jueves, 5 de octubre de 2023

Martin Heidegger Arte y poesía SAMUEL RAMOS PRÓLOGO

 

 

 


            Martin Heidegger

 

 Arte y poesía

 

 

 

            Título original: Der Ursprung des Kunstwerkes, 1952, 1980 - Hölderlin und das Wesen der Dichtung, 1937, 1971

 

            Martin Heidegger, 1952

 

            Traducción: Samuel Ramos

 

            Editor digital: turolero

 

            Aporte original: Spleen

 

            ePub base r1.2

 

             

 

 

 


 PRÓLOGO

 

 

            Los dos ensayos cuya versión española aparece en este volumen constituyen hasta ahora las reflexiones que Heidegger ha dedicado para responder más estrictamente al problema de la estética. Son el «Origen de la obra de arte» y «Hölderlin y la esencia de la poesía», que se reúnen con el título abreviado de Arte y poesía. Ambos escritos fueron leídos por su autor en conferencias sustentadas con diferencia de algunos meses, sucediéndose cronológicamente en el orden citado. Cierto que el ensayo sobre la poesía fue publicado antes de 1937 y el ensayo sobre el arte en 1952. Sin embargo, no adoptamos el orden de su aparición editorial, sino el orden en que se presentaron al pensamiento de Heidegger, como el más lógico, y que facilitará más la comprensión del lector, puesto que en el escrito sobre poesía se aplican algunas ideas más ampliamente explicadas en el escrito sobre arte.

            La estética del siglo XIX, según observa N. Hartmann, se dedicó de modo muy unilateral a tratar el arte como actividad subjetiva, dejando en segundo término el examen profundo y directo de la obra de arte que es, a fin de cuentas, el motivo determinante de aquella actividad. El cambio de dirección del pensamiento estético que pide Hartmann no se ha producido hasta nuestro siglo, y puede considerarse la actitud de Heidegger respecto de este problema como un exponente del cambio. En efecto, el punto de vista de este pensador es abordar directamente la obra de arte como tema concreto de su análisis filosófico. Por más que sus trabajos estéticos tengan cierta autonomía y el propio autor aluda muy escasamente a su obra anterior, es claro que aquéllos tienen en sus ideas centrales el supuesto de El ser y el tiempo. A semejanza de este libro que es una ontología fundamental, los dos pequeños ensayos estéticos pueden considerarse como una ontología del arte en su más estricto sentido.

            Para Heidegger es obvio que la obra artística es un ente cuyo carácter peculiar se propone precisamente descubrir. La obra de arte existe de modo tan natural como una cosa. «El cuadro cuelga en la pared como un fusil de caza o un sombrero […] los cuartetos de Beethoven yacen en los anaqueles de las editoriales como las papas en la bodega» (p. 37). El carácter de cosa es lo primero con que nos tropezamos al enfrentarnos a una obra de arte. ¿Es entonces la obra una mera cosa o algo más? Es indudable que la obra es algo más que una simple cosa, pero Heidegger considera que es de todos modos necesario aclarar en qué medida participa la obra de la naturaleza de la cosa. Esto lleva a una cuestión ontológica general, porque casi siempre se ha tomado a la cosa como modelo del ente. Así, por ejemplo, sucedió en Grecia en donde sus filósofos concibieron varias teorías que con los siglos se han hecho familiares y han llegado a parecer evidentes. Heidegger emprende una discusión de esas teorías que reduce a tres tipos. La teoría sustancialista, la teoría sensualista y la teoría materia y forma. Para la primera, la estructura de la cosa consta de un sustrato permanente, pero invisible, y un conjunto de accidentes variables; para la segunda, la cosa es solamente un conjunto de sensaciones, y para la tercera, la unión de una materia con una forma. En la discusión de cada una de estas tres doctrinas hace ver que todas ellas pueden aplicarse indistintamente a las cosas, los útiles o las obras de arte, de manera que con ellas no podemos encontrar los caracteres diferenciales de aquellos entes. Por otra parte, ninguna de ellas ofrece, por diversos motivos, una explicación ontológica satisfactoria. Con el tiempo el empleo habitual de ellas les ha hecho perder su sentido original, pero no obstante se han tomado como evidentes aunque con otras connotaciones. Así se han convertido en prejuicios que bloquean la experiencia inmediata del ente. Su evidencia es falsa y es preciso apartarlos si se quiere analizar el objeto en su autenticidad. Pero, pregunta el filósofo, «¿[no es] lo más difícil […] dejar ser al ente como es, sobre todo cuando tal propósito es lo contrario de aquella indiferencia que sencillamente vuelve la espalda al ente?» (p. 51). Además, la tesis de Heidegger es que el ente como tal es inaccesible a la razón, pero queda por pensar si su reticencia, su hermetismo pertenecen a su propia esencia. Hace observar Heidegger que de las tres interpretaciones del ente la que ha alcanzado el mayor predominio es la de la unión de materia y forma, porque se ha derivado del análisis del útil, muy próximo a la representación humana, puesto que el útil es nuestra creación. La cuestión para Heidegger es discernir las diferencias esenciales y los puntos comunes entre la cosa, el útil y la obra de arte.

            Una vez desbrozado el camino, sobre todo demoliendo los prejuicios tradicionales, se inicia la parte constructiva adoptando un método que es el fenomenológico, puesto que consiste, como dice el autor, en describir simplemente un útil «sin teoría filosófica alguna». La práctica no se ajusta estrictamente a este programa como lo puede comprobar el lector que encontrará entremezcladas la descripción con la interpretación, la fenomenología con la hermenéutica. Éste es, por lo demás, el método que explícitamente adopta Heidegger en su ontología fundamental.[1] Toda ontología es fenomenología porque no hay nada tras del fenómeno y si hay que descubrirlo es porque éste siempre se oculta o se disimula. Pero en vez de elegir como materia de su investigación un útil real, por no juzgarlo indispensable, Heidegger toma un cuadro de Van Gogh que representa un par de zapatos viejos de campesino. La pintura es de estilo naturalista que el mismo Van Gogh, en una de sus cartas (529), califica de «naturaleza muerta». La vejez de los zapatos ha sido captada de modo tan extraordinario por el artista que en las deformaciones que han quedado como huella del trabajo puede leerse la historia de la campesina que los usa. Y tal es en efecto la descripción que hace Heidegger, con cierto aliento literario, para mostrar a través de la expresión de la pintura, el mundo y la vida de la mujer que porta estos zapatos. Sólo que este esfuerzo descriptivo lo encamina el filósofo, de propósito, a un fin distinto a la mera exégesis del cuadro. Se trata nada menos que de descubrir la esencia del útil, cosa que logra, aparentemente, afirmando que tal esencia radica no en el servir para algo, sino en lo que llama «ser de confianza» (Verlässlichkeit). Este rasgo del útil lo conocen hace tiempo los fabricantes norteamericanos que, para atraerse el interés de la clientela, anuncian con frecuencia su producto como algo dependable, como algo a lo que puede tenerse confianza. Pero ellos garantizan esta cualidad únicamente cuando el útil se ha sometido a una severa experiencia de su eficacia. Uno puede tener confianza en una pluma fuente o en un automóvil cuando hay pruebas muy abundantes de que sirven. ¿O se trata acaso de una de estas ideas sutiles de Heidegger, cuya interpretación sería que para este filósofo el útil sólo es plenamente útil cuando se usa? Así que, por ejemplo, los zapatos no son en verdad tales cuando se encuentran en el escaparate de la zapatería, sino hasta que alguien los usa y adquiere confianza en ellos. Siendo poco convincente el descubrimiento de Heidegger, lo que debe ponerse en duda no es si el ser del útil es o no «ser de confianza», sino si este dato se lo reveló la pintura o como él dice «el cuadro habló». Pero dejemos abierta esta interrogación y pasemos a la conclusión más importante que se refiere al arte mismo. El cuadro de Van Gogh es admirable porque en un objeto humildísimo, como son unos zapatos viejos, nos revela, con su fuerte expresión pictórica, una vida y un mundo que una mirada vulgar ni siquiera hubiera sospechado. Sin embargo, ante el cuadro sentimos como si de pronto surgieran para nosotros esos pobres zapatos en la plenitud de su verdad. «El cuadro de Van Gogh es hacer patente lo que el útil, el par de zapatos del labriego, en verdad es, este ente sale al estado de no-ocultación de su ser». Esta conclusión parece tener un puro sentido ontológico, pero este sentido para Heidegger es al mismo tiempo la significación estética de la pintura. «En la obra de arte se ha puesto en operación la verdad del ente». Por cierto que el filósofo no nos dice aquí, ni en ninguna otra parte, dónde se repite la misma fórmula, quién y cómo pone en operación la verdad del ente.

            En toda la obra de Heidegger corre como un leitmotiv la idea de que la verdad no es sólo la propiedad del conocimiento que se enuncia en un juicio, sino propiedad del ser mismo. Esta idea se origina en Grecia (Parménides) pero fue abandonada por los mismos griegos y ocultada por la tradición filosófica posterior. «[…] Llamamos verdadera no sólo a una proposición, sino también a una cosa, por ejemplo, oro verdadero a diferencia del falso» (p. 72). Aquí, pues, el concepto verdad tiene el sentido de autenticidad. El ente es verdadero en cuanto es auténtico, en cuanto se presenta tal cual es. Entonces la verdad y el ente son la misma cosa. Originalmente la verdad tuvo un sentido ontológico aun cuando pronto fue desplazado por su concepto puramente lógico. Por más que la estética de Heidegger tenga el matiz que le imprime todo el orden sistemático de su filosofía, no se puede menos que recordar, por asociación, una corriente intelectualista en la estética que en mayor o menor grado identifica el arte con la verdad, atribuyéndole así un cierto alcance metafísico. Tal ocurre, por ejemplo, en Schelling, en cuya Filosofía del arte se encuentran expresiones como ésta: «Belleza y verdad son en sí o según la idea la misma cosa». Pero este tema de la verdad resuena constantemente en la Estética de Hegel en donde se podrían encontrar muchas frases como ésta: «Arte, religión y filosofía tienen esto de común que el espíritu finito se ejercita en un objeto absoluto que es la verdad absoluta». La estética de Schopenhauer tiene también un acento metafísico, al explicar que el arte o expresa la Idea objetivada de la voluntad, o hace presente a la voluntad misma, como sucede en la música. El supuesto más o menos explícito en algunas de estas filosofías es que el artista como individuo de excepción, dentro del común de los hombres, está dotado de un poder visionario que penetra profundamente en todas las cosas. De algún modo, ante sus pupilas limpias de todo interés mundano, se presenta la realidad como es en sí misma, que una vez reflejada en la obra sorprende como una revelación al ser vista por los demás. Es el hombre que al despojarse del velo que oculta la verdad de las cosas las descubre en su auténtico ser. La idea no es ignorada por muchos artistas y amantes del arte. En varias doctrinas estéticas, como he dicho antes, aparece la misma tesis, sólo que con matices intelectualistas, místicos o irracionalistas de acuerdo con el contexto de cada filosofema personal.

