Recopilación de la correspondencia del marqués y otros
escritos políticos, filosóficos y anotaciones de sus cuadernos personales.
Marqués de Sade
Correspondencia
Carta
I
A la Presidenta de Montreuil
ENTRE
todos los medios posibles que la venganza y la crueldad pueden elegir, convenga
en que ha optado usted, señora, por el más horrible de todos. Fui a París para
recoger los últimos suspiros de mi madre; no llevaba otro propósito que verla y
besarla por última vez, si aún existía, o llorarla, si ya había dejado de
existir. ¡Y ese momento fue el que
usted eligió para hacer de mí, una vez más, su víctima! ¡Ay, en mi primera
carta la preguntaba si encontraría en usted una segunda madre o un tirano: no
me ha dejado mucho tiempo en la incertidumbre! ¿Acaso así enjugué sus lágrimas
cuando usted perdió a su padre, al que tanto quería? ¿No halló entonces mi
corazón tan sensible a sus dolores como a los míos propios? ¡Ni aun cuando yo
hubiera ido a París para desafiarla o con algunos proyectos que pudieran
haberla hecho desear mi alejamiento…! Pero mi segundo propósito, después de los
cuidados que mi madre requería, no consistía más que en aplacarla y calmarla,
en entenderme con usted, para tomar con respecto a mi asunto todos los partidos
que le hubiesen convenido y que usted me habría aconsejado. Además de mis
cartas, Amblet, si es franco (cosa que no creo) debe de habérselo dicho. Pero
el pérfido amigo se ha puesto de acuerdo con usted para engañarme, para
perderme, y bien que lo han conseguido. Al llevarme se me dijo que era para
concluir mi asunto y que mi detención era, debido a ello, fundamental. ¿Puedo,
de buena fe, ser el pavo de la boda? Cuando en Saboya empleó usted los mismos
medios, ¿se emprendió lo mínimo por mí? ¿Han producido mis dos ausencias, cada
una de las cuales ha durado un año, las más leves diligencias? ¿No está bien
claro que lo que usted desea es mi pérdida total y no mi rehabilitación?
Por
un instante quiero creer, con usted, que a fin de evitar un espectáculo siempre
enojoso era necesaria una orden de prisión; ¿pero tenía que ser tan dura, tan
cruel? ¿No satisfacía el mismo objeto una orden que me desterrara del reino? ¿Y
no me habría yo sometido sin la menor vacilación, puesto que por mi propia
iniciativa acababa de ponerme en sus manos, dispuesto a acatar todo lo que
usted exigiese? Cuando le escribí a Burdeos, pidiéndole dinero para pasar a
España y usted me lo negó, tuve una prueba más de que no era mi alejamiento lo
que usted deseaba, sino mi detención; cuanto más recuerdo las circunstancias,
más me convenzo de que su intención nunca ha sido otra.
Pero
me equivoco, señora. Amblet me ha hecho conocer otra intención suya, y ésta es
la que voy a satisfacer. Me ha dicho, indudablemente de parte de usted, que la
pieza más adecuada y necesaria para acelerar el fin de este desdichado asunto
es un certificado de defunción. Es
necesario proporcionárselo, señora, y le aseguro que dentro de muy poco lo
tendrá. Como no multiplicaré mis cartas, debido tanto a la dificultad de
escribirlas como a la inutilidad que ellas padecen ante usted, la presente
contendrá mis últimos sentimientos; tenga la seguridad de ello. Mi situación es
horrible. Jamás —usted lo sabe— ni mi sangre ni mi mente han podido soportar un
encierro cabal. Por un encierro mucho menos severo —también lo sabe— he
arriesgado mi vida para liberarme. Aquí estoy privado de tales medios, pero me
queda uno del que nadie, seguramente, me privará, y voy a aprovecharlo. Desde
el fondo de su tumba, mi desventurada madre me llama: me parece verla
abriéndome por última vez su seno y conminándome a volver a él como el único
asilo que me queda. Para mi es una satisfacción seguirla tan de cerca, y como
última gracia pido a usted, señora, que me pongan junto a ella. Una sola cosa
me retiene; es una debilidad, lo reconozco, pero debo confesársela. Habría
querido ver a mis hijos. Pensaba que iba a ser un placer tan dulce ir a
besarlos después de ver a usted. Mis nuevas desgracias no me han arrebatado
este deseo, y todo hace presumir que me lo llevaré a la tumba. A usted
encomiendo mis hijos, señora. Quiéralos, por más que haya odiado a su padre.
