domingo, 31 de marzo de 2013

David Foster Wallace (21 de febrero de 1962 - 12 de septiembre de 2008)


David Foster Wallace (21 de febrero de 1962 - 12 de septiembre de 2008) fue un autor estadounidense, quien escribió novelas, ensayos, y cuentos, y sirvió como un profesor en Pomona College en Claremont. Fue extensamente conocido por su novela Infinite Jest (La broma infinita), que era considerada por la revista Time como una de las 100 mejores novelas en lengua inglesa del período comprendido entre 1923 y 2006.

David Ulin, un editor de libros para The Los Angeles Times, llamó Wallace `uno de los escritores más influyentes e innovadoras de los últimos 20 años.`

Una novela inacabada de Wallace, The Pale King (El rey pálido), fue publicada en 2011. Una biografía de Wallace por D. T. Max se proyecta para publicación en 2012.

http://es.wikipedia.org/wiki/David_Foster_Wallace

LA BROMA INFINITA.

Esta obra es una epopeya cómica de ciencia ficción acerca de una película, Broma Infinita, que hipnotiza a todo el que la ve: el público pierde todo el deseo a excepción de ver repetidamente el film. Es tanto el poder de Broma Infinita que la gente muere feliz una vez vista la película. 

Esta novela fue escrita durante tres años y publicada en 1996 por el autor estadounidense David Foster Wallace. Debido a su inusual extensión (más de mil páginas, cientos de las cuales son notas al final) y a la enorme diversidad de temas que cubre, se le puede clasificar simultáneamente en los géneros de sátira, novela posmoderna, novela existencialista, ciencia-ficción, tragicomedia, distopía, novela filosófica, novela política y novela psicológica. La narración utiliza, y a veces combina, las técnicas de monólogo interior, alternación de narradores y bibliografía ficticia. 

FRAGMENTO.

DAVID FOSTER WALLACE
La broma infinita
Traducción de Marcelo Covián
Revisión de Javier Calvo
www.megustaleer.com
Contenido
Portadilla
La broma infinita
Notas y erratas
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
A F.P. Foster: R.I.P.

AÑO DE GLAD
Estoy sentado en una sala, rodeado de cabezas y de cuerpos. Mi postura es conscientemente congruente con la forma de mi dura silla. Es una fría habitación en la administración de la universidad con las
paredes forradas de madera, con cuadros al estilo Remington, y ventanas dobles que la protegen de la canícula de noviembre. Los ruidos administrativos quedan aislados por la sala de recepción por la que
acabamos de entrar el tío Charles, el señor DeLint y yo.
Yo estoy aquí dentro.
Tres rostros perentorios se sitúan encima de sendas americanas ligeras de verano y anchas corbatas de seda en la otra punta de una pulida mesa de conferencias de pino que brilla con la luz cual telaraña del
atardecer de Arizona. Son tres decanos: el de admisiones, el de asuntos académicos y el de asuntos deportivos. No sé qué rostro pertenece a quién.
Creo estar dando una imagen neutra, quizá incluso agradable, aunque se me ha aconsejado que es preferible que ande por la senda de la neutralidad y que ni siquiera intente lo que a mí me parecería una
expresión amable o una sonrisa.
Me he decidido por cruzar las piernas, espero que cuidadosamente, el tobillo sobre la rodilla, las manos juntas sobre los pantalones. Tengo los dedos entrelazados en una sucesión especular de lo que a mí me
parece una letra equis. El personal restante de la sala de entrevistas incluye a: el director de redacción de la universidad, el entrenador del primer equipo de tenis y A. DeLint, prorrector de mi academia. A mi
lado está C.T.; los demás están respectivamente sentados, de pie y de pie en la periferia de mi visión. El entrenador de tenis juguetea con unas monedas. Hay algo vagamente estomacal en el olor de la
habitación. La suela de alta tracción de mi maravillosa zapatilla Nike corre paralela al bamboleante zapatón deportivo del hermanastro de mi madre, presente en su condición de director de estudios de mi
escuela, sentado en la que espero que sea la silla de mi derecha y también de cara a los decanos.
El decano de la izquierda, un hombre flaco y amarillento cuya sonrisa invariable tiene sin embargo la calidad inmanente de algo estampado en un material nada receptivo, es de un tipo de personalidad que
últimamente he llegado a apreciar, del tipo que aplaza la necesidad de que yo responda o explique cualquier cosa porque él mismo se encarga de dar mi versión de la historia en mi nombre. Y me la cuenta a mí.
El decano del medio, una especie de león en decadencia, le pasa una pila de hojas de ordenador y él parece hablarle al papel, con una sonrisa disimulada.
–Usted es Harold Incandenza, dieciocho años, fecha de graduación aproximadamente dentro de un mes, asiste a la Academia Enfield de Tenis, en Enfield, Massachusetts, un internado en el cual reside. –Sus
gafas de lectura son rectangulares, con forma de cancha de tenis, con las líneas de banda de esa cancha por encima y por debajo–. Según el entrenador White y el decano (ilegible), es usted un jugador de tenis
listado en los rankings junior locales, nacionales y continentales, un atleta con potencial suficiente para ser miembro de la ONANCAA, una promesa en bruto, reclutado por el entrenador White mediante
correspondencia con el doctor Tavis… de febrero de este año. –Quita la primera página y la pone cuidadosamente al final de la pila–. Reside en la Academia Enfield de Tenis desde que tiene siete años.
No me atrevo a rascarme el lado derecho de la mandíbula, donde tengo un lobanillo.
–El entrenador White ha informado a nuestra oficina de que tiene en alta estima el programa y los logros de la Academia Enfield de Tenis y que el equipo de tenis de la Universidad de Arizona se ha
beneficiado con la matriculación de varios ex alumnos de la AET, uno de los cuales fue el señor Aubrey F. DeLint, quien hoy está aquí, a su lado. El entrenador White y su equipo nos han proporcionado…
La forma de expresarse del amarillento administrador carece de toda distinción, aunque debo admitir que se hace comprender. El director de redacción parece tener una cantidad de cejas mayor de lo
normal. El decano de la derecha me mira a la cara de una forma un tanto rara.
