Lord Byron
George Gordon, sexto lord Byron,
murió en la ciudad griega de Missolonghi el 19 de abril de 1824, sangrado por
«tres médicos incapaces» que, a fuerza de cortes y sanguijuelas, trataban de
curarle unas fiebres. Aunque simpatizaba más con los turcos, había marchado a
Grecia para unirse a la lucha por la liberación de un país que «ya era un honor
sólo haber visitado», así como había tratado de liberar Italia (donde escribió
el inacabado poema narrativo Don Juan) de «esos
malditos carniceros de la corona y el sable» que constituían los poderes
políticos y las autoridades pontificias. Allí había conocido a Teresa
Guiccioli, una joven condesa para la que ejerció de «cavalier
servente», o amante con permiso oficial, desde sus primeros encuentros
en el carnaval de 1819, y de la que reconoció estar tan «furiosamente
enamorado» como para abandonar por ella «todo concubinato promiscuo».
Curiosamente, aquellas disipaciones
que habían jalonado su estancia en Venecia sirvieron para dar a sus obras un
giro más reflexivo, vitalista y maduro, lejos del fantástico colorido de sus
poemas anteriores –los célebres «cuentos turcos»–, de los que ya se había
apartado definitivamente en 1816, en parte cansado de «adulterar el gusto de
una época», en parte influido por sus conversaciones con el poeta Shelley en
las proximidades del romántico «bosquet de Julie»
paseado y soñado por Rousseau.
Bruselas y Suiza fueron los primeros
paisajes que acogieron su exilio: sin embargo, ni el imponente escenario alpino
ni la sensación de reconquistada libertad lograron atenuar el odio que sentía
hacia su ex-mujer, Annabella Milbanke, la «Clitemnestra moral que destruyó mi
fama», ni el cálido pero doloroso recuerdo de su hermana Augusta, con quien
mantuvo una relación no sólo fraternal, y tal vez no tan secreta, en su época
de mayor esplendor, cuando la demente enamorada Caroline Lamb lo definió como «mad, bad and dangerous to know» (malo, loco y peligroso de
conocer). Para entonces, Byron disfrutaba del éxito gracias a obras como El corsario y Las peregrinaciones de
Childe Harold, una especie de autoficción en rima spenseriana que moldeó
su controvertida y, por lo general, mal entendida leyenda.
Fue un joven de «pasiones
tumultuosas», siempre en busca de calma para sus encrespados paisajes
interiores, pero condenado a verse una y otra vez a merced de la marea. Estudió
en Cambridge acompañado por un oso amaestrado, practicó boxeo, natación y
esgrima, protagonizó varias obras de teatro, fue un abnegado jugador de cricket y un nostálgico frecuentador de cementerios, donde
nacerían los primeros versos que escribió, inspirados por la muerte de su prima
Margaret. Educado en el calvinismo, lord sin tierras que adquirió el título por
vía indirecta, hijo único de una rica heredera de tortuoso carácter y un
disipado capitán conocido como Jack «el Loco», Byron nació en Londres el 22 de
enero de 1788.
LORENZO LUENGO
(Fragmentos).
HAMLET EN EL
CAMERINO
Para comprender al Byron escritor de
diarios (no al poeta ni al poseur, sino al hombre
sentado en camisón ante su mesa) lo mejor es que nos acerquemos un momento al
Byron escritor, prolífico escritor, de cartas, al huraño retratista amigo de la
espuma y del trazo espontáneo al que tanto divertía su falta de cuidado1.
El cuidado, de
hecho, no es algo que Byron apreciara o aprendiera con los años. Desde muy
joven, sus cartas abundan en indiscreciones, confidencias y salidas de tono que
no sólo lo comprometen a él, sagaz y hasta implacable narrador de los hechos,
sino también a la fauna social que conforma el amplísimo mosaico de sus
corresponsales. A la rapidez con que respondía a cada nueva entrega postal
atribuía el poeta Thomas Moore –amigo íntimo y uno de los nombres más asiduos
de su epistolario– la virtud de que sus cartas poseyeran un refrescante tono
conversacional, esa familiaridad inmediata que envolvía a sus lectores en una
telaraña de paradojas frívolas, hallazgos metafóricos, golpes de puro ingenio,
citas literarias adaptadas para la ocasión y observaciones de especie
epigramática, juegos cosméticos, generalmente encontrados por detrás de un
comentario pasajero o al azar de una frase, que en manos de Byron no encubren
las debilidades propias o ajenas, sino que parecen tener más bien el propósito
de realzarlas. Enredados en ese encantamiento, sus corresponsales se nos
muestran muchas veces igualmente proclives a la falta de cautela, aplicados en
el minucioso desglose de sus almas con una ingenuidad que Byron destila a
conciencia para extraer sus gotas más secretas y edificantes. Así, maridos
engañados, doncellas –y no tan doncellas– de todo escalafón social, políticos y
poetas laureados, ya sea de ofrendas florales o meras cornamentas, desfilan
ante el curioso lector desprovistos de blindaje, configurando un zoológico
humano en el que las criaturas que lo habitan se entremezclan sin concesiones a
la alcurnia, unidas por el rasero común de sus debilidades y contradicciones,
sus entrañables vilezas y sus flaquezas demasiado humanas. Al igual que Proust,
Byron consideraba que un secreto compartido es un secreto que aspira a ser
revelado, y a esa voluntad de exponer al aire libre la lavandería íntima de sus
corresponsales y la suya propia debemos el que tanto sus cartas como sus
diarios, además de seducir, sorprender y divertir a sus lectores, compongan un
delicioso fresco de la sociedad de la Regencia y un admirable retrato en
primera persona en el que su autor –en su siempre obstinado y muchas veces
doloroso esfuerzo por buscar la verdad– prefiere mostrarse menos «complaciente
que fidedigno»: «¡Cómo me divierte observar la vida tal y como es! Y yo mismo,
al cabo, soy el peor de todos. Pero no importa: debo evitar el egotismo, que en
este caso no significaría vanidad».
