PRÓLOGO
10 menos presuntuoso, para jmblicar esta despreocupa da miscelánea, seria que yo esperara a estar muerto. Desde luego, tiene algo de risible la tarea del literato, armado de lápiz rojo, que relee sus cuadernos, para anticipar, siquiera en parte, las operaciones de la pos teridad y de lo gloria. Lo imaginamos con una sonrisa en la cara, como un padre satisfecho de sus hijos, ¿quién duda de que los eligiría a lodos?; pero cabe pieguntar si rtueslra modestia, tan temerosa de mal entendidos y de calumnias, no es una falsa modestia; por de pronto, está demasiado interesada en el autor; lo importante es el lector y el libro. Yo sé de un lector —no lo creo único, porque abun dan los indolentes y los cansados— que se pasaría la vida leyendo libros de este género. Por lo demás, ¿no dijo el doctor Johnson que para ser leído en un tiem po lejano habría que escribir fragmentos? He aquí sus palabras: Tal vez un día el hombre, cansado de preparar, de vincular, de explicar, llegue a escribir sólo aforísticamente. Si esperamos a entretejer lo anec dótico en un sistema, la tarea puede ser larga y dar menos fruto. Evidentemente, hay que ser harto am bicioso para suponer que nuestras dilatadas narracio nes (y otras obras sistemáticas) serán favorecidas por espontáneos lectores del futuro; no quedaremos como un caso aislado, sino corno otros ejemplos de alguna \ escuela: más o menos conscientemente habremos ju gado al triángulo francés, a la desmayada sorpresa policial o a la desmayada sorpresa fantástica. Mu chos lectores prefieren Boswell y las Vidas de los poetas a Rasselas; muy pocos, los libros de Leibnitz a sus argumentos. En cuanto a los relatos incluidos en el volumen, que alguna vez pensé titular Temas y aventuras, diré tan sólo que son historias de amor. El elemento sobre natural, preponderante en mis narraciones previas, en la presente colección apenas determina un desen lace; pero basta de hablar de este librito. Por si me tomé ridiculamente en serio, doy la palabra al Pró logo, personaje que en el teatro antiguo aparecía con túnica blanca y con un ramillete de olivos, para alen tar al impaciente lector, para invitarlo a que pase directamente a maravillarse con las aventuras de un don Juan criollo en las márgenes del Mediterráneo¿ de una muchacha casada, Mildred, que descubrió el amor en Interlaken y en Roma, y para que luego de cada serie de brevedades o fragmentos, prosiga con las otras aventuras, con las económicamente denomina- nadas Todos los hombres son iguales y Todas las mujeres son iguales, con la de Reverdecer, de inten ción filosófica, con la erudita de Casanova secreto, con la historia de las Moscas y arañas, que de un modo horrible tiene un final feliz y con aquella otra, acaso la más patética, de lo que aconteció en las sierras de Córdoba a un enamorado casto y fiel. A. B. C. IlftRO
PRIMERO ENCR UCIJ ADA Por la ventana llega el rumor del agua, casi inmóvil, y veo, delicadamente desdibujada, la ribera opuesta, veidosa o azul en la tarde, con las primeras luces titilando en el camino que va a Niza y a Italia. Di ríase que 110 hay límites para la paz de este golfo de Saint-Trope/, pero aquí estoy yo, sin embargo, procurando componer las frases, para reprimir un poco la angustia. Me repito que al término de la na rración he de encomi ar la salida de esta maraña. Lo malo es que mi maraña se compone únicamente de vacío y descampado, y no sé cómo uno puede salir cuando ya está fuera. Nos instalamos en el Aioli, el otro domingo. Amalia, en seguida, quede) embelesada con los mue bles y con los cuadros del hotel. Yo le porfío que en materia hotelera sólo cuentan las comodidades, pero debo reconocer que en este aspecto nuestro aloja miento no envidia a ninguno. Muy pronto nos vincu lamos a un interesante guipo internacional, integrado por Mme. Verniaz, la mecenas de Ginebra, que no se cansa de agasajar en París a los poetas; sus prote gidos, Clarence y Clark, famosos tennistas australia nos, a quienes la crítica augura, si perseveran en el juego en pareja (lo que yo tengo por probable), el campeonato mundial de dobles; Bárbara, llamada por los ingleses Aussie y por los franceses Aussi, una mu chacha de Arkansas, una estatua, habría que decir —sin otro defecto que el de estar noche y día al pie de los australianos—, más alta que yo, con el pelo negro, con los ojos