miércoles, 29 de mayo de 2019

F. Dostoievski. DIARIO DE UN ESCRITOR.



 DIARIO DE UN ESCRITOR

 (1873)

 I


 INTRODUCCIÓN

 El 20 de diciembre supe que todo estaba arreglado y que llegaba a ser director de la revista Grajdanine (El Ciudadano). Este acontecimiento extraordinario —al menos para mí— ocurrió de un modo bastante sencillo.
 Precisamente aquel mismo 20 de diciembre acababa de leer un artículo del Boletín de Moscú sobre el matrimonio del emperador de la China, que me produjo una gran impresión. Aquel maravilloso suceso, tan complejo, había ocurrido también del modo más sencillo, estando todo previsto, hasta en sus menores detalles, desde lo menos mil años antes, en los doscientos volúmenes del Libro de las Ceremonias.
 Comparando el importante acontecimiento que ocurría en China con mi nombramiento de director de periódico, me sentí de repente muy ingrato para con las instituciones de mi país, a pesar de que la autorización para publicar la revista me fue concedida por el Gobierno sin dificultad.
 Pensaba que para nosotros —me refiero al príncipe Mestchersky y a mí— hubiera sido preferible cien veces el editar El Ciudadano en China mejor que en Rusia. Allá lejos todo es muy claro; nos presentaríamos, el príncipe y yo, en el día fijado, en la Cancillería principal de la Imprenta. Prosternándonos, golpearíamos el suelo con nuestras frentes y después pasaríamos por él la lengua repetidas veces; luego, poniéndonos en pie, alzaríamos un índice cada uno, bajando respetuosamente la cabeza. Es indudable que el director de la Cancillería haría tanto caso de nosotros como de las moscas. Pero entonces surgiría un tercer adjunto de su tercer secretario, el cual, teniendo en la mano el diploma de mi nombramiento de director, nos recitaría, con voz noble, pero suave, la alocución de rigor sacada del Libro de las Ceremonias. Este trozo de elocuencia sería tan claro y tan completo, que daría gozo escucharlo. En el caso en que yo, chino, fuese lo bastante ingenuo, lo bastante niño para experimentar algún remordimiento de conciencia ante la idea de aceptar una dirección como aquélla sin poseer las condiciones requeridas, pronto me probarían que semejantes escrúpulos eran grotescos. ¡Qué digo! El texto oficial me convencería inmediatamente de una inmensa verdad; a saber: que si por una gran casualidad tuviera yo algún ingenio, lo mejor sería no emplearlo nunca. E indudablemente sería encantador oírse despedir por medio de estas deliciosas palabras: "Vete, director; desde ahora ya puedes comer arroz y beber té con una conciencia más tranquila que nunca".
 El tercer adjunto del tercer secretario me entregaría entonces el lindo diploma escrito con letras de oro sobre rojo pergamino, el príncipe Mestchersky entregaría un copioso jarro de vino, y, volviéndonos los dos a nuestra casa, nos apresuraríamos a editar inmediatamente el espléndido primer número de El Ciudadano, mejor que todo lo aquí editado; ¡no hay como China para el periodismo!
 En China, de todos modos, creería capaz al príncipe Mestchersky de hacerme una mala partida al bombearme como director de su periódico; no me proveería, quizá, tan finamente, más que con la sola intención de hacerse reemplazar por mí cuando se tratase de ir a a Cancillería para recibir cierto número de golpes de bambú en los talones. En cambio, quizá allá tendría la ventaja de no escribir artículos de doce a catorce columnas como aquí, e indudablemente tendría derecho a ser inteligible, cosa prohibida en Rusia, a no ser al Boletín de Moscú.
