jueves, 25 de junio de 2020

1 El monstruo verde Gérard de Nerval. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III.







1
El monstruo verde

Gérard de Nerval
GÉRARD DE NERVAL nació en París en 1808.
Espíritu de fuertes tendencias religiosas, que no lo logra encauzar y a las que en cierto modo sucumbe, se interesa sucesivamente por las leyendas orientales, la mística, el pitagorismo, el ocultismo. De esas raíces se nutre su obra. A partir de 1851 tiene repetidas crisis de desequilibrio mental, de las que hay amargo testimonio en Aurelia. Termina por ahorcarse de una viga del techo, en 1855.
Otros títulos: Voyage en Orient, Les Filles de Feu.

I
El castillo del diablo

Hablaré de uno de los más antiguos habitantes de París; antaño lo llamaban el diablo Vauvert.
De ahí nació el proverbio: «Eso queda en lo del diablo Vauvert. ¡Váyase al diablo Vauvert!». Es decir: «Vaya a… tomar el fresco en los Campos Elíseos».
Los porteros suelen decir: «Eso queda en lo del diablo de los gusanos», cuando quieren designar un sitio muy alejado[1]. Y la expresión significa que habrá que pagarles en buen dinero la comisión que se les encarga. Pero se trata además de una locución viciosa y corrupta, como muchas otras con las que están familiarizados los parisienses.
El diablo Vauvert es esencialmente un habitante de París, donde vive desde hace muchos siglos, si hemos de creer a los historiadores. Sauval, Félibien, Sainte-Foix y Dulaure han referido extensamente sus hazañas.
Parece que en los primeros tiempos habitó el castillo de Vauvert, que estaba situado en el lugar ocupado actualmente por el alegre salón de baile de la Chartreuse, al extremo del Luxemburgo y frente a las avenidas del Observatorio, en la Rue d’Enfer.
Ese castillo, de triste celebridad, fue demolido en parte, y las ruinas se convirtieron en una dependencia de un convento de cartujos, donde murió en 1313 Jean de la Lune, sobrino del antipapa Benedicto XIII.
Jean de la Lune había sido sospechado de tener relaciones con cierto demonio, que quizá fuese el espíritu familiar del antiguo castillo de Vauvert, pues, como se sabe, cada uno de esos edificios feudales tenía el suyo.
El diablo Vauvert dio que hablar nuevamente en la época de Luis XIII.
Durante muchísimo tiempo se había oído, todas las noches, un gran ruido en una casa construida con escombros del antiguo convento y cuyos propietarios estaban ausentes desde hacía varios años. Y esto aterrorizaba bastante a los vecinos.
Fueron a prevenir al teniente de policía, quien envió algunos de sus arqueros. ¡Cuál habrá sido el asombro de estos militares al oír un tintineo de vasos, mezclado de risas estridentes!
Se creyó en el primer momento que eran falsificadores entregados a una orgía, y juzgándoselos numerosos por la intensidad del ruido, se ordenó ir en busca de refuerzos.
Pero después se estimó que el pelotón no era suficiente; ningún sargento se mostraba ansioso por conducir sus hombres al interior de esa guarida, donde parecía oírse el fragor de todo un ejército.
Por fin, al amanecer, llegaron tropas suficientes. Entraron en la casa. No encontraron nada.
El sol disipó las sombras.
Durante todo el día prosiguieron las búsquedas; después se conjeturó que el ruido procedía de las catacumbas que, como se sabe, están situadas bajo ese distrito.
Se dispusieron a entrar; pero mientras la policía tomaba las precauciones necesarias, cayó nuevamente la noche y recomenzó el ruido, más fuerte que nunca.
Esta vez, nadie se atrevió a bajar, pues siendo evidente que en el subsuelo no había más que botellas, debía ser el mismo diablo quien las hacía bailar.
Se contentaron con ocupar los alrededores de la calle y pedir rogativas al clero.
Los clérigos elevaron sinnúmero de oraciones e incluso echaron agua bendita, por medio de jeringas, a través del tragaluz de la bodega.
El ruido persistió.

