EL SUEÑO DE LA HISTORIA Tras un largo exilio, el Narrador regresa al Chile de los ultimos anos de la dictadura no solo 'para no vivir desconectado, como pieza suelta,' sino para investigar en los documentos del siglo XVIII la atribulada vida del sombrio Joaquin Toesca, arquitecto italiano enviado a la Colonia para terminar los trabajos de la Catedral, y de su mujer, la bella y descocada Manuelita Fernandez de Rebolledo, que saltaba como una gata las murallas del convento, donde el arquitecto celoso la tenia encerrada, para entregarse a sus excesos libidinosos. ¡Oh! ¡Qué tiempos serán aquellos! ¡Qué oscuridad! ¡Qué temor! ¡Qué tentación! ¡Qué peligro! Manuel de Lacunza, La Venida del Mesías en Gloria y Majestad
PRIMERA PARTE El hijo pródigo ´tis bitter cold, And 1 am sick at heart. Hamlet Había vuelto después de más de nueve años, alrededor de diez, ahora no quería sacar la cuenta, y la impresión, aunque se había preparado bien (eso creía, por lo menos), era mucho más fuerte de lo que se había imaginado, más difícil de tragar. Y más enredada. Cuando el avión empezó a cruzar la cordillera tapada de nieve, con aristas filudas, dientes y espolones, crestas de polvillo blanco, se quedó mudo, y después, cuando bajaba sobre el territorio montañoso y él veía las primeras vacas, los pastizales desteñidos, los cobertizos, los zanjones y las pozas del invierno, un camión destartalado, en miniatura, en medio de un vapor general, de una neblina vaga, sintió perplejidad, desazón, y hasta una sensación de miedo. Era malo, se dijo, comenzar con miedo, y desde antes de tocar tierra, pero no había manera de evitarlo. Unos minutos más tarde, mientras el aparato carreteaba por la losa del aeropuerto, cerca de galpones míseros, divisó caras torvas, mestizas, con los cascos hundidos en la frente, con las metralletas preparadas, y notó el silencio de los demás pasajeros, el de una pareja de ingleses, el de un funcionario de alguna parte, el de una familia española. Hasta los niños, asustados, habían dejado de hablar y de dar gritos y miraban con fijeza. Los soldados estaban desplegados por todas partes, alrededor de aviones anticuados, panzudos, con la pintura sucia, de containers olvidados en el suelo, en las gradas que conducían al recinto de la policía. Él entregó su pasaporte con un temblor enteramente absurdo, como si sus papeles fueran falsificados, y el funcionario anotó varias cosas en el teclado de un computador. El artefacto, pesado y lento, apelaba, parecía, a una base de datos remota. Me van a devolver a España, se decía él, o van a meterme a una sala de tortura y me van a romper los cojones, por curioso, ¡por imbécil! Cuando lo dejaron pasar, al fin, y la cinta mecánica empezó a moverse, notó a hombrecitos de traje oscuro, de pelo corto, que miraban de reojo y enseguida clavaban la vista en los zapatos, en los maletines de mano, en cajas y en estuches grandes y llenos de inscripciones. Había visto a los mismos hombrecitos en otras partes, en La Habana, en el aeropuerto de Praga, en Varsovia, y se hizo preguntas más bien confusas. Aunque ya fuera demasiado tarde para hacerse preguntas. Su regreso es muy arriesgado, le había dicho una persona en Madrid, alguien a quien acababa de conocer y que había pasado, decía, por la experiencia de la guerra y de los primeros años de la posguerra.
