Francisco de Quevedo
La doctrina
estoica
y
Defensa de Epicuro
Defensa de Epicuro
(Texto completo).
Nombre, origen, intento, recomendación
y descendencia de la doctrina estoica
Defiéndese Epicuro de las calumnias
vulgares
Al docto y erudito licenciado
Rodrigo Caro, Juez de Testamentos
Rodrigo Caro, Juez de Testamentos
Estudiemos algo para el que estudia, escribamos para el que
escribe.
Pues hablar con el docto, para el que ignora, es acreditarse
el que habla, no obligarle. Yo, señor, quiero que el libro y todo lo que en él
es forzoso, se defienda en la caridad de los amigos. A D. Juan de Herrera di el
tratado, a Vm. las cuestiones de él. Más eruditas fueran si de su nota las
trasladara que escribiéndolas de la mía. Empero en la condición de mi obra no
tiene lugar otra demostración de mi buena amistad. Escribiré lo que Vm. sabe
mejor, como yo lo sé; por esto me contento con que se tolere mi discurso, sin
pretender que se apruebe.
Los Estoicos, cuya doctrina nos dio en arte fácil y provechosa
Epicteto, se llamaron así de Pórtico donde se juntaban: léese en Atheneo, III,
aquellas hablillas del vario Pórtico. Por esto en el propio Atheneo, libro XIII, los llama un poema
cómico (burlando de ellos) Portaleros. «Oid
(dice el cómico), los portaleros
mercaderes de sueños, árbitros y censores de palabras.» De que se colige
que entonces, como hoy, los mercaderes y hombres de negocios en la antigüedad
se juntaban en los pórticos que llamamos lonjas. A esta afrenta del cómico, que
por el pórtico llamó a los Estoicos mercaderes de mentiras, responde
Tertuliano: Proscript. Adu. Haeretic.
Porque cristiano se preciaba de Estoico, con estas palabras: «Nuestra institución es del Pórtico de
Salomón»: autoridad que fortalece mi discurso en la opinión que tengo de su
origen, de que hablaré en segundo lugar, porque los Peripatéticos y los
Estoicos llamaron sus sectas del huerto y del lugar donde se juntaban, y no de
los príncipes de aquellas doctrinas. Es advertencia que merece consideración.
No tengo otro quien seguir en mi parecer; poca importaría, si mereciese que me
siguiese otro. Los filósofos mayor reconocimiento tuvieron siempre al lugar que
les fue oportuno para discurrir, y a quien les dio el ocio para asistir en él,
que a los maestros que les enseñaban. Séneca me ocasionó esta interpretación.
El juicio es mío, las palabras son suyas, él las dice, yo las aplico, epístola
LXXIV: «Paréceme que yerran aquellos que
sospechan que los fielmente dados a la filosofía son contumaces y enemigos, y
despreciadores de los magistrados y de los reyes, y de aquellos por cuya
autoridad es gobernada la república. Antes por el contrario, a ninguno son más
agradecidos, pues a nadie dan más que a aquéllos a quien permiten gozar de ocio
seguro. Por lo cual éstos a quienes para el propósito de bien vivir hace la
seguridad pública, es necesario que al autor de este bien le reverencien como
padre.» Aquel lugar que los guardaba la soledad en el rumor de las
ciudades; aquel sitio que los vedaba su ocio en la ocupación espiritual; aquel
huerto que con unas tapias juntaba los estudiosos y apartaba los solícitos;
aquel pórtico que guardaba el retiramiento para el logro de todas las horas,
sin el cual ni los maestros pudieran enseñar ni los discípulos aprender, con
razón merecieron el blasón de las profesiones; y por esto el nombre y
reconocimiento de padres, los ministros y reyes que disponen en las repúblicas
el ocio que estos lugares guardan y logran.
Santifica David los portales y los atrios en la casa de Dios,
salmo XLIII: «Cuán amados son, Señor Dios
de las virtudes, tus tabernáculos.» Y en el verso 2: «Porque es mejor un día en tus atrios que mil; tuve por mejor estar
despreciado en la casa de mi Dios, que habitar en los tabernáculos de los
pecadores.» Infinita reverencia se debe a los tabernáculos, atrios y casas
divinas. Grande amor y reconocimiento a los pórticos y retiramientos virtuosos;
y sumo aborrecimiento a todos los lugares y escuelas en que se juntan los malos
y los pecadores. David empieza con esta doctrina, salmo I, «Bienaventurado aquel varón que no va al
concilio de los impíos, que no anda en el camino de los malos, que no se sienta
en la cátedra de la pestilencia.»
¡Oh, si aquella carta de nuestro Séneca a Lucilo valiese por
carta de favor para los príncipes en recomendación de los estudiosos, contra
cuyas horas se arruga el ceño de los que mandan, teniendo su ejercicio por
espía y su juicio por acusación! Bien se conoce que la escribió con este
intento Séneca, mas no se conoce que haya conseguido su intento.
El origen de los Estoicos es más anciano que el nombre y
diferente del que muchos han hallado, y más noble pretendo que me deban estas
dos postreras prerrogativas.
La secta de los Estoicos, que entre todas las demás miró con
mejor vista a la virtud, y por esto mereció ser llamada seria, varonil y
robusta, que tanta vecindad tiene con la valentía cristiana, y pudiera blasonar
parentesco calificado con ella, si no pecara en lo demasiado de la
insensibilidad; en que Santo Tomás la reprende y convence con las acciones de
la vida de Cristo nuestro Señor Dios y hombre verdadero, y con él otros muchos
doctores, y particularmente Pedro Comestor en su historia eclesiástica, en los
lugares que Cristo, sabiduría eterna, se afligió, se turbó, se enojó, temió y
lloró; esta doctrina tiene hasta hoy el origen poco autorizado, no el que
merece y la es decente. No pudieron verdades tan desnudas del mundo cogerse
limpias de la tierra y polvo de otra fuente que de las sagradas letras. Y oso
afirmar que se derivan del libro sagrado de Job, trasladadas en precepto de sus
acciones y palabras literalmente. Probarélo con demostraciones y con la
cronología de los primeros profesores.
La doctrina toda de los Estoicos se cierra en este principio:
que las cosas se dividen en propias y ajenas; que las propias están en nuestra
mano, y las ajenas en la mano ajena; que aquéllas nos tocan, que estotras no
nos pertenecen, y que por esto no nos han de perturbar ni afligir; que no hemos
de procurar que en las cosas se haga nuestro deseo, sino ajustar nuestro deseo
con los sucesos de las cosas, que así tendremos libertad, paz y quietud; y al
contrario, siempre andaremos quejosos y turbados; que no hemos de decir que
perdemos los hijos ni la hacienda, sino que los pagamos a quien nos los prestó,
y que el sabio no ha de acusar por lo que le sucediere a otro ni a sí, ni
quejarse de Dios. Job perdió sus hijos, la casa, la hacienda, la salud y la
mujer, mas no la paciencia, y a los que le daban las nuevas de que los ganados
se los habían robado, que el fuego le había abrasado los criados, y el viento
le había derribado la casa, no respondía quejándose de los ladrones, ni del
fuego, ni del viento: no decía que se lo habían quitado; decía que quien se lo
dio lo cobraba: «Dios lo dio, Dios lo
quita; sea el nombre de Dios bendito.» Y no sólo lo volvía, sino también le
daba gracias porque lo había cobrado, y para mostrar que los reconocía por
bienes ajenos, dijo: «Desnudo nací del
vientre de mi madre, desnudo volveré.» No culpó Job a los ladrones ni a sí;
la mujer le tentó para que culpase a Dios, y viéndole población de gusanos en
un muladar, donde el estiércol le acogía con asco, le dijo: «Aun permaneces en tu simplicidad; bendice a
Dios y muérete.» Reprendiéndole el bendecir a Dios con la ironía, y el no
quejarse de él. A que respondió: «Has
hablado como una mujer necia. Si los bienes los recibimos de la mano de Dios,
¿por qué no recibiremos los males?» ¿Quién negará que esta acción y
palabras literalmente y sin ningún rodeo ni esfuerzo de aplicación no es y son
el original de la doctrina estoica, justificadas en incomparable simplicidad de
varón que en la tierra no tenía semejante? No es encarecimiento mío, sino voz
divina del texto. Díjole Dios a Satanás: «Acaso
consideraste a mi siervo Job, como no tiene semejante en la tierra, hombre
simple y recto y temeroso de Dios, y que se aparta del mal.» En sólo este
capítulo se lee todo lo que trasladó Epicteto por la tradición de sus
antecesores en esta doctrina estoica. Léese la división de las cosas propias
que son las opiniones de las cosas, y la fuga y la apetencia, el desprecio de
las que son ajenas en la salud, en la vida, en la hacienda, en la mujer y los
hijos. En recoger esto gasta Epicteto el capítulo primero y segundo, tercero y
cuarto hasta el nono, sin escribir precepto que aquí no se vea ejecutado, y
este postrero que numeré, enseña que a los hombres no los perturban las cosas,
sino las opiniones que de ellas tenemos por espantosas, no siéndolo. Pone
Epicteto el ejemplo en la muerte, y dice que si fuera fea, a Sócrates se lo
pareciera. ¡Cuánto mejor la ejemplifica Job, de quien esta verdad se derivó a
Sócrates! El mostró que ni la pobreza, ni la calamidad ultimada , ni la pérdida
de hijos, ni la persecución de los amigos y de la mujer, ni la enfermedad, por
asquerosa, más horrible que la muerte, eran por sí horribles ni enojosas; y no
sólo tuvo buenas opiniones de todas, que es lo que estaba en su mano, sino que
enseñó a su mujer a que tuviese buenas opiniones de ellas, y todo su libro no
se ocupa en otra cosa sino en enseñar a sus amigos que los que él padece no son
males, sino que las opiniones descaminadas que ellos tenían les hacían que les
pareciesen males. No sólo Job tuvo el espíritu invencible en ellos, antes con
estas palabras se mostró sediento de mayores calamidades, capítulo VI: «Quien empezó me quebrante, suelte su mano y
acábeme, y ésta sea mi consolación, que afligiéndome en dolor, no perdone.»
Como pudo trasladó estas hazañosas razones Epicteto, cuando decía: «Plue, Domine, super me calamitates. ¡Llueve,
oh Dios, sobre mí calamidades!»
El cap. XIII de nuestro Manual
confiesa es discípulo, no sólo en el precepto, sino en las palabras propias de
este sagrado libro. Dice así: en los que siguen la división de Simplicio en el
original griego y texto latino, y en español Correa, Sánchez desigualó los
capítulos con otra división, y yo sigo la suya: «Nunca digas perdí tal cosa, sino restituíla: si se muere tu hijo, no
digas perdíle, sino paguéle. Robáronte la heredad, también dirás que la
restituiste. Replicarás es ladrón y malo el que te la robó; ¿qué cuidado tomas
tú del cobrador que envía el acreedor por lo que le debes?»
