y otros
relatos inéditos
Prólogo de Alan Pauls
¿Inéditos de Proust? La noticia regocija y desconcierta. Un
siglo después de En busca del tiempo perdido, la idea
de que algo pueda haber quedado fuera de la proustíada impresa suena extrañamente
desafiante. ¿No lo incluía ya todo esa novela-río, esa novela-mundo? ¿No
incluyó con retroactiva voracidad, casi hasta hacerlos desaparecer, el Contra Sainte-Beuve, Jean Santeuil,
El indiferente, Los placeres y los
días. Parodias y misceláneas, y todos los textos que tuvieron la osadía
loca de vivir antes que ella? ¿Y no incluye también, de algún modo, todo lo que
Proust podría haber escrito fuera, al costado, en los márgenes de ella, lo haya
escrito o no, llegue a nosotros algún día o se pierda en una caja entre
recortes viejos, como la que revisaba Bernard de Fallois cuando encontró los
materiales de El remitente misterioso ? «Un día me
enteré de que mi vieja amiga Pauline de S., enferma de cáncer desde hacía mucho
tiempo, no pasaría del año, y que se daba cuenta de ello con tal claridad que
el médico, incapaz de engañar a su gran inteligencia, le había confesado la
verdad.» (1)
Leemos la primera frase de «Pauline de S.», el relato que abre esta compilación,
y algo —un ritmo, una respiración— se reanuda. Todo empieza tan in medias res que es preciso que haya habido algo antes: un
cuerpo principal, un pasado, un impulso originario... Gracias al cordón
umbilical de la frase, una continuidad se restablece: la cápsula, como en las
películas del espacio, vuelve a la nave nodriza. «Pauline de S.» (y todo cuanto
Proust haya escrito que se jacte de no estar en En busca del
tiempo perdido ) podría ser un relato intercalado, una anécdota interna,
una posibilidad narrativa que quedó en el camino, varada en alguna paperole, uno de esos miles de proto-pósits que Proust
pegaba sobre las pruebas de imprenta con sus «correcciones», manera bastante
prosaica de describir lo que en rigor era el movimiento de una escritura que no
podía detenerse. Si hemos leído En busca del tiempo perdido,
siempre seguimos leyéndolo. Podemos parar, leer otras cosas, no leer nada en
absoluto, olvidarnos incluso de que Proust existe. Seguimos leyéndolo de todos
modos. O mejor dicho: Proust y su libro diabólico siguen leyéndonos siempre,
ellos a nosotros. De ahí que todo nos remita a ellos.
Pero también podríamos pensar
al revés. Pensar en En busca del tiempo perdido no
como en un agujero negro absoluto, capaz de magnetizar y tragarse todo lo que
entrara en su órbita, sino como en una máquina de expulsar, formidable fuerza
centrífuga de la que nos llega, muy cada tanto, alguna astilla perdida,
excepcional. Esta es una de ellas —la última, sesenta años atrás, como recuerda
Luc Fraisse, editor de este libro, había sido el Contra
Sainte-Beuve—. De modo que las esquirlas proustianas se hacen esperar.
Las nueve que componen este libro, escritas presumiblemente hacia fines del
siglo XIX, mientras Proust trabajaba en Los placeres y los días, debieron viajar más de un siglo
hasta aterrizar entre nosotros. ¿Por qué (salvo una) habían quedado inéditas?
¿Por qué Proust, al parecer, las archivó sin siquiera comentarlas con nadie?
Fraisse despeja la cuestión sin rodeos: porque la mayoría de estos textos, dice,
ponen en escena el deseo homosexual, un problema que ronda En
busca del tiempo perdido. Pero Sodoma y Gomorra,
el volumen que lo vuelve escandalosamente explícito, se publica de manera
póstuma, lo que señala hasta qué punto Proust necesitaba alejarse, estar más
allá, del otro lado de su novela, para decir sin rodeos lo que tenía que decir
sobre el problema, y del modo en que pensaba que debía decirlo.
A fines del siglo XIX, Proust tenía
veinticinco años y era poco menos que nadie. Sin un nombre, un prestigio, una
obra que lo respaldaran, la diferencia entre lo que podía y lo que quería decir
a propósito del deseo homosexual era más que considerable. Algo de ese abismo
se insinúa cuando comparamos un breve texto de Los placeres
y los días sobre la experiencia del joven Proust en el ejército,
«Cuadros de estilo del recuerdo», con «Recuerdo de un capitán», relato de una
escena de la vida militar incluido en esta antología. Ambos se presentan como
ejercicios de la memoria y están escritos en primera persona; pero mientras el
yo del primero es o dice ser el de Proust, el del segundo ya narra desde la
distancia, la estrategia y la red de relaciones de la ficción. El primero es
una exaltación de la potencia estética del recuerdo, que baña en una luz suave
y embellece, dice Proust, cosas, personas y escenas sin grandeza y sin
excepcionalidad: la vida de regimiento, por ejemplo. Evocando ese mundo agreste
y sencillo, Proust menciona «la simplicidad de algunos de mis compañeros del
pueblo, cuyos cuerpos yo recordaba más bellos, más ágiles; cuyo espíritu, más
original; cuyo corazón, más espontáneo; cuyo carácter, más natural que los de
los jóvenes que había frecuentado antes y que frecuenté después». Es apenas un
apunte, un haiku de leve estremecimiento erótico —con ese matiz de
transversalidad social del que sabemos que Proust solía disfrutar en sus
objetos de deseo— traspapelado en un comentario sobre el modo en que el
recuerdo interviene en el pasado que recuerda, que lo enmarca y al mismo tiempo
le sirve de coartada.