Tío Charles les está diciendo que aunque puede anticipar que acaso los decanos puedan estar predispuestos a considerar lo que él afirme como el discurso de una especie de cheerleader de la AET, él, de
cualquier modo, no puede menos de asegurar a los decanos presentes en esta sala que lo que se acaba de afirmar es la pura verdad y que en este mismísimo momento la academia tiene como residentes a no
menos de un tercio de los treinta primeros top juniors del continente y de todas las edades posibles, y que yo aquí presente, a quien se me llama normalmente «Hal», estoy «en la cima, entre la mismísima
crema». Los decanos de la derecha y la izquierda sonríen con aire profesional; DeLint y el entrenador inclinan sus cabezas mientras el decano de la izquierda se aclara la garganta.
–… creo que usted bien podría hacer, incluso en su primer año, una sólida contribución al equipo de tenis de esta universidad. Nos congratulamos –dice o lee apartando una página– de que un torneo local le
haya traído aquí y nos haya dado la oportunidad de reunirnos y hablar sobre su solicitud de ingreso, y su posible admisión, matriculación y beca.
–Se me ha pedido que añada que Hal, aquí presente, ha sido clasificado en singles como el tercer cabeza de serie en el prestigioso torneo WhataBurger Southwest Junior Invitational para menores de
dieciocho años en el Randolph Tenis Center –dice quien imagino que es el de asuntos deportivos, uno de cabeza gacha con pecas en la calva.
–Sí, el que está en el parque Randolph, cerca del famoso El Con Marriott –inserta C.T.–, un club del que hasta la fecha todo el mundo ha coincidido en declarar de primerísima clase, y que…
–Bien dicho, Chuck, y también que, de acuerdo con Chuck, Hal ya ha justificado su clasificación al llegar esta mañana a las semifinales con una victoria al parecer impresionante, y que mañana volverá a jugar
contra el ganador del partido de cuartos de final de esta noche; creo que será mañana a las ocho y media en punto…
–Trata de ponerte por delante antes de que te dé de lleno el maldito calorazo que hace por estos lares. Aunque, por supuesto, es un calor seco.
–… y parece que ya se ha clasificado para participar en el Continental Indoors del próximo invierno en Edmonton, según me ha dicho Kirk –dice inclinando el cuerpo hacia delante para levantar la mirada y
dirigirse al entrenador que está a la izquierda, cuya sonrisa permite vislumbrar unos dientes relucientes sobre un violento bronceado de fondo–. Lo que no es moco de pavo, diría yo. –Sonríe y me dirige la
mirada–. ¿Son correctos nuestros datos, Hal?
C. T. ha cruzado los brazos con gran naturalidad. Sus tríceps están salpicados de manchas a la luz de un sol de aire acondicionado.
–Sin la menor duda, Bill. –Sonríe. Las dos mitades de su bigote nunca están del todo simétricas–. Y permítaseme decir que Hal está entusiasmado, entusiasmado de que le hayan invitado al Invitational por
tercer año consecutivo y de estar aquí, en una comunidad por la que siente verdadero afecto, y de conocer al alumnado y al equipo técnico y de haber justificado su alta clasificación en la competición nada fácil
de esta semana, de estar aún allí sin haber bajado la guardia en ningún momento y, sobre todo, de haber tenido la oportunidad de conocerlos a ustedes, caballeros, y de visitar las instalaciones. Aquí todo parece
del máximo nivel, por lo que ha visto.
Se produce un silencio. DeLint se rasca la espalda frotándola contra la pared y vuelve a equilibrar su peso. Mi tío sonríe y se inclina hacia delante como un fleje disparado. El sesenta y dos coma cinco por
ciento de los rostros presentes se dirigen hacia mí, agradablemente expectantes. El pecho se me agita como una secadora llena de zapatos. Compongo lo que espero que les parecerá una sonrisa. Miro en una y
otra dirección delicadamente, como intentando dirigir mi expresión sin olvidarme de nadie.
Nuevo silencio. Las cejas del decano amarillento se ponen circunflejas. Los otros dos decanos miran al director de redacción. El entrenador de tenis se ha trasladado hasta la ancha ventana rascándose la
nuca. Tío Charles se toca el antebrazo por encima del reloj. Abruptas y curvilíneas sombras de palmeras avanzan lentamente por el brillo de la mesa; la cabeza de alguien es una sombra como de negra luna.
–¿Hal se encuentra bien, Chuck? –pregunta el de asuntos deportivos–. Parece… como si hiciera una mueca. ¿Le duele algo? ¿Sientes algún dolor, hijo?
–Hal está estupendamente –dice sonriente mi tío calmando el ambiente con un movimiento de la mano–. Solo se trata de lo que quizá podríamos llamar un tic facial, no gran cosa, debido a la adrenalina de
estar aquí en un campus que impresiona a cualquiera, de haber justificado su ranking sin perder hasta ahora ni un solo set, de recibir por escrito del entrenador White una oferta oficial con membrete de la Pac-
10 no solo de exclusiva sino también de pensión mensual completa y de estar pendiente de que con toda probabilidad hoy y aquí mismo firme una declaración de compromiso con la universidad, según me ha
indicado. –C.T. me dirige una mirada espantosamente amable. Yo hago lo más seguro: relajo todos los músculos de mi cara y la vacío de toda expresión. Observo cuidadosamente el nudo a lo Kekulé de la
corbata del decano que se sienta en medio.
Mi respuesta silenciosa al silencio expectante empieza a afectar al ambiente de la sala; el polvo y las hilachas de la ropa deportiva, agitados por las ráfagas del aire acondicionado, bailan en medio del sesgado
rayo de luz que entra por la ventana; el aire sobre la mesa es un espacio burbujeante como un vaso de soda recién servida. El entrenador, con un acento que no acaba de ser ni británico ni australiano, le
comunica a C.T. que todo el proceso de solicitud por interfaz, si bien por lo general es una mera y agradable formalidad, podría encaminarse mejor si se permite que el solicitante hable por sí mismo. Los
decanos del centro y de la derecha se inclinan para conferenciar en voz baja formando una especie de tienda tribal de piel y pelos. Supongo que probablemente el entrenador quiso decir «ir mejor» en vez de
«encaminarse mejor», aunque «acelerarse», si bien es más rebuscado que «ir mejor», sería más sensato como error desde un punto de vista fonético. El decano del chato rostro amarillento se inclina hacia
delante enseñando las encías en lo que a mí me parece un gesto de preocupación. Junta las manos sobre la mesa de reuniones. Sus dedos parecen copular mientras mi propia serie de equis manual se disuelve
cuando me aferro a los lados de mi silla.
