11
La promesa
Lafcadio Hearn
Patricio
Lafcadio Tessima Carlos Hearn —que es el nombre multitudinario con que vino al
mundo—, o más simplemente LAFCADIO HEARN —con que lo conoce la desatenta
posteridad—, o también Yakumo Koizumi —que él mismo asumió al término de su
fantástica peregrinación terrestre— nació en 1850 en la isla griega de Santa
Maura. Griego pues por su nacimiento, irlandés por su ascendencia, inglés por
su educación, norteamericano por su largo afincamiento en los Estados Unidos,
algo tendría también de español a juzgar por sus nombres de Patricio y Carlos…
Resolvió
bellamente el problema haciéndose japonés.
Se
radicó en Japón en 1890, casóse con una japonesa, y se convirtió al budismo. De
esa época data lo mejor de su producción literaria: «Kwaidan», «Kokoro»,
«Glimpses of Unfamiliar Japan», donde recogió y trabajó artísticamente las
hermosas leyendas de su país adoptivo.
I
—No
temo la muerte —dijo la moribunda esposa—; sólo tengo una preocupación en este
momento. Quisiera saber quién ocupará mi lugar en esta casa.
—Querida
mía —repuso el afligido esposo—, nadie ocupará jamás tu lugar en mi casa.
Nunca, nunca volveré a casarme.
Al
decir esto, hablaba con el corazón; porque amaba a la mujer que estaba a punto
de perder−. ¿Lo juras por la fe del samurai? —preguntó ella con apagada
sonrisa.
—Por
la fe del samurai —contestó él, acariciando su rostro consumido y pálido.
—Entonces,
amado mío —dijo ella—, me sepultarás en el jardín, ¿verdad?, cerca de aquellos
ciruelos que plantamos en un extremo. Hacía mucho que quería pedirte esto; pero
pensé que, si volvías a desposarte, no te gustaría tener mi tumba tan cerca.
Ahora que prometiste que ninguna mujer ocupará mi lugar; no es necesario, pues,
que titubee en formular mi ruego… ¡Tengo tantos deseos de ser sepultada en el
jardín! Imagino que allí aun oiré a veces tu voz, y que podré ver las flores en
la primavera.
—Se
hará como deseas —contestó él—, pero no hables ahora de eso; no es tan grave tu
mal que hayamos perdido toda esperanza.
—Yo
la he perdido —replicó ella—; moriré esta mañana… Pero, ¿me sepultarás en el
jardín?
—Sí
—dijo él—, a la sombra de los ciruelos que plantamos; y tendrás un hermoso
sepulcro.
—¿Me
darás una campanilla?
—¿Una
campanilla?…
—Sí;
quiero que en el ataúd pongas una campanilla como esas que llevan los
peregrinos budistas. ¿Lo harás?
—Tendrás
la campanilla… y cuanto desees.
—Nada
más deseo… Amado mío, siempre has sido muy bueno conmigo. Ahora puedo morir
feliz.
Cerró
los ojos y expiró con esa facilidad con que se duerme un niño cansado. Aun
muerta, parecía hermosa, y había una sonrisa en su semblante. La enterraron en
el jardín, a la vera de los árboles que amaba; y junto con ella enterraron una
campanilla. Sobre la sepultura se erigió un hermoso monumento, ornado con el
escudo de la familia y ostentando el siguiente Kaymio: Gran Hermana Mayor,
Sombra Luminosa de la Cámara de la Flor del Ciruelo, moras en la Casa del Gran
Mar de la Compasión.
Pero,
antes que transcurriera un año de la muerte de su esposa, los parientes y
amigos del samurai comenzaron a instarlo a que contrajese nuevo matrimonio.
—Aún
eres joven —le decían—; eres hijo único y no tienes descendencia. Un samurai
tiene el deber de tomar esposa. Si mueres sin hijos, ¿quién hará las ofrendas,
quién recordará a los antepasados?
Con
muchos argumentos de esta índole persuadiéronle por fin a casarse nuevamente.
La esposa sólo tenía diecisiete años; y el samurai la amó tiernamente, a pesar
del mudo reproche de la tumba del jardín.
II
En
los seis días siguientes a la boda, nada turbó la felicidad de la joven esposa.
Al séptimo, el samurai recibió orden de cumplir ciertos deberes que requerían
su presencia, de noche en el castillo. La primera noche en que se vio obligado
a dejar sola s su esposa, ella se sintió intranquila, sin poder explicarlo;
vagamente atemorizada, sin saber por qué. Se acostó pero no pudo dormir. Había
una extraña opresión en el ambiente, una pesadez indefinible, como la que suele
preceder al estallido de una tormenta.
