domingo, 2 de agosto de 2015

VIDA Y OBRA DE SHAKESPEARE VÍCTOR HUGO


VIDA Y OBRA DE SHAKESPEARE
VÍCTOR HUGO

A
INGLATERRA

Le dedico este libro, glorificación de su poeta.
Digo a Inglaterra la verdad; pero, como tierra ilustre y libre,
 la admiro, y como asilo, la amo.
VÍCTOR HUGO.

Hauteville-House, 1864.
El verdadero titulo de esta obra debiera ser: A propósito de Shakespeare. El deseo de introducir an-te el público, como se dice en Inglaterra, una nueva traducción de Shakespeare, fue el primitivo móvil del autor. El sentimiento que lo une tan profunda-mente al traductor no puede ser óbice a su derecho de recomendar dicha traducción. Pero su conciencia ha sido solicitada en otro sentido, de un modo aun más imperativo, por el autor en sí. Todo cuanto se vincula con Shakespeare, todos los problemas que se relacionan con el arte, se hicieron presentes a su espíritu. Tratar tales cuestiones implicaba explicar la misión del arte; tratar tales problemas, es explicar los deberes del pensamiento con respecto al hombre Semejante oportunidad de exponer verdades es ine-ludible, y lo es particularmente en una época como la nuestra. El autor lo ha comprendido así. No ha titu-beado en abordar esos complejos interrogantes del arte y de la civilización, en sus múltiples aspectos, amplificando los horizontes cada vez que la perspec-tiva variaba de ubicación y aceptando todas las su-gestiones que el tema, en su rigurosa exigencia, le ofrecía. De esa ampliación del primitivo propósito ha nacido este libro.
Hauteville-House, 1864.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO
SHAKESPEARE. - SU VIDA

