viernes, 11 de septiembre de 2020

44 escritores de la literatura universal. Karen Blixen.

 

 


Blixen, tan delgada

 Tuvo, ya de mayor, un novio, o un amante, o lo que fuera. Un joven poeta pálido y torturado a quien contaba historias seductoras y al que un día obligó a grabar, como muestra de amor, un corazón con sus iniciales en la corteza de un árbol. Y años más tarde, cuando la abandonó, o lo que fuera, llegó en coche al lugar, distinguida como una de las princesas de los cuentos, con su chófer y un hacha. Señaló el árbol de lejos y, fumando indolente, vio cómo lo talaba.

Era alta, elegante, caprichosa, y delgada, delgadísima con sus brazos de alambre. Tanto que al final de su vida, tras una operación grave de estómago, comía apenas ostras, siempre con infinita, aristocrática desgana, y un par de espárragos servidos con champán. Así que hay fotos suyas en las que tiene un aspecto ligeramente cadavérico, una elegante y enigmática decrepitud: la piel pegada, el pelo recogido, la mirada llorosa, alucinada, y los ojos hundidos en las cuencas. Unos ojos volcánicos, de cierta malignidad provocadora, de esos negros intensos en los que se confunde, negra, la niña. Y la pupila, negra.

Tuvo, como se sabe, una granja en África, a los pies del altiplano de Ngong, en la que vivió diecisiete años plantando café, matando leones o viendo cómo los mataban, y organizando picnics en la sabana a los que llevaba cubiertos de plata, vasos de cristal bueno, sus mejores sombreros y un gramófono en el que escuchaba a Schubert sobre un coro persistente, inaudible, de rugidos, gañidos, trinos, aullidos, truenos… Allí aprendió a contar historias que inventaba. Los indígenas, alrededor del fuego, escuchaban al ama blanca, fascinados, con la voz impostada, susurrando, decir con los ojos exageradamente abiertos: «Hubo una vez un hombre que tenía un elefante con dos trompas…».

Volvió a Europa arruinada, divorciada y enferma, arrastrando los restos del naufragio: algún mueble, unos pocos libros, un revólver de cachas nacaradas, y una elegante sífilis prêt-à-porter de la que se curó con el tiempo, pero de la que siguió presumiendo hasta su muerte.

Se buscó un seudónimo, Isak Dinesen, y se dedicó a escribir. Tan bien, que cuando a Hemingway le concedieron el Nobel, lo primero que dijo es que debía de haber sido para ella. Una noche estuvo con Marilyn Monroe en Nueva York, cenando ostras y espárragos, excéntrica y difícil, con uno de sus turbantes y un bolso en el que habría entrado ella misma plegada.

Pasó el resto de su vida montando en bicicleta, con el pantalón sujeto con horquillas, bañándose en agua caliente —las criadas debían subir los baldes por una estrecha escalera— y escuchando a Schubert.

Fumó hasta el final, de forma compulsiva, más de cuarenta cigarrillos diarios. Y murió en su casa, arriba, con un jarroncito rojo en la mesilla donde ponía la rosa fresca que un admirador, cada mañana, le enviaba.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)

 


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