Empieza a decir que habría cierta necesidad de que ellos y yo hablásemos francamente de algunos problemas potenciales de mi solicitud. Y hace una referencia al valor de la sinceridad.
–Los problemas que debe afrontar mi despacho en la documentación de tu solicitud, Hal, están relacionados con los resultados de tus exámenes. –Baja la mirada hasta una colorida página de resultados
oficiales que esconde tras la trinchera de sus brazos–. El personal de admisiones está viendo que tus calificaciones, y estoy seguro de que lo sabes y de que lo puedes explicar, son… ¿cómo diríamos?…
subnormales.
Les debo una explicación.
Resulta evidente que este tipo amarillento y bastante sincero de la izquierda es el decano de admisiones. Y no puede caber la menor duda, entonces, de que la pequeña figura de pajarraco de la derecha es el
de deportes, porque las arrugas faciales del hirsuto decano del medio están fruncidas como ante una lejana afrenta, en una expresión de «Estoy comiendo algo que realmente me hace apreciar la bebida con que
lo acompaño», que transmite reservas profesionalmente académicas. Por tanto, allí campea una inquebrantable lealtad a las normas. Mi tío mira perplejo al de deportes. Se mueve un poco en la silla.
La incongruencia entre la mano del de admisiones y el color de su rostro es algo bastante impresionante.
–… resultados orales que están demasiado próximos al cero como para poder sentirnos cómodos, y más si tenemos en cuenta el informe del colegio en el que tus padres son los administradores –dice
leyendo directamente del papel escondido en la elipsis de sus brazos–… Que este último año, sí, ha bajado un poco, pero quiero decir que ha «bajado» a extraordinario después de tres años de francamente
increíble.
–Más allá de lo imaginable.
–La mayoría de las instituciones ni siquiera tienen notas de «sobresaliente» con prefijos superlativos múltiples –dice el director de redacción con una expresión imposible de interpretar.
–Esta clase de… ¿cómo podríamos clasificarla?… de incongruencia –dice el de admisiones con expresión sincera y preocupada–, tengo que decirte que suscita una alerta roja de conflicto potencial durante el
proceso de admisión.
–Por tanto, te invitamos a que expliques la aparición de estas incongruencias, para no decir auténticas tomaduras de pelo. –El de alumnado tiene una vocecita chillona; resulta ridículo que provenga de una
cara tan grande como la suya.
–Seguramente por «increíble» usted quiso decir algo impresionante, muy impresionante como opuesto a un «increíble» literal –dice C.T. dando la impresión de observar al entrenador, que se masajea la nuca
junto a la ventana. La ventana inmensa muestra únicamente un sol deslumbrante y la tierra agrietada y recubierta por un calor trémulo.
–Así que nos enfrentamos no con los dos ensayos obligatorios para ser admitido, sino con nueve ensayos distintos, algunos de los cuales son tan largos como monografías, y todos ellos sin excepción son… –
Cambia de página– … el adjetivo que varios lectores han coincidido en usar es «estelar»…
–Yo hice uso deliberado de «lapidario» y «decadente» –precisa el de redacción.
–… y con unos temas y unos títulos que estoy seguro que recordarás perfectamente, Hal: «Conjeturas neoclásicas en gramática normativa contemporánea», «Las implicaciones de las transformaciones post-
Fourier en el cine holográficamente mimético», «La aparición de la parálisis heroica en la comunicación radial»…
–«La gramática de Montague y la semántica de la modalidad física»,
–«Un hombre que empezó a sospechar que estaba hecho de cristal»,
–«El simbolismo terciario en el erotismo justiniano»… Baste señalar –dice mostrando grandes extensiones de chicle al fondo de la boca– que existe una preocupación sincera y honesta acerca del que ha
recibido esas desafortunadas calificaciones, ya que es el único autor de estos ensayos.
–Dudo que Hal sea consciente de lo que aquí se está sugiriendo –dice mi tío. El decano del medio se toquetea las solapas mientras interpreta unos datos informáticos adversos.
–Lo que aquí está diciendo la universidad es que desde un punto de vista estrictamente académico existen problemas de admisión que Hal debe ayudarnos a resolver. El papel prioritario del solicitante a la
universidad es y debe ser el de un estudiante. No podríamos admitir a un alumno del que tenemos muchas razones para sospechar que no tiene el nivel adecuado, por más campeón que pueda ser en el campo
de juego.
–El decano Sawyer quiere decir la pista de tenis, Chuck –dice el de asuntos deportivos con la cabeza muy gacha de modo que su mensaje también llegue de algún modo a White, que está detrás de él–. Por
no mencionar el reglamento de la ONANCAA y sus investigadores siempre al acecho para oler la más mínima pista de un comportamiento no conforme a las reglas.
El entrenador de tenis consulta el reloj.
–Suponiendo que en este caso las calificaciones del tribunal reflejan acertadamente la verdadera capacidad del solicitante –dice el de asuntos académicos con su voz aguda, seria y ronca mientras observa los
documentos que tiene delante como si fueran un plato de algún comistrajo repugnante–, les digo ya mismo que mi opinión es que no sería justo. No sería justo para los demás candidatos. No sería justo para la
comunidad universitaria. –Me mira–. Y sería especialmente injusto para el propio Hal. Admitir a un chico en quien solo vemos un valor deportivo significaría utilizarlo. Y a nosotros se nos vigila estrechamente
para que no utilicemos a nadie. Los resultados de tus exámenes, hijo, indican que podríamos ser acusados de utilizarte.
