‑¡Oh!, ¡oh! ‑murmuró‑. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Sois vos, Dios mío? Pues que sólo los muertos salen de aquí, ocupemos el lugar de los muertos.
Y
sin vacilar un momento siquiera, por no cambiar aquella resolución
desesperada, inclinóse sobre el nauseabundo saco, lo abrió con el
cuchillo que Faría había hecho, sacó el cadáver, lo llevó a su
propio calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la cabeza el
pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar puesto, lo cubrió con
su cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por
cerrar aquellos ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su
inmovilidad, le puso el rostro vuelto a la pared, para que el
carcelero al traerle la cena creyese que estaba acostado como solía,
volvió al subterráneo, sacó de su escondite la aguja y el hilo, se
quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne
desnuda, metióse en el saco embreado, se colocó en la misma
situación que el cadáver tenía, y sujetó por dentro la
costura. Si por desgracia hubiesen entrado en este momento, hubieran
podido oír los latidos de su corazón.
Habíale
sido posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía
que el gobernador cambiase de idea, mandando sacar el cadáver.
Con esto perdería su última esperanza. Ahora lo que tenía que
temer era muy poco. He aquí su plan:
Si
por el camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en
lugar de un muerto, no les daba tiempo para nada, con una cuchillada
vigorosa abría de arriba abajo el saco, y se aprovechaba de su
terror para escaparse. Si querían apoderarse de él, ¿no llevaba un
cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio y le metían en una
fosa, dejábase cubrir de tierra, y apenas los enterradores
volviesen la espalda, se abría paso a través de la tierra removida,
y como era de noche, escapaba. Pensaba que el peso no sería tan
grande que no lo pudiera resistir.
Si
se equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le
ahogaba, ¡tanto mejor para él!, todo concluiría entonces.
No
había comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había
pensado en el hambre, ni ahora pensaba tampoco. Era demasiado
precaria su situación para que pudiera ocuparse de otra cosa.
El
primer peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al
llevarle su comida a las siete, echase de ver la sustitución
verificada. Por fortuna, veinte veces había recibido Dantés
acostado al carcelero, ya fuese por misantropía, ya por cansancio, y
en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa el pan y
la sopa y se iba sin hablarle.
Pero
esa vez el carcelero podía hablarle y como Dantés no le
respondería, acercarse a la cama y descubrirlo todo.
Hacia
las siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las
agonías de Dantés. Con una mano apoyada en el pecho trataba de
ahogar los latidos de su corazón mientras enjugaba con la otra el
sudor de su frente, que corría hasta por sus mejillas. De vez
en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo,
oprimiéndosele el corazón como si estuviese sometido a la
presión de un torno. Transcurrían las horas sin que en el castillo
se notase ningún movimiento por lo que comprendió que se había
librado del primer peligro. Esto era de buen agüero. Por
último, a la hora señalada por el gobernador, se oyeron pasos en la
escalera. Edmundo conoció que el momento había llegado, y llamó en
su ayuda todo su valor, conteniendo su aliento. Feliz él si
hubiera podido contener de igual modo los violentos latidos de su
corazón.
Los
pasos, que iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso
que eran dos los enterradores que iban a buscarle. Esta sospecha
se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que hacían al poner
en el suelo las parihuelas.
Abrióse
la puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del
lienzo que le envolvía, vio acercarse dos sombras a su cama, en
tanto que otra, con un farol en la mano, se quedó a la puerta. Cada
uno de los que se acercaron a la cama cogió el saco por uno de sus
extremos.
‑Para
ser viejo y tan flaco, pesa bastante ‑dijo uno de ellos
levantando la cabeza de Dantés.
‑He
oído decir que el peso de los huesos aumenta media libra todos
los años ‑contestó el otro asiéndole por los pies.
‑¿Has
hecho el nudo? ‑preguntó el primero.
‑Buena
tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.
‑Tienes
razón. Vamos.
«
¿Pare qué será ese nudo? », se preguntaba Dantés.
Desde
la cama trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmundo se
puso todo lo rígido que pudo para desempeñar mejor su papel de
cadáver. Pusiéronle, pues, en las angarillas, y alumbrados por el
del farol, que iba delante, empezaron a subir la escalera.
De
súbito, el aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al
mistral, azotó su cuerpo. Esta súbita sensación fué a la vez
angustiosa y dulcísima.
A
unos veinte pasos detuviéronse los que le llevaban, y pusieron en el
suelo las angarillas. Uno de ellos debió de alejarse un tanto,
porque Edmundo oyó sus pisadas en las losas.
«
¿Dónde estoy? », se preguntó.
‑¿Sabes
que no pesa poco? ‑dijo el que había permanecido junto a
Dantés, sentándose al borde de las angarillas.
La
primera idea de Dantés fué escaparse entonces, pero por fortuna se
contuvo.
‑Alúmbrame,
animal ‑dijo el que se había separado‑, alúmbrame
o no podré encontrar lo que busco.
El
hombre de la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque,
como se ha visto, no tenía nada de cortés.
«¿Qué
buscará? ‑dijo para sí Dantés‑,sin duda un azadón.»
Una
exclamación dio a entender que el enterrador había encontrado
al fin lo que buscaba.
‑Menudo
trabajo ha costado ‑dijo el otro.
‑Sí,
pero nada se ha perdido por esperar ‑contestó el primero.
Y
dicho esto se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa
pesada y sonora. Al mismo tiempo una cuerda atada a sus pies le causó
viva y dolorosa impresión.
‑¿Está
ya hecho el nudo? ‑preguntó el enterrador que no se había
movido de allí.
‑Y
bien hecho ‑respondió el otro.
‑Pues
en marcha.
COMENTARIO.
COMENTARIO.
Dantès,
escapa de la bolsa evitando las rocas y nada hasta una isla desierta
donde pasa una noche tormentosa. Al día siguiente ve en el mar un
barco naufragado, nada hacia los restos y ve otro barco que lo
recoge, y Edmond se hace pasar por un náufrago a causa de la
tormenta. Hace amistad con ellos, se rasura, cambia el nombre y se
dedica durante un tiempo a ser contrabandista. Varias de las
transacciones que hacían los contrabandistas era en la Isla de
Montecristo, por ser ésta, una isla desierta, y sin ninguna
atracción aparente; Edmond dedica varias horas y varios viajes, a
reconocer los alrededores de la isla, aún dudando de lo que su viejo
amigo le dijera.
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
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