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Médium
Pío Baroja
El
irascible y penetrante don PÍO BAROJA, para muchos el mejor novelista
contemporáneo, nació en San Sebastián en 1872.
Se
doctoró en medicina y ejerció brevemente su profesión. Después puso una
panadería en Madrid. En cuanto a su obra literaria, la exacta observación de la
realidad, el estilo agresivo y la facultad de suscitar incondicionales
adhesiones o terminantes rechazos son algunas de sus características más
aparentes. Ha escrito numerosas novelas, entre las que recordaremos: «Zalacaín
el Aventurero», «Paradox Rey», «La Busca», «Las Tragedias Grotescas», «El Mundo
es Ansí», «Las Inquietudes de Shanti Andía», etc. Cabe mencionar también una
biografía: «Aviraneta», y un libro de acento autobiográfico: «Juventud,
Egolatría».
Este
breve cuento fantástico procede de su libro «Vidas Sombrías».
***
Soy
un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen
los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y
vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
Desde
hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin sueños; al menos, cuando despierto,
no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura
que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo
mucho; una prueba clara de que no estoy loco.
La
médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que
contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás
de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.
Pero
mi cerebro no piensa, y sin embargo está en tensión; podría pensar, pero no
piensa… Ah, os sonreís, ¿dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis
adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:
¿Es
hermosa la infancia, verdad? Para mí el tiempo más horroroso de la vida. Yo
tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson, su padre era inglés
y su madre española.
Le
conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico,
muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.
A
pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre
juntos. Él era un buen estudiante, y yo díscolo y desaplicado; pero como Román
siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y
enseñarme sus colecciones de sellos.
La
casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una
callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual
se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa
era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la
parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de
campanillas blancas y moradas.
Mi
amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un
techado ancho con losas que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.
Un
día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados, y acercarnos
a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la
azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba. Bajamos del
terrado, y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón,
estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija
bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.
La
madre, con voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a
hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios.
Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan
rara…
—Hay
que estudiar —dijo a modo de conclusión la madre.
Salimos
del cuarto, me marché a casa, y toda la tarde y toda la noche no hice más que
pensar en las dos mujeres.
Desde
aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su
hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí frío
al verlas.
Cuando
concluimos el curso, ya no veía a Román; estaba tranquilo; pero un día me
avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui y le encontré
en la cama llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin
embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía
con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara…
Una
vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.
—¿Qué
tienes? —le pregunté, y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo
como un anillo. Luego, en voz baja, murmuró:
—Ha
sido mi hermana. ¡Ah! Ella… No sabes la fuerza que tiene, rompe un cristal con
los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un
lado a otro sin tocarlo.
Días
después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya
cerca de una semana, que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la
puerta y no se veía a nadie.
Román
y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta…
llamaban… abríamos… nadie. Dejamos la puerta entreabierta, para poder abrir en
seguida… llamaban… nadie. Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la
campanilla sonó, sonó… y los dos nos miramos estremecidos de terror.
—Es
mi hermana, mi hermana —dijo Román, y convencidos de esto buscamos los dos
amuletos por todas partes y pusimos en su cuarto una herradura, un pentágono, y
varias inscripciones triangulares con la palabra Abrakadabra.
Inútil,
todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban
sombras sin contornos y sin rostro.
Román
languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina
fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en
nuestras expediciones.
Un
día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres en grupo, para
mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo
de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué,
y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo
fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de
mi amigo se veía una mancha oscura.
Dejamos
a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para
sacar las positivas.
Ángeles,
la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba,
Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de
Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas.
En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud,
inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído.
Nuestro
terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles
miró la fotografía, y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.
Yo
salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al
llegar a la calle eché a correr, perseguido por la sonrisa de Ángeles. Al
entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna,
sonriendo, sonriendo siempre…
¿Quién
ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo…
¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía eso? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que
nací todavía no he despertado.
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