A
la Hora del Buey oyó, en el silencio nocturno, una campanilla… una campanilla
de peregrino budista; y se preguntó quién sería el peregrino que atravesaba las
posesiones del samurai a semejante hora. Después de una pausa, la campanilla se
oyó mucho más próxima. Evidentemente, el peregrino se acercaba a la casa; pero
¿porqué se aproximaba por el fondo, donde no había camino alguno…? De pronto
los perros comenzaron a gemir y aullar de un modo extraño y horrible; y un temor
como el que se experimenta en ciertas pesadillas asaltó a la joven… Era
indudable que la campanilla sonaba en el jardín… Trató de levantarse para
llamar a un sirviente, pero advirtió que no podía incorporarse, no podía
moverse, no podía llamar… Y el son de la campanilla se oía cada vez más cerca,
cada vez más cerca… ¡y cómo ladraban los perros!… De pronto, con la ligereza
con que se desliza una sombra, entró en el aposento una mujer —aunque todas las
puertas estaban cerradas, y todas las cortinas inmóviles—, una mujer envuelta
en un sudario, que traía una campanilla de peregrino. No tenía ojos… porque
hacía mucho que había muerto; y sus cabellos sueltos caían en una cascada sobre
su rostro; y miraba sin ojos a través de la maraña de sus cabellos, y hablaba
sin lengua:
—¡En
esta casa no, en esta casa no te quedarás! Aquí aún soy yo el ama. ¡Te irás! Y
a nadie le dirás el motivo de tu partida. Si se lo dices a él, te haré pedazos.
Así
diciendo, la estantigua desapareció. La esposa se desmayó de terror, y hasta el
alba no recobró el sentido.
A
la alegre luz del día, dudó de la realidad de lo que había visto y oído. Y
aunque el recuerdo de la advertencia pesaba tanto en su corazón que no se
atrevió a hablar a su esposo ni a persona alguna de la visión que había tenido,
estuvo a punto de convencerse de que había sido víctima de una pesadilla que la
había enfermado.
La
noche siguiente, sin embargo, sus dudas se disiparon. Una vez más, a la Hora
del Buey, los perros comenzaron a aullar y gemir; una vez más se oyó el son de
la campanilla que se aproximaba lentamente por el jardín; una vez más la joven
intentó en vano levantarse y llamar; una vez más entró la muerta en el
aposento, y dijo con voz sibilante:
—¡Te
irás! ¡Y a nadie le dirás por qué debes irte! ¡Si se lo dices a él, aun en un susurro, te haré pedazos!
Esta
vez la aparición se acercó al lecho, y se inclinó sobre la muchacha, murmurando
y haciendo muecas…
A
la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del castillo, su joven consorte
se postró ante él, implorante:
—Te
suplico —dijo— que perdones mi ingratitud y mi gran descortesía al hablarte de
este modo: pero quiero irme a casa; quiero irme inmediatamente.
—¿No
eres feliz aquí? —preguntó él, sinceramente sorprendido—. ¿Alguien se ha atrevido
a ser poco amable contigo durante mi ausencia?
—No
se trata de eso —repuso ella sollozando. Todos han sido muy buenos conmigo…
Pero no puedo seguir siendo tu mujer… Debo irme.
—Querida
mía —exclamó él, muy asombrado—, es sumamente doloroso saber que has hallado en
esta casa motivo de infelicidad. Pero no puedo siquiera imaginarme por qué
quieres irte… a menos que alguien haya sido muy descortés contigo… Seguramente
no quieres decir que deseas el divorcio, ¿verdad?
Ella
respondió, temblorosa y llorando:
—¡Si
no me concedes el divorcio, moriré!
Él
permaneció un instante silencioso, tratando en vano de adivinar el motivo de
aquella asombrosa declaración. Por fin, sin revelar emoción alguna, contestó:
—Devolverte
a tu hogar, sin que hayas cometido falta alguna, sería un acto vergonzoso. Si
me revelas el motivo de tu deseo, cualquier motivo que me permita explicar las
cosas honorablemente, te otorgaré el divorcio. Pero si no me das un motivo, un
motivo razonable, no te lo otorgaré, porque el honor de nuestra casa debe
mantenerse invulnerable a cualquier reproche.