            Ahora entraremos con Heidegger a considerar otros aspectos de la obra de arte. Los «Eginetas» en la colección de Munich, la Antígona de Sófocles, el templo de Paestum y la catedral de Bamberg no son ya las obras que fueron porque su mundo se ha desvanecido. «La obra, como tal, únicamente pertenece al reino que se abre por medio de ella. Pues el ser-obra de la obra existe y sólo en esa apertura» (p. 62). La obra de arte no es completa por sí misma, tomada aisladamente, sino sólo dentro de un conjunto de relaciones que trascienden su entidad concreta para integrarla al mundo que la rodea. Preexiste a su aparición un conjunto de seres, pero es la obra la que proyecta una especie de luz sobre ellos y se convierte en el centro que los unifica y los constituye en un mundo. Esta idea es ilustrada con el examen, un poco imaginario, de un ejemplar artístico que es en este caso una obra arquitectónica elegida intencionalmente por no pertenecer a las artes representativas. Se trata de un templo griego —tal vez el de Paestum—. Al construir el templo, por motivos religiosos, quedan asociados con él todos los momentos trascendentales de la vida de un pueblo cuyos destinos parece presidir el dios con su presencia. Pero el templo como obra material viene a producir una transformación en la apariencia del paisaje. La piedra misma por su luminosidad hace «que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche. Su firme prominencia hace visible el espacio invisible del aire. Lo inconmovible de la obra contrasta con el oleaje del mar y por su quietud hace resaltar su agitación» (p. 63). Este ámbito que nosotros conocemos como la naturaleza estaba ahí, pero el templo viene a darle un relieve y una claridad que antes no tenía. A su vez este fondo contribuye a definir mejor los contornos, las superficies y los volúmenes de la piedra de que está hecho el templo. En este juego de influencias y contrastes, según la fina observación de Heidegger, todo se vivifica y se anima.

            La obra de arte pone de manifiesto un mundo no en el sentido del mero conjunto de cosas existentes, ni en el de un objeto al que se pueda mirar. La piedra no tiene mundo, las plantas y los animales tampoco lo tienen. El mundo es la conciencia que se enciende como una luz para dar cuenta al hombre de su existencia y de su posición en medio de los otros seres existentes; todas las cosas adquieren su ritmo, su lejanía y cercanía, su amplitud y estrechez. El hombre se hace consciente de su destino histórico, de su dependencia de los dioses que pueden conferirle o negarle su gracia. Este mundo no es un mundo abstracto como forma de inteligibilidad de todo lo existente. Se trata de una pluralidad de mundos concretos, que son como la atmósfera espiritual que influye en la vida de cada pueblo, cada época, cada momento histórico. «Lo que permite al pensador griego del siglo VI poner todas las cosas como inteligibles, y sintetizarlas, no es tanto el concepto abstracto del mundo sino la realidad del mundo antiguo.»[2] Hay, pues, en el pensamiento de Heidegger, una diferencia entre el concepto del mundo expresado en El ser y el tiempo y en el «Origen de la obra de arte». Esta diferencia depende, según De Waelhens, de que estén llamados a diferente función: «el mundo que se expresa en la obra de arte no es ya una exigencia, sino un contenido especificado, un contenido de ideas, de sentimientos y de proyectos que va a hacer inteligible lo singular y lo concreto».[3]

            Pero esta expresión ideal de la obra de arte no puede flotar en el aire, sino que tiene que asentarse en algo permanente y material. Todas las obras de arte están hechas de eso que se llama la materia prima y ésta tiene que extraerse de la naturaleza. A lo que nosotros llamamos naturaleza Heidegger le llama la tierra, en el sentido metafórico o mitológico tradicional de la «madre tierra», que engendra y alimenta a todos los seres y luego los recoge en su seno. Como ser femenino guarda celosamente su secreto, es hermética y resiste todo intento científico o metafísico para penetrar en su enigma. Es lo irracional por excelencia. Este hiato cognoscitivo es, hasta cierto punto, superado por el arte. Al manifestarse un mundo en la obra artística hace el mismo tiempo que la tierra sea tierra. «La roca llega a soportar y a reposar, y así llega a ser por primera vez roca; el metal llega a brillar y a centellar, los colores a lucir, el sonido a sonar, la palabra a la dicción» (p. 67). Es decir, todos estos materiales, por medio del arte, llegan a revelar su entidad antes oculta. Es cierto que el útil está hecho también de materia, pero ésta desaparece ante lo único que cuenta, que es el servicio. Además, con el uso sufre un desgaste. Puede prescindirse tal vez del sentido metafísico de esta profunda observación de Heidegger, pero lo que queda entonces tiene, a mi juicio, el valor de rehabilitar la participación esencial de la materia en la obra de arte, subestimada por el idealismo estético (Croce, Collingwood), para el cual la obra de arte está ya completa en el espíritu como «estado mental» o como «intuición», siendo su materialización objetiva un hecho accesorio.

            Lo certero de la intuición de Heidegger es percibir que la materia no es simplemente un «cimiento cósico» de la obra de arte, sino que tiene dentro de su unidad estética un valor propio, sea o no este valor una revelación ontológica de la tierra. Desde luego, entiendo que este valor es un valor estético, reconociendo, por otra parte, que en la pintura y la escultura la brillantez del colorido o las preciosas calidades del mármol tallado, o bien el sonido en la música, los variados timbres de los instrumentos, son manifestaciones sensibles que algo tienen que ver con la constitución interna de los diversos materiales que se emplean en su producción. Me refiero a las materias colorantes, piedras, maderas, metales, membranas, etcétera.

            Mas para completar la concepción de Heidegger es preciso añadir que, en la obra de arte, el mundo y la tierra sostienen una lucha porque son elementos antagónicos, porque el mundo tiende a hacerse patente, a exponerse a la luz, mientras que la tierra, al contrario, tiende a retraerse dentro de sí misma, es autoocultante. Como si quedara objetivada de modo virtual y permanente la lucha del artista en el momento creador, entre la materia inerte y resistente y su voluntad de darle una forma para expresar un sentido espiritual. Hay en este forcejeo algo que se desgarra en lo más duro, pero es precisamente en esta desagarradura donde se puede encontrar un acoplamiento. Heidegger elige un templo para ilustrar su teoría, quizá porque es en la arquitectura donde más se impone la presencia de la materia y por esto la tensión de fuerzas es más evidente. Ya Simmel, en un pequeño ensayo, «Las ruinas», había descrito el conflicto en términos menos esotéricos que su compatriota. «La arquitectura es el único arte en que se apacigua y aquieta la gran contienda entre la voluntad del espíritu y la necesidad de la naturaleza; en la arquitectura llegan a un perfecto equilibrio dos tendencias contrarias: la del alma, que aspira hacia arriba, y la pesantez, que tira hacia abajo […] La arquitectura, si bien utiliza y reparte el peso y la resistencia de la materia con arreglo a un plan ideal, permite empero que dentro de éste la materia actúe según su naturaleza inmediata y realice aquel plan como con sus únicas y propias fuerzas». Si, como lo comprueba esta cita de Simmel, la teoría de la lucha puede interpretarse de algún modo en la arquitectura, queda como problemático si la tesis de Heidegger puede ser igualmente válida para todas las demás artes. Tal vez pueda suponerse una cosa semejante sólo en aquellas obras de arte que deben su existencia física a una determinada materia, extraída directamente de la naturaleza, como la pintura y la escultura. Sería mucho más forzado hacer entrar en la teoría obras como las musicales que se realizan mediante instrumentos previamente fabricados o como las poéticas cuya materia es el lenguaje, que es ya por sí una creación espiritual del hombre.

            El último capítulo del ensayo «La verdad y el arte» es el de más difícil comprensión —y, por lo tanto, de traducción— porque vuelve Heidegger a adoptar su lenguaje oscuro y a hacer juegos de palabras que llegan a lo increíble. En esta parte, el estilo no es el de un filósofo y más parece el de un profeta o un místico que se debate por dar expresión a lo inefable. En el tratamiento de sus temas se acentúa de modo notable la dirección francamente irracionalista del pensamiento de Heidegger. Por ello resulta difícil y atrevido hacer una exégesis de esta parte de la doctrina estética heideggeriana. ¿Puede lo irracional traducirse a términos que tengan un sentido para nuestra normal comprensión lógica? El esfuerzo de comprensión para estas ideas, por más grande que sea, nos deja en la incertidumbre y queda siempre la posibilidad de que nuestra interpretación sea solamente hipotética.

            Este apartado final introduce por primera vez la idea de creación, cuya esencia se explica, según el autor, por la esencia de la obra y no al contrario, como parecería a primera vista. Es inútil para explicar la creación recurrir a la actividad técnica del artista, que en realidad no es puramente un hacer sino también un saber. La actividad técnica del artista es determinada por la esencia de la creación. Pero ¿qué es entonces la creación? Pues en definitiva el devenir de la obra, su llegar a ser por medio de la creación, es un modo del acontecer de la verdad. Entonces la verdad y la creación quedan identificadas. Tampoco aquí da el autor mayores explicaciones de lo que afirma. ¿Cómo puede la obra, que es el producto, determinar la creación, que es su causa? ¿Cómo puede algo que todavía no existe determinar lo que ya existe?

            Por otra parte, la verdad es no-verdad: «La verdad está en cuanto tal en la contraposición del alumbramiento y las dos clases de ocultación» (p. 83). En el siguiente paso es fácil identificar la verdad con la lucha que se ha descrito en el seno de la obra de arte. «La verdad existe sólo como la lucha entre alumbramiento y ocultación, en la interacción de mundo y tierra. La verdad se arreglará en la obra como esa lucha de mundo y tierra» (p. 85). En ambas luchas se trata, pues, de una y la misma cuestión y Heidegger puede reproducir, a propósito de la verdad, sólo cambiando los términos, lo que antes había expuesto sobre la obra de arte. Es lo que pudiéramos llamar un solo tema con variaciones. La creación no es otra cosa sino la fijación de la verdad mediante la forma. Pero de este modo la creación no queda reducida al acto productor, sino que permanece objetivada como un modo de ser de la obra y «tenemos que poder experimentar el ser-creado en la obra» (p. 87). Independientemente del sentido de esta idea en el contexto de la filosofía heideggeriana, ya es un hecho admitido en la estética que la percepción de la creatividad, es decir, la percepción de que no es obra de la naturaleza o de la fabricación, es parte integrante de la experiencia y la valoración artística. Y esta experiencia de la creación, como lo observa acertadamente Heidegger, no es la discriminación del estilo de tal o cual gran maestro, el N. N. fecit, sino simplemente de lo creado como factum est, como algo extraordinario que se presenta en la obra o, como dice Heidegger, «que es». «Cuando es desconocido el artista, el proceso y las circunstancias en que nació la obra, resalta desde la obra y en su mayor pureza ese empuje, ese ‘que es’ del ser-creación» (p. 88). Pero así pasamos a otro momento que es el de la contemplación.