Por supuesto, no es
una particularidad exclusiva de Byron este afán por recrearse en el detalle
humano que anima buena parte de su obra confesional. Los años de la Regencia
–periodo que se inicia con el traspaso de poderes de Jorge III a su hijo, el
disoluto caballero Jorge IV, Príncipe Regente– nos han legado un abundante
intercambio de secretos mayores y menores, peligrosos e inofensivos, por lo
general inconfesables pero arbitrariamente confiados al papel, primer paso para
que la confesión apenas bisbiseada a un solo oyente pasara a ser pasto del
dominio público. Reputaciones sociales, políticas o conyugales podían quedar
destruidas de la noche a la mañana por una cita robada a un corresponsal o
arrancada de un diario privado, en un tiempo en que las alianzas personales se
hallaban sometidas a los azarosos vientos que levantaba la política insular
(sólo entre 1790 y 1820 diecinueve miembros del parlamento se suicidaron, y
otros veinte fueron recluidos en manicomios), pero, aun así, pocos se sustraían
a la tentación de traficar con sus secretos, a cambio por lo general de
intimidades mucho más placenteras que las suyas (y mucho más interesantes,
naturalmente, porque no eran suyas). Como un método para proteger a sus autores
de filtraciones indeseadas, además del estratégico ocultamiento de nombres y
apellidos bajo asteriscos significativos, existía la convención tácita de que
las cartas no pertenecían a quienes las recibían, sino a quienes se habían
tomado el trabajo de escribirlas: no hay más que echar un vistazo a la
literatura de la época para asistir a un buen número de candorosas y divertidas
escenas en las que un corresponsal traicionado exige la devolución de sus
cartas a quien hasta entonces ha sido su amigo, su confesor o su amante.
Con todo, no
siempre podía confiarse en la prudencia de los destinatarios, y menos aún en la
honorabilidad de los amigos. Mientras rebuscaba en sus cornucopias en busca de
documentos con que aprovisionar a Moore para su monumental biografía de Byron, Walter
Scott se lamentaba del robo de algunas cartas que este le había hecho llegar
desde su exilio en Venecia: «La que lamento en particular es la que me envió
junto con una calavera. Alguna sabandija vil y poco hospitalaria la sustrajo de
su mismo cuenco, pues un criado jamás pensaría que ese hurto merecería la pena»2. De esas sabandijas viles y poco
hospitalarias estaba llena la alta sociedad inglesa: ladrones de Shady
Hill que aprovechaban una visita al baño o la confusión de un encuentro más
tumultuoso que de costumbre para prensar entre el chaleco y la camisa unos
cuantos pliegos firmados por un réprobo. Pero si el robo de cartas era un
ritual que se celebraba en secreto, la difusión de sus contenidos podía llegar
a tener carácter público, con bujías a media luz y sillitas en círculo para el
ávido respetable. En 1828, la condesa de Granville escribía una alarmada carta
a su hermana tras enterarse de que algunos pasajes de su epistolario habían
sido aireados entre sus más directos conocidos, en una lectura para entendidos
que contó con su propia y festiva puesta en escena: «¿Cómo puedes preguntarme
lo que pienso de la conducta de Francis Levenson? ¿Puede haber dos opiniones al
respecto? […] Nuestras cartas fueron leídas bajo la consciente luna, el jardín
iluminado por las lámparas, endulzado por la flor de los naranjos»3. El aparato escénico no es más que una pobre compensación
del horror que la condesa debió de sentir al saber que sus secretos ya no pertenecían
al marco de su vida privada, por más que la plateada luna, las lámparas y los
naranjos nos inviten a pensar en secretos más bucólicos y fragantes que
hediondos. Pero, en una medida u otra, sus temores eran compartidos por buena
parte de la sociedad inglesa, que se sabía indefensa ante el uso que amigos y
enemigos podían hacer de sus confesiones más intrépidas. En el prefacio a su Diario londinense, Boswell comentaba a su amigo Erskine
«que un proyecto de este género [la confección de un diario] es peligroso pues,
en su franqueza, una persona puede decir muchas cosas y descubrir muchos hechos
susceptibles de perjudicarla no poco si el diario llegara a caer en manos de
sus enemigos»4. John Cam Hobhouse, otro de los escasos íntimos de Byron,
se escandalizaba de la ligereza con la que este trataba en sus cartas los
asuntos carnales, en particular cuando aludía a intercambios de naturaleza
homoerótica –«he empleado la mayor parte del día conjugando el verbo ‘amar’»,
le escribía desde Atenas en agosto de 1810, «pero [con Nicolo Giraud] debo
llegar al pl & opt C»5–, una ligereza que no le abandonaría, sino que incluso
aumentaría, con el paso de los años.