Ya he referido el texto sagrado de la manera que Job hizo
esto, pues dándole nuevas de que el fuego le había abrasado sus ganados y los
pastores, y que el viento le había enterrado en su propia casa en su ruina sus
hijos; que los Sabeos le habían robado las vacadas y las yeguadas, y los
Caldeos le habían hurtado los camellos; sin diferenciar del fuego y del viento,
a los ladrones los reconoció por cobradores que Dios le enviaba por los bienes
que le había dado; y no dijo robáronme los ladrones, antes dijo: «Dios me lo dio, Dios me lo quita; como a
Dios agradó, así se ha hecho; sea el nombre del Señor bendito.» Y para ver
que reconoció literalmente a los ladrones por cobradores que Dios suele enviar,
lo dijo en el cap. XIX, vers. 12: «Juntos vinieron sus ladrones, y se hicieron
camino por mí, y cercaron en torno mi tabernáculo.» Últimamente traduce
Epicteto de Job aquellas palabras literalmente: «Sicut Domino placuit, ita factum est»; en el capítulo postrero: «Si
Deo ita visum fuerit, ita fiat.»
Queda cuanto a la doctrina ennoblecido el origen estoico,
deducido de este libro sagrado donde se lee obrada su doctrina y más abundante
en todas sus palabras. Resta cronológicamente probar este origen. Todos nombran
príncipe de esta escuela a Zenón Citieo, llamado así de la ciudad de Cittio, en
Cypro. Éste fue discípulo de Cratete Cínico, y persuadido de honesta y urbana
vergüenza, siguiendo los dogmas de los Cínicos, limpió su persona del asco que
afectaban y la vida de la inmundicia de su desprecio; de que se colige que la
doctrina de los Estoicos, que con este nombre empezó en Zenón, era de los
Cínicos, a que Zenón añadió la limpieza porque el desaliño envilecido no la
difamase. No está la humildad en lo vil, sino en el desprecio de lo preciso. La
suciedad no es señal de la sabiduría, sino mancha. La sabiduría puede ser pobre
y no debe ser asquerosa; mucho la dio Zenón en lo que la quitó: ya que no la
inventó el primero, fue el primero que la vistió bien; tal andaba, que por no
verla no la oían, y con traje decente la granjeó por silbos aplauso, y por
escarnio se quitó, Estrabón, lib. XIV de la Patria
referida a Zenón, tratado de Cyprio: «Tiene
puerto de Cittio, que se puede cerrar donde nació Zenón, capitán y príncipe de
la secta estoica.» Diógenes: «Zenón
Citieo de un pueblo griego de Cypro; empero que fue habitado de los Phenizes.»
Dice Suidas lo propio: «Zenón se llamó
por sobrenombre Phénix, porque los Phenizes fueron habitadores de su patria.»
Dice Cicerón en la 5.ª de las Tusculanas: «Que
los de Cittio eran Phenizes.» Se colige de Diógenes Laercio en la vida de
Zenón: «Reverenciaban a Zenón igualmente
los Citieos que habitaban en Sidón.» Colígese de todos los autores citados
que los Cínicos y Zenón, que fue su discípulo, y el capitán de los Cínicos
limpios y aliñados, que se llamaron Estoicos, se precian de ser naturales de
las tierras confines con Judea, de donde se derivó la sabiduría a todas las
naciones, por lo que no sólo es posible, sino fácil, antes forzoso, el haber
los Cínicos y los Estoicos visto los libros sagrados, siendo mezclados por la
habitación con los Hebreos, que nunca los dejaban de la mano. Lo que se colige
de estas autoridades, y se prueba con la demostración que he hecho de su
doctrina y del texto del libro de Job.
El intento de los Estoicos fue despreciar todas las cosas que
están en ajeno poder, y esto sin despreciar sus personas con el desaliño y
vileza; seguir la virtud y gozarla por virtud y por premio. Poner el espíritu
más allá de las perturbaciones. Poner al hombre encima de las adversidades, ya
que no puede estar fuera por ser hombre. Establecer por la insensibilidad la
paz del alma, independiente de socorros forasteros y de sediciones interiores;
vivir con el cuerpo, mas no para el cuerpo. Contar por vida la buena, no la
larga. No por muchos los años, sino por inculpables. Tantos contaban que vivían
como lograban. Vivían para morir, y como quien vive muriendo. Acordábanse del
mucho tiempo en que no fueron; sabían que había poco tiempo que eran. Veían que
eran poco y para poco tiempo, y creían que cada hora era posible que no fuesen.
No despreciaban la muerte, porque la tenían por el último bien de la
naturaleza; no la temían, porque la juzgaban descanso y forzosa. He llegado al
escándalo de esta secta. En la paradoja de los Estoicos se lee con este título:
«Puede el sabio darse la muerte, esle
decente y debe hacerlo.»
Animosamente se bebió la muerte Sócrates. Animosamente la
saludó en el baño Séneca; aquél en la secta Jónica discípulo de Archelao
ateniense, como todos afirman, sin que importe la contradicción que les hace en
sus versos Sidonio, a quien desautorizan las contradicciones que hay en ellos
propios. Y si bien fue de la secta Jónica, que Sidonio llama Socrática, fue el
que primero mejoró el estudio de la astrología y filosofía moral en el de las
costumbres. Y por esto con Séneca, que fue estoico, nombró a Sócrates, que lo
fue antes que tuviesen el nombre: empero ni Sócrates ni Séneca, el uno bebiendo
el veneno y el otro desangrándose en el baño, acreditaron la paradoja de poder
el sabio y deber darse la muerte. Los dos estaban condenados a morir; no se
tomaron la muerte, sino escogieron género de muerte, siendo forzoso padecerla.
Referiré, no sin dolor, las palabras de Séneca, epist. LXXIX: «Poca diferencia hay de que la muerte venga a
nosotros, o que nosotros vamos a ella. Persuádete que fue de hombre
ignorantísimo aquella palabra: Hermosa cosa es morir su muerte.» Razones
que aun no las oyó sin reprensión la filosofía idólatra, que las condena la
sacrosanta verdad cristiana. No sólo dice Séneca estas palabras, mas la
aconseja y las persuade, De ira, III, cap. XV: «A cualquier parte que mirares, allí está el fin de los males. ¿Ves
aquel despeñadero? Por allí se baja a la libertad. ¿Ves aquel mar, aquel río,
aquel pozo? Allí en lo hondo habita la libertad. ¿Ves aquel árbol corto, seco e
infeliz? La libertad cuelga de él. ¿Ves tu cuello, tu garganta, tu corazón?
Huidas son de tu cautiverio. Dirásme: muy trabajosas salidas me enseñas, y que
requieren mucho ánimo y valentía. ¿Preguntas, pues, cuál sea el camino para la
libertad? Cualquier vena en el cuerpo.» Ni el ser Séneca cordobés, ni el
ser tales los escritos de Séneca, han podido acallarme para que en esta parte
no diga que con ellas antes se mostró Timón que Séneca, tanto peor cuanto mejor
hablado. Timón digo, el que por enemigo del género humano condenaron, aquél que
rogaba y persuadió a los hombres a que se ahorcasen de un árbol que tenía
dedicado a este fruto. ¿Cómo, ¡oh grande Séneca! no conociste que es cobardía
necia dejarse vencer del miedo de los trabajos; que es locura matarse por no
morir? Contigo, no con Fanio, hablaba Marcial cuando dijo:
«Matóse Fanio al huir
De su enemigo el rigor:
Pregunto yo: ¿no es furor
Matarse por no morir?»
De su enemigo el rigor:
Pregunto yo: ¿no es furor
Matarse por no morir?»
Desquitéme de un español con otro. Admírame que admirando
nuestro Séneca en su Epicuro la valentía con que llamó bienaventurado día suyo
el que moría combatido de incomparables dolores de la vejiga y de los
intestinos llagados, aconsejase la muerte violenta y desesperada por no
padecerlos.
Y es de advertir que no porque Séneca tenga opinión de que es
licito darse la muerte, es opinión estoica; no lo es sino de un Estoico.
Oigamos a nuestro Epicteto: «Hombres,
sufrid; aguardad a Dios, hasta que él os llame y os desate de este ministerio:
entonces volved a él; ahora padeced con ánimo igual, y vivid esta región en que
os puso, porque de verdad es corto el tiempo de esta habitación, y fácil y no
pesada a los que así lo sienten.» Por ser palabras éstas tan enriquecidas
de verdad y tan piadosas, que pudiera haberlas dicho varón cristiano, se leen
en favor de ellas y en acusación de los Estoicos, que dijeron las contrarias.
Esta sutil es acusación de San Agustín, de
Civ., XIX, capítulo IV: «Yo me admiro
con qué vergüenza afirman que no hay males, diciendo que si fueran tantos que
el sabio no los pueda sufrir, o no los deba tolerar, que puede darse muerte y
sacarse de esta vida.»
Débame la doctrina estoica que la defienda de la fealdad de
este error, en que algunos Estoicos se culparon.
