miércoles, 29 de octubre de 2025

CARLOS FUENTES ¿HA MUERTO LA NOVELA?

 


¿Ha muerto la novela? Cuando yo empecé a publicar libros, en 1954, continuamente escuchaba unas ominosas palabras: «La novela ha muerto». Lamento, profecía o lápida, esta sentencia no era la más propicia para animar a un novelista en ciernes. Las razones que se nos daban a los escritores de mi generación eran, en primer lugar, que la novela, cuyo nombre proclama su función, ya no era, como en sus orígenes, la portadora de novedades. Lo que la novela decía —se nos dijo— era dicho ahora, de manera más veloz y más eficiente, y a un número inmensamente mayor de personas, por el cine, la televisión y el periodismo, o por la información histórica, psicológica, política y económica. Los antiguos territorios de la novela habían sido anexados por el universo de la comunicación inmediata. La imaginación del mundo ya no acompañaba al novelista. El entusiasmo, la curiosidad, tampoco. Hace un siglo y medio, una muchedumbre se reunía en los muelles de Nueva York esperando que llegara la última entrega de la novela de Dickens El almacén de las antigüedades. Todos querían saber si uno de sus personajes centrales, la empalagosa Little Nell, había muerto o no. En nuestro tiempo, las multitudes se han desesperado por saber quién disparó contra J. R., el villano de la serie de televisión norteamericana Dallas. Más cerca de casa: Simplemente Maria, Los ricos también lloran, o como escribe Luis Rafael Sánchez, «el país en vilo por las vicisitudes de Marisela y Jorge Boscán».George Orwell previó el uso de la información como tiranía. Aldous Huxley, mucho más ingenioso, anunció que la tiranía se impondría mediante el placer exacerbado de la diversión informativa sin límites. Pero en todo caso, la tiranía del placer, o la del dolor, llegarían sin letra: la era de Gutenberg había terminado. Sólo nos tocaba escoger una letra que, literalmente, con sangre entra, como en la pesadilla totalitaria de Franz Kafka, La colonia penal, o que, en vez de sangre, usa la burbuja del gas neón para proponernos, no la letra, sino lo que la letra anuncia: la diversión interminable como recompensa de lo que Baudrillard llama la explosión de la información junto con la implosión del significado.La proliferación misma de la información nos invita a pensar que estamos supremamente bien informados, sin necesidad de un esfuerzo añadido de nuestra parte. La información nos llega. No necesitamos buscarla. Mucho menos, crearla.Estos hechos no lograron, sin embargo, empañar la voluntad de escribir de mi generación. Más bien, nos obligaron a reflexionar que, si era cierto que nunca habíamos estado mejor informados, mejor comunicados o más instantáneamente relacionados, nunca, tampoco, nos habíamos sentido tan incompletos, tan apremiados, tan solos y, paradójicamente, más ayunos de información.Yo guardo, entre mis recuerdos familiares, el de mi padre y mi abuelo, en la primera década de este siglo, esperando, puntual e impacientemente, la llegada, cada mes, del paquebote francés al puerto de Veracruz. Con él llegaban las novedades informativas, las revistas ilustradas europeas, así como las últimas novelas de Thomas Hardy, Paul Bourget y Anatole France.No opino sobre los gustos literarios de mi abuelo. Simplemente hago notar el esfuerzo, la pausa impuesta, el afán de saber qué existía detrás de su impaciente ilusión mensual.Él tenía que esforzarse por establecer una comunicación informativa entre las lejanas metrópolis (entonces lejanas, entonces metrópolis) de la cultura occidental y la excéntrica cultura en formación de las antiguas colonias. Entiendo y admito esto. Pero no dejo de respetar el deseo que animaba a esa pareja que para siempre me habita, mi abuelo detenido en el muelle, protegido por su cannotier contra el sol jarocho, con un bastón en una mano y mi padre niño de la otra, esperando una información que no les caería del cielo.Hoy, en las rancherías del Estado de Veracruz abundan las antenas parabólicas que le ofrecen al más humilde ejidatario la libertad de escoger entre ochenta programas de televisión mundiales y un elenco femenino que va de la señora Thatcher a la Cicciolina. No voy a emplear este tiempo en discutir el bien o el mal que este hecho le reserva al cañero veracruzano, que a menudo tiene televisión pero no agua potable. Quiero, rápidamente, contrastar la facilidad y abundancia de la información y la miseria de la vida, con la abundante ignorancia que entre los países de la próspera y enlazada Comunidad Europea separa a las culturas: los ingleses desdeñan lo que se hace culturalmente en Francia, los franceses ignoran la cultura española, los españoles desconocen la cultura escandinava y los escandinavos poco saben del movimiento de la civilización italiana —salvo, quizá, el de la ya mentada pornodiputada—.Hay información, hay datos, hay tópicos, hay imágenes asociadas a la violencia o al placer, al terrorismo o a la vacación, e incluso al terrorismo de las vacaciones o a las vacaciones del terrorismo. En cambio, hay poca imaginación. Los datos y las imágenes se suceden, abundantes, repetitivos, sin estructura ni permanencia. Sin embargo, ¿qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento? y ¿no requiere esa transformación un tiempo, una pausa y un deseo: el tiempo de la pausa y el deseo de mi abuelo y mi padre, tomados de la mano en el muelle de Veracruz, en el año de 1909, «cuando era Dios omnipotente, y el señor don Porfirio, Presidente?»

