Marqués de Sade
Zoloé y sus dos acólitas
O
Unas semanas en la vida de tres
bellas mujeres
EL
AUTOR A DOS LIBREROS
—Buenos días, señor. ¿Habéis
leído mi manuscrito? ¡Excelente! ¡Delicioso! ¿No es así?
—¿El manuscrito de quién, de qué?
Señor, no entiendo.
—¡Diablos, esta broma es nueva!
Me pedisteis, anteayer, tres días para leer mi Zoloé y vos…
—¡Demontre, señor, he tenido
tiempo de sobra de leer vuestra creación! Tomad, aquí tenéis vuestro repertorio
de sandeces; que el cielo os ayude…
—Señor, vuestro rostro me inspira
confianza; no dudo de que en vos he dado con alguien que me hará olvidar los
modos indecentes de uno de vuestros colegas.
—Quizá. ¿De qué se trata, en dos
palabras? Sólo dispongo de un minuto.
—Esto, señor, es un manuscrito
interesante. Le ruego que tenga a bien leerlo. En cuanto al precio que merece,
para fijarlo me remito a vuestra generosidad. Sólo quiero estipular que se
imprima cuanto antes.
—¡Que compre y que imprima un
manuscrito! Si me dedicara a tales negocios, mi establecimiento se convertiría
en seguida en una trivial caseta de feria. No, señor, no. No compro
manuscritos; me los dan, me tomo mi tiempo para leerlos y, con mis correcciones
y mejoras, a veces les concedo el honor de imprimirlos.
—Os agradezco, señor, vuestra
franqueza; y respecto al honor de que habláis, me lo procuraré yo mismo, y así
no estaré en deuda con nadie.
ZOLOÉ
Y SUS DOS ACÓLITAS
ACUERDO PROVISIONAL
—¿Qué tenéis, mi querida Zoloé?
Vuestro ceño fruncido revela una triste melancolía. ¿La fortuna no ha sonreído
lo bastante a vuestros deseos? ¿De qué carecen vuestra gloria y vuestro poder?
Vuestro inmortal esposo ¿no es el sol de la patria? En la cúspide de los
honores, ¿podrán alzarse hasta nosotros nubes sombrías?
—¡Lauréda, ah, cruel, con qué
inhumanidad te burlas de mi amargura! Detén tu odiosa burla, o no te la
perdonaré nunca.
—De acuerdo. Firmemos la paz.
Y abraza a Zoloé.
—¿Puede saberse al menos,
querida, a qué hay que atribuir este aire negro e inquietante que ni siquiera
mi presencia ha podido disipar?
—Ésta es —responde Zoloé
mostrando un delgado volumen—; esta es la serpiente que me ha emponzoñado.
¡Maldito sea el vil delator que ha osado revelar a ojos de un vulgar profano
los secretos misterios de nuestra alianza!
Lauréda, con un ágil movimiento,
cogió el opúsculo.
—¿Será posible, Zoloé? ¡Cómo!
¡Esta creación efímera de un autor desarrapado es lo que ha alterado la
tranquila circulación de tu sangre! La verdad, me darías pena si no me entraran
ganas de reír. ¡Ja! No hagamos caso de las habladurías bobas de los virtuosos,
los sarcasmos de los devotos, las sátiras de los envidiosos y las pequeñas
traiciones de las mariposillas; volemos de un placer a otro, sin detenernos
jamás. ¡Oh, cielos —miró su reloj—, son las dos; y la marquesa aún no ha
llegado! ¡Adiós, pues, mi reina de la alegría!
Al abrir la puerta, se presenta
Volsange; Lauréda vuelve a entrar con ella. Ambas niegan que Zoloé tenga
razones para estar amargada y le reprochan que se preocupe de esas quimeras.
En resumen, dejan de hojear el
librito, de reírse de él y permiten que el autor se las arregle como pueda con
el público.
RETRATOS
ZOLOÉ, al borde de los cuarenta
años de edad, conserva la pretensión de atraer como a los veinticinco. Su
crédito atrae a su paso una multitud de cortesanos, y suple, en cierto modo,
las gracias de la juventud. A un humor muy fino, un carácter dócil u orgulloso
—según las circunstancias—, un tono de voz insinuante, un disimulo hipócrita
consumado; a todo lo que puede seducir y cautivar, ella añade un ardor por los
placeres cien veces más vivo que Lauréda, una avidez de prestamista por el
dinero que derrocha con la prontitud del jugador, y un lujo desenfrenado que
engulliría las rentas de diez provincias.