            «Dejar que una obra sea obra es lo que llamamos la contemplación de la obra. Únicamente en la contemplación, la obra se da en su ser-creatura como real […]» (p. 89). «Si una obra no puede ser sin ser creada, pues necesita esencialmente los creadores, tampoco puede lo creado mismo llegar a ser existente sin la contemplación» (p. 89). Con la contemplación aparece un término inevitable en el fenómeno artístico, el dualismo sujeto-objeto que Heidegger parece borrar en todo su ensayo, con el empeño ilusorio aunque tácito de hacer creer que la obra artística habla por sí sola, cuando es el filósofo el que habla por la obra o mejor dicho de la obra. Es de una completa imposibilidad que la obra se presente como la cosa en sí, sin ninguna referencia al filósofo que la piensa. Además una pura ontología de la obra de arte sin referencia al sujeto contemplador es imposible, como lo demuestra el hecho mismo de que Heidegger tenga que acudir a la contemplación, aunque habla de ella en abstracto, como si no implicara necesariamente el sujeto de esa contemplación. Sólo en un pasaje alude muy brevemente a la cuestión. «El arte es poner en la obra la verdad. En esta proposición se oculta una ambigüedad esencial, con arreglo a la cual la verdad es el sujeto o el objeto del poner. Pero, aquí, sujeto y objeto son nombres inadecuados. Impiden precisamente pensar esta esencia ambigua, una tarea que ya no pertenece a esta consideración» (p. 100). Una interpretación puede ser que para Heidegger la contemplación es una fusión integral de sujeto y objeto, una unión mística. Pero ¿puede suprimirse la distancia en el fenómeno estético? Heidegger sí lo hace porque no quiere que la obra de arte se convierta en objeto. En uno de sus ensayos dice al tratar de los rasgos de la modernidad: «Una tercera manifestación igualmente esencial de la modernidad radica en el proceso de que el arte se reduzca al círculo de la estética. Esto significa que la obra de arte se transforma en objeto de la vivencia y en consecuencia el arte vale como expresión de la vida del hombre».

            Por otra parte, esta idea de la contemplación es la que nos permite dar un sentido inteligible a la fórmula de que el arte «es poner en operación la verdad del ente». En efecto, la obra, por sí, mantiene su contenido latente hasta que la contemplación viene a ponerlo en movimiento, a actualizarlo, «lo creado mismo no puede llegar a ser existente sin la contemplación».

            Siguiendo el desarrollo de su pensamiento Heidegger llega en el siguiente paso a decir que «La verdad como alumbramiento y ocultación acontece al poetizarse» (p. 95). Todo arte es en esencia Poesía. Pero ¿qué es la Poesía? No es desde luego un producto de la imaginación o de la fantasía. La Poesía es la verdad. Con esto podemos darnos cuenta de que el pensamiento de Heidegger está girando en un círculo. La obra de arte es creación, la creación es la verdad, la verdad es la poesía, la poesía es… la verdad. ¿No habrá en todo este discurrir algo de artificio? Sólo mediante un esfuerzo de ingeniosidad puede llegar a establecerse una ecuación en la que verdad = creación = poesía = arte.

            La terminología de Heidegger es oracular. En cada una de sus palabras parece proponernos un enigma, como al decir que la Poesía puede ser instauración, fundamento, ofrenda. Pero dejemos el concepto de Poesía para más adelante, al ocuparnos del segundo ensayo cuyo tema es precisamente caracterizar la esencia de aquélla.

            La tesis fundamental de Heidegger de que el arte pone en operación la verdad de los entes puede más o menos tener un sentido en las artes representativas, sobre todo en las obras más naturalistas como el cuadro de Van Gogh. Pero donde la verificación de aquella fórmula se hace muy problemática es en las artes no-representativas. ¿La verdad de qué ente se revela en la música? «En el estar ahí del templo acontece la verdad. Esto no significa que en él algo esté representado o reproducido correctamente, sino que el ente en totalidad es llevado a la desocultación y tenido en ella. Tener significa resguardar. En el cuadro de Van Gogh acontece la verdad. Esto no significa que en él se haya pintado correctamente algo que existe, sino que al manifestarse el ser útil de los zapatos alcanza el ente en totalidad, el mundo y la tierra en su juego recíproco, logra la desocultación» (p. 78). Pero ¿qué es «el ente» en totalidad? ¿Un «mundo» en particular, una «tierra» en particular? Porque siempre se ha entendido que cuando el arte revela un ente, este ente es individual y concreto. Hay una ambigüedad en las expresiones de Heidegger, pues no aclara si el ente que se revela es la obra de arte como ente o si es el ente que representa la obra. Además, nunca explica si el ente se desoculta por sí mismo o lo desoculta el artista o el filósofo. Tan misteriosa como la tierra, o más quizá, es la teoría de Heidegger de que ella se oculta o se disimula como si en ella radicara un poder para hacerlo por ella misma. Éstas y otras afirmaciones metafísicas quedan como problemáticas porque no son evidentes de suyo y no aduce el autor las pruebas filosóficas correspondientes.

            No se puede negar que en ciertas obras de arte o de poesía se expresa una verdad, no en el sentido de Heidegger, sino en el de «conocimiento verdadero», de saber. Así lo entiende Platón cuando cita a Hesíodo, Homero o Píndaro no precisamente como poetas, sino como sabios que expresaban en su poesía algunas observaciones sobre la vida del hombre y el mundo. Dentro de estos límites se confina el alcance de esa estética de la verdad que se justifica apenas en una fracción del dominio del arte.

            Sería atrevido afirmar de muchas manifestaciones del arte que expresan una verdad, cuando más bien se mueven en el terreno de la ficción y la fantasía. Si tomamos en cuenta el significado objetivo con el que más generalmente se admiten en la ciencia y la filosofía los conceptos de verdad, creación, poesía, arte, resulta contradictorio el primero con los otros tres, es decir, la verdad con la creación. La conciliación sólo es posible, aparentemente, si se cambia su significación en la forma muy personal y subjetiva en que lo hace Heidegger.

            El desarrollo de su ensayo, que en buena parte tiene plena lucidez conceptual, es interrumpido por un oscurecimiento en que parece abandonar el discurso filosófico con el fin de penetrar en regiones inefables para las que no puede encontrar una expresión adecuada a pesar de las violencias que hace a su propio idioma. Queda aquí la duda de que sean intuiciones muy profundas o intentos frustrados al querer traspasar los límites de lo racional.

            «Siempre que el arte acontece […] se produce en la historia un empuje y ésta comienza o recomienza» (p. 100). «El arte es histórico y como tal es la contemplación creadora de la verdad en la obra». En éste y otros pasajes del ensayo se expresa la preocupación del filósofo por atribuir al arte una categoría originaria que determina la existencia histórica de un pueblo. Aun parece que de aquí arranca su problemática. «Preguntamos por la esencia del arte […] para poder interrogar si el arte es o no un origen en nuestra existencia histórica […]» (p. 101). Para el filósofo, el arte moderno no tiene este carácter y el «Epílogo» es revelador de su profundo desacuerdo con el sentido de aquel arte, que rubrica citando aquellas famosas palabras de Hegel: «El arte es para nosotros, por el lado de su destino supremo, un pasado […]». Para Heidegger el concepto del arte sigue siendo ese concepto metafísico y místico con el que el idealismo alemán se representa toda la tradición artística. «A nosotros nos importa —dice Croce refiriéndose a Schelling, Solger y Hegel— poner en claro su identidad sustancial, el común misticismo y arbitrarismo que constituye en estética su posición histórica». «El romanticismo y el idealismo metafísico habían colocado el arte tan alto, tan en las nubes, que acabaron necesariamente por darse cuenta de que el arte, tan en alto, ya no servía para nada». La Estética de Hegel, comenta Croce, es en verdad el elogio fúnebre del arte.

            Por lo demás, no se necesita ningún supuesto metafísico o místico para reconocer que el arte ha sido y sigue siendo un factor en el despertar de la conciencia histórica de un pueblo. El hecho de que se reduzca al círculo de la estética y sea objeto de una vivencia, como lo ha sido en todos los tiempos, y sea expresión de la vida del hombre, no lo hace despreciable, sino al contrario, acrecienta su excelencia. Parece un poco extraño que Heidegger no admita que el arte sea sacado de un círculo metafísico y divino para colocarlo en el círculo de lo humano.

            «Hölderlin y la esencia de la poesía» es un pequeño ensayo, pero denso de ideas y de una gran lucidez en la caracterización estética del concepto de poesía. El método sigue siendo, como antes explicamos, una combinación de fenomenología y hermenéutica. Consiste en encontrar la «esencia esencial» de la poesía en un solo poema o más bien en cinco fragmentos en que Hölderlin poetiza sobre la poesía. Ésta es la razón de haber escogido al poeta alemán para el propósito filosófico de Heidegger. En estos breves comentarios seguiremos un orden expositivo distinto del que siguió el autor.

            La poesía se origina en el habla, que no debe entenderse únicamente como instrumento de comunicación. Considerando las explicaciones que da Heidegger en diversas obras acerca del habla, creemos que su concepto se identifica con lo que comúnmente se entiende por conciencia humana, o mejor dicho, que para Heidegger sólo hay conciencia en cuanto existe la posibilidad del habla y, por lo tanto, de crear el lenguaje. Es el dar nombre a todas las cosas lo que permite al hombre ser consciente del mundo y de sí mismo. Funcionalmente, pues, el habla y el lenguaje son lo mismo que la conciencia. El campo de acción de la poesía es el lenguaje, pero no lo toma como un material ya hecho sino que la poesía misma hace posible el lenguaje. «La poesía es el lenguaje primitivo de un pueblo histórico». Esta idea, hoy comprobada científicamente por el estudio de múltiples lenguas primitivas, fue originalmente expresada por Vico, quien de este modo venía a revolucionar el prejuicio tradicional de que el lenguaje es primeramente abstracto y racional, como el que usan los hombres civilizados en diversas aplicaciones comunicativas, y secundariamente los poetas extraen de aquél los elementos necesarios para elaborar sus formas estilísticas de expresión literaria.

            Por eso Heidegger piensa que la poesía «es el fundamento que soporta la historia» y no un adorno que acompaña la existencia humana o una mera «expresión del alma de la cultura». De acuerdo con el guión de Hölderlin, el filósofo caracteriza a la poesía como un diálogo, puesto que nosotros mismos somos un diálogo y «podemos oír unos de otros». La posibilidad de la palabra implica el poder hablar y el poder oír que son igualmente originarios. Heidegger adopta la idea pesimista de Hölderlin de que el habla «es el más peligroso de todos los bienes», puesto que es la conciencia del ser, pero también de lo que puede engañarlo y amenazarlo. Con la palabra se puede llegar a lo más puro y lo más oculto, así como también a lo ambiguo y lo común. Con el habla puede la palabra esencial convertirse en vulgaridad, pero de todos modos es un bien, puesto que no agota el habla la posibilidad de entenderse, sino que sólo donde hay habla puede haber mundo y sólo donde hay mundo hay historia. Por lo tanto, es la garantía de que el hombre puede ser histórico.

            Poetizar, según la expresión de Hölderlin, es «la más inocente de todas las ocupaciones», a lo cual comenta Heidegger que la poesía es como un sueño, pero sin ninguna realidad; un juego de palabras sin lo serio de la acción. Esta justa caracterización de la poesía como algo intrascendente, parece olvidarla Heidegger cuando da vuelta a su pensamiento para presentarla como algo trascendente. Tendría, pues, la poesía dos caras: una intrascendente y otra trascendente. ¿En qué sentido es la poesía trascendente? Es que «poetizar es dar nombre original a los dioses». Pero esto sólo es posible porque los dioses mismos nos dieron el habla. Los dioses también hablan, sólo que lo hacen mediante signos, y toca a los poetas sorprender e interpretar estos signos para luego transmitirlos a su pueblo. El poeta es, pues, un médium que está entre los dioses y los hombres, y la esencia de la poesía es la convergencia de la ley de los signos de los dioses y la voz del pueblo. ¿Hasta qué punto se agota la esencia de la poesía en la poesía profética? Desde luego el concepto de Hölderlin-Heidegger es el del poeta-profeta. Pero hay, sin duda, auténticos poetas, líricos, imaginativos, épicos, etc., que no se ajustan a ese modelo. Toda poesía es, a querer o no, una «manifestación de la cultura» y a veces «expresión del alma de la cultura», sin que esto sea un motivo para empequeñecerla. Heidegger parece aferrarse a la idea de que la poesía, así como el arte, son exclusivamente una proyección hacia lo divino, hacia lo infinito, quizá como una compensación a la finitud del hombre. ¿Es acaso su concepción pesimista del hombre lo que le impide aceptar que el arte y la poesía se coloquen en el ámbito de lo humano?

