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El alacrán de
fray Gómez
Ricardo Palma
RICARDO PALMA nació en Lima en 1833. Murió en 1919.
Periodista, universitario, poeta, Director de la Biblioteca Nacional de su
país, debe lo esencial de su fama a la colección de Tradiciones Peruanas, que empezó a publicar a partir de 1872. A
ella pertenece este relato.
I
Éste era un lego contemporáneo de don Juan de la
Pipirindica, el de la valiente pica, y de San Francisco Solano, el cual lego
desempeñaba en Lima, en el convento de los padres seráficos, las funciones de
refitolero en la enfermería u hospital de los devotos frailes. El pueblo lo
llamaba fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la
tradición lo conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su
beatificación y canonización existe en Roma, no se le da otro nombre.
Fray Gómez hizo en mi tierra milagros a mantas, sin
darse cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa. Era de suyo milagrero,
como aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.
Sucedió que un día iba el lego por el puente,
cuando un caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó
patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por boca y narices.
—¡Se descalabró! ¡Se descalabró! —gritaba la
gente—. ¡Qué vayan a San Lorenzo por el santo óleo! —Y todo era bullicio y
alharaca.
Fray Gómez acercóse pausadamente al que yacía en
tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito, echóle tres bendiciones, y
sin más médico ni más botica el descalabrado se levantó tan fresco, como si el
golpe no hubiera recibido.
—¡Milagro, milagro! ¡Viva fray Gómez! —exclamaron
los infinitos espectadores.
Y en su entusiasmo intentaron llevar en triunfo al
lego. Éste, para sustraerse a la popular ovación, echó a correr cansino de su
convento y se encerró en su celda.
La crónica franciscana cuenta esto último de manera
distinta. Dice que fray Gómez, para escapar de sus aplaudidores, se elevó en
los aires y voló desde el puente hasta la torre de su convento. Yo ni lo niego
ni lo afirmo. Puede que sí y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto
tinta en defenderlas ni en refutarlas.
Aquel día estaba fray Gómez en vena de hacer
milagros, pues cuando salió de su celda se encaminó a la enfermería, donde
encontró a San Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima de una
furiosa jaqueca. Pulsólo el lego y le dijo:
—Su paternidad está muy débil, y haría bien en
tomar algún alimento.
—Hermano —contestó el santo—, no tengo apetito.
—Haga un esfuerzo, reverendo padre, y pase siquiera
un bocado.
Y tanto insistió el refitolero, que el enfermo, por
librarse de exigencias que picaban ya en majadería, ideó pedirle lo que hasta
para el virrey habría sido imposible conseguir, por no ser la estación propicia
para satisfacer el antojo.
—Pues mire, hermanito, sólo comería con gusto un
par de pejerreyes.
Fray Gómez metió la mano dentro de la manga y
presentó un par de pejerreyes tan fresquitos que parecían acabados de salir del
mar.
—Aquí los tiene su paternidad, y que en salud se le
conviertan. Voy a guisarlos.
Y ello es que con los benditos pejerreyes quedó San
Francisco curado como por ensalmo.
Me parece que estos dos milagritos de que
incidentalmente me he ocupado no son paja picada.
Dejo en mi tintero otros muchos de nuestro lego;
porque no me he propuesto relatar su vida y milagros.
Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades
exigentes, que sobre la puerta de la primera celda del pequeño claustro, que
hasta hoy sirve de enfermería, hay un lienzo pintado al óleo representando
estos dos milagros, con la siguiente inscripción:
«El Venerable Fray Gómez. Nació en Extremadura en
1560. Vistió el Hábito en Chuquisaca en 1580. Vino a Lima en 1587. Enfermero
fue cuarenta años, ejercitando todas las virtudes, dotado de favores y dones
celestiales. Fue su vida un continuado milagro. Falleció el 2 de mayo de 1631,
con fama de santidad. En el año siguiente se colocó el cadáver en la capilla de
Aranzazú, y en 13 de octubre de 1810 se pasó debajo del altar mayor, a la
bóveda donde son sepultados los padres del convento. Presenció la traslación de
los restos el señor doctor don Bartolomé María de las Heras. Se restauró este
venerable retrato en 30 de noviembre de 1882, por M. Zamudio».
II
Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado
a la meditación, cuando dieron a la puerta unos discretos golpecitos, y una voz
de quejumbroso timbre dijo:
—Deo gratias…
¡Alabado sea el Señor!
—Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito
—contestó fray Gómez.
Y penetró en la humildísima celda un individuo algo
desarrapado, vera efigies del hombre
a quien acongojan pobrezas, pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la
proverbial honradez del castellano viejo.
Todo el mobiliario de la celda se componía de
cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta, y una tarima sin colchón, sin
sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.
—Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que
por acá le atrae —dijo fray Gómez.
—Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien a
carta cabal…
—Se le conoce y que persevere deseo, que así
merecerá en esta vida terrena la paz de conciencia, y en la otra la
bienaventuranza.
—Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de
familia y que mi comercio no cunde por falta de medios, que no por holgazanería
y escasez de industria en mí.
—Me alegro, hermano, que a quien honradamente
trabaja, Dios le acude.
—Pero es el caso; padre, que hasta ahora Dios se me
hace el sordo, y en acorrerme tarda…
—No desespere, hermano, no desespere.
—Pues es el caso, que a muchas puertas he llegado
en demanda de habilitación por quinientos duros, y todas las he encontrado con
cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me
dije a sí mismo: «¡Ea!, Jeromo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray
Gómez, que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará para
sacarte del apuro». Y es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su
paternidad le pido y ruego que me preste esa puchuela por seis meses, seguro que
no será por mí por quien se diga:
En él mundo hay devotos
de ciertos santos:
la gratitud les dura
lo que el milagro;
que un beneficio
da siempre vida a ingratos
desconocidos.
—¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta
triste celda encontraría ese caudal?
—Es el caso, padre, que no acertaría a responderle;
pero tengo fe en que no me dejará ir desconsolado.
—La fe lo salvará, hermano. Espere un momento.
Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas
paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco
de la ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigióse a la
ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel y
tornándose hacia el castellano viejo le dijo:
—Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita; no
olvide, sí, devolvérmela dentro de seis meses.
El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento,
se despidió de fray Gómez y más que de prisa se encaminó a la tienda de un
usurero.
La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina
morisca, por decir lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo
lo formaba una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso
brillante con dos rubíes por ojos.
El usurero, que era un hombre conocedor, vio la
alhaja con codicia, y ofreció al necesitado adelantarle dos mil duros por ella;
pero nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos
duros por seis meses, y con un interés judaico se entiende. Extendiéronse y
firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el agiotista la
esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero que
con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa
por mérito intrínseco y artístico.
Y con este capitalito fuéle tan prósperamente en su
comercio, que a la terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y, envuelta
en el mismo papel que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez.
Éste tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de
la ventana, le echó una bendición y dijo:
—Animalito de Dios, sigue tu camino.
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