Tío Charles le pide al entrenador White que pregunte al decano de deportes si la tormenta que se cierne por las notas sería tan virulenta si yo fuera, digamos, un prodigio del fútbol americano que diera
montones de dinero. Aumenta el conocido pánico de sentirme rechazado y el pecho me sube y me baja. Concentro la energía en permanecer absolutamente en silencio en la silla, vacío, mis ojos son dos grandes
y pálidos ceros. Así he arrancado promesas a más de uno.
Sin embargo, tío C.T. tiene el aspecto azorado de los arrinconados. Su voz adquiere un timbre extraño cuando lo acorralan como si gritara mientras retrocede.
–Las notas de Hal en la AET, institución de la que debo destacar su carácter «académico» y que no es un mero campo de deportes ni una vulgar fábrica, acreditada tanto por las autoridades de
Massachusetts como por la Asociación Académica de Deportes de Estados Unidos, una institución, la AET, que está consagrada a las necesidades globales del deportista y del estudiante, fundada por una
figura tan sobresaliente que ni siquiera es necesario mencionarla aquí, pero que la basó en el exigente modelo del plan de estudios Quadrivium-Trivium de Oxbridge, un colegio exquisitamente equipado y con un
cuerpo docente perfectamente acreditado, todo ello tendría que ser más que suficiente para demostrar que mi sobrino aquí presente puede cumplir los requisitos de la Pac-10 sin despeinarse, y que…
DeLint se aproxima al entrenador de tenis, que sacude la cabeza.
–… Se podría detectar el aroma característico de prejuicios contra los deportes minoritarios en todo este asunto –prosigue C.T. cruzando y recruzando las piernas mientras yo soy todo oídos y estoy sereno
y atento.
El silencio carbonatado de la sala ahora es hostil.
–Creo que ya es hora de que el solicitante hable por sí mismo –dice muy tranquilo el de asuntos académicos–. Y eso parece casi imposible con usted aquí presente.
–Tal vez nos excusas un momento y nos esperas fuera, Chuck. –El de asuntos deportivos sonríe con expresión fatigada por debajo de la mano con que se masajea el puente de la nariz.
–El entrenador White podría acompañar al señor Tavis a la recepción –dice el decano amarillento sonriendo ante mis ojos desenfocados.
–… uno llega a creer que todo esto ha sido preparado previamente, desde el… –va diciendo C.T. mientras él y DeLint marchan hacia la puerta. El entrenador de tenis extiende un brazo hipertrofiado.
–Aquí todos somos amigos y colegas –dice el de deportes.
Esto no funciona. Me doy cuenta de que el letrero de salida, EXIT, a un hablante de latín le parecería un letrero en rojo que dice ÉL SE VA. Cedería al deseo de salir corriendo hacia la puerta y adelantarlos por
el camino si pudiera estar seguro de que los hombres que hay en esta sala verían que salgo corriendo hacia la puerta. DeLint dice algo al oído del entrenador. Cuando la puerta se abre por un momento, se oyen
ruidos de máquinas de escribir y de la centralita telefónica. Ya estoy solo entre los altos cargos de la administración.
–… que nadie se sienta ofendido –dice el de deportes con su chaqueta marrón y la corbata estampada con motivos diminutos–, pero más allá de las capacidades físicas que están en juego, que, créaseme,
nosotros respetamos y queremos de verdad…
–… de no ser por eso no estaríamos tan ansiosos por hablar contigo sin intermediarios, ¿te das cuenta?
–… al procesar varias solicitudes anteriores provenientes del despacho del entrenador White, nos hemos enterado de que la escuela Enfield está dirigida, y no importa que esté excelentemente dirigida, por
gente muy cercana, en primer lugar, al hermano de usted, de quien aún recuerdo cuánto le mimaba Maury Klamkin, el predecesor de White, de modo que la objetividad de las credenciales aquí presentadas
puede ser puesta en duda con cierta facilidad…
–… por quien se lo proponga, digamos la NAAUP, los programas de la Pac-10, que tienen tanta mala leche, la ONANCAA…
Los ensayos son viejos, pero son míos, à moi. Pero sí, son viejos y nada tienen que ver con La Experiencia Educativa Más Significativa De Tu Vida, que es el tema obligatorio de la solicitud. De haberles
dado uno del año pasado, les habría parecido obra de un bebé tocando teclas al azar, y eso a ustedes, que usan habitualmente palabras como «quienesquiera». Y en esta compañía más reducida, el director de
redacción da la sensación de haber sido accionado de pronto, porque ahora parece el macho dominante de la manada y ha empezado a actuar de un modo más afeminado que al principio, primero de pie y en
pose y con una mano en la cintura, luego caminando con un movimiento de hombros, haciendo ruidos con monedas cuando se estira los pantalones y se desliza en la silla aún caliente de las nalgas de C.T.,
cruzando las piernas de un modo que lo hace entrar bien dentro de mi espacio personal de manera que puedo verle múltiples tics en las cejas y redes de capilares en las bolsas de debajo de los ojos y olerle el
suavizante para la ropa y los restos de un caramelo contra el mal aliento que se ha agriado.
–… un muchacho brillante y sólido, pero muy tímido; sabemos que eres tímido. Kirk White nos ha contado lo que le ha contado tu otro instructor más joven provisto de una complexión atlética pero más bien
estirado –dice en voz baja el director colocándome lo que me parece que es una mano sobre los bíceps a través de mi americana (no estoy muy seguro)–, que solo necesita respirar hondo y confiar y contar su
versión de la historia a estos caballeros carentes de toda malicia, porque solo estamos haciendo nuestro trabajo e intentando cuidar los intereses de todos al mismo tiempo.
Me puedo imaginar a DeLint y White sentados con los codos sobre las rodillas en la postura defecatoria de los atletas en descanso, DeLint contemplándose los enormes pulgares mientras C.T. en la
recepción da vueltas elípticas hablando por su teléfono móvil. Me han entrenado para esto como a un jefe mafioso antes de prestar declaración en el juzgado. Un silencio neutral, inexpresivo. El tipo de juego
completamente defensivo con que me hacía jugar Schtitt, la mejor defensa: limítate a devolverlas todas, no hagas nada. Yo te diré todo lo que tú quieras, y más si los sonidos que hago son los únicos que tú oyes.