            «La poesía despierta la apariencia de lo irreal y del ensueño, frente a la realidad palpable y ruidosa en la que nos creemos en casa. Y sin embargo es al contrario, pues lo que el poeta dice y toma por ser es la realidad» (p. 120). Por eso dice Heidegger que la poesía es instauración por la palabra y en la palabra, y es lo permanente lo que instauran los poetas.

            Hemos entresacado las notas fundamentales de la estética de la poesía, que define Heidegger siguiendo el guión de Hölderlin. En su interpretación reaparece el sentido metafísico y místico que encontramos antes en su filosofía del arte.

            En el ensayo sobre el arte, Heidegger escribe estas palabras: «La Poesía (Dichtung) está tomada aquí en un sentido tan amplio y pensada al mismo tiempo en una unidad interna tan esencial con el habla y la palabra, que debe quedar abierta la cuestión de si el arte en todas sus especies desde la arquitectura hasta la poesía (Poesie) agota la esencia de la Poesía». El filósofo juega aquí con la palabra alemana Dichtung en el sentido de la categoría primordial del habla, y la palabra latinizada Poesie en el sentido de subespecie de la literatura. Si como lo hemos indicado se interpreta el concepto «habla» como la conciencia, en cualquier forma de expresión, y por otra parte se entiende por poesía la creación en el sentido original griego, es evidente que todas las bellas artes son poéticas.

            La exposición anterior, como he declarado, no pretende de ninguna manera ser exhaustiva, sino tan sólo destacar los momentos culminantes en el desarrollo del pensamiento heideggeriano. Pero el que esto escribe no ha podido menos que enjuiciar algunas ideas contenidas en los ensayos que aquí se presentan, emitiendo observaciones críticas que no intentan menoscabar el valor que tiene la meditación del filósofo alemán dentro de la estética contemporánea. Creo que ésta no tiene más camino para renovar sus conceptos tradicionales que proseguir cada vez más a fondo el análisis fenomenológico de la obra artística. En el balance de los resultados aparece una serie de ideas con signo positivo. Su rehabilitación del «primer plano». (Vordergrund) de la obra artística, que es su cuerpo material, la «tierra» en el lenguaje de Heidegger, como integrante de la unidad en el todo artístico, rectifica un prejuicio idealista que viene desde Platón. Su original teoría de la lucha de mundo y tierra en la que tal vez hay un fondo de verdad, si se interpreta como la lucha de la expresión espiritual del hombre a través de indóciles medios materiales en los que queda objetivada. Éstas y otras ideas, en cuyo detalle no era posible entrar en este prólogo, encontrará el lector que se sienta atraído por el estilo sibilino de Heidegger y haga el esfuerzo por comprender su íntimo significado. Su estética tiene, naturalmente, como fondo, el conjunto de la filosofía de Heidegger, pero creo que es posible captar sus ideas cruciales sin tener el conocimiento de ese conjunto. Aun en el caso de que su estética deba tomarse como expresión muy subjetiva y muy personal, siempre este tipo de filosofar provoca grandes conmociones y resonancias, cuando viene de un gran espíritu.

            Quiero agradecer aquí públicamente a mi ilustre colega, el doctor José Gaos, el haber revisado, con la minuciosidad que él acostumbra, el manuscrito del «Origen de la obra de arte», apuntando muy acertadas correcciones y sugiriendo modificaciones también valiosas que seguramente han mejorado esta traducción española. He utilizado con modificaciones la traducción de Gaos de un fragmento del ensayo mencionado que publicó en una revista mexicana con el título de «Caminos del bosque». Agradezco también a la doctora Marianne Oeste de Bopp su valiosa ayuda para entender algunas partes difíciles del texto alemán. Al doctor Justino Fernández hago patente mi reconocimiento por la molestia que se tomó en buscar y obtener una copia fotográfica del cuadro de Van Gogh descrito por Heidegger.

            SAMUEL RAMOS

            Mayo de 1958

miércoles, 4 de octubre de 2023

Marcel antes de Proust FRAGMENTO

 




Marcel antes de Proust

 

 


A Dominique Janvier

 

 


 

Contengan el aliento. No se muevan. Estamos a sus espaldas. Desatamos el cordón que André Gide no desató al recibir el manuscrito de Por el camino de Swann, empaquetado por Céleste. Abrimos el manuscrito que Gide, según la ficción o leyenda, no habría leído. Demasiado largo, demasiadas frases, demasiadas frases demasiado largas, demasiados detalles, demasiadas partículas nobiliarias, demasiados salones, demasiado todo. Demasiado Proust.

No, Céleste no sigue detrás de la puerta del cuarto revestido de corcho, y Swann no existe, no más que Albertine. Nada existe todavía, ni la tía Léonie, ni Gilberte, ni Saint-Loup, ni Vinteuil, ni los Verdurin, ni los Guermantes, ni Elstir, ni Cottard, ni nadie.

Estamos solos.

Descubrimos a alguien que promete ser un gran escritor.

Descubrimos a Proust. En nuestro interior sabemos que esto no implica demasiado mérito de nuestra parte. Proust nos esperaba desde hace muchísimo tiempo.

Cada nuevo lector, es cierto, inventa a Proust, pero hace falta decir que a través de los años, las épocas, las generaciones, las circunstancias, e incluso los países, las culturas, los años luz, es él el que nos inventa a nosotros, el que nos observa. Después de un siglo, nos hemos ubicado bajo su mirada. ¿Acaso lo había comprendido todo, este diablo de hombre, recostado en su telaraña? ¿Lo había visto todo, registrado todo, descifrado todo? ¿Supo antes que yo eso que ni sé formular sobre el tiempo, el amor, los celos, el sufrimiento, el deseo, la tragedia de cada vida, la comedia humana y su ronda de máscaras? Proust lo había experimentado todo, y hemos tardado tanto en entenderlo nosotros, en creerle…

No hagan ruido, porque entre los arbustos de estas páginas hay pequeñas almas que comienzan a abrir sus alas, figuras que van delineándose en trazos punteados, bocetos todavía difusos, todo un hervidero de formas, de pinceladas ligeras, de notas musicales. Pisadas impresas en la nieve inaugural. Proust antes de Proust. Marcel antes de Proust. Un tal Marcel Proust. Acaba de cumplir diecinueve años, el 10 de julio de 1890, cuando ve aparecer sus primeros textos publicados en una revista, una revista de verdad.

Su colaboración con Le Mensuel (de noviembre de 1890 a septiembre de 1891) precede lo que durante mucho tiempo se consideró su debut literario, la publicación en marzo de su primer texto, “Un conte de Noël” [Un cuento de Navidad], en Le Banquet.

Sin embargo, Proust no es un principiante. Hace años que sueña con publicar. Quiere ser publicado, lo desea con toda el alma. Se inicia entre 1887 y 1888, con la bandita del liceo Condorcet (él es el mayor del grupo, formado por Daniel Halévy, Jacques Bizet, Robert Dreyfus). Ardor editorial de donde surgirán una docena de fascículos que van a conformar el sumario de revistas de los alumnos del liceo, copiadas a mano o reproducidas con papel carbón, revistas a través de las cuales Proust y sus amigos intentarían tomar por asalto las artes y la literatura. Su ambición era absoluta:

Una publicación que no es ni naturalista, ni idealista, ni decadente, ni incoherente, ni progresista, ni delicuescente, puede parecer extraordinaria. Pero más extraordinario es que haya una publicación naturalista, idealista, decadente, incoherente, progresista y delicuescente. La revista de arte y de literatura, no obstante, es tanto lo uno como lo otro. Sin tomar partido ni hacer distinciones de género, aceptamos todo lo que nos parezca digno de leerse.

Eso anuncia la presentación del primer número de esta serie de revistitas artesanales, Le Lundi, seguida de La Revue verte -cuya circulación consistirá en un solo ejemplar-y, más tarde, de La Revue lilas1. “Por medio del análisis, la música, el diálogo, la poesía, queríamos explorar, conocer, expresar”, dirá Daniel Halévy2. Es que estos tres jóvenes emprendían una gran aventura, “la posesión del universo”.

A pesar de su talento y su cultura, “mi amorcito de porcelana” -dixit Laure Hayman, mote que la pluma de Paul Borget transformaría en “porcelana psicológica”-, nuestro querubín, tiene el don de exasperar. “Era él, con sus ojos grandes de oriental, su gran cuello blanco, su corbata flotante. Algo había ahí que no nos gustaba, y respondíamos con alguna frase brusca, empujándolo un poco […]. Decididamente, era muy poco varón para nosotros”, agrega Daniel Halévy en sus recuerdos parisinos.

Sus gentilezas de niña frustrada, sus melindres, sus artimañas, sus caricias, la manera asidua en que cortejaba a sus camaradas y sus propuestas endiabladamente insistentes lo hacen intragable, pero cuando uno se lo dice, sus ojos de largas pestañas cobran un aire aún más apenado y triste. En cualquier caso, Marcel no se desanima. Es “pegajoso”, invasivo, pero infaliblemente logra lo que busca.

Y lo peor de todo es que lo sabe muy bien. Sufre como un mártir, pero también lo disfruta3.