Él, ahora, mirando los diversos letreros, escritos en un idioma reconocible, aunque algo extraño, y las caras agolpadas al otro lado de la salida, que daban la impresión de estar ahí desde hacía semanas, desde hacía meses enteros, se acordaba. Y se preguntaba quién le había mandado venir a meterse aquí. Porque el país, al fin y al cabo, no tenía nada que ver con el de su memoria, era otro, y él también. ¿Entonces? Nina, su hermana, había tratado de tranquilizarlo por el teléfono, hacía dos noches, cuando el plazo estaba a punto de cumplirse, y él se había reído. Ahora pensaba, en cambio, que la cosa no era para reírse. —Te traje a Ignacio chico —le dijo Nina, después de darle un beso más bien seco, un poco rápido, nervioso, de acuerdo con un estilo que recordó de golpe—, porque habría sido muy capaz de no venir a esperar a su padre, el pánfilo, y también vino, ¡mira qué simpatía!, Alberto Alcocer, el Cachalote. ¡El Cachalote Alcocer! El nombre no le produjo menos asombro que los picos nevados. Miró el techo provisional, porque todo en ese aeropuerto parecía provisional, con palpitaciones, y más allá, detrás de las caras agolpadas, un sol débil, y los primeros arbolitos, las primeras plantas, y el primero de una sucesión infinita de perros vagos, de quiltros con la lengua afuera. Ignacio chico, el Nacho, había pegado un tremendo estirón, y tenía una pelusa mal afeitada encima del labio superior. Abrió los brazos de grandulón como de costado, con una sonrisa medio guardada, y cuando él, con su torpeza de siempre, quiso darle un beso en la mejilla, retiró la cara. No supo si era una reacción personal o una manera de ser general, algo que formaba parte del territorio. ¡Cómo los quiltros! No lo supo y se quedó con la duda. En cuanto al Cachalote Alcocer, avanzó desde los arbolitos, desde las plantas recién regadas, balanceando el cuerpo ancho y torpe, haciendo movimientos bruscos, sincopados, con los brazos, como si recibieran pequeñas descargas eléctricas, y riéndose, diciendo cosas que no se entendían bien, o que él no entendía. Él tuvo una memoria de alaridos, de labios sanguinolentos, de overoles rotos. ¡Cachalote!, exclamó, y se abrazaron con fuerza y con algo de extrañeza. Porque era extraño, en realidad, sorprendente, imprevisible. Nina siempre había tenido ideas que lo dejaban desarmado. Descolocado. Media hora después, el pequeño cortejo bajaba del Toyota de su hermana y del Mercedes Benz del Cachalote y entraba a la casa paterna, que estaba igual que siempre, aunque un poco más desvencijada, con muebles, cuadros, alfombras que se le habían olvidado, aparte de que la Palmira, la vieja empleada de los tiempos de su madre, también se había muerto, y su ausencia se notaba.
Su padre estaba al fondo, en su asiento de siempre, frente a un jardín que se había puesto mucho más frondoso, a las hojas secas, a la casucha del jardinero con sus tablones desfondados. Tenía las piernas envueltas en una manta escocesa y la cabeza, por las razones que le había alcanzado a explicar Nina en el trayecto, cubierta de vendajes. A pesar de eso se puso de pie, tirando lejos el chal, y él vio, entonces, que tenía la cara, debajo de las vendas, llena de hematomas profundos, como un espectro. ¡Te llamaré Hamlet, Rey, Padre!, murmuró él, pero no quiso reconocer que estaba emocionado, conmovido hasta el tuétano. Su padre, a todo esto, medio sordo, lo saludaba a gritos, dándole palmotazos ligeros, porque nunca, se acordó él en ese instante, le había gustado que lo tocaran o lo abrazaran. Le ofrecía, en medio de los saludos, un whisky, o un gin con tónica, o una cervecita de Puerto Montt, muy buena, y unas aceitunas del valle de Azapa, unos quesillos con ají verde y aceite de oliva. No mandó matar un cordero, pensó él, porque en su jardín no pastaban corderos. Y dejó bien en claro, al poco rato, que no estaba para preguntas complicadas, metafísicas o semimetafísicas. Es decir, que tampoco estaba. Ni él, ni nadie. Los muertos tenían que enterrar a sus muertos. Lo importante era que se ubicara, que se ubicara pronto, y que se pusiera, «que te pongai a trabajar». Porque el país, ¡por suerte!, no tenía nada que ver con lo que él había conocido antes. ¡Con el de antes de su desaparición! Ahora, sin comunistas, sin los chascones y los espantajos de antes, estaba lleno, comentó, haciendo figuras con las manos, de oportunidades fabulosas. —¡Todo un programa! —comentó el Cachalote, riéndose, escupiendo saliva, tartamudeando, porque era bastante tartamudo cuando se ponía nervioso, eso lo recordaba de los años del colegio, y se ponía nervioso, además, con relativa frecuencia. —No creo que el programa le guste tanto —opinó Nina, Marianina, su hermana de tantas historias, de años tan largos. ¡Qué le iba a gustar! No se había vuelto a Chile para eso. Todo lo contrario. Si había sido el pródigo, el vagabundo, el desordenado, tenía todo el propósito de perseverar. Con ayuda de la diosa Fortuna. ¡Y de las leyes de la herencia! Miró al Cachalote, que había abandonado los estudios y se había dedicado a la lucrativa profesión de hombre de negocios, de platas. Y prefirió no preguntarle que cómo lo trataba la dictadura. Suponía que bien, y tuvo miedo de que demasiado bien.
