8
Pánico
E. M. Forster
E. M.
FORSTER goza en las letras inglesas de un prestigio sensacional, pero en
continuo ascenso desde que publicara en 1911 «The Celestial Omnibus».
Los
cuentos de Forster están desvinculados de los más aparentes problemas
contemporáneos. En algunos hay una luminosa identificación con el espíritu de
ciertos lugares ennoblecidos por el paso del tiempo. En todos palpita una indeleble
frescura.
«Pánico»,
—«The Story of a Panic» es el título
completo en el original— es el primer cuento que escribió Forster en 1902.
I
La
carrera de Eustace —si cabe llamarla así— empezó sin duda aquella tarde en los
castañares situados encima de Ravello. Confesaré en seguida que soy un hombre
vulgar, sencillo, sin pretensiones de estilo literario. Sin embargo, me jacto
de saber contar una historia sin exageraciones, y por lo tanto he resuelto
hacer un relato imparcial de esos extraordinarios acontecimientos ocurridos
ocho años atrás.
Ravello
es un lugar delicioso, con un agradable hotelito donde conocimos algunas
personas encantadoras. Estaban allí, desde seis semanas atrás, las dos
señoritas Robinson, acompañadas de Eustace, su sobrino, que por entonces era un
muchacho de unos catorce años. También hacía algún tiempo que se encontraba en
el lugar el señor Sandbach. El señor Sandbach había sido vicario en el norte de
Inglaterra, pero debió renunciar a la vicaría por su mala salud, y mientras se
reponía en Ravello, tomó en sus manos la educación de Eustace —que en esa época
dejaba mucho que desear— y lo estaba preparando para entrar en una de nuestras
grandes escuelas públicas. Después estaba el señor Leyland, presunto artista, y
finalmente la simpática hotelera, la Signora
Scafetti, y el amable camarero, Emmanuele, que hablaba inglés… aunque, en la
época a que me refiero, Emmanuele había ido a visitar a su padre enfermo.
Me
atrevo a creer que la incorporación, a este círculo, de mi persona, mi esposa y
mis dos hijas no fue mal recibida. Pero, aunque en su mayoría me resultaron
agradables, hubo dos personas a quienes no pude acostumbrarme: el artista,
Leyland, y el sobrino de las señoritas Robinson, Eustace.
Leyland
era sencillamente presumido y odioso; mas, como esas cualidades aparecerán
ampliamente ilustradas en el curso de mi relato, no he de subrayarlas aquí.
Pero Eustace era otra cosa: increíblemente repelente.
Me
gustan los niños, por lo general, y tenía la mejor intención de ser amable. Yo
y mis hijas nos ofrecimos para sacarlo a pasear… «No, caminar es tan
cansador…». Entonces lo invité a que viniera a bañarse… «No, no sabía nadar».
—Todo
niño inglés debe saber nadar —le dije—. Yo mismo te enseñaré.
—Ahí
tienes, querido Eustace —dijo Miss Robinson—, ahí tienes una oportunidad.
Pero
él dijo que tenía miedo al agua —¡miedo un niño!—, y desde luego yo no añadí
nada más. No me habría importado tanto, realmente, si hubiera sido un niño
estudioso, pero ni jugaba con entusiasmo ni trabajaba con entusiasmo. Sus
ocupaciones favoritas eran estar echado en un sillón, en la terraza, y ambular
por el camino, la espalda encorvada, levantando el polvo con los pies. Como es
natural, tenía la tez pálida, el pecho hundido y los músculos mal desarrollados.
Sus tías pensaban que era delicado de salud; pero lo que necesitaba, en
realidad, era disciplina.
Aquel
día memorable convinimos todos realizar un picnic en el bosque de castaños, es
decir todos menos Janet, quien se quedó para terminar su acuarela de la
Catedral, que mucho me temo no resultó una gran obra de arte.
Me
extiendo en estos detalles sin importancia porque mentalmente no puedo
separarlos de la historia de aquel día; lo mismo sucede con lo conversado
durante el picnic; todo junto lo llevo grabado en el cerebro. Después de un
ascenso de dos horas, dejamos los asnos que habían transportado a las señoritas
Robinson y a mi esposa, y fuimos a pie hasta la cabecera del valle, cuyo nombre
completo, según tengo entendido, es Vallone Fontana Caroso.
Antes
y después he visto muchos paisajes hermosos, pero pocos me agradaron más que
éste. El valle terminaba en un vasto hueco en forma de taza, adonde confluían
quebradas que nacían de las abruptas montañas circundantes. Tanto el valle como
las quebradas y las estribaciones de los cerros que las dividían estaban
cubiertos de frondosos castaños, de manera que el conjunto parecía una mano
verde de numerosos dedos, con la palma hacia arriba, cerrada convulsivamente
para ceñirnos en su apretón. Abajo, en lontananza, veíamos a Ravello y el mar,
pero ése era el único signo visible de la existencia de otro mundo.
—¡Oh,
qué lugar tan hermoso! —exclamó mi hija Rose—. ¡Qué cuadro podría pintarse con
él!
—Sí
—dijo el señor Sandbach—. Muchas célebres galerías europeas se enorgullecerían
de tener en sus paredes un paisaje diez veces menos bello que éste.
—Todo
lo contrario —dijo Leyland—. Trasladado a la tela, sería muy mediocre. En
realidad, no es tema para un cuadro.
—¿Por
qué? —preguntó Rose con mucho más deferencia de la que él merecía.
—Observe,
en primer término —replicó—, cuán intolerablemente recto contra el cielo
aparece el borde de ese cerro. Habría que quebrarlo, diversificarlo. Y visto
desde aquí, todo el panorama carece de perspectiva. Además, el colorido es
monótono y crudo.
—Yo
no entiendo nada de cuadros —interpuse—, ni pretendo entender; pero cuando
estoy viendo algo hermoso, sé que es hermoso, y esto me deja plenamente
satisfecho.
—Realmente
¡quién podría no estarlo! —dijo la mayor de las señoritas Robinson, y el señor
Sandbach opinó lo mismo.
—¡Ah!
—exclamó Leyland—. Todos ustedes confunden la visión artística de la naturaleza
con la fotografía.
Como
la pobre Rose había traído su cámara fotográfica, aquella observación me
pareció positivamente grosera. Pero yo no quería entredichos: me limité a
volverle la espalda, y ayudé a mi esposa y a la señorita Mary Robinson a servir
la merienda… que, entre paréntesis, no era muy buena.
—Eustace
—dijo su tía—, ven, querido, y ayúdanos.
