miércoles, 19 de septiembre de 2018

EL CONDE DE MONTECRISTO. FRAGMENTOS. NOTAS, COMENTARIOS. CAPÍTULOS XIX-XXI-XXII. DÍA 12.

CASTILLO DE IF
 ISLA DE MONTECRISTO


(EL ROSTRO DE LA VENGANZA).

Capítulo diecinueve
El tercer ataque
Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hom­bre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.

***
CAP. XXI

"Una ráfaga de odio acompañó luego su mirada, al pensar en aque­llos tres hombres que le ocasionaron tan duro y prolongado cauti­verio.
Y renovó contra Danglars, Fernando y Villefort aquel juramento de venganza implacable que había ya pronunciado en su calabozo".

***
CAP.XII.
"Su cara ovalada era ahora angulosa; su boca risueña formaba esos pliegues tirantes que indican firmeza y resolución, sus cejas se junta­ban debajo de una arruga, que aunque única, declaraba la actividad de su pensamiento, sus ojos se habían como impregnado de profun­dísima tristeza, y a veces emitían fulminantes destellos de odio y de misantropía; su tez, por tanto tiempo privada de la luz del día y de los rayos del sol, había tomado ese color mate que cuando va unido a cabellos negros constituye la belleza aristocrática de los hombres del Norte. La profunda ciencia que había aprendido ceñía su rostro como una aureola de inteligente superioridad.
Además, aunque de estatura bastante elevada, tenía el vigor de un cuerpo que vive siempre concentrando sus fuerzas. La elegancia de sus formas, nerviosas y enjutas, había adquirido muscular solidez; los sollozos, las oraciones y las blasfemias habían cambiado tanto su voz, que unas veces era de exquisita dulzura y otras tenía un acento agreste y casi bronco.

Como acostumbrados a la oscuridad y a la luz opaca, sus ojos ha­bían adquirido esa rara facultad que tienen los de la hiena y el lobo de distinguir los objetos en medio de la oscuridad. Edmundo sonrió al contemplar su imagen en el espejo. Era impo­sible que su mejor amigo, si le quedaba algún amigo todavía, le reconociese, puesto que apenas se conocía a sí mismo".

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