jueves, 10 de septiembre de 2020

Baudelaire, la ortografía.

 



Baudelaire, la ortografía

 Bau-de-laire, decía espaciando las sílabas con enfermiza parsimonia mientras comprobaba, a hurtadillas, que su interlocutor había escrito bien el apellido. Con las aes y las es en su sitio, y el número preciso de consonantes: cuatro. Siempre dio una importancia extrema, pueril, casi supersticiosa a la ortografía de su nombre, y alguna vez hizo retirar un pliego al impresor Malassis, su editor, solo porque estaba mal escrito: una letra de más, Beaudelaire, o una de menos, Badelaire, o las mismas en diferente orden, Buadelaire, por ejemplo.

Vivió una infancia de internado. Un huérfano de padre en su más tierna infancia, para quien su padrastro, un general marcial y dominante, al que siempre profesó una singular antipatía, eligió el camino de la estricta disciplina: agua fría, puntualidad escrupulosa, orden, hipocresía, pañuelitos de encaje, y el meñique estirado sujetando la taza en días de fiesta. Así que acabó en aquel París de la bohemia, el de la orilla izquierda, el hachís y la sífilis, como caído en los brazos de una amante cálida y engañosa. Abrazadora.

Hubo un tiempo en que, excéntrico, dibujaba sus propios trajes —los colores exactos, los fruncidos, las sisas—, peleaba después con los sastres, y, elegante, pelín estrafalario, salía a la calle vestido de muselina negra, como el tallo de un tulipán; un sombrero de copa, un cinturón ceñido, de terciopelo, y una boa de plumas en el cuello y sobre ella una mano: dedos largos, huesudos, uñas cuidadas, delicadas como las de una virgen. Empapeló su habitación de rojo, las paredes y el techo, y la llenó de sapos, lagartijas, galápagos, un cuervo, una paloma, un gato… Y tenía una ventana en la que, detalle conmovedor, los cristales de arriba estaban sin esmerilar, para poder ver el cielo.

El rey del desorden, el edecán de la vida disipada, de la tos, los ojos cristalinos, las deudas impagadas. Sin dormir. Sin lavarse. Sin comer más que unos pastelitos que, decía, eran de carne humana. Hasta que leyó a Poe, pobre. Como un deslumbramiento. Almas gemelas, ambos. Y se puso a escribir, casi alienado. Tanto, que dejaba la llave en la puerta para no tener que levantarse a abrir si alguien llamaba.

Corregía incansable, todo el tiempo. Incluso ya en la imprenta: erratas, márgenes, tipos de letra… Después de publicar Las flores del mal, llegaban a su casa cartas en las que, debajo de su nombre, aparecía el título del libro que le daría la gloria, como otros ponen su profesión: médico o arquitecto. Y escuchaba a su paso, como un susurro vago, cómo lo señalaban y, bajito, decían su apellido. Y ocurrió, viejo o avejentado, que él mismo olvidó la ortografía. Le daban, entonces, alguno de sus libros, y copiaba de la cubierta el nombre. La letra temblorosa, errática, afilada, con las aes, y las es, y las cuatro, precisas, consonantes.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)


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