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Enoch Soames
Max Beerbohm
El tema del diablo ha dado origen a innumerables
leyendas e invenciones. Pocas tan afortunadas como ésta de MAX BEERBOHM,
ensayista y caricaturista inglés, nacido en 1872, educado en Oxford, sucesor de
Bernard Shaw como crítico literario de la Saturday
Review, autor de Seven Men, The Happy Hypocrite, Zuleika Dobson.
Uno de los recursos más eficaces de Enoch Soames es el fondo de realidad
contra el que se mueven los protagonistas. Existió el Café Royal, existieron
Rothenstein y The Yellow Book (y
desde luego Whistler y Beardsley), existió ese Londres finisecular con su
atmósfera casi parisiense, Chesterton nos asegura que existe el príncipe de las
tinieblas, y en cuanto a Enoch Soames sólo en el futuro se dijo (se dirá) que
nunca llegó a existir.
Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo un
libro sobre la literatura del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre de
SOAMES, ENOCH. Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban
todos los demás. Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o sólo
recordaba vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas del
señor Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.
De ahí que la omisión descubierta por mí fuese la
evidencia más cabal de que el pobre Soames no había dejado huella alguna en la
literatura de su década.
Creo que soy la única persona que lo notó… ¡tan
lamentable había sido el fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si hubiera
conquistado algún mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi memoria, como
los demás, para retornar tan sólo al llamado del historiador. Es cierto que si
las dotes que poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás habría
celebrado el pacto que yo le vi celebrar… ese extraño pacto cuyos resultados le
otorgaron para siempre un lugar en el primer plano de mis recuerdos. No
obstante, es de esos mismos resultados de donde se desprende en toda su
claridad cuánto hubo en él de lamentable.
No es la compasión, sin embargo, lo que me impulsa
a escribir sobre él. Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría inclinado a no
mojar la pluma en el tintero. No está bien burlarse de los muertos. Pero ¿cómo
escribir acerca de Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más bien, ¿cómo disimular
la atroz realidad de que era ridículo? Imposible. Pero tarde o temprano deberé
escribir sobre él. Ya se verá, a su debido tiempo, que no me queda otra
alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo haga ahora.
Durante los cursos del verano de 1893 un prodigio
del cielo cayó sobre Oxford. Caló hondo, se incrustó profundamente en el suelo.
Profesores y alumnos formaron pálidos corros que no hablaban de otra cosa. ¿De
dónde venía aquel meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba? Will Rothenstein.
¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos en litografía, que
publicaría The Bodley Head de
Londres. El asunto era urgente. Ya el Decano de A y el Director de B
y el Real Catedrático de C habían «posado» humildemente. Ancianos solemnes
y malhumorados que jamás consintieran en dejarse retratar por nadie, no podían
resistirse a aquel extranjero menudo y dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no
invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Usaba lentes que centelleaban
increíblemente. Era un hombre de ingenio. Desbordante de ideas. Conocía a
Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en París. Los
conocía a todos de memoria. Era París en Oxford. Se murmuraba que apenas
despachara su selección de profesores, incluiría a unos pocos alumnos de los
últimos cursos. Y me sentí pleno de orgullo el día en que yo —yo— fui incluido.
La simpatía que me inspiraba Rothenstein no era menor que el miedo que me
infundía; sin embargo, nació entre nosotros una amistad que a medida que
transcurrieron los años se hizo cada vez más cálida y más valiosa para mí.
Al término del curso, Rothenstein se estableció o
más bien irrumpió meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí por primera
vez ese pequeño mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé relación
con Walter Sickert y otros venerables próceres que residían allí. Fue
Rothenstein quien me llevó a ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a un joven
cuyos dibujos eran ya famosos entre la minoría: Aubrey Beardsley. En compañía
de Rothenstein hice mi primera visita a The
Bodley Head. Por él me introduje en otro reino de la inteligencia y la
audacia, el salón de dominó del Café Royal.
Ahí, aquella tarde de octubre, en una exuberante
perspectiva de dorados y de terciopelos carmesíes intercalados entre simétricos
espejos y erguidas cariátides, entre el humo del tabaco que se elevaba
incesante hacia el pintado cielo raso pagano y el murmullo de conversaciones
presumiblemente cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el áspero tableteo
de las fichas de dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo y dije para mis
adentros:
—Esto, sin duda, es la vida.
Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que
conocían personalmente a Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de
nombre. Sin interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que
ambulaban lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de
estos errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía llamar
la atención de Rothenstein.
Había pasado dos veces ante nuestra mesa, con
expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso de una
disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo encorvado,
de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos parduscos.
Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en retirada al
abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto
de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran más
frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época
—y yo estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su
aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un sombrero
negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una capa
impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a ser
romántica. Arribé a la conclusión de que «borroso» era le mot juste para él. Yo había hecho mis primeras armas en la
literatura y buscaba siempre fervorosamente le
mot juste, ese Santo Grial de la época.
El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra
mesa, y esta vez resolvió detenerse.
—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva.
Rothenstein lo miró vivamente.
—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con
menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.
—Enoch Soames —dijo Enoch.
—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a
entender por el tono de su voz que ya era bastante haber acertado con el
apellido—. Nos encontramos dos o tres veces en París, cuando vivía usted allí.
En el Café Groche.
—Y una vez yo fui a su estudio.
—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.
—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros,
¿recuerda?… Tengo entendido que ahora reside en Chelsea.
—Sí.
Me extrañó que después de este monosílabo el señor
Soames no siguiera de largo. Se quedó, pacientemente, como un animal obtuso,
como un asno que mira por encima de una cerca. Triste figura la suya. Se me
ocurrió que hambriento era quizá le mot
juste para él. Pero ¿hambriento de qué? No parecía apetecer gran cosa. Le
tuve lástima. Y Rothenstein, aunque no lo invitara a Chelsea, le pidió que se
sentara y bebiera algo. Una vez sentado, pareció más seguro de sí mismo. Echó
atrás las alas de la capa con un gesto que —si la capa no hubiera sido
impermeable— podía interpretarse como un desafío lanzado al mundo en general. Y
pidió un ajenjo.
—Je me bens
toujours fidéle —le dijo a Rothenstein— à
la sorcière glauque.
—Le hará mal —respondió secamente Rothenstein.
—Nada me hace mal —dijo Soames—. Dans ce monde il n’y a ni de bien ni de mal.
—¿Nada es bueno y nada es malo? ¿Qué quiere decir?
—Lo expliqué todo en el prefacio de Negaciones.
—¿Negaciones?
—Sí. Le di un ejemplar.
—Oh, sí, por supuesto. ¿Pero explicó usted, por
ejemplo, que no hay diferencia entre buena y mala gramática?
—No —dijo Soames—. Naturalmente, en el arte existen
el bien y el mal. Pero en la Vida… no.
Liaba un cigarrillo. Tenía manos débiles y blancas,
no del todo limpias, con las puntas de los dedos manchadas por la nicotina.
—En la Vida existe la ilusión del bien y del mal,
pero…
Su voz decreció a un murmullo en que las palabras vieux jeu y rococo fueron apenas perceptibles. Si no me equivoco, pensaba que
no se estaba haciendo justicia a sí mismo, y temía que Rothenstein señalara las
falacias de su argumentación. Lo cierto es que al fin carraspeó y dijo:
—Parlons
d’autre chose.
¿Creen ustedes que era un tonto? A mí no me
pareció. Yo era joven y me faltaba la claridad de juicio que ya poseía
Rothenstein. Soames era cinco o seis años mayor que cualquiera de nosotros.
Además, había escrito un libro.
Haber escrito un libro era algo portentoso.
Si Rothenstein no hubiera estado presente, yo
habría reverenciado a Soames. Aun así, me infundía respeto. Y estuve a punto de
reverenciarlo, en verdad, cuando dijo que pronto publicaría otro libro. Le
pregunté si podía saberse qué clase de obra era.
—Mis poemas —respondió.
Rothenstein le preguntó si ése sería el título del
libro. El poeta meditó la sugerencia, pero al fin dijo que pensaba no ponerle
título alguno.
—Si un libro vale por sí mismo… —murmuró, moviendo
el cigarrillo en semicírculo.
Rothenstein objetó que la falta de título podría
perjudicar la venta.
—Si yo entro en una librería —explicó— y digo
sencillamente: «¿Tienen ustedes…?», o bien: «¿Tienen un ejemplar de…?». ¿Cómo
sabrán lo que quiero?
—Oh, desde luego, haré poner mi nombre en la tapa
—replicó Soames seriamente—. Y me gustaría —añadió mirando con fijeza a
Rothenstein—, me gustaría hacer dibujar mi retrato para la portada.
Rothenstein admitió que era una excelente idea, y
agregó que pensaba viajar al campo, donde pasaría una temporada. Después miró
su reloj, comprobó, con una exclamación, lo avanzado de la hora, pagó la
adición y se marchó conmigo para cenar. Soames permaneció en su puesto, fiel a
la hechicera glauca.