Su padre, por su lado, hizo un gesto de rechazo y hasta de rabia, de protesta en el aire. Como en tiempos pasados. El, por su lado, no se imaginó, a pesar de las explicaciones de Nina, que lo habían dejado tan malherido, tan a mal traer, y comprendió de inmediato que no quería entrar en ningún detalle. Si alguien se acercaba a terreno escabroso, agitaba la mano y exigía que cambiaran de tema. A pesar de que había reconocido al ladrón, como le había dicho Nina, o precisamente por eso. Lo cual era un enigma un poco extraño. Y estaba obsesionado, en cambio, por la idea de levantar toda clase de rejas de protección, y hacerse de un par de pistolas nuevas, porque tenía una muy antigua, que él recordaba de viajes al campo en la infancia, y hasta de un fusil ametralladora. —Está loco de remate —masculló, cuando salió a la calle a despedir al Cachalote, a Nina y a Ignacio chico, porque él iba a quedarse, por lo menos durante los primeros días, en la casa del viejo. Y el Nacho, entonces, Ignacio chico, que había estado todo el tiempo callado, pero que lo miraba de reojo, con ojos que relampagueaban y a la vez con disimulo, intervino. Estalló, mejor dicho. —¡Todos estamos locos! Él se quedó mirando los automóviles que partían, pensativo. Caminó hasta la orilla del río Mapocho, miró las aguas turbias, que habían arrastrado cadáveres, y volvió. A la mañana siguiente, a primera hora, bajó a recoger los diarios, descalzo, y regresó corriendo a su cama. Estudió la sección de avisos económicos, seleccionó cinco o seis ofertas de arriendos en pleno centro de Santiago y se puso en acción. No te apures, le recomendó su hermana por el teléfono: tienes casa, comida, ropa limpia. Podía quedarse con «el papá», así dijo, todo el tiempo que se le antojara. ¡Qué perspectiva!, pensó él. No sabía bien de qué se escapaba, pero quería escaparse cuanto antes. Y el centro de la ciudad, tal como él lo recordaba, con su mugre, su chimuchina, sus adoquines viejos, incluso con los jubilados y los mendigos de la Plaza de Armas, con los lustrabotas que golpeaban sus escobillas como si fueran timbales y con las vendedoras de boletos de lotería, con los quiltros quillotanos que correteaban y escarbaban por todas partes, y hasta con sus lisiados, sus lloronas, y el loco que daba saltos anunciando la venida del Mesías, con todo eso, y con lo que se escondía detrás de todo eso, lo fascinaba, le encantaba. Me deja, declaró, con la boca abierta, sin respiración, conmovido. Y añadió: Tú sabes, Marianina, que no soy una persona normal.