En muchas cosas, con palabras enojadas juntamente, acusó a los
Estoicos e hizo burla de sus doctrinas el gran Plutarco, siendo así que todos
sus opúsculos morales son estoicos. Escribió un libro que intituló: De las comunes noticias contra los Estoicos:
en algo, como hombre, había de pecar el juicio de Plutarco, y si pecó fue en
esta parte; persuádome que todo lo que escribió contra los Estoicos fue
dictamen del humor y no del seso. No se podía contradecir a Plutarco, sino por
defender la doctrina estoica; es disculpa de mi atrevimiento la inocencia del
culpado, a quien, no sólo en el libro citado impugna, sino en otros dos; tiene
el uno por título: Compendio del
comentario en que se muestra que los Estoicos escriben cosas más absurdas que
los poetas; y el otro: De las
repugnancias de los Estoicos. Los encarecimientos y las demasías, señas son
de enojo, no de igualdad. Aunque no falta razón para responder a estos tres
libros, me falta tiempo y lugar en esta prefación. Satisfaré al mayor ímpetu,
en que Plutarco quiere probar que los Estoicos escriben cosas más absurdas que
los poetas. Tales son sus palabras, y a cada una seguirá con asistencia de
triaca mi respuesta: El sabio estoico
cerrado no está detenido. No su mejor parte, porque la cárcel cierra el
cuerpo, no la mente, no el juicio, no el buen propósito, no los pasos del
entendimiento, no los actos de la voluntad libre en las prisiones. Ningún
tirano ha podido inventar cárcel para las potencias del alma, ni sus crueldades
han sabido pasar de los sentidos; no pasa del cuerpo su poderío. Despeñado no padece violencia. No la
padece el sabio sino en su cuerpo: si muere despeñado, no la padece el sabio,
sino su vida. No llama violencia el sabio que le despeñen, porque sabe cuán
fácil es despeñarse él mismo, y que son muchos los que se han despeñado por
donde subían alegres, por donde bajaban cuidadosos, por donde andaban seguros;
sabe que el golpe le da la vida que se había de acabar sin golpe, que el alma
no se despeña si no peca. Quien ayuda al que va cayendo a que caiga, y al que
se muere a que muera, ¿cómo le puede hacer violencia si le ayuda? Si le pudo
tener, si le pudo remediar y no lo quiso, más mostró flaqueza en lo que dejó de
hacer que fuerza en lo que hizo. El sabio más quiere morir digno de vivir, que morir
indigno de la vida. El sabio con la sombra del cuerpo defiende la luz del alma,
entretiene con la tierra y el polvo las venganzas del tirano, con la ceniza que
le satisface le engaña. En los tormentos
no padece. No, porque los tormentos y los tiranos padecen a quien los
sufre. Si pudiera, hablando como Plutarco, referir cuántos mayores tormentos
padecieron los tiranos en la constancia de los mártires que los mártires en los
tormentos, el divino español San Lorenzo convenciera esta oposición. El santo ardía
en las parrillas, diciendo: «Tirano, vuélveme desotro lado, que ya está asado
éste»; y al tirano le servían estas palabras de parrillas. Mas, pues, no me es
lícito retraer mi respuesta al sagrado de la Iglesia, acordaré a Plutarco de
Anaxágoras, que haciéndole Nicocreonte majar vivo con martillos de hierro,
martillaba él a Nicocreonte con decirle: «Maja, maja el costalillo, que
Anaxágoras está donde no puede quebrantarle tu mano.» ¿Qué mejor respuesta que
la que se ve? Aquí está el sabio en tormentos, y no padece; aquí padece el
tirano que atormenta. Cristo nuestro Señor Dios y hombre verdadero, dijo: «No
temáis a los que sólo pueden matar el cuerpo.» ¿Quién negará que Anaxarco
obedeció lo que no había oído (bien sin fe verdadera), y que Plutarco duda de
lo que ve, y contradice la verdad que sabe? Si
le abrasan, no se quema. No se quema el sabio que arde, quémase el vestido
de su vida en el cuerpo, que no se puede negar es parte del hombre. Los tiranos
queman la estatua de lo que no pueden quemar. Blasón mentiroso es suyo decir: queman, al que queman la estatua: contra
los sabios y los buenos no pasa, digámoslo así, de la estatua su poder; a él no
alcanza el fuego; está más allá de las iras de los hombres; aquel sólo pasa su
castigo y sus hogueras más allá del cuerpo, que puede quemar las almas. Queman
la parte terrestre del sabio, no al sabio. Aunque es entretenido, es a
propósito lo que dijo un caballero francés, en tiempo del gran Enrique: huyóse
por graves delitos de Turín; pasó los Alpes en las mayores nieves del invierno;
supo después que le habían quemado en estatua el propio día que pasó los hielos
de los Alpes, y dijo: «En mi vida he
tenido más frío que el día que me quemaron.» Esto que dice de su estatua
con verdad el delincuente, dice con más verdad de su cuerpo el sabio, y con
gloriosa victoria triunfando el mártir de Cristo. Derribado en la lucha, caí invencible. No lucha el sabio, en sale
al certamen, no desciende en la estacada; así lo dice Epicteto, que el sabio
será invencible si no lucha ni pelea. Nadie vence sino al que se le opone; el
sabio no se opone sino a los vicios y malos afectos: si le vencen, no es sabio;
si los vence, es invencible. Rodeado de
municiones, no está cercado. No, por la propia razón que estando preso
probé que no estaba detenido; está cercado su cuerpo, que es la cerca más
apretada que tiene el sabio, y pues, rodeado del cuerpo, no está cercado en el
alma en sus operaciones voluntarias, menos lo estará en las municiones. Si le
venden los enemigos, no puede ser esclavo. No, porque los enemigos venden el
cuerpo, que es esclavo del sabio; no el sabio, que ni puede ser vendido ni
esclavo. El sabio sólo es esclavo si sirve al cuerpo; si se sirve del cuerpo,
siempre es libre; en el cautiverio reina. Por esto los enemigos venden el
esclavo del sabio, no al sabio. Al
discípulo que de la escuela estoica aprende virtud, le es lícito decir:
Desea lo que quisieres
Que todo lo alcanzarás
Que todo lo alcanzarás
A estas palabras no respondo yo, porque Epicteto las desmiente
en su Manual, cap. XIII: «No desees que lo que se hiciere se haga a tu
voluntad; antes si eres sabio, has de querer que las cosas se hagan como se
hacen.» Expresamente enseña lo contrario de lo que le impone Plutarco. Él
dice que el Estoico desee lo que quisiere y lo alcanzará todo. El Estoico dice
que no ha de desear que alguna cosa se haga a su voluntad, sino acomodar su
voluntad a cualquiera cosa que se haga. A mí me tocó mostrar en esta parte a
Plutarco falto de razón, y a los Estoicos mostrarles falto de verdad. La virtud los da riqueza, los adquiere
reinos, los granjea la fortuna, los hace dichosos, abundantes de todo, todos de
sí suficientes, aunque no tengan ni una moneda de patrimonio. Esta ironía
de Plutarco hace verdad a su pesar la virtud a quien atribuye en el Estoico
estas riquezas, este reino, esta felicidad, esta abundancia. ¿Quién negará que
sola puede la virtud dar estas cosas, sino quien ignora la opulencia de la
virtud? No niego que todas estas cosas mismas aparentemente las reciben los
malos de los delitos y de otros peores, y que se gastan más veces en precio de
maldades que en premio de méritos; mas estos bienes en la mano injusta que los
da pierden la naturaleza, y en la codicia que los recibe el uso. A los peces
igualmente los da alimento la mano que se le arroja porque se sustenten, y la
que se le ofrece disimulando el anzuelo para pescarlos; del uno tragan muerte,
del otro alimento. El pecado y el delito dan riquezas, reinos, felicidad y
abundancia: con anzuelo pescan y no dan. La virtud sola las da sin cautela y engaño.
Si la justicia las debe solamente a la virtud, ¿por qué se persuade Plutarco
que será tramposa con la virtud la justicia, y que no hará lo que debe hacer la
que castiga en todos el no hacer lo que deben? No me hubiera atrevido a
contradecir a Plutarco, si me hubiera podido atrever a culpar en esta parte a
los Estoicos.
El instituto de esta secta fue de apatía o insensibilidad,
excluyendo totalmente el padecer afectos: esta totalidad la condenaron los
Pitagóricos y los Peripatéticos. De los menos antiguos, Lactancio, libro VI: «Furiosos son los Estoicos que no templan los
afectos, sino los quitan, y quieren en alguna manera castrar al hombre de cosas
propias en su naturaleza.» San Jerónimo contra los Pelagianos, libro I: «Según los Estoicos, se ha de carecer de
afectos para la perfección; según los Peripatéticos, esto es difícil e
imposible, y a esta opinión favorece toda la autoridad de la Sagrada Escritura.»
El propio santo doctor de la Iglesia, que autoriza con la Sagrada Escritura la
opinión de los Peripatéticos, desautoriza la de los Estoicos en la apatía, y la
condena herética con el séquito de los Pelagianos: «Todos los afectos se pueden quitar, y todas sus fibras de Pitágoras y
de Zenón lo aprendieron los Pelagianos.» Julio Lipsio, varón doctísimo, en
su Manuducción a los Estoicos, dice
que confiesa que lo aprendieron de Zenón; empero se admira que el Santo dijese
que lo aprendieron de Pitágoras, sentido lo contrario, como constantemente lo
prueba Lipsio. Yo quisiera que a Lipsio le asistiera para con el santísimo y
doctísimo Padre aquella piedad con que por no confesar yerros en Plauto, ni en
Marcial, ni en Varrón, y universalmente en todos los autores profanos,
enmendaba, restituía lo que disonaba, pues era mucho más justo presumir y
consentir yerro en todos ellos que en San Jerónimo, y más en cosa que no pudo
ignorar. Agradezco a Lipsio el haberme dejado esta enmienda, cuanto le acuso el
haberla dejado error. Son forzosas las palabras latinas del Santo: «Omnes affectus tolli posse, omnesque eorum fibras,
à Pythagora, et Zenone, Pelagianus hausisse.» Es enmienda que en el yerro
tiene de sí tantas señas como letras, pues en Pythagora están con su ortografía
todas las de Apathia invertidas, y en el amanuense o impresores tuvo ocasión al
ver las letras formales de Pythagoras en Apathia, y no conocer su figuración
por ser griega, y parecerles que tratando de filósofos era voz confín a
Pythagoras, y que no había filósofo de aquel nombre; hace forzosa esta enmienda
el ser allí forzosa esta palabra Apathia,
por ser la formal ocasión del error. Santo Tomás, doctor angélico, y con él
todos, condenan esta insensibilidad católicamente, sin que pueda ser lícita
alguna respuesta. Yo, para mostrar que no se me ha causado la afición con los
Estoicos, confesando ser hoy herejía afirmarlo, y error en la antigüedad, como
lo prueban todos, me esforzaré a interpretarlos. Ellos dicen que no se han de
sentir algunos afectos, y esto enseñan y esto mandan. Persuádome que algunos,
por la palabra sentir, entendieron
dejar vencer de los afectos, puesto que de sentirlos nacen las virtudes, como
la clemencia, piedad y conmiseración, y de vencerse de ellos procede la
pusilanimidad para poder producir las virtudes. No es cortesía descaminada
entender bien lo que dijeron algunos de aquellos que encaminaron todas sus
acciones al bien; muchas cosas los debemos, débannos una.
Su descendencia y genealogía empieza en el origen de los
Cínicos, en Zenón; prosigue en Cleantes, Crisipo, Zenón Sidonio, Diógenes,
llamado Babilónico; Antípatro, Panecio, Posidonio, Perseo, Erillo,
Aristodechio, Atenodoro, Esfero, Zenodoro, Apolonio, Asclepiodoro, Archidemo o
Arched, y Soción. A la doctrina estoica añade la fuente de las ciencias Homero;
Séneca, siendo Estoico, los negó esta honra y principio en la epístola 88, y
con las propias razones que se le niega, se le debe conceder; no fue en Séneca
envidia culpable, fue severidad celosa. Sócrates no fue Estoico; empero la
doctrina estoica fue de Sócrates: lo propio digo de Sófocles y Demóstenes, de
ninguno con más razón que de Sófocles. Filón se confiesa Estoico con el libro Todo sabio es libre. Platón no se puede
negar que fue Estoico, si lo profesan sus obras. Entre los Romanos lo fueron
los Tuberones, los Catones, los Varrones, Traseas, Peto, Helvidio Prisco,
Rubelio, Plauto, Plinio, y Tácito, y Marco Antonio, emperador, y todos los que
Sexto Empírico cuenta. Fue Estoico Virgilio, y siguió la Apathia, como
expresamente lo enseña en el segundo libro de las Geórgicas: «Neque illi, aut
doluit miserans inopem, aut invidit habenti.» Hubo algunos cristianos en la
antigüedad que sintieron bien de los Estoicos; de éstos fue Arnobio, y más
afecto Tertuliano, y el grande Panteno, doctor de Alejandría en las cosas
sagradas. Dícelo San Jerónimo: «Panteno, filósofo de la secta Estoica, fue
enviado a la India por la grande gloria de su erudición, a predicar a Cristo a
los Brahmanes, y a los filósofos de aquellas gentes.» Autorizó la doctrina
Estoica Clemente Alejandrino, como se conoce leyendo sus admirables escritos.
