DIARIO DE UN ESCRITOR
(1873)
I
INTRODUCCIÓN
El 20 de diciembre supe que todo estaba
arreglado y que llegaba a ser director de la revista Grajdanine (El Ciudadano). Este acontecimiento extraordinario —al
menos para mí— ocurrió de un modo bastante sencillo.
Precisamente aquel mismo 20 de diciembre acababa
de leer un artículo del Boletín de Moscú
sobre el matrimonio del emperador de la China, que me produjo una gran
impresión. Aquel maravilloso suceso, tan complejo, había ocurrido también del
modo más sencillo, estando todo previsto, hasta en sus menores detalles, desde
lo menos mil años antes, en los doscientos volúmenes del Libro de las Ceremonias.
Comparando el importante acontecimiento que
ocurría en China con mi nombramiento de director de periódico, me sentí de
repente muy ingrato para con las instituciones de mi país, a pesar de que la
autorización para publicar la revista me fue concedida por el Gobierno sin
dificultad.
Pensaba que para nosotros —me refiero al
príncipe Mestchersky y a mí— hubiera sido preferible cien veces el editar El Ciudadano en China mejor que en
Rusia. Allá lejos todo es muy claro; nos presentaríamos, el príncipe y yo, en
el día fijado, en la Cancillería principal de la Imprenta. Prosternándonos,
golpearíamos el suelo con nuestras frentes y después pasaríamos por él la lengua
repetidas veces; luego, poniéndonos en pie, alzaríamos un índice cada uno,
bajando respetuosamente la cabeza. Es indudable que el director de la
Cancillería haría tanto caso de nosotros como de las moscas. Pero entonces
surgiría un tercer adjunto de su tercer secretario, el cual, teniendo en la
mano el diploma de mi nombramiento de director, nos recitaría, con voz noble,
pero suave, la alocución de rigor sacada del Libro de las Ceremonias. Este trozo de elocuencia sería tan claro y
tan completo, que daría gozo escucharlo. En el caso en que yo, chino, fuese lo
bastante ingenuo, lo bastante niño para experimentar algún remordimiento de
conciencia ante la idea de aceptar una dirección como aquélla sin poseer las
condiciones requeridas, pronto me probarían que semejantes escrúpulos eran
grotescos. ¡Qué digo! El texto oficial me convencería inmediatamente de una
inmensa verdad; a saber: que si por una gran casualidad tuviera yo algún
ingenio, lo mejor sería no emplearlo nunca. E indudablemente sería encantador oírse
despedir por medio de estas deliciosas palabras: "Vete, director; desde
ahora ya puedes comer arroz y beber té con una conciencia más tranquila que
nunca".
El tercer adjunto del tercer secretario me
entregaría entonces el lindo diploma escrito con letras de oro sobre rojo
pergamino, el príncipe Mestchersky entregaría un copioso jarro de vino, y,
volviéndonos los dos a nuestra casa, nos apresuraríamos a editar inmediatamente
el espléndido primer número de El
Ciudadano, mejor que todo lo aquí editado; ¡no hay como China para el
periodismo!
En China, de todos modos, creería capaz al
príncipe Mestchersky de hacerme una mala partida al bombearme como director de
su periódico; no me proveería, quizá, tan finamente, más que con la sola
intención de hacerse reemplazar por mí cuando se tratase de ir a a Cancillería
para recibir cierto número de golpes de bambú en los talones. En cambio, quizá
allá tendría la ventaja de no escribir artículos de doce a catorce columnas
como aquí, e indudablemente tendría derecho a ser inteligible, cosa prohibida
en Rusia, a no ser al Boletín de Moscú.
Ahora, tenemos en nuestra casa, al menos hoy,
un principio completamente chino: aquí también vale más no ser demasiado
inteligente. Por ejemplo, antes en nuestro país la frase "no comprendo
nada" daba una reputación de necedad a aquel que de ella se servía. Ahora
honra grandemente a quien la emplea. Basta pronunciar las tres palabras
precitadas con un tono seguro, hasta altivo. Un señor os dirá orgullosamente:
"No comprendo nada de la religión, nada de Rusia, nada del Arte...",
y en seguida se le colocará sobre un pedestal. Somos chinos, si queréis, pero
en una China sin orden. Apenas si comenzamos la obra que China ha realizado.