Déles una educación que los preserve, de ser posible, de las desdichas a que la
negligencia de la mía me ha arrastrado. Si ellos conocieran mi triste suerte,
su alma, formada por la de su tierna madre, los precipitaría a las plantas de
usted, y sus manos inocentes se elevarían, sin duda, para apaciguarla. Esta
imagen consoladora nace de mi amor hacia ellos; pero nada conseguiría, y me
apresuro a destruirla ante el temor de que origine demasiado enternecimiento en
instantes en que todo cuanto necesito es firmeza. Señora, adiós.
Vincennes, fines de febrero de 1777.
Carta
II
A la Señora de Sade
¡OH,
querida, mía!, ¿cuándo terminará mi horrible situación? ¿Cuándo me sacarán,
Dios santo, de la tumba en que me han enterrado vivo? ¡No hay nada igual al
horror de mi suerte, nada que pueda pintar todo lo que sufro, que pueda
traducir la inquietud que me atormenta y las penas que me devoran! Sólo tengo
conmigo mis lágrimas y mis gritos, pero no hay quien los oiga… ¿Qué fue del
tiempo en que mi amiga querida los compartía? Hoy ya no tengo a nadie. ¡Parece
que toda la naturaleza hubiera muerto para mí! No sé siquiera si al menos
recibes mis cartas. Ninguna respuesta a la última que te escribí me prueba que
no te las dan y que me permiten escribírtelas sólo para entretener mi pena o
saber qué pienso. ¡Un nuevo refinamiento, inventado, sin duda, por la rabia de
la que me persigue! ¿Qué aguardar de tanta crueldad? Juzga en qué estado se
encuentra mi pobre cabeza. Una débil esperanza me ha sostenido hasta ahora,
calmando los primeros momentos de mi terrible desazón; pero todo contribuye a
destruirla, y bien veo, en el silencio en que se me deja y en el estado en que
estoy, que todo cuanto quieren es mi pérdida. Si fuera por mi bien,
¿procederían así? Deben de creer que la severidad que emplean para conmigo no
puede dejar de trastornarme y que por consiguiente (suponiendo que quieran
conservarme vivo) sólo un gran daño puede resultar de ello. Sí, estoy del todo
seguro de que no puedo pasar un mes aquí sin volverme loco. Esto es sin duda lo
que quieren, y concuerda a la perfección con los medios que se proponían este
invierno.
¡Ah,
querida mía., demasiado bien veo mi suerte! Acuérdate de lo que yo solía
decirte: quieren dejarme terminar en paz mis cinco años, y luego… Esa es la
idea que me atormenta y que me hace desfallecer. Si está en tus manos calmarme
a este respecto, hazlo, te lo ruego, pues el estado en que estoy es espantoso;
te apiadarías, estoy seguro, si pudieras comprenderlo tal cual es.
Tampoco
dudo de que se trabaja con el propósito de separarnos. Ese sería el último
golpe que podrían darme; ten la certeza de que no sobreviviría a él. Te imploro
que te opongas con todas tus fuerzas, convencida de que las primeras víctimas
serían nuestros hijos; no hay ejemplos de niños felices cuando sus padres se
desentienden. Querida mía, eres todo lu que me queda en este mundo. Padre,
madre, hermana, esposa, amiga: lo eres todo para mí. A nadie más que a ti
tengo. No me abandones, te lo suplico. Que no sea de ti de quien reciba el
último golpe del infortunio.