San Jerónimo sobre Isaías, cap. XX, los califica con estas palabras: «Los Estoicos en muchas cosas concuerdan con
nuestra doctrina.» Lipsio añade para lustre en nuestros tiempos de los
Estoicos a San Carlos Borromeo, si bien fue más que Estoico, pues no cabe en la
doctrina suya lo que cupo en su santidad cristiana. Yo añado al beato Francisco
de Sales, pues en su introducción a la Vida
devota, expresamente incluye el Manual
de Epicteto, como se conoce en los capítulos de la humildad. Añado a Justo
Lipsio: fue cristiano Estoico, fue defensor de los Estoicos, fue maestro de
esta doctrina. El doctor Francisco Sánchez de las Brozas, blasón de España en
la Universidad de Salamanca, se precia de Estoico; en el comento que hizo al
cap. VI de Epicteto, él lo dijo. Yo no me atrevo a referir sus palabras; yo no
tengo suficiencia de Estoico, mas tengo afición a los Estoicos: hame asistido
su doctrina por guía en las dudas, por consuelo en los trabajos, por defensa en
las persecuciones, que tanta parte han poseído de mi vida. Yo he tenido su
doctrina por estudio continuo; no sé si ella ha tenido en mí buen estudiante.
Resta la defensa de Epicuro: no la hago yo; refiero lo que
hicieron hombres grandes, ni en este caso es mi caridad la primera con este
nombre. Arnaudo, en su libro que llama Juegos, la imprimió, mas dejando
lugar a que yo no perdiese el tiempo en ésta.
No es culpa de los modernos tener a Epicuro por glotón, y
hacerle proverbio de la embriaguez y deshonesta lascivia; lo mismo precedió en
la común opinión a Séneca: execrable maldad fue en los primeros, que le
hicieron proverbio vil para los que les siguieron necesariamente después; la
infamia ajena más fácilmente se cree que se dice, y peor, pues siempre se
añade. Diógenes Laercio dice que Diotimo, Estoico, de envidia fingió muchos
escritos torpes y blasfemos, y le achacó otros a Epicuro, y los publicó para
difamarle y desacreditar la escuela. Pocos hay en murmurar de otro, que no les
parezca poco lo que oyen y verdad lo que creen. Esto sucedió a Epicuro con los
demás filósofos, con la intervención de las ruindades de la envidia. Epicuro
puso la felicidad en el deleite, y el deleite en la virtud, doctrina tan
estoica, que el carecer de este nombre no la desconoce; desembarazó la atención
de sus discípulos, como de trastos, de la dialéctica sofística, de la cual
habló sola, porque la lógica en lo escolástico es grande y valiente, parte de
la teología; y el condenar la dialéctica (entiéndese sofística) en que fundaban
su mayor pompa los otros filósofos, fue ocasión de aborrecer y difamar a
Epicuro. Con felicísimo estilo le defiende el primer fragmento de Petronio
Arbitro; mucho pierde quien me obliga a traducir sus palabras: estas cosas
fueran tolerables, si hicieran lugar a quien se encamina a la elocuencia: ahora
con la hinchazón de las cosas y el vanísimo rumor de las sentencias, sólo
aprovechan para que cuando vengan a la corte sospechen que han sido llevados a
otro orbe de la tierra; por esto me persuado que los muchachos se hacen
ignorantísimos en las escuelas, pues ninguna cosa de las que no son en uso,
oyen ni ven.
Poco es para esta defensa voz elegante; oigamos voz elegante,
doctísima y sagrada. San Jerónimo sobre la epístola de San Pablo a Tito: «Los
Dialécticos, de quienes Aristóteles es príncipe, suelen tender redes de
argumentos y concluir la vaga libertad de la retórica en las zarzas de los
silogismos: si esto hacen aquellos de quienes la contención es arte propia,
¿qué debe hacer el cristiano, sino huir la contienda?» San Ambrosio en el Exameron:
«De la manera que el agua (como dicen) puede estar sobre el orbe, revolviéndose
el orbe; tal es la astucia dialéctica. Dame cosa a que te pueda responder,
porque si no me la das, no responderé palabra.» San Agustín contra Cresconio,
gramático: «Esta arte que llaman dialéctica, la cual no hace otra cosa sino
demostrar con la conclusión, o la verdad a las verdades, o la mentira a las
mentiras.» San Ambrosio, de Fide ad Tratianum: «Los herejes fundan toda
la fuerza de su veneno en la arte dialéctica, la cual, por sentencia de los
filósofos, se define arte que no tiene fuerza de instruir los estudios, sino de
destruirlos.» No hubo otros filósofos sino los Epicúreos que dijesen que la
dialéctica destruía, y no instruía los estudios. Sígase, que pues Epicuro con
razón desechó la dialéctica sofística, y que con la verdad indignó contra si
todos los filósofos, que valiéndose de la palabra deleite, en que ponía
la felicidad, callando la virtud en que decía consistir el deleite, difamaron
al filósofo más sobrio y más severo. Que Epicuro dijese quo no había deleite
sin virtud, Séneca lo dice en el libro IV de Beneficios, cap. II: «La
virtud ministra los deleites; no hay deleite sin virtud.» El mismo, en el libro
de la Vida bienaventurada, cap. XII: «No se dan a la lujuria impelidos
de epicuros; antes entregados a los vicios abrigaron en los retiramientos de la
filosofía su lujuria, y acuden donde oigan alabar el deleite, ni buscan aquel
deleite de Epicuro: así lo siento por ser sobrio y seco.» Y en el cap. XIII: «De
verdad éste es mi parecer (diré a pesar de nuestro vulgo): Epicuro enseñó
doctrina santa y recta, y así te acercas triste.» Estas palabras por sí tienen
soberanía, dichas por nuestro Séneca, ¡cuan grande estimación solicitan a
Epicuro! ¡Cuán justa indignación contra los ignorantes que le difamaron, y
particularmente contra Leonides, autor de condenada memoria, por su libro, en
que llama a Epicuro Tersites de los filósofos; y estudiando en su mengua
oprobios que decir al gran filósofo, gasta su pluma en distraimientos de la
envidia. Este inútil escritor griego le trata con tal ignominia, cuando
Lucrecio en sus versos, consolando al hombre de que ha de morir, con referir
que murieron los príncipes y los sabios, por último encarecimiento del poder de
la muerte, dice:
Murió el mismo Epicuro fenecido
El curso de su vida, el que en ingenio
Todo el género humano aventajaba,
Como sol celestial a las estrellas
A todos los demás oscurecía.
El curso de su vida, el que en ingenio
Todo el género humano aventajaba,
Como sol celestial a las estrellas
A todos los demás oscurecía.
Mi Juvenal, que a mi juicio escribió la política en versos con
nombre de sátiras (no sin cuidado), pues este género de filosofía más necesita
de lo sátiro que de lo comendable, porque más veces está el bien en lo que se
deja de hacer que en lo que se hace, reprendiendo los glotones y desordenados,
pone por ejemplo de los sobrios y abstinentes en todo rigor a Epicuro, sátira
13:
Y quien ni lee los Cínicos, ni estudia
Dogmas de los Estoicos, que difieren
Solamente en la capa de los Cínicos,
Ni a Epicuro contenta con legumbres
Del huerto pobre.
Dogmas de los Estoicos, que difieren
Solamente en la capa de los Cínicos,
Ni a Epicuro contenta con legumbres
Del huerto pobre.
Y en la sátira 14:
Si me pregunta alguno la medida
Del censo que será bastante, digo
Que cuanto pide hambre, sed y frío,
Y cuanto a ti, Epicuro, te bastaba
En los huertos pequeños.
Del censo que será bastante, digo
Que cuanto pide hambre, sed y frío,
Y cuanto a ti, Epicuro, te bastaba
En los huertos pequeños.
Constante cosa es que se sustentaba el Epicuro de agua y
hierbas. En una carta suya que cita Laercio, dice que pan y agua le sustenta, y
pide un poco de queso para regalarse. Plinio dice fue el primero que introdujo
huertos en la ciudad. Séneca habla de Epicuro con suma veneración, y se alaba
de que no habla de él como el inútil y rabioso Cleomedes, libro de la Vida
bienaventurada, cap. XIV: «Yo no digo lo que muchos de los nuestros, que la
secta de Epicuro es maestra de maldades; empero digo: mal nombre tiene,
infamada está, mas sin razón.» Sabía Séneca lo que Diógenes Laercio refiere en
la vida de Epicuro, con estas palabras: «Diótimo Estoico, por aborrecimiento
que le tenía, le difamó cruelmente publicando por de Epicuro quinientas cartas
lascivas y deshonestas, y achacándole las que andan con nombre de Crisipo.» En
todo tiempo ha habido hombres infames que han tenido en más precio infamar a
los famosos, que hacerse famosos siendo infames; en Epicuro ya lo hemos visto;
en Homero ya se vio en Zoilo, que hubiera sido el más vil ignorante si Julio
Escalígero siguiéndole, y a Escalígero otros abominables idiotas, no hubieran
excedido su afrenta. ¡Oh postrera impiedad! Hacer en Epicuro proverbio de los
vicios, las virtudes; de la deshonestidad, al continente; de la gula, al
abstinente; de la embriaguez, al sobrio; de los placeres reprensibles, al
tristemente retirado en estudio, ocupado en honesta enseñanza. Muchos hombres
doctos, muchos padres cristianos y santos le nombraron con esta nota, no porque
Epicuro fue deshonesto y vicioso, sólo porque le hallaron común proverbio de
vicio y deshonestidad: en ellos no fue ignorancia, fue gravamen a la culpa que
tenían los que con sus imposturas le introdujeron en hablilla. Séneca, cuyas
palabras todos los hombres grandes reparten por joyas en sus escritos, repartió
en las suyas las de Epicuro, donde se leen con blasón las estrellas. Cicerón
llamó al libro que se intitula Canon entre las obras de Epicuro, libro
que cayó del cielo. Escribió tantos libros, que dice Laercio fueron
infinitos, y que excedió en el número a todos los filósofos; los títulos de
todos son útiles, son decentes, son, como es lícito decir en un gentil, santos:
entre otros, escribió el libro de Apetencia y fuga, que es toda la
doctrina estoica que Epicteto abrevió en las dos palabras Sustine et abstine.
