar es necesario hacer referencia al Montale prosista. Dos libros famosos fueron Farfalla di Dinard (artículos en Il Corriere della Sera) y Corriere d’informazione. En ambos libros hay numerosos elementos autobiográficos donde se puede seguir a Montale desde la infancia, su estudios de canto y su fructífera y dramática pasantía por Florencia.

      El poeta no es muy dado a las confidencias, pero, aún así, podemos ver en la tela de la nostalgia algunos duros juicios sobre los pueblos de la infancia y la adolescencia, las mujeres aparecen agresivas y soportadas con estoicismo, casi como si la idealización en la poesía fuese un contrapeso al fastidio por la feminidad terrenal. El poeta hace auténticos estudios de la tipología humana, camina el sendero del hedonismo y hasta nos muestra sus aficiones gastronómicas. Cesare Segre ha hecho un estudio comparativo entre la poesía y la prosa, remarcando cada lugar y cada motivación. Otro texto destacable es Fuori di casa, un libro de viajes lleno de juicios literarios y artísticos. También hay que mencionar Auto da fe, Nel nostro tempo, Sulla poesia y su intercambio de cartas con Italo Svevo y Salvatore Quasimodo.

Extraído parcialmente de Ameritalia

DATOS BIOBIBLIOGRÁFICOS

      Nació en Génova el 12 de octubre de 1896, y murió en Milán, el 12 de septiembre de 1981.

      Eugenio Montale, poeta, ensayista y crítico de música italiano, era el sexto y último hijo de una familia de prósperos comerciantes de productos químicos de Génova. Sus padres eran proveedores, entre otros de la familia de Italo Svevo. Montale tuvo dificultades de salud durante la infancia que lo obligaron a interrumpir sus estudios, y fue su hermana Mariana quien se encargó de su cuidado. Quería ser cantante y, al retomar sus estudios formales, tomó paralelamente clases de canto. Su afición por la música se reflejaría en muchos de sus poemas y lo llevaría finalmente, en su madurez, a ejercer la crítica musical. Obtuvo el título de contador, carrera a la que lo había orientado su padre.

      Leyó ávidamente, durante su juventud y adolescencia, a los simbolistas franceses, entre otras lecturas. Sin maestros, aprendió francés e inglés.

      En 1917, fue incorporado al ejército y luchó en la Primera Guerra Mundial, experiencia que también tendría resonancia en su poesía.

      En 1925, firmó un famoso manifiesto de los intelectuales contra el fascismo, documento inspirado por el filósofo Benedetto Croce. Se trasladó a Florencia para trabajar en la editorial Bemporand. Conoció a la mujer con la que estableció una relación profunda, y que duró muchos años, Dursilla Tanzi. En 1929 fue nombrado director del  Gabinete Vieusseux, una de las bibliotecas y archivos más prestigiosas de su tiempo,  que atraía a intelectuales del país y del extranjero. El poeta T. S. Eliot tradujo sus poemas al inglés.

      Después de diez años al frente del Gabinete Vieusseux, el gobierno fascista lo dejó cesante. Durante la Segunda Guerra Mundial, hospedó en su casa a escritores perseguidos, —Umberto Saba y Carlo Levi, entre otros—. En esos años de guerra, se dedicó a la traducción de autores como, por ejemplo, Miguel de Cervantes, Christopher Marlowe, Herman Melville, Mark Twain y William Faulkner. Después de la guerra, se empleó como crítico de música en el diario Corriere de la Sera, de Milán.

      Viajó por Europa y a los Estados Unidos. Le otorgan el Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Milán. Recibió el importante premio Feltrinelli. Se casó con Dursilla Tanzi en 1962, y su esposa murió al año siguiente. En 1966, fue nombrado senador vitalicio por el presidente Giuseppe Saragat. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1975.