Aquella
mañana el mal humor del muchacho era más acentuado que de costumbre. No había
querido venir, y sus tías estuvieron a punto de permitirle que se quedara en el
hotel para fastidiar a Janet. Pero yo, con autorización de las tías, le subrayé,
más bien ásperamente, la necesidad de hacer ejercicio; y el resultado fue que
vino, pero más taciturno y caviloso que nunca.
La
obediencia no era su fuerte. Cuestionaba todas las órdenes y sólo las cumplía
entre rezongos. Yo, si tuviera un hijo, insistiría siempre en los méritos de
una obediencia espontánea y jovial.
—Ya…
voy… tía… Mary —respondió por fin, y se demoró cortando un trozo de madera para
fabricar un silbato, cuidando de no llegar hasta que terminamos.
—¡Bueno,
bueno, jovencito! —le dije—. Usted viene a último momento y se aprovecha de
nuestros esfuerzos.
El
suspiró, porque no soportaba las bromas. La señorita Mary, imprudente, insistió
en darle el ala del pollo, a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo.
Recuerdo que tuve un momento de fastidio al pensar que en vez de gozar del sol,
el aire y las arboledas, nos veíamos todos ocupados en discutir sobre la
alimentación de un chico malcriado.
Pero
después del almuerzo, Eustace se retiró a segundo plano. Tomó asiento en un
tronco y empezó a descortezar su silbato. Yo me sentí satisfecho de verlo
ocupado en algo, una vez en la vida. Nos reclinamos para gozar del dolce far niente.
Aquellos
olorosos castaños meridionales son meros arbustos en comparación con nuestros
colosos del Norte, pero vestían muy agradablemente los contornos de montañas y
valles con un manto sólo interrumpido por dos claros, en uno de los cuales
estábamos sentados nosotros.
Y
sólo porque allí se habían derribado unos pocos árboles, Leyland prorrumpió en
una mezquina diatriba contra el propietario.
—Toda
la poesía de la naturaleza desaparece —exclamó—, se desagotan sus lagos y sus
esteros, se desecan sus mares, se talan sus bosques. Vemos extenderse por
doquier la vulgaridad de la desolación.
Yo
tengo cierta experiencia en materia de administración de fincas rurales, y
contesté que la tala era muy necesaria para el desarrollo de los árboles más
grandes. Además, no era razonable pretender que el propietario no obtuviera
beneficios de sus tierras.
—Si
piensa usted en el aspecto comercial del paisaje, quizá le produzca placer la
actividad del propietario. Pero a mí, la sola idea de que un árbol es
convertible en dinero, me repugna.
—No
veo ningún motivo —repliqué cortésmente— para desdeñar los dones de la naturaleza
por el solo hecho de que sean valiosos.
Pero
él no se detuvo.
—No
importa —prosiguió—, todos estamos sumidos en la vulgaridad. No me excluyo. Es
por nuestra culpa, y para vergüenza nuestra, que las nereidas han dejado las
aguas y las oréadas las montañas; y los bosques ya no albergan a Pan.
—¡Pan!
—exclamó el señor Sandbach, y su voz dulzona colmó el valle como si fuera una
gran iglesia verde—. Pan está muerto. Por eso no lo albergan los bosques—. Y
empezó a contar la asombrosa historia de los marineros que navegaban cerca de
la costa, en la época del nacimiento de Cristo, y oyeron por tres veces una voz
sonora que decía: «El gran dios Pan ha muerto».
—Sí.
El gran dios Pan ha muerto —dijo Leyland.
Y
se abandonó a esa ficticia angustia a que son tan afectos los artistas. Su
cigarro se apagó, y tuvo que pedirme un fósforo.
—¡Qué
interesante! —dijo Rose—. Ojalá yo supiera un poco de historia antigua.
—No
vale la pena —dijo el señor Sandbach—. ¿Verdad, Eustace?
Eustace
terminaba la fabricación de su silbato. Alzó la cabeza, con aquel irritable
fruncimiento de cejas que le consentían sus tías, pero no respondió.
La
conversación derivó hacia otros temas y por fin se extinguió. Era una tarde de
mayo, sin nubes, y el pálido verde de los jóvenes castaños formaba un hermoso
contraste con el azul oscuro del cielo. Nos habíamos sentado todos al borde del
claro, para gozar mejor del panorama, y la sombra de los arbustos que teníamos
a nuestras espaldas era manifiestamente insuficiente.
Cesó
todo ruido. Eso, por lo menos es lo que yo recuerdo. La señorita Robinson dice
que la primera señal de desasosiego que ella advirtió fue el clamor de los
pájaros. Cesó todo ruido, menos uno: a la distancia yo podía oír el crujido que
hacían al rozarse dos ramas de un gran castaño, mientras el árbol se
balanceaba. Esos crujidos se hicieron gradualmente más breves, hasta que por
fin se apagaron también. Al mirar desde arriba los verdes dedos del valle,
observé que todo estaba absolutamente inmóvil y callado; y empezó a ganarme esa
sensación de tiempo suspendido que se experimenta tan a menudo cuando la
Naturaleza está en reposo.
De
pronto nos electrizó el torturante sonido del silbato de Eustace. Yo jamás
había oído un instrumento capaz de producir un ruido tan desgarrador y
discordante.
—Eustace,
querido —dijo la señorita Mary Robinson—. Bien podrías pensar en la cabeza de
tu pobre tía Julia.
Leyland,
que hasta ese momento parecía dormir, se sentó.
—Es
asombroso comprobar cuán ciego es un niño a todo lo que es bello o edificante
—observó—. Jamás se me habría ocurrido que este chico hallaría aquí el medio de
echar a perder nuestro descanso.
Después
aquel terrible silencio volvió a caer sobre nosotros. Ahora yo estaba de pie y
observaba una polvareda que bajaba por uno de los cerros, frente a nosotros,
trocando los verdes claros en oscuros. Me asaltó un caprichoso sentimiento
premonitorio; me volví y con asombro comprobé que todos los demás se habían
levantado y miraban también en aquella dirección.
No
es posible describir en forma coherente lo que sucedió después; pero yo no me
avergüenzo de confesar que aunque el hermoso cielo azul estaba arriba, y los
verdes bosques primaverales debajo, y a mi alrededor bondadosos amigos, me
dominó un miedo atroz, un miedo como no deseo volver a experimentar, pues
nunca, antes ni después, he conocido otro semejante. Y en los ojos de los demás
vi también un terror inexpresivo y atónito, mientras sus bocas se esforzaban en
vano por hablar y sus manos por gesticular. Y sin embargo, alrededor de
nosotros se extendían la prosperidad, la belleza y la paz, y todo estaba
inmóvil, menos aquella polvareda que subía ahora el cerro donde nosotros
estábamos.