Esto movió a Séneca en el libro de la Vida Bienaventurada, cap. XXX, a
decir: «En esto difieren dos sectas, la Epicúrea y la Estoica, mas cualquiera
encamina al ocio por diferente camino. Dice Epicuro: el sabio no se llegará a
la República sino cuando interviniere causa. Zenón dice: llegaráse a la
República el sabio si no se lo impidiere alguna cosa: el uno apreció el
propósito; el otro la causa.» Igualmente se apiadaron del sabio Zenón y Epicuro
en dificultarle los cargos políticos; parece que no puede admitirlos sin
aventurarse; puestos son más apetecidos del asunto que del sabio. Más frecuente
es Epicuro en las obras de Séneca, que Sócrates y Platón, y Aristóteles y
Zenón. Él aprecia mucho de hacerlo, y da la razón en la epístola VIII: «Puede
ser que me preguntes por qué de Epicuro refiero tantas cosas bien dichas, y no
de los nuestros. ¿Por qué razón juzgas que estas voces son de Epicuro, y no
públicas? Muchos poetas dicen lo que dijeron los filósofos o debieron decir.»
Por esto en veinte epístolas Séneca le cita todas las veces que necesita de
socorro en las materias morales que escribe: dice en la VII: «A Metrodoro, a
Erimacho, a Polieno, varones grandes, no los aprovechó la escuela de Epicuro,
sino el trato.» Calificaba alabanza de la vida de Epicuro, aprovechar más con
el ejemplo que con la doctrina. En la IX refiere que dijo Epicuro: «Si a alguno
no le parece bastante lo que posee, aunque sea de todo el mundo señor, es
miserable.» ¿Quién puede ser sabio que no diga estas palabras? ¿Quién bueno que
no las obre? En la XII dice que Epicuro dijo: «¿Qué tienes tú que
embarazarte con lo ajeno? Lo que es verdad es mío, perseveraré en introducirte
a Epicuro.» Al que Séneca quiere aprovechar con Epicuro le asiste. En la
XIII: «¿Qué cosa hay más vergonzosa que el viejo que empieza a vivir? No
añadiera el autor de esta sentencia si no fuera retirada entre los dichos de
Epicuro, los cuales yo me precio de alabar y apropiarme.» ¡Oh grande Séneca,
que te precias de lo que te aprovechas, que nombras al autor ignorado de la
sentencia que te ilustra! Eres lo que se ve raras veces, fiel y docto. En la
XVIII: «Tenía ciertos días señalados aquel maestro del deleite, Epicuro, en que
escasamente satisfacía la hambre, para ver si faltaba algo del gusto consumado
y lleno, y cuánto, y si era digna la falta de ser recompensada con grande
trabajo: no gastaba un dinero cabal todo el sustento de Metrodoro, que no había
arribado a tanta perfección.» Esta acción más facciones tiene de ayuno que de
glotonería: más muestran a Epicuro y a Metrodoro penitentes que bacanales. En
la epístola XIX: «Según lo pide el discurso nos hemos de valer de Epicuro, que
dice: antes debes considerar con quién comes y bebes, que no lo que comes y
bebes.» Primero quiere se aseguren las costumbres en la compañía, que
satisfacer el apetito en la mesa. Epístola XXI: «¿Referiré el ejemplo de
Epicuro escribiendo a Idomeneo, y queriéndole reducir al cambio ancho (así lo
leo yo, no vida, ni vía especiosa, sino espaciosa) a la gloria fiel y
permanente, siendo rígido ministro del poder, y ocupado en grandes negocios.
Díjole: si eres ambicioso de gloria, más fama te darán mis cartas, que todas
estas cosas que reverencias, y por que te reverencian. ¿Acaso mintió'? ¿Quién
conociera a Idomeneo, si Epicuro con sus cartas no le hubiera ilustrado? Todos
aquellos grandes magistrados y sátrapas, y el propio rey, de quien el titulo de
Idomeneo se derivaba, alto olvido los sepulta.» Poderosa virtud, que con una
carta reduce un tirano de la licencia del poder a la gloria segura de la
virtud, y con una cláusula en que le nombra, le da la memoria que no pudo
guardar del olvido su mismo príncipe. En la propia epístola: «A este Epicuro
escribió aquella notable sentencia, con la cual le aconseja a Pythoclea no le
enriquezca por el público y dudoso camino. Si quieres, dijo, enriquecer a
Pythoclea, no le has de añadir dinero, sino quitarle la codicia.» ¡0h alma
grande y generosamente docta, fecunda de partos tan felices! ¿Cuál seso humano
sin luz de fe, encaminó al espíritu riqueza tan decente? Bien admiró nuestro
Séneca estas palabras, pues consecutivamente dijo: «Tan clara es esta
sentencia, que no necesita intérprete; tan docta, que no ha menester esfuerzo.»
Y más abajo pocos renglones, bien a propósito de Cleomedes, y otras lechuzas
ciegas de esta luz de Epicuro, dice Séneca: «Por eso de mejor voluntad refiero
las admirables sentencias de Epicuro; porque aquellos que a su nombre disfamado
se acogen llevados de mala esperanza, imaginando hallar rebozo de sus maldades,
experimenten que en cualquier parte que se acogieren han de vivir bien.» Con este
propio fin refiero todas las palabras de Epicuro, con el mismo le defiendo,
deseo que nadie halle acogida en hombre tan admirable para su desenvoltura,
rescato de poder de los vicios el talento admirable que se debe a los virtudes.
No pudo ser tan eminente varón secuaz de las abominaciones; no lo fue, fue su
reprensión, fue su desengaño. En la XXIII pudo responderte con la voz de tu
Epicuro, y calificar esta carta: «Molesto es empezar siempre la vida, o si de
esta manera se declara más este sentir; mal vive quien siempre empieza a
vivir.» Esta voz no pudo salir por garganta frecuentada de ahítos y
embriagueces, no pudo ser paso de oráculos y de glotonerías. Quien decía que
vivía mal, quien siempre empezaba a vivir, no podía vivir como quien no piensa
morirse. En la XXIV reprende Epicuro no menos aquellos que desean la muerte,
que a los que la temen: «Qué cosa tan ridícula como apetecer la muerte, cuando
con el miedo de la muerte inquietas tu vida.» En pocas palabras condena con
suma elegancia Epicuro la opinión de algunos estoicos que referiremos,
afirmando que el sabio puede y debe darse la muerte. Olvidóse Séneca que le
citaba contra sí: no empero es falta de memoria, antes sobra de ingenuidad. No
rehusó citar la verdad contra sí. En afirmar que se debía dar muerte el sabio,
se mostró estoico, y en contradecirse, buen estoico. ¡Oh grande Séneca! Cuán
felizmente sabes acertar, aun cuando te contradices. En la XXV: «Agua y pan
desea la naturaleza, nadie es pobre de esto: pues quien en estas cosas descansó
su deseo, puede competir en felicidad con Jove, como dice Epicuro, de quien
alguna voz mezclaré en esta carta, de tal manera (dice) haz todas las cosas,
como si alguno te viese.» Y pocos renglones mas abajo: «Lo mismo aconseja
Epicuro. Entonces principalmente te retira a ti mismo, cuando eres forzado a
estar en la multitud.» Estando sólo conocía Epicuro que eran testigos de sus
acciones su conciencia dentro de él, y sobre él Dios; quería que el hombre
obrase a solas como si fuera espectáculo de todos. Aconsejaba por más
importante soledad la que se tenía en los propios concursos. Ninguno dijo
primero que Epicuro que el mejor solitario era el que sabía estar solo entre la
gente. En la XLVI, tratando de un libro que le envió Lucilo, y alabándole
encarecidamente dice: Quam dissertus fuerit ex hoc intelligas, licet levis
mihi visus est, cum esset nec mei, nec tui temporis, sed qui primo
aspectu, aut Titi Livii, aut Epicuri posset videri. He trasladado las
palabras latinas, porque como reconocerá el docto que tiene ingenio, están
erradas, yo las leo y restituyo así; Brevis mihi visus est, nec esse mei,
nec tui temporis: lo que confirma el sed, que con relación
comparativa le juzga por digno de Tito Livio, o de Epicuro: Levis mihi visus
est, Ieí brevis; que la mayor señal de que en libro es bueno, es que
parezca breve, y el error fue fácil. Esta es la versión del lugar, como lo he
leído. «De esto podrás entender cuán docto me pareció tu libro, parecióme
breve, que no era de tu tiempo, ni del mío, sino que a la primera vista podía
parecer de Tito Livio, o de Epicuro.» Bien encarecido queda el alto espíritu de
Lucilo, de donde se conoce lo sublime del estilo de Epicuro, pues porque
creyese la oración, le nombra Séneca después de Livio. En la LIV dice Epicuro:
«Hay algunos que se encaminan a la verdad sin socorro de otro, de si hicieron
camino para sí; éstos alaba sumamente, a los cuales asistió su propia
inclinación, que ellos mismos se aventajaron; otros necesitan de ayuda ajena,
que no fueran a la verdad, si alguno no les precediera; empero siguen bien: de
éstos, dice, es Metrodoro.» No gasta Epicuro palabras en otros sujetos, que en
la virtud, en el virtuoso y en la verdad. En el LXVII: «Daréte en Epicuro
división de los bienes, semejante a la nuestra. En su opinión hay algunos
bienes que él deseara tener, como la quietud del cuerpo, libre de toda
incomodidad, la remisión del ánimo, contento con la contemplación de sus
bienes. Otros hay, que si bien no los desea, los alaba y aprueba, como la falta
de salud, que ya dije, y la molestia de gravísimos dolores y enfermedades, en
la cual estuvo Epicuro, aquel día suyo postrero fortunadísimo: dice que padecía
de la vejiga y úlceras del vientre, dolores que no podían aumentarse, y con
todo llama bienaventurado aquel día.» Reconoce Séneca a Epicuro por estoico en
la división de los bienes: yo le reconozco por el mejor estoico en la
tolerancia de los últimos dolores. Quien de todos los días que vivió llamó sólo
bienaventurado aquel en que combatido de excesivos dolores moría, ¿cómo fue
creíble que tenía por bienaventuranza los desórdenes del vientre? El grande
Epicuro, ni despreció la muerte, ni la temió, ni los dolores se la hicieron
desear, ni aborrecer. Hizo lo que dijo, murió como decía que se había de morir,
vivió para poder morir, como lo dijo. Epístola XCIII: «¿Acaso no te parece
igualmente increíble, que quien está padeciendo sumos tormentos diga soy
bienaventurado? Y con todo, esta voz se oyó en la misma oficina de los
deleites: Bienaventurado es este día en que espiro, dijo Epicuro, cuando las
úlceras de los intestinos y el dolor insuperable de la orina le atormentaban.»