—¿Por qué se negó tan resueltamente a dibujar su
retrato?
—¿Retratarlo? ¿A él? ¿Cómo puedo retratar a un
hombre que no existe?
—Es borroso —admití, pero mi mot juste cayó en el vacío. Rothenstein repitió que Soames era
inexistente.
Sin embargo, Soames era autor de un libro. Le
pregunté a Rothenstein si había leído Negaciones.
Admitió haberlo hojeado.
—Pero —añadió secamente—, yo no pretendo entender
nada de literatura.
Reserva muy característica de la época. Los
pintores de entonces se negaban a admitir que alguien, fuera de su propia
cofradía, tuviese el derecho de opinar sobre la pintura. Esta ley (grabada en
las tablillas que trajo Whistler de la cumbre del Fujiyama) imponía ciertas
limitaciones. Si otras artes distintas de la pintura no eran completamente
incomprensibles para quienes no las practicaban, la ley se venía abajo; la
doctrina Monroe, por decirlo así, perdía su validez. De ahí que ningún pintor
arriesgara una opinión sobre un libro sin advertir, por lo menos, que su
opinión carecía de valor. Nadie es mejor juez literario que Rothenstein; pero
en aquella época habría sido imprudente recordárselo; y yo comprendí que no
podía esperar su ayuda para formarme un juicio sobre Negaciones.
En aquellos días, no comprar un libro a cuyo autor
acababa de conocer personalmente, habría sido para mí un imposible
renunciamiento. Cuando regresé a Oxford para los cursos de Navidad, me había
procurado un ejemplar de Negaciones.
Solía dejarlo despreocupadamente sobre la mesa de mi cuarto, y cada vez que
alguno de mis amigos lo levantaba para preguntarme de qué trataba, le
respondía:
—Oh, es un libro bastante notable. Lo ha escrito un
hombre a quien conozco.
Pero nunca alcancé a explicar exactamente «de qué
trataba». Aquel delgado volumen verde no tenía, para mí, ni pies ni cabeza. En
el prefacio no hallé clave alguna para interpretar el exiguo laberinto del
texto, y en ese laberinto, nada que explicara el prefacio.
Inclínate
hacia la vida. Inclínate, muy cerca… más cerca.
La vida es
tela, y en ella ni trama ni urdimbre se encuentran, sino solamente la tela.
Es por esto
que soy Católico en la iglesia y en el pensamiento, pero dejo que el veloz
Capricho teja lo que la lanzadera del Capricho quiere.
Éstas eran las frases iniciales del prefacio, pero
las que seguían eran aún más difíciles de entender. A continuación venía
«Stark», un cuento sobre una midinette
que, según alcancé a entender, había asesinado o estaba por asesinar a un
maniquí. Parecía un cuento de Catulle Mendès en que el traductor hubiera
salteado o eliminado una frase de cada dos. Luego, un diálogo entre Pan y Santa
Úrsula, que en mi opinión carecía de «chispa». Después, algunos aforismos (titulados
αφορισµατα).
En conjunto, a decir verdad, había una gran
variedad de formas. Y esas formas habían sido trabajadas con mucho cuidado. Era
más bien el contenido lo que se me escapaba. ¿Había, en realidad, me pregunté,
algún contenido? Ahora sí pensé: ¡Supón que Enoch Soames sea un necio! Pero
enseguida nació una hipótesis contraria: ¡tal vez lo fuese yo! Opté por darle a Soames el beneficio de la duda. Yo había leído
L’Après-midi d’un faune sin extraerle
una pizca de significado. Y sin embargo Mallarmé —por supuesto— era un Maestro.
¿Cómo sabía yo que Soames no era otro? Su prosa tenía cierta musicalidad, que
sin duda no alcanzaba a deslumbrar, pero que tal vez, pensé, tuviera la
facultad de persistir en la memoria y, acaso, un significado tan profundo como
la del mismo Mallarmé. Por lo tanto, me resolví a esperar sus poemas con ánimo
libre de prejuicios.
Y después de encontrármelo por segunda vez, los
aguardé con verdadera impaciencia. Esto sucedió una tarde de enero. Al entrar
en el salón de dominó, pasé junto a una mesa ante la cual estaba sentado un
hombre pálido, con un libro abierto. Alzó la vista, y yo lo miré por encima del
hombro, con la vaga sensación de que debía haberlo reconocido. Me volví para
saludarlo. Después de cambiar unas palabras, dije echando un vistazo al libro
abierto:
—Veo que lo he interrumpido.
Y estaba por seguir mi camino, pero Soames
respondió con su voz inexpresiva:
—Prefiero ser interrumpido.
Me indicó con un gesto que me sentara, y yo
obedecí.
Le pregunté si a menudo leía en ese lugar.
—Sí. Esta clase de cosas las leo aquí —respondió,
señalando el título del libro: Poemas de
Shelley.
—¿Es algo que usted realmente…? —Iba a decir
¿«admira»? Pero cautelosamente dejé la frase inconclusa y enseguida me alegré,
porque él dijo con inusitado énfasis:
—Es algo de segunda categoría.
Yo había leído poco de Shelley, pero murmuré:
—Desde luego; es muy desigual.
—Yo diría que lo malo es justamente su igualdad.
Una igualdad mortal, por eso lo leo aquí. El ruido de este lugar quiebra el
ritmo. Aquí es tolerable.
Soames alzó el libro y lo hojeó. Se echó a reír. La
risa de Soames era un sonido breve, aislado y desprovisto de alegría que
brotaba de la garganta sin que su rostro se moviera o sus ojos se iluminaran.
—¡Qué época! —exclamó, dejando el libro sobre la
mesa—. ¡Y qué país! —añadió.
Le pregunté, con cierta nerviosidad, si en su
opinión Keats no había superado, más o menos, las limitaciones del tiempo y el
espacio. Admitió que «había algunos pasajes en Keats», pero no los mencionó. De
«los viejos», como los llamaba, el único que le gustaba era Milton. «Milton
—dijo— no era sentimental». Y además: «Milton tenía una oscura visión
interior». Y por fin:
—Siempre puedo leer a Milton en la sala de lectura.
—¿La sala de lectura?
—Del Museo Británico. Voy todos los días.
—¿De veras? Yo sólo estuve una vez. Me pareció un
lugar más bien deprimente. Se me ocurrió que… que le resta vitalidad a uno.
—Así es. Por eso voy yo. Cuanto menor es la propia
vitalidad, tanto más sensitivo se vuelve uno al arte verdaderamente grande. Yo
vivo cerca del Museo. Alquilo un departamento en la calle Dyott.
—¿Y va a la sala de lectura para leer a Milton?
—Casi siempre a Milton. —Me miró—. Fue Milton
—certificó— quien me convirtió al Diabolismo.
—¿Al Diabolismo? ¿Sí? ¿Realmente? —dije con esa
vaga incomodidad y ese intenso deseo de ser cortés que experimenta uno cuando
un hombre le habla de su propia religión—. ¿Usted… adora al Demonio?
Soames meneó la cabeza.
—No se trata de adoración —calificó, sorbiendo su
ajenjo—, sino más bien de confianza mutua.
—Ah, sí… Pero yo creí entender por el prefacio de Negaciones que usted era… católico.
—Je t’étais a
cette époque. Quizá lo sea aún. Sí… soy un Diabolista Católico.
Hizo esta profesión de fe con tono casi
precipitado. Advertí que lo que prevalecía en su espíritu era el hecho de que
yo había leído Negaciones. Sus ojos
opacos habían brillado por primera vez. Tuve la impresión de que iba a ser
examinado, viva voce, sobre el tema
en que me sentía más flojo. Le pregunté apresuradamente cuándo se publicarían
sus poemas.
—La semana próxima —me dijo.
—¿Y sin título?
—No, por fin encontré uno. Pero no se lo diré
—añadió, como si yo hubiera tenido la impertinencia de preguntárselo—. Aún no
sé si me satisface del todo. Pero es el mejor que he podido encontrar. En
cierto modo, sugiere la naturaleza de los poemas… Extrañas vegetaciones,
naturales y salvajes, y sin embargo exquisitas y multicolores y llenas de
ponzoña.
Le pregunté qué pensaba de Baudelaire. Lanzó aquel
bufido que era su risa, y dijo que Baudelaire era «un bourgeois malgré lui». Francia sólo tenía un poeta: Villon, «y dos
tercios de Villon eran simple periodismo». Verlaine era un «épicier malgré lui». Con cierta sorpresa
comprobé que, en conjunto, apreciaba menos la literatura francesa que la
inglesa. Había «algunos pasajes» en Villiers de l’Isle Adam.
