miércoles, 9 de abril de 2014

William Seward Burroughs


(EEUU, 1914-1997)
William Seward Burroughs escritor estadounidense y artista experimental. Nació en Saint Louis (Missouri), y terminó sus estudios en la Universidad de Harvard en 1936. Durante un breve periodo estudió medicina en Viena y antropología de nuevo en Harvard. Burroughs desempeñó diversos oficios y pasó un tiempo en el Ejército antes de establecerse en Nueva York, en 1943. En 1944 conoció a Allen Ginsberg y Jack Kerouac, con quienes colaboró en la fundación del movimiento literario conocido como Beat generation. En esta misma ciudad conoció a Joan Vollmer Adams, con quien contrajo matrimonio civil. Las amistades de Burroughs, su adicción a las drogas y la muerte accidental de su mujer en 1951 configuraron sus primeros escritos literarios. En 1949 abandonó su país y llevó una vida de artista exiliado en México, Tánger, París y Londres. Regresó a Nueva York en 1974 y en 1981 se estableció en Lawrence (Kansas). La experimentación literaria está presente en todas las novelas de Burroughs, donde la fuerza visionaria se combina con la sátira social y el uso del montaje, el collage y la improvisación. Fue el inventor de la rutina (una fantasía satírica improvisada), el corte (una técnica de collage aplicada a la prosa que consiste en cortar y mezclar el texto) y las mitologías pop (creadas a partir de la cultura popular). Entre sus novelas destacan Yonqui (1953), El almuerzo desnudo (1959), El aparato blando (1961), El billete que explotó (1962), Nova Express (1964), Los chicos salvajes (1971), Exterminador (1973), Port of Saints (1975), Ciudades de la noche roja (1981), El lugar de los caminos muertos (1984), Queer (1985) y Tierras del occidente (1987). El almuerzo desnudo, basada en sus experiencias con las drogas, está considerada una obra clave. El explícito lenguaje sexual de la novela, así como la evocación de imágenes grotescas, provocaron la prohibición del libro en Boston (Massachussetts). Esta prohibición se levantó tras un juicio que tuvo lugar en 1965 y 1966 y que supuso el fin de la censura en Estados Unidos. Burroughs escribió también prosa experimental, relatos, novelas cortas y ensayos. Colaboró con otros escritores y artistas en proyectos literarios, cinematográficos, musicales y multimedia. En la década de 1980 se dedicó a la pintura y realizó diversas exposiciones. En 1995 publicó un libro de memorias titulado Mi educación: un libro de sueños.
***
 “Yonqui” 1949, publicada en EEUU en 1953, gracias a las incansables gestiones y correcciones de Allen Ginsberg. No olvidemos que este fue un libro muy incómodo para el mundo editorial estadounidense de principios de los cincuenta, tanto por su temática como por su estilo. Por esta razón sale en un formato “pulp” y firmado con el pseudónimo William Lee , dentro de la editorial Ace Books de Carl Solomon , quien obliga a BURROUGHS a escribir una nota introductoria con tono moralista para cubrirse las espaldas ante la moral bienpensante de la época.
La novela retrata la cotidianidad del adicto y la lucha constante contra las resistencias de los médicos y farmacéuticos a dispensar narcóticos (algo impensable tan sólo veinte años antes, cuando estos mismos profesionales eran el principal grupo social de adictos y/o difusores de la adicción yatrogénica). Diversos historiadores de las sustancias psicoactivas ( Antonio Escohotado , Richard Rudgley, Sadie Plant ...) han destacado la influencia determinante de esta novela de Burroughs en la aparición del concepto de yonqui como estereotipo sociológico, muy diferenciado del adicto a opiáceos de siglos anteriores (tanto del morfinómano sanitario como del fumador de opio), cuyo ocaso queda reflejado en la novela autobiográfica “Diary of a drug fiend” (1922) de Aleister Crowley .

(Fragmento)YONQUI.

UNO

Mi primera experiencia con droga fue durante la guerra, en 1944 o 1945. Había conocido a un hombre llamado Norton que por entonces traba-jaba en unos astilleros. Norton, cuyo verdadero nombre era Morelli o algo así, había sido expul-sado del Ejército antes del comienzo de la guerra por falsificar cheques, y fue clasificado 4-F debido a su mal carácter. Se parecía a George Raft, aun-que era más alto. Norton estaba intentando me-jorar su inglés y adquirir unos modales afables, educados. Sin embargo, en él la afabilidad no re-sultaba natural. En calma, su expresión era hosca y sombría, y se daba uno cuenta de que siempre tenía ese aspecto sórdido en cuanto le dabas la espalda.