Desde un punto de
vista puramente artístico, Byron tardó en advertir las posibilidades creativas
que tenían tanto ese rasgo de su personalidad como el incisivo estilo coloquial
de sus cartas y diarios, y hasta la composición de Beppo, en
septiembre de 1817, no alcanzó un moderado equilibrio entre fondo y forma,
entre esa inclinación por contemplar el mundo y sus flaquezas con corrosiva
frivolidad y un modo de expresión que se ajustase convenientemente a la
ligereza de su pensamiento, más propia de la prosa que de la poesía, o al menos
de la poesía que había escogido como modelo. Él mismo era muy consciente de la
falta de vuelo de que adolecían sus primeras sátiras –«a decir verdad»,
escribía a Moore en 1814, «mis sátiras no son tan traviesas»6– y, pese a su predilección por Pope, comprendía que la
fórmula de la poesía augusta no parecía precisamente la más adecuada para un
«manierista de mil demonios»7 como era él. Ese manierismo, que puede resumirse en una
endiablada búsqueda de lo efectista, lo exagerado y lo exótico para satisfacer
el gusto de los lectores (y un gusto, dicho sea de paso, que el propio Byron se
había encargado de «adulterar» por medio de sus obras8), hacía resaltar por simple contraste la naturalidad con
que sus trabajos en prosa, ya fueran cartas, artículos o pasajes de sus
diarios, mostraban su verdadero carácter, eclipsado generalmente en el verso
por la artificiosidad y las limitaciones del personaje byroniano. Aun así, y
tras el deslumbramiento inicial que le supuso la composición de Beppo, donde por primera vez atraparía la frescura de su
prosa en un adecuado molde métrico –«parte de mí se inclina por la prosa / pero
escribiré en verso, que está algo más de moda»9–, Byron siguió insistiendo en que la única poesía
realmente elevada había sido escrita en la época augusta, y admitía sentirse
perplejo y hasta «mortificado por la inefable distancia en cuestión de sentido,
armonía, efecto e incluso imaginación, pasión e invención, que existe entre el hombrecillo de la reina Ana
[Pope] y nosotros los del Bajo Imperio»10.
Pero las
dificultades a la hora de abordar cada nueva obra no se limitaban tan sólo a
cuestiones de forma y de estilo. Byron no tenía reparos en reconocer que el
aburrimiento «es parte de mi naturaleza» («nunca consigo hacer que la gente
entienda que la poesía es la expresión de las pasiones
excitadas, y que no hay tal cosa como una vida de pasión, así como no
existe un continuo terremoto o una fiebre eterna. Además, ¿quién podría
siquiera afeitarse en tal estado?»11) y, ciertamente, sólo hay que echar un vistazo a su
correspondencia para observar cómo desde muy joven se lamentaba de ese estado
de apatía constante que le hacía contemplar la escritura no como un fin en sí
mismo, ni siquiera como un esfuerzo digno o una «verdadera vocación»12, sino como un mal menor e incluso un «penoso consuelo»13 ante la imposibilidad de llevar una vida más activa.
Escribir era, si no el único, sí al menos el mejor medio que tenía a su alcance
para dar salida a las tensiones derivadas de una existencia que siempre parecía
tomar el rumbo menos deseado, aunque el carácter generalmente extremo de tales
conflictos le impedía entregarse a esa labor de autodisección sobre el papel a
la manera desahogada y feliz en que, a su juicio, parecía hacerlo la casi
totalidad de la «hermandad poética». Dos días antes de iniciar el diario de
Rávena, y en respuesta a una carta de Moore en la que este mostraba su asombro
por la exaltación con que cierto amigo suyo se entregaba a la confección de
versos con un divertido símil –«[para mí, escribir] es como lo que el marido
francés dijo cuando encontró a un hombre haciendo el amor con su esposa (la del
francés): ‘Cómo, señor, ¡y sin estar obligado!’»14–, Byron explicaba que se sentía
exactamente
como tú respecto a nuestro «arte», pero a mí me sobreviene de vez en cuando en
una especie de ataque […] si no escribo entonces para vaciar mi mente, me
vuelvo loco. Respecto a ese constante e ininterrumpido amor por la escritura
que describes en tu amigo, no me cabe entenderlo. Para mí es una tortura de la
que debo librarme, pero nunca un placer. Al contrario, pienso que componer es
muy doloroso.15
Esta confesión, que también despunta
con obsesiva regularidad en muchas de sus cartas y diarios, resulta tanto más
sorprendente al contrastarla con la abundante obra que Byron escribió en los
casi veinte años que abarca su carrera literaria –si tomamos como punto de
referencia su primer libro publicado, Fugitive Pieces,
que apareció en noviembre de 1806–, a la que hay que sumar un vastísimo
epistolario, varios proyectos diarísticos, decenas de cuentos y poemas
destruidos o desaparecidos y sus hoy perdidas memorias, un conjunto de textos,
no pocas veces trabajados en las antípodas de la tranquila vida doméstica, que
nos presentan la imagen de un Byron casi en permanente contacto con el papel,
por más que en sus manifestaciones públicas y privadas abjurara del «inútil
linaje de los escritores». Sin embargo, su propósito al acumular tan abultada
obra escrita no era precisamente hacer carrera literaria –de hecho, y pese a
las deudas que lo atosigaban, hasta su exilio en Venecia se negó a cobrar los
beneficios adquiridos por la venta de sus obras, y, a la manera de Dante o de
(su denostado) Petrarca, siempre mostró un enorme desprecio por quienes tildaba
de «escritores de oficio»–, sino algo tan humilde y humano como evitar verse
acorralado por la melancolía y el aburrimiento. No cabe duda de que Byron es un
poeta melancólico (si nos atenemos a su poesía lírica más conocida y al
carácter de sus personajes hasta Beppo y Don Juan). Pero no es menos cierto que el Byron más dueño
de su talento y sus recursos es el que se ampara detrás de esa mirada frívola,
humorística y bastante a menudo paradójica que posaba sobre «las pequeñas cosas
de este mundo», tan frecuente en sus cartas y diarios pero que aún tardaría en
penetrar en su obra poética.