Libros publicados

Poesía

    Ossi di seppia, (Huesos de jibia), 1925
    Le occasioni, (Las ocasiones), 1939
    La bufera e altro, (La tempestad y otros poemas), 1956
    Satura, 1971
    Diario dei ‘71 e dei ‘72, (Diario del 71 y el 72), 1973
    Quaderno di quattro anni, (Cuaderno de cuatro años), 1977
    Altri versó, (Otros versos), 1981
    La casa dei doganieri e altre versó, (La casa de los aduaneros y otros versos), 1932
    Finisterre, 1943
    Accordi & pastelli, (Acordes y pasteles) 1962
    Xenia, 1966
    Il poeta/Diario, (El poeta/Diario), 1972
    Otto poesie, (Ocho poesías), 1975

Prosa

    Farfalla di Dinard, (Mariposa de Dinard), 1956
    Auto da fe, (Auto de fe), 1966
    Fuori di casa,  (Fuera de casa), 1969

    Nel nostro tempo (En nuestro tiempo), 1972
    Sulla poesia, (Sobre la poesía), 1976
    I miei scritti sul “Mondo” (da Bonsanti a  Pannunzio), 1981

Traducciones de poesía

    Quaderno di traduzioni, (Cuaderno de traducciones), 1948
    Diario póstumo

   
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Eugenio Montale

http://www.poeticas.com.ar/Directorio/Poetas_miembros/Eugenio_Montale.html

jueves, 3 de abril de 2014

Carlos Fuentes. Novela. (Del libro: En esto creo).



