Maurice Maeterlinck
(Gante, 1862- Orlamonde, 1949) Escritor belga de
expresión francesa, que perteneció al movimiento simbolista. Miembro de
una vieja familia flamenca, se educó en un colegio de jesuitas. La
naturaleza y la poesía ocuparon un lugar importante en su adolescencia y
más tarde lo llevaron a renunciar a la profesión de abogado para
consagrarse a la literatura.
Maurice Maeterlinck
Vinculado a los jóvenes poetas belgas,
especialmente a Grégoire Le Roy, en París conoció a A. Villiers de
lIsle-Adam, y participó en el movimiento simbolista. Ingresó en el mundo
de las letras con Serres chaudes (1889), y en el transcurso del mismo año publicó un drama, La Princesa Maleine, muy elogiado por O. Mirbeau.
Sus piezas teatrales siguientes, Los ciegos (1890), Les Sept Princesses (1891), pero sobre todo La intrusa (1890) y Pelleas y Melisande (1892), lo convirtieron en el mayor representante del simbolismo en la escena. Continuó escribiendo dramas, entre ellos Interior (1894), Ariadna y Barba Azul (1902), y publicó poemas líricos como Douze chansons (1896).
Durante
este período, estudió a Jan van Ruysbroeck, F. Novalis y Ralph Waldo
Emerson, lo que propició en él una inclinación al pesimismo y a la
aceptación del dolor, de lo que se consoló con la contemplación de la
naturaleza. De allí los libros sobre el destino humano que escribió a
partir de 1896: Le Trésor des humbles (1896), La Sagesse et la Destinée (1898), así como sobre la organización de los animales: La vida de las abejas (1901). En su teatro se reflejaron tendencias análogas, sobre todo en Sor Beatriz (1900), Monna Vanna (1902) y, más abiertamente, en El pájaro azul (1908).
En 1896 dejó Bélgica y se instaló en París, donde vivió
durante veinte años con Georgette Leblanc, admirable intérprete de sus
obras. En 1911 obtuvo el premio Nobel por el conjunto de su obra.
Apasionado de la metafísica y el ocultismo, retomó en El gran secreto (1921) las tesis ya bosquejadas en La Mort (1913), en donde abordaba la existencia desde un punto de vista contrario a la dogmática católica.
En
1937 ingresó en la Academia de ciencias morales y políticas como
miembro extranjero. Durante la Segunda Guerra Mundial se refugió en
Estados Unidos, donde continuó escribiendo y publicando. Otras de sus
obras, tras el éxito mundial de su investigación sobre las abejas,
fueron La vida de los termes, comejenes u hormigas blancas (1926) y La vida de las hormigas (1930).
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/maeterlinck.htm
LA MUERTE ENSAYO:
(Fragmento).
He ahí dónde nos hallamos. En nuestra vida y en nuestro universo no hay más que un hecho importante: nuestra muerte. En ella se reúne y conspira contra nuestra felicidad todo aquello que escapa a nuestra vigilancia. Cuanto más nuestros pensamientos pugnan por apartarse de ella, más se acercan a ella. Cuanto más la tememos, más se hace temer, pues sólo se alimenta con nuestros temores. El que desea olvidarla no hace más que pensar en ella y el que la huye, la encuentra a cada paso. Con su sombra lo ensombrece todo. Pero si pensamos en ella sin cesar, lo hacemos sin darnos cuenta de ello y por eso no aprendemos a conocerla. Nos contentamos con volverle la espalda en vez de ir a ella con el rostro levantado. Nos esforzamos en alejar de nuestra voluntad todas aquellas fuerzas que podrían servirnos para plantar la cara. La dejamos en las manos sombrías del instinto y no le concedemos ni una hora de nuestra inteligencia. ¿No es asombroso que la idea de la muerte que por ser la más asidua y la más inevitable entre todas debería ser la más perfecta y la más luminosa de todas nuestras ideas, sea en cambio la más vacilante y la más anticuada? ¿Y cómo íbamos a conocer la única potencia que nunca observamos cara a cara? ¿Cómo iba esa fuerza a aprovecharse de las claridades que sólo se produjeron para huir de ella? Para sondear sus abismos, esperamos los minutos más fugaces y los más sobresaltados de nuestra vida. No pensamos en ella más que cuando ya no tenemos fuerza, no diré para pensar, sino para respirar. Un hombre de otro siglo, que volviese repentinamente entre nosotros, no reconocería sin pena, en el fondo de nuestra alma, la imagen de sus dioses, de su deber, de su amor o de su universo; pero la imagen de la muerte, la encontraría intacta casi, poco más o menos, como lo esbozaron nuestros antepasados con todo y haber cambiado todo en torno de ella y que, hasta lo que la compone y aquello de lo cual depende, se ha desvanecido del todo. Nuestra inteligencia, que llega a ser tan audaz, tan activa, no ha trabajado en ello ni ha hecho, por así decirlo, ningún retoque en ella. Aunque no creamos en los suplicios de los condenados, todas las células vitales del más incrédulo de nosotros, permanecen aún en el misterio espantoso del Cheol de los hebreos, de los hados de los paganos o del infierno cristiano. Aunque él no esté iluminado con luces muy precisas, el abismo sigue abriéndose al final de la existencia y por eso no deja de ser menos conocido ni temido. De esa manera, cuando viene el desenlace de la última hora que pesaba sobre nosotros y hacia el cual no osamos levantar nunca los ojos, todo nos falta a la vez. Los dos o tres pensamientos o ideas, inciertos, vagos, sobre los cuales creíamos apoyarnos, sin haberlos examinado, ceden al peso de los postreros instantes como si fueran débiles juncos. Entonces, buscamos vanamente un refugio entre diversas reflexiones que circulan alocadas o que no son extrañas y que, desde luego, no saben cómo llegar a nuestro corazón. Nadie nos espera en esa última orilla, donde nada está a punto y donde sólo el espanto es lo que ha quedado en pie.