Nunca
se supo quién se movió primero. Baste decir que en un segundo todos bajábamos
corriendo la falda del cerro. Leyland iba el primero, después el señor
Sandbach, después mi esposa. Pero yo sólo vi durante unos breves instantes,
porque después atravesé a la carrera el pequeño claro y el bosque y las malezas
y las rocas hasta bajar al valle por la secas torrenteras. El cielo habría
podido ser negro mientras yo corría, y los árboles matojos de hierbas y el
declive del cerro un camino llano; porque yo no veía nada, ni oía nada, ni
sentía nada, y en mí todos los canales del sentido y la razón estaban
bloqueados. No era el temor espiritual que había conocido en otras
oportunidades, sino el miedo físico, avasallador y brutal, que obtura los
oídos, pone nubes delante de los ojos y llena la boca de un sabor repugnante. Y
no fue una humillación ordinaria la que después sobrevino; porque yo había
tenido miedo, no como un hombre, sino como una bestia.
II
No
puedo describir el fin de aquella huida con más acierto que el principio; en
efecto, nuestro temor se disipó como había venido, sin causa. De pronto, me
sentí capaz de ver, de oír, de toser y quitarme el gusto amargo de la boca.
Volví la cabeza y observé que los demás también se detenían; y poco más tarde
estábamos todos juntos, aunque transcurrió mucho tiempo antes que pudiéramos
hablar, y más aun antes que nos atreviéramos a hacerlo.
Nadie
estaba seriamente lastimado. Mi pobre esposa se había torcido un tobillo.
Leyland se había arrancado una uña contra el tronco de un árbol y yo mismo
tenía un rasguño en la oreja. Pero no lo advertí hasta que me detuve.
Todos
guardábamos silencio, escrutándonos los rostros. De pronto la señorita Mary
Robinson lanzó un terrible alarido.
—¡Oh,
Dios mío! ¿Dónde está Eustace?
Y
se habría desplomado al suelo si el señor Sandbach no la hubiera sujetado.
—Debemos
volver, tenemos que volver —dijo Rose, mi hija, que fue la primera en recobrar
la serenidad—. Sin embargo, espero… estoy segura de que se encuentra a salvo.
Tan
cobarde era Leyland, que se negó. Pero al advertir que estaba en minoría, y
temiendo que lo dejaran solo, optó por ceder. Rose y yo sostuvimos a mi pobre
esposa; el señor Sandbach y la señorita Robinson socorrieron a la señorita
Mary, y regresamos lenta y silenciosamente, tardando cuarenta minutos en subir
el camino que habíamos bajado en diez.
Nuestra
conversación, naturalmente, era desarticulada, ya que nadie quería arriesgar
una opinión sobre lo sucedido. Rose era la más locuaz; nos sorprendió a todos
al decir que había estado a punto de permanecer clavada en su sitio.
—¿Quiere
decir que usted no tuvo… que no se sintió compelida a huir? —dijo el señor
Sandbach.
—Oh,
desde luego, tuve miedo —era la primera vez que se empleaba esa palabra—, pero
no sé por qué sentí que si era capaz de quedarme, todo sería distinto, y ya no
tendría miedo.
Rose
nunca se ha expresado con mucha claridad; sin embargo, es un mérito para ella
—la más joven de nuestro grupo— haber resistido con tanta decisión una prueba
tan terrible.
—Realmente,
creo que me habría quedado —prosiguió—, si no hubiera visto que mamá se
alejaba—. La experiencia de Rose nos tranquilizó un poco con respecto a
Eustace. Pero a todos nos dominaba un terrible presentimiento mientras subíamos
penosamente las laderas cubiertas de castaños y nos acercábamos al reducido claro.
Cuando llegamos, se desataron nuestras lenguas. Allá, en el extremo más
alejado, estaban los restos de nuestra merienda, y cerca de ellos, tendido de
espaldas, inmóvil, yacía Eustace.
Con
cierta presencia de ánimo, grité en seguida:
—¡Eh,
joven mico! ¡Arriba!
Pero
no respondió, ni dijo una palabra cuando le hablaron sus pobres tías. Mientras
nos acercábamos, vi con indecible horror que debajo del puño de su camisa
escapaba una lagartija verde.
Nos
quedamos mirándolo —tan callado, tan inmóvil— y empezaron a zumbarme los oídos
a manera de anuncio de los estallidos de lamentos y lágrimas.
La
señorita Mary cayó de rodillas junto a él y le tocó la mano, convulsivamente
retorcida y entrelazada entre las hierbas.
Y
en aquel momento él abrió los ojos y sonrió.
Después
he visto muchas veces esa extraña sonrisa, tanto en el semblante de Eustace
como en las fotografías que de él comienzan a publicar los periódicos
ilustrados; pero hasta entonces la expresión de Eustace había sido siempre
ceñuda, malhumorada, insatisfecha; y a todos nos resultó inusitada aquella
sonrisa perturbadora, que siempre parecía carecer de un motivo adecuado.
Sus
tías lo abrumaron a besos, que él no devolvió, y después se produjo un silencio
molesto. Eustace parecía tan natural y tranquilo…; sin embargo, si él mismo no
había compartido nuestra asombrosa experiencia, tendría que haberse mostrado
aun más perplejo ante nuestro extraordinario comportamiento. Mi esposa, con su
tacto habitual, trató de conducirse como si nada hubiera ocurrido.
—Bueno,
joven Eustace —dijo, sentándose para aliviar el dolor de su tobillo—, ¿se ha
entretenido usted en nuestra ausencia?
—Gracias,
señora Tytler, he sido muy feliz.
—¿Y
dónde ha estado?
—Aquí.
—¿Acostado
todo el tiempo, perezoso?
—No,
todo el tiempo acostado, no.
—¿Cómo
entonces?
—¡Oh!,
parado… sentado…
—¡Parado
y sentado sin hacer nada! ¿No conoces ese poema que dice «Satanás siempre
encuentra alguna maldad para los…»?
—Oh,
mi querida señora, calle usted, calle —terció la voz del señor Sandbach; y mi
esposa, lógicamente mortificada por la interrupción, no dijo más nada y se
apartó. Me sorprendió ver que Rose ocupaba su lugar y con más desenfado del que
era habitual en ella pasaba sus dedos por el desordenado cabello del niño.
—¡Eustace!
¡Eustace! —dijo apresuradamente—. Dímelo todo… hasta la última palabra.
Él
se enderezó lentamente. Hasta aquel momento había estado tendido de espaldas.
—Oh,
Rose… —susurró, y yo, sintiendo despertar mi curiosidad, me acerqué para escuchar
lo que decía. Y fue entonces cuando vi algunas huellas de patas de cabra en la
tierra húmeda, debajo de los árboles.
