(Fragmento)
Es poco probable que en los
últimos dos siglos haya existido un autor en lengua alemana tan influyente como
Heinrich Heine. No sólo tuvo justa fama como poeta, crítico y ensayista
exquisito, sino que el rastro de su pensamiento y su obra puede encontrarse en
todas las grandes figuras de la Alemania del siglo XIX: Marx y Engels le citan
como un visionario por sus opiniones filosóficas y religiosas; Sigmund Freud y
Friedrich Nietzsche acreditan su influencia en sus textos, y Richard Wagner,
entre otros, empleó temas heinianos para dos de sus óperas. Es justo decir que
Heine, con su ingenio, su agudeza y su fino sentido de la sátira, fue una de
las grandes luminarias del Romanticismo y, a pesar de ello, también su verdugo.
En este volumen se publican tres de las obras narrativas más ácidas e íntimas
de este genio singular.
Narrativa
Heinrich Heine, 2010
Traducción: Sabine Ribka
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Capítulo I
Mi padre se llamaba
Schnabelewopski, mi madre se llamaba Schnabelewopska; como hijo legítimo de su
matrimonio, yo nací el primero de abril de 1795 en Schnabelewops. Mi tía
abuela, la vieja señora de Pipitzka, cuidó mi primera infancia y me narraba
muchas consejas hermosas y, a menudo, me arrullaba con una canción cuya letra y
cuya melodía se han escapado de mi memoria. Nunca olvidaré, sin embargo, el
modo misterioso con el que meneaba su cabeza temblosa mientras la cantaba, ni
la nostalgia con la que entonces asomaba su único gran diente, ermitaño de su
boca. De cuando en cuando me acuerdo también del papagayo cuya muerte ella
había llorado a lágrima tan viva. Ahora, la anciana tía abuela ha muerto
también, y tal vez sea yo el único ser en todo el vasto mundo que aún sigue
pensando en su querido papagayo. Nuestra gata se llamaba Mimi y nuestro perro
se llamaba Joli. Éste tenía un buen olfato para las personas y esquivaba
encontrarse conmigo cada vez que me veía asir el látigo. Una mañana dijo
nuestro criado que el perro estaba con el rabo entre las piernas y que la
lengua colgaba más que de costumbre, y el pobre Joli fue lanzado al agua, junto
con algunas piedras que se le habían atado al cuello. Así fue como se ahogó.
Nuestro criado se llamaba Prrschtzztwitsch. Hace falta estornudar si se quiere
pronunciar correctamente este nombre. Nuestra criada se llamaba Swurtszka, que
en alemán suena algo áspero, pero, en polaco, sumamente melodioso. Era una
mujer entrada en carnes y rechoncha, de cabellos blancos y dientes rubios.
Además correteaban por casa dos hermosos ojos negros que tenían por nombre
Seraphine. Era mi graciosa y queridísima primita, y juntos jugábamos en el
jardín, espiando el ajetreo de las hormigas, cazando mariposas y plantando
flores. Un día mi prima se rió como una loca cuando metí en tierra mis menudos
calcetincitos, convencido de que brotarían de ellos un buen par de pantalones
para mi padre.
Mi padre era el alma más benévola
del mundo y durante largo tiempo fue un hombre muy gallardo: la testa
empolvada, por detrás una coletilla garbosamente trenzada, que no caía, sino
que se hallaba sujeta a la coronilla mediante una peineta de concha de tortuga.
Sus manos eran de una blancura deslumbrante y yo las besaba a menudo. Siento
como si aún aspirara su dulce perfume y como si éste penetrara, pujante, en mis
ojos. He querido mucho a mi padre, pues nunca pensé que pudiera fallecer.