—Pero yo —resumió— no le debo nada a Francia. Ya
verá —predijo con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Pero, llegado el momento, no vi tal cosa. Pensé que
el autor de Fungoides debía bastante
—inconscientemente, desde luego— a los jóvenes decadentes de París, o a los
jóvenes ingleses que a su vez debían algo a aquéllos. Aún pienso lo mismo. El
librito —que compré en Oxford— está ante mí en este momento, mientras escribo.
Su cubierta de bocací gris pálido y sus letras de plata no han sobrellevado muy
bien el paso del tiempo. Su contenido tampoco. Lo he examinado nuevamente, con
melancólico interés. No es gran cosa. Cuando se publicó, abrigué la vaga
sospecha de que lo fuera. Supongo que es mi fe en ella la que se ha debilitado,
y no la obra del pobre Soames…
TO A YOUNG WOMAN
Thou art, who hast not been!
Pale tunes irresolute
And traceries of old sounds
Blown from a rotted flute
Mingle with noise of cymbals rouged with rust
Nor not strange forms and epicene
Lie bleeding in the dust,
Being wounded with wounds.
For this it is
That in thy counterpart
Of age-long mockeries
Thou hast not been nor art![1]
Me pareció que había cierta contradicción entre la
primera y la última línea. Intenté, con el ceño fruncido, resolver esta
discordancia. Pero no consideré mi fracaso como totalmente incompatible con un
significado en la mente de Soames. ¿No indicaría, más bien, la profundidad del
significado? En cuanto a la técnica, «enrojecidos por la herrumbre» me parecía
un hallazgo, y las palabras «nor not» en lugar de «and» eran extrañamente
felices. Me pregunté quién era la joven, y qué había sacado en limpio de todo
eso. Me asalta la triste sospecha de que Soames no habría sido capaz de
encontrarle más sentido que ella. Sin embargo, aún ahora, si no trata uno de
comprender el poema, y se conforma con atender al sonido, advierte cierta
gracia en el ritmo. ¡Soames era un artista… en la medida en que existía, pobre
diablo!
Cuando leí Fungoides
por primera vez, me pareció, extrañamente, que su veta diabolista era lo mejor
de Soames. El Diabolismo parecía una influencia alegre y aún saludable dentro
de su vida.
NOCTURNE
Round and round the shutter’d Square
I stroll’d with the Devil’s arm in mine.
No sound but the scrape of his hoofs was there
And the ring of his laughter and mine.
We had drunk black wine.
I scream’d: «I will race you, Master!».
«What matter», lie shriek’d, «tonight
Which of us runs the faster?
There is nothing to fear tonight
In the foul moon’s light!».
Then I look’d him in the eyes,
And I laugh’d full shrill at the lie he told
And the gnawing fear he would fain disguise.
It was true, what I’d time and again been told:
He was old, old.[2]
Aquella primera estrofa, pensé, tenía mucho ímpetu:
un acento retozón y jovial de camaradería. La segunda, quizá, era algo
histérica. Pero la tercera me gustaba: ¡era tan vivamente heterodoxa, aún con
respecto a los dogmas de la extraña secta de Soames! ¡Nada de «confianza mutua»
en esas líneas! Soames, triunfante, desenmascarando al Demonio como a un
mentiroso, y riéndose «a gritos», era un personaje muy alentador. Eso fue lo
que pensé entonces. Ahora, a la luz de lo que sucedió más tarde, ninguno de sus
poemas me deprime tanto como el «Nocturno».
Busqué los comentarios de los periódicos
metropolitanos. Se dividían en dos clases: los que decían muy poco, y los que
no decían nada. La segunda era mucho más numerosa, y los términos en que se
expresaba la primera eran fríos. A tal punto que el mejor elogio que pudo presentar
el editor de Soames en sus anuncios publicitarios era éste:
Un acento de modernismo desde el principio hasta el
fin… Un ritmo ágil. — Preston Telegraph.
Yo abrigaba la esperanza de poder felicitar al
poeta (cuando lo viese) por haber conmovido el ambiente, pues se me ocurría que
no estaba tan seguro de su grandeza intrínseca como aparentaba. Pero cuando en
efecto nos encontramos, sólo atiné a decir con voz ronca: «Espero que Fungoides se venda muy bien». Me miró a
través de su vaso de ajenjo y me preguntó si había comprado un ejemplar. Según
su editor, sólo se habían vendido tres. Me reí, como si fuese una broma.
—¿No creerá que me importa, verdad? —dijo con algo
parecido a un gruñido.
Desestimé la idea. Añadió que no era un
comerciante. Dije humildemente que yo tampoco, y murmuré que un artista que
daba al mundo cosas realmente nuevas y grandes, siempre debía esperar mucho
tiempo a que se le tributara el debido reconocimiento. Contestó que ese
reconocimiento no le importaba un sou. Y yo admití que el acto de la creación
era su propia recompensa.
Si yo me hubiera considerado un Don Nadie, su mal
humor me habría alejado. Pero ¡ah! ¿Acaso John Lane y Aubrey Beardsley no me
habían sugerido que escribiera un ensayo para esa grande y nueva empresa que
estaba en marcha —The Yellow Book? ¿Y
acaso Henry Harland, como jefe de redacción, no había aceptado mi ensayo? ¿Y no
aparecía en el mismísimo primer número? En Oxford yo estaba todavía in statu pupillari. Pero en Londres me
consideraba con todo derecho un egresado, a quien ningún Soames podía
abochornar. En parte con fines de ostentación, y en parte por pura buena
voluntad, le dije a Soames que debía colaborar en el Yellow Book. De su garganta brotó un sonido despreciativo destinado
a esa publicación.
Uno o dos días más tarde, sin embargo, le pregunté
a Harland, para sondear el terreno, si sabía algo de la obra de un tal Enoch
Soames. Harland se detuvo en mitad de su característico paseo alrededor de la
habitación, alzó las manos al techo y gimió que a menudo había visto a «ese
absurdo individuo» en París, y que esa misma mañana había recibido de él
algunos poemas manuscritos.
—¿No tiene talento? —pregunté.
—Tiene una renta. No necesita nada.
Harland era el más jovial de los hombres y el más
generoso de los críticos, pero detestaba hablar de algo que no lo entusiasmara.
Por consiguiente, abandoné el tema. La noticia de que Soames poseía una renta
mitigó mi preocupación. Más tarde supe que era hijo de un fracasado y fallecido
librero de Preston, que había heredado de una tía casada una renta anual de
trescientas libras, y que no le quedaban parientes en este mundo.
Materialmente, pues, «no necesitaba nada». Pero aun así, había en él un pathos espiritual, agudizado ahora a mis
ojos por la posibilidad de que aún el Preston
Telegraph no le hubiese dedicado sus elogios si el padre de Soames no
hubiera sido un vecino de Preston. Tenía una especie de débil obstinación que
yo no podía menos de admirar. Ni él ni su obra recibían el menor estímulo; pero
él insistía en comportarse como un personaje, mantenía siempre al tope su
deshilachada banderita. En cualquier lugar donde se congregaran los jeunes féroces de las artes, en
cualquier restaurante de Soho que acabaran de descubrir, en cualquier music hall que prefiriesen, ahí estaba
Soames entre ellos, o más bien al borde: una figura borrosa pero inevitable.
Nunca trataba de captarse la simpatía de sus colegas escritores, jamás deponía
un ápice de su arrogancia, cuando se trataba de su propia obra, o de su
desprecio, cuando se trataba de los demás. Con los pintores se mostraba
respetuoso, y aún humilde; mas para los poetas y prosistas de The Yellow Book, y más tarde del Savoy,
jamás tuvo una palabra que no fuera de desdén. Su presencia no molestaba a los
demás. A nadie se le habría ocurrido que él o su Diabolismo Católico tuvieran
alguna importancia. Cuando en el otoño de 1896 publicó (esta vez por cuenta
propia) su tercer libro, su último libro, nadie pronunció una palabra de elogio
o de censura. Yo tuve intención de comprarlo, pero me olvidé. No lo vi nunca, y
me avergüenza decir que ni siquiera recuerdo cómo se titulaba. Sin embargo,
cuando se publicó el libro, le dije a Rothenstein que el pobre viejo Soames me
parecía en realidad una figura bastante trágica, y que la falta de resonancia
de su obra acabaría realmente por matarlo. Rothenstein se burló. Dijo que yo
alardeaba de un buen corazón que en verdad no poseía; y quizá era así. Pero
unas semanas más tarde, en la exposición privada del Nuevo Club Inglés de Arte,
vi un retrato al pastel de «Enoch Soames, Esq». Se le parecía mucho, y el
haberlo ejecutado era característico de Rothenstein. Soames estuvo parado toda
la tarde cerca del cuadro, con su sombrero hongo y su capa impermeable.
Cualquiera de sus conocidos habría captado en el acto la semejanza del retrato.