celestes y con la piel mejor tostada que he visto; el doctor Cesare Vittorini, hombre joven, pero de lo más apagado, aunque me aseguran que es una celebridad en no sé qué sanatorio de Floren cia; y algún otro personaje, no menos pintoresco para quien lo trata. De mañana el grupo se reúne en una playa de verdadera arena, próxima a Sainte- Maxime; a la tarde nos dedicamos al tennis, como jugadores los unos, como espectadores los otros, en el pinar de Beauvallon y a la noche recorremos los casinos o llegamos a Super-Cannes, donde suelen to car A media luz, Garufa, Adiós muchachos y, cuando ando con suerte, Don Juan. Ni qué decir que ofrezco a los compañeros lecciones de tango con corte. En toda la zona abundan los fruits de mer, la bouillabai- se, la quiche varoise, la becasina flambée y el vinito de Gassin; de modo que yo no me quejo. En cuanto a mi amiga, declaro que nunca estuvo tan linda, ni tan alegre, ni tan dulce. Esto no tendría nada de extraordinario si la pobre durmiera bien; pero el aire de mar, aunque el de aquí no es el de Mar del Plata, la desvela y noche a noche toma pas tillas. Los muchachos del Richmond me habían ase gurado: “Hay que viajar solo. Si cargas con mujer, acabas loco y aborreciéndola”. Que haya ventajas en viajar solo, no lo niego; pero a lo largo del itinera rio —y no es poco lo recorrido antes de llegar a Saint- Tropez— nunca tuve ganas de librarme de Amalia. El mérito, sin duda, le corresponde a ella. ¿Por qué negarlo? Yo la miro con orgullo patriótico. Se habla de la República Argentina, más conocida en estos parajes por Sudamérica, y lo que realmente espera el extranjero es que Amalia y yo seamos un par de negros. Quedan boquiabiertos cuando la ven, con ese aire de inglesita fina (que a mi lado se acentúa, por contraste), blanca, rosada, con el pelo de oro y los ojos azules. A)er de mañana, en la playa, nos encontramos con el cuadro habitual: Clarence y Clark, alejándose por las aguas en pédalo, AI me. Verniaz, proponiendo a los rayos solares la plenitud del cuerpo, el doctor Vitlorini, absorto en algún árido opúsculo. Desde luego, para quien tiene ojos, cada día trae su no vedad. La de ayer consistió en que Bárbara no escol taba, siquiera a la distancia, a la pareja australiana, sino que se paseaba ansiosamente por la ribera, con algo de leona joven. Tenía que ir a Sainte-Maxime antes del mediodía —explicaba a quien la oyera—, antes de que cerraran las tiendas, para buscar unas raquetas que ella había dejado para encordar y que sus am gos necesitaban a la tarde, para un importante par tido de entrenamiento. Como hacía calor, mientras yo oía esta cháchara, mi atención pregustaba con de licia la inminente frescura del mar. Vittorini cerró el libro y me preguntó: —¿No comprende que la muchacha está desespera da porque la lleven? Usted, que tiene coche, hága se ver. Antes de que yo encontrara respuesta, Bárbara me tomó de las manos y exclamó: —Gracias, gracias. Amalia fué la única en defenderme: —No sean malos —dijo—. Al pobre no le gusta per der un baño. —J¿Y su Alfa Romeo? —pregunté a Vittorini. —Prometo que mañana estará a disposición de quien lo requiera —contestó, con irritante solemnidad—. Hoy, los mejores mecánicos de la zona, lo ponen a punto, lo afinan. Un motor nervioso, usted sabe, tie ne exigencias. Como en la hora de la derrota es inútil andar con rodeos, subí los pantalones, bajé el pall-over y dije, con la satisfacción de colocar un epigrama: —Aprés vous. La verdad es que esta gente no sabe que para el criollo una frase en otro idioma siempre tiene algo de cómico. Para juntar fuerzas olí el pañuelo, empa pado en agua de Colonia, y seguí a la muchacha hasta los pinos, a cuya sombra habíamos dejado el Renault ¿Recuerdan el lugar? Es tan hermoso que infaliblemente serena el ánimo de quien lo mira. Yo no lo miré. En el breve trayecto manejé de manera automática y, en cuanto a Bárbara, la atendí apenas. Crispado, tenso, pensaba que si Amalia y yo partía mos en la fecha fijada, no cumpliríamos con los veintiún baños que prescribe la hidroterapia. Ocurrió lo que debía ocurrir. En Sainte-Maxime nos encontramos con que la casa de las raquetas ha bía cerrado y cuando llegamos de vuelta a nuestro punto de partida, Bárbara declaró: —Yo no bajo. Con las manos vacías no me presento ante Clarence y Clark. No tengo valor. No bajo. Esta actitud, minutos