El pastiche de autorretrato que bosqueja en una carta a Robert Dreyfus en septiembre de 1888 es atrapante. Le encanta entregarse a la comedia, lo que no le impide ser un espectador ultra lúcido de sí mismo y juzgarse sin la menor piedad. “¿Conoces a X, querida, es decir a M. P.? Te confieso que, por mi parte, me desagrada un poco, con su impulsividad y sus adjetivos. Sobre todo, me parece muy loco o muy falso. Juzguen ustedes. Es lo que yo llamaría un hombre adicto a declararse. Después de ocho días da a entender que siente por uno una amistad considerable, y so pretexto de querer a un camarada como a un padre, lo quiere como a una mujer […]. Simula estar burlándose de nosotros y nos insinúa que tenemos unos ojos divinos y que nuestros labios lo tientan. Lo molesto, querida, es que al dejar a B, a quien acaba de mimar, se va a adular a D, a quien pronto abandona para postrarse a los pies de E y subirse luego a las rodillas de F. ¿Es una p…, un loco, un fumista, un imbécil? Creo que nunca lo sabremos. De hecho, quizá sea las cuatro cosas a la vez”4.

martes, 3 de octubre de 2023

El remitente misterioso y otros relatos inéditos PRÓLOGO

 


y otros relatos inéditos

Prólogo de Alan Pauls ¿Inéditos de Proust? La noticia regocija y desconcierta. Un siglo después de En busca del tiempo perdido, la idea de que algo pueda haber quedado fuera de la proustíada impresa suena extrañamente desafiante. ¿No lo incluía ya todo esa novela-río, esa novela-mundo? ¿No incluyó con retroactiva voracidad, casi hasta hacerlos desaparecer, el Contra Sainte-Beuve, Jean Santeuil, El indiferente, Los placeres y los días. Parodias y misceláneas, y todos los textos que tuvieron la osadía loca de vivir antes que ella? ¿Y no incluye también, de algún modo, todo lo que Proust podría haber escrito fuera, al costado, en los márgenes de ella, lo haya escrito o no, llegue a nosotros algún día o se pierda en una caja entre recortes viejos, como la que revisaba Bernard de Fallois cuando encontró los materiales de El remitente misterioso ? «Un día me enteré de que mi vieja amiga Pauline de S., enferma de cáncer desde hacía mucho tiempo, no pasaría del año, y que se daba cuenta de ello con tal claridad que el médico, incapaz de engañar a su gran inteligencia, le había confesado la verdad.» (1) Leemos la primera frase de «Pauline de S.», el relato que abre esta compilación, y algo —un ritmo, una respiración— se reanuda. Todo empieza tan in medias res que es preciso que haya habido algo antes: un cuerpo principal, un pasado, un impulso originario... Gracias al cordón umbilical de la frase, una continuidad se restablece: la cápsula, como en las películas del espacio, vuelve a la nave nodriza. «Pauline de S.» (y todo cuanto Proust haya escrito que se jacte de no estar en En busca del tiempo perdido ) podría ser un relato intercalado, una anécdota interna, una posibilidad narrativa que quedó en el camino, varada en alguna paperole, uno de esos miles de proto-pósits que Proust pegaba sobre las pruebas de imprenta con sus «correcciones», manera bastante prosaica de describir lo que en rigor era el movimiento de una escritura que no podía detenerse. Si hemos leído En busca del tiempo perdido, siempre seguimos leyéndolo. Podemos parar, leer otras cosas, no leer nada en absoluto, olvidarnos incluso de que Proust existe. Seguimos leyéndolo de todos modos. O mejor dicho: Proust y su libro diabólico siguen leyéndonos siempre, ellos a nosotros. De ahí que todo nos remita a ellos.

Pero también podríamos pensar al revés. Pensar en En busca del tiempo perdido no como en un agujero negro absoluto, capaz de magnetizar y tragarse todo lo que entrara en su órbita, sino como en una máquina de expulsar, formidable fuerza centrífuga de la que nos llega, muy cada tanto, alguna astilla perdida, excepcional. Esta es una de ellas —la última, sesenta años atrás, como recuerda Luc Fraisse, editor de este libro, había sido el Contra Sainte-Beuve—. De modo que las esquirlas proustianas se hacen esperar. Las nueve que componen este libro, escritas presumiblemente hacia fines del siglo XIX, mientras Proust trabajaba en Los placeres y los días, debieron viajar más de un siglo hasta aterrizar entre nosotros. ¿Por qué (salvo una) habían quedado inéditas? ¿Por qué Proust, al parecer, las archivó sin siquiera comentarlas con nadie? Fraisse despeja la cuestión sin rodeos: porque la mayoría de estos textos, dice, ponen en escena el deseo homosexual, un problema que ronda En busca del tiempo perdido. Pero Sodoma y Gomorra, el volumen que lo vuelve escandalosamente explícito, se publica de manera póstuma, lo que señala hasta qué punto Proust necesitaba alejarse, estar más allá, del otro lado de su novela, para decir sin rodeos lo que tenía que decir sobre el problema, y del modo en que pensaba que debía decirlo.

A fines del siglo XIX, Proust tenía veinticinco años y era poco menos que nadie. Sin un nombre, un prestigio, una obra que lo respaldaran, la diferencia entre lo que podía y lo que quería decir a propósito del deseo homosexual era más que considerable. Algo de ese abismo se insinúa cuando comparamos un breve texto de Los placeres y los días sobre la experiencia del joven Proust en el ejército, «Cuadros de estilo del recuerdo», con «Recuerdo de un capitán», relato de una escena de la vida militar incluido en esta antología. Ambos se presentan como ejercicios de la memoria y están escritos en primera persona; pero mientras el yo del primero es o dice ser el de Proust, el del segundo ya narra desde la distancia, la estrategia y la red de relaciones de la ficción. El primero es una exaltación de la potencia estética del recuerdo, que baña en una luz suave y embellece, dice Proust, cosas, personas y escenas sin grandeza y sin excepcionalidad: la vida de regimiento, por ejemplo. Evocando ese mundo agreste y sencillo, Proust menciona «la simplicidad de algunos de mis compañeros del pueblo, cuyos cuerpos yo recordaba más bellos, más ágiles; cuyo espíritu, más original; cuyo corazón, más espontáneo; cuyo carácter, más natural que los de los jóvenes que había frecuentado antes y que frecuenté después». Es apenas un apunte, un haiku de leve estremecimiento erótico —con ese matiz de transversalidad social del que sabemos que Proust solía disfrutar en sus objetos de deseo— traspapelado en un comentario sobre el modo en que el recuerdo interviene en el pasado que recuerda, que lo enmarca y al mismo tiempo le sirve de coartada.

En «Recuerdo de un capitán», en cambio, estamos en plena narración; hay personajes, una escena y una dinámica erótica casi geométrica, como de ménage à trois congelado, reducido a las miradas, los gestos, las poses de una seducción histérica. Proust cuenta el coup de foudre entre el narrador —que ha vuelto a la pequeña ciudad donde pasó un año como teniente y charla diez minutos con un antiguo asistente— y cierto brigadier que lee el diario sentado ante la puerta de una barraca, un hombre «muy alto, algo delgado, con un dejo deliciosamente delicado y dulce en los ojos y en la boca», que, dice el narrador, «ejerció sobre mí una seducción absolutamente misteriosa» y lo fuerza a tratar «de gustarle y de decir cosas admirables». El flechazo es explícito y empuja al narrador a una suerte de crisis pasional fulminante, que reprime como puede. Al final, cuando se despiden —el único intercambio «oficial» que los compromete—, el otro, hasta entonces impávido, se incorpora y hace la venia «mientras me miraba fijamente, como indica el reglamento, con extraordinaria turbación». Proust cuenta aquí algo más que un deseo homosexual: cuenta su ciclo completo —su novelita, digamos—, desde la irrupción, inesperada y violenta hasta la crisis de angustia en la que hunde a su víctima, pasando por el pavoneo apenas encubierto con el que intenta trabar contacto con la figura que lo suscitó y la solución perversa —turbación extraordinaria + reglamento— a la que da lugar. Comparando los dos textos —el haiku melancólico de «Cuadros de estilo del recuerdo» y la novelita exasperada de «Recuerdo de un capitán»— es fácil entender por qué Proust publicó uno y archivó el otro.

Puede que la osadía con que nombran el deseo homosexual explique por qué estos textos dispares —relatos, fábulas, diálogos de muertos, ejercicios de género— habían quedado en la sombra, víctimas de la censura del propio Proust. No explica, sin embargo, la intriga con que los leemos hoy, más de un siglo después de escritos. Si alguien no esperaba un coming out (ni para emanciparse ni para promocionarse), ese era Proust. No lo esperaba porque no lo necesitaba, por supuesto, pero también porque la espectacularidad del coming out —con su irreversibilidad, su rígido binarismo, su condición directa y unilateral— parece ser radicalmente ajena a la lógica del deseo que le interesó siempre, tanto en obras maestras como En busca del tiempo perdido como en los textos secretos de juventud de El remitente misterioso. Para Proust, si el deseo interesa es justamente por su oblicuidad, su vocación de rodeo, su tendencia a la refracción, el disfraz, el circunloquio. No se escribe para decir las cosas por su nombre: se escribe porque la relación entre las cosas y sus nombres es siempre una relación diferida, discontinua, signada por ilusiones ópticas, falsas perspectivas, errores de paralaje. Así, por espectacular que sea, la epifanía de erotismo gay de «Recuerdo de un capitán» es solo una modulación más —no la única— que asume una configuración de deseo ubicua, clandestina, en la que convergen y se mezclan cierta promiscuidad social, el gusto por la abyección y una relación más o menos equívoca con la ley, fuente de represión pero también de subterfugios. De hecho, el ejército ya aparece como proveedor de objetos de deseo en el cuento «El remitente misterioso». Aparece de refilón, en un aparte encendido y, en este caso, en la mirada ensoñada de una mujer, Françoise, la protagonista del relato, que, entre excitada, asustada y perpleja por una serie de cartas anónimas que recibe, todas inflamadas de deseo, solo atina a explicarse su audacia atribuyéndosela a «un militar», un gremio que alguna vez había «abrasado sus sueños y deslizado extraños reflejos en sus ojos castos», inspirándole un fantasma erótico que incluye —es el toque Proust— cinturones difíciles de desabrochar, espuelas que pinchan y corazones viriles a los que apenas se oye latir bajo rústicos abrigos de telas marciales. El ardor voluptuoso de lo tosco. Un cliché como tantos —igual que el escozor que el subalterno hace nacer en el superior, el ignorante en el cultivado, el inocente en el cínico—. Como buen especialista en deseo, Proust es un experto en estereotipos (que es el reglamento que el deseo acepta y asume para perseverar). Solo que, en el cuento, ese lugar común del deseo femenino heterosexual aparece desplazado, desubicado, como un exabrupto incongruente, en el corazón de una intriga rondada, una vez más, por la homosexualidad.

Es lo que sucede siempre con Proust (y con todos los grandes escritores): apenas creemos haber llegado a algún lado, fijado una cuestión, estabilizado un tema, definido una identidad, un horizonte, la escritura ya está en otra parte; otra dimensión aparece y contagia la que conocíamos, otra cosa empieza a contarse dentro de la que creíamos estar leyendo. Esa lógica se llama deseo, en Proust. Por eso tiene patas cortas; en el fondo, es hablar de «deseo homosexual», «deseo heterosexual», «hombres», «mujeres», «locas». Aun cuando cada uno de esos nombres y esas categorías exija una suerte de etnografía impostergable, riquísima (que Proust, por otra parte, fue el primero en hacer), ninguno puede jactarse de detentar verdad o decretar ley alguna sobre el deseo. A lo sumo, son formaciones, estados, modos sexuales, sociales, mundanos, culturales que adopta el deseo para funcionar en ciertas esferas o dimensiones de la experiencia. Pero el deseo en sí es otra cosa. No es un factor de identidad, no define ni fija; es una fuerza que se mueve y cambia; se deja enmascarar, deformar, traducir, redirigir; repercute, se hace eco, resuena; conecta seres, cuerpos, planos, mundos. No solo «masculinos», «femeninos», «heterosexuales», «homosexuales». No solo humanos. Es también el deseo lo que arrastra al humano hacia el animal («La conciencia de amarla»), hacia la música («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven»), hacia la naturaleza sublime («Jacques Lefelde»).