Repetir Séneca cuatro veces esta acción y palabras de Epicuro en sus epístolas,
no es proligidad, sino admiración. No es pobreza de noticia de otro ejemplo, es
pobreza de otro ejemplo, en otro que Epicuro. Verdad es que es decir una misma
cosa, más algo más trae, cuanto se repite más. No se contenta Séneca con
decirlo, vuélvelo a decir para persuadirlo. Muchas veces se ha de decir la
cosa, que pocos hacen alguna vez, y que todos deben hacer muchas. En el libro
de la pobreza a Lucio, por empezarle Séneca con majestad, dice: «Dice Epicuro
que es honesta cosa la pobreza alegre.» ¿Qué cosa pudo decir más honesta
Epicuro, ni se pudo oír con mayor alegría? En otros muchos lugares cita Séneca
a Epicuro, que dejo por no crecer en libro este cuaderno, donde lo que Diógenes
Laercio, Séneca, Petronio y Juvenal dijeron de Epicuro muestra su grande
doctrina, su encarecida virtud, su alta elocuencia, su rica pobreza, su abstinencia
y su constancia, y juntamente la causa de que los otros filósofos le
envidiasen, hasta fingir obras deshonestas e infames, y publicarlas por de
Epicuro. Grande es esta defensa donde bastaba nombrar a Séneca; empero mayor es
el haber yo referido lo que él enseñó y dijo, como Séneca lo cita. Dará fin a
esta defensa la autoridad del Sr. de Montaña, en su libro, que en francés
escribió, y se intitula Essais ó Discursos, libro tan grande, que quien
por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plutarco y a Séneca. En
el cap. II de le crueldad, lib. II: «Parece que el nombre de la virtud
presupone dificultad y contraste, y que no se puede ejercitar sin padecer.
¿Esto acaso puede ser causa por la cual nosotros llamamos a Dios bueno, fuerte,
liberal, justo? Empero nosotros no le llamamos virtuoso: sus operaciones son
todas puras y sin contraste. De los filósofos, no sólo los estoicos, sino los
epicúreos, y a éstos yo les defiendo de la opinión común, que es falsa, no
obstante aquel mote sutil, de quien le dijo, eran infinitos los que pasaban de
su escuela a la de Epicuro y ninguno al contrario. Yo creo bien, que de los
gallos se hacen muchos capones, más de los capones nunca se hizo un gallo;
porque a la verdad, en firmeza y rigor de opiniones y preceptos, la secta
epicúrea no cede en ninguna manera a la estoica.» Y en el propio libro, cap. X
de los libros: «Plutarco tiene las opiniones platónicas, dulces y acomodadas a
la compañía civil: el otro las tiene estoicas y epicúreas, más apartadas del
uso común, según mi parecer, más acomodadas en particular, y más firmes.»
Cicerón, De natura deorum, libro I, manda que Epicuro sea tenido en
reverencia; éstas son sus palabras: «El solo vio primero que hay dioses, cuya
razón, fuerza y utilidad, recibimos de aquel libro suyo celestial, De la
regla y del juicio.» Y en el primero de las Cuestiones tusculanas,
dijo: «No sólo de los epicúreos, a los cuales yo no desprecio, antes, no sé por
qué, del hombre docto son despreciados.» Severo el Sr. de Montaña, juzga que en
lo verdadero, rígido y robusto no cede la doctrina de Epicuro a la estoica: no
dice que la excede, no, porque no es verdad, sino porque no era fácil de
creerse; dice que Plutarco era platónico, cuyas opiniones son opuestas a las
estoicas y epicúreas; esto es, descubrir la causa, porque tan esclarecido varón
como Plutarco, vencido de la pasión de su secta, contradijo con tanta pasión la
estoica.
He procurado desempeñarme de las promesas de esta introducción
previa a la doctrina estoica. La secta es fuera del común sentir, mejor diré,
contraria; los términos con que se declara son forasteros a los espíritus
vulgares, más altos de lo que puede percibir la oreja: por eso dijo Séneca,
XIII: «No hablo contigo en la lengua estoica, sino en otra más baja»; es lengua
no sólo diferente, sino extraña la de la verdad; es amarga, óyese, y en vez de
aprenderse se teme: en esta lengua escribió Epicteto, en esta escribió Epicuro,
no en la que le achacaron a la gula y embriaguez los que no conocieron su culpa
en no obedecerla. Difamáronle, los torpes filósofos idólatras. Admiróle Séneca,
admiróle: con él deshonra al grande cordobés, quien no lo creyere en esto,
quien no le siguiere. No soy quien le defiende, oficio para mí desigual; soy
quien junta su defensa, porque no pueda blasonar el vicio, que fue tan
admirable filósofo su secuaz. Errores tuvo Epicuro como gentil, no como bestia:
aquéllos le condenan los católicos; éstos le achacaron los envidiosos, y
después por hallarle ya común proverbio y único de los vicios, los doctos y los
santos le advirtieron por escándalo: San Crisólogo, sermón V: Epicuro se
tradunt, ultimo de sperationis et voluptatis autore. Comunmente se dice
negó la inmortalidad del alma; este error tan feo no se colige de su vida ni de
sus palabras, ni de llamar bienaventurado el día en que moría atormentado de
inmensos dolores: antes es confesión de lo contrario, según las señas que da el
Espíritu Santo, de los que no creen otra vida en el Libro de la Sabiduría. Las
señas de hombre sin Dios, son gozar de todos los placeres y gustos, porque no
creen otros; empero no gozar de ninguno y abstenerse de todos, y llamar
bienaventurado el día de la muerte, señas son de creer otra vida. Acúsanle de
que negó la Providencia divina: yo trato este punto en mi libro que intitulo: Historia
teologítica, política de la divina Providencia. Sea que erró en esto, mas
diga la causa el grande Padre Agustino, en su libro de Las ochenta y tres
cuestiones, donde prueba que la ceguedad de la mente no puede ver a Dios:
«De la manera que la vista de los ojos, si está enferma, juzga que no hay lo
que no ve, por demás la imagen presente asiste a los ojos cuando tienen
cataratas, así Dios, que en todas partes está, no puede ser visto de los ánimos
cuya mente está ciega.» Por esto no vio Epicuro a Dios y a su providencia;
porque su mente no alcanzó la vista, que a nosotros nos da la fe que
alcanzamos. Y, pues, por misericordia de Dios tenemos la luz que le faltó a él
y a todos los filósofos gentiles, estimemos lo que vieron, y no les acusemos lo
que dejaron de ver; cuando lo condenáremos no difamemos su memoria, sí
contradijéremos sus escritos. Oigamos por Epicuro a Eliano de varia historia,
lib. VI, en el título Epicuri sententia et fælicitas. Epicuro Gargecio
decía: «A quien poco no le basta, nada le basta.» El mismo decía que se
atrevería a competir de la felicidad con Júpiter, si tuviera agua y pan.
Habiendo tenido Epicuro este sentimiento, otra vez trataremos con qué intención
alabó el deleite.
Nada dejó por decir Eliano en defensa de Epicuro, y aunque no
declaró, como lo promete, de qué deleite hablaba, en Cicerón se lee
repetidamente, L, De natura Deorum: «Nosotros los epicúreos ponemos la
bienaventuranza de la vida en la paz del alma, y en carecer de todas las
dádivas.» Y en el tercero de las Tusculanas: «Niega Epicuro que se puede
vivir bien sin virtud. Niega que la fortuna tenga alguna fuerza en el sabio,
antepone la comida pobre a la espléndida. Niega que hay algún tiempo en que el
sabio no sea bienaventurado.» Y en el primero de Tusculanas: «Vienen no
sólo catervas de epicúreos, que contradicen, a los cuales no desprecio: más no
sé cómo cualquiera doctísimo lo desprecia.» Yo me admiro de lo que se admiró
Cicerón en el segundo De Finib. «Epicuro siempre dice que el sabio es
bienaventurado, tiene fin en las codicias, desprecia la muerte, siente sin
algún miedo la verdad de los dioses inmortales, no duda si será mejor salir así
de la vida: instruido con estas cosas, siempre está en deleite.» Y en el
segundo De Finibus: «Niega Epicuro (ésta es vuestra luz) que nadie pueda
vivir con deleite, que no viva honestamente.» Y en el tercero de las Tusculanas:
«No sin causa se atrevió a decir Epicuro, siempre goza de muchos bienes el
sabio, porque siempre está en deleite.» Y hablando Cicerón en la proposición
capital que acerca de la Providencia divina le acusan, dice en el tercero de
las Tusculanas: «Con verdad pronunció Epicuro aquella sentencia: Lo que
es eterno y bienaventurado, ni padece negocio ni le hace padecer.» Si esto ha
de ser verdad, es forzoso que se regule con la fe santa y católica, entendiendo
que Dios, aunque cuida de todo, él no padece cuidado ni ocupación de toda su
Providencia, que le embarace o sea molesta, achaques de los que los hombres
llaman negocios, cuidados y ocupaciones.
No ignoro que el propio Cicerón acusó a Epicuro en muchas
cosas, y le contradijo en muchas opiniones. Sucede a Cicerón contradecirse, así
lo dice Quintiliano, libro III, cap. XIII: paulum in his secum etiam Cicero
dissentit: mas con reverencia de tan grande varón, oso decir que Cicerón
fue muy interesado en sus opiniones, y que padeció en su defensa la terquedad
de causídico, que procuran por el precio, no sólo disculpar los delitos, sino
defender las virtudes y méritos. Y es cierto que en los libros de la filosofía
mostró Cicerón más su oficio que su seso: quien los leyere me disculpará con lo
que leyere, y verá son estas palabras menos de mi pluma que de la suya. En el
primero De natura Deorum, dice : «Y de verdad, no entiendo por qué razón
Epicuro quiso más decir que los dioses eran semejantes a los hombres, que decir
que los hombres eran semejantes a los dioses.»
Admírame que Cicerón ignorase cosa a que le puede responder
cualquier ignorante, como en mí lo verifico: fue la causa que como no se ve, ni
alcanza, ni puede comprender la naturaleza de Dios, y la del hombre se ve y
entiende por advertencia científica, declarar lo no conocido por lo conocido a
nuestro modo de entender, y lo contrario, era irracional axioma repetido.
Cristiano es: «Por las cosas que fueron hechas, se ven las cosas que se
entienden.» Enséñanos esto la Iglesia católica con la sagrada adoración de las
imágenes de Dios Padre, y del Espíritu Santo, y de las almas y ángeles,
pintándolas a semejanza de los hombres, para que nuestros sentidos sean capaces
de lo incomprensible, a nuestro modo de entender.