antes, me hubiera indignado; pero no hay duda de que en un lapso muy corto se operó en mi ánimo un cambio radical. Yo explicaría el fenómeno por los tamaños relativos del Renault y de Bárbara. Los Renault que uno alquila para viajar por Europa corresponden al modelo pequeño. Créanme, adentro de ese cuartito —nuestro automó vil— la muchacha resultaba inmensa e inmediata. Tira que Amalia y los amigos no nos vieran desde la playa y pensaran quién sabe qué, puse de nuevo en marcha el automóvil, volví al camino y, poco des pués, distraídamente, eníilé por uno lateral, que se internaba en el arriere pays. Por un rato bastante largo guardamos un silencio notable. Nada mejor puede uno hacer en medio de esa belleza tan deli rada y tranquila. No he de hallarme del todo libre del snobismo del individuo que por haber pasado una temporadita en un lugar, se cree conocedor y señala matices merito rios; pero habla mi corazón cuando alirmo que a la variada y espectacular perfección de la costa, con las rocas que recortan la intensidad de sus rojos contra el azul del cielo y bajo el azul del mar, prefiero la quietud bucólica de estos valles con olor a pasto, de estos caminos empinados, de estos pueblitos viejos y humildes, que ahí nomás, del otro lado de un recodo, están enclavados en el fin del mundo. —Me muero por hacer una proposición deshonesta- dije en la pendiente de Grimaud. —Ten cuidado —contestó Bárbara— porque voy a aceptarla. Detuve el coche y, como en las películas, caímos uno en brazos del otro. No caímos también en el fon do del barranco, porque empuñé a tiempo la palan ca del freno. En Grimaud —uno de los famosos villa- ges perchés— luego de contemplar el panorama de sie rras, valles y mar, bajamos en el Belvedere. Pregunté a la patrona si podía alquilarnos un cuarto. —Eso no es difícil —respondió Llamó a una muchacha, le entregó una llave, le dijo: —Denise, el once para el señor y la señora. Seguimos a Denise por una escalera, por un corre dor, hasta la puerta del once. La muchacha la abrió, encendió la luz y lo primero que vi fué el deslumbra do rostro de Bárbara. En verdad, no esperaba uno en contrar, dentro de las cuatro paredes de un hotelito de aldea, ese dormitorio admirable. Cubrían el balcón unas cortinas de seda rosada, y el empapelado, de to no gris, tenía escenas que recordaban a Fragonard y a Watteau. En algún momento, Bárbara apagó la luz y en otro abrió las cortinas; en el intervalo de penum bra enfrenté los botones del vestido; no los conté, pe ro afirmo que había más de veinte. Esos botones im pusieron un alto, que me permitió valorar mi suerte. Después, todo pasó como un sueño. La moraleja del episodio es que las vírgenes y los mejores premios de la fortuna se nos dan gratuitamente y que tal vez para restablecer el equilibrio de la justicia resbalan como el agua entre las manos. Yo flotaba aún, mi rando el techo, por íntimas lejanías, cuando Bárbara habló: —Tengo hambre —dijo—. Vamos a almorzar. Has ta las dos no abren y yo no me presento, sin raque tas, ante C.larence y Clark. Confieso que el tema de las raquetas me halló me nos dispuesto a la credulidad que en ocasiones ante riores. Pensé en Amalia; me dije que yo no debía es perar que las mujeres velaran por su dicha; eso me tocaba a mí. También pensé que el impedir que se completaran y llegaran a su natural perfección los momentos felices de la vida era un error, de modo que apreté el timbre y ordené a Denise el almuerzo, que un rato después, en un jardín pequeño y muy flo rido, comimos alegremente. A las dos y media pasadas recogimos las raquetas. En el trayecto de vuelta, Bárbara me dijo: —A ver, mírame. Sacó el pañuelo de mi bolsillo y me limpió los labios. —Ahora ;qué hago? —preguntó, mostrando las man chas roj is del p.iñuelo. —Lo tiras —c mtesté. Con expresión tensa, Bárbara lo olió, hundiendo la cara en él; al cruzar un puente, lo arrojó. Me excuso por relatar pormenores como éstos; indudablemente, son un poco ridículos, pero quedan en la memoria de un hombre y cuando reconoce que a pesar de todo en )a vida hubo dulzuras y que vivirla valió la pena, tén ganlo por seguro, está pensando en ellos. Dejé a Bárbara en la casa de Mrne. Verniaz, en la misma pla ya de Beauvallon; vale decir que antes de llegar a mi hotel tuve que rodear el golfo. En el trayecto des perté a las responsabilidades. El