Es
posible, si algún buen designio les queda, que no sepan que con este castigo
deterioran todo. ¿Se imaginan que el público habrá de profundizar? El público
sólo dirá: Tenía que ser culpable, puesto
que lo han castigado. Cuando se prueba un delito, se echa mano a esos
medios para calmar al parlamento o para impedir que se pronuncie; pero cuando
existe la certeza de que no hay delito y de que la sentencia ha sido el colmo
del delirio y la maldad, entonces no se debe castigar, porque en tal caso se
echa a perder todo el bien que se podría hacer con el anonadamiento de la
detención y se prueba con claridad que sólo ha actuado el favor, que el delito
ha existido y que se ha rogado al rey castigar a éste para evitar que lo haga
el parlamento. Yo, sin embargo, desafío que se pueda hacer nada peor contra mí.
Significa perderme para toda la vida, y tu madre tuvo un buen ejemplo de esto
hace algunos años, un ejemplo que nunca logró burlar ni a la milicia ni al
público, porque ambos siempre han visto con malos ojos a todo aquel que se
expone a ser castigado, ya sea por el rey, ya sea por el parlamento. Pero así
son las cosas. Cuando se trata de actuar, tu madre corre a hacerlo, y la
engañan, y termina por hacerme más daño que el que a menudo me ha deseado. Es
la historia de San Vicente. Dile que le ruego que la recuerde; hay otra que en
este caso desempeña el mismo papel y que no es siquiera difícil de adivinar.
En
fin, querida, todo cuanto te pido es que me arranques de aquí lo antes posible,
a cualquier precio que sea, pues siento que ya no me resulta posible
soportarlo. Se te dice que estoy muy bien. Eso te calma, en buena hora; mucho
me alegra. No he de desengañarte, porque me está prohibido hacerlo: eso es todo
lo que puedo decirte. Recuerda tan sólo que nunca he podido sufrir una
situación parecida a la que experimento hoy y que haberme metido en ésta, en
las circunstancias en que me hallaba, ha sido una infamia de tu madre. El pobre
abogado que decía que era contra natura añadir pena sobre pena conocía muy poco
a tu madre. A la espera del día dichoso que me librará de los horribles
tormentos en que me encuentro inmerso, te suplico que logres venir a verme, que
me escribas más a menudo que hasta ahora, que me consigas permiso para hacer un
poco de ejercicio después de las comidas, cosa que, como sabes, me es más
necesaria que la vida misma, y que me envíes de inmediato otro par de sábanas.
Ya van siete noches que no pego los ojos y que vomito lo que he comido durante
el día. Sácame de aquí, querida, querida mía; sácame, te lo imploro, pues
siento que me consumo a fuego lento. No sé por qué han cometido la atrocidad de
negarme mi cama de campaña; era un favor muy pequeño, y al menos me habría
proporcionado la satisfacción de olvidar mis desgracias durante algunas horas
de la noche. Por lo menos envíame de inmediato mis sábanas, te lo suplico.
Adiós, querida mía; ámame tanto como sufro. Es todo lo que te pido, y créeme
que mi desesperación ha llegado al colmo.
Vincennes, 6 de marzo de 1777.
Carta
III
A la Señora de Sade
TE
contesto con mi acostumbrada puntualidad, querida mía, como que nada te será
más fácil que contar mis charlas y ver si te falta alguna: no tienes más que
contar las tuyas.