Fluidez de Proust. Es esa hipersensibilidad hacia lo maleable, y la voluntad de seguirle la pista, siempre, no importa adónde lo lleve, la razón por la que estos relatos de más de cien años, descartados (aunque no del todo) por su autor, nos interpelan. En otras palabras: leemos a Proust porque es nuestro contemporáneo. El remitente misterioso abunda en enfermos, en moribundos, en suicidas por amor; es un mundo afiebrado, de amantes que se sofocan, no pueden dormir, pierden el conocimiento. Pero en ese paisaje decadentista, de interiores mal ventilados, sobresaltos y corazones taquicárdicos, todo se cruza con todo, como si las cosas, los nombres, los seres, los afectos, todo entrara en una suerte de espiral ambigua: las identidades se canjean, los nombres intercambian portador, la enferma se restablece y la sana enferma, la amiga saludable aprende de (vampiriza a) la que va a morir, lo que no se recuerda bien se ve con toda nitidez, y viceversa.

En la edición francesa de este libro, Luc Fraisse sigue los rastros genéticos de todo ese frenesí de mutaciones, entrecruzamientos, permutaciones. El denso, minucioso, formidable aparato de notas que la acompaña permite ver hasta qué punto esa lógica mercurial que signa la narrativa proustiana tiene sus réplicas en el trabajo de Proust con cada frase, incluso con cada palabra de sus textos. Reproducirlo entero, en todos los relatos, habría sido ideal, pero el efecto de lectura «especializada» que hubiera producido acaso habría alejado al libro de muchos de sus lectores potenciales. Si hemos decidido mantener intactas solo las notas que acompañan «El remitente misterioso» ha sido porque el relato (a diferencia de varios de sus compañeros) está completo, porque es quizá el plato fuerte del volumen y porque las notas documentan paso a paso, en el nivel microscópico, como en tiempo real, la redacción del relato, el tipo de oscilación, inestabilidad y zozobra que la narración hace jugar en la dimensión de la identidad de género y el deseo. Consultándolas, el lector podrá hacerse una idea simultánea del proceso de escritura de Proust, su carácter hipotético, conjetural, siempre tentado por varias posibilidades a la vez, y del trabajo del editor con los manuscritos, que no deja duda, variante o alternativa sin registrar.

En Los placeres y los días, el sujeto Proust era el que tenía el monopolio del yo. El único otro en quien Proust aceptaba delegarse era Honoré, el héroe que aparece varias veces a lo largo del libro para morir al final y matar, al mismo tiempo, la demencia lúcida de los celos, un trance que a estas alturas del partido —fieles a la norma médica— ya podríamos llamar «mal de Proust». En los relatos de El remitente misterioso, el yo se retrae, se deja eclipsar por terceras personas de ficción, se ausenta ante la escena de un diálogo o el plural de un Saber para el que el arte y la vida son las dos caras de una misma moneda (probablemente falsa). ¿Está Proust más presente en su compilación de 1896 que en estos hallazgos que le debemos a De Fallois? La pregunta suena un poco preproustiana. Una de las grandes invenciones de Proust —una que sin duda tutela los últimos treinta o cuarenta años de la literatura llamada de «autoficción»— fue haber enrarecido de manera radical la naturaleza, la función, la autoridad y el valor del yo en la escritura literaria, impugnando al mismo tiempo el reflejo de lectura que lo identificaba automáticamente con el escritor y el que pretendía divorciarlos por definición. (Esa gran invención tiene nombre: Proust la llamó «Marcel».) Así, el yo proustiano es a la vez nombre propio y fantasma, grano de lo real y mascarada, singularidad absoluta y espejismo imaginario. Más que «estar presente», Proust insiste en estos relatos con ese modo híbrido, negociado, que Barthes llamaba «figuración incómoda», por la que el escritor satura su propio cuerpo —su verdad deseante— con toda clase de coartadas de género, morales, de verosimilitud, que lo maquillan pero le dan también la inmunidad que necesita para moverse. Algo de él, sin embargo, algo de ese cuerpo proustiano real, sin afeites, irrumpe en «El don de las hadas» en la figura, casi en la idea, de ese desdeñado incurable a quien deben mostrar la belleza que esconden sus heridas. Es el cuerpo de un enfermo, y todos sabemos hasta qué punto en Proust la enfermedad —en cuanto verdad clínica y elaboración imaginaria— es el eslabón privilegiado que liga vida y arte. El incomprendido, el ignorado, es el rostro social del sufriente: ese es, ahí está Proust. Es quien descubre en los males que padece «virtudes que la salud desconoce». El Proust que pone en escena El remitente misterioso no es la víctima —una condición que el escritor, por otra parte, sabía muy bien cómo fingir—. Es el que ve cosas que escapan a la gente saludable: Proust, el vidente.

Bernard de Fallois manifestó formalmente su intención de poner a disposición de los investigadores el conjunto de los archivos reunidos en el marco de su trabajo personal sobre la génesis de En busca del tiempo perdido.

Su objetivo particular era evitar que se dispersaran en alguna casa de subastas, una vez él desaparecido, y dar a conocer la obra de Proust de forma más completa.

Esta publicación responde, pues, a su voluntad profunda.

En 1978, la editorial Gallimard publicaba en forma de plaquette El indiferente, que el editor de la correspondencia de Proust, Philip Kolb, llevado por las cartas, había encontrado en la revista de fines del siglo XIX, [1] donde lo habían olvidado al menos sus lectores, pues el escritor lo recordaba perfectamente bastante tiempo después, en el momento de escribir la parte de «Un amor de Swann» del primer volumen de En busca del tiempo perdido, Por la parte de Swann.

Nos encontramos ahora ante un caso más especial, ya que se trata de una serie de relatos escritos en la misma época que El indiferente, la época de Los placeres y los días, pero que no fueron publicados: Proust conservó en sus archivos esos manuscritos, en estado de borrador, sin comentarlos con nadie, a juzgar al menos por la documentación de la que hoy tenemos conocimiento.

¿Qué contienen, pues, estos relatos? ¿Por qué no haberlos comentado con nadie? Y en esas condiciones, ¿por qué incluso haberlos escrito?

Aunque no haya forma de resolver de manera definitiva todos los enigmas, podemos comprenderlos mucho mejor si pensamos en los temas que tratan, ya que casi todos estos relatos abordan la cuestión de la homosexualidad. Algunos, como ciertos textos que ya conocemos, trasponen el problema que obsesionaba a Proust a la homosexualidad femenina. En otros no hay trasposición alguna. Demasiado locuaces, sin duda demasiado escandalosos para su época, el joven autor prefirió mantenerlos en secreto. Pero sintió la necesidad de escribirlos. Constituyen, casi legibles entre líneas, ese «diario íntimo» que el escritor no confió a nadie.

Lo que en tiempos de Proust podía escandalizar a su entorno familiar y a su sociedad es el hecho mismo de la homosexualidad. Porque estos relatos no contienen nada escabroso, nada que suscite voyeurismo alguno. Por caminos extraordinariamente diversos, como veremos, profundizan en el problema psicológico y moral de la homosexualidad. Exponen una psicología esencialmente sufriente. No violentan la intimidad de Proust; permiten entender una experiencia humana.

Procedentes de los archivos reunidos por Bernard de Fallois, que falleció en enero de 2018, estos relatos exigen hacer un poco de historia para dilucidar por qué permanecieron a la espera de publicación tanto tiempo, y en qué contexto Proust los escribió o abocetó para luego apartarlos definitivamente de la mirada del público, incluidos sus propios allegados.

Hubo una época, hoy muy olvidada, en que al observar el destino literario de Marcel Proust se creía que el escritor había recorrido una vida dividida en dos: una juventud que transcurrió en los salones, con una flor en el ojal; y más tarde, una madurez que dedicó a la elaboración encarnizada de una gran obra, cuya conclusión apenas tuvo tiempo de vislumbrar en el momento de morir, a los cincuenta y un años.

Marcel Proust, el autor de En busca del tiempo perdido, ese monumento de la literatura francesa, esa obra que pertenece al patrimonio universal. Algo que sus contemporáneos ya comprendieron con la publicación escalonada de los últimos volúmenes, concluida en 1927. Pero quedó para después la evaluación de la circunferencia del ciclo novelesco, demasiado vasto y rico para una asimilación inmediata. Comoquiera que sea, su autor había muerto trabajando, a la misma edad que Balzac, y un poco por las mismas razones. ¿No había tenido acaso la inconsciencia de esperar sin escribir casi nada —como espera el héroe de En busca del tiempo perdido hasta El tiempo recobrado — el comienzo de su declive físico para acometer esa empresa literaria sobrehumana?

Porque ¿a qué se habría reducido Marcel Proust sin En busca del tiempo perdido ? A una obrita de juventud, Los placeres y los días, que apareció a finales del siglo XIX y nos invitaba a pasar la página del siglo XX para ver surgir de golpe el genio literario de la gran obra. A traducciones de Ruskin no del todo ajenas a la obra maestra que sobrevendría después, pues giraban alrededor de las catedrales y la lectura. Pero nada más. Un libro desparejo, un escritor traductor.

Los vientos empiezan a cambiar en la mitad exacta del siglo XX. En 1949, André Maurois publica en la editorial Hachette En busca de Marcel Proust, un libro que permite respirar la atmósfera en que evolucionó el novelista hasta su gran obra. El biógrafo extrae de la correspondencia testimonios que sugieren que ese supuesto milagro de las Letras y de la última hora estuvo ocupado escribiendo en todo momento, constantemente. Maurois conoce a un joven catedrático, Bernard de Fallois, que quisiera escribir, si la Facultad de París se aviniera a aceptarlo, una tesis dedicada a Proust, y en la estela de sus propias investigaciones lo presenta a la sobrina del escritor, Suzy Mante-Proust, consagrada, como su difunto padre, a la posteridad de Marcel Proust.

Antes incluso de entreabrir los archivos familiares y hurgar, más tarde, en las ofertas de los catálogos de venta, Bernard de Fallois se muestra escéptico ante la idea, no importa cuán unánimemente fuese aceptada, de que se pueda escribir un monumento literario de golpe, al término de una juventud puramente ociosa. Ya las producciones previas a En busca del tiempo perdido, lejos de merecer ser minimizadas, bastan para sugerir a quien tenga sensibilidad para los procesos creativos una progresión continua en el Proust previo a Proust que permite suponer que el frecuentador de salones no se parece en nada a Charles Swann, sino que se interroga con intensidad sobre aquello que podría escribir.

Bajo esa luz, los escritos anteriores a En busca del tiempo perdido, desde Los placeres y los días (1896) hasta la traducción de La Biblia de Amiens (1904) y Sésamo y lirios (1906), de John Ruskin, lejos de aparecer como la escoria de la gran obra, encierran una profusión de experimentaciones literarias. Son laboratorios donde los textos palpitan como materia fundida. Pero lo espaciados que están en el tiempo hace suponer que el escritor en ciernes interrumpe sus búsquedas e interrogaciones y posterga su reanudación siempre para algún otro momento, si es que se le presenta la oportunidad. Hay un vacío entre esas obras conocidas. Un vacío que ciertamente no se debe a la inacción de su creador, sino a nuestra ignorancia.

Es en este aspecto donde los archivos de la familia Proust (que solo se depositaron en la Biblioteca Nacional en 1962) dan a conocer, al cuidado de este investigador con método y perseverancia de archivista, papeles desconocidos que pronto se vuelven numerosos. Una gran novela en piezas sueltas, paradójicamente escrita en tercera persona, aun cuando es muy próxima a la biografía del autor, y cuyos legajos podemos clasificar según la cronología vital del personaje que dará título al conjunto, Jean Santeuil. Esa gran novela reconstruida, publicada por Gallimard en 1952, lleva un prólogo de André Maurois. Las cartas y los papeles que la rodean demuestran que fue redactada principalmente entre 1895 y 1899. Lejos de recaer en la inercia, Proust, pues, había acometido una gran novela cuando la antología de Los placeres y los días aún no había aparecido. Después, de inmediato, sin descanso, pues la novela, con todos sus papeles etiquetados y apilados, es bastante voluminosa, aunque está inacabada.