primer amor, me di je, es cosa grave para una muchacha; mañana mismo la llevaré aparte y, con palabra atinada, pero firme, le anunciaré que no la quiero. Me irrvadió entonces una auténtica melancolía, atenuada por la satisfac ción de prever mi conducta abnegada y varonil. Sus pirando, llegué a la conclusión de que debemos tra tar consideradamente a las mujeres, porque son tan frágiles como respetables. El recibimiento de Amalia me sorprendió de ma nera ingrata. Hasta entonces mi día había sido casi perfecto y, no lo niego, me dolió que la persona más allegada mostrara esa falta absoluta de simpatía. Aquello fué un balde de agua. —Qué desconsideración —exclamó Amalia—. Te es peré hasta no sé qué horas. Pensé que habrías tenido un accidente. Menos mal que Vittorini me acompa ñó; si no, tengo que dejar las cosas. Cargados como dos muías nos arrastramos hasta el camino. Ahí hubo que esperar el ómnibus. No te digo lo que espera mos al rayo del sol. Cuando llegamos al hotel, no querían servirnos. ¿Cómo iban a servir el almuerzo a la hora del té? Qué desconsideración la tuya. Etcétera. Ustedes lo saben: yo estaba dispuesto a sacrificar a Bárbara, a cerrar los ojos al resplandor de su gene rosa juventud, a volver a Amalia con naturalidad, co mo quien retoma el destino, a exprimir la imagina ción hasta inventar una sarta de contratiempos que justificaran, bien o mal, la demora. Traía la firme re solución de mentir, pero mis intenciones, por inmejo rables que fueran, se estrellaron contra aquel recibi miento —¿cómo diré?— refractario. El sacudón debió de cambiar algo dentro de mi cerebro, porque vi el problema bajo una nueva luz. ¿Por qué nunca hacer lo que uno siente? me pregunté. ¿Por qué vivir en la mentira? Abrí la boca y la hallé tan seca que volví a cerrarla, como si me faltara el coraje. Amalia lanzó otras andanadas de reproches. Recordé a Bárbara. El detalle físico, me dije, carece tal vez de importancia, pero la manera ¡qué elegante y qué espléndidal ¡Bár bara no tuvo una duda, no se hizo valer, no puso con diciones! Me quiere la mejor muchacha del mundo y le vuelvo la espalda. ¿Por qué? Por la pereza de pro vocar un momento desagradable. Amalia no compartía esa pereza. Para no ser me nos, me erguí noblemente y, en tono tranquilo, ar ticulando las palabras con nitidez, repliqué a su llu via de ex abruptos: —Te aseguro que no me demoré un minuto más de lo que tardamos Bárbara y yo en descubrir que nos queremos. Va estaba dicho. —No entiendo —declaró Amalia, con ingenuidad. Repetí la frase. ! —¿Hablas en serio? —preguntó. —Si —contesté. Entré en el baño, para lavarme los dientes. Cuan do volví al dormitorio, Amalia estaba echada en el suelo, boca abajo. A su lado vi el tubo del somnífe ro. Lo levanté. No quedaba una sola pastilla. Inme diatamente perdí la cabeza. Tomé a Amalia por los hombros, la sacudí, le grité que no me hiciera eso. La llamé por un nombre que sólo empleo cuando nadie nos oye. Le pregunté cómo pudo creer que una chiquilla, como Bárbara, iba a reemplazarla en mi afecto, si ella era toda mi vida, estaba en todos mis recuerdos. Corrí al baño, llené el vaso, le eché agua en la cara. Abrí la puerta, para gritar por los corre dores, pero esa repulsión nacional contra el escánda lo, que tenemos los argentinos, me detuvo. Recordé que nuestro amigo Vittorini era médico. Fui a gol pear a su puerta. Cuando abrió, murmuré: —¡Amalia! Debió de comprender en seguida, porque echó a 2 1 correr y llegó al cuarto antes que yo. Desde un prin cipio me trató descomedidamente. Cuando ya no fué indispensable mi ayuda, me expulsó del cuarto. No le pedí explicaciones, porque entendí que las circuns tancias exigían la postergación de toda cuestión per sonal. Ouedé en el corredor, sentado en un banco, del otro lado de la puerta cerrada, dialogando, en mi mente, con la providencia y con Amalia, rogándoles que me castigaran como quisieran, con tal de que no ocurriese nada malo, nada malo. A las cinco o seis Vittorini salió del dormitorio pa ra correr hasta el suyo, a buscar una medicina. Le in tercepté el paso. —¿Cómo vamos, cloctor? —pregunté—. ¿Puedo verla? —No me parece conveniente —contestó—. Hay que dejarla tranquila. Usted provocó todo y su reapari ción (¡las mujeres son tan raras!) podría conmoverla. —Pero ¿cómo vamos, doctor? —repetí. —Ella va relativamente bien —contestó, como