Entonces
ella se sintió obligada a hablar, y le contó todo, añadiendo en el colmo del
terror:
—Ahora
que te lo he dicho todo, ¡ella me matará! ¡Me matará!
Aunque
hombre valiente y poco propenso a creer en fantasmas, el samurai se sintió, en
el primer instante, considerablemente alarmado. Pero pronto acudió a su
espíritu una explicación sencilla y natural del caso.
—Querida
mía —dijo—, estás muy nerviosa, y temo que alguien haya estado contándote
historias tontas. No puedo concederte el divorcio por el solo hecho de que
hayas tenido un mal sueño en esta casa. Pero lamento mucho, en verdad, que
hayas sufrido tanto durante mi ausencia. Esta noche también deberé ir al
castillo; pero no te dejaré sola. Ordenaré a dos de mis soldados monten guardia
en tu aposento, y así podrás dormir en paz. Son buenos hombres, y sabrán
cuidarte.
Y
le habló tan consideradamente y con tanto afecto, que ella casi se avergonzó de
sus terrores, y resolvió permanecer en la casa.
III
Los
dos soldados encargados de cuidar a la joven esposa eran hombres robustos,
valientes y simples, experimentados guardianes de mujeres y niños. Contaron a
la joven agradables historias para mantenerla alegre. Habló con ellos largo
rato, festejando sus chanzas exentas de malicia, y casi olvidó sus temores.
Cuando por fin se recogió para dormir, ellos se apostaron en un rincón del
aposento, detrás de un biombo, y comenzaron a jugar una partida de go[1],
hablando sólo en murmullos, para no despertar a la joven, que dormía como una
criatura.
Pero
una vez más, a la Hora del Buey, despertó con un gemido de terror… ¡Había oído
la campanilla!… Ya estaba próxima, y se acercaba cada vez más. Se incorporó;
lanzó un grito, pero en el cuarto no se oyó nada… sólo un silencio de muerte,
un silencio que crecía, un silencio que se espesaba. Se precipitó hacia los
soldados: estaban sentados ante su tablero; inmóviles, mirándose con los ojos
fijos. Les gritó, los sacudió: estaban como helados…
Después
dijeron que habían oído la campanilla. y el grito de la joven, y que aun la
habían sentido cuando los sacudió para tratar de despertarlos, y que, sin
embargo, no habían podido moverse ni hablar. A partir de ese momento dejaron de
oír y de ver: un sueño negro se había apoderado de ellos.
Al
alba, al entrar en la cámara nupcial, el samurai vio a la mortecina luz de una
lámpara el cadáver decapitado de su joven esposa, que yacía en un charco de
sangre. Los dos guerreros dormían aún, acuclillados ante la partida inconclusa.
Al oír el grito de su amo, se incorporaron de golpe y se quedaron mirando
estúpidamente aquel horror que yacía a sus pies.
La
cabeza no aparecía; y la espantosa herida mostraba que no había sido cortada de
un tajo, sino arrancada. Un reguero
de sangre iba desde la cámara hasta un ángulo de la galería exterior, donde las
guardapuertas parecían haber sido rasgadas. Los tres hombres siguieron el
rastro, se internaron en el jardín, atravesaron cuadros de césped y espacios
enarenados, contornearon un estanque bordeado de lirios, pasaron bajo densos
ramajes de cedros y bambúes. Y de pronto, en un recodo, se hallaron cara a cara
con una cosa de pesadilla, que chirriaba como un murciélago: la figura de una
mujer sepultada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba; en una mano una
campanilla, en la otra la cabeza ensangrentada. Por un instante permanecieron
los tres aturdidos. Después, uno de los soldados desenvainó la espada,
pronunciando una invocación budista, y asestó un golpe a la aparición, que se
desplomó instantáneamente, en desarticulado montón de trozos de sudario,
cabellos y huesos, al tiempo que de esa ruina se desprendía la campanilla,
rodando y tintineando. Pero la descarnada mano izquierda, aun después de
cercenada la muñeca, seguía retorciéndose, y sus dedos aferraban aún la cabeza
sangrante, desgarrando y lacerando, como las pinzas de un cangrejo amarillo
tenazmente clavada en una fruta caída…
—Ésa
es una historia perversa —dije al amigo que me la había contado—. La venganza
de la muerta, en caso de cumplirse, debió recaer sobre el hombre.
—Eso
creen los hombres —repuso él—. Pero no es lo que siente una mujer.
Y
tenía razón.
Notas
[1]
Juego semejante al de damas pero mucho más complicado. <<
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