—Al
parecer, has recibido la visita de algunas cabras —observé—. No tenía idea de
que pacían por estos lugares.
Eustace
se levantó penosamente y se acercó para ver. Y cuando vio los rastros de las
pezuñas, se tiró al suelo y se revolcó sobre ellas, como un perro se revuelca
en la basura.
Después
hubo un grave silencio, interrumpido al fin por las solemnes palabras del señor
Sandbach.
—Mis
queridos amigos— dijo—, es mejor admitir con valentía la verdad. Sé que lo que
voy a decir es lo que todos ustedes sienten. El Maligno, en forma corporal, ha
estado muy cerca de nosotros. Quizá con el tiempo se descubra algún daño que
pueda habernos causado. Mas por ahora, al menos en lo que a mí se refiere,
deseo elevar gracias al Señor por su piadoso socorro.
Y
al decir esto se arrodilló, y como todos los demás se arrodillaron, yo también
lo hice, aunque no creo que el Demonio pueda asaltarnos en forma visible, como
lo manifesté más tarde al señor Sandbach. Eustace también se acercó, y cuando
sus tías lo llamaron por señas, se arrodilló silenciosamente entre ellas. Pero
terminada la plegaria, se levantó en seguida y empezó a buscar algo.
—¡Oh!
Alguien ha cortado en dos mi silbato —dijo (yo había visto a Leyland con una
navaja abierta en la mano: un acto supersticioso que no puedo aprobar).
—Está
bien, no importa —prosiguió el chico.
—¿Y
por qué no importa? —dijo el señor Sandbach, que a partir de entonces siempre
trató de inducirlo a que le contara lo sucedido durante aquella hora
misteriosa.
—Porque
ya no lo necesito.
—¿Por
qué?
Al
oír esto, Eustace sonrió; y como al parecer nadie tenía nada que agregar,
atravesé el bosque con la mayor celeridad posible y traje un asno para llevar a
mi pobre mujer a casa. Nada ocurrió en mi ausencia, salvo que Rose le pidió una
vez más a Eustace que le contara lo sucedido; y esta vez él volvió la cabeza y
no contestó una sola palabra.
Apenas
regresé, nos pusimos en camino. Eustace avanzaba con dificultad, casi con
dolor; y cuando llegamos a donde estaban los otros asnos, sus tías lo instaron
a que hiciera el viaje de regreso cabalgando en uno de ellos. Tengo por norma
no inmiscuirme jamás en las relaciones de familia, pero esta vez me opuse
terminantemente. Después se vio que yo tenía toda la razón del mundo, porque el
saludable ejercicio empezó a descongelar la perezosa sangre de Eustace y a
aflojar sus músculos rígidos. Por primera vez en su vida caminaba virilmente,
la cabeza alta, aspirando grandes bocanadas de aire. Con satisfacción hice
notar a la señorita Robinson que al fin Eustace comenzaba a demostrar cierta
preocupación por su apariencia personal.
El
señor Sandbach suspiró y dijo que Eustace debía ser vigilado cuidadosamente,
porque ninguno de nosotros lo comprendía aún. Y la señorita Robinson, que era
muy propensa —demasiado, creo yo— a dejarse influir por él, también suspiró.
—Vamos,
señorita Robinson, vamos —dije—. Eustace no tiene nada. La nuestra ha sido una
experiencia misteriosa, pero no la de él. Lo asombró nuestra brusca partida, y
por eso lo notamos tan extraño al volver. Está perfectamente. Casi podría
decirse que lo encuentro mejorado.
—¿Acaso
la pasión por el deporte y el culto de una actividad incesante deben
considerarse una mejora? —intervino Leyland, mirando con sus ojos grandes y
tristes a Eustace, quien se había encaramado en una roca para cortar unos
ciclaminos—. Y el apasionado deseo de arrancar a la Naturaleza las pocas
bellezas que aún le quedan, ¿también es un mejoramiento?
Es
una pérdida de tiempo responder a semejantes observaciones, sobre todo cuando
provienen de un artista fracasado que por añadidura tiene un dedo magullado.
Para cambiar de tema, pregunté qué diríamos en el hotel. Después de breve
debate, se acordó que no diríamos nada y que tampoco mencionaríamos el asunto
en las cartas a nuestros familiares. En mi opinión, es un error decir verdades
inoportunas, que sólo producen azoramiento e incomodidad en quienes las
escuchan; y al cabo de una larga discusión logré que el señor Sandbach
coincidiera con mis puntos de vista.
Eustace
no participó de la conversación. Corría de un lado a otro por el bosque, como
corresponde a un muchacho de su edad. Un extraño sentimiento de vergüenza nos
impedía hablarle abiertamente del miedo que habíamos experimentado. En
realidad, parecía razonable suponer que la escena le había causado muy poca
impresión. Por eso nos desconcertó cuando lo vimos aparecer con los brazos cargados
de acantos florecidos, gritando:
—¿Creen
que Gennaro estará allá cuando lleguemos?
Gennaro
era el camarero sustituto, un muchacho pescador, impertinente y torpe, que
habían traído de Minori en ausencia del simpático Emmanuele; que hablaba
inglés. A él le debíamos nuestra deficiente merienda; y yo no alcanzaba a
comprender por qué Eustace quería verlo, a menos que deseara burlarse con él de
nuestro comportamiento.
—Sí,
indudablemente estará —dijo la señorita Robinson—. ¿Por qué lo preguntas, querido?
—Oh,
se me ocurrió que me gustaría verlo.
—¿Y
por qué? —dijo secamente el señor Sandbach.
—Porque…
porque sí, porque sí; porque sí, porque sí.
Se
internó en el bosque oscureciente, danzando al ritmo de sus palabras.
—Esto
es muy singular —dijo el señor Sandbach—. ¿Eustace se ha hecho amigo de
Gennaro?
—Hace
apenas dos días que llegó Gennaro —dijo Rose—, y sé que no han hablado más de
una docena de veces.
Cada
vez que Eustace reaparecía, se le notaba más excitado. En una oportunidad se
lanzó sobre nosotros con grandes alaridos, como un indio salvaje, y en otra
fingió ser un perro. La última vez regresó con una pobre liebre aturdida,
demasiado aterrada para huir, sentada en su brazo. Pensé que se estaba
volviendo excesivamente ruidoso; y todos nos alegramos cuando salimos del
bosque y seguimos caminando por el abrupto sendero escalonado que desciende a
Ravello. Era tarde, oscurecía. Nos apresuramos todo lo posible. Eustace
correteaba delante de nosotros, como una cabra.
El
próximo incidente extraordinario de ese extraordinario día ocurrió en el
preciso lugar donde el sendero escalonado desemboca en la blanca carretera.
