Baudelaire,
la ortografía
Vivió una infancia de internado. Un huérfano de padre
en su más tierna infancia, para quien su padrastro, un general marcial y
dominante, al que siempre profesó una singular antipatía, eligió el camino de
la estricta disciplina: agua fría, puntualidad escrupulosa, orden, hipocresía,
pañuelitos de encaje, y el meñique estirado sujetando la taza en días de
fiesta. Así que acabó en aquel París de la bohemia, el de la orilla izquierda,
el hachís y la sífilis, como caído en los brazos de una amante cálida y
engañosa. Abrazadora.
Hubo un tiempo en que, excéntrico, dibujaba sus propios
trajes —los colores exactos, los fruncidos, las sisas—, peleaba después con los
sastres, y, elegante, pelín estrafalario, salía a la calle vestido de muselina
negra, como el tallo de un tulipán; un sombrero de copa, un cinturón ceñido, de
terciopelo, y una boa de plumas en el cuello y sobre ella una mano: dedos
largos, huesudos, uñas cuidadas, delicadas como las de una virgen. Empapeló su
habitación de rojo, las paredes y el techo, y la llenó de sapos, lagartijas,
galápagos, un cuervo, una paloma, un gato… Y tenía una ventana en la que,
detalle conmovedor, los cristales de arriba estaban sin esmerilar, para poder
ver el cielo.
El rey del desorden, el edecán de la vida disipada, de
la tos, los ojos cristalinos, las deudas impagadas. Sin dormir. Sin lavarse.
Sin comer más que unos pastelitos que, decía, eran de carne humana. Hasta que
leyó a Poe, pobre. Como un deslumbramiento. Almas gemelas, ambos. Y se puso a
escribir, casi alienado. Tanto, que dejaba la llave en la puerta para no tener
que levantarse a abrir si alguien llamaba.
Corregía incansable, todo el tiempo. Incluso ya en la
imprenta: erratas, márgenes, tipos de letra… Después de publicar Las flores
del mal,
llegaban a su casa cartas en las que, debajo de su nombre, aparecía el título
del libro que le daría la gloria, como otros ponen su profesión: médico o
arquitecto. Y escuchaba a su paso, como un susurro vago, cómo lo señalaban y,
bajito, decían su apellido. Y ocurrió, viejo o avejentado, que él mismo olvidó
la ortografía. Le daban, entonces, alguno de sus libros, y copiaba de la
cubierta el nombre. La letra temblorosa, errática, afilada, con las aes, y las
es, y las cuatro, precisas, consonantes.
Fuente: Marchalamo Jesús y
Flores Damián
Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd
Edición (9 Febrero 2010)
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