NOVELA
¿Qué puede decir la novela que no pueda decirse de ninguna otra manera? Ésta es la pregunta radical de Hermann Broch. La contesta, concretamente, una constelación de novelistas tan extensa y tan diversa que le da un nuevo, más amplio y aún más literal sentido al sueño de una weltliteratur imaginada por Goethe: una literatura mundial. Si el siglo XIX en su primera mitad le perteneció, según Roger Caillois, a la literatura europea y la segunda a la rusa, la primera mitad del siglo XX a la norteamericana y la segunda a la latinoamericana, al iniciarse el siglo XXI podemos hablar de una novela universal que abarca desde Günter Grass, Juan Goytisolo y José Saramago en Europa hasta Susan Sontag, William Styron y Philip Roth en Norteamérica hasta Gabriel García Márquez, Nélida Piñón y Mario Vargas Llosa en Latinoamérica, a Kenzaburo Oé en Japón, a Anita Desai en India, a Naguib Mahfuz y Tahar Ben-Jelum en el norte de África, a Nadine Gordimer, J. M. Coetzee y Athol Fuggard en Sudáfrica. Tan sólo Nigeria, desde el «corazón de las tinieblas» de las ciegas concepciones eurocentristas, tiene hoy tres grandes narradores: Wole Soyinka, Chinua Achebee y Ben Okri.
¿Qué une a estos grandes novelistas, más allá de sus nacionalidades? Dos cosas indispensables a la novela... y a la sociedad. La imaginación y el lenguaje. Ellos dan respuesta a la interrogante que distingue a la novela de la información periodística, científica, política, económica y aun filosófica. Le dan realidad verbal a la parte no escrita del mundo. Y participan del urgente temor del autor de literatura: Si no escribo esta palabra, no la escribirá nadie. Si no digo esta palabra, el mundo se hundirá en el silencio (o en el rumor y la furia). Y una palabra no escrita o no dicha nos condena a morir mudos e infelices. Sólo lo dicho es dichoso y sólo lo no dicho es desdichado. Al decir —dichosa—, la novela hace visible la parte invisible de la realidad. Y lo hace de una manera imprevista por los cánones realistas o psicológicos del pasado. A la manera plena (plenipotenciaria) de Bajtin, el novelista emplea la ficción como una arena donde no sólo se dan cita los personajes, sino también los lenguajes, los códigos de conducta, las eras históricas más remotas y los múltiples géneros, derrumbando barreras artificiales y ensanchando, constantemente, el territorio de la presencia humana en la historia. La novela acaba por reapropiar lo mismo que ella no es: ciencia, periodismo, filosofía...
Es por ello que la novela no sólo refleja realidad, sino que crea una realidad nueva, una realidad que antes no estaba allí (Don Quijote, Madame Bovary, Stephen Dedalus) pero sin la cual ya no podríamos concebir la realidad misma. Así, la novela crea un nuevo tiempo para los lectores. El pasado es rescatado de los museos; el futuro, de convertirse en una inalcanzable promesa ideológica. La novela convierte el pasado, en memoria, y el futuro, en deseo. Pero ambos ocurren hoy, en el presente del lector que, leyendo, recuerda y desea. Hoy, Don Quijote sale a combatir molinos que son gigantes. Hoy, Emma Bovary entra a la botica del farmacéutico Homais. Hoy, Leopold Bloom vive un solo día de junio en Dublín. William Faulkner lo dijo mejor que nadie: «Todo es presente, ¿entiendes? Hoy sólo terminará mañana y mañana empezó hace diez mil años.»
De esta manera, el reflejo del pasado aparece como la profecía de la narrativa del futuro. El novelista, con más puntualidad que el historiador, nos dice siempre que el pasado no ha concluido, que el pasado ha de ser inventado a cada hora para que el presente no se nos muera entre las manos. La novela dice lo que la historia no dijo, olvidó o dejó de imaginar. Doy un ejemplo latinoamericano, el de la Argentina, el país nuestro con menos pasado pero con mejores escritores. Un viejo chiste dice que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos. País nuevo, de inmigración reciente, por eso mismo la Argentina ha debido inventarse una historia más allá de la historia, una historia verbal que dé respuesta al solitario y desesperado grito de las culturas: por favor, verbalízame.
Borges, desde luego, es el ejemplo mayor de esta otra historicidad que compensa la falta de ruinas mayas y belvederes incásicos. De cara al doble horizonte argentino —la Pampa y el Atlántico—, Borges responde con el espacio total del Aleph, el tiempo total de El jardín de los senderos que se bifurcan y el libro total de La biblioteca de Babel —para no recordar la incómoda mnemotecnia total de Funes el memorioso.
La historia como ausencia. Nada suscita tanto miedo. Pero nada, también, provoca respuesta más intensa que la imaginación creativa. El escritor argentino Héctor Libertella nos da la respuesta irónica a semejante dilema. Arroja una botella al mar. Dentro de ella, va la única prueba de que Magallanes circunnavegó la tierra: el diario de Pigafetta. La historia es una botella arrojada al mar. La novela es el manuscrito encontrado en la botella. El pasado remoto se reúne con el más inmediato presente cuando, avasallada por una atroz dictadura, toda una nación desaparece y sólo es preservada en las novelas argentinas de Luisa Valenzuela o en las chilenas de Ariel Dorfman. ¿Dónde ocurren, entonces, las maravillosas invenciones históricas de Tomás Eloy Martínez —La novela de Perón y Santa Evita—? ¿En el pasado necrófilo de la política argentina, o en un futuro inmediato donde el humor del autor hace presente —y presentable— el pasado, haciéndolo sobre todo, legible?