Ella, por supuesto, lo sabía. Si no lo sabía ella, ¡quién lo sabía! Y decidió cortar la conversación. Todo era diferente, después de tantas cosas, y todo empezaba a parecer lo mismo. Al final de la mañana encontró un departamento viejo, más o menos desvencijado, un poco maloliente, con amplio espacio, en un quinto piso de la Plaza de Armas, encima del Portal Fernández Concha, de los portales de siempre, un sueño probablemente absurdo, un capricho, y no dudó un segundo. Había pertenecido a un anciano profesor de la Universidad, un miembro de la Academia de la Historia, ratón de biblioteca, grafómano furibundo, erudito de cosas menudas y absurdas, y parecía lleno de papelotes, de expedientes, de colecciones de revistas desaparecidas, de libros raros. ¡Esto es lo mío!, murmuró, recibiendo una mirada oblicua del albacea del dueño difunto, y si su hermana, pensó, lo hubiera escuchado, habría dicho que había vuelto mucho peor que antes. El vestíbulo y el salón tenían unos cuantos cuadros de formato grande, que daban la impresión de haberse llenado de humo, entre ellos, un paisaje romántico de Antonio Smith donde se veía un torrente, una casucha, unas montañas, una tempestad en formación en la línea incierta del horizonte, y muebles pesados, coloniales o de la España de los primeros Borbones, muebles que parecían embarcaciones, o catafalcos, o ambas cosas. —¡Me embarco! —exclamó, y el albacea lo miró con extrañeza, con ojillos por los que desfilaban preguntas. Porque él, como albacea, lo tenía en oferta, sí, pero no estaba para enredos, para inquilinos sospechosos. ¿Por qué, por ejemplo, había estado tanto tiempo viviendo afuera, y por qué se le ocurría volver ahora? Como usted sabe, dijo, don Arturo, el León, residió detrás de los balcones vecinos, los del lado del Oriente, y arengó desde ahí a las masas, y don Jorge, con su bufanda, con sus piedras duras, etcétera. Ahora bien, ¿usted? ¿Qué busca usted? Cuestiones no formuladas, y que él no se dio el trabajo de responder. El Cachalote Alcocer, cuando él le contó, se limitó a reírse, con ese movimiento epileptoide que adquirían sus hombros y sus brazos, y lanzó un poco de espuma por entre los dientes, en la manera de los patios del colegio. En la vieja manera, contra un fondo de aullidos y de patadas. Él se despidió del Cachalote, bajó a la calle y pasó en taxi a buscar sus maletas a la mansión del barrio alto. ¡Adiós al barrio alto! Don Ignacio descansaba en su dormitorio y él salió con sus maletas sin hacer ruido, con riesgo, se dijo, de que el viejo escuchara pisadas furtivas y lo confundiera con algún asaltante. Llegó a su madriguera del centro, subió las maletas a trastabillones, rechazando las ofertas de ayuda de un hippy alcohólico y de un hombre grueso, tiznado, de piernas peludas, vestido de mujer; preparó la cama desconocida, hundida en el centro por la huella del historiador difunto, y se metió tiritando, con un poco de repugnancia, hasta con miedo, adentro.