si me dijera: no me soborna incluyéndose o incluyéndome en el plural de ese verbo vamos—. Entienda que todo diagnóstico es aún prematuro. Dése una vuelta, tome aire. Su presencia aquí no sirve para nada. No hablaba Viltorini, hablaba el médico y, en ese momento, yo estaba en su poder. Salí del hotel, sin rumbo fijo. Recuerdo que pensé: “Tiene razón. Mi presencia aquí 110 sirve para nada. Tanto hubiera va lido que bajara hasta la playa a tomar el baño que esta mañana perdí. Ya es tarde”. Fué un día rarísi mo. Vagabundeando, llegué hasta el puerto, miré los barcos y desarrollé la peregrina teoría, que entonces me impresionó vivamente, de que los barcos eran símbolos de nuestras esperanzas y de nuestros terro res. Luego me entró sed, no sed de alcohol, como co rrespondía a un individuo un poco desesperado, co mo yo, sino sed de agua. En uno de los cafés que hay frente a la plaza, acodado a una mesa, afuera, bebí una Badois y, como si en ello me fuera la vida, estu ve siguiendo el partido de unos viejos que jugaban a las bochas con bochas de metal. Por detalles como és te uno descubre que está soñando, leflexioné, cuan do regresaba. En verdad, todo el día parecía un sue ño. De pronto me dije: “Con tal de que pensar estas tonterías no me traiga mala suerte. Con tal de que tardar tanto no me traiga mala suerte. Con tal de que no haya pasado nada malo”. El miedo lo vuelve a uno supersticioso. Desde lejos miré el hotel, como si esperara discernir en las ventanas o en las paredes un signo revelador y, cuando entre, corrí hasta la es calera, temeroso de que al verme, algún señor de la recepción exclamara: “Estoy desolado. Ha ocurrido una gran desgracia” ... Por fin llegué a mi banco; suspiré con alivio, como quien se ha expuesto a un riesgo y se ha salvado. Del otro lado de la puerta, el silencio del dormitorio parecía total. Al ralo llamaron a comer. Yo no me moví de mi puesto, porque pensé: “Con esta hambre, voy a comer como un cerdo y eso, inevitablemente, traerá mala suerte”. En alguna parte había un reloj que daba las horas, las medias y los cuartos. Hasta anoche yo nun ca lo había oído. A las dos apareció el sereno, con una bandeja con café, sandwiches, bizcochos y tostadas. I o que son las cosas: me paso la vida diciendo que el café es agua sucia y que las tostadas huelen a repa sado: húmedo, pero debo reconocer que anoche el ca fé y las tostadas despedían un aroma exquisito. El se reno llamó a la puerta. Cuando Vittorini recibió la bandeja, le pregunté: —¿Cómo vamos? —Mejor. Pero ¿qué hace usted aquí? ¿No le dije que saliera? —Salí y volví. —Y ahora ¿por qué no se va a la cama? Disponga de mi dormitorio. —Bueno, pero déjeme entrar, aunque sea para sa car la ropa. Estoy con lo puesto desde que me levanté. —No está muy elegante, que digamos, pero no ne cesita el smoking para dormir. Cerró la puerta. Yo me fui al dormitorio indicado. Si conseguía echar un sueño, el tiempo pasaría. . . En cuanto me tiré en la cama, advertí el error. En el tra yecto me desvelé. Más me hubiera valido no dejar el banco, pues la cama de Vittorini me resultaba francamente maléfica. Por de pronto, calculé que el reloj tardaba una hora en dar los cuartos. Además me había invadido una tristeza pesada y concreta, como una piedra. Tan pesada, que la luz del alba, después de esa enorme noche, me encontró inmóvil en la cama. Inmóvil y con los ojos abiertos quedé has ta que apareció Vittorini, con la noticia de que Ama lia ya estaba bien. No había concluido de expresarle mi júbilo, cuando tuve una ocurrencia desafortu nada: para no darle el gusto de postergar otra vez mi entrada en el cuarto, la postergaría yo mismo. —¿Qué le parece —pregunté— si ahora corro a la playa, me doy un remojón, vuelvo a mediodía, des cansado y sin penas, un hombre nuevo, para presen tarme ante Amalia? —Haga lo que tenga ganas —respondió secamente. En cuanto llegué a la playa, me zambullí. Fuerza es declararlo: el baño de mar obra en mi organismo como una panacea, aunque si lo prolongo por de más trae la secuela infalible de dolores reumáticos. Al salir del agua era otra persona. Alirmaba mis pies en la arena, me había liberado de la ansiedad su persticiosa y no veía razón —puesto que Amalia esta ba sana— para descartar a Bárbara. Confieso que mi ré a la muchacha con alguna curiosidad, porque temí que no fuera tan linda