No sin asombro,
pero con aún más reservas, Byron era muy consciente del lugar que sus lectores
le habían asignado como protagonista de las experiencias que relataba en sus
poemas –«Hobhouse me ha contado algo bastante curioso: que yo
soy el verdadero Conrad, el corsario real, y que parte de mis viajes hay
quien supone los he realizado en corso»–, asunto que se repetiría con cada
nuevo libro que enviaba a su editor y que con el tiempo se resignaría a
aceptar: «Ni siquiera ahora –escribía a Moore desde
Venecia en 1817, un año después de su ruptura con Annabella Milbanke– soy ese
misántropo y lúgubre caballero por el que se me toma, sino un compañero
bastante divertido que se lleva bien con aquellos con los que intima, y tan
locuaz y propenso a las risas como para parecer un tipo mucho más listo»16. Pero, frente a la artificiosidad que sin duda abunda en
su obra en verso (y de la que sólo se aleja en sus poemas de madurez, donde por
fin quedan establecidas las distancias respecto al héroe byroniano), las cartas
y los diarios nos ofrecen un documento de primera mano para conocer a Byron
desde el otro lado de sus versos, ese Byron introspectivo y solitario al que
casi oímos morderse las uñas en las reuniones de sociedad («y de esta forma
medio Londres pasa lo que llamamos vida. Mañana hay fiesta en casa de lady
Heathcote. ¿Iré? –se pregunta, a lo que responde de inmediato–: Sí: para
castigarme por no tener ninguna ocupación») o mientras aguarda una revolución
que nunca llega, pero sobre todo a ese Byron de mirada lúcida –y lúdica– que
busca en los claroscuros de la realidad un motivo para la carcajada. Peter
Quennell ha descrito muy acertadamente esa vastísima cantidad de páginas
confesionales –alrededor de diez mil folios de obra conocida– en las que «se
nos muestra a Byron detrás del escenario. No es que se abandonase [en ellas]
del todo», más que con el «autocontrol de un actor en la soledad de su
camerino»17; unas palabras que no quedan muy lejos de lo que el
propio Byron afirmaba de sus memorias, un libro en el que había resuelto omitir
«tantas cosas importantes» que el experimento se le antojaba algo similar «a
una representación de Hamlet ‘con el papel de Hamlet
suprimido por deseo particular’»18. En todos sus escritos de naturaleza confesional, desde
las cartas y los diarios hasta los breves (y en muchos casos divertidísimos)
pasajes de sus memorias que han llegado hasta nosotros, encontramos a ese
Hamlet en el camerino, que «desviste ante nuestros ojos su portentosa mente»19 y ahonda en sus misterios inspirado por un desasosiego
que, ya que no otra cosa, al menos le permite comprobar que hay algo en él que
es «más que la apariencia»: ese Byron que purga su alma o la vuelca sin
miramientos sobre la página en blanco no es ya el corsario, ni el peregrino
sentimental, sino un hombre en su más inmediata desnudez, que puede permitirse
incluso ser «un necio que duda», aunque sin envidiarle a nadie «la confianza en
una autoacreditada sabiduría».