Mi abuelo de línea paterna era el
viejo señor de Schnabelewopski; no sé nada de él, salvo que era un hombre y que
mi padre era su hijo. Mi abuelo de línea materna era el viejo señor de
Wlrssrski; su retrato le muestra con faldón de terciopelo rojo escarlata y larga
espada, y mi madre me contaba a menudo que él había tenido un amigo que vestía
una casaca de seda verde, unos pantalones de seda rosa y unas medias de seda
blanca y agitaba furioso su diminuto chapeaubas
a diestra y siniestra cada vez que hablaba del rey de Prusia.
Mi madre, la señora de
Schnabelewopska, me proporcionó, cuando crecí, una buena educación. Había leído
mucho; mientras estuvo embarazada de mí, leyó casi exclusivamente a Plutarco, y
quizá se dejara impresionar por uno de sus grandes hombres, probablemente uno
de los Gracos. De ahí mi anhelo místico de realizar, en forma moderna, la ley
agraria. Acaso quepa atribuir a tamañas prelecturas maternas mi sentido de la
libertad y la igualdad. Si mi madre hubiera leído a la sazón la vida de
Cartouche, tal vez yo habría llegado a ser un gran banquero. ¡Cuántas veces
faltaba yo, de muchacho, a la escuela para meditar solo en las hermosas
praderas de Schnabelewops sobre cómo procurar la dicha de la humanidad entera!
Por ese motivo me han reprendido a menudo, llamándome holgazán y castigándome
como tal; así que por mis ideas de felicidad universal tuve que sufrir ya desde
entonces muchos pesares y penas. Por cierto, los derredores de Schnabelewops
son muy amenos; por allí corre un arroyuelo en el que es muy grato bañarse en
estío; en la floresta de su ribera hay también los más deliciosos nidos de
pájaros. La antigua ciudad de Gnesen, otrora capital de Polonia, está a una
distancia de tan sólo tres millas. En su catedral está sepultado san Adalberto.
Allí está su sarcófago argentado, encima del cual yace su retrato de cuerpo
entero, con mitra y báculo, las manos plegadas en piadoso rezo, y todo ello en
plata fundida. ¡Cuántas veces he de evocar tu recuerdo, oh santo de plata!
¡Cuántas veces regresan furtivamente mis pensamientos a Polonia, y me veo de
nuevo en la catedral de Gnesen, recostado en la pilastra a la vera de la tumba
de Adalberto! En esos momentos vuelve a resonar también el órgano, como si el
organista ensayara una pieza del Miserere de Allegri; en una capilla lejana se
murmura una misa, los últimos rayos del sol se deslizan por los irisados
vitrales; la iglesia está vacía; sólo ante el argentado sepulcro del santo se
postra una figura que reza: una mujer hermosísima que me lanza de soslayo una
mirada rápida, pero que con igual presteza se vuelve hacia el santo y suspira,
con sus labios anhelosos y astutos, las palabras «¡Te adoro!».
En el instante mismo en el que oí
esas palabras, llegó desde lejos el tintineo del sacristán, el órgano resonó
con brío creciente, la deliciosa mujer se levantó de las gradas del sepulcro,
cubrió con su velo blanco el rostro encendido de rubor y salió de la catedral.
«¡Te adoro!». Esas palabras,
¿iban dirigidas a mí o al plateado Adalberto? Ella se había vuelto hacia él, pero
sólo con el rostro. ¿Qué significaba aquella mirada de soslayo que previamente
me había lanzado, y cuyos rayos bañaban mi alma como la gran ráfaga de luz que
la luna derrama sobre el mar nocturno cuando sale de la oscuridad de las
tinieblas para volver a ocultarse inmediatamente tras las nubes? Aquella ráfaga
de luz despertó en mi alma, tan sombría como el mar, a todos los genios que
duermen en el fondo abismal, y de pronto emergieron formidables tiburones y
escualos de la pasión, retozando y mordiéndose las colas de placer, mientras el
órgano bramaba y silbaba cada vez con mayor ímpetu, como el fragor de la
tempestad del mar del Norte.
Al día siguiente abandoné
Polonia.
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