Pero quien no lo conociera, nunca hubiese identificado el modelo a partir de la
imagen; ésta «existía» mucho más que él; era inevitable. Además, no tenía esa
expresión de vaga felicidad que ahora se advertía, sí, en el rostro de Soames.
El hábito de la fama lo había rozado. En el transcurso de aquel mes fui dos
veces más al Club de Arte, y en ambas oportunidades vi a Soames exhibiéndose en
persona. Pensándolo bien, creo que la clausura de aquella exposición fue
virtualmente el fin de su carrera. Había sentido en la mejilla el aliento de la
fama… pero tan tarde y por tan poco tiempo… y al no sentirlo más, cedió,
sucumbió, se derrumbó. Él, que nunca había parecido fuerte o saludable, ahora
tenía un aspecto espectral, era una sombra de la sombra que antaño había sido.
Aún frecuentaba la sala de dominó; pero, habiendo perdido el deseo de provocar
curiosidad, ya no leía libros en ella.
—¿Ahora sólo lee en el Museo? —le pregunté,
aparentando jovialidad.
Me contestó que ya no iba allí.
—No hay ajenjo en el Museo.
Era una de esas cosas que antaño habría dicho para
llamar la atención; ahora la decía convencido. El ajenjo, que antes no fuera
más que un factor de la «personalidad» que tan laboriosamente trataba de
construirse, se había convertido en solaz y necesidad. Ya no lo llamaba «la sorcière glauque». Había renunciado a
todas las expresiones en francés. Se había convertido en un hombre de Preston,
sencillo y sin barniz.
El fracaso, aun cuando sea un fracaso total,
sencillo y sin barniz, aun cuando sea un fracaso mezquino, lleva siempre
consigo cierta dignidad. Yo rehuía a Soames porque a su lado me sentía vulgar.
Por aquella época John Lane había publicado dos libritos míos, que tuvieron un
agradable éxito de crítica. Yo era una «personalidad»… una personalidad menor,
pero bien definida. Frank Harris me había contratado para que «pataleara» en el
Saturday Review, Alfred Harmsworth me
permitía hacer lo mismo en The Daily Mail.
Yo era justamente lo que no era Soames. Él proyectaba una sombra de vergüenza
sobre mi triunfo. Si yo hubiera sabido que él creía firme y verdaderamente en
la grandeza de lo que realizara como artista, quizá no habría evitado su
presencia. No se puede decir que ha fracasado por completo un hombre que no ha
perdido su vanidad. La dignidad de Soames era una ilusión mía. Un día de la
primera semana de junio de 1897 esa ilusión desapareció. Pero en la noche de
ese día también desapareció Soames.
Yo había estado afuera la mayor parte de la mañana,
y como se me hizo tarde para almorzar en casa, fui al «Vingtième». Este pequeño
local —cuyo nombre completo era «Restaurant du Vingtième Siècle»— había sido
descubierto por los escritores y poetas en 1896, pero más tarde fue abandonado,
o poco menos, en beneficio de algún hallazgo posterior. Creo que no subsistió
lo bastante para justificar su nombre; mas por ese entonces estaba aún en Greek
Street, a pocos pasos de Soho Square, y casi enfrente de esa casa donde en los
primeros años del siglo una chiquilla, y junto con ella un muchacho llamado
De Quincey, pernoctaban hambrientos en la oscuridad, entre el polvo y las
ratas y viejos pergaminos legales. El «Vingtième» no era más que un saloncito
blanqueado, que por un extremo daba a la calle y por otro a la cocina. El
propietario y cocinero era un francés, a quien llamábamos Monsieur Vingtième;
las camareras eran sus dos hijas, Rose y Berthe; y la comida, en verdad, era
buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan juntas que cabían en número de
doce, seis de cada pared.
Cuando entré, sólo las dos más próximas a la puerta
estaban ocupadas. Una, por un hombre alto, llamativo, más bien mefistofélico, a
quien yo solía ver de tanto en tanto en el salón de dominó y en otros lugares.
En la otra estaba Soames. En aquel soleado recinto, formaban un extraño
contraste: Soames, demacrado, con aquel sombrero y aquella capa que jamás le
viera quitarse, y este otro, este hombre intensamente vital, ante cuya
presencia volvía a preguntarme, con más insistencia que nunca, si era un
mercader de diamantes, un ilusionista o el jefe de una agencia de detectives
privados. Estoy seguro de que Soames no deseaba mi compañía; sin embargo, le
pregunté si podía acompañarlo —no hacerlo habría sido una desconsideración
atroz— y me senté frente a él. Fumaba un cigarrillo. Había dejado el plato sin
probar y tenía a su lado una botella semivacía de Sauterne. Callaba con cierta
obstinación. Dije que Londres estaba imposible, con los preparativos del
jubileo (a decir verdad, me gustaban). Manifesté mi deseo de marcharme inmediatamente,
hasta que todo aquello terminara. En vano traté de ponerme a tono con su
melancolía. Él no parecía oírme ni verme. Pensé que su comportamiento me
ridiculizaba a los ojos del otro parroquiano. El pasillo entre las dos hileras
de mesas del «Vingtième» tenía apenas dos pies de ancho (Rose y Berthe, al
servir, se rozaban siempre, riñendo en voz baja), y cualquiera que estuviera
sentado a la mesa contigua compartía prácticamente la que uno ocupaba. Pensé
que mi fracasada tentativa de interesar a Soames divertía a mi vecino, y como
no podía explicarle que mi insistencia era simplemente un acto de caridad,
guardé silencio. Podía verlo perfectamente sin necesidad de volver la cabeza.
Abrigué la esperanza de que mi aspecto fuese menos vulgar que el suyo, en
contraste con el de Soames. Yo estaba seguro de que no era inglés; pero, ¿cuál
era realmente su nacionalidad? Aunque tenía el cabello (negro como el azabache)
cortado en brosse, no me pareció
francés. A Berthe, que lo atendía, le hablaba en francés con soltura, pero sin
el acento y los coloquialismos nativos. Supuse que era su primera visita al
«Vingtième», pero Berthe lo atendía sin formalidades. Él no le había causado
buena impresión. Sus ojos eran atrayentes, pero —como las mesas del
«Vingtième»— demasiado angostos y juntos. Tenía una nariz de ave de rapiña, y
las guías del bigote, que se prolongaban a ambos lados de las fosas nasales, le
estereotipaban la sonrisa. Decididamente, era siniestro. Y el chaleco escarlata
—tan fuera de temporada en el mes de junio—, que le ceñía ajustadamente el
pecho amplio, intensificaba la sensación de incomodidad que me producía su
presencia. Ese chaleco no sólo era inadecuado por el calor. Era, no sé por qué,
inadecuado en sí mismo. No se habría justificado en una mañana de Navidad.
Habría sido una nota discordante la noche del estreno de Hernani. Yo estaba tratando de explicarme lo que había en él de
incongruente, cuando Soames, repentino y extraño, quebró el silencio.
—¡Dentro de cien años…! —murmuró, como si estuviera
en trance.
—No estaremos aquí —repuse, pronta y fatuamente.
—Nosotros no estaremos. No —zumbó—, pero el Museo
estará en el mismo lugar donde ahora está. Y la sala de lectura, en el mismo
lugar de ahora. Y la gente irá a leer.
Aspiró bruscamente el humo, y un espasmo de
auténtico dolor le deformó el rostro.
Me pregunté qué encadenamiento de ideas había
estado siguiendo el pobre Soames. Pero él mismo aclaró mis dudas cuando dijo,
después de una larga pausa:
—Usted cree que no me ha importado.
—¿Que no le ha importado qué, Soames?
—El olvido. El fracaso.
—¿El fracaso? —dije calurosamente—. ¿El fracaso?
—repetí vagamente—. El olvido, sí, quizá; pero eso es algo completamente
distinto. Desde luego, usted no ha sido… apreciado. Pero ¿qué importa?
Cualquier artista que… que da…
Lo que yo quería decir era esto: «Cualquier artista
que da al mundo cosas nuevas y grandes, siempre debe esperar mucho tiempo a que
se le tribute el debido reconocimiento»; pero el halago se negaba a salir: a la
vista de aquella congoja, una congoja tan genuina y desembozada, mis labios no
querían pronunciar las palabras.
Y entonces… fue él quien las dijo por mí. Me
sonrojé.
—¿Eso es lo que usted iba a decir, verdad?
—preguntó.
—¿Cómo lo sabe?
—Es lo que me dijo hace tres años, cuando se publicó
Fungoides.