Quiero creer que esta manera de ficcionalizar llena una urgente necesidad del mundo moderno o posmoderno, como gustéis. Después de todo, la modernidad es un proyecto sin fin, perpetuamente inacabado. Lo que ha cambiado, acaso, es la percepción expresada por Jean Baudrillard de que «el futuro ha llegado, todo ha llegado, todo está aquí...». A esto me refiero cuando hablo de una nueva geografía de la novela, gracias a la cual no se puede entender el presente estado de la literatura, digamos, en Inglaterra, sin referencia a las novelas en inglés escritas por autores de la antigua periferia del Imperio Británico —Tne empire Strikes Back— con rostros multirraciales y multiculturales.
V. S. Naipaul, hindú de Trinidad; Breyten Breitenbach, boer holandés de Sudáfrica; Margaret Atwood del Canadá angloparlante; pero también Marie-Claire Blais del Canadá francoparlante y, del Canadá también, Michael Ondatjee por vía de Sri Lanka. El archipiélago británico incluye a otras islas internas y externas: la Escocia de Alisdair Gray, el País de Gales de Bruce Chatwin, la Irlanda de Edna O’Brien y hasta el Japón de Katzuo Ishiguro. No habría novela norteamericana para ampliar la diversificación cultural, racial y de género, sin la afroamericana Toni Morrison, sin la cubano-americana Cristina García, sin la méxico-americana Sandra Cisneros, sin la indoamericana Louise Erdrich o sin la sino-americana Amy Tan: Cherezadas modernas todas ellas, que al contar un cuento cada noche, aplazan nuestra muerte cada día...
Jean Francois Lyotard nos dice que la tradición occidental ha agotado lo que él llama «la metanarrativa de la liberación». Sin embargo, el fin de dichas «metanarrativas» de la modernidad ilustrada, ¿no anuncia la multiplicación de las «multinarrativas» provenientes de un universo policultural y multirracial que trasciende el dominio exclusivo de la modernidad occidental?
La «incredulidad hacia las metanarrativas» de la modernidad occidental quizás está siendo desplazada por la credibilidad hacia las polinarrativas que hablan en nombre de múltiples proyectos de liberación humana, nuevos deseos, nuevas exigencias morales, nuevos territorios de la presencia humana en el mundo.
Esta «activación de las diferencias», como las llama Lyotard, es sólo una manera de decir que en nuestro mundo de la posguerra fría (y si Bush Jr. se sale con la suya, de la paz caliente) no es un mundo, a pesar de las realidades globalizantes, que se esté moviendo hacia una unidad ilusoria y acaso dañina, sino hacia una diferenciación mayor y más sana, aunque a menudo, también, conflictiva. Lo digo como latinoamericano. La preocupación nacionalista de la identidad que tanto nos absorbió a lo largo de nuestra vida independiente, de Sarmiento a Martínez Estrada en la Argentina, de González Prada a Mariátegui en Perú, de Hostos en Puerto Rico a Rodó en Uruguay, de Fernando Ortiz a Lezama Lima en Cuba, de Henríquez Ureña en Santo Domingo a Picón Salas en Venezuela, de Reyes a Paz en México, Montalvo en Ecuador y Cardoza y Aragón en Guatemala, contribuyó a dotarnos, precisamente, de una identidad. Ni un mexicano duda que es mexicano, ni un brasileño, brasileño, ni un argentino, argentino. Pero el premio acarrea una nueva demanda: transitar de la identidad a la diversidad. Diversidad moral, política, religiosa, sexual. Sin el respeto a la diversidad fundada en la identidad, no tendremos, en Latinoamérica, libertad.
Doy el ejemplo que me es más próximo —la América indoafrolatina— para reforzar el argumento de la novela como factor de diversificación y multiplicidad culturales en el siglo XX. Entramos al mundo que Max Weber anunció como un «politeísmo de valores». Todo, las comunicaciones, la economía, la ciencia y la tecnología, pero también las demandas étnicas, los nacionalismos redivivos, el retorno de las tribus con sus ídolos, la coexistencia de un progreso vertiginoso con la resurrección de cuanto creíamos muerto. La variedad y no la monotonía, la diversidad más que la unidad, el conflicto más que la tranquilidad, definirán la cultura de nuestro siglo.
La novela es una reintroducción del ser humano en la historia. En una gran novela, el sujeto es presentado de nuevo a su destino y su destino es la suma de su experiencia: fatal y libre. Pero en nuestro tiempo, la novela también es una carta de presentación de las culturas que, lejos de haber sido ahogadas por las mareas de la globalidad, se han atrevido a afirmarse con más vigor que nunca. Negativa en los sentidos que todos conocemos (xenofobias, nacionalismos agresivos, primitivismos crueles, perversión de derechos humanos en nombre de la tradición o la opresión del padre, del macho, del clan), la particularidad es positiva cuando afirma valores en peligro de ser olvidados o eliminados y que, en sí mismos, son valladares contra los peores impulsos del tribalismo.
No hay novela sin historia. Pero la novela, introduciéndonos en la historia, también nos permite buscar el camino fuera de la historia a fin de ver claramente a la historia y ser, auténticamente, históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en sus laberintos sin reconocer las salidas es, simplemente, ser víctimas de la historia.