En otra parte dice Cicerón, se espanta que Homero quisiese más
pintar a los dioses como hombres, que a los hombres como dioses. Pues Cicerón
repite esta (a su parecer) advertencia; preciado estaba de ella, o empeñado en
acreditarla, cosa aun a su elegante persuasión difícil. Yo no califico a
Epicuro, refiero las calificaciones que hallo escritas de su doctrina y
costumbres, en los mayores hombres de la gentilidad; diligencia hecha primero
por Diógenes Laercio, por Eliano, por Séneca, por Cicerón, y en nuestros
tiempos por Arnaudo, en que yo que los junto soy el sexto, que no pudiendo
añadir autoridad a esta defensa, la añado un número. Dos cosas, empero, añado,
y pongo en consideración a los lectores: que Cicerón para impugnar en algunas
partes la doctrina que fue de Epicuro, se vale de lo que falsamente le
impusieron sus envidiosos con cartas fingidas. La otra que se lee
frecuentemente, que desterraron de diferentes repúblicas los Epicúreos, más
nunca a Epicuro: antes Cicerón dice que por veneración de su memoria se traía
su retrato en los dedos en anillos, y Laercio, que se le hicieron estatuas, y
se le señalaron fiestas. De esto, tengo por causa que Epicuro, para atraer
fáciles a los hombres a la virtud, la llamó deleite, nombre que hace más gente
en nuestra naturaleza que el de virtud y autoridad y filosofía. Los viciosos,
que fueron los Epicúreos desterrados, acudieron al nombre deleite, para
autorizar sus vicios y desautorizar a Epicuro. Lo que consiguieron, sin culpa
de los que le nombran proverbio de gula y deshonestidad; no de otra manera que
ha sucedido en nuestra España a Juan de la Encina, que, siendo un sacerdote
docto y ejemplarísimo, cuerdo y pío, como consta de sus obras impresas, en que
se leen muchas de seria erudición, a quien llevó en su compañía el
excelentísimo señor Marqués de Tarifa cuando fue en voto a visitar la Casa
Santa, que, no sólo le honró con su lado, sino imprimiendo en el libro que Su
Excelencia hizo de su viaje, el propio viaje escrito en verso por el mismo
sacerdote Juan de la Encina; sólo porque entre otras obras de versos suyos
imprimió un juguete que llamó Disparates, se ha quedado injustamente por
la tiranía del vulgo en proverbio de disparates, tan recibido, que para motejar
de necedades las de cualquiera, es el común y universal modo de decir, son
disparates de Juan de la Encina. A mi ver, es tan ajustado el caso, que se
pueden consolar el uno con el otro, y desengañar a todos del agravio, sin razón
de entrambos. Clemente Alejandrino, stromatum I, llama a Epicuro
príncipe de los autores impíos, y San Agustín en muchas partes. Empero, hablan
del Epicuro que hallaron introducido en proverbio de la maldad y de la doctrina
impía, que al nombre de Epicuro atribuyó falsamente Diotimo.
Temo, escarmentado, que unos hombres que en este tiempo viven
de hazañeros del estudio, cuya suficiencia es gestos y ademanes, han de ladrar
el haber osado yo moderar a Cicerón las alabanzas en la filosofía; quiero
entretenerles los dientes con las palabras del Diálogo de los oradores,
cuya posesión anda dudosa entre Tácito y Quintiliano: en las obras del uno se
imprime con nombre del otro. Dice así, hablando de Cicerón: «Porque sus
primeras oraciones no carecen de vicios de la antigüedad, es lento en los
principios, largo en las narraciones, ocioso en los fines, tarde se conmueve,
raramente se enciende.» Y aunque estas acusaciones no son pocas, ni leves,
añade muchas más. Consideren estos doctores en tropelía que, si en la arte
oratoria, que fue su blasón y su oficio, y toda su presunción, fue tan
reprensible, que no es considerable que lo sea en la filosofía, ni yo soy el
que sólo en esta parte no le admito. Léase a Hortensio Laudio en sus paradojas;
léase Mayaxio cuán sólidamente opugna las paradojas de Cicerón.
Y si estos censores avinagrados, que apoyan lo auténtico de
sus embustes en las rugas de su frente, hubieran leído al propio Cicerón, y
todo el primer libro de Los fines de bienes y males, frenaran en estas
palabras sus lenguas: «Accurate autem quondam á L. Torquato, homine omni
doctriná erudito defensa est Epicuri sententia de voluptate.» «Con gran
cuidado en otro tiempo fue defendida la sentencia de deleite de Epicuro por L.
Torcuato, hombre erudito en toda doctrina.» Conocieran a su pesar cuán antigua
es la defensa de Epicuro, y cuán grandes hombres la hicieron , y si leyeran
todo el libro hasta el fin, vieran erudita, eficaz, honesta y verdadera la
defensa de Epicuro, según él la enseñaba, no como se la inficionaron los envidiosos,
que le impusieron cartas y tratados disolutos y sacrílegos. Y si bien en el
segundo libro Cicerón impugna la defensa hecha en el primero por Torcuato a las
opiniones de Epicuro, son, leídas con seso, réplicas que sólo condenan el que
las hace.
Sexto Empírico hace en sus obras muy frecuente mención de
Epicuro, Adversus Mathematicos, al principio dice: «De una propia suerte
parece que sienten los Epicúreos y los Pyrrhónicos, más no con una propia
acción.» Y pocos renglones más abajo: «En muchas cosas es avisado de ignorante
Epicuro, y por no puro en el común hablar, puedo ser la causa el aborrecer a
Platón y a Aristóteles, y a otros semejantes que se preciaban del conocimiento
de muchas disciplinas.» No dice Sexto Empírico que fue tenido por ignorante, porque
lo era, sino porque tenía por ignorantes a Platón y a Aristóteles.
Y en el propio libro, cap. III, cuyo título es ¿Que es la
gramática? empieza: «Siendo así que de parecer del sabio Epicuro no es lícito
inquirir, ni dudar, sin anticipación, será conveniente, antes todo, considerar
qué es gramática». Y en el capítulo XIII dice: «Averíguase que Epicuro aprendió
sus principales dogmas de los poetas.» Y los verifica con Homero y con
Epicharmo. Y en el propio capítulo dice: «Epicuro no tomó de Homero el decir
que el término de la grandeza era el deleite: muy diferente es decir que
algunos cesaron de comer y beber y haber satisfecho su apetito, como decir:
Después que el apetito fue vencido
De comer y beber
De comer y beber
»Ha de decir que es el término de las grandezas en los
deleites la carencia de dolor.» Más benignamente declara esta opinión Sexto
Empirico que Cicerón. En este sentido prometió declararla Eliano. Prosigue tres
renglones más abajo: «Decir que la muerte es nada, Epicharmo lo dijo, mas
demostrólo Epicuro, y lo admirable no fue decirlo, sino demostrarlo.» En el
libro VII contra los matemáticos, dice: «Cuentan a Epicuro con éste, como quien
desterraba la lógica contemplación. Otros hubo que afirmaron que no desterraba
en universal la lógica, sino sólo la de los estoicos.» Y en el libro X, folio
466: «Decía Epicuro que la filosofía era operación que con razones y argumentos
hacía la vida bienaventurada.» No dijo que la embriaguez y lascivia, sino la
filosofía. Y estos méritos reconoció aquel verso que se lee en Petronio:
Ipse pater veri doctus Epicurus in arte.
Blasón que, si bien en Petronio está profanado, cuya ironía
ocasionó Cleomedes, llamándole inventor de la verdad, cuando falsamente
afirmando dijo, que el sol se apagaba chirriando en el mar, como una lucerna.
Empero es tan único Epicteto en la gentilidad, que no se lee de otro hombre a
quien aquellas almas erradas que mancilló la idolatría llamasen padre de la
verdad, sino sólo a Epicuro: que le llamaron así por aclamación consta. Y la
razón la colijo yo de Sexto Empírico contra los matemáticos, pág. 197: «Como a
Epicuro, por razón de que muchos a una voz dicen de él que halló la verdad.»
Hallo que Lactancio, De divino premio, libro VII, cap. I, dice estas
palabras: «Sólo Epicuro, según Demócrito, fue verdadero; en ésta, pues, dice,
que el mundo tuvo principio y tendrá fin.»
Yo bien sé que no halló la verdad, y que sólo la halla quien
halla a Cristo Nuestro Señor, que es verdad, camino y vida. Bien sé que no fue
padre de la verdad; porque sé que Dios es sólo verdadero, y que es Dios
verdadero de Dios verdadero. Y sé por las palabras del Apóstol: «Que Dios es
verdadero, y todo hombre mentiroso, como está escrito.» Condeno en Epicuro
todas las palabras y opiniones que condena la santa y sola verdadera Iglesia católica
romana.
Defiendo su opinión infamada por los envidiosos, no con mis
palabras, sino como se ha leído con las de Diógenes Laercio, con las de L.
Torcuato, con algunas de Cicerón, con Eliano, con toda la pluma de nuestro gran
Séneca, con la severidad de Juvenal, con el peso elegante y admirable del
juicio del Sr. Montaña, con la diligencia de Arnaudo. Advierta, pues, el
interesado en su terquedad, que en no restituir a Epicuro, condena a todos los
referidos por peores que Epicuro, según él se acusa. Repare en el nombre de
Séneca venerable, empeñado en esta defensa: reverencie en sus escritos toda la
majestad de la filosofía idólatra: no se constituya reo de tan facineroso
desprecio, que será juntar a lo idiota lo profano.
Y porque se conozca que son antiguos estos oprobios a los que
difaman a Epicuro, referiré las palabras de Diógenes Laercio, con que responde
a todos aquellos que refiere. Decían de Epicuro era bebedor, y que tenía su
felicidad en el deleite, y el deleite en la glotonería y embriaguez y rameras.
En el lib. X, al principio, dice Sed hi profecto insaniunt. «Más de
verdad éstos no saben lo que dicen; porque afirman muchos fue este varón
increíblemente agradable a todos. Testifícalo su patria, que le honró con
estatuas de metal, y la inmensa cantidad de amigos que todas las ciudades
llenaba, los discípulos que le asistían, a quien instruyeron aquellas
dogmáticos sirenas, menos un Metrodoro Estratonicense, que se pasó de él a
Carneades, sin duda porque le era pesada de aquel incomparable varón la bondad
inmensa, y la perpetua sucesión de su escuela, que despoblándose las demás
todas permaneció sola, continuándose con repetidos concursos. Tuvo suma piedad
para sus padres, fue bienhechor de sus hermanos, clementísimo con sus esclavos,
como se lee en su testamento, pues juntamente con él filosofaron, entre los
cuales fue clarísimo el que referimos, fue su apacibilidad extremada para con
todos. ¿Qué diré del culto de los dioses?» Palabras son éstas fielmente
traducidas de Laercio en el lugar citado, en que se conoce cuáles razones
movieron a nuestro Séneca a alabar tanto su doctrina y a preciarse de ella, y
juntamente con las postreras palabras que encarecen en Epicuro el culto de los
dioses, me acuerdo de lo que dijo Séneca en el lib. IV De los beneficios,
cap. IV: «No da Dios beneficios; mas seguro y descuidado, apartado del mundo
hace otra cosa (o lo que Epicuro juzga por mayor felicidad), nada hace.» De
estas razones coligen todos que Epicuro sintió que no había Providencia; y
siendo así, como Laercio dijo, que cuidó del culto de los dioses, parece, como
lo tengo declarado, que no quiso decir que no hacía nada, sino que lo hacía sin
padecer cuidado en hacerlo, o solicitud embarazada; nuestra manera de hablar en
español me declara: decimos de quien hace algo sin cuidado, parece que no hace
nada, nada hace en hacerlo.