Me sonrojé aún más. Innecesariamente, porque él
prosiguió:
—Es lo único importante que le he oído decir. Y
nunca lo he olvidado. Es cierto. Es una terrible verdad. Pero ¿recuerda lo que
yo le contesté? Le dije: «El reconocimiento no me importa un sou». Y usted me
creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy por encima de todo eso. Usted es
superficial. ¿Qué puede saber de los sentimientos de un hombre como yo? Usted
imagina que cuando un gran artista tiene fe en sí mismo y en el veredicto de la
posteridad, eso basta para hacerlo feliz… Usted nunca ha adivinado la amargura
y la soledad, el… —su voz se quebró; pero luego prosiguió con una fuerza que yo
nunca le viera—: ¡La posteridad! ¿De qué me sirve a mí? Un muerto no sabe que
la gente visita su tumba, que acuden al lugar donde nació, que le ponen placas
conmemorativas, que descubren estatuas suyas. Un muerto no puede leer los
libros que se escriben sobre él. ¡Así que pasen cien años! ¡Piense en eso! Si
yo pudiera volver a la vida entonces… unas pocas horas, si yo pudiese ir a la
sala de lectura y leer! ¡O mejor aún, si ahora, en este momento, pudiera
proyectarme a ese futuro, a esa sala de lectura, nada más que por esta tarde!
¡A cambio de eso me vendería en cuerpo y alma al Demonio! Piense: páginas y más
páginas del catálogo: «SOAMES, ENOCH», interminablemente… interminables
ediciones, comentarios, prolegómenos, biografías… —Al llegar aquí lo
interrumpió un brusco y penetrante crujido de la silla colocada ante la mesa
contigua. Nuestro vecino se había levantado a medias de su asiento. Se
inclinaba hacia nosotros, tratando de disculpar su intromisión.
—Perdonen ustedes… permítanme —dijo suavemente—. Me
ha sido imposible no oír. ¿Puedo tomarme esta libertad? En este pequeño restaurant sans-façon —extendió las
manos en amplio gesto—, ¿puedo, como suele decirse, meter las narices?
No me quedó más remedio que manifestar nuestra
conformidad. Berthe había aparecido en la puerta de la cocina, creyendo que el
desconocido quería la cuenta. Pero él la alejó con un movimiento del cigarro, y
un instante después se había sentado junto a mí, frente a frente con Soames.
—Aunque no soy inglés —explicó—, conozco a Londres
muy bien, señor Soames. Su nombre y su fama (y también los del señor Beerbohm)
me son muy conocidos. Ustedes se preguntarán: ¿quién soy yo? —Miró rápidamente
por encima del hombro, y añadió en voz baja—: Soy el Diablo.
No pude evitarlo: me reí. Traté de no hacerlo;
sabía que no había motivo de risa, pues mi propia descortesía me avergonzaba,
pero me reí cada vez más fuerte. La serena dignidad del Diablo, la sorpresa y
el fastidio de sus cejas enarcadas sólo aumentaron mi hilaridad. Me reí hasta
desternillarme, y al final me apoyé, dolorido, en el respaldo de la silla. Me
comporté deplorablemente.
—Soy un caballero —dijo él con intenso énfasis— y
creía estar en presencia de caballeros.
—¡Oh! —murmuré, ya sin aliento—. ¡Oh, por favor!
—¿Curioso, nicht
war? —oí que le decía a Soames—. Hay cierta clase de personas para quienes
la sola mención de mi nombre es… ¡Oh, tan terriblemente graciosa! En vuestros
teatros, al más torpe comediante le basta decir: «¡El Diablo!» para provocar
enseguida «la risa altisonante que delata a los espíritus vacíos». ¿No es así?
Yo había recobrado el aliento, lo suficiente para
ofrecer mis excusas. Él las aceptó, pero fríamente, y volvió a dirigirse a
Soames.
—Soy un hombre de negocios —dijo—, y siempre me ha
gustado ir derecho al grano, como dicen en los Estados Unidos. Usted es un
poeta. Les affaires… usted los
detesta. Pero conmigo negociará, ¿verdad? Lo que acaba de decir me infunde
furiosas esperanzas.
Soames no se había movido, salvo para encender un
nuevo cigarrillo. Estaba agazapado, con los codos sobre la mesa y la cabeza al
ras de las manos, mirando fijamente al Demonio.
—Siga —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.
A mí ya no me quedaban ganas de reír.
—Nuestro pequeño pacto —prosiguió el Diablo— será
tanto más agradable cuanto que usted, si no me equivoco, es un Diabolista.
—Un Diabolista católico —dijo Soames.
El Demonio aceptó de buena gana esta reserva.
—Usted —prosiguió— quiere visitar ahora, esta
tarde, la sala De lectura del museo Británico, ¿verdad? Pero tal como será
dentro de cien años, ¿eh? Parfaitement.
El tiempo… una ilusión. El pasado y el futuro… están siempre tan presentes como
el presente, o al menos, por decirlo así, a la vuelta de la esquina. Yo lo
sintonizo con cualquier época. Yo lo proyecto… ¡puf! ¿Usted quiere hallarse en
la sala de lectura, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997? ¿Quiere
encontrarse, de pie, en esa sala, más allá de las puertas giratorias, en este
mismo instante, eh? ¿Y quedarse ahí hasta que cierren? ¿No es así?
Soames asintió.
El Diablo miró su reloj.
—Las dos y diez —dijo—. La hora de clausura, en ese
entonces, será la misma de ahora: las siete. Tendrá usted casi cinco horas. A
las siete, ¡puf!, se encontrará nuevamente aquí, sentado ante esta mesa. Esta
noche ceno dans le monde — dans le high
life. Con eso termina mi presente visita a vuestra gran ciudad. Vendré a buscarlo
aquí, señor Soames, en el camino de regreso a mi hogar.
—¿Su hogar? —repetí.
—¡Aunque no sea tan humilde! —dijo
despreocupadamente el Demonio.
—Está bien —dijo Soames.
—¡Soames! —supliqué. Pero a mi amigo no se le movió
un músculo.
El Diablo estiraba la mano a través de la mesa para
tocar el antebrazo de Soames; pero interrumpió el ademán.
—Dentro de cien años, como ahora —dijo sonriendo—,
no se permite fumar en la sala delectura, Por lo tanto será mejor que…
Soames se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó
caer en su vaso de Sauterne.
—¡Soames! —exclamé de nuevo—. Usted no puede…
Pero el Diablo ya había estirado la mano a través
de la mesa, y la dejó caer lentamente… sobre el mantel. La silla de Soames
estaba vacía. Su cigarrillo flotaba, hinchado, en el vino de la copa. No
quedaban más rastros de él.
Durante algunos instantes el Diablo dejó descansar
la mano en el sitio donde la había apoyado, mirándome con el rabillo del ojo,
vulgarmente triunfal.
Me asaltó un escalofrío. Me dominé con esfuerzo y me
levanté de la silla.
—Muy ingenioso —dije, condescendiente—. Pero ¿no
cree usted que La Máquina del Tiempo
es un libro delicioso? ¡Tan original!
—Usted se complace en el sarcasmo —dijo el Diablo,
que también se había puesto de pie—, pero una cosa es escribir acerca de una
máquina imposible, y otra muy distinta ser una Potencia Sobrenatural.
Sin embargo, comprendí que se sentía ofendido.
Berthe se acercó al oír que nos levantábamos. Le expliqué que habían llamado al
señor Soames, pero que tanto él como yo cenaríamos allí por la noche. Recién
cuando salí al aire libre empecé a sentirme mareado. Sólo tengo un vaguísimo
recuerdo de lo que hice, de los lugares por donde ambulé bajo el sol ardiente
de aquella tarde interminable. Recuerdo el sonido de los martillos de los
carpinteros, a lo largo de Piccadilly, y el aspecto desnudo y caótico de los «stands» a medio construir. ¿Fue en Green
Park o en Kensington Gardens, donde me senté en una silla debajo de un árbol y
traté de leer un periódico vespertino? El artículo de fondo traía una frase que
siguió repitiéndose en mi fatigado cerebro: «Son pocas las cosas que escapan a
esta augusta Señora, llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de
Reinado». Recuerdo haber concebido, en mi desesperación, una carta (que debía
ser llevada a Windsor por mensajero expreso, con orden de esperar la
respuesta).
SEÑORA: Sabiendo perfectamente que Su Majestad está
llena de sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado, me atrevo a solicitar
su consejo en este delicado asunto. El señor Enoch Soames, cuyos poemas quizá
usted conozca…
¿No había manera alguna de ayudarlo, de salvarlo?
Un pacto era un pacto, y yo habría sido el último en ayudar o respaldar a
alguien que tratara de rehuir una obligación razonable. No habría movido un dedo
para salvar a Fausto. ¡Pero el pobre Soames!, condenado a pagar sin tregua un
precio eterno por nada más que una infructuosa búsqueda y una amarga
desilusión…
Me parecía extraño y siniestro que él, Soames, en
carne y hueso, con su capa impermeable, estuviera en aquel momento viviendo en
la última década del siguiente siglo, escudriñando libros que aún no se habían
escrito, viendo y siendo visto por hombres que aún no habían nacido. Y aún más
siniestro y singular que esta noche y para siempre estaría en el infierno. Sí,
sin duda la verdad es más extraña que la ficción.