Tres ancianas estaban paradas a un lado del camino. Lo mismo que nosotros,
habían bajado de los bosques, y apoyaban sus pesados haces de leña en el bajo
parapeto del camino. Eustace se detuvo ante ellas, y después de reflexionar un
momento, avanzó y besó en la mejilla a la anciana de la izquierda.
—¡Mi
querido muchacho! —exclamó el señor Sandbach—. ¿Te has vuelto loco?
Eustace
no dijo nada, pero ofreció a la anciana algunas de sus flores y siguió de
prisa. Volví la mirada a las acompañantes de la anciana parecían tan asombradas
como nosotros. Pero ella, ella se había puesto las flores en el pecho y
murmuraba bendiciones.
Aquella
salutación de la anciana fue el primer ejemplo del extraño comportamiento de
Eustace. Nos sentimos sorprendidos y alarmados. Era inútil hablarle, porque o
bien contestaba tonterías o bien se alejaba brincando sin responder.
En
el camino al pueblo no volvió a mencionar a Gennaro, y yo esperaba que lo
habría olvidado. Pero cuando llegamos a la Piazza,
frente a la Catedral, gritó: «¡Gennaro! ¡Gennaro!» a voz en cuello, y echó a
correr por la callejuela que conducía al hotel. ¿Y quién apareció al extremo de
la calleja, si no el propio Gennaro, cuyos brazos y piernas emergían del traje
del simpático camarero que hablaba inglés; Gennaro, con una sucia gorra de
pescador en la cabeza?. Porque, como bien decía la pobre hotelera, por mucho
que ella le vigilara la indumentaria, Gennaro siempre se las ingeniaba para
introducir en ella algún elemento incongruente.
Eustace
se lanzó a su encuentro, saltó a sus brazos, y con los suyos le rodeó el
cuello. Y todo esto no sólo en presencia de nosotros, sino también de la
hotelera, la doncella, el facchino y
dos señoras norteamericanas que llegaban al hotel, donde pensaban permanecer
unos días.
Yo
siempre me esmero en ser cordial con los italianos, por poco que lo merezcan;
pero aquel hábito de promiscua intimidad era perfectamente intolerable, y sólo
podía acarrear mortificaciones y familiaridades indeseables a todo el mundo.
Llevando aparte a la señorita Robinson, le pedí permiso para hablar seriamente
a Eustace acerca del trato con los inferiores en la escala social. Me lo
concedió; pero yo resolví esperar hasta que disminuyera un poco en el absurdo
muchacho la excitación de ese día. Entretanto Gennaro, en lugar de atender a
las dos señoras recién llegadas, se llevó a Eustace adentro, como si fuera la
cosa más natural del mundo.
—Ho capito —le oí decir cuando pasaba a
mi lado. «Ho capito» significa
«Comprendo», pero como Eustace no le había hablado, se me escapó el sentido de
esas palabras. Esto aumentó muestro azoramiento, y cuando nos sentamos a la
mesa de la cena, tanto nuestra imaginación como nuestras lenguas estaban
exhaustas.
Excluyo
de este relato los diversos comentarios que formulamos, porque ninguno me
parece digno de ser registrado. Pero durante tres o cuatro horas, las siete
personas que formábamos nuestro grupo volcamos nuestro asombro en un torrente
de exclamaciones apropiadas e inapropiadas. Algunos establecieron una relación
entre nuestro comportamiento de la tarde y el que ahora mostraba Eustace. Otros
no veían relación alguna. El señor Sandbach se atenía aún a la posibilidad de
influencias infernales, y agregaba que el muchacho debía ser examinado por un
médico. Leyland sólo veía la manifestación de «ese execrable filisteo que es,
en esencia, todo niño». Rose sostenía, con gran sorpresa de mi parte, que todo
era comprensible; mientras yo empezaba a entender que lo que necesitaba ese
joven era una buena tunda. Las infortunadas señoritas Robinson fluctuaban
indefensas entre opiniones tan contradictorias, pronunciándose ora por una
cuidadosa vigilancia, luego por la tolerancia, más tarde por los castigos
corporales, y finalmente por la Sal de Frutas Eno.
La
cena transcurrió bastante tranquila, aunque Eustace estaba terriblemente
inquieto, y Gennaro, como de costumbre, dejaba caer los cuchillos y las cucharas,
sin cesar de expectorar y carraspear. Sólo sabía unas pocas palabras de inglés,
y nos vimos obligados a utilizar el italiano para expresar nuestras
necesidades. Eustace, que de algún modo había aprendido rudimentos del idioma,
pidió unas naranjas. Con gran disgusto, advertí que Gennaro lo tuteaba al
responderle, cosa que sólo es admisible entre amigos íntimos de la misma
categoría. Eustace se lo merecía; pero una impertinencia de esa clase era una
afrenta para todos nosotros, y yo estaba resuelto a hablar, y pronto.
Cuando
oí que levantaba la mesa, entré, y apelando a todos mis conocimientos de
italiano, o más bien de napolitano —los dialectos meridionales son execrables—,
le dije:
—¡Gennaro!
Lo he oído tratar de «Tú» al señor Eustace.
—Es
cierto.
—Pues
no está bien. Debe emplear el «Lei» o el «Poi», que son formas más corteses. Y
recuerde que si bien a veces (esta tarde, por ejemplo) el señor Eustace se
muestra algo precipitado y majadero, siempre debe usted tratarlo
respetuosamente; porque él es un joven caballero inglés, y usted un pobre
pescadorcillo italiano.
Sé
que estas palabras parecen terriblemente insolentes, pero en italiano se pueden
decir cosas que nadie se atrevería a decir en inglés. Además, de nada sirve
mostrarse delicado con personas de esa ralea. A menos que uno diga las cosas
claras, se complacen malignamente en hacerse los desentendidos.
Un
honesto pescador inglés me habría dado un puñetazo en el ojo a cambio de
aquella observación, pero los míseros y pisoteados italianos carecen de
orgullo. Gennaro se limitó a suspirar y dijo:
—Es
cierto.
—Sin
duda —repliqué y me volví con intención de irme.
—Pero
a veces no tiene importancia —añadió. Mi indignación volvió a despertar.
—¿Qué
quiere decir? —grité.
Él
se acercó, retorciendo espantosamente los dedos.
—Signor Tytler, quiero decir esto: cuando
Eustazio me pida que lo llame «Voi» lo llamaré «Toi». De lo contrario, no.
Y
con esto levantó una bandeja cargada de vajilla y salió a escape del comedor;
luego oí el ruido de dos nuevos vasos rotos en el patio.
Yo
había llegado al colmo de la irritación, y salí para entrevistarme con Eustace.