–… evitar procedimientos de admisión que puedan dar a entender que priorizamos el deporte. Podría montarse un jaleo, hijo –dice el de deportes con la cabeza bajo el ala.
–Bill se refiere a la imagen, no necesariamente a los hechos reales, que solo tú puedes explicar –dice el director de redacción.
–… la imagen que da un ranking deportivo tan alto, los resultados subnormales del examen oral, los ensayos superacadémicos, las notas increíbles emanando de lo que se puede interpretar como una situación
de nepotismo.
El decano amarillento se ha inclinado tanto hacia delante que a su corbata le va a quedar una marca horizontal del borde de la mesa; tiene una expresión demacrada y bondadosa, pero también de que aquí no
bromea nadie.
–Mire usted, señor Incandenza… Hal, explícame, por favor, ¿por qué no se nos podría acusar de utilizarte, hijo? ¿Por qué no podría venir alguien y decirnos: «Mirad, vosotros, los de la Universidad de
Arizona, vosotros estáis utilizando a un chico nada más que por su físico, un muchacho tan tímido y apocado que es incapaz de hablar por sí mismo, un burro con notas de doctor y una documentación en la
solicitud de ingreso comprada en alguna tienda»?
La luz que se refleja en un ángulo de Brewster sobre la superficie de la mesa aparece como un fulgor detrás de mis párpados cerrados. No puedo hacerme comprender.
–No soy un burro –digo lentamente. Nítidamente–. Acaso mis notas del año pasado fueron retocadas un poco, pero eso fue para evitarme dificultades. Las notas anteriores son à moi. –Mantengo los ojos
cerrados; se ha hecho el silencio en la sala–. Ahora no puedo hacerme entender. –Hablo lenta y claramente–. Digamos que es algo que comí.
Es divertido lo que uno no recuerda. De nuestro primer hogar, en el suburbio de Weston, del que apenas me acuerdo, mi hermano mayor Orin dice que puede recordar haber estado allí a inicios de la primavera
con mi madre en la parte de atrás ayudándola a arar un pedazo de tierra de aquel gélido lugar. Marzo o principios de abril. El terreno del huerto era un rectángulo irregular delimitado con palitos de piruleta y
cordel. Orin quita piedras y terrones duros abriéndole paso al roturador alquilado que conduce Mami, una cosa con forma de carretilla con propulsión a gas que rugía y resonaba y retumbaba, y recuerda que
parecía conducir a Mami y no viceversa; Mami, que era muy alta, tenía que esforzarse penosamente para seguir aferrada; sus pies dejaban huellas borrachas sobre la tierra recién arada. Recuerda que en medio
de la faena llegué yo habiendo traspasado la puerta a toda velocidad y vestido con un jersey rojo y ligeramente peludo a lo Winnie the Pooh; iba llorando y portando en la palma de la mano algo que era
realmente desagrable de ver. Dice que yo tenía unos cinco años y que se me veía vívidamente rojo en el frío aire de la primavera. Yo repetía algo una y otra vez que él no podía descifrar hasta que Mami me vio
y apagó el motor, sus oídos resonando, y se acercó a ver lo que yo traía. Resultó ser un gran trozo de algo enmohecido y viscoso, Orin supone que provenía de algún rincón oscuro del sótano de la casa de
Weston, que era caluroso debido al horno y que se inundaba cada primavera. Describe aquella cosa como algo horripilante: de un color verdusco oscuro, lustroso, vagamente hirsuto, manchado con puntos
amarillentos, anaranjados y rojizos de hongos parasitarios. Y peor aún, la cosa tenía un aspecto vagamente incompleto, estaba mordida; y parte de aquella porquería nauseabunda me manchaba la boca abierta.
–Me he comido esto –repetía yo.
Se lo mostré a Mami, que se había quitado los lentes de contacto para hacer aquel trabajo sucio y que, al principio, al agacharse, solo vio a su criatura sollozante y con una mano ofreciendo algo y con el más
maternal de los reflejos, ella, que temía y abominaba más que nada en el mundo la suciedad y la podredumbre, se acercó a coger lo que fuera que tenía en la mano su bebé como lo había hecho tantas veces con
Kleenex muy usados, caramelos sucios o chicles ya mascados en tantos cines, aeropuertos, asientos de coche o de cines. Orin permaneció inmóvil, dice, con un frío terrón de tierra en la mano, jugueteando con
el Velcro de su grueso abrigo viendo cómo Mami se me acercaba con una mano extendida, el rostro con los ojos bizcos y presbiopes y de repente se detenía, se quedaba congelada empezando a imaginarse
qué era lo que yo tenía en la mano y sopesando las pruebas de un contacto bucal con aquello. Recuerda su cara como indescriptible. Su mano extendida, temblando aún por el roturador, colgaba en el espacio
delante de la mía.
–Me he comido esto –dije yo.
–¿Qué?
Orin dice que solo puede recordar (sic) que dijo algo caústico mientras se sacudía un calambre de la espalda con un paso de limbo. Dice que debió de sentir la llegada de una ansiedad inminente y terrible.
Mami hasta se negó a ir al húmedo sótano. Yo había dejado de llorar, recuerda, y permanecí allí con el tamaño y la forma de una boca de incendios y con un pijama rojo que me cubría hasta los pies, mostrando
con solemnidad aquella porquería como el informe de alguna especie de auditoría.
Orin dice que en este punto se le redobla la memoria, quizá como resultado de la ansiedad. En su primer recuerdo, los pasos de Mami por el terreno describen un amplio círculo de histeria.
–¡Dios santo! –clama.
–¡Socorro! ¡Mi hijo se ha comido esto! –chilla en la segunda y más vívida versión mnemotécnica de mi hermano, y repite sus palabras cogiendo la porquería con la punta de los dedos mientras corre dando
vueltas por el rectángulo y Orin se queda con la boca abierta ante esta su primera y auténtica visión de histeria adulta. Las cabezas de los vecinos del barrio aparecen en las ventanas y por encima de los setos
observando la escena. Orin recuerda que yo me caí, al intentar seguirla, tropezando con el cordel y ensuciándome y llorando a gritos–. ¡Santo cielo! ¡Mi hijo se ha comido esto! –continúa chillando ella y
corriendo dentro del rectángulo.