Introducción del ser histórico en la historia. Introducción de una civilización en otras. Ello requerirá una aguda conciencia de nuestra propia tradición a fin de darle la mano a las tradiciones de los otros. ¿Qué une a toda tradición sino ser requisito para construir, sobre ella, una nueva creación?
Tal es el problema que resuelven, con brillo, nuevos novelistas mexicanos como Jorge Volpi, Ignacio Padilla y Pedro Ángel Palou.
Toda novela, como toda obra de arte, se compone simultáneamente de instantes aislados y de instantes continuos. El instante es la epifanía que, con suerte, cada novela encierra y libera. Los instantes más delicados y fúgitivos, como los describe Joyce en el Retrato del artista adolescente, «una súbita manifestación espiritual surgida en medio de los discursos y los gestos más ordinarios».
  Surgida también, sin embargo, en medio de un  evento histórico continuo, tanto que no admite ni principio ni fin, ni origen teológico ni happy ending ni final apocalíptico, sino una declaración de la interminable multiplicación del sentido y en contra de la consoladora unidad de una sola lectura, ortodoxa, del mundo. «La historia y la felicidad rara vez coinciden», escribió Nietzsche. La novela es prueba de ello, y en Latinoamérica ganamos la novela de la advertencia cuando perdimos el discurso de la esperanza.
 Nueva novela: hablo de un paso incierto aún, pero necesario quizás, de la identidad a la alteridad; de la reducción a la ampliación; de la expulsión a la inclusión; de la parálisis al movimiento; de la unidad a la diferencia; de la no contradicción a la contradicción permanente; del olvido a la memoria; del pasado inerte al pasado vivo; y de la fe en el progreso a la crítica del porvenir.
Son éstos los ritmos, los sentidos, de la novedad en la narrativa... quizás. Pero sólo que, con ellos, con todas las obras que los liberan, alcancemos la magnífica potencialidad para crear imágenes que José Lezama Lima le otorga a las «eras imaginarias». Pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable, añade el autor de Paradiso.
La novedad de la novela nos dice que nuestra humanidad no vive en la helada abstracción de lo separado, sino en el pulso cálido de una variedad infernal que nos dice: No somos aún. Estamos siendo.
Esa voz nos cuestiona, nos llega desde muy lejos pero también desde muy adentro de nosotros mismos. Es la voz de nuestra propia humanidad revelada en las fronteras olvidadas de la conciencia. Proviene de tiempos múltiples y de espacios lejanos. Pero crea, con nosotros, para nosotros, el terreno donde podremos juntarnos y contarnos historias.
 La imaginación y el lenguaje, la memoria y el deseo, son no sólo la materia viva de la novela, sino el sitio de encuentro de nuestra humanidad inacabada. La literatura nos enseña que los máximos valores son los valores compartidos. Los novelistas latinoamericanos compartimos las palabras de ítalo Calvino cuando afirma que la literatura es un modelo de valores, capaz de proponer escenarios de lenguaje, visión, imaginación y correlación de eventos. Nos reconocemos en William Gass cuando nos hace comprender que el cuerpo y el alma de una novela son su lenguaje y su imaginación, no sus buenas intenciones: la conciencia que la novela altera, no la conciencia que conforta. Fraternizamos con nuestro gran amigo Milán Kundera cuando nos recuerda que la novela es una perpetua redefinición del ser humano como problema.
 Todo ello implica que la novela se formule a sí misma como incesante conflicto de lo que aún no se ha revelado, recuerdo de cuanto ha sido olvidado, voz del silencio y alas para el deseo de cuanto ha sido rebajado por la injusticia, la indiferencia, el prejuicio, la ignorancia, el odio o el miedo.
 Para lograrlo, debemos vernos y ver al mundo como proyectos inacabados, personalidades permanentemente incompletas y voces que no han dicho su última palabra. Para lograrlo, debemos articular sin fatiga una tradición y patrocinar las posibilidades de ser hombres y mujeres que no sólo estamos en la historia, sino que hacemos la historia. Un mundo en rápida transformación propone, como lo sugiere Kundera, redefinirnos constantemente como seres problemáticos, acaso enigmáticos, pero jamás como portadores de respuestas dogmáticas o de realidades concluidas. ¿No es esto lo que mejor define a la novela? La política puede ser dogmática. La novela sólo puede ser enigmática.
La novela gana el derecho de criticar al mundo demostrando, en primer lugar, su capacidad para criticarse a sí misma. Es la crítica de la novela por la novela misma lo que revela tanto la labor del arte como la dimensión social de la obra. James Joyce en Ulises y Julio Cortázar en Rayuela son ejemplos superiores de lo que quiero decir: la novela como crítica de sí misma y de sus procederes. Pero ésta es una herencia de Cervantes y de los novelistas de la Mancha.
La novela nos propone la posibilidad de una imaginación verbal como realidad no menos real que la historia misma. La novela constantemente anuncia un nuevo mundo: un mundo inminente. Porque el novelista sabe que después de la terrible violencia dogmática del siglo XX, la historia se ha convertido en una posibilidad, nunca más en una certeza. Creemos conocer al mundo. Ahora, debemos imaginarlo.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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