La oscuridad empezaba a caer en la habitación espaciosa, de techo alto, y él dejó que avanzara lentamente, sin prender luces, contemplando la Plaza iluminada, con su agitación vespertina, nueva y antigua, sorprendente siempre, desde la sombra. Encendió más tarde una lámpara en el corredor, una ampolleta en las últimas, que parpadeaba, y abrió una puerta que no llevaba, parecía, a ninguna parte. Con ayuda de un fósforo, porque esta ampolleta, que colgaba de un cordón, sí que se había quemado, distinguió una pieza estrecha, rectangular, rodeada de estanterías de madera tosca, donde había un asombroso hacinamiento de papeles, archivadores, carpetas polvorientas, algunos anuarios y prontuarios encuadernados, altos de fichas anotadas con caligrafía de pata de mosca. También había archivadores con cuentas de teléfono y con recibos de contribuciones, porque el dueño había tenido la evidente manía de conservarlo todo. Él, en la penumbra, aprovechando la luz parpadeante del corredor, trató de descifrar una escritura y un lenguaje bastante extraños. Eran las fojas originales de un proceso de nulidad de matrimonio llevado ante su Señoría Ilustrísima, el Señor Obispo de la ciudad de Santiago de Nueva Extremadura, hacia fines del mil setecientos. Otra carpeta guardaba el diario manuscrito de un viaje a Bolivia emprendido a mediados del siglo XIX, en los tiempos del dictador Melgarejo, por un joven diplomático chileno. El dictador llevaba a su amante a una recepción en palacio, de vestido largo, pero con un recorte en la parte de atrás del vestido y sin calzones, y le ordenaba a sus ministros y generales que desfilaran y le besaran el culo. También encontró apuntes sobre trajes y sobre festejos, además de recetas, escritas por manos de abuelas o de monjas, de empanadas de homo, de humitas, de caldillo de congrio, de ponderaciones, suspiros y tortas de mil hojas. Se sacudió las manos llenas de polvo, se puso de pie con una sensación de mareo, como si la presión arterial le hubiera subido, y cerró la puerta con el mayor cuidado. Para no molestar, pensó, a los fantasmas. En la noche, como a las diez, lo llamó el albacea, el representante del muerto, y él tuvo miedo de que quisiera deshacer el contrato. —¡Cómo se le ocurre! —exclamó el albacea—. Ya he averiguado sobre usted. Creo que el departamento estará en buenas manos. Pero lo llamaba por otra cosa. Lo llamaba para hablarle, precisamente, de aquel desván lleno de porquerías. Si él lo necesitaba para guardar sus objetos personales, no había ningún problema en que lo tirara todo a la basura. —Yo no he tenido tiempo de hacerlo, pero usted, ¡no se haga el menor escrúpulo! —A mí —respondió él—, me sobra el espacio. Y me encantan, además, los papeles y los expedientes antiguos. —¡Qué afición más rara! —dijo el albacea, y lo dijo con una risita remota, como de ultratumba, como si su lugar estuviera en aquel desván y no en alguna oficina de las cercanías. —Yo le depositaré su cheque el primero de cada mes —dijo él, y al otro lado se escuchó un carraspeo, una tos, una despedida confusa. Él se sobó las manos con gran entusiasmo. Pensó, en su euforia, llamar a Mariana o al Cachalote, pero comprendió que sería un llamado absurdo. En cuanto a Cristina, su ex mujer, la madre de Ignacio chico, ni hablar. Habría querido llamarla, tenía que reconocer, desde el minuto mismo de su llegada, pero el estado actual de sus relaciones con ella imponía una espera, una reserva. Lo que ella más odiaba en él, lo que la había llevado al divorcio, como ella misma decía, más que su amor por otro, eran estos caprichos, estas «pajas». Bajó, pues, en el inquietante ascensor de su nuevo domicilio, una jaula de rejas que temblaba como si fuera a desarmarse. En un boliche del Portal, el primero que encontró a mano, devoró dos hot dogs seguidos untados con todas las salsas, todas las mostazas, todas las mayonesas de este mundo, acompañados de una jarra de cerveza monumental. En las mesas de los lados la gente hablaba en voces bajas, que contrastaban con el griterío de sus años de estudiante, y había parejas de hombres de pelo corto en los rincones. No se sabía quiénes eran «sapos», término que acababa de conocer, y quiénes eran personas comunes y corrientes, y la duda creaba un soplo difuso de paranoia, una sensación difícil de explicar. De la oscuridad de la Plaza parecía que salía humo, y las patinadoras (palabra de su tiempo que tendía, en cambio, a caer en desuso), gordas, descaderadas, de blusas de raso lila y labios pintados como puertas, se paseaban entre los monolitos y llamaban a los automovilistas con gestos procaces.