Norton era un ladrón empedernido, y no se sentía bien si no robaba algo todos los días en los astilleros donde trabajaba. Alguna herramien-ta, unas latas de conservas, un par de monos de mecánico, cualquier cosa. Un día me llamó y me dijo que había robado una metralleta Thompson. ¿Sabía de alguien que quisiera comprarla? Yo le dije:
—Es posible. Tráela.

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La escasez de viviendas estaba en pleno apo-geo. Yo pagaba quince dólares a la semana por un asqueroso apartamento que daba a la escalera y jamás veía la luz del sol. El empapelado estaba desgarrado porque el radiador dejaba salir el agua cuando había agua que pudiera salir de él. Tenía las ventanas forradas con papel de periódi-co para protegerme del frío. Todo estaba lleno de cucarachas y ocasionalmente mataba alguna chin-che.

Estaba sentado junto al radiador, un tanto mojado por el vapor, cuando oí llamar a Norton. Abrí la puerta y allí estaba en el oscuro vestíbulo con un enorme paquete envuelto en papel de es-traza bajo el brazo. Sonrió y dijo:
—Hola.
Yo dije:
—Entra, Norton, y quítate el abrigos
Desenvolvió la metralleta y nos acercamos a ella y apretó el gatillo.

Dije que encontraría alguien que la comprara.
Norton dijo:
—Mira, aquí tengo otra cosa que me he pu-lido.
Se trataba de una caja amarilla con cinco ampollas de medio grano de tartrato de morfina.
—Esto es sólo una muestra —dijo señalando la morfina—. Tengo otras quince cajas en casa y puedo conseguir muchas más si te deshaces de éstas.
—Veré lo que puedo hacer —le dije.

En aquella época yo nunca había tomado dro-gas y tampoco se me había ocurrido probarlas. Empecé a buscar alguien que quisiera comprar las dos cosas y fue entonces cuando entré en contacto con Roy y Hermán.

Yo conocía a un joven maleante de la zona norte de Nueva York que trabajaba de cocinero en Jarrow, «para disimular», como él decía. Le llamé y le dije que tenía algo que colocar y nos citamos en el bar Angle de la Octava Avenida, cer-ca de la calle 42.

Este bar era el lugar de reunión de los malean-tes de la calle 42, un grupo de fanfarrones y cri-minales en potencia. Siempre estaban buscando alguien que les invitara a una copa, alguien que planeara un asunto y les dijera exactamente lo que tenían que hacer. Como nadie que planeara algo serio se arriesgaba a contar con tipos tan evidentemente ineptos, cenizos y fracasados, ellos seguían buscando, fabricando mentiras dispara-tadas sobre golpes fabulosos y trabajando ocasio-nalmente de lavaplatos, camareros, pinches, ligan-do de vez en cuando a un borracho o a un marica tímido; buscando, siempre buscando quien les propusiera un buen asunto, alguien que les di-jera:
—Te he estado buscando. Eres la persona que necesito para este asunto. Escucha bien...

Jack —a través del cual conocí a Roy y Her-mán— no era una de estas ovejas perdidas en busca de un pastor con sortija de diamantes y pistola en la sobaquera y voz firme y segura que sugiere contactos, sobornos, planes que hacen que cualquier atraco suene a cosa fácil y de éxito se-guro. A Jack le iban bien las cosas de vez en cuan-do y se le podía ver con ropa nueva y hasta con coches nuevos. También era un mentiroso impeni-tente que parecía mentir más para sí mismo que para cualquier auditorio visible. Tenía buen aspecto, rostro saludable de campesino, aunque ha-bía algo extrañamente enfermizo en él. Era un tipo que sufría súbitas fluctuaciones de peso, co-mo un diabético o un enfermo del hígado. Estos cambios de peso solían ir acompañados de incon-trolables arrebatos de inquietud que le hacían desaparecer durante unos cuantos días.

Era algo realmente misterioso. Unas veces se le podía ver con aspecto de niño sano. Una semana o así después podía volverse delgado, macilento y envejecido, y era preciso mirarle atentamente un par de veces antes de reconocerle. Su cara estaba recorrida por un sufrimiento en el que sus ojos no participaban. Eran sólo sus células las que su-frían. El mismo —el ego consciente reflejado en la mirada tranquila y alerta de sus ojos de ma-leante— no tenía nada que ver con ese sufrimien-to de su otro yo, un sufrimiento del sistema nervioso, de carne y vísceras y células.

Se deslizó en el diván en que yo estaba y pi-dió un whisky. Se lo bebió de golpe, dejó el vaso y me miró con la cabeza ligeramente inclinada a un lado y dijo:
—¿Qué es lo que tienes?
—Una metralleta Thompson y unos treinta y cinco granos de morfina.
—La morfina puedo colocarla inmediatamente, pero la metralleta quizá me lleve algún tiempo.

