CASTILLO DE IF
ISLA DE MONTECRISTO
(EL ROSTRO DE LA VENGANZA).
Capítulo
diecinueve
El
tercer ataque
Ese
tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía
asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo,
había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el
día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés
cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hombre
que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el
rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho
de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también
cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el
hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.
***
CAP. XXI
"Una
ráfaga de odio acompañó luego su mirada, al pensar en aquellos
tres hombres que le ocasionaron tan duro y prolongado cautiverio.
Y
renovó contra Danglars, Fernando y Villefort aquel juramento de
venganza implacable que había ya pronunciado en su calabozo".
***
CAP.XII.
"Su
cara ovalada era ahora angulosa; su boca risueña formaba esos
pliegues tirantes que indican firmeza y resolución, sus cejas se
juntaban debajo de una arruga, que aunque única, declaraba la
actividad de su pensamiento, sus ojos se habían como impregnado de
profundísima tristeza, y a veces emitían fulminantes destellos
de odio y de misantropía; su tez, por tanto tiempo privada de la luz
del día y de los rayos del sol, había tomado ese color mate que
cuando va unido a cabellos negros constituye la belleza aristocrática
de los hombres del Norte. La profunda ciencia que había aprendido
ceñía su rostro como una aureola de inteligente superioridad.
Además,
aunque de estatura bastante elevada, tenía el vigor de un cuerpo que
vive siempre concentrando sus fuerzas. La elegancia de sus formas,
nerviosas y enjutas, había adquirido muscular solidez; los sollozos,
las oraciones y las blasfemias habían cambiado tanto su voz, que
unas veces era de exquisita dulzura y otras tenía un acento agreste
y casi bronco.
Como
acostumbrados a la oscuridad y a la luz opaca, sus ojos habían
adquirido esa rara facultad que tienen los de la hiena y el lobo de
distinguir los objetos en medio de la oscuridad. Edmundo sonrió al
contemplar su imagen en el espejo. Era imposible que su mejor
amigo, si le quedaba algún amigo todavía, le reconociese, puesto
que apenas se conocía a sí mismo".
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