En el lib. IV De los beneficios, cap. II, son estas las
palabras de Séneca: «En esta parte tenemos controversia con la turba delicada y
umbrática de los epicúreos, en su convivio, de los que filosofan acerca de
ellos, la virtud es ministra de los deleites, a ellos obedece, a ellos sirve,
vélos sobre sí, dice, no hay deleite sin virtud.»
Esta cláusula no razona contra Epicuro, sino contra la turba
de los epicúreos. Ya tenemos dicho cuán diferentes son. Advierto empero que las
palabras de los epicúreos son: «La virtud es ministra de los deleites.» Esto
impugna Séneca. Las palabras de Epicuro son: «No hay deleite sin virtud.»
Cicerón, en el lugar citado lo confesó. Honesta ilación es, que si no hay
deleite sin virtud, que el deleite que hay es virtuoso. Séneca aquí, más útil
que sólido, dice contra los epicúreos: «No hay virtud si puede seguir; sus
principales partes son guiar, debe reinar y estar en el sumo lugar: tú la
mandas que siga.» Y pocas palabras más abajo: «De esto sólo se disputa si la
virtud es causa del sumo bien, o si es el sumo bien. ¿Juzgas que preguntar esto
es sólo inversión del orden? Mas ésta es confusión, y manifiesta ceguedad
preferir lo postrero a lo primero. No me indigna que después del deleite se
ponga la virtud, sino que totalmente se mezcla con el deleite.» Bien a
propósito me valdré de Agelio en dos lugares expresos, en que contra Plutarco
defiende a Epicuro, en razón de acusarle la misma colocación de términos en los
silogismos. Lícito es responder a Séneca con lo que se responde, y aun se
reprende a Plutarco por la doctrina de Epicuro, Agelio, lib. II, cap. VIII:
«Plutarco, en el segundo libro de los que compuso de Homero, dice de Epicuro:
necia e ineficazmente usó del silogismo»; y cita las propias palabras de
Epicuro: «La muerte no nos toca, porque lo desatado no siente, y lo que no
siente no nos toca.» Acusa Plutarco que dejó pasar lo que en primer lugar había
de decir. La muerte es disolución del alma y del cuerpo: demás de esto,
habiendo olvidado el antecedente que debía poner primero, usa de él como si lo
hubiera puesto para sacar la conclusión. Perfectamente en esta parte este
silogismo, si no precede esta mayor, no puede concluir. Con verdad concluyó
Plutarco esto tratando de la forma y orden del silogismo; porque si se ha de
discurrir conforme el orden y método lógico, así se debía discurrir. La muerte
es disolución del alma y del cuerpo. Lo disuelto no siente, lo que no siente no
nos toca. Más Epicuro, siendo tal hombre, no dejó por ignorancia aquella parte
del silogismo ni pretendió formar el silogismo con todos sus números y fines,
como en la escuela de los filósofos: antes por ser evidente la separación del
alma y del cuerpo en la muerte, no le pareció necesario expresarla, por ser
cosa notoria a todos: de la misma suerte puso la conclusión del silogismo, no
en el fin, sino en el principio. ¿Quién no echa de ver que no se hizo por
ignorancia? También en los escritos de Platón hallarás silogismos defectuosos.»
En el cap. IX el propio Agelio dice así: «En el propio libro
Plutarco reprende al propio Epicuro, que usó de una palabra poco propia y de
impropia significación. Estas son las palabras de Epicuro. Definición de la
magnitud de los deleites, carencia de todo dolor: no debió decir de todo dolor,
sino de toda cosa congojosa y triste: dice que la carencia se ha de significar
del dolor, no del dolorido. Demasiada menudencia y casi frialdad es la de
Plutarco en acusar a Epicuro, observando las dicciones. Estos cuidados de
palabras y elegancias, no sólo no las afecta Epicuro, antes las condena.» Hasta
aquí son palabras de Agelio, y con ellas hemos respondido a la delgada
contradicción de nuestro Séneca a los epicúreos, y añadido otro defensor a
Epicuro en la antigüedad.
Advierto que Séneca, hablando de la turba epicúrea, la llamó delicata
et umbratica, palabra de reprensión, como se ve en Petronio: «Nondum
umbraticus doctor in Xevia deleverat.» Que a Epicuro ya hemos visto que le
llama sabio, y a su doctrina santa.
Lactancio, en el libro III De falsa sapientia, capítulo
VII, dice: «Epicuro decía que el sumo bien estaba en el deleite del ánima.
Aristipo, en el deleite del cuerpo.» Por este lugar se conoce que Epicuro no
ponía la felicidad en el deleite del cuerpo; parece se ha de enmendar este
lugar en Lactancio, y leer Crisipo donde se lee Aristipo, pues consta de
Diógenes Laercio en la vida de Epicuro, escribió cartas lascivas y deshonestas,
que Diotimo impuso a Epicuro, y murió de beber, y se emborrachaba, si bien
Aristipo fue viciosísimo, y como refiere Diógenes Laercio en su vida, Xenophón
le aborreció, y escribió un libro contra el deleite, por ser Aristipo defensor
del deleite, que es lo que Lactancio le atribuye, lo cual defiende la lección y
prueba en favor de Epicuro; empero yo, si se ha de enmendar, antes lo
enmendaría en Laercio, leyendo Aristipo, movido de las palabras referidas y de
la disolución de sus acciones, que son las que acusan a Epicuro, y no se leen
de Crisipo.
No es mía sola la opinión de que son diferentes doctrinas la
de los que llaman epicúreos y la de Epicuro, y que aquélla fue condenada y ésta
admirada. El doctísimo español Francisco Sánchez de las Brozas, en su prólogo a
Epicteto, lo dice con estas palabras, en que defiende acérrimamente la doctrina
y virtud de Epicuro, prefiriéndola a la estoica y a la peripatética.
«Otros, como fueron los epicúreos, dijeron que, pues no había
más que nacer y morir, que todo regalo corporal se debía preferir.
»Tres opiniones que más tocaron la verdad quiero examinar, y
después veremos cuál siguió Epicteto. La primera y la mejor de todas fue la del
filósofo Epicuro, si bien se entendiera, fue que puso la felicidad y la
bienaventuranza en el deleite y contento. Aristóteles, en el libro X de sus
Morales, declara esta opinión, y la aprueba mucho, diciendo que este deleite y
gozo se entiende en el ánimo; porque dice que los dioses del cielo se llaman
propiamente Machares, que es decir muy gozosos; así, que el deleite del ánimo
es el que da la bienaventuranza. Esta opinión de Epicuro vino a ser tan
abominable, por ser mal entendida de sus secuaces, y tomada corporalmente, y en
afrenta de su inventor, porque él fue muy abstinente y muy buen hombre.»
El maestro Gonzalo Correas, en sus notas a la tabla de Cebes,
tiene esta opinión con tales palabras: «Epicúreos los que siguieron a Epicuro,
que puso la felicidad en el deleite, y entendiéndolo él del ánimo, se lo
interpretó el vulgo por el deleite corporal.»
Juan Bernacio, hombre docto, que en nuestro tiempo ha sido el
solo comentador juicioso, asistiendo a la mente y al texto filosófico del
autor, cuando todos se ocupan en confundir con manuscritos y borrar con
enmendaciones los autores en las cosas, que ignoradas no hacen falta a la
doctrina, creciendo el volumen y la nota en examinar si uno se llamó Liberio, o
Niberio, o Linerio, como si hubieran de casar con él una hija sin importar a la
sentencia, en su comentario a Boecio, en el libro admirable De Consolación,
libro III, prosa 2.ª, tiene esta opinión por la inocencia de Epicuro, con estas
palabras: «Epicuro es tenido por maestro de maldades: Preguntará alguno si con
razón, siendo así que el deleite de Epicuro se refiere a lo poco y a lo tenue,
y la que nosotros llamamos virtud llama él deleite.»
Responde Bernarcio en esta cláusula con Séneca, en el libro De
la vida bienaventurada, cap. XIII, y añade el lugar de Eliano ya citado por
mí.
Oberto Gifanio, sobre Lucrecio, en la carta a Juan Sambuco,
tratando de las cosas que escribió tocantes al ánimo en deleites y vicios,
dice:
«De ijs profecto tam escribit copiosè, et sanctè , ut verum
esse videatur, id quod de Epicuro scribit Diogenes, falso accusari eum à
quibusdam, quod voluptati nimium tribuerit; meramque eorum esse calumniam, qui
ea, quœ vir ille de animi tranquillitate intellexisset, ad corporis voluptates
detorquerent, quâ de re, etiam initio libri secundi poëta noster elegantissimis
canit versibus: et clarissimus Imperator Cassius Epicuri ac Philosophiæ
studiossus ad Cicer. ij, inquit, qui à nobis vocantur, sunt omnesque virtutes,
et colunt et retinent, ut ipsius Epicuri verbis ibidem commemorat Cassius.
Cicero ipse huic hœresi, maximè inimicus, multis tamen locis bonos viros
epicureos, nullosque ex Philosophis minus maliciosos esse ait.»
Si se persuadiesen unos hombres que son graduados por sí
propios, de que Gifanio habla con su presunción, dando un tapaboca al chisme
que oyeron, y apoyan en las palabras de Cicerón, que de Epicuro habló con
discursos, unos desmentidos de otros, no juzgaría haber perdido el tiempo, si
bien tengo por difícil reducir hombres catedráticos de su ignorancia, que pasan
lo lego por profeso, sin saber otra facultad que la de que usan, para juzgar y
reprender. Empero, si despreciando la autoridad de tantos y tan graves autores
perseveraren en difamar a Epicuro, disculpado estará quien a ellos los
despreciare, y desesperando de la persuasión les doy por consejo que se
abstengan de la reprensión de las costumbres que los Griegos envidiosos
achacaron a Epicuro, por no condenar inadvertidos las suyas propias, de que
pueden prometerse crédito, y no defensa.
Señor licenciado Rodrigo Caro, Vm. que sólidamente defendió la
opinión de Flavio Dextro, poniéndose docto a la vulgar noticia, atenderá con
experiencia piadosa y bien informada al aparato de calumnias que me prevengo en
las bocas, que tiene dedicadas la milicia a ladrar y morder; mastines de los
libros, que, asalariados de la rabia contra el estudio, ponen la suficiencia en
el veneno de sus dientes, en tanto que la verdad, saludador efectivo, los mata
a soplos.
Clemens
Alejandrino, Strom., lib. I.
Nullam enim existimo scripturam adeo fortunatam
prœcœdere, cui nullus omnino contradicat: sed illam existimandum est, esse
ratione consentaneam, cui nemo jure contradicit.
Todo lo que en este libro he escrito, sujeto a la corrección
de la santa y sola y verdadera Iglesia Romana, con rendimiento católico, y
dispuesto a reconocer mi ignorancia en todo lo que no concordare con la verdad
de la fe, o contradijere el buen ejemplo.
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