Pero se había ido a dormir, y la hotelera, con quien también deseaba hablar,
estaba ocupada. Después de nuevas y vagas conjeturas, oscuramente expresadas
debido a la presencia de Janet y de las dos señoras norteamericanas, nos fuimos
todos a la cama, concluyendo así un día ajetreado y lleno de singulares
acontecimientos.
III
Pero
el día no fue nada en comparación con la noche.
Habría
dormido unas cuatro horas, cuando desperté bruscamente, creyendo haber
escuchado un ruido en el jardín. Y en seguida, antes que se abrieran mis ojos,
me asaltó un frío y espantoso temor, no de que estuviera ocurriendo algo —como
en el bosque— sino de que algo pudiese ocurrir.
Nuestra
habitación estaba en el primer piso y daba al jardín; por decir mejor, a la
terraza: un espacio en forma de cuña, cubierto de rosales y enredaderas,
atravesado por caminitos de asfalto. Limitaba, de un lado, con la casa; a lo
largo de ambos costados se extendía una pared, que se alzaba tan sólo unos tres
pies por encima de la terraza, pero estaba separada de los olivares por una
pendiente de más de veinte pies, porque el terreno, en aquel lugar, descendía
muy abruptamente.
Temblando,
me acerqué a la ventana. Un objeto blanco iba y venía zapateando por los
caminitos de asfalto. Yo estaba demasiado alarmado para ver con claridad; y a
la incierta luz de las estrellas, aquel objeto asumía toda clase de extrañas
figuras. En un momento era un perro, luego un enorme murciélago blanco, después
una nube de rápido movimiento. Saltaba como una pelota, emprendía breves vuelos
como un pájaro, o se deslizaba lentamente como un espectro. No hacía ruido
alguno, salvo aquel zapateo que, al fin y al cabo, debía ser producido por los
pies de un ser humano. Y por fin se impuso a mi perturbado espíritu la única
explicación posible: comprendí que Eustace había abandonado su lecho y que aún
nos aguardaban novedades.
Me
vestí apresuradamente y bajé al comedor, que daba a la terraza. La puerta
estaba abierta. Mi terror se había disipado casi por completo, pero durante
cinco minutos luché con un sentimiento extraño y cobarde, que me incitaba a no
inmiscuirme en las andanzas de aquel desdichado y extravagante muchacho, a
dejarlo abandonado a su espectral zapateo, limitándome a vigilarlo desde mi
ventana, para cuidar que no le sucediera algún daño.
Mas
al fin prevalecieron mejores impulsos, y abriendo la puerta grité:
—¡Eustace!
¿Qué demonios estás haciendo? ¡Ven aquí en seguida!
Interrumpió
sus piruetas y dijo:
—Detesto
mi dormitorio. No podía quedarme en él, es demasiado pequeño.
—¡Vamos,
vamos! Estoy harto de caprichos. Nunca te has quejado del dormitorio.
—Además,
no puedo ver nada, ni las flores, ni las hojas, ni el cielo. Sólo una pared de
piedra.
El
panorama del cuarto de Eustace era, ciertamente, limitado; pero, como yo le
dije, era la primera vez que se quejaba.
—Eustace,
hablas como una criatura. ¡Entra! Y obedece pronto, por favor.
No
se movió.
—Está
bien; te llevaré por la fuerza —añadí, y avancé unos pasos hacia él.
Pero
pronto me convencí de la inutilidad de perseguir a un niño a través de un
laberinto de senderos, y abandonando momentáneamente la caza, entré en el hotel
para pedir la ayuda del señor Sandbach y de Leyland.
Cuando
regresé con ellos, Eustace estaba peor que nunca. Ni siquiera nos contestó
cuando le hablamos; empezó a cantar y a parlotear consigo mismo del modo más
alarmante.
—Ya
es un caso para el médico —dijo el señor Sandbach, llevándose gravemente el
índice a la sien.
Eustace
había dejado de correr y cantaba, primero en voz baja, después en voz alta —
cantaba ejercicios para cinco dedos, escalas, melodías de himnos, trozos de
Wagner—, cuanto le venía a la memoria. Su voz —muy desentonada— se volvía más y
más potente, y terminó con un tremendo grito que resonó como un cañonazo entre
las montañas y despertó a todos los que aún dormían en el hotel. Mi pobre
esposa y mis dos hijas aparecieron en sus respectivas ventanas, y las damas
norteamericanas hicieron sonar violentamente su campanilla.
—Eustace
—gritamos todos—, ¡basta! Basta, querido muchacho, y entra en la casa.
Él
meneó la cabeza y empezó nuevamente… a hablar esta vez. Nunca he escuchado un
discurso tan extraordinario. En cualquier otro momento, habría sido ridículo:
un niño, sin sentido de la belleza, con un léxico pueril, trataba de abordar
temas que casi han resultado demasiado vastos para los más grandes poetas.
Eustace Robinson, de catorce años, en camisón y de pie, saludaba, loaba y
bendecía a las grandes fuerzas de la Naturaleza.
Primero
habló de la noche y las estrellas y los planetas que veía en lo alto; después,
de las miríadas de luciérnagas que brillaban debajo, del mar invisible debajo
de las luciérnagas, de las grandes rocas cubiertas de anémonas y caracolas que
dormitaban en el invisible océano. Habló de los ríos y las cataratas, de los
maduros racimos de uvas, del cono humeante del Vesubio y las ocultas chimeneas
donde nacía el humo, de los millares de lagartijas enroscadas en las grietas de
la tierra ardorosa, de la cascada de blancos pétalos de rosa que le enmarañaban
los cabellos. Y después habló de la lluvia y del viento por quienes cambian
todas las cosas, del aire por quien todas las cosas viven, de los bosques donde
todas las cosas pueden ocultarse.
Desde
luego, todo aquello era absurdo, grandilocuente; sin embargo, no me faltaron
ganas de darle un puntapié a Leyland cuando observó en alta voz que era «una
diabólica caricatura de todo lo que es más santo y hermoso en la vida».
—Y
después —proseguía Eustace en aquel lamentable estilo coloquial que era su
único modo de expresión—, después están los hombres, pero a ellos no los
comprendo tan bien.
Se
arrodilló junto al parapeto y apoyó la cabeza en las manos.
—Ahora
es el momento —susurró Leyland. Aunque detesto todo subterfugio, nos lanzamos
adelante y quisimos atraparlo por la espalda. Huyó veloz como una flecha, pero
se volvió un instante para mirarnos. A la luz de las estrellas, me pareció que
lloraba. Leyland se abalanzó una vez más sobre él, y tratamos de acorralarlo
entre los senderos asfaltados, pero sin el menor éxito. Regresamos, jadeantes y
burlados, dejándolo entregado a su locura en el rincón más lejano de la
terraza. Pero Rose, mi hija, tuvo una inspiración—. Papá —me gritó desde la
ventana—, si llamas a Gennaro, quizá él pueda capturarlo.