como vo creía. Ahora doy fe de su hermosura. Me costó bastante apartarla del gíupo. —¿Hoy almorzamos de nuevo en Grimaud? —le pre gunté, ni bien caminamos unos metros. Bárbara agarró mi brazo. —Procura ser indulgente —pidió—, porque debo decir algo que me cuesta mucho: no te quiero. Logre balbucear: —¿Entonces, lo de ayer? —Lo de ayer es un buen recuerdo. Clarence, tú lo conoces, con ese horror por ciertas cosas, me dijo: Hasta que no seas mujer, no te casas conmigo. Aflo ra está conforme. Te lo debo a ti. Promete — porque todo fué maravilloso— que no estarás triste, que guar darás un buen recuerdo. Insistió con el buen recuerdo, varias veces. El res to requiere pocas palabras. Un tanto alelado empren dí el regreso, pero antes de entrar en el hotel me convencí de que la mujer que yo siempre había que rido era Amalia. En el Ai'oli, uno de los señores de la recepción me alargó un sobre. Subí la escalera. Mi cuarto me pareció extrañamente vacío. Abrí el sobre y leí estas líneas, que Amalia ha escrito de su puño y letra: “Disculpa la locura de ayer. Te juro que la encuentro injustificada. ¿Por qué pretender que tu vida se detenga en mí? Hoy entiendo que no sólo tu vida, sino la mía, debe continuar. Por eso me voy con Cesare”. ¿No es increíble? Desde no sé cuando estoy releyendo el papel. ¿Cómo Amalia pudo irse con Viltorini? ¿No sabe que es un extraño? Sin embargo, salta a la vista. . . Yo, en un minuto, la convencería, pero no hay que soñar en alcanzarla; ahora vuela, quien sabe por dónde, en el Alfa Romeo de ese de monio. Si por lo menos yo encontrara la manera de esfumarme en el acto. . . Antes debo pagar las cuen tas y dar las propinas. Habrá, pues, que aguantar que estos extranjeros, con aire de no saber nada, me miren y se miren. La verdad es que hasta al hombre más cobarde le llega la hora de hacer frente. Yo no soy cobarde. Cuando sea menester, me cuadraré, si no queda otro remedio.
UNA AVENTURA C reo que fué Mildred quien descubrió el mejor lu gar para tomar el té. Ahora me acuerdo: era de tarde, caminábamos por el vasto y abandonado par que de Marly, me cansé inopinadamente* sentí que la sangre se me enfriaba en las venas y dije, en tono de broma, que una taza de té sería providencial. Mildred gritó, y señaló algo por encima de mi hombro. Me volví. Yo debía de estar muy débil, porque me incli né a pensar que por voluntad de mi amiga había surgido, en ese momento, en pleno bosque, el pabe llón de La Trianette, Instantes después una mucha cha, llamada Solange, nos condujo hasta nuestra me sa, en un jardín minuciosamente florido, encuadra do en un muro bajo, descascarado, cubierto de hie dra, que parecía muy antiguo. Había poca gente. En una mesa próxima conversaban una señora, rodeada de niños, y un cura. Por una de las ventanas de los cuartos de arriba se asomaba una pareja abrazada, que miraba lánguidamente a lo lejos. Fue aquél uno de esos momentos en que la extrema belleza de la luz de la tarde glorifica todas las cosas y en los que un misterioso poder nos mueve a las confidencias. Mil- dred, con una vehemencia que me divertía, hablaba de Interlaken y de lo feliz que había sido allí. Afir maba: —Nunca vi tantos hombres guapos. Quizás no fue ran sutiles ni complejos, pero eran gente más limpia, de alma y de cuerpo, que los escritores. Yo les digo a mis amigas: Cuídense de los escritores. Son como los sentimentales que deline — ¿lo recuerdas?— el tonto de Joyce. No había escritores en Interlaken: tal vez por eso el aire era tan puro. Pasábamos el día afuera, en la nieve, al sol, y volvíamos a beber tazones de hu meante Gliihwein, a comer junto al fuego donde cre pitaban troncos de pino. Bailábamos todas las no ches. Si te dijera que una vez me besaron, mentiría. Tú no lo creerás ni los comprenderás: la gente era limpia de espíritu. A ella la cortejaba Tulio, el más guapo de todos. Respetuoso y enamorado, se resignaba a las negativas y hallaba consuelo describiendo las fiestas que ofrece ría para que los amigos la conocieran, si ella condes cendía a bajar t Roma. Mildred volvió a Londres, al hogar y al marido. ¡Cómo la recibieron! Diríase que para el color del rostro del marido las vacaciones de Mildred en Interlaken resultaron perjudiciales. Nun ca lo vió tan pálido, ni tan enclenque, ni tan coléri co, ni tan preocupado con problemas pequeños. Una cuenta impaga había