Aquella tarde fue interminable. Casi deseé haber
acompañado a Soames; no para permanecer en la sala de lectura, desde luego,
sino para salir a dar un excitante paseo por un Londres desconocido. Me alejé,
inquieto, del parque donde había descansado. Inútilmente traté de imaginar que
yo era un ardiente turista del siglo dieciocho. La tensión de los minutos
lentos y vacíos era intolerable. Mucho antes de las siete regresé al
«Vingtième».
Me senté a la misma mesa que había ocupado en el
almuerzo. El aire entraba con indiferencia por la puerta abierta a mi espalda.
De tanto en tanto, Rose y Berthe aparecían por un instante. Les había dicho que
no pediría la cena hasta que no llegara el señor Soames. Empezó a sonar un
organillo, ahogando abruptamente el vocerío de unos franceses que disputaban en
la calle. Cada vez que terminaba una canción, se oía nuevamente la algarabía de
la pelea. En el camino yo había comprado otro periódico vespertino. Lo abrí.
Pero mis ojos se apartaban incesantemente de él, para consultar el reloj de
pared colocado sobre la puerta de la cocina…
¡Faltaban cinco minutos para la hora! Recordé que
en los restaurantes los relojes están cinco minutos adelantados. Concentré mi
mirada en el periódico. Juré no volver a levantar los ojos. Alcé el periódico y
lo desplegué en todo su ancho, pegándolo a mi rostro, para no ver otra cosa…
¿Temblaba acaso la hoja? Una corriente de aire, me dije.
Una gradual rigidez se apoderaba de mis brazos. Me
dolían. Pero no podía bajarlos… ahora. Me asaltó una sospecha, me asaltó una
certeza. Y bien, ¿entonces qué?… ¿Para qué otra cosa había venido? Sin embargo,
seguí aferrándome enérgicamente a esa barrera del periódico. Sólo el ruido de
los ágiles pasos de Berthe, que venía de la cocina, me permitió, me obligó a
dejarlo caer y murmurar:
—¿Qué cenaremos, Soames?
—II est
souffrant, ce pauvre Monsieur Soames? —preguntó Berthe.
—Sólo está… cansado.
Le pedí que trajera vino —Borgoña— y cualquier
comida que estuviese lista. Soames estaba agazapado sobre la mesa, exactamente
en la misma posición en que lo viera por última vez. Como si no se hubiese
movido… él, que había viajado tan inconcebiblemente lejos. Una o dos veces, en
el transcurso de la tarde, se me había ocurrido, por un instante, que tal vez
su viaje no sería infructuoso, que acaso todos nos habíamos equivocado al
juzgar la obra de Enoch Soames. Pero de su aspecto se desprendía con atroz
claridad de que estábamos atrozmente en lo cierto.
—No se desanime —balbucí—. Quizá usted no… no
eligió un plazo suficiente. Tal vez dentro de dos o tres siglos…
—Sí —respondió su voz—. He pensado en eso.
—Y ahora… ¡ocupémonos ahora del futuro más
inmediato! ¿Dónde piensa ocultarse? ¿Qué le parece si toma el expreso de París,
en Charing Cross? Tiene casi una hora. Pero no vaya a París. Quédese en Calais.
Radíquese en Calais. Jamás se le ocurrirá ir a buscarlo a Calais.
—Es mi destino —dijo— pasar mis últimas horas en la
tierra en compañía de un asno. —Pero yo no me sentí ofendido—. Y un asno
traidor —añadió extrañamente, lanzando hacia mí un arrugado trozo de papel que
tenía en la mano. Eché un vistazo a lo que traía escrito… una especie de
jerigonza, al parecer, y lo aparté con impaciencia.
—¡Vamos, Soames! ¡Serénese! Esto no es sólo un
asunto de vida o muerte. ¡Recuerde, se trata de un eterno tormento! ¿Se quedará
aquí, resignadamente, hasta que el Diablo venga a buscarlo?
—No puedo hacer otra cosa. No me queda otra
alternativa.
—¡Vamos! ¡La «confianza mutua» llevada al colmo!
¡Su diabolismo ha perdido el seso! —Llené su vaso de vino—. Seguramente, ahora
que usted ha visto a esa bestia…
—Es inútil injuriarlo.
—Pero usted debe admitir, Soames, que no tiene nada
de miltoniano.
—No niego que sea algo distinto de lo que yo esperaba.
—Es un hombre vulgar, un plebeyo, de esa clase de
individuos que despojan a las damas de sus joyas en los pasillos de los trenes
que van a la Riviera. ¡Imagínese el eterno tormento presidido por él!
—No creerá usted que lo espero con ansia, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué no huye silenciosamente?
Una y otra vez llené su vaso, que él vaciaba
mecánicamente. Pero el vino no encendía en su interior la más pequeña chispa de
iniciativa. No comía, y yo apenas probé bocado. En el fondo de mi corazón, yo
no creía que la fuga pudiera salvarlo. La persecución sería instantánea, la
captura cierta. Pero todo era preferible a esta espera pasiva, humilde,
miserable. Le dije a Soames que el honor de la raza humana le exigía alguna
manifestación de resistencia. Preguntó qué había hecho la raza humana por él.
—Además —dijo—, ¿no comprende que estoy en su
poder? Usted lo vio tocarme, ¿verdad? Todo ha terminado. No tengo voluntad.
Estoy sellado.
Hice un gesto de desesperación. Él siguió
repitiendo la palabra sellado. Empecé a comprender que el vino le había nublado
el cerebro. ¡No era extraño! Sin alimentarse había viajado al futuro, y aún
estaba sin comer. Lo insté a que probara por lo menos un poco de pan. Era
enloquecedor pensar que él, que tenía tanto que decir, quizá no dijera nada.
—¿Qué le pareció todo… más allá? —pregunté—.
¡Vamos! Cuénteme sus aventuras.
—Serían un excelente «argumento», ¿verdad?
—Lo siento mucho por usted, Soames, y me hago cargo
de lo que le sucede; pero ¿qué derecho tiene a insinuar que yo lo utilizaría
como «argumento»?
El pobre se llevó las manos a la frente.
—No sé —dijo—. Sé que he tenido algún motivo…
Trataré de recordarlo.
—Perfecto. Trate de recordarlo todo. Coma un poco
más de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?
—Más o menos el de siempre —murmuró por fin.
—¿Mucha gente?
—Como de costumbre.
—¿Cómo eran?
Soames trató de visualizarlos.
—Eran todos muy parecidos —recordó de pronto. Mi
espíritu dio un salto atroz.
—¿Todos vestidos con mallas?
—Sí. Creo que sí.
—¿Una especie de uniforme? —Él asintió—. ¿Con un
número, quizá? ¿Un número en un gran disco metálico cosido a la manga
izquierda? ¿DKF 78.910, por ejemplo? —Era así—. ¿Y todos, hombres y mujeres,
parecían muy bien alimentados? ¿Muy utópicos? ¿Con un fuerte olor a ácido
fénico? ¿Y todos completamente calvos?
Mis previsiones resultaron exactas. El único punto
acerca del cual Soames no estaba muy seguro era si los hombres y las mujeres
eran calvos o estaban rapados.
—No tuve tiempo para examinarlos muy detenidamente
—explicó.
—No, desde luego. Pero…
—Ellos sí que me miraban. Llamé mucho la atención.
—¡Al fin había llamado la atención! Creo que más
bien los atemoricé. Me rehuían cuando me aproximaba. Los hombres que ocupaban
el escritorio circular en el centro de la sala parecían asaltados del pánico
cada vez que me acercaba para hacer alguna averiguación.
—¿Qué hizo usted cuando llegó?
Desde luego, se había encaminado directamente al
catálogo, a los volúmenes marcados con la letra S, y se había detenido
largamente ante el SNSOF, incapaz de sacarlo del estante, porque su corazón
latía tan apresuradamente… Al principio, dijo, no se sintió defraudado, pensó,
simplemente, que estaba en uso un nuevo sistema de clasificación. Se dirigió a
la mesa central y preguntó dónde estaba el catálogo de los libros del siglo veinte. Supo que aún no había más que un
solo catálogo. Buscó nuevamente su nombre, contempló las tres tirillas
engomadas que había conocido tan bien. Después fue a sentarse, y largo rato
permaneció sentado…
—Y por fin —dijo con voz parecida al zumbido de un
abejorro— consulté el Diccionario
Biográfico Nacional y algunas enciclopedias… Regresé a la mesa central y
pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo
diecinueve. Me dijeron que el libro del señor T. K. Nupton era
considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo, y llené el correspondiente
formulario. Me lo trajeron. Mi nombre no estaba en el índice, pero… ¡Sí! —dijo
cambiando abruptamente de tono—. Eso es lo que había olvidado. ¿Dónde está ese
pedacito de papel? Démelo.