***
MAETERLINCK,
Maurice: La mort de Tintagiles, 1894
1. Médico,
escritor, premio Nobel de Literatura en 1911. A partir de la lectura de Ruysbroeck,
de Novalis y de Emerson, se interesó por los problemas filosóficos, alejándose
del pesimismo radical —reflejado en sus obras literarias—, para refugiarse en
una "consolante sabiduría", entendida como superación del dolor y
aceptación de la vida en la contemplación de la naturaleza (escribió también
otros libros sobre biología-filosófica).
2. El
autor emprende en este ensayo la investigación de las diversas opiniones
referentes al "más allá". No es realmente "la muerte" lo
que le preocupa, sino lo que puede venir después de ella; por este motivo,
afirma que la muerte en sí no es temible y que el horror que nos produce es
debido a que le achacamos injustamente los sufrimientos que la preceden.
Dedica
unas pocas líneas a la doctrina cristiana —que, según dice, repugna a su
inteligencia por no estar apoyada en ningún testimonio o prueba convincente—, y
discute acerca de las otras soluciones imaginables para el problema de saber si
lo desconocido adonde hemos de ir después de la muerte es o no temible.
3. Dichas
soluciones o hipótesis, que estudia por separado y detalladamente, son:
a) el
aniquilamiento total, que considera imposible, porque somos prisioneros de un
infinito sin salida en el que nada perece, todo se dispersa y nada se pierde;
b) la
supervivencia con nuestra conciencia actual, es decir, la supervivencia del yo
liberado del cuerpo, pero conservando plena e intacta la conciencia de su
identidad. Considera esta hipótesis como poco probable, y nada deseable, aunque
enlaza con la hipótesis de la conciencia universal de la que habla más
adelante;
c) la
supervivencia sin ningún tipo de conciencia. Esta hipótesis le parece más
aceptable que la del aniquilamiento, aunque para nosotros equivaldría a él;
d) la
supervivencia en la conciencia universal, que supone que a la muerte hemos de
encontrarnos frente a un infinito inmóvil, inmutable, perfecto desde la
eternidad, ante un Universo sin objeto en el que la ilusión de movimiento y de
progreso que vemos desde el fondo de esta vida se desvanecerá bruscamente;
e) la
supervivencia con una conciencia que no sea la misma que aquélla de que nos
servimos en este mundo. Esta solución no exigiría la pérdida de la pequeña
conciencia adquirida en nuestro cuerpo, y aunque torna a éste casi
despreciable, la arroja y la disuelve en el infinito; pero un infinito en el
que se nos revelará que la ilusión de progreso que poseemos no se encuentra en
nuestros sentidos, sino en nuestra razón, y que en el Universo, a pesar de la
eternidad anterior a nuestro nacimiento, no han sido hechas todas las
experiencias; es decir, que el movimiento y la evolución continúan y no se
detendrán en ninguna parte jamás.
Esta
última hipótesis le parece a Maeterlinck la más verosímil —"si cabe hablar
de verosimilitud cuando nuestra única verdad es que no vemos la verdad"— y
dice que es a la que conduce el espiritismo, la teosofía y todas las religiones
que fijan la felicidad suprema en la absorción por la divinidad. Es un fin
incomprensible —añade—, pero al menos es vida.
La
conclusión de esta primera parte es que, sea la que fuere la hipótesis que se
acepte entre las expuestas, en ningún caso le parece temible lo que nos espera
después de la muerte.
4. Por la
íntima relación que guarda con las materias y teorías tratadas, el autor se
ocupa ahora, con bastante extensión, de las creencias teosóficas y espiritistas
en la supervivencia de espíritus desencarnados y en las transmigraciones,
mostrando sus reservas para admitir como incontestables los testimonios
ofrecidos por los adeptos a dichas creencias.
El autor
no oculta la simpatía que le inspira la doctrina de la reencarnación,
"aceptada por la religión de seiscientos millones de hombres, la más
próxima a los orígenes misteriosos, la única que no es odiosa y la menos
absurda de todas". Tan sólo se lamenta de que los partidarios de tal
doctrina no aporten pruebas y argumentos perentorios, pues "no hay
creencia más bella, más justa, más pura, más moral, más fecunda, más
consoladora y hasta cierto punto más verosímil", porque "ella sola,
con su doctrina de las expiaciones y purificaciones sucesivas, explica todas
las desigualdades físicas e intelectuales, todas las iniquidades sociales y
todas las abominables injusticias del destino".
5. En
suma, el autor acaba su obra sin expresar su adhesión expresa a ninguna de las
hipótesis estudiadas, pues, según dice, ha intentado simplemente separar lo que
puede ser cierto de lo que ciertamente no lo es; porque, si bien ignoramos
dónde se encuentra la verdad, podemos aprender a conocer dónde no se encuentra.
En este último apartado quedaría incluida la doctrina cristiana.
En las
últimas líneas del libro, Maeterlinck muestra su agnosticismo, asegurando que
no solamente tenemos que resignarnos a vivir en lo incomprensible, sino que
debemos regocijarnos por ello, pues lo desconocido y lo incognoscible son y
serán siempre necesarios para nuestra felicidad.
http://www.opuslibros.org/Index_libros/NOTAS/MAETERLINCK.htm
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