enmudecido el teléfono. No sé qué percance de un flotante había dejado las cañerías sin agua. La cocinera se había incomodado con la criada y ambas habían abandonado la casa. El mari do formuló brevemente la pregunta “¿Cómo te fué?”, para en seguida animarse con otras: ¿Ella creía que eran millonarios? Gastaron tantas libras y tantos che lines en leña. ¿La pesaron? Y tantas libras en el mer cado. La cocinera llevaba todas las noches envoltorios repelentes. ¿Alguien exigió alguna vez que mostrara el contenido? Por cierto, no. Sin embargo, aun los países más atrasados fijan controles en la frontera. ¿Quién no tuvo, en la aduana, alguna experiencia desagradable? Nuestra cocinera, por lo visto. ¿Qué comería él esa noche? No importaba que él comiera o no; .mpoitaba que trabajara en las pruebas de Go- llancz, pródigas en erratas, y que pagara las cuentas. Sobre todo, que pagara las cuentas. ¿Tres vestidos largos y una capita de colas de astracán, eran indis pensables? ¿Ella creía que si no hablaba de las cuen tas y las dejaba para que él las pagara mientras en Interlaken se acumulaban otras, todo se olvidaría? Nada se olvidó. El monólogo concluyó en portazos y a la tarde Mildred visitó la compañía de aviación y las oficinas del telégrafo. A la mañana siguiente par tió para Roma. En el aeródromo la esperaba Tulio. Con ropa de ciudad parecía otra persona; era notable la rapidez con que había perdido el tinte bronceado. Mientras los funcionarios trataban de valijas y de pasaportes, Tulio inquirió: ijíwómo van los trámites del divorcio? —No Juce nada, no pensé en eso. —No volverás a tu marido —prometió Tulio, con íirme ternura—. Pondremos todo en manos de un abogado de mi familia. Obrará en el acto. Nos casa remos cuanto antes. Hoy mismo te llevaré a nuestra propiedad de campo. Algo debió ocurrir en la expresión de Mildred, por que Tulio aclaró rápidamente: ¡ f t f c n la piopiedad de campo, muy cercana a Roma, más allá del lago Albano, a unos cuarenta minutos, a treinta y cinco en mi nuevo Lancia, a treinta y dos, vivirás en ambiente hogareño, junto a buena parte de la familia de tu amado: la mamma, el babbo, el normo, sorcllas y fratelli, que van y vienen, la cugi- ria enrnale, Antonietta Loquen/i, que está firme, por así decirlo, la ziñ Antonia, y la alegre banda de ni- poti, Cargaron las valijas y Mildred subió en el auto móvil. —¿No miras la joya mecánica? ;no felicitas al feliz propietario? —inquirió Tulio, iingiéndose ofendi do—. Te ruego que me des tu aprobación. Como le abrieron la puerta, Mildred bajó. —Está muy nuevo —dijo, y volvió a subir. Tulio, mientras manejaba, precisaba pormenores técnicos: sistema de cambios, caballos de fuerza, kiló metros por hora. Al rato interrogó: —Dime una cosa, mi amada ¿qué te decidió a ve nir a Roma? Aunque la cuestión era previsible, se encontró po co preparada para responder. La verdad es lo mejor, se dijo ; pero la verdad ¿no suponía ser desleal con uno y descortés con otro? En ese instante, un automó vil los pasó; Tulio sólo pensó en alcanzarlo y dejar lo atrás. Mildred reflexionó que debía agradecer el respiro que le daban; sin embargo, estaba un poco re sentida. Cuando dejaron atrás al otro automóvil, Tu lio, sonriendo, exclamó: —¡Convéncete! ¡No hay rival! ¡Este es el automóvil de la juventud deportiva! Hubo un largo silencio. Tulio preguntó: —¿De qué hablábamos? —No sé —contestó ella, brevemente. Mientras buscaba una respuesta —poique Tulio in sistía— advirtió que estaban cerca del lago Albano y que no faltaría mucho para llegar a la propiedad don de esperaba la familia. Bajando los ojos, murmuró: —Yo prefiero que hoy no me lleves a tu casa. Les dices que llego, tal vez, mañana, que no llegué. Bruscamente, Tulio detuvo el automóvil. —Y . . . —balbuceó, mirándola— ¿pasarás la noche conmigo en Roma? —Es claro. —Gracias, gracias —prorrumpió él, besándole las manos. Sin entender el fenómeno, Mildred notó que las manos se le mojaban. Cuando comprendió que Tu lio estaba llorando, se dijo que ella debía conmoverse y le dió el primer beso cariñoso. Con evoluciones espectaculares, casi temerarias, em prendieron el regreso, rumbo a Roma. —Iremos a un restaurant donde nadie nos vea — afirmó Tulio, recuperando, luego de enjugadas las lágrimas, su agradable seguridad varonil. El olor a comida los recibió en la* calle y se espesó en el