II
El sargento

Durante una semana una muchedumbre de parisienses no dejó de obstruir las inmediaciones, espantándose y pidiendo noticias.
Al fin un sargento de la guardia civil, más audaz que los otros, se ofreció a penetrar en la bodega maldita, a cambio de una pensión que, en caso de fallecimiento, beneficiaría a una costurera llamada Margot.
Era un hombre valiente y más enamorado que crédulo. Adoraba a esa costurera, bastante elegante y muy económica (inclusive un poco avara), que no había querido casarse con un simple sargento desprovisto de toda fortuna.
Claro está que, al obtener una pensión, el sargento se convertía en otro hombre.
Alentado por esa perspectiva, el sargento exclamó que «él no creía ni en Dios ni en el diablo, y que daría razón de ese ruido».
—¿En qué crees, entonces? —le preguntó uno de sus compañeros.
—Creo —respondió— en el señor teniente de lo criminal y en el señor preboste de París.
Era mucho decir en pocas palabras.
Aferró el sable entre los dientes y una pistola en cada mano y se aventuró por la escalera. Cuando llegó al piso de la bodega, presenció el espectáculo más extraordinario.
Todas las botellas se entregaban a una frenética zarabanda, formando las más graciosas figuras. Los sellos verdes representaban a los hombres; los sellos rojos, a las mujeres.
E inclusive se había formado una orquesta sobre los estantes.
Las botellas vacías resonaban como instrumentos de viento, las rotas como címbalos y triángulos, y las que estaban cascadas imitaban la penetrante armonía de los violines.
El sargento, que había bebido varios cuartillos antes de iniciar la expedición, al no ver allí otra cosa que botellas, se sintió muy tranquilizado y empezó a bailar también por espíritu de imitación.
Cada vez más animado por la alegría y el hechizo del espectáculo, tomó una hermosa botella de largo cuello, cuidadosamente sellada de rojo, que al parecer contenía un burdeos blanco, y la estrechó amorosamente contra su corazón.
De los cuatro costados partieron risas frenéticas; el sargento, intrigado, dejó caer la botella, que se rompió en mil pedazos.
Cesó la danza, se oyeron en los rincones de la bodega gritos de espanto y el sargento sintió que se le ponían los pelos de punta al ver que el vino derramado parecía formar un charco de sangre.
Entre sus pies, yacía extendido el cadáver de una mujer desnuda, cuyos rubios cabellos se esparcían por tierra, empapándose en la sangre.
El sargento no habría tenido miedo del diablo en persona, pero ese espectáculo lo llenó de horror. Mas pensando que al fin y al cabo debía dar cuenta de su misión, se apoderó de una botella de sello verde que parecía reírsele en las narices, y exclamó:
—¡Por lo menos, me llevaré una!
Una carcajada inmensa le respondió.
Pero ya él había subido la escalera, y mostrando la botella a sus camaradas, gritó:
—¡Aquí está el duende! ¡Sois bastante cobardes (pronunció otra palabra mucho más fuerte), ya que no os atrevéis a bajar!
Su ironía era amarga. Los arqueros se precipitaron a la bodega, donde sólo encontraron una botella de burdeos, rota. Todo lo demás estaba en orden.
Los arqueros deploraron la suerte de la botella rota; pero, sintiéndose valientes ahora, se empeñaron en subir todos con una botella en la mano.
Y se les permitió beber.
El sargento, por su parte, afirmó:
—Yo guardaré la mía para el día de mi casamiento.
Y no le pudieron negar la pensión prometida, y se casó con la costurera y…
¿Creeréis que tuvieron muchos hijos?
Sólo tuvieron uno.

III
Lo que pasó después

La noche de sus bodas, que se celebró en la Rapée, el sargento puso entre él y su esposa la famosa botella de sello verde, e insistió en que sólo ella y él bebieran de ese vino.
La botella era verde como la hiel, el vino era rojo como la sangre.
Nueve meses más tarde la costurera dio a luz un pequeño monstruo, enteramente verde, con cuernos rojos en la frente.
¡Y ahora ir, mozuelas, ir a bailar en la Chartreuse, donde antes estuvo el castillo de Vauvert!
Sin embargo, el niño creció, si no en virtud, por lo menos en tamaño. Dos cosas contrariaban a sus padres: su color verde y un apéndice caudal que al principio pareció simplemente una prolongación del coxis, pero que poco a poco tomó el aspecto de una verdadera cola.
Se consultó a los sabios, quienes declararon que era imposible extirparla sin comprometer la vida del niño. Agregaron que era un caso bastante raro, pero que había ejemplos citados en Herodoto y en Plinio el joven. En esa época aún no se preveía el sistema de Fourier.
En cuanto al color, fue atribuido a un predominio del sistema bilioso. Sin embargo, se ensayaron varios cáusticos para atenuar el matiz demasiado pronunciado de la epidermis, y se consiguió, merced a innumerables lociones y fricciones, rebajarlo primero a un tono verde botella, después verde agua y por fin; verde manzana. En cierta oportunidad pareció que toda la piel se volvía blanca; mas por la noche recobró su color.
El sargento y la costurera no podían consolarse de los disgustos que les daba ese pequeño monstruo, que se volvía cada vez más testarudo, colérico y perverso.
La melancolía que experimentaban los condujo a un vicio más común entre gente de parecida suerte. Se entregaron a la bebida.
Pero el sargento se empeñó en no beber nunca otra cosa que vino de sello rojo, y su mujer vino de sello verde.
Cada vez que el sargento estaba ebrio como una cuba, veía en sueños a la mujer ensangrentada cuya aparición lo había aterrado en la bodega, después de romper la botella.
Esta mujer le decía:
—¿Por qué me apretaste contra tu corazón y después me inmolaste… si yo te amaba tanto?
Y cada vez que la esposa del sargento empinaba demasiado la botella de sello verde, se le aparecía en sueños un gran demonio, de espantoso aspecto, que le decía:
—¿Por qué te asombras de verme… puesto que has bebido de la botella? ¿No soy el padre de tu hijo?
¡Oh, misterio!
Al llegar a la edad de trece años, el chico desapareció.
Sus padres, inconsolables, siguieron bebiendo, pero no volvieron a ver las terribles apariciones que habían atormentado su sueño.

IV
Moraleja

Así fue castigado el sargento por su impiedad, y la costurera por su avaricia.

V
Qué fue del demonio verde

Nunca más se supo.


[1] «C’est au diable Vauvert» y «C’est au diable aux vers» son las dos expresiones del texto original, que se pronuncian en forma más o menos parecida.
fUENTE:
Título original: Antología del cuento extraño 3
AA. VV., 1976
Traducción: Rodolfo Walsh

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