He aquí, pues, el puente entre Los placeres y los días y John Ruskin. Pero ahora aparecen más papeles, más cuadernos. Se ubican en el umbral de En busca del tiempo perdido, hacia 1908, y revelan que este ciclo novelesco nació al mismo tiempo que un ensayo, polémico pero filosóficamente muy bien argumentado, dirigido contra el método biográfico de Sainte-Beuve. Por momentos, Proust piensa en desgajar el ensayo de sus borradores y publicarlo aparte. Pero la realidad de esos borradores es otra: es un ensayo y una novela al mismo tiempo.

Este objeto híbrido incomoda a las clasificaciones de la crítica, pero no a Bernard de Fallois. Este ya se ha encargado de reinterpretar Los placeres y los días —libro que Marcel Proust menospreciaba porque no era En busca del tiempo perdido, y porque sentía que su unicidad procedía solo de su encuadernación— como un conjunto coherente, sin duda rico y diversificado, pero donde todo se sostiene, todo es necesario, todo anticipa lo que vendrá. De modo que el descubridor de nuevos libros de Proust no experimenta ninguna incomodidad ante este ensayo de teoría literaria que vira a la novela, donde la refutación sistemática de Sainte-Beuve se mezcla con las consideraciones sobre los Balzac de las Guermantes.

Libre de toda lectura prejuiciosa, De Fallois da a conocer este material en 1954 con el título Contra Sainte-Beuve, que Proust sugería a veces en sus cartas de la época. Más tarde señalará lo paradójico de sacar a la luz el panfleto de Proust contra la crítica biográfica justo en el momento en que el siglo volvía a interesarse por su autor desde una perspectiva biográfica. Pero al mismo tiempo es un momento privilegiado, porque por entonces el reino de la historia literaria, que abordaba a los escritores vinculándolos con lo que los rodea (sus lecturas, sus entornos, las escuelas literarias y, por supuesto, todas sus circunstancias vitales), empieza a declinar en favor de una escuela que exige leer las obras por sí mismas, por su estructura interna. ¡Qué golpe de suerte contar con el apoyo de Marcel Proust! Sin subirse a ese tren en marcha, Bernard de Fallois se quedará con la lección principal del ensayo que ha dado a conocer al público. En sus Sept conférences sur Marcel Proust pregunta: ¿es tan interesante la vida de Proust? Y contesta que no.

El pionero de las investigaciones proustianas sigue con su tarea, que se convertiría en su tesis. Suponemos que, de haberla autorizado la universidad, el tema habría sido la evolución creativa de Proust hasta En busca del tiempo perdido. La tesis nunca vio la luz; sin duda quedó truncada tras las dos publicaciones principales de obras de Proust, que le abrieron a su descubridor las puertas del mundo de la gran edición. Pero dos partes fueron redactadas por completo y leídas por el entorno intelectual de Bernard de Fallois. Si bien la primera parece haberse perdido, la segunda, y lamentablemente última, constituye un ensayo independiente que Les Belles-Lettres publica con el título Proust antes de Proust. Un ensayo erudito en el que el saber, sin embargo, aparece subsumido por una pluma singularmente alerta, como sería ideal que sucediera con una tesis, como sucede con las que se convierten en libros que nunca pasan de moda. Un ensayo cuyas cautivadoras originalidad y novedad no han disminuido tras haber dormido durante dos generaciones antes de dársenos a conocer.

Porque el comienzo en Los placeres y los días se nutre de esos archivos amplios, cuyos matices el clasificador maneja como un organista. Igual que el Proust detractor de Sainte-Beuve e (paradoja nada desdeñable) igual que el propio Sainte-Beuve, De Fallois sabe que la biografía del autor no debe estar ausente de la lectura de sus obras, pero debe ser una biografía interior, esa que los mejores contemporáneos de Proust llamaban «biografía psicológica», siempre y cuando sepamos captar, en la gratuidad aparente de las circunstancias vitales, la perspectiva enriquecedora de estructuras que están naciendo.

Esta es la mirada estructural que Bernard de Fallois proyecta sobre los textos aparentemente dispares reunidos en Los placeres y los días, para captar en ellos, a contrapelo, una misma búsqueda, una misma tentativa literaria —lo que podríamos llamar, tratándose de un joven escritor, la «búsqueda de su voz»—, búsqueda tan difícil de emprender que es preciso tomar muchos caminos distintos para lograr progresar hacia un mismo objetivo. El crítico, por otro lado, lleva su clarividencia hasta el punto no solo de identificar lo que, en los escritos de juventud, anticipa de manera aún remota En busca del tiempo perdido, sino también de advertir las posturas de escritor que ya no volveremos a encontrar luego en los escritos de Proust, porque ese «ya no», ese «una sola vez» nos dicen mucho acerca de las condiciones de trabajo del Proust llegado a la plena madurez.

Y como piensa esas estructuras a largo plazo, al tiempo que cataloga y clasifica los archivos, el ensayista revolotea alrededor de Los placeres y los días y encuentra páginas manuscritas no incorporadas a la antología de 1896 y tampoco publicadas en las revistas de la época, algunas de las cuales, sin embargo, aparecen mencionadas en los índices autógrafos que tiene ante sí, de cara a ese libro que Proust titula en un primer momento Le Château de Réveillon, aludiendo a la mansión que la señora Lemaire posee en La Marne, donde varios de esos textos fueron escritos en estrecha colaboración con Reynaldo Hahn, y cuyas piezas desplaza, añade o recorta, un poco como hará Guillaume Apollinaire cuando en 1912 componga su antología poética Alcoholes.

Los textos en prosa que aparecen en esas hojas sueltas son relatos. Escritos al mismo tiempo que los que ya conocemos, es lógico que guarden relación con ellos. Pero leídos por sí mismos, como Proust terminó considerando que debían leerse, hablan también en un lenguaje específico, el de una serie de textos inéditos. Una parte del ensayo de Bernard de Fallois se dedica a esta cuestión específica. Es la parte que Jean-Claude Casanova tuvo el tino de prepublicar en el número 163 de la revista Commentaire, en el otoño de 2018, con el título «Le secret et l’aveu». Porque ese es, en efecto, el nudo. Pero ¿qué nudo, exactamente?

Los escritos que Proust deja al margen o descarta mientras prepara Los placeres y los días demuestran que la compilación podría haber sido un libro mucho más importante. Pero si su joven autor hubiera incluido todos los textos que reproducimos aquí, con la forma acabada que no tuvieron, la escenificación de la homosexualidad se habría convertido en el tema principal del libro. Eso no era lo que Proust deseaba, sin duda por las revelaciones que habría arrojado sobre sí mismo (revelaciones que ya no tienen ese carácter para nosotros), quizá porque algunos de esos textos necesitaban ser escritos más para él que para ser publicados, quizá, también, porque el escritor deseaba preservar cierta deliberada diversidad en su compilación; sin duda, en conclusión, porque dudaba de la calidad y la repercusión literarias de los textos que finalmente descartó.

Proust, hombre joven y joven escritor, aborda la homosexualidad, pues, desde la perspectiva del sufrimiento y la maldición. No podemos achacar toda la culpa a su época, porque esa posición se opone por completo a la de su contemporáneo exacto, André Gide, hedonista y egotista, que no solo no envuelve ese tipo de confesión con el halo trágico proustiano, sino que la asocia, al contrario, con una felicidad vitalista. De ahí surge también otra oposición entre un Proust sometido a la tensión entre el secreto y la confesión, que elabora todo un diversificado sistema de trasposiciones, y un Gide que prefiere en cambio decir «Yo», aunque en su Diario, tras visitar a Proust en 1921, anote: «Le cuento algunas cosas de mis Memorias: “¡Se puede contar todo!”, exclama, “pero con la condición de no decir jamás ‘Yo’”. Ese no es mi problema». [2]

En ese contexto, pues, Proust nunca dirá «Yo», pero la narración en primera persona del capitán es la que más se acercaría a una enunciación directa y personal. En estos relatos descartados vemos como nunca el proceso de elaboración de todo un dispositivo de «proyecciones», de discursos conciliados: el drama se juega entre dos mujeres (con el narrador del lado de «la inocente», aunque en «El remitente misterioso» «la culpable» sigue siendo inocente), el drama crucial de la adolescencia se ve trasladado a un final de vida prematuro (fuente de un apocalipsis, en el doble sentido de revelación del fin de los tiempos para el sujeto y del acto de develar incluido en el verbo griego apocalyptein ), y el sufrimiento de la condena de no ser amado por aquel a quien se ama se traspone a un universo musical («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven»), a la situación de una heroína condenada por una enfermedad pero que decide vivir su agonía despreocupadamente («Pauline de S.»), o se exterioriza en un gato-ardilla que acompaña al sufriente en su casa y en el mundo sin que nadie se entere («La conciencia de amarla»), tras haber sido un resignado «don de las hadas»...

Pero no es fácil la trasposición cuando conlleva una carga personal y emotiva tan pesada. El narrador, en quien Proust delega la conducción del relato, se embrolla. Veremos cómo en el manuscrito de «El remitente misterioso» los papeles de Françoise y de Christiane se confunden e intercambian; el don de las hadas, que consiste en aceptar el sufrimiento por haber recibido tantas disposiciones, es aceptado con más resignación que convicción; el animal secreto, que acompañará toda la vida al que sabe que nunca será correspondido en el amor, proporciona al sujeto un consuelo que no borra el fracaso. La contradicción no se resuelve.

La moral cristiana, en este caso católica, pesa sobre estos interrogantes de una manera tan directa como nunca volverá a hacerlo. Lo que leíamos en Los placeres y los días, según salió publicado, reduce la preocupación religiosa a un perfume de misticismo superficial, aureolado de una decadente melancolía finisecular. Pero los relatos descartados se hacen más insistentes. Christiane morirá consumida por haber ardido de amor en silencio por su amiga Françoise. Françoise pregunta si consentir el deseo de Christiane no la salvaría. Su confesor le contesta que eso significaría hacer que la moribunda (que le ha sido presentada como un moribundo) dilapide de golpe el sacrificio de toda una vida en pos de un ideal de pureza. Las dos posturas se oponen radicalmente: ninguna de las dos queda invalidada en términos absolutos.

Cuando se convierta en novelista, el joven autor de estos relatos nunca volverá a exponer con tanta insistencia ese memento mori de la predicación clásica. Nunca volverá a meterse directamente con el Dios creador para preguntarle el porqué, salvo, por medio de imágenes, a la hora de definir la creación artística. Aquí el sujeto que sufre, apartado del mundo del amor, pronuncia un «mi reino no es de este mundo» muy personal; se pregunta dónde encontrar por sí mismo esa promesa de «paz sobre la tierra para los hombres de buena voluntad». El diálogo de muertos «En el infierno» toma distancia de la proximidad angustiante de todos estos problemas, pero la pátina antigua de los Infiernos no suprime la perspectiva del infierno y la condena cristiana, que uno de los protagonistas trata de conjurar dando el nombre de felix culpa a la poesía y a los poetas, como se había hecho con el pecado original.