Yo
no tenía el menor deseo de pedirle un favor a Gennaro, pero como en aquel
momento apareció en el lugar la propietaria, le dije que llamara a Gennaro —que
dormía en la carbonera— y le ordenara hacer lo que estaba en sus manos.
Ella
regresó en seguida, y muy luego vino Gennaro, vestido con una chaqueta —sin
chaleco, camisa ni camiseta— y unos andrajos que habían sido pantalones,
cortados encima de las rodillas para caminar con ellos por el agua. La
hotelera, ya habituada a las costumbres inglesas, lo reprendió por su aspecto
extravagante y aun indecente.
—Tengo
un saco y tengo pantalones. ¿Qué más quiere?
—No
se preocupe, Signora Scafetti
—intercedí—. No habiendo damas presentes, no tiene la menor importancia. —Y
volviéndome a Gennaro, agregué—: Las tías del Signor Eustace quieren que lo lleves adentro.
No
contestó.
—¿Me
oyes? Está enfermo. Te ordeno que lo traigas a la casa.
—¡Tráelo!
¡Tráelo! —dijo la Signora Scafetti
sacudiéndolo violentamente del brazo.
—Eustazio
está bien donde está.
—¡Tráelo!
¡Tráelo! —gritó la Signora Scafetti,
y soltó un torrente de palabras italianas que en su mayoría (me alegro de
decirlo) me resultaron incomprensibles. Miré ansioso en dirección a las
ventanas de mis hijas, pero ellas entienden menos que yo, y afortunadamente no
comprendieron una palabra de la respuesta de Gennaro.
Los
dos estuvieron gritando y aullando durante más de diez minutos, y después
Gennaro regresó corriendo a la carbonera y la Signora Scafetti rompió a llorar, lo que era muy comprensible,
porque apreciaba mucho a sus huéspedes ingleses.
—Dice
—sollozó— que el Signor Eustace está
bien donde está, y no quiere traerlo. Yo no puedo hacer más.
Pero
yo sí, porque con mi estúpido temperamento británico conozco bastante el alma
italiana. Seguí al señor Gennaro a su lugar de reposo, y lo encontré
revolviéndose sobre una bolsa sucia.
—Quiero
que me traigas al Signor Eustace
—dije. Barbotó una respuesta ininteligible.
—Si
me lo traes, te daré esto.
Y
saqué del bolsillo un flamante billete de diez liras.
Esta
vez no respondió.
—Este
billete vale diez liras de plata —proseguí, porque sé que los italianos de la
clase pobre son incapaces de imaginar una suma grande.
—Ya
lo sé.
—Es
decir, doscientos soldi.
—No
los quiero. Eustazio es mi amigo. —Me guardé el dinero en el bolsillo—. Además
—dijo—, usted no me los daría.
—Soy
inglés. El inglés siempre cumple lo que promete.
—Es
cierto.
Es
asombroso comprobar cómo confía en nosotros la más deshonesta de las naciones.
A decir verdad, nos tienen más confianza de la que nos tenemos nosotros mismos.
Gennaro se arrodilló sobre su bolsa. Estaba demasiado oscuro para que pudiera
verle la cara, pero su aliento caliente con olor a ajo me llegaba en ráfagas, y
comprendí que la eterna avaricia de los meridionales se había apoderado de él.
—No
puedo traer a Eustazio a la casa. Se moriría.
—No
es necesario que hagas eso —respondí pacientemente—. Bastará con que me lo
traigas; yo esperaré en el jardín.
Y
en esto, como si se tratara de algo completamente distinto, consintió el
lamentable muchacho.
—Pero
antes déme las diez liras.
—No.
Yo
sabía con qué clase de persona tenía que habérmelas. El que es infiel una vez,
lo es siempre. Volvimos a la terraza, y Gennaro, sin decir una palabra, se
dirigió arrastrando los pies en dirección al zapateo que aún se oía en el
rincón más alejado. El señor Sandbach, Leyland y yo nos apartamos un poco de la
casa y permanecimos, prácticamente invisibles, a la sombra de los blancos
rosales trepadores.
Oímos
a Gennaro gritar: «Eustazio», y después los absurdos gritos de placer del
desdichado niño. Cesó el zapateo y los oímos conversar. Sus voces se acercaron,
y luego divisé a través de las enredaderas la grotesca figura del muchacha y la
delgada y pequeña silueta del niño envuelto en una bata blanca. Gennaro había
puesto el brazo en torno al cuello de Eustace, y Eustace parloteaba en su
italiano fluido y deficiente.
—Lo
comprendo casi todo —le oí decir—. Los árboles, las colinas, las estrellas, el
agua, todo lo veo. Pero ¿no es extraño? A los hombres no puedo descifrarlos.
¿Sabes lo que quiero decir?
—Ho capito —repuso gravemente Gennaro, y
retiró su brazo del hombro de Eustace.
Pero
en aquel momento hice crujir en el bolsillo el billete nuevo; y él lo oyó.
Estiró la mano convulsivamente, y el desprevenido Eustace la tomó en la suya.
—¡Es
extraño! —prosiguió Eustace (ahora estaban muy cerca)—: Casi parece como si…
como si… Salí bruscamente y lo aferré por un brazo, y Leyland lo sujetó por el
otro, y el señor Sandbach lo tomó por los pies. Él lanzó agudos gritos que
desgarraban el corazón; y las rosas blancas, que aquel año caían temprano,
descendieron en cascadas sobre su cabeza mientras lo arrastrábamos a la casa.
No
bien entramos en la casa, dejó de gritar; pero ríos de llanto brotaban de sus
ojos y fluían por su cara.
—A
mi pieza no —suplicó—. Es tan chica.
Su
mirada infinitamente dolorosa me llenó de piedad; pero ¿qué podía hacer yo?
Además, su ventana era la única que tenía barrotes.
—No
tengas miedo, hijo mío —dijo el bondadoso señor Sandbach—. Yo te acompañaré
hasta que amanezca.
Al
oír esto, volvió a forcejear convulsivamente. —Oh, por favor, eso no. Cualquier
cosa menos eso. Me quedaré quieto, y no lloraré, si puedo evitarlo, siempre que
me dejen solo.
Lo
tendimos en la cama, lo tapamos con las sábanas y lo dejamos sollozando
amargamente y diciendo:
—He
visto casi todo, y ahora no puedo ver nada.