Verdad es que nosotros llegaremos al mismo resultado; pero... ¿cuándo? Creo que
para llegar a aceptar como código moral los doscientos volúmenes del Libro de las Ceremonias, con el fin de
tener derecho a no pensar en nada, todavía necesitaremos lo menos mil años de
ininteligentes y desordenadas reflexiones; sin embargo, es posible no tengamos
que hacer más que dejar pasar las cosas sin reflexionar nada, pues en este
país, cuando ocurre que un hombre quiere expresar una idea, se ve abandonado
por todos. No le queda más que buscar una persona menos antipática que la masa,
halagarla y no hablar más que con ella, editando un periódico sólo para esta
persona. Yo voy más lejos: creo capaz a El
Ciudadano de hablar solo y para su propio placer. Y, si consultáis a los
médicos, os dirán que la manía del monólogo es un signo seguro de locura.
¡He aquí el periódico que me he encargado de
editar! ¡Adelante! ¡Hablaré conmigo mismo para mi propio placer! ¡Ocurra lo que
ocurra!
¿De qué hablar? De todo cuanto me conmueva, de
todo cuanto me haga reflexionar. Tanto mejor si encuentro un lector y, si Dios
quiere, un contradictor. En este último caso, me veré obligado a aprender a
hablar y a saber con quién y cómo debo hablar. Me aplicaré a ello, porque para
nosotros los literatos esto es lo más difícil. Los contradictores son de diferentes
especies: no se puede argumentar con todos de la misma manera.
Quiero decir aquí una fábula que he oído estos
últimos tiempos. Se afirma que esta fábula es muy antigua, y se agrega que
quizá ha venido de la India, lo cual es muy consolador.
Un día un cerdo riñó con el león y lo desafió.
Al volver a su casa reflexionó y se sintió lleno de terror. Reunióse todo el
rebaño, deliberó y dio su solución del siguiente modo:
"Mira, cerdo, muy cerca de aquí hay un
agujero lleno de basuras: vete allí, revuélcate bien dentro del agujero e
inmediatamente después preséntate en el lugar donde el duelo debe
celebrarse."
El cerdo siguió este consejo. Llegó el león,
lo olfateó, hizo un gesto y se fue. Largo tiempo después el cerdo se alababa de
que el león había tenido miedo y se había escapado en lugar de aceptar la
lucha.
Indudablemente, entre nosotros no hay leones:
se opone a ello el clima, y además sería para nosotros una caza demasiado
majestuosa. Pero reemplazad al león por un hombre bien educado, y la moraleja
será la misma.
Todavía quiero contaros algo sobre este
asunto: Un día hablaba yo con Herzen y le elogiaba mucho una de sus obras, De la otra orilla, de la que, con gran
satisfacción mía, Mikhaíl Petrovítch Pogodine había hablado en términos muy halagadores
en un excelente artículo, muy interesante. El libro estaba escrito en forma de
conversación entre dos personajes: Herzen y un contradictor cualquiera.
—Lo que particularmente me agrada —hacía yo
notar— es que vuestro contradictor es, como usted, un hombre de mucho talento.
Confiese usted que más del una vez le pone en grave apuro.
—Ese es todo el secreto de la cuestión
—replicó Herzen, riéndose—. Oiga usted una breve historia: Un día, en la época
en que vivía en Petersburgo, Bielinsky me llevó a su casa para leerme un
artículo por lo demás lleno de talento. Se titulaba: Diálogo entre los señores A y B y se ha reproducido en sus obras
completas.
En ese diálogo Bielinsky se mostraba sumamente
inteligente y listo. El señor B, su contradictor, tenía un papel mucho menos
brillante.
Cuando mi huésped hubo terminado su lectura,
me preguntó, no sin cierta ansiedad:
—¡Bueno! ¿Qué te parece?
—Es excelente, excelente —le respondí—, y has
sabido mostrarte tan inteligente como eres. Pero.., ¿qué gusto has podido tener
en perder el tiempo con semejante imbécil?
Bielinsky se arrojó sobre el sofá, hundió su
rostro en un cojín, y exclamó, reventando de risa:
—¡Me has matado! ¡Me has matado!
Edición popular para la
COLECCIÓN AUSTRAL
Versión española de J. García Mercadal
@ Cía. Editora Espasa-Calpe Argentina, S. A.
Buenos Aires, 1960
IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINE
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