LA REDACCIÓN DE LOS DIARIOS
Pese a la frase con que arranca su
primer diario, escrito en Londres entre 1813 y 1814 («si esto lo hubiera
empezado hace diez años, y lo hubiera seguido fielmente […]»), existe al menos
un testimonio que apuntaría a que Byron comenzó un diario, o un cuaderno de
memorias juveniles, antes del largo tour oriental que
emprendió junto a Hobhouse el 2 de julio de 1809 y concluyó en solitario el 14
de julio de 1811. Tras la muerte de Byron en Missolonghi, George Finlay, un
joven erudito que se unió a la causa griega y que llegaría a escribir una
procelosa Historia de Grecia en siete volúmenes,
afirmó que Byron «había llevado un diario muy preciso acerca de cada
circunstancia de su vida, y de muchos de sus pensamientos de juventud, que
había dejado ver en Albania al señor Hobhouse, el cual al final le persuadió de
que lo quemase. [Byron] decía que Hobhouse había robado un placer al mundo». En
la segunda edición de su obra Greece in 1823 and 1824, publicada
en 1825, el coronel Leicester Stanhope, destinatario de la carta en la que
Finlay hacía pública esa cuando menos curiosa confidencia de Byron, aporta un
poco más de información y precisa que «fue Hobhouse –o eso se decía– quien
destruyó el manuscrito, al haber en él pasajes censurables, pensando que
resultaría dañino permitir que se difundiese algún extracto»20. Por su parte, Hobhouse, el único que podía acreditar o
refutar el relato de Finlay, sólo tenía palabras de elogio para el retrato que
este había hecho de Byron en un pequeño fragmento titulado Reminiscencias,
y ni siquiera se defendió de las acusaciones lanzadas por Finlay en los
últimos volúmenes de la Historia de Grecia, dedicados
a la revolución de 1824, a menos que, como sugiere
Doris Langley Moore, «[Hobhouse] nunca hubiera llegado a enterarse de lo que en
última instancia Finlay escribió sobre él»21, en particular su responsabilidad en los retrasos y los
gastos que Byron se vio obligado a afrontar durante su frustrada campaña en
Grecia. Si realmente no llegó a conocer estas palabras de Finlay (escritas en
1861, cuando Hobhouse ya había sido nombrado lord y llevaba diez años de vida
política), es posible que tampoco supiera lo que Finlay le contó a Stanhope en
relación a la quema del presunto primer diario de Byron, algo a lo que sin duda
hubiera sido no poco sensible dada la más que directa implicación que sí tuvo
en la desaparición de sus memorias, asunto en el que puede verse un intento no
ya de proteger la reputación de su autor como la suya propia22. Sea como fuere, cabe entender, por su correspondencia
de 1811, que al menos en su viaje por tierras de Oriente Byron no había
«llevado diario alguno»23, y tampoco en sus escritos posteriores, ya sean cartas o
reflexiones privadas, hace mención al diario que Hobhouse supuestamente habría
destruido en Albania. El texto más cercano a esa fecha que puede asemejarse a
una anotación diarística (pero sin pasajes previos ni continuidad) es el
sucinto prontuario que escribió a bordo de la fragata Volage
el 22 de mayo de 1811, titulado Cuatro o cinco razones a
favor de un cambio (que luego, en un ejemplo de arbitrariedad byroniana,
se ampliarían a siete), cuando ya ponía rumbo a Inglaterra después de dos años
de peregrinación oriental:
1º
A los veintitrés lo mejor de la vida ha pasado y sus amarguras se recrudecen.
2º He visto a la humanidad en
diferentes países y en todos ellos la encuentro igual de despreciable, en todo
caso la balanza se inclina a favor de los turcos.
3º Estoy asqueado.
Me
jam nec faemina...
Nec Spesanimi
credula mutui
nec certare
juvat Mero24.
4º Un hombre que está cojo de una
pierna se encuentra en un estado de inferioridad corporal que aumenta con los
años y habrá de hacer su vejez más desagradable e insoportable. En cualquier
caso, en otra existencia espero tener dos si no cuatro
piernas como compensación.
5º Me estoy volviendo egoísta y
misántropo, algo así como el «jovial Miller»: «Nadie me importa, no a mí, y a
nadie le importo yo.»
6º Mis asuntos en casa y en el
extranjero son lo bastante deprimentes.
7º He saciado todos mis apetitos y
muchas de mis vanidades, ay, incluso la vanidad de ser autor.25
Fuera de este fragmento, no hay
ninguna evidencia, al margen de la indemostrable afirmación de Finlay, que nos
haga pensar en la existencia de una memoria o un texto diarístico escrito con anterioridad
a 1811, de modo que debemos considerar el cuaderno de Londres como el primer
diario propiamente dicho en el que Byron se decide a dejar constancia tanto de
su vida cotidiana como de algunos episodios de su pasado, y eso cuando, ya de
entrada, considera que en su vida hay «demasiadas cosas que desearía no tener
que recordar». El asunto no deja de ser contradictorio. Pero, desde este
momento, haríamos bien en no olvidar que la verdadera esencia de la
personalidad de Byron no es la angustia ni la melancolía, sino la
contradicción.