Informamos
a las señoritas Robinson de todo lo sucedido, y volvimos al comedor, donde
encontramos a la Signora Scafetti y a
Gennaro susurrando juntos. El señor Sandbach se procuró papel y pluma, y empezó
a escribir al médico inglés de Nápoles. Yo saqué en seguida el billete y lo
lancé sobre la mesa, en dirección a Gennaro.
—Aquí
tienes tu paga —dije severamente, porque estaba pensando en las treinta monedas
de plata.
—Muchas
gracias, señor —dijo Gennaro, apoderándose del dinero.
Y
ya se iba cuando Leyland, cuyo interés y cuya indiferencia eran siempre
igualmente inoportunos, le preguntó qué había querido decir Eustace al afirmar
que «no podía descifrar a los hombres».
—No
puedo decirlo. El Signore Eustazio
—yo me alegré al observar que por fin hablaba con cierta deferencia— tiene una
inteligencia sutil. Comprende muchas cosas.
—Pero
yo te oí decir que tú comprendías —insistió Leyland.
—Comprendo,
pero no puedo explicarlo. Soy un pobre pescadorcito italiano. Sin embargo, haré
la prueba. Escuche.
Vi
con alarma que su actitud cambiaba, y traté de interrumpirlo. Pero él se sentó
en el borde de la mesa y empezó con algunas observaciones absolutamente
incoherentes.
—Es
triste —dijo por fin—. Lo que ha ocurrido es muy triste. Pero yo, ¿qué puedo
hacer? Soy pobre. No soy yo.
Le
volví la espalda, despreciándolo. Leyland siguió preguntando. Quería saber a
quién se había referido Eustace.
—Eso
es fácil decirlo —contestó, gravemente Gennaro—. A usted, a mí. A todos los que
están en esta casa, y a muchos fuera de ella. Cuando él quiere alegría,
nosotros le traemos dolor. Cuando quiere estar solo, lo molestamos. Quería un
amigo, y durante quince años no lo encontró. Después me encontró a mí, y yo… yo
que he estado en los bosques y también he comprendido cosas… yo lo traiciono la
primera noche y lo envío a morir. Pero ¿qué podía hacer?
—Despacio,
no te excites —intervine yo.
—Oh,
sin duda morirá. Estará tendido en esa piecita toda la noche, y cuando llegue
la mañana morirá. Estoy seguro.
—Bueno,
basta —dijo el señor Sandbach—. Yo le haré compañía.
—Filomena
Giusti acompañó toda la noche a Caterina, pero Caterina murió por la mañana. No
quisieron dejarla salir, aunque yo supliqué, y recé, y blasfemé, y golpeé la
puerta, y trepé la pared. Eran ignorantes, eran necios, creían que yo quería
llevármela. Pero a la mañana siguiente estaba muerta.
—¿De
qué está hablando? —pregunté a la Signora
Scafetti.
—Historias
que corren por ahí —contestó—, y él menos que ninguno debería repetirlas.
—Y
yo estoy vivo —prosiguió Gennaro— porque no tenía padres, ni parientes, ni
amigos, y cuando llegó la primera noche pude correr a través de los bosques y
treparme a las rocas y zambullirme en el agua hasta que hube saciado mi deseo.
Oímos
un grito en el cuarto de Eustace. Un sonido débil pero constante, como el rumor
del viento en un bosque lejano.
—Ése
—dijo Gennaro— fué el último grito de Caterina. En aquel momento yo estaba
colgado de su ventana, y el grito pasó a mi lado como un soplo.
Y
levantando la mano, en la que sujetaba con firmeza mi billete de diez liras,
solemnemente maldijo al señor Sandbach, y a Leyland, y a mí, y al Destino,
porque Eustace se moría en la pieza de arriba.
Así
funciona la mente de los meridionales. Y creo en verdad que aún en aquel
momento no se habría movido si Leyland, ese intolerable idiota, no hubiera
volteado la lámpara con el codo. Era una lámpara de extinción automática, que
la Signora Scafetti había comprado
por especial pedido mío para reemplazar el peligroso artefacto que ella usaba.
El resultado fue que se apagó; y el simple cambio físico de la luz a la
oscuridad ejerció mayor influencia en la ignorante naturaleza animal de Gennaro
que los más evidentes dictados de la lógica y la razón.
Yo
vi o más bien sentí que había salido del cuarto, y le grité al señor Sandbach:
—¿Tiene
en el bolsillo la llave de la pieza de Eustace?
Pero
tanto el señor Sandbach como Leyland estaban en el suelo, pues se habían tomado
mutuamente por Gennaro, y perdimos un tiempo precioso en buscar un fósforo. El
señor Sandbach apenas tuvo tiempo de decir que había dejado la llave en la
puerta, por si las señoritas Robinson querían ver a Eustace, cuando oímos un
ruido en la escalera y advertimos que Gennaro bajaba por ella, trayendo a
Eustace.
Corrimos
para bloquearles el paso. Se acobardaron y retrocedieron al descanso del primer
piso. —Ahora están atrapados —gritó la Signora
Scafetti—. No hay otra salida.
Ascendíamos
cautelosamente la escalera cuando se oyó en la habitación de mi esposa un grito
escalofriante, y seguidamente un golpe seco en el sendero asfaltado. Habían
saltado por la ventana.
Llegué
a la terraza a tiempo para ver a Eustace saltar el parapeto. Esta vez supe con
certeza que se mataría. Pero cayó sobre un olivo, como una gran mariposa
blanca, y del árbol se deslizó al suelo. Y tan pronto como sus pies descalzos
tocaron la tierra, lanzó un extraño y penetrante alarido, que yo no creía
pudiese producir la voz humana, y desapareció entre los árboles.
—Ha
comprendido y se ha salvado —exclamó Gennaro, que aún permanecía sentado sobre
el sendero de asfalto—. ¡Ahora, en vez de morir, vivirá!
—Y
tú, en vez de guardarte las diez liras, me las devolverás —repliqué, no
pudiendo ya contenerme ante aquella observación teatral.
—Las
diez liras son mías —arguyó con voz sibilante y apenas audible.
Apretó
la mano contra el pecho para proteger sus ganancias mal habidas, y al hacerlo
se inclinó hacia adelante y cayó de bruces sobre el sendero. No se había roto
ningún hueso, y un salto como aquel desde la ventana jamás habría matado a un
inglés, porque la altura no era mucha. Pero estos miserables italianos no
tienen fuerza vital. Algo le había fallado adentro, y estaba muerto.
Aún
faltaba mucho para la llegada del día, mas ya soplaba la brisa del alba y
nuevos pétalos de rosas cayeron sobre él mientras lo llevábamos adentro. La Signora Scafetti prorrumpió en aullidos
al ver el cadáver, y a lo lejos, lejos en el valle, en dirección al mar,
resonaban todavía los gritos y las risas del niño fugitivo.
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