Blixen,
tan delgada
Era alta, elegante, caprichosa, y delgada, delgadísima
con sus brazos de alambre. Tanto que al final de su vida, tras una operación
grave de estómago, comía apenas ostras, siempre con infinita, aristocrática
desgana, y un par de espárragos servidos con champán. Así que hay fotos suyas
en las que tiene un aspecto ligeramente cadavérico, una elegante y enigmática
decrepitud: la piel pegada, el pelo recogido, la mirada llorosa, alucinada, y
los ojos hundidos en las cuencas. Unos ojos volcánicos, de cierta malignidad
provocadora, de esos negros intensos en los que se confunde, negra, la niña. Y
la pupila, negra.
Tuvo, como se sabe, una granja en África, a los pies
del altiplano de Ngong, en la que vivió diecisiete años plantando café, matando
leones o viendo cómo los mataban, y organizando picnics en la sabana a los que
llevaba cubiertos de plata, vasos de cristal bueno, sus mejores sombreros y un
gramófono en el que escuchaba a Schubert sobre un coro persistente, inaudible,
de rugidos, gañidos, trinos, aullidos, truenos… Allí aprendió a contar
historias que inventaba. Los indígenas, alrededor del fuego, escuchaban al ama
blanca, fascinados, con la voz impostada, susurrando, decir con los ojos
exageradamente abiertos: «Hubo una vez un hombre que tenía un elefante con dos
trompas…».
Volvió a Europa arruinada, divorciada y enferma,
arrastrando los restos del naufragio: algún mueble, unos pocos libros, un
revólver de cachas nacaradas, y una elegante sífilis prêt-à-porter de la que se curó con el
tiempo, pero de la que siguió presumiendo hasta su muerte.
Se buscó un seudónimo, Isak Dinesen, y se dedicó a
escribir. Tan bien, que cuando a Hemingway le concedieron el Nobel, lo primero
que dijo es que debía de haber sido para ella. Una noche estuvo con Marilyn
Monroe en Nueva York, cenando ostras y espárragos, excéntrica y difícil, con
uno de sus turbantes y un bolso en el que habría entrado ella misma plegada.
Pasó el resto de su vida montando en bicicleta, con el
pantalón sujeto con horquillas, bañándose en agua caliente —las criadas debían
subir los baldes por una estrecha escalera— y escuchando a Schubert.
Fumó hasta el final, de forma compulsiva, más de
cuarenta cigarrillos diarios. Y murió en su casa, arriba, con un jarroncito
rojo en la mesilla donde ponía la rosa fresca que un admirador, cada mañana, le
enviaba.
Fuente:
Fuente: Marchalamo Jesús y
Flores Damián
Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd
Edición (9 Febrero 2010)
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