sábado, 12 de septiembre de 2020

Las Brontë, el mundo imaginado.

 


 

Las Brontë, el mundo imaginado

Una de las sirvientas que trabajó en la rectoría de su padre, una mujer mayor, de pelo recogido —gris plomizo— en un moño, y manos blancas, delgadas, dijo una vez: Charlotte era la más inteligente; Emily, la más guapa; y Anne, la pequeña siempre. Vivieron gran parte de su vida en una casa rodeada de páramos de un verde inapelable, por los que correteaban, ruidosas, inocentes, con sus faldas de vuelo y sus zapatos bajos, negros, casi invisibles. Había un palomar en el que todas las palomas que anidaban tenían nombre: Arcoiris, Diamante, Copo de Nieve… Y a veces, les bastaba verlas brillar al sol, aleteando —la mano sobre la cara, haciendo sombra—, para reconocerlas. Allí, una tía soltera o solterona, gobernanta severa, se encargó de inculcar a las niñas el sentido del orden, el deber, la modestia: puntualidad, limpieza y el listado completo y exhaustivo de las buenas maneras.

La vocación de las institutrices —dibujo, idiomas, lengua, normas de cortesía—, pensionados en los que escaseaba la comida, donde las clases eran interminables, los dormitorios fríos, los horarios estrictos y la única religión, el «Temario Mangnall» (el mapa del conocimiento obligatorio para señoritas), y el paseo de los domingos, por la ciudad, en fila, modosas, de la mano con el fondo acerado, persistente y locuaz de las campanas.

Hubo un perro, también, que se llamaba Keeper, un enorme mastín que las seguía a todas partes, gruñón y amenazante con el mundo; un gato, Negro Tom; dos ocas, Adelaida y Victoria, y un halcón recogido de un nido abandonado. Las criaturas mudas, las llamaban. Charlotte no demasiado alta, pulcra, disciplinada, cauta; Emily, desgarbada, arrogante y resuelta. Y Anne, la pequeña siempre.

Dijeron no al amor, ofensivo, imposible, que les llegó por carta, de usted, protocolario, solo nombres y adverbios; y sufrieron, las tres, el tacto de la calamidad: la muerte de su tía, la de otras dos hermanas, la ceguera del padre, la locura, feroz e irremediable —el opio y el alcohol—, de su hermano Branwell, que las retrató a todas, en el margen de todos sus fracasos.

Tuvieron de pequeñas un reino imaginario, Anglia, que era su propiedad. Allí se encontraban las tres, escribiendo por la noche, en su cuarto, en la extraña vigilia de los cabos de vela. Crónicas y sucesos, cuadernos y papeles, largos versos, historias…

Cuando publicaron su primer libro, Poemas, del que vendieron dos ejemplares, decidieron buscarse seudónimos masculinos, Currer, Ellis y Acton Bell, en los que mantuvieron sus propias iniciales. Después ya fueron Jane Eyre, Cumbres Borrascosas, Agnes Grey, el éxito y la gloria. Un crítico, algo apergaminado, mirando por encima de sus gafas dijo de ellas: «Lástima que no sean hombres, habrían sido buenos navegantes». Lo mismo era un piropo. Charlotte, Emily y Anne. La más pequeña.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)

 

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