No
estoy imposibilitado para escribirte, desde luego. Si lo estuviera, conociendo
tus sentimientos por mí y por miedo a inquietarte, me las arreglaría para que
no lo advirtieras. Pero dime, te lo ruego, qué quieres decirme cada vez que
dices: «Si no puedes escribirme, ¿por qué no dictas?» Sin duda te imaginas que
tengo unos cuantos secretarios a mis órdenes. ¡Ay, qué lejos estoy de semejante
lujo, yo, que apenas puedo satisfacer mis necesidades más apremiantes! Hay un
hombre, siempre muy apresurado, que aparece en mi cámara cuatro veces por día:
una al amanecer, para preguntarme si he
dormido bien (es llevar lejos las atenciones, ya ves), y las otras para
traerme la comida, etc. Siete minutos
redondos, cabales, son en total el lapso exacto que pasa conmigo en esas cuatro
visitas. Y luego, se acabó: Revienta, si
quieres, de hastío y de pena; a
nosotros, por lo demás, tanto nos da. Hazme el favor de decirme, te lo
ruego, si uno tiene para mucho con la cruel vida que lleva. Me doy cuenta de
ello y anticipo que habrá muchos motivos para arrepentirse de haber empleado
para conmigo un exceso de rigor tan fuera de lugar y tan inadecuado a mi ser.
Dicen que es por mi bien. Divina frase, en la que se reconoce el lenguaje
ordinario de la imbecilidad triunfante.
¡Por el bien de un hombre lo exponen a volverse loco, por su bien destruyen su
salud, por su bien lo alimentan con las lágrimas de, la desesperación! Confieso
que todavía no he sido lo bastante feliz como para comprender y sentir ese
bien… «Os engañáis —dicen gravemente los tontos—; os obliga a reflexionar». Es cierto; obliga a hacerlo. ¿Pero sabes
cuál es la única reflexión que ha hecho nacer en mí esta infame brutalidad?
Bien grabada la tengo en el alma, y es la de huir, apenas pueda, de un país en
el que los servicios de un ciudadano no sirven de compensación alguna del error
de un momento, un país en el que la imprudencia recibe el mismo castigo que el
crimen, un país en el que una mujer, sólo porque cuenta con la intriga y el
fraude, encuentra el secreto medio de sojuzgar la inocencia a una seria
enfermedad. ¡Pero qué importa, con tal que la. Presidenta esté contenta que su
gordo marido diga: «Está bien, está bien, eso lo obliga a reflexionar.»! Adiós,
corazón mío; mantente firme y quiéreme un poco: esta idea es la única que puede
suavizar todos mis males.
Aún
no me han traído nada para firmar. No valía la pena que me intimaran tan
severamente por adelantado, puesto que nada he visto aún. Y por lo demás el
extracto que me das sólo está hecho para darme a entrever las mayores larguras.
Voy, pues, a pedir permiso para nombrar a un procurador a fin de actuar. Antes
que nada habrá que obtener este permiso, y en seguida designar al procurador,
ponerlo al tanto, hacerlo actuar… ¡Fíjate cuánta demora, qué tiempo enorme!
Agrégale la honrada manera en que se apresuran a hacerme firmar los papeles
necesarios y verás que todo esto lleva a una eternidad. ¡Cierto es que lo que
me consuela es que no estaré aquí un
minuto más que el tiempo necesario!
Adiós,
nuevamente, mi buena y querida amiga. He aquí una carta bien grande que acaso
no te llegue porque no está escrita a la
liliputiense. No importa; de todos modos habrá de ser leída, ¿y quién sabe
si eres tú, entre todos cuantos deben leerla, a quien la dirijo directamente?
Lo
que me dices de tus hijos me complace. No sospechas cuánto me encantaría
abrazarlos, por mucho que no pueda ilusionarme —pese a mi ternura— hasta el
punto de dejar de saber que por ellos estoy sufriendo.
Al
releer esta carta veo que está claro que no te llegará, prueba irrebatible de
la injusticia y el horror de todo lo que se me hace sufrir, ya que, si en lo
que experimento no hubiese nada que no fuera justo y simple, ¿por qué habría de
temerse que te lo dijera o que te lo hiciera saber? De todos modos, no te
escribiré más si no tengo positivamente respuesta a la presente, pues ¿de qué
sirve escribir si no recibes mis cartas?
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