Bastaría esta divertida ubicación de nuestro pasado prerrevolucionario hecha por Renato Leduc, para recordarnos que siempre ha existido, por fortuna para todos, una cultura popular y comercial, y que los escritores, por serlo y para serlo, siempre se han sentido solos, incompletos, enajenados —Catulo como Proust—, seducidos y abandonados por el contacto directo con el público —Flaubert y James y sus incursiones en el teatro—, quebrantados por su aislamiento —Poe— o alegremente desafiantes de las fuerzas de la publicidad y el dinero —Balzac—.

Hay dos rasgos, sin embargo, que distinguen a nuestro tiempo. El primero ha sido el totalitarismo nugatorio de la ilusión mayor del Occidente ilustrado: el sueño del triunfo permanente de la civilización, la perfectibilidad ilimitada de los seres humanos y la marcha irrefrenable del progreso. Auschwitz y el Gulag mataron esa ilusión. Pero desplazaron la tiranía moderna de sus signos más obvios —Nuremberg, las suásticas, la dictadura del proletariado, el campo de concentración— a otros más sutiles.

El pensamiento posmodernista ha insistido en que la verdadera tiranía de nuestro tiempo es la alianza de la información y el poder, una alimentando la razón de ser del otro; ambos, simulacros —cito de vuelta a Baudrillard— en los que una circularidad masiva se instala, identificando al emisor con el receptor en una forma de comunicación irreversible, sin respuesta.

Lo que me importa señalar es que para muchos escritores de mi generación, enfrentados a esta constelación de hechos, unos más graves, otros más livianos, algunos consustanciales a la condición del escritor en sociedad, otros peligrosamente asociados a la violencia particular de nuestra época, el problema se desplazó de la pregunta «¿Ha muerto la novela?», a la pregunta «¿Qué puede decir la novela que no puede decirse de ninguna otra manera?».

Pues en toda circunstancia, por más que se diga, siempre es mucho más lo que no se dice. ¿Le toca al novelista decir lo que no dicen los medios de información? No es esta la fórmula adversaria que yo prefiero, pues a mí, ciertamente, no me anima ni el desprecio ni la aversión a los medios de información modernos, sino la preocupación acerca de su modo de empleo. Esto sí debe inquietarnos a todos y muy particularmente al escritor que vive en el tiempo lento, sedimentado, que la información feliz nos niega pero que la escritura y la lectura novelescas reclaman.

¿Puede la literatura oponerse, quizás a sabiendas de su fracaso, al proceso de des-historización y des-socialización del mundo en el que vivimos? ¿Vale la pena, por imposible que parezca, intentar múltiples proyectos de comunicación narrativa a fin de diseminar las excepciones a la tiranía circular y simulada de la información y el poder? ¿Puede la literatura contribuir, junto con los medios de información que pueden ser mejores y más libres, a un orden de socialización creciente, democrático, crítico, en el que la realidad de la cultura creada y portada por la sociedad determine la estructura de las instituciones que deberían estar al servicio de la sociedad y no al revés?

Tiempo. Tiempo y deseo. Pausa para transformar la información en experiencia y la experiencia en conocimiento. Tiempo para reparar el daño de la ambición, el uso cotidiano del poder, el olvido, el desdén. Tiempo para la imaginación. Tiempo para la vida y para la muerte. Antígona está sola, recuerda su hermana, María Zambrano. Necesita tiempo para vivir su muerte. Necesita tiempo para morir su vida.

Pues aunque no existiese una sola antena de televisión, un solo periódico, un solo historiador o un solo economista en el mundo, el autor de novelas continuaría enfrentándose al territorio de lo no-escrito, que siempre será, más allá de la abundancia o parquedad de la información cotidiana, infinitamente mayor que el territorio de lo escrito.

Lo sabía Tristram Shandy, cuyo problema era escribir diez veces más rápido de lo que había vivido y cien veces más rápido de lo que estaba viviendo a fin de admitir su vida en su obra: así, se condenaba a escribir como un esclavo y a dejar de vivir.

Pero lo sabe también cualquier ciudadano del mundo actual: Lo no dicho sobrepasa infinitamente a todo lo dicho o mal dicho en el discurso cotidiano de la información y de la política.

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