Entonces, los personajes de médicos, a medio camino entre Adrien Proust, el padre del escritor, y el futuro doctor Du Boulbon, personaje ficticio de En busca del tiempo perdido, toman el relevo para abrir acaso un camino hacia lo que Bergson, tras la muerte de Proust, llamará «las dos fuentes de la moral y de la religión». Cuando señala que su paciente se muere de una consunción que no se deriva de ninguna enfermedad orgánica, el médico de Christiane se anticipa al Freud que visita a Charcot en La Salpêtrière y prepara sus Estudios sobre la histeria. «Recuerdo de un capitán» sugiere el caso de un sujeto que ignora, al mismo tiempo que la narra, su propia homosexualidad, que en su relato por tanto jamás será nombrada. «Después de la Octava Sinfonía de Beethoven» llama a reflexionar sobre la relación entre la respiración del asmático y la ocupación del espacio. Son muchos, en suma, los objetos e imágenes simbólicos que pueblan estos relatos.

Pero la psicología homosexual, o la homosexualidad percibida desde dentro, directamente o traspuesta, no constituyen ni de lejos para nosotros el único tema, la única apuesta de estos relatos. Lo que vemos en ellos es al escritor en el momento de iniciar su proyecto literario, que cobrará forma progresivamente y en continuidad hasta En busca del tiempo perdido.

El estudiante de Filosofía no queda lejos; más aún, es contemporáneo. El consuelo de no ser amado proyectado en un universo musical («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven») parece ya abonado por la metafísica de la música de Schopenhauer. En su laborioso recuerdo, el capitán retoma la distinción tan fichteana entre el yo y el no-yo, y su interrogación sobre la recreación del pasado en el pensamiento, todavía torpe, conocerá una posteridad importante, igual que la búsqueda de una definición de la «esencia». Estos recuerdos de erudición filosófica ya son sutiles aquí, y el narrador de En busca del tiempo perdido sabrá volverlos irreconocibles en su prosa, que seguirá sin embargo nutriéndose de ellos.

Como era de esperar, algunas anotaciones, aunque fugaces, son partidas de nacimiento de episodios enteros de la todavía lejana En busca del tiempo perdido. Veremos surgir aquí la función de las cartas en la resurrección de los personajes; la mediación de Botticelli en la percepción del ser amado; los dos versos de Vigny a modo de epígrafe en Sodoma y Gomorra («En el infierno»); quizá la explicación anticipada del frío saludo de Saint-Loup al final del episodio de Doncières en La parte de Guermantes ; una primera versión de la gran controversia sobre la homosexualidad entre Charlus y Brichot (en este caso, Caylus y Renan dialogando «En el infierno») en La prisionera ; pero también eso a lo que responderá algún día la perorata del doctor Du Boulbon en La parte de Guermantes sobre las patologías de los genios creadores; una primera versión del paseo solitario en el Bois de Boulogne que algún día concluirá Por la parte de Swann («Jacques Lefelde») y del episodio del «nuevo escritor» en La parte de Guermantes ; la etimología del apóstrofe «Árboles, ya no tenéis nada que decirme» en mitad del El tiempo recobrado.

Pero ante los ojos del lector desfila la antología literaria de las primeras lecturas importantes del escritor que debuta: Fedra, de Racine, y «La tristeza de Olimpio», de Victor Hugo, tal vez Stendhal en «Jacques Lefelde» y Dumas padre en «En el infierno», mucho del universo de Edgar Allan Poe de manera implícita, como veremos, y, en esa órbita, reminiscencias de Gérard de Nerval y de las novelas de Tolstói, cuya influencia se alejará después de Jean Santeuil.

Porque el desarrollo (inconcluso, recordémoslo) de estos relatos tiene el interés a largo plazo de observar al escritor en ciernes experimentando con formas literarias que no serán las del escritor maduro: el relato de suspense, el cuento fantástico, el diálogo entre muertos. Es especialmente interesante advertir cómo al incursionar con predilección en las formas de la parábola, la fábula y el cuento, el novelista todavía no revelado aprovecha para experimentar a la vez los motivos por los que no retomará dichas formas y los recursos que puede obtener de ellas.

En particular, la novela mundana, cuya veta subyacente no aparece suficientemente resaltada en la atmósfera de En busca del tiempo perdido, y que se constituye en breves microcosmos en varios de estos relatos, de manera destacada el encuentro amoroso en el contexto de la alta sociedad, con sus recursos pero sobre todo sus obstáculos. Esa novela mundana de atmósfera concentrada, que nos ahorra, incluso en el seno de una novela extensa, con mayor razón al servicio de la brevedad de un relato, las largas preparaciones del arsenal novelesco. Ese universo de visitas, mayordomos, lugares de veraneo y calesas que será el de Swann. Ese universo que Proust descubrirá en la novela de su amigo Georges de Lauris, Ginette Chatenay, leída en manuscrito entre 1908 y 1909, publicada en 1910, y que por otro lado pone en escena a una heroína que lee Los placeres y los días. El círculo se ha cerrado.

Son tantas las etapas de aprendizaje y experimentación que separan al joven que redacta estos relatos del novelista de En busca del tiempo perdido que uno no esperaría encontrar nada del gran novelista en el debutante. De ahí el interés de detectar precisamente lo que ya aparece en ellos. Por ejemplo, las primerísimas versiones de la futura división entre tiempo perdido y tiempo recobrado, aquí llamados frivolidad y profundidad, dispersión e interioridad, apariencia y realidad. Esa división encontrará formulaciones más profundas muy pronto, en Jean Santeuil, pero tampoco entonces será pensada como una división estructurante, y esa gran novela que seguirá a los breves relatos fracasará al no poder aprovechar una idea que expresa con claridad, pero sin pensar en ponerla en acción.

Además, estos relatos prefiguran al narrador de En busca del tiempo perdido en su función de traspasar las apariencias y reconocer, como diría La Bruyère, tan presente en la esfera de Los placeres y los días, a través del hombre que se ve, al hombre que no se ve (¿razón posible de la alegría de una moribunda, la consunción sin causas orgánicas de otra, el recuerdo triste y angustiado de un capitán, los paseos solitarios y recurrentes que un escritor da por el Bois siempre a la misma hora?).

En el universo en perpetua construcción de un escritor, los giros verbales también tienen su historia, es decir, sus actas de nacimiento y su desarrollo posterior. Un día aún lejano, el giro «sello de autenticidad» condensará un fragmento célebre de El tiempo recobrado. Pero es en un relato inédito de su juventud donde Proust verá nacer de su pluma ese recurso.

Por último, nos gustaría creer que si algunos de estos relatos no llegaron a buen puerto fue porque su autor dudaba, sin terminar de decidirse, entre varias posibilidades. De una frase a la otra, el capitán se acuerda muy bien y ya no logra acordarse del brigadier que tanto lo conmovió un día de un pasado ya remoto. En otro momento veremos cómo el diálogo directo y el análisis accesorio pugnan por convertirse en la materia del relato, sin que ninguna de las dos formas consiga prevalecer sobre la otra.

Fecundas vacilaciones. Porque todas esas contradicciones son provisorias. Nosotros, que hoy podemos leer no solo En busca del tiempo perdido, sino también los cuadernos donde se cocina, sabemos que el novelista procederá de ese modo: yuxtaponiendo en una misma página una circunstancia del relato y su contraria, porque quiere probar el impacto de ambas, sus implicaciones, y el análisis que podría asociársele. Los cuadernos de Albertine desaparecida son significativos en ese sentido: allí leemos que Albertine conoció —no conoció— a la señorita Vinteuil y a su amiga; que mantuvo —pero en realidad quizá no— relaciones con Andrée; que el héroe no tiene el menor deseo de saber con quién se paseaba antes Gilberte por los Campos Elíseos, pero la interroga al respecto. El guionista de En busca del tiempo perdido, que sopesará las potencialidades de su relato, ya se oculta en las contradicciones de esos relatos inéditos.

Un problema moral se manifiesta aquí en una atmósfera sombría. Pero no solamente eso: estos relatos expresan la admiración ante la belleza, la densidad de vida que encierran el misterio, el enigma por resolver y la riqueza inalienable que posee cada uno, que consiste en explorar el propio mundo interior; esa es la empresa que el arte fragua, acompaña y consuma. Por ello, desde sus primeros escritos, Proust propone ese giro que Albert Camus (el Camus de El hombre rebelde ) leerá en El tiempo recobrado : una alternativa a la desesperación.

Hasta la maldición y el sufrimiento, en efecto, se revelan como creadores: son ellos los que organizan las situaciones y los personajes, profundizan los interrogantes, requieren trasposiciones originales, siempre renovadas y moduladas. Este joven escritor que dice y se guarda su secreto ya parece presentir a la Gilberte y la Albertine de su obra futura que, transparentes, devolviendo centuplicado todo el amor que les profesan, no escondiendo nada, diciéndolo todo, aniquilarían la fuerza analítica con la que se impondrá y triunfará el narrador de En busca del tiempo perdido. Porque, como revelará este entonces, «las ideas son los sucedáneos de las tristezas».

La creación de este volumen de inéditos no habría sido posible sin la confianza que el señor Dominique Goust, director de las Éditions de Fallois, depositó en esta empresa. Que su equipo editorial y él mismo reciban aquí la expresión de todo mi reconocimiento.

Nota sobre el texto A continuación reproducimos una serie de textos autógrafos de Marcel Proust, todos inéditos salvo en un caso, incluidos en los archivos de Bernard de Fallois (legajos 1.1. y 5.1 en su signatura original) y utilizados por el ensayista en su investigación sobre Los placeres y los días, dado que la redacción de aquellos textos fue contemporánea de la elaboración de esta compilación, en cuyo sumario aparecieron durante un tiempo. Cada texto está introducido por una explicación de su creación y algunas observaciones sobre las novedades que ofrece y su influencia más a largo plazo en la obra posterior de Proust. En las introducciones remitimos a las siguientes ediciones de Proust: – À la recherche du temps perdu, edición de Jean-Yves Tadié, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 4 vols., 1987-1989. [Hay trad. cast.: En busca del tiempo perdido, trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Debolsillo, 2016.]

Correspondance de Marcel Proust, establecida, anotada y presentada por Philip Kolb, París, Plon, 21 vols., 1970-1993.

Les Plaisirs et les Jours, Jean Santeuil, publicados por Pierre Clarac e Yves Sandre, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1971. (Edición original de Jean Santeuil a cargo de Bernard de Fallois, prólogo de André Maurois, París, Gallimard, 3 vols., 1952.) [Hay trad. cast.: Los placeres y los días, trad. de Consuelo Berges, Madrid, Alianza Editorial, 2018; Jean Santeuil, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Valdemar, 2007.]

Contre Sainte-Beuve, Pastiches et Mélanges, Essais et articles, publicados por Pierre Clarac e Yves Sandre, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1971. (Edición original de Contre Sainte-Beuve suivi de Nouveaux Mélanges, según un ordenamiento distinto, prólogo de Bernard de Fallois, París, Gallimard, 1954.) [Hay trad. cast.: Ensayos literarios (Contra Sainte-Beuve), trad. de José Cano Tembleque, Barcelona, Edhasa, 2 vols., 1971.]

Carnets, publicados por Florence Callu y Antoine Compagnon, París, Gallimard, 2002.

L. F.

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