Y mi hermano Orin recuerda haber notado que, incluso presa de un trauma histérico, la dirección de su carrera era recta, sus huellas de nativa americana no se desviaban ni un milímetro y sus giros, dentro del
ideograma de la alambrada, eran marciales y secos mientras clamaba «¡Mi hijo se ha comido esto!» y me daba dos bofetadas antes de que se acallasen los recuerdos de mi hermano.
–Mis documentos no han sido comprados –les digo dirigiéndome a la roja caverna que se abre ante mis ojos cerrados–. No soy un chico que solo juega al tenis. Tengo una historia intrincada. Experiencias y
sentimientos. Soy un ser complejo.
»Yo leo –digo–. Leo y estudio. Apuesto a que he leído más que ustedes. No se crean que no lo he hecho. Devoro bibliotecas. Desgasto los lomos de los libros y los lectores de CD-ROM. Hago cosas como
coger un taxi y decir: “A una biblioteca, y vamos ya”. Mis instintos sintácticos y mecánicos son mejores que los de ustedes, y esto lo digo con el debido respeto.
»Pero trascienden lo mecánico. Yo no soy una máquina. Siento y creo. Tengo opiniones. Algunas son interesantes. Podría, si ustedes me lo permiten, hablar y hablar. Hablemos de cualquier cosa. Creo que
se ha minimizado la influencia de Kierkegaard en Camus. Creo que es muy posible que Dennis Gabor haya sido el Anticristo. Creo que Hobbes no es más que un Rousseau entrevisto en un espejo oscuro.
Creo, con Hegel, que la trascendencia es absorción. Creo que les podría batir a ustedes, caballeros, sin el menor esfuerzo –digo–. No soy un creatus prefabricado, condicionado y criado para una sola función.
Abrí los ojos.
–Por favor, no crean que no me importa.
Miro en derredor. Miradas de horror en mi dirección. Me levanto de la silla. Veo mandíbulas colgantes, cejas arqueadas en frentes temblorosas, mejillas de un blanco brillante. Las sillas retroceden ante mi
presencia.
–Virgen santa –murmura el director.
–Me siento bien –les digo de pie.
Por la expresión del decano amarillento, sopla un viento brutal desde donde estoy. La cara del de asuntos académicos ha envejecido en un abrir y cerrar de ojos. Son ocho los ojos que se han convertido en
discos vacíos que miran a lo que sea que ven.
–Dios santo –susurra el de deportes.
–Por favor, no se preocupen –digo–. Puedo explicarlo. –Calmo el ambiente con un gesto despreocupado.
El director de redacción me coge por detrás con los dos brazos y me tumba con todo su peso. Saboreo el suelo.
–¿Cuál es el problema?
–No hay ningún problema –digo.
–¡Todo está bien! ¡Yo estoy aquí! –me susurra al oído el director de redacción.
–¡Buscad ayuda! –clama un decano.
Me aprietan la frente contra un parquet más frío de lo que nunca hubiera podido imaginar. Estoy arrestado. Intento que me perciban blando y sin ofrecer resistencia. Me aplastan la cara y el peso del de
redacción me dificulta la respiración.
–Traten de escuchar –digo muy lentamente y amortiguado por el suelo.
–En nombre del Señor, ¿qué es eso…? –chilla frenético un decano–, ¿esos sonidos?
Se oyen los clics de una centralita telefónica, taconeos que van y vienen, una pila de papeles que se derrumba.
–Por Dios.
–¡Socorro!
La parte inferior de una puerta se abre en la periferia izquierda: de mi campo visual entran una corriente de luz halógena, unas zapatillas blancas y una sandalia Nunn Bush desgastada.
–¡Dejad que se levante! –Es DeLint.
–No pasa nada –digo lentamente desde el suelo–. Estoy aquí.
Me levantan por las axilas y me sacuden hasta dejarme en un estado que el director de cara rubicunda debe de considerar calmado.
–¡Reponte, hijo!
Y delante del rudo brazo del hombretón, DeLint dice:
–¡Basta ya!
–Yo no soy lo que ven y lo que oyen.
Sirenas a lo lejos. Una presa de antebrazo brutal me inmoviliza el cuello. Hay formas en la puerta. Una joven hispana se lleva las manos a la boca, mirando.
–No lo soy –digo.
Los viejos lavabos de hombres son dignos de amor: el aroma cítrico de los ambientadores sobre el largo lavamanos de porcelana; los armarios con puertas de madera y marcos de mármol frío; las hileras de
lavamanos, apoyados sobre destartalados alfabetos de cañerías a la vista; espejos sobre anaqueles metálicos; más allá de todas las voces, el ligero sonido de un goteo interminable aumentado por el eco al
chocar contra la porcelana húmeda y un frío suelo de azulejos cuya forma de mosaico parece casi islámica vista tan de cerca.
Gira en derredor el desorden que he causado. Me han arrastrado, aún inmovilizado, a través de un gentío de empleados administrativos; lo ha hecho el director de redacción, que parece haber pensado
alternativamente que me ha dado un ataque de epilepsia (abriéndome la boca por la fuerza para ver si tengo la lengua en su sitio), que me estoy ahogando (ha sido una maniobra Heimlich de manual lo que me ha
provocado una tos convulsa) y que estoy psicóticamente fuera de control (varias posturas y apretones diseñados para transferirse ese control a sí mismo), mientras DeLint da vueltas alrededor tratando de
refrenar el refreno que me ha impuesto el director, el entrenador de tenis refrena a DeLint, el hermanastro de mi madre habla con una rápida combinación de polisílabos al trío de decanos, que se sofocan, se
retuercen las manos, se desabrochan las corbatas, gesticulan ante la cara de C.T. y se hacen pases taurinos entre ellos con las páginas de una solicitud de ingreso ahora claramente superflua.