Zoloé nunca fue bella; pero a los
quince años su coquetería ya refinada, esa flor de juventud que suele servir de
pasaporte para el Amor, y sus grandes riquezas habían atraído a un séquito, a
un enjambre de adoradores.
Lejos de dispersarse por su
matrimonio con el conde de Barmont, honorablemente conocido en la Corte, los
dos juraron no ser desgraciados; y Zoloé, la sensible Zoloé, no puede consentir
que se les haga violar su juramento. De esta unión nacieron un hijo y una hija,
hoy unidos a la fortuna de su ilustre padre.
Zoloé tiene su origen en América.
Sus posesiones en las colonias son inmensas. Pero los conflictos que han
desolado esas minas fecundas para los europeos la han privado del producto de
sus ricos dominios, que tan necesario le habría sido aquí para alimentar su
prodiga magnificencia.
LAURÉDA justifica la opinión que
se ha formado en el exterior acerca de la nación española; es toda fuego y
amor. Hija de un conde de última hora, pero extremadamente rica, su fortuna le
permite satisfacer todos sus antojos y su inclinación declarada por la
singularidad. Tres moradas en diferentes barrios, de los más selectos de la
capital, son los sucesivos santuarios en que Lauréda va a ofrecer sus
sacrificios en el altar del placer. Entregada por igual tanto a las lubricidades
de Ovidio como a los furores de Safo, ha exprimido todas las combinaciones de
la voluptuosidad.
Lauréda sólo ha conservado de su
primera belleza una figura envidiable, unos bonitos dientes y unos brazos
encantadores; pero los años y, sobre todo, la fatiga de los placeres
desbocados, han causado en su tez y sus rasgos unos estragos crueles que ni el
arte del maquillaje ni la sabia mezcla de blanco y rojo pueden reparar. Sólo en
el licor de las cenas íntimas siguen lanzando sus ojos esos destellos que inflaman
el corazón de un amante.
Al levantarse, Lauréda parece
tener treinta años; con sus mejores galas, diez menos. Pero lo que el tiempo no
podría arrebatarle es un corazón generoso, un carácter servicial que se presta
de buena gana a ayudar con su crédito e incluso de su bolsillo; es
infinitamente amable con todo el mundo.
Uno podría persuadirse, al verla
rodeada sin cesar de un cortejo de placeres, de que es feliz. Pero, ¡ay!, lleva
en su seno un gusano devorador, el mortal lamento de haber admitido como esposo
a un hombre que confundió antaño en la oscuridad de la servidumbre. En vano
cubre Lauréda todos los días la frente de ese insolente advenedizo con ese
adorno que sólo hiere a su amor propio; una ruptura amistosa y un divorcio
consentido en aras de la paz común no podrían hacer olvidar a las malas lenguas
que ella ha llevado el innoble nombre de Fessinot.
VOLSANGE se había casado con el
marqués de Obzembak, capitán de los guardias suizos, noble y valiente como
Tancredo, pero sin fortuna. Los vínculos de sangre con Zoloé reforzaron los
lazos de la simpatía entre estas dos mujeres. Con tantos medios, cuando uno se
lanza a la carrera de la intriga, cuando destaca en sociedad, o se abre camino
en la administración, con las ventajas que se obtienen; uno se crea numerosos
partidarios y adversarios.
Las hazañas de Volsange en las
escaramuzas galantes sitúan su nombre por encima de los más famosos del género;
se ha hecho merecedora, tanto por el número como por la variedad, y por la
cantidad de aquellos a quienes ha hecho felices, de figurar con honor en la
federación de Zoloé y Lauréda.
Pero ¿cuál es el punto de unión
lo bastante fuerte para mantener una armonía tan perfecta entre tres mentes
organizadas de manera tan dispar, entre estas sacerdotisas del amor, a menudo
rivales? El placer. ¡Ah! ¿No es él, no es el interés personal aquello que se
honra, en las tres cuartas partes de los hombres, con el nombre de amistad? Por
lo demás, ¿qué no es capaz d’Orbazan? Él es el fuego regenerador del trío
femenino; es algo así como su motor supremo: apacigua, irrita, entristece,
anima, enfría y caldea a su antojo a estas almas versátiles en todas las
pasiones que les sugiere.
Así se ve resuelto, mediante la
destreza de este hábil mentor, el problema de tres mujeres perfecta y
largamente unidas en la más estrecha amistad.
Discúlpensenos estos detalles:
van a llevarnos a desentrañar lo más oscuro que presentan los hechos que se
describen a continuación. Imitamos a los pintores: esbozamos los rasgos
principales de los personajes antes de representarlos en acción.
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