LONDRES
Byron inicia la redacción de su
cuaderno londinense el 14 de noviembre de 1813, coincidiendo con el final de
una serie de peripecias sentimentales que, casi inadvertidamente, lo abocan a
un estado de melancólica introspección, antesala de la persistente depresión de
ánimos que lo azota en rachas intermitentes y a la que tampoco parece poner
remedio su reciente consagración como «autor de éxito». Aunque veladamente, las
razones que motivan su redacción asoman en una carta fechada diez días atrás,
donde Byron desgrana un episodio de la última aventura amorosa en la que se ha
visto envuelto para reconocer, ya de paso, la necesidad de «vaciamiento por la
rima» que interviene en su labor literaria:
Los
últimos tres días los he pasado casi en pleno encierro; a causa de sucesos pasados y presentes mi mente se
ha encontrado en tal estado de fermentación que, como siempre, me he visto
obligado a vaciarla mediante la rima, y ya estoy inmerso en otro cuento
oriental, algo según el molde de El
Giaour, aunque no será tan sombrío y sí mucho
más truculento. Este es mi recurso habitual: de no contar con una ocupación
semejante para dispersar mis pensamientos durante la inacción,
creo de veras que me volvería loco bastante a menudo.26
Un eco de esta reflexión lo
encontramos en la carta que dirige una semana después a William Gifford, editor
y crítico de la revista Quarterly Review y, pese a
las opiniones políticas y literarias que los separan, ferviente admirador de la
obra de Byron: «[El poema] lo escribí […] en un estado mental originado por
circunstancias que en ocasiones nos afectan a ‘nosotros los jóvenes’ y que en
mi caso hacían necesario que aplicara mi mente en algo, cualquier cosa excepto
la realidad: bajo esta no muy brillante inspiración es como lo compuse»27. Dado que las circunstancias que Byron insinúa en su
carta no hubiera sido sensato llevarlas al papel (al menos con vistas al
conocimiento del público, pues su naturaleza es mucho más escabrosa de lo que
Gifford se hubiera atrevido siquiera a imaginar), cabe suponer que la redacción
del diario no coincide por casualidad con la culminación del poema mencionado a
ambos corresponsales –Zuleika, que finalmente
recibirá el ambiguo título de La novia de Abydos–, y
que dicho proyecto es en realidad una prolongación del acto compensador de
escribir aunque distanciado esta vez de la poesía, esa «lava de la imaginación
cuya erupción evita un terremoto»28.
Ya en la intimidad
de su diario, Byron insistirá en esta idea recurrente, que por fin queda
destilada en su expresión más significativa: «separar mi yo
de mí ha sido siempre mi único, mi absoluto, mi más
sincero motivo para dedicarme a la escritura», una disociación que sin embargo
no admite la usurpación de la experiencia personal por parte de la fantasía
pura. En abril de 1817, inmerso en la reconstrucción del tercer acto de Manfred, «un alocado drama»29 en cuyo origen Byron reconocía una inspiración mucho más
sustanciosa de lo que sus críticos podían «inventar o adivinar»30, manifestaba su rechazo hacia «las cosas que son total
ficción […] hasta la más etérea de las estructuras debe tener siempre un fundamento
en los hechos: la invención pura no es más que el talento de un mentiroso»31. Paradójicamente, esa intención de desmarcarse del
predio de la imaginación desatada para mezclar en los intersticios de sus obras
el detalle biográfico supondría para Byron un motivo de constante preocupación,
y buena parte de sus esfuerzos a la hora de defender ante crítica y público
cada nueva producción poética que «lanzaba a la arena»32 –pues publicar le suponía casi siempre el inicio de una
encarnizada batalla «contra todo y contra todos»– los dedicaba a refutar las
presuntas similitudes entre él y sus personajes, aunque esa tentativa de borrar
sus propias huellas sólo servía a la larga para alimentar las sospechas de que
Byron y sus creaciones, si de veras no conformaban un todo inseparable, sí al
menos se complementaban y explicaban por puro contraste.
Byron comprendió
esto muy pronto, e incluso trató de desalentar a futuros intérpretes en
vísperas de la publicación de Childe Harold. El
prefacio a los dos primeros cantos del poema, fechado en febrero de 1812,
contiene un alegato sobre el carácter ficticio de su héroe que resultaría del
todo innecesario de no mediar el temor a verse identificado con los manierismos
de un personaje hacia el que tampoco él miraba con mucha simpatía, al menos de
cara al lector. Esos temores habrían sido infundidos por su círculo más cercano33 y, de hecho, el párrafo exculpatorio por el que se
desentiende de cualquier parecido con Harold es una refundición del contenido
de una carta escrita tres meses atrás, en respuesta a algunas consideraciones
que Robert Charles Dallas, pariente lejano reconvertido por obstinación propia
en agente literario, había hecho sobre la naturaleza de su personaje. Así se
expresaba Byron con palpable fastidio:
De
ningún modo pretendo identificarme con Harold, es
más, niego toda conexión con él. Si en algunas partes
puede pensarse que lo he dibujado a semejanza mía, créeme que no es sino en
partes, y ni siquiera eso lo admito. En cuanto al «hogar
monástico», etc., pensé que esas circunstancias encajarían con él tanto
como con cualquiera, y que podría describir lo que había visto mejor que cuanto
pudiera inventar. Yo no sería un tipo como he hecho a mi héroe para el mundo.34
Aun así, muchas de las cartas que
Byron recibió durante los siguientes meses iban encabezadas por un más que
elocuente «querido Childe Harold», entre otras expresiones «de gran admiración
y consejos para que fuese feliz»35, prueba todo ello de que las precauciones tomadas para
evitar la identificación entre autor y personaje habían sido ignoradas por sus
lectores.
Pero las sospechas
de que Byron se retrataba de manera soterrada en sus poemas resultarían pocas
veces tan bien fundadas como en el caso de La novia de
Abydos. Todo tenía que ver con una historia de amor, pero qué historia.
Creo que cualquiera está en condiciones de imaginar la farsa que habría podido
inspirar el «pequeño volcán» de lady Caroline Lamb, «la más lista, amena,
absurda, adorable, desconcertante y peligrosamente fascinante criaturita viva,
o que debe haber vivido en los últimos dos mil años»36, o las églogas y los romances en honor de esa lady
Oxford que era capaz de hacer sentir a un hombre «como los dioses en Lucrecio».