Yo también había olvidado aquel jeroglífico. Lo
encontré caído en el suelo y se lo alcancé.
Él lo alisó, meneando la cabeza y mirándome con una
sonrisa desagradable.
—Eché un vistazo al libro de Nupton —prosiguió—. No
es fácil de leer. Usan una especie de escritura fonética. Todos los libros
modernos que vi eran fonéticos.
—Entonces no quiero saber más nada, Soames, por
favor.
—En cambio, todos los nombres propios parecían
escritos a la antigua. De lo contrario, quizá no habría advertido el mío.
—¿Su propio nombre? ¿De veras? ¡Oh, Soames, cuánto
me alegro!
—Y el suyo.
—¡No!
—Pensé que esta noche usted me esperaría aquí. Por
eso me tomé la molestia de copiar el pasaje. Léalo.
Le arranqué el papel de las manos. La escritura de
Soames era característicamente borrosa. Debido a esto, a mi emoción y a la
ruidosa ortografía, tardé más en comprender lo que quería decir
T. K. Nupton.
El documento se halla ante mis ojos en este
momento. Es extraño que las palabras que copio para ustedes el pobre Soames las
haya copiado para mí dentro de setenta y ocho años…
De la página 234 de Literatura inglesa 1890-1900, por T. K. Nupton,
publicación del Estado, 1992.
«Por ejemplo, un escritor de la época, llamado Max
Beerbohm, que aún vivía en el siglo veinte, escribió un cuento en el que
retrató a un personaje imaginario llamado “Enoch Soames”, un poeta de tercera
categoría, que se cree un gran genio y hace un pacto con el Diablo para saber
qué pensaría de él la posteridad. Es una sátira algo artificiosa, pero no carente
de valor, en cuanto demuestra hasta qué punto se tomaban en serio los jóvenes
de milochonoventa. Ahora que la profesión literaria ha sido organizada como un
departamento de servicios públicos, los escritores han encontrado su verdadero
nivel y han aprendido a cumplir su deber sin pensar en el mañana. “El obrero
gana su salario”, y eso es todo. Felizmente, los Enoch Soames no existen hoy
entre nosotros»[3].
Advertí que pronunciando las palabras en alta voz
(recurso que recomiendo a mis lectores) alcanzaba a comprenderlas, poco a poco.
Cuanto más inteligibles se volvían, tanto más crecían mi azoramiento, mi
congoja y mi horror. Era una pesadilla. Por un lado, a lo lejos, el vasto y
siniestro panorama de lo que aguardaba a las infortunadas letras; por el otro,
aquí, sentado a la mesa, mirándome con una mirada que parecía quemarme, el
pobre hombre a quien, a quien evidentemente… pero no: por mucho que se
envileciera mi carácter en los años venideros, yo jamás sería tan bestia como
para…
Examiné nuevamente el manuscrito. «Imaginario»…
pero allí estaba Soames, y no era más imaginario —¡ay!— que yo. Y «labud»… ¿qué
diablos era eso? (Hasta el día de hoy no he descifrado esa palabra).
—Todo esto es muy… desconcertante —balbucí por fin.
Soames nada dijo; pero, cruelmente, no dejó de
mirarme.
—¿Está usted seguro —contemporicé—, completamente
seguro de que copió bien el párrafo?
—Completamente.
—Bueno, entonces es este maldito Nupton que debe de
haber cometido (que cometerá) un estúpido error… ¡Escúcheme, Soames! Usted me
conoce demasiado para suponer que yo… Al fin y al cabo, el nombre «Max
Beerbohm» no es tan raro, y seguramente habrá varios Enoch Soames por ahí… o,
más bien, Enoch Soames es un nombre que podría ocurrírsele a cualquiera que
escribiese un cuento. Además, yo no escribo cuentos: soy un ensayista, un
observador, un cronista… Admito que es una coincidencia extraordinaria. Pero
usted debe comprender…
—Lo comprendo todo —dijo Soames quedamente. Y
añadió, en un resabio de sus viejas actitudes, pero con una dignidad que yo
nunca le había conocido—: Parlons d’autre
chose.
Acepté de prisa esta sugestión. Y volví
directamente al futuro inmediato. Pasé la mayor parte de aquella larga tarde en
renovadas súplicas a Soames para que huyese y se refugiara en cualquier parte.
Recuerdo haberle dicho, por último, que si en verdad yo estaba llamado a
escribir sobre él, aquel presunto «cuento» podría, por lo menos, tener un
epílogo feliz. Soames repitió esas tres palabras finales con expresión de
intenso desprecio.
—En la Vida y en el Arte —dijo—, lo único que
importa es un epílogo inevitable.
—Pero —insistí, fingiendo mayores esperanzas de las
que en realidad abrigaba— un final que puede rehuirse, no es inevitable.
—Usted no es un artista —dijo con voz áspera—. Y su
incapacidad artística es tan irremediable que, no pudiendo imaginar algo y
darle realidad, logrará que una cosa verdadera parezca inventada. Es un
miserable chapucero. ¡Maldita suerte la mía!
Protesté que el miserable chapucero no era yo —no
iba a ser yo— sino T. K. Nupton, y sostuvimos una discusión bastante
acalorada. En lo mejor de ella, me pareció de pronto que Soames admitía su
error: lo vi físicamente anonadado. Pero me pregunté por qué —y lo adiviné
enseguida, con un escalofrío—, por qué miraba de esa manera algo que estaba a
mi espalda. El portador de aquel «final inevitable» llenaba el vano de la
puerta.
Logré girar en mi asiento y decir, con cierta
despreocupación:
—¿Ah, adelante?
En verdad, su absurdo aspecto de villano de
melodrama apaciguaba en algo mi temor. El lustre de su sombrero ladeado y su
pechera, la forma en que se retorcía el bigote, y en particular la
magnificencia de su sonrisa, todo parecía atestiguar que sólo estaba allí para
ser burlado.
De una zancada llegó a nuestra mesa.
—Lamento —dijo con feroz ironía— interrumpir esta
pequeña reunión…
—No la interrumpe, la completa —le aseguré—. El
señor Soames y yo deseamos conversar con usted. ¿Quiere sentarse? El señor
Soames no ha obtenido nada, absolutamente nada, con su viaje de esta tarde. No
pretendemos insinuar que todo este negocio no ha sido más que una estafa… una
vulgar estafa. Por el contrario, creemos que usted ha procedido de buena fe.
Pero, desde luego, en tales circunstancias, el pacto queda rescindido.
El Diablo no contestó verbalmente. Se limitó a
mirar a Soames y señalarle la puerta con el índice rígido. Soames se levantaba
penosamente de la silla cuando yo, en un rápido y desesperado ademán, me
apoderé de dos cuchillos que descansaban sobre la mesa y puse las hojas en
cruz.
El Diablo retrocedió abruptamente contra la mesa
que tenía a su espalda, desviando el rostro y estremeciéndose.
—¡Usted no es supersticioso! —dijo con voz
sibilante.
—Yo no —repuse sonriendo.
—¡Soames! —ordenó, como si hablara con un lacayo,
pero sin volver el rostro—. ¡Enderece esos cuchillos!
—El señor Soames —dije enfáticamente, al tiempo que
intentaba refrenar a mi amigo con un gesto imperativo— es un Diabolista
católico.
Pero mi pobre amigo cumplió el mandato del Diablo y
no el mío; y cuando los ojos del maestro volvieron a clavarse en él, se levantó
y salió arrastrando los pies. Traté de hablar. Pero fue él quien habló.
—Haga lo posible —fue la plegaria que me dirigió en
el preciso instante en que el Diablo lo sacaba bruscamente por la puerta—, haga
lo posible por hacerles saber que yo he existido.
Un segundo después salí yo también. Me quedé
mirando a todos lados, a derecha, a izquierda, adelante. Vi la luz de la luna,
vi la luz de los faroles, pero Soames y el otro habían desaparecido.
Aturdido, me quedé allí. Aturdido, volví por fin al
reducido local: y supongo que pagué a Rose y Berthe mi cena y mi almuerzo, y
también los de Soames; espero que así haya sido, porque nunca volví al
«Vingtième». Desde aquella noche no me he acercado a Greek Street. Y pasaron muchos
años antes de que volviera a poner el pie en Soho Square, porque fue allí, esa
misma noche, donde ambulé horas y horas con esa vaga sensación de esperanza que
incita a un hombre a no alejarse del lugar donde ha perdido algo… «En torno a
la plaza de cerrados postigos anduve y anduve…». Aquella línea me volvía a la
memoria, en mi solitaria ronda, y junto con ella toda la estrofa, repicando en
mi cerebro y haciéndome ver cuán trágicamente distinto de lo imaginado por él
había sido el encuentro del poeta con ese príncipe de quien, más que de todos
los príncipes, debemos desconfiar.