I

Hace alrededor de doce años, en una isla vecina a las costas de Francia, una casa de aspecto melancólico en todo el transcurso del año, se tornaba particularmente sombría a causa del invierno que comenzaba. El viento del oeste, soplando en plena libertad, hacía aún más densa la cortina de niebla que noviembre arremolinaba entre la vida terrestre y el sol. La noche cae prontamente en otoño y la pequeñez de  las ventanas de la casa se unían a la brevedad de los días, para acrecentar la tristeza crepuscular de ese refugio.
La misma poseía por techo una terraza; era rectilínea, correcta, cuadrada, blanca. Era el prototipo de la personificación edificada del metodismo. Nada más glacial que esa blancura inglesa. Parecía ofrecer la hospitalidad de la nieve. Frente a ella se soñaba, con el corazón estrujado, en las viejas barracas campesinas de Francia, de madera, alegres y negras, con sus viñas circundantes.
A la casa seguía un jardín de un cuarto de arpenta, en plano inclinado, cercado por un muro de piedra, sembrado de piedras, sin árboles, desnudo, donde se veía más granito que follaje. Ese pequeño terreno sin cultivar, abundaba en matas de caléndulas que la gente pobre del lugar comía cocida acompañada de congrios. La cercana playa se ocultaba de la vista del jardín por la elevación de una colina. Sobre la misma existía un pequeño prado de hierba dura, donde vegetaban algunas ortigas y alta cicuta.
Desde la casa se divisaba, a la derecha, en el horizonte, sobre una colina y en medio de un bosquecillo, una torre que se decía habitada por duendes; sobre la izquierda veíase el dick. El dick era una fila de troncos de árboles adosados a un muro rocoso, erguidos en la arena, secos, descarnados, nudosos, anquilosados, que semejaban una hilera de tibias gigantescas. La fantasía, que con tan buena volun-tad acepta los sueños para proponerse enigmas, hubiera podido in-quirir a qué hombres fabulosos habían pertenecido esas tibias, de tres toesas de altura.
La fachada sud de la casa daba sobre el jardín, la fachada norte sobre un camino desierto.
Un corredor de entrada, una cocina, una suerte de invernadero y un patiecillo, además de una pequeña sala, con vista al camino sin viajeros y una espaciosa y oscura habitación, componían la planta baja; en el primero y segundo piso estaban los dormitorios, limpios, fríos, sumariamente amueblados, recientemente pintados, con blancas cortinas en las ventanas. Así era esa vivienda por dentro. El rumor del mar llegaba hasta ella perennemente.
Esa casa, cual pesado cubo blanco, de ángulos rectos, escogida por quienes la habitaban por un designio del azar, quizá intencional, recordaba la forma de una tumba.
Quienes la habitaban formaban un grupo, o mejor dicho, una familia. Eran proscriptos. El de mayor edad era uno de esos hombres que, en un momento determinado, están de más en su patria. Había salido de una asamblea; los otros, aún jóvenes, salían de una prisión. El haber escrito había sido motivo de cadenas. ¿Adónde habría de llevar el pensamiento, sino a la cárcel?
La cárcel los había arrojado al destierro.
El viejo, el padre, tenía a su lado a todos los suyos, menos a su hija mayor, que no había podido seguirle. Su yerno había permane-cido al lado de ella. Frecuentemente se hallaban sentados alrededor de una mesa o sobre un banco, silenciosos, graves, pensando todos, sin decírselo, en los dos ausentes.
¿Por qué causas ese grupo se había instalado en ese alojamiento, tan poco atrayente? Por razones de premura y en el deseo de ha-llarse lo más pronto posible fuera de la hospedería. Tal vez lo fuera, también, porque se trataba de la primera casa disponible que habían hallado y porque los exilados no tienen mano feliz.
Esa casa -a la que es llegado el momento de rehabilitar un tanto y quizá consolar, pues quién sabe si, en su aislamiento, no se siente triste de lo que acabamos de decir de ella, ya que una vivienda tiene un alma-; esa casa se denominaba Marine - Terrace. La llegada fue lúgubre; pero después de todo, declarémoslo, la estada fue tranquila, y Marine - Terrace no dejó en aquellos que allí vivieron, sino afec-tuosos y caros recuerdos. Y cuanto decimos de Marine - Terrace, lo hacemos extensivo a esa isla, Jersey. Los lugares donde se ha sufrido concluyen por tener un sabor de amarga dulzura que, más tarde, hacen sentir su nostalgia. Brindan una hospitalidad severa que place al espíritu y al recuerdo.
En esa isla habían vivido, antes, otros exilados. Pero no es ésta la oportunidad de hablar de ellos. Digamos solamente que el más an-tiguo, según la tradición o quizá la leyenda, fue un romano llamado Vipsanio Minator, que empleó su exilio en proseguir, en provecho de su país, la muralla romana, de la que aún se ven algunos restos, semejantes a trozos de colinas, próximos a una bahía, llamada, si mal no recuerdo, la bahía de Santa Catalina. Vispanio Minator era un personaje consular, tan enamorado de Roma que concluyó por ser molesto al Imperio. Tiberio lo exiló a esa isla cimeria, Cesárea; según otros, a una de las Orcadas. Pero Tiberio hizo algo más: no confor-me con haberlo exilado, ordenó el olvido. Se prohibió a los oradores del Senado y del Foro que pronunciaran el nombre de Vipsanio Mi-nator. Los oradores del Foro y del Senado y hasta la historia obede-cieron; de todo lo cual, por otra parte, Tiberio no dudaba Esa arro-gancia en las órdenes, que iba hasta el extremo de imponerlas al propio pensamiento de los hombres, caracterizaba a determinados gobiernos antiguos, encaramados en una de esas situaciones sólidas y en las cuales la mayor suma de crímenes produce la mayor suma de seguridades.
Volvamos a Marine - Terrace.
Una mañana de fines de noviembre, los habitantes del lugar, el padre y el más joven de los hijos, se hallaban sentados en la sala baja. Callaban, como náufragos pensativos.
Afuera llovía, el viento soplaba y la casa estaba como ensordecida por ese tronar exterior. Ambos meditaban, absorbidos quizá por esa coincidencia de un comienzo de invierno y un comienzo de exilio.
De pronto el hijo levantó la voz e interrogó al padre:
-¿Qué piensas tú de este exilio?
-Que será largo.
-¿En qué piensas emplearlo?
El padre respondió:
-Contemplaré el océano.
Después de un silencio, el padre prosiguió:
-¿Y tú?
-Yo -repuso el hijo- traduciré a Shakespeare.

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