Pero este era un amor que iba más allá de los géneros (Byron tuvo que escribir
dos cuentos en verso, un diario, varios poemas líricos y posiblemente una
novelita en prosa para poder atraparlo: no logró hacerlo). Estaban las
semejanzas, la sombra del Paraíso, las convenciones burladas y aplastadas.
Estaban la noción del pecado y los monstruos que acechan en el encuentro de una
misma sangre. Es verdad que Byron apenas conocía a su hermana, Augusta Leigh.
También lo es que sólo eran hermanos por parte de padre y que apenas habían
tenido otro trato que el epistolar hasta julio de 1813. Pero nada de aquello
suavizaba las implicaciones de semejante aventura, y Byron debió de sentirse
razonablemente alarmado al constatar que su intimidad con Augusta empezaba a
desbordar las orillas del escarceo esporádico para convertirse en un amor
genuino, aunque desde luego poco fraternal. Tal era su desconcierto, su inquietud
por que aquello realmente estuviera ocurriendo, que decidió confiar los
pormenores de su relación a lady Melbourne, y quizá también a lady Caroline
Lamb, como más adelante se los confiaría –posiblemente en mayo de 1814– a
Thomas Moore, a quien ya había dejado caer alguna insinuación al respecto en
una carta fechada el 22 de agosto de 1813:
Percibo
que he escrito una carta frívola y bastante insensible; bueno, dejémoslo pasar.
Tampoco he dicho nada del bello sexo; pero lo cierto es que, en estos momentos,
estoy en un lío mucho más serio, y enteramente nuevo, de los que he tenido en
los últimos doce meses. Y ya es decir mucho.37
Tal y como el propio Byron registra
en su diario –en lo que casi parece una copia al trasluz de algunas de sus
cartas de noviembre–, La novia de Abydos fue escrito
«en cuatro noches para distraer mis sueños de Augusta. De no haber sido por
eso, ni lo habría escrito; y de no haber hecho algo entonces me habría vuelto
loco». El 12 de noviembre añadió algunas correcciones al poema y posteriormente
lo remitió a Gifford y Francis Hodgson para tantear su opinión sobre lo que no
era sino «el trabajo de una semana, y escrito stans pede in
uno (el único pie, por cierto, sobre el que puedo apoyarme)»38. Ante otros corresponsales describía el poema como una
obra menor, adelantándose a lo que tres años después afirmaría sobre su
colección de cuentos turcos, pues «no cabe tener en mucha estima unos versos
que pueden ser encadenados tan aprisa como los minutos»; pero, añadía, «es mi
historia y mi oriente», lo cual por sí solo
justificaba su creación –«la imaginación es un alivio […] pensar tanto en
aquellos que están lejos de nosotros es una prueba inútil de cariño, y algo tan
doloroso como vano»39–, aunque en la intimidad de su diario se mostraba
bastante menos tímido al defenderlo; en él admitía, nada menos, que «componerlo
es lo que me ha permitido seguir vivo», una afirmación que podría parecer
exagerada, pero que responde a sus esporádicas, y no siempre ocultas,
inclinaciones suicidas, y a esos sentimientos de desconcierto y de culpa que
aparentemente produjeron en él sus relaciones con Augusta. En cualquier caso, y
si bien los préstamos de la vida privada de Byron a su obra apenas pueden
rastrearse en la versión definitiva del poema, no sucede lo mismo en sus
primeros borradores (todavía bajo el título provisional de Zuleika),
acerca de cuyos contenidos nos aporta una reveladora clave la carta que dirige
el 15 de diciembre al profesor Edward Daniel Clarke, dos semanas después de la
publicación del libro:
Como
usted bien sabrá, ninguna otra cosa puede llevar [en Oriente] a ese grado de
intimidad que origina el amor auténtico, así que casi hice ser mucho más
próximos [a los protagonistas][…] pero la época y el norte
me indujeron a alterar su consanguinidad y dejarlos como primos.40
Considerando el temor que Byron
sentía a verse confundido con los héroes de sus poemas, y teniendo en cuenta
que al menos dos personas conocían su secreto –y Caroline Lamb no era
precisamente de las que se resignaban a guardar silencio: véase Glenarvon (1816)–, no es de extrañar que decidiese retocar
el «truculento» parentesco entre Selim y Zuleika en lugar de entregar el poema
a las llamas o al resguardo de su escritorio. A fin de cuentas, Byron no
contemplaba otra opción que la de publicar cuanto escribía: lo contrario,
señalaba, «es físicamente imposible», sin duda «por
la acción que [publicar] suscita en la mente, que de otro modo se encierra en
sí misma». Cabe entender, pues, que ese tortuoso proceso de vaciado que para
Byron suponía componer un poema no terminaba en su escritura, sino que se
prolongaba –y con suerte culminaba– en el momento de su publicación.
