Balzac y los acreedores
Si se trata de Balzac hay que hablar de tres cosas: su pelo, sus sortijas y su bastón. Ningún otro rasgo ha despertado tanto interés entre sus biógrafos, nada, en su vida, ha hecho correr tanta tinta como su melena impermeable a los peines —asilvestrada, arrebolada, airosa, un poco de mañana de resaca—; la variedad de sus anillos, de papa o de monarca, y las empuñaduras de sus cachavas. Suficiente para una caricatura.
Vivía en Les Jardies. Una pequeña propiedad cerca de
París salpicada de árboles diminutos y empinadas terrazas, donde él mismo
dirigió la construcción de la casa en la que, hélas!, se olvidó de la escalera.
Por más que los albañiles preguntaran por ella —su localización en planta, la
calidad de los materiales, el diseño de la barandilla—, el ocupado Honoré,
pendiente de otros aspectos más urgentes de la obra, fue postergando la
decisión hasta que se retiraron los andamios y la imposibilidad de acceder a
los pisos superiores se hizo evidente. Así que hubo que improvisar: ponerla por
fuera, en la parte trasera, como pertinaz homenaje a su impericia.
En esa casa, poco más que un pabellón umbrío y
destartalado, vivió gran parte de su vida rodeado de un mobiliario inexistente
que fue garabateando en las paredes, con un trozo de tiza, y que nunca llegó a
comprar: aquí una cómoda —se leía—, aquí un zócalo de mármol, aquí una
chimenea… Allí trabajaba, siempre de madrugada, corrigiendo una y otra vez, y
de allí salía a pasear, a menudo, con sus andares torpes, sinuosos, como los de
un paquidermo. Le gustaba caminar de noche, para pensar, por los bosques de
Ville d’Auray y de Versalles. Y había veces en que aparecía en la plaza, ya
amanecido, con pantuflas y bata, despeinado, sin reloj ni dinero, como un
sonámbulo, y que tenía que volver a casa en el tranvía, contando con la
complicidad del conductor que hacía la vista gorda cuando subía sin pagar.
Sus deudas fueron legendarias. Los acreedores llamaban
a su puerta haciendo sonar una campanilla (se decía que de plata), y se
enfrentaban a su silencio indiferente, un muro, cuando no a los ladridos
amenazantes, intimidatorios, de un enorme perrazo, El Turco, todo dientes y
fauces espumosas y ojos inyectados, temible y homicida. Y fue la comidilla
nacional aquella señora, no se supo quién era, que cierta noche, en el
transcurso de un baile de disfraces, se acercó hasta él y le deslizó un grueso
fajo de billetes para a continuación desaparecer apresuradamente, enmascarada,
entre los pierrots, los arlequines y los
napoleones.
Un día lo visitó Victor Hugo. Desarrapados ambos, algo
andrajosos. Uno, el pantalón sin tirantes; otro, la corbata raída. Uno, los
zapatos sucios; otro, el chaleco falto de botones. Hugo fue parco en sus
cumplidos, a juzgar por lo que contaron los testigos. Solo, casi al final,
elogió la belleza de los alhelíes. «Son bonitos», dijo señalando difuso con el
dedo.
Fuente:
· Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)
·
Idioma: : Español
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