Entraron dos policías de paisano, y se apoya-ron en la barra hablando con el barman. Jack hizo un gesto cor la cabeza en su dirección.
—La pasma. Vamos a dar un paseo.
Le seguí fuera del bar. Se deslizó a través de la puerta con disimulo.
—Voy a llevarte a ver a alguien que querrá la morfina —dijo—. Debes olvidar su dirección.

Bajamos al andén inferior del metro. La voz de Jack, dirigiéndose a su invisible auditorio, se-guía y seguía. Tenía la habilidad de lanzar su voz directamente a la conciencia del otro. Ningún rui-do exterior la apagaba.
—Sólo tienen que darme un treinta y ocho. Con acariciar el percutor basta. Soy capaz de tumbar a cualquiera a doscientos metros. Da igual lo que pienses. Mi hermano tiene dos ametrallado-ras del calibre 30 escondidas en Iowa.

Salimos del metro y empezamos a caminar por aceras cubiertas de nieve.
—El tío me debía dinero desde hacía tiempo. Sabía que lo tenía pero que no quería pagarme, así que le esperé a la salida del trabajo. Yo sólo tenía un puñado de monedas. Nadie puede acu-sarte de nada por llevar dinero de curso legal. Me dijo que estaba sin blanca. Le rompí la mandíbu-la y le quité el dinero que me debía. Dos de sus amigos estaban delante, pero se mantuvieron aparte. Les había amenazado con una navaja.

Subíamos las escaleras de una casa. Los esca-lones eran de metal negro muy gastado. Nos para-mos ante una pequeña puerta metálica, y Jack golpeó la puerta de un modo especial inclinando la cabeza hacia el suelo como un ladrón de cajas fuertes. La puerta fue abierta por un marica de media edad, alto, blando, con tatuajes en los bra-zos e incluso en las manos.
—Este es Joey —dijo Jack.
Y Joey dijo:
—Hola.
Jack se sacó del bolsillo un billete de cinco dólares y se lo dio a Joey.
—Tráenos un litro de Schenley, ¿quieres, Joey?
Joey se puso un abrigo y salió.

En muchos apartamentos la puerta da direc-tamente a la cocina. Eso pasaba en este aparta-mento y por tanto estábamos en la cocina.

Cuando Joey salió vi que había otro hombre allí que me estaba mirando. Ondas de hostilidad y desconfianza salían de sus grandes ojos casta-ños como una especie de emisión televisada. El efecto casi era como un impacto físico. El hombre era bajo y muy delgado; su cuello se perdía entre el jersey. Su tez iba del marrón al amarillo, y se había aplicado maquillaje en un vano intento de disimular una erupción de la piel. La boca se le estiraba por los lados con una mueca de aburrimiento petulante.

 —¿Quién es ése? —dijo. Su nombre, como supe más tarde, era Hermán.
—Es amigo mío. Tiene algo de morfina y quie-re deshacerse de ella.
Hermán encogió y estiró los brazos y dijo:
—Me parece que no tengo muchas ganas de molestarme.
—Bien —dijo Jack—, se la venderemos a otro. Vamos, Bill.

Nos fuimos a la habitación delantera. Había una radio pequeña, un Buda de porcelana con una vela encendida delante, algunos otros trastos. Un hombre estaba tumbado en una cama. Cuando entramos en la habitación se sentó y dijo hola y sonrió de modo agradable mostrando unos dien-tes amarillos. Su voz era del sur, con un ligero acento del este de Texas.

Jack dijo:
—Roy, éste es un amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere venderla.
El hombre se sentó más derecho y bajó las piernas de la cama. Su mandíbula pendía sin fuer-za, dando a la cara una expresión vacía. La piel de la cara era blanda y oscura. Los pómulos eran altos y parecía un oriental. Las orejas formaban ángulo con un cráneo asimétrico. Los ojos eran castaños y tenían un brillo especial, como si hu-biera un punto de luz tras ellos. La luz de la habitación centelleaba sobre los puntos de luz de sus ojos como un ópalo.

—¿Cuánta tienes? —me preguntó.
—Setenta y cinco ampollas de medio grano.
—El precio corriente es dos dólares el grano —dijo—, pero las ampollas valen un poco menos. La gente quiere tabletas. Las ampollas tienen mu-cha agua y hay que abrirlas y calentar el líquido. —Se calló y la cara se le puso blanca—. Puedo pagarte a uno cincuenta el grano —dijo final-mente.
—Supongo que estará bien —dije.
Me preguntó cómo podíamos estar en contacto y le di mi número de teléfono.