Estoy en posición supina sobre los mosaicos geométricos. Me concentro dócilmente en la cuestión de por qué los lavabos americanos siempre nos parecen enfermerías para la ansiedad pública, el sitio para
recuperar el control. Tengo la cabeza apoyada sobre el blando regazo del director arrodillado; él me limpia el rostro con toallas de papel institucional de color marrón sucio que le ha entregado alguna mano de la
muchedumbre que se agolpa en derredor; contemplo con toda la concentración que puedo los pequeños hoyuelos de sus carrillos, más hondos en la difuminada línea de su mandíbula, debidos seguramente a un
antiquísimo acné. El tío Charles, que es un lanzador de mierda verdaderamente incomparable, está disparando andanadas de ella, tratando de calmar a unos hombres que parecen tener más necesidad que yo de
un buen lavado de jeta.
–Pero si está bien –dice–. Miradlo, más tranquilo no puede estar, ahí echado.
–Usted no presenció lo que sucedió ahí dentro –le contesta un decano encorvado con la cara tapada por una maraña de dedos.
–Se excita, eso es todo, es un chico excitable que se impresiona…
–Pero los sonidos que hizo…
–Indescriptibles.
–Como un animal.
–Sonidos y ruidos subanimales.
–Y no nos olvidemos de los gestos.
–¿Alguna vez han sometido a tratamiento a este chico, doctor Tavis?
–Como una especie de animal con algo en la boca.
–Este chico está mal.
–Como un paquete de mantequilla machacado con un mazo.
–Como un animal retorcido con un cuchillo clavado en los ojos.
–¿Qué intentaba usted tratando de hacer ingresar a este…?
–Y los brazos.
–Usted no lo vio, Tavis. Sus brazos estaban…
–Aleteaban. Se agitaban de forma atroz como si tocaran unos tambores. Serpenteaban.
El grupo miró por un instante a alguien que estaba fuera de mi campo de visión tratando de demostrar algo.
–Como un lapso ultrasónico de tiempo, un revoloteo de algún tipo de movimiento… atroz.
–Sonaba más que nada como una cabra que se ahoga. Sí, una cabra ahogándose en algo viscoso.
–Una serie estrangulada de balidos y…
–Sí, serpenteaban.
–Entonces, ¿qué pasa? ¿Quién ha dicho de repente que es delito balar un poco?
–Usted, señor, se ha metido en un berenjenal. Tiene problemas.
–Su cara. Como si lo estuvieran estrangulando. Ardiendo. Creo que he tenido una visión del infierno.
–Tiene algún problema de comunicación. Nadie está negando que no le va mucho la comunicación.
–Ese chico necesita cuidados.
–En vez de cuidar a ese chico, ¿usted lo envía para que ingrese en la universidad y compita?
–¿Hal?
–Ni en sus más esperpénticas fantasías se ha imaginado usted la cantidad de problemas que esto le va a acarrear, doctor… presunto director de estudios. Docente.
–… se me aseguró que se trataba de una mera formalidad. Ustedes lo han asustado. Tímido como es…
–Y usted, White… ¡Usted intentó reclutarlo!
–… y terriblemente impresionado y asustado, allí solo, sin nosotros, que somos su sistema de apoyo, y ustedes mismos nos pidieron que saliésemos de la sala, que de haber…
–Yo solo lo había visto jugar. En la cancha es maravilloso. Posiblemente un genio. No teníamos ni idea. Su hermano está en la maldita liga nacional de fútbol americano, por todos los santos. He aquí un
jugador de primera, pensamos, con raíces en el sudoeste. Sus estadísticas están fuera de lo común. El invierno pasado lo vimos jugar todos los partidos del WhataBurger. Ni un solo balido, ni un chillido. Allí
veíamos ballet, algo excepcional.
–Maldita sea, claro que usted vio ballet, White. Este muchacho es un atleta digno del ballet, un verdadero jugador.
–Entonces se trata de una especie de idiot savant atlético. Lo del ballet compensa los profundos problemas que usted, señor, decidió ocultar para colarnos aquí al chaval… –Un par de alpargatas de esparto
brasileñas de lujo pasan por la izquierda y entran en una cabina del lavabo; las sandalias dan la vuelta y se ponen delante de mí. El urinario recibe un fino chorro en medio de los ecos lejanos de las voces.
–Ya es hora de irnos –está diciendo C.T.
–Señor, usted ha puesto en peligro para siempre la integridad de mi sueño.
–¿… pensaba que podía hacer pasar a un candidato en malas condiciones, amañarle las credenciales y colárnoslo con una entrevista preparada para finalmente integrarlo en todos los rigores de la vida
universitaria?
–Hal es funcional, cretino. Si tiene el apoyo adecuado. Está bien cuando se le deja en paz. Pues sí, tiene algún problema de excitación cuando se trata de conversar. ¿Acaso alguna vez me ha oído negarlo?
–Nosotros presenciamos algo solo marginalmente mamífero, señor.
–De ninguna manera. Mírelo. Cómo esa criatura excitable está ahí echada de lo más tranquila. Eh, Aubrey, ¿qué te parece a ti?
–Usted, señor, seguramente está enfermo. Este asunto no ha concluido.
–¿Qué ambulancia? ¿No pueden ustedes escuchar? Les estoy diciendo que hay…
–¿Hal? ¿Hal?
–Lo droga, intenta hablar en su nombre, mienta, y ahora él se queda ahí echado con esa mirada catatónica.
El crujido de las rodillas de DeLint.
–¿Hal?
–Ustedes lo exageran todo, lo distorsionan. La academia tiene ex alumnos distinguidos, juristas en los tribunales. Hal, aquí presente, es probablemente competente. Olvídate de las credenciales, Bill. Este
chico se traga los libros. Digiere las cosas.
Yo me limito a seguir echado, oliendo el papel higiénico, viendo cómo pivota una sandalia.
–¡La vida es algo más que sentarse a consultar el ordenador! ¡A ver si se enteran ustedes de una puñetera vez!
¿Y quién no va a amar este estruendo especial y leonino de un baño público?