 Ahora, tenemos en nuestra casa, al menos hoy, un principio completamente chino: aquí también vale más no ser demasiado inteligente. Por ejemplo, antes en nuestro país la frase "no comprendo nada" daba una reputación de necedad a aquel que de ella se servía. Ahora honra grandemente a quien la emplea. Basta pronunciar las tres palabras precitadas con un tono seguro, hasta altivo. Un señor os dirá orgullosamente: "No comprendo nada de la religión, nada de Rusia, nada del Arte...", y en seguida se le colocará sobre un pedestal. Somos chinos, si queréis, pero en una China sin orden. Apenas si comenzamos la obra que China ha realizado. Verdad es que nosotros llegaremos al mismo resultado; pero... ¿cuándo? Creo que para llegar a aceptar como código moral los doscientos volúmenes del Libro de las Ceremonias, con el fin de tener derecho a no pensar en nada, todavía necesitaremos lo menos mil años de ininteligentes y desordenadas reflexiones; sin embargo, es posible no tengamos que hacer más que dejar pasar las cosas sin reflexionar nada, pues en este país, cuando ocurre que un hombre quiere expresar una idea, se ve abandonado por todos. No le queda más que buscar una persona menos antipática que la masa, halagarla y no hablar más que con ella, editando un periódico sólo para esta persona. Yo voy más lejos: creo capaz a El Ciudadano de hablar solo y para su propio placer. Y, si consultáis a los médicos, os dirán que la manía del monólogo es un signo seguro de locura.
 ¡He aquí el periódico que me he encargado de editar! ¡Adelante! ¡Hablaré conmigo mismo para mi propio placer! ¡Ocurra lo que ocurra!
 ¿De qué hablar? De todo cuanto me conmueva, de todo cuanto me haga reflexionar. Tanto mejor si encuentro un lector y, si Dios quiere, un contradictor. En este último caso, me veré obligado a aprender a hablar y a saber con quién y cómo debo hablar. Me aplicaré a ello, porque para nosotros los literatos esto es lo más difícil. Los contradictores son de diferentes especies: no se puede argumentar con todos de la misma manera.
 Quiero decir aquí una fábula que he oído estos últimos tiempos. Se afirma que esta fábula es muy antigua, y se agrega que quizá ha venido de la India, lo cual es muy consolador.
 Un día un cerdo riñó con el león y lo desafió. Al volver a su casa reflexionó y se sintió lleno de terror. Reunióse todo el rebaño, deliberó y dio su solución del siguiente modo:
 "Mira, cerdo, muy cerca de aquí hay un agujero lleno de basuras: vete allí, revuélcate bien dentro del agujero e inmediatamente después preséntate en el lugar donde el duelo debe celebrarse."
 El cerdo siguió este consejo. Llegó el león, lo olfateó, hizo un gesto y se fue. Largo tiempo después el cerdo se alababa de que el león había tenido miedo y se había escapado en lugar de aceptar la lucha.
 Indudablemente, entre nosotros no hay leones: se opone a ello el clima, y además sería para nosotros una caza demasiado majestuosa. Pero reemplazad al león por un hombre bien educado, y la moraleja será la misma.
 Todavía quiero contaros algo sobre este asunto: Un día hablaba yo con Herzen y le elogiaba mucho una de sus obras, De la otra orilla, de la que, con gran satisfacción mía, Mikhaíl Petrovítch Pogodine había hablado en términos muy halagadores en un excelente artículo, muy interesante. El libro estaba escrito en forma de conversación entre dos personajes: Herzen y un contradictor cualquiera.
 —Lo que particularmente me agrada —hacía yo notar— es que vuestro contradictor es, como usted, un hombre de mucho talento. Confiese usted que más del una vez le pone en grave apuro.
 —Ese es todo el secreto de la cuestión —replicó Herzen, riéndose—. Oiga usted una breve historia: Un día, en la época en que vivía en Petersburgo, Bielinsky me llevó a su casa para leerme un artículo por lo demás lleno de talento. Se titulaba: Diálogo entre los señores A y B y se ha reproducido en sus obras completas.
 En ese diálogo Bielinsky se mostraba sumamente inteligente y listo. El señor B, su contradictor, tenía un papel mucho menos brillante.
 Cuando mi huésped hubo terminado su lectura, me preguntó, no sin cierta ansiedad:
 —¡Bueno! ¿Qué te parece?
 —Es excelente, excelente —le respondí—, y has sabido mostrarte tan inteligente como eres. Pero.., ¿qué gusto has podido tener en perder el tiempo con semejante imbécil?
 Bielinsky se arrojó sobre el sofá, hundió su rostro en un cojín, y exclamó, reventando de risa:

 —¡Me has matado! ¡Me has matado!

Edición popular para la COLECCIÓN AUSTRAL
 Versión española de J. García Mercadal
 @ Cía. Editora Espasa-Calpe Argentina, S. A. Buenos Aires, 1960
 IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINE

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