Joey volvió con el whisky y todos bebimos. Hermán señaló con la cabeza hacia la cocina y dijo a Jack:
—¿Puedo hablar contigo un momento?

Les oí discutir sobre algo. Después Jack vol-vió y Hermán siguió en la cocina. Todos bebimos unos tragos y Jack empezó a contarnos una his-toria.
—Mi socio limpiaba el cuarto. El tipo estaba dormido y yo le vigilaba pegado a él con un trozo de cañería de baño. La cañería tenía un grifo al final. De pronto, el tío se despierta y salta de la cama y echa a correr. Le hice una caricia con el grifo y siguió corriendo hasta la otra habitación, arrojando sangre por la cabeza a tres metros de distancia con cada latido del corazón. —Hizo un movimiento de bombeo con la mano—

Se le veían los sesos y la sangre que le caía de ellos. —Jack se echó a reír de modo incontrolable—. Mi chica estaba esperándome en el coche. Me llamaba, ¡ ja, ja, ja!, me llamaba, ¡ja, ja, ja!, asesino de san-gre fría. Se rió hasta que la cara se le puso morada.

Unas noches después de mi entrevista con Roy y Hermán, utilicé una de las ampollas, lo que constituyó mi primera experiencia con droga. Las ampollas que yo tenía eran de un tipo especial: parecían un tubo de pasta de dientes con una aguja al final. Pinchando con un alfiler a través de la aguja se abría el conducto y la ampolla que-daba lista para pinchar.

La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se ex-tiende una gran relajación que despega los múscu-los de los huesos y parece que uno flota sin lími-tes, como si estuviera tendido sobre agua salada caliente. Cuando esta relajación se extendió por mis tejidos, experimenté un fuerte sentimiento de miedo. Tenía la sensación de que una imagen ho-rrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, moviéndose en cuanto volvía la cabeza de modo que nunca podía verla. Sentí náuseas; me tumbé y cerré los ojos. Pasaron una serie de imágenes, como si estuviera viendo una película: un enorme bar con luces de neón que se hacía más y más grande hasta que calles y tráfico quedaron incluidos en él; una camarera traía una calavera en una bandeja; estrellas en el cielo claro. El impacto físico del miedo a la muerte; el corte de la respira-ción; la detención de la sangre.

Me adormilé y desperté con un principio de miedo. A la mañana siguiente vomité y me sentí mal hasta el mediodía.

Roy me llamó aquella noche.
—Con respecto a lo que estuvimos hablando la otra noche —me dijo—, puedo darte cuatro dó-lares por caja y llevarme cinco cajas ahora mis-mo. ¿Estás ocupado? Me acercaré hasta tu casa. Llegaremos a un acuerdo, ya verás.

Pocos minutos después llamaba a la puerta. Llevaba una chaqueta a cuadros y una camisa co-lor café. Miró a su alrededor y dijo:
—Si no te molesta, me pondré una.

Abrí la caja. Cogió una ampolla y se la inyectó en la pierna. Se bajó los pantalones y sacó veinte dólares del bolsillo. Puse cinco cajas sobre la mesa de la cocina.
—Creo que sacaré las ampollas de las cajas —dijo—. Ocupan demasiado.

Se metió las ampollas en los bolsillos de la chaqueta. Luego dijo:
—No creo que se rompan. Oye, te volveré a lla-mar mañana o así, cuando haya colocado éstas y tenga dinero para más. —Se puso el sombrero y dijo—: Hasta la vista.
Al día siguiente volvió. Se pinchó otra ampo-lla y sacó veinte dólares. Le di diez cajas y me quedé con dos.
—Estas son para mí —le dije.
Me miró sorprendido:
—¿También tú te picas?
—De vez en cuando.
—Es mal asunto —dijo moviendo la cabeza—. Es lo peor que puede sucederle a un hombre. Todos creemos al principio que podremos contro-larlo. Luego ya dejamos de querer controlarlo —sonrió—. Te compraré todo lo que consigas a este precio.

Al día siguiente volvió. Preguntó si no había cambiado de idea y quería venderle las dos cajas. Le dije que no. Me compró dos ampollas a dólar cada una, y se las pinchó. Luego se marchó diciéndome que estaría de viaje un par de meses.

Título original:  YONQUI
Traducción: Martín Lendínez
1ª. edición: septiembre, 1980
 La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Traducción: © Editorial Bruguera, S. A. 1980
Diseño cubierta: Soulé-Spagnuolo
Printed  in  Spain
ISBN 84-02-07420-0 / Depósito legal:  B. 24.774 - 1980
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Carretera Nacional 152, km 21,650. Parets ael Valles (Barcelona) - 1980

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