Segundo paseo al acantilado rojo
Su Che
SU
CHE, literato chino de la dinastía de los Song (siglo XI), pertenece a los
llamados «ocho grandes autores» de la época clásica.
Como
la mayoría de los letrados de su tiempo, prestó servicios en la administración
del imperio, pero sin complicarse demasiado en las intrigas políticas. Espíritu
despreocupado y contemplativo, lo mejor de su obra está en su poesía y sus descripciones
de la naturaleza. También cultivó la pintura.
El
día quince del décimo mes salí a pie de mi casa para encaminarme al pabellón
Lin-kao. Me acompañaban dos amigos. El rocío se había convertido ya en escarcha
y los árboles estaban desnudos. Se percibía en el suelo la sombra de los
hombres y, alzando la cabeza, se veía la luna brillante. Mirábamos a nuestro
alrededor gozando del paisaje, mientras avanzábamos cantando y llamándonos unos
a otros.
Por
fin dije con un suspiro:
—Tengo
amigos que me acompañan, mas no tenemos vino. Y aun cuando lo tuviésemos,
carecemos de viandas para acompañarlo. La luna es blanca, la brisa es suave.
¿Qué haremos en una noche tan bella?
Uno
de mis amigos dijo:
—Hoy,
al atardecer, levanté la red y cogí peces de grandes bocas y finas escamas.
Parecen percas. ¿Mas dónde hallaremos vino?
Volvimos
a la casa para consultar a mi esposa quien dijo:
—Tengo
un celemín de vino que hace mucho tiempo puse aparte, por si me lo pedías de
improviso—. Entonces llevamos el vino y los peces, y fuimos a pasearnos
nuevamente bajo el acantilado rojo.
El
río se deslizaba tumultuoso; sus orillas escarpadas ascendían a mil pies de
altura. Las montañas eran altas y la luna parecía muy pequeña; el río había
bajado, asomaban las rocas de su lecho. Pero, ¿cuántos días y meses habían
transcurrido desde que visité por última vez el río y las montañas?
Recogiéndome
la túnica, comencé a trepar la rocosa orilla. Avancé sobre abruptos peñascos,
apartando a mi paso los matorrales; me senté sobre piedras con forma de tigres;
atravesé montecillos de plantas semejantes a dragones con cuernos.
Encaramándome, intenté alcanzar las inestables guaridas de los buitres, posados
para pasar la noche; descendiendo, traté de vislumbrar el palacio solitario del
dios de las aguas.
Mis
dos amigos no pudieron seguirme. Entonces lancé un grito prolongado y
penetrante. Las hierbas y los árboles se conmovieron y temblaron; resonó la
montaña y el valle devolvió el eco. Levantóse el viento, haciendo ondular el
agua. Me asaltó la inquietud, me sentí triste y temeroso. Me estremecí, no
atreviéndome a permanecer en la orilla.
Volví
sobre mis pasos, subí a nuestra barca y la dejé seguir el centro de la
corriente, para que se detuviese donde ella quisiera.
Era
casi medianoche. Todo estaba silencioso y calmo. Una grulla solitaria, que
venía del este, rayó el cielo sobrevolando el río. Sus alas eran anchas como
las ruedas de un carro. Blanca por arriba, negra por debajo, lanzaba largos
gritos discordantes. Pasó sobre la barca, casi rozándola, y se dirigió al
oeste.
Poco
más tarde se marcharon mis amigos, y en seguida me quedé dormido. Soñé que un
monje taoísta, vestido con una ondulante túnica de plumas, pasaba bajo el
pabellón. Me saludó y me dijo:
—¿Ha
sido agradable tu paseo al Acantilado Rojo?
Le
pregunté cómo se llamaba. Tornó a saludarme, sin responder.
—¡Ah!
—exclamé—. ¡Ahora te reconozco! ¿No eres tú quien sobrevoló anoche mi barca?
El
monje me miró riendo. Tuve miedo y me desperté. Al abrir la puerta miré hacia
afuera, pero ya el paisaje era otro.
(Traducido
de la Anthologie raisowièe de la
littérature chinoise, de G. Margoulies).
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