Sin embargo, aquel
trabajo de cuatro noches no parece que tuviera el efecto deseado, y casi de
inmediato da comienzo a la redacción del diario, al tiempo que se plantea
«expectorar una novela, o mejor un cuento en prosa», proyectos que no llegaría
a finalizar ante la imposibilidad de «igualar a la realidad» con los artificios
de la ficción. El diario pasa a ser de este modo una actividad ideal para poder
meterse libremente «en realidades», pues su carácter privado debía permitir el
recuento de sucesos sin la necesidad de maquillarlos con los afeites de la
«invención pura»; aún así, y ya desde la primera entrada, Byron no puede sino
reconocer en ello una nueva limitación, y tan pronto como las primeras
reflexiones y los indicios confesionales se acercan a ese «nombre querido,
sagrado» de su hermana Augusta, repara en que, «incluso aquí, mi mano temblaría
al escribirlo». Ciertamente, es muy improbable que Byron hubiera decidido
abordar la redacción del diario con el propósito de hacer un más o menos
riguroso seguimiento de la relación que mantenía con su hermana, pero no
resulta menos cierto que tanto esta relación como la incapacidad de Byron para
confiarse en otro medio con meridiana libertad le confieren el primer impulso
para volcarse en la hoja en blanco y examinar el curioso reflejo que le ofrecen
sus actos antes de su disolución en el pasado, único momento en el que estos
apenas «soportan la retrospección». En otras palabras, el diario puede perder
el pulso que mantiene con su propósito inicial –en realidad, lo pierde desde el
momento en que lo escribible se revela como no publicable–, pero sólo para
ahondar, a cambio, en una más amplia introspección confesional: poco a poco,
sus páginas se transforman en un inquieto oscilógrafo por el que Byron evalúa
sus cambiantes estados de ánimo, sus recuerdos más tiernos o melancólicos, sus
profundas zozobras o sus malestares más o menos cotidianos, que a menudo quedan
fijados mediante citas transcritas de memoria y –como sucede en sus cartas–
adaptadas para la ocasión. Los sucesos de cada día conforman así un pretexto
para desgranar sus opiniones acerca del «oficio de escribir» –una labor de
quisquillosos, aunque también un consuelo doloroso pero necesario–, o abundar
en divagaciones sobre lo inútil de decidir entre las alternativas que la vida
propone porque, al fin y al cabo, no es menos rudimentaria y absurda que «el
verano de un lirón». Pero, pese a la inanidad que le supone ese otro oficio no
menos doloroso que es vivir, Byron deja fluir sus reflexiones con un empeño creciente
y en ocasiones hasta adictivo, convencido de que «este diario es un alivio.
Cuando estoy cansado –como me ocurre por lo general– saco esto, y lo demás
viene solo», aunque él mismo admite que cada nueva entrada responde únicamente
al capricho del momento:
No
puedo releerlo, y Dios sabe qué contradicciones albergará. Si soy sincero
conmigo mismo (pero me temo que uno se engaña a sí mismo más que a los demás),
cada página habrá de confutar, refutar y abjurar por completo de su
predecesora.
Palabras que reflejan como pocas el
conflictivo carácter de Byron, construido sobre cimientos tan inestables y
arbitrarios como la mayoría de sus opiniones, y que hallarán una acertada
cristalización en la carta enviada a su editor, John Murray, en mayo de 1817,
cuando, con sólo veintinueve años, comienza ya a contemplar su vida con una
suerte de «sensación póstuma»: «Las opiniones están para que las cambiemos, ¿o
cómo, si no, podemos alcanzar la verdad? No llegamos a ella manteniéndonos
sobre una sola pierna»41.
Entre otros
síntomas de aburrimiento, las entradas pierden fluidez a partir de la segunda
semana de diciembre y se interrumpen entre el 19 de diciembre y el 18 de
febrero de 1814, un silencio que sólo rompe la anotación del 16 de enero. Quizá
tras constatar que el diario no se presta por completo a sus fines, Byron
inicia el 18 de diciembre la composición de El Corsario –«escrito
con amore, y mucho procede de la existencia»–, que se prolongará hasta el 16 de enero, un día antes de
partir rumbo a Newstead junto con Augusta, embarazada de seis meses. Para
redondear su felicidad, un temporal de nieve los recluye en la abadía familiar
hasta el 6 de febrero, desde donde Byron escribe a lady Melbourne en unos
términos que incluso a una confidente tan libre y atrevida como ella no
dejarían de alarmarla:
Te
mencioné ayer que Augusta está aquí, lo cual hace todo mucho más agradable,
pues nunca bostezamos ni discutimos, y reímos mucho más de lo que sería
apropiado en una mansión tan seria, y la timidez propia de nuestra familia nos
hace ser el uno para el otro una compañía más divertida de lo que seríamos para
cualquiera.42
El 15 de abril, Augusta da a luz en
Six Mile Bottom a una niña que será bautizada como Medora, nombre sofisticado y
hasta audaz para la época que resulta no menos osado al saber que Medora es la
amante de Conrad en El Corsario, lo que para los
iniciados en el secreto se antojaba una provocativa alusión al vínculo que
existía entre Byron (recordemos, «el verdadero Conrad») y Augusta. Quizá para no dar más pistas que pudieran «paralizar a la
posteridad», el nacimiento de la niña no aparece registrado en el diario:
cuatro días antes, Byron ha puesto punto final a sus páginas con una
exclamación del rey Lear, ese «¡oh bufón! Me voy a volver loco» en el que
resume el escaso éxito de su «cuaderno de bitácora» como amuleto protector
contra los altibajos de la cordura.
(...)Ficha técnica. Traducción, introducción y notas de: Lorenzo Luengo. https://www.zendalibros.com/diarios-de-lord-byron/ |
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