No por nada Orin dijo que la gente de aquí cuando sale al aire libre solo se mueve en vectores que van de un aire acondicionado a otro aire acondicionado. El sol es un martillo. Puedo sentir que un lado de mi
cara empieza a cocerse. El cielo azul es lustroso y está henchido de calor, unos pocos y finos cirrocúmulos trasquilados desperdigan filamentos como cabellos. El tráfico no es el de Boston. La camilla es de un
tipo especial con ligaduras a los lados. El mismísimo Aubrey DeLint, a quien durante años yo había considerado un martinete de las dos dimensiones, se arrodilla para cogerme una mano maniatada y decirme
«Tranquilo, campeón» antes de volver a la refriega administrativa que se lleva a cabo al lado de la puerta de la ambulancia. Se trata de una ambulancia especial enviada desde mejor no saber dónde, no solo con
enfermeros, sino también con un médico psiquiatra a bordo. Los enfermeros me han movido con suavidad y son expertos con las ligaduras. El psiquiatra, con la espalda contra el costado del vehículo, levanta las
dos manos en una desapasionada mediación entre los decanos y C.T., que no para de blandir la antena de su móvil hacia el cielo como si fuera un sable, indignado de que se me meta sin ninguna necesidad en
una ambulancia para llevarme a alguna sala de urgencias contra mi voluntad y contra mis legítimos intereses. La cuestión de si el enfermo tiene voluntad o intereses es despachada sin miramientos mientras un caza
supersónico que vuela demasiado alto para que lo oigamos surca el cielo de sur a norte. El médico tiene las dos manos en el aire, al que da palmaditas que pretenden significar neutralidad. Tiene una gran
mandíbula con sombra de barba. En la única otra sala de urgencias que he estado, hace casi exactamente un año, la camilla psiquiátrica entró rodando hasta que la aparcaron al lado de otras sillas en la sala de
espera. Las sillas eran de plástico anaranjado; tres de ellas estaban ocupadas por diferentes personas, todas con frascos vacíos de medicinas recetadas y sudando la gota gorda. Esto ya era bastante malo, pero
en la última silla, justo al lado de la parte superior llena de correas de mi camilla, había una mujer en camiseta con la piel morena como la madera y una gorra de camionero y gravemente escorada a estribor que
me empezó a contar a mí, allí echado e inmovilizado, cómo había sufrido de la noche a la mañana una súbita y anómala elefantiasis en su pecho derecho, al que se refería como «tetita»; tenía un acento de
Quebec casi paródico y me describió durante casi veinte minutos su «tetita» presentando la historia clínica y los diagnósticos posibles antes de que me sacaran rodando de allí. El avance y la estela del caza
parecen producir una incisión, como si una carne blanca detrás del cielo azul estuviera expuesta y se abriera ante el avance de la hoja del cuchillo. Una vez vi la palabra CUCHILLO escrita con el dedo sobre el
espejo cubierto de vapor de un lavabo privado. Me he convertido en un infantófilo. Me veo forzado a mover los ojos para arriba o para los lados para evitar que la caverna roja estalle en llamas debido a la luz
del sol. El tráfico en la calle es constante y parece pasar diciendo «Poco a poco, poco a poco». El sol, cuando los ojos parpadeantes alcanzan a verlo aunque sea de soslayo, los enceguece de azul y rojo como
un foco. «¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿Por qué no «no» entonces, si el mejor razonamiento que puedes hacer es por qué no?» La voz de C.T. se aleja indignada. Ahora solo son visibles las gallardas estocadas
de la antena de su teléfono móvil justo dentro del marco derecho de lo que alcanzo a visualizar. Me llevarán a algún tipo de sala de urgencias donde me retendrán mientras no responda a sus preguntas, y
entonces, cuando responda a sus preguntas, me sedarán; de modo que será una inversión de un viaje normal, la ambulancia y la sala de urgencias: primero haré el viaje, luego me iré. Pienso un instante en el
malogrado Cosgrove Watt. Pienso en el Terapeuta Hipofalangial del Dolor. Pienso en Mami alfabetizando latas de sopa en la alacena encima del microondas. En el paraguas de Él Mismo colgado del borde de
la mesa de correos en el foyer de la casa del director de estudios. Hace ya todo un año que no me duele el tobillo lesionado. Pienso en John N.R. Wayne, que habría ganado este año el WhataBurger,
montando guardia enmascarado mientras Donald Gately y yo desenterramos la cabeza de mi padre. Casi no cabe duda de que Wayne habría ganado. Y Venus Williams posee un rancho cerca del Green Valley;
bien puede ser que participe en las finales de chicos y chicas de hasta dieciocho años. Mañana llegaré con mucho tiempo de antelación a la semifinal; confío en el tío Charles. Es casi seguro que el ganador de
esta noche será Dymphna, de dieciséis, pero que cumple años a solo dos semanas de la fecha límite del 15 de abril; y Dymphna estará cansado para mañana a las ocho y media, mientras que yo, sedado, habré
dormido como un bendito. Nunca me he enfrentado a Dymphna en un torneo ni he jugado con las pelotas sónicas que necesitan los ciegos, pero lo vi despachar con dificultades a Petropolis Kahn en el torneo
de hasta dieciséis años, y sé que será mío.
Empezará en la sala de urgencias, en el mostrador de registros, si C.T. se retrasa al seguir la ambulancia. O en la sala de azulejos verdes tras la habitación con las abrumadoras máquinas digitales, o, dado que
esta ambulancia especial está dotada de psiquiatra, acaso suceda durante el viaje: un médico sin afeitar y con un halo de brillo antiséptico, con su nombre escrito en cursivas sobre el bolsillo blanco de la bata y
una pluma de escritorio de buena calidad, que llevará a cabo un cuestionario a pie de camilla, una etiología y emitirá su diagnóstico usando el método socrático, todo ordenado y punto por punto. Según el
Diccionario enciclopédico Oxford, hay diecinueve sinónimos no arcaicos para «mudo, el que no contesta», de los cuales nueve provienen del latín y cuatro del sajón. En la final del domingo jugaré contra Stice o
Polep. Tal vez contra Venus Williams. Aunque inevitablemente será alguien no cualificado y sin licencia –una ayudante de enfermera con las uñas comidas o un tipo de la seguridad del hospital o un ordenanza
cubano y cansado– el que se dirigirá a mí con un «Eh, chico», interrumpiendo una tarea pesada y aburrida, verá lo que supone que es mi ojo y me preguntará: «Y tú, chico, ¿cuál es tu historia?».

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