El barrio, decididamente, se dijo ¿1, me encanta. Para esto sí que valía la pena venirse. No para lo que mi hermanita se imagina. Subió, con miedo de que la jaula del ascensor cayera al abismo, entró a su maravilloso desván, su antesala del pasado, del paraíso perdido, quizás del presente infierno, y se llevó un atado cualquiera de papeles, escogido al azar, a la mesa del repostero. Había olor a polvo, a polilla, a posible caca de ratones. Colocó encima de la mesa una lámpara de velador y apagó las luces del resto de la casa. El toque de queda sobrevino muy pronto. Lo notó por la repentina desaparición de los automóviles en la calle, por el silencio profundo, en el que caían gotas, partículas de suciedad y de niebla amalgamadas. Hacia las dos de la madrugada, o hacia las dos y media, en una noche que se había vuelto planetaria, con la Vía Láctea y la Cruz del Sur encima de su balcón, él estaba enfrascado en las celebraciones de la llegada a Santiago de Nueva Extremadura de un nuevo gobernador y capitán general. La semana de festejos era larga, variada, pagana y católica, con aspectos infantiles, con uno que otro rasgo indio. Había tropas que desfilaban debajo de arcos triunfales, procesiones del Cristo de Mayo, bendiciones, acciones de gracias, además de carreras con chivateos y de uno que otro son de trutruca. Desde un balcón de su palacio de piedra rojiza y enrejados de Valladolid, el gobernador recién instalado arrojaba monedas livianas, piezas que eran llevadas por el viento, a los niños y a los mendigos. Ordenaba, después, que sacaran de los sótanos de la Real Audiencia, situados en una esquina, frente a la calle de la Ceniza, a diez o doce encarcelados por delitos menores. Al cabo de una larga mañana de juegos, competencias de palo ensebado, destrezas que culminarían a media tarde con una fiesta de toros rejoneados por mocetones araucanos, los señores principales pasaban a la sala de un banquete que había sido encargado a las Monjas Rosas. Las monjitas habían trabajado durante alrededor de tres meses. Y todo lo que habían colocado encima de la mesa de sólida encina, sobre un mantel de hilo portugués, era de mazapán: los limones amarillos, los panes que parecían recién salidos del homo, las servilletas dobladas, las flores del centro, hasta los floreros. Sólo faltaba que lo fueran las sillas, y algunos de los señores fiscales, de los notarios, de los curas y sotacuras. —¿De mazapán? —Sí, de mazapán: de pasta de azúcar y de almendras. —¡Qué asco! Cuando el gobernador trataba de ponerse la servilleta, la pasta se le deshacía y le ensuciaba el traje de terciopelo negro y encajes de oro. El hombre no sabía si debía reírse, o qué debía, y tenía la sensación molesta de que los lugareños ya se lo habían madrugado. ¿En qué colonia me habré metido?, suponemos que pensaba. ¿En qué berenjenales? ¿No sería todo, incluso los árboles de la Plaza, y hasta la nieve de la cordillera, la cordillera misma, de mazapán, de pastaflora? Nos imaginamos, detrás de los ojos de las cerraduras, el revoloteo de las monjitas excitadas, coloradas por las emociones del día, y vemos la sonrisa del obispo, Su Ilustrísima, quien estaba en el secreto, desde luego, y era un mundano, un bromista, un aficionado a contar historias y a reírse a carcajadas, un lector de versos y de relatos profanos, amigo de la familia Rojas, y de don José Perfecto, el fiscal, y de los Infante. Los papeles indican, en otro lado, que fue aquel mismo obispo, el de nariz larga y ojos capotudos, indirectos, el que contrató a un ingeniero militar y arquitecto romano, de nombre Joaquín Toesca y Ricci, para que viajara hasta Santiago y terminara las obras de la Catedral, que al paso que andaban no iban a terminarse nunca. Mencionaban también los papeles a la niña tan bonita con que se había casado el arquitecto a los dos o tres años de su llegada a Chile. La Manuelita Fernández de Rebolledo y Pando, así la mentaban, era española por el lado de los abuelos paternos, y sospechosa de algo, medio bruja, medio india, por el lado de la madre. Era eso, o algo parecido, lo que se podía colegir, por lo menos. Y que al arquitecto, al romano extraviado en esta provincia remota, lo había hecho sufrir. Y hasta morir. Aun cuando no todas las versiones coincidían.

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