interior de la fonda, que era bastante des aseada. I ulio habló por teléfono con la familia. Sentada a la mesa, lo esperaba Mildred, pensando: Debo agra decerle que me haya traído aquí. Quiere protegerme. No es como tantos otros que se divierten en exhibí a sus amigas. Ese gusto mío porque me exhiban tie ne mucho de vulgar. En cuanto a mi prelerencia por el comedor blanco y dorado de cualquier hotel, so bre el bistró más encantador, es un capricho de mal criada. En la sobremesa, Tulio conversó animadamente, como si quisiera postergar algo. —¿Vamos? —preguntó Mildred y recordó a las mu chachas que en las calles de Londres acosaban a su marido. — Es claro, vamos —convino Tulio, sin levantarse—. Vamos, pero ¿dónde? —A un hotel —contestó Mildred, ocupada con los gunntes \ la cartera. —¿A un hotel? ¿A un albergo? —Es claro. A un albeigo. —¿Y tu reputación? —Esta noche no me importa mi reputación —de claró Mildred, tratando de mostrarse contenta. Como reparó que Tulio quería besarle las manos, se quitó los guantes; pero cuando pensó que su ami go nuevamente lloraría de gratitud, le dijo, para dis traerlo y también para que no se repitiera con el ho tel la experiencia del restaurant: —Quiero que me lleves al mejor hotel de Roma. Al más tradicional, al más lujoso, al más caro. Al Grand Hotel. — ¡Al Grand Hotel! —exclamó Tulio, como si el entusiasmo lo inflamara; en seguida inquirió—, ¿Qué dirán, si se enteran, mis relaciones? ¿Qué dirán de mi futura esposa la nobleza blanca y la nobleza negra? —Si nos casamos —respondió Mildred— todo que dará en orden y si no nos casamos, pronto me olvida rán. —¡Nos casaremos! —prometió Tulio. En el Grand Hotel, porque Tulio no pidió cuar tos contiguos, Midred se disgustó y se contuvo ape nas de intervenir en el diálogo con el señor del jaquet negro. Subieron al primer piso. El señor del jaquet los condujo por anchos corredores hasta unas habita ciones amplias, muy hermosas, con vista a la plaza de la Esedra y a las termas de Diocleciano. El mismo se ñor abrió la puerta que comunicaba un departamen to con otro. Poi fin quedaron solos. Se asomaron a una ventana. La belleza de Roma la conmovió y de pronto se sintió feliz. Con mano segura, Tulio la lle vó hacia el interior de la habitación. Aquella primera y acaso única infidelidad de Mildred a su marido fué delicadamente breve. Después del amor, Tulio se dur mió, como un niño, se dijo Mildred, como un ángel, quiso pensar. ¿Y ahora por qué la invadía esa congo ja? Procuró ahuyentarla: ¿No estaba en Italia, con su amante? ¿Algo mejor podía anhelar? Si ella siempre se había entendido con los italianos, pueblo hospita lario e inteligente, que vive en la claridad de la belle za ¿cómo no se entendería con Tulio? Trató de dor mir y lo consiguió. Las emociones del día la hundie ron en un sueño profundo, que duró poco. Al despertar se creyó en la casa de Londres, junto al marido. En trevio de repente una duda que la asustó. Examinó las tinieblas y halló anomalías en el cuarto. Con an gustia se preguntó dónde estaba. Cuando recordó to do, echó a temblar. El hermoso cuarto del hotel le pareció monstruoso y el hermoso muchacho que dor mía a su lado le pareció un extraño. “Algo atroz” dijo Mildred. “Un cocodrilo. Como si yo estuviera en ca ma con un cocodrilo. Te aseguro que le vi la piel áspera y rugosa y que tenía olor a pantanos”. Com prendió que no podía seguir allí un instante más. Con extremas precauciones, para no despertar a Tu lio, salió de la cama, recogió la dispersa ropa y, en el otro cuarto, se vistió. Dejó una nota, que decía: Por favor, manda las valijas a Londres. Perdona, si pue des. Huyó por los corredores, bajó la escalera; con visible aplomo cruzó ante el único portero y, por fin, salió a la noche. Corriendo, en la medida que lo per mitían los tacos, volviendo la mirada hacia atrás, lle gó a la estación, que no queda lejos. Cambió libras por liras; compró un boleto para Londres, vía Taris, Calais y Dover; con miedo de que apareciera Tulio, esperó hasta las cinco de la mañana, que era la hora de la partida. Cuando el tren se movió, Mildred, muy silenciosa, empezó a llorar; sin embargo, estaba feliz. Como si un escrúpulo la obligara, reconoció: “Nunca he sido tan feliz después de cumplir una buena ac ción”. Desde luego, la frase es ambigua.

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