Sin embargo —es extraño cómo ambula y divaga la
mente de un ensayista, por conmovida que esté—, recuerdo haberme detenido ante
un amplio portal preguntándome si acaso era el mismo en que el joven de Quincey
yacía enfermo y débil mientras la pobre Ann corría a todo lo que daban sus
piernas en dirección a Oxford Street, esa «madrastra de corazón de piedra», y
regresaba con el «vaso de oporto y especias» sin el cual, según él, quizá habría
muerto. ¿Era éste el mismo portal que de Quincey solía visitar en su ancianidad
a manera de homenaje? Medité sobre el destino de Ann y la causa de su repentina
desaparición de la guarida de su amigo; y luego me reproché amargamente por
dejar que el pasado desplazara al presente. ¡Pobre Soames, desaparecido!
Y también empecé a sentirme preocupado por mí
mismo. ¿Qué debía hacer?
¿Se produciría acaso un gran escándalo? ¿«La
Misteriosa Desaparición de un Escritor», etc.? Había sido visto, por última
vez, almorzando y cenando en mi compañía. ¿No sería mejor que yo tomara un
coche y fuera inmediatamente a Scotland Yard? Me creerían un lunático. Al fin y
al cabo, dije para tranquilizarme, Londres es una ciudad muy grande, y un solo
ser humano, muy oscuro por añadidura, puede fácilmente desaparecer sin que
nadie lo advierta… especialmente ahora, en el deslumbramiento del próximo
jubileo. Lo mejor, pensé, era no decir nada.
Y estaba en lo cierto. La desaparición de Soames no
produjo el menor ruido. Fue olvidado por completo antes que nadie —que yo sepa—
observara que ya no se lo veía. Quizá de tanto en tanto, algún poeta, algún
prosista, haya preguntado a otro: ¿Qué ha sido de ese hombre Soames?, pero yo
no oí jamás esa pregunta. Cabe suponer que el procurador que le entregaba su
renta anual realizara averiguaciones, pero no trascendió ningún eco de las
mismas. Había algo atroz, para mí, en ese desconocimiento general del hecho de
que Soames había existido, y más de una vez me sorprendí preguntándome si
Nupton —ese nonato— tendría razón al suponer que Soames era fruto de mi
fantasía.
En ese extracto del repulsivo libro de Nupton hay
un detalle que quizá os ha intrigado. ¿Cómo es que el autor, aunque yo lo he
mencionado aquí por su nombre y he citado las mismas palabras que él ha de
escribir, no advertirá el evidente corolario de que yo no he inventado nada? La
respuesta sólo puede ser la siguiente: Nupton no habrá leído los últimos
pasajes de esa crónica. Semejante falta de escrupulosidad es un pecado grave en
quien emprende un trabajo de investigación. Y espero que estas palabras sean
descubiertas por algún rival contemporáneo de Nupton y lo lleven a la ruina.
Me agrada pensar que en algún momento dado, entre
los años 1992 y 1997, alguien habrá leído esta memoria, y habrá impuesto al
mundo las inevitables y sorprendentes conclusiones que extraiga de ellas. Y
tengo motivos para creer que así ocurrirá. Ustedes comprenden que la sala de
lectura adonde Soames fue proyectado por el Diablo era, en todos sus aspectos,
tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997. Comprenderán, por lo tanto,
que esa tarde, cuando el tiempo la traiga, estará allí la misma gente, y estará
allí, puntual, el mismo Soames, y tanto él como ellos harán exactamente lo que
antes hicieron. Recuerden ahora que, según Soames, su arribo produjo sensación.
Alegarán ustedes que la sola peculiaridad de su atuendo bastaba para causar
sensación en aquella multitud uniformada. Pero no dirían tal cosa si alguna vez
lo hubieran visto. Les aseguro que en ninguna época Soames podría dejar de ser
oscuro. El hecho de que ellos lo mirarán con fijeza, y lo seguirán de un lado a
otro, y aparentemente le tendrán miedo, sólo puede explicarse suponiendo que,
de algún modo, estarán preparados para su espectral aparición. Habrán estado
aguardando con ansia para comprobar si realmente aparecía. Y cuando llegue de
verdad, el efecto, por supuesto, será… terrible.
Un fantasma auténtico, garantizado, demostrado,
pero —¡ay!— nada más que un fantasma. Nada más. En su primera visita, Soames
era un ser de carne y hueso, mientras que los seres en cuyo ámbito fue
proyectado no eran, según creo, más que fantasmas… fantasmas sólidos, palpables
y parlantes, pero inconscientes y automáticos fantasmas en un edificio que era
apenas una ilusión. La próxima vez ese edificio y esos seres serán verdaderos.
Soames será la aparición. Ojalá pudiera creerlo destinado a regresar al mundo,
verdadera, física, conscientemente. Ojalá le estuviera reservada esta breve y
única fuga, este único y pequeño placer. Nunca lo olvido mucho tiempo. Está
donde está, y para siempre. Los moralistas rígidos podrán decir que es el único
culpable de su suerte. Por mi parte, creo que ha sido tratado con excesivo
rigor. Está bien que la vanidad sea castigada; y admito que la vanidad de Enoch
Soames era superior a lo corriente y merecía un tratamiento especial. Pero no
había necesidad de ensañarse. Dirán ustedes que él se comprometió a pagar el
precio que está pagando. Sí; pero yo sostengo que fue inducido por medios
fraudulentos. Bien informado de todas las cosas, el Diablo debía saber que mi
amigo nada ganaría con su visita al futuro. Todo este asunto no ha sido más que
una vilísima treta. Cuanto más pienso en ello, tanto más detestable me parece
el Diablo.
Lo he visto varias veces, en distintos lugares,
después de aquella tarde en el «Vingtième». Pero sólo en una oportunidad se
puede decir que nos encontramos. Fue en París. Caminaba yo una tarde por la rue
d’Antin cuando advertí que se acercaba desde opuesta dirección… llamativamente
vestido, como de costumbre, balanceando un bastón de ébano y comportándose, en
suma, como si toda la calle le perteneciera. Al pensar en Enoch Soames y en los
millares de seres que sufren eternamente bajo el dominio de esta bestia, me
llenó una fría cólera y me erguí en toda mi estatura. Pero… en fin, uno está
tan acostumbrado a saludar y a sonreír en la calle a cualquier conocido, que
esos gestos se vuelven casi independientes de uno mismo; para evitarlos, es
menester un esfuerzo muy intenso y una gran presencia de ánimo. Y así, al pasar
frente al Diablo, advertí con zozobra que yo lo saludaba y le sonreía. Y mi
vergüenza se hizo luego más profunda y candente porque él —sí, señor— me miró
con la mayor altivez y no me devolvió el saludo.
Ser desairado —deliberadamente— ¡y por él! ¡Es para
sacar de sus casillas a cualquiera!
[1] A
UNA JOVEN. ¡Tú, que no has sido, eres! — Pálidas melodías irresueltas — y
encajes de viejos sonidos — tocados con una flauta podrida — se mezclan con el
ruido de los címbalos enrojecidos por la herrumbre — y extrañas y ambiguas
formas — yacen sangrando en el polvo — heridas con heridas. — Por eso es — que
en tu imitación — de antiguas burlas, — ¡tú no has sido ni eres!».
[2] NOCTURNO.
«En torno a la plaza desierta — anduve y anduve del brazo del Diablo. — Otro
ruido no había que el son de sus cascos — y el metal de su risa y la mía. —
Habíamos bebido vino tinto. — “¡Te corro, Maestro!”, grité — “¿Qué importa esta
noche”, chilló — “quién corra más rápido?”. — “¡Nada podemos temer esta noche”
— “a la sucia luz de la luna!”. — Entonces lo miré a los ojos, — y me reí a
gritos de su mentira — y del miedo oculto que lo roía. — Era cierto lo que
tantas veces me dijeran: — Estaba viejo, viejo».
[3] El
«idioma fonético» de Soames no tiene equivalente en castellano. En inglés el párrafo transcripto
reza así: «Fr egzarmpl, a riter ov th time, naimd Max Beerbohm, hoo woz stil
alive in th twentieth cenchri, rote a stauri in with e pautraid an immajnari
karrakter kauld “Enoch Soames” — a thurd-rait poit hoo beleevz imself a grate
jeneus an maix a bargin with th Devvl in auder ter no wot posterriti thinxs ov
mi. It iz a sumwot labud sattire but not without vallu as showing hou seriusli
the yung men ov th aiteen-ninetiz took themselvz. Nou that th littreri profeshn
haz bin auganized az a departmnt of publik servis, our riters hav found their
levvl an hav lernt ter doo their duti without thort ov th morro. “Th laibrer iz
werthi ov hiz hire”, an that iz aul. Thank hevvn we hav no Enoch Soameses amung
us todai!».
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