En «Recuerdo de un capitán», en
cambio, estamos en plena narración; hay personajes, una escena y una dinámica
erótica casi geométrica, como de ménage à trois
congelado, reducido a las miradas, los gestos, las poses de una seducción
histérica. Proust cuenta el coup de foudre entre el
narrador —que ha vuelto a la pequeña ciudad donde pasó un año como teniente y
charla diez minutos con un antiguo asistente— y cierto brigadier que lee el
diario sentado ante la puerta de una barraca, un hombre «muy alto, algo delgado,
con un dejo deliciosamente delicado y dulce en los ojos y en la boca», que,
dice el narrador, «ejerció sobre mí una seducción absolutamente misteriosa» y
lo fuerza a tratar «de gustarle y de decir cosas admirables». El flechazo es
explícito y empuja al narrador a una suerte de crisis pasional fulminante, que
reprime como puede. Al final, cuando se despiden —el único intercambio
«oficial» que los compromete—, el otro, hasta entonces impávido, se incorpora y
hace la venia «mientras me miraba fijamente, como indica el reglamento, con
extraordinaria turbación». Proust cuenta aquí algo más que un deseo homosexual:
cuenta su ciclo completo —su novelita, digamos—, desde la irrupción, inesperada
y violenta hasta la crisis de angustia en la que hunde a su víctima, pasando
por el pavoneo apenas encubierto con el que intenta trabar contacto con la
figura que lo suscitó y la solución perversa —turbación extraordinaria +
reglamento— a la que da lugar. Comparando los dos textos —el haiku melancólico
de «Cuadros de estilo del recuerdo» y la novelita exasperada de «Recuerdo de un
capitán»— es fácil entender por qué Proust publicó uno y archivó el otro.
Puede que la osadía con que
nombran el deseo homosexual explique por qué estos textos dispares —relatos,
fábulas, diálogos de muertos, ejercicios de género— habían quedado en la
sombra, víctimas de la censura del propio Proust. No explica, sin embargo, la
intriga con que los leemos hoy, más de un siglo después de escritos. Si alguien
no esperaba un coming out (ni para emanciparse ni
para promocionarse), ese era Proust. No lo esperaba porque no lo necesitaba,
por supuesto, pero también porque la espectacularidad del coming
out —con su irreversibilidad, su rígido binarismo, su condición directa
y unilateral— parece ser radicalmente ajena a la lógica del deseo que le
interesó siempre, tanto en obras maestras como En busca del
tiempo perdido como en los textos secretos de juventud de El remitente misterioso. Para Proust, si el deseo interesa
es justamente por su oblicuidad, su vocación de rodeo, su tendencia a la
refracción, el disfraz, el circunloquio. No se escribe para decir las cosas por
su nombre: se escribe porque la relación entre las cosas y sus nombres es
siempre una relación diferida, discontinua, signada por ilusiones ópticas,
falsas perspectivas, errores de paralaje. Así, por espectacular que sea, la
epifanía de erotismo gay de «Recuerdo de un capitán» es solo una modulación más
—no la única— que asume una configuración de deseo ubicua, clandestina, en la
que convergen y se mezclan cierta promiscuidad social, el gusto por la
abyección y una relación más o menos equívoca con la ley, fuente de represión
pero también de subterfugios. De hecho, el ejército ya aparece como proveedor
de objetos de deseo en el cuento «El remitente misterioso». Aparece de refilón,
en un aparte encendido y, en este caso, en la mirada ensoñada de una mujer,
Françoise, la protagonista del relato, que, entre excitada, asustada y perpleja
por una serie de cartas anónimas que recibe, todas inflamadas de deseo, solo
atina a explicarse su audacia atribuyéndosela a «un militar», un gremio que
alguna vez había «abrasado sus sueños y deslizado extraños reflejos en sus ojos
castos», inspirándole un fantasma erótico que incluye —es el toque Proust—
cinturones difíciles de desabrochar, espuelas que pinchan y corazones viriles a
los que apenas se oye latir bajo rústicos abrigos de telas marciales. El ardor
voluptuoso de lo tosco. Un cliché como tantos —igual que el escozor que el
subalterno hace nacer en el superior, el ignorante en el cultivado, el inocente
en el cínico—. Como buen especialista en deseo, Proust es un experto en
estereotipos (que es el reglamento que el deseo acepta y asume para
perseverar). Solo que, en el cuento, ese lugar común del deseo femenino
heterosexual aparece desplazado, desubicado, como un exabrupto incongruente, en
el corazón de una intriga rondada, una vez más, por la homosexualidad.
Es lo que sucede siempre con
Proust (y con todos los grandes escritores): apenas creemos haber llegado a
algún lado, fijado una cuestión, estabilizado un tema, definido una identidad,
un horizonte, la escritura ya está en otra parte; otra dimensión aparece y
contagia la que conocíamos, otra cosa empieza a contarse dentro de la que
creíamos estar leyendo. Esa lógica se llama deseo, en Proust. Por eso tiene
patas cortas; en el fondo, es hablar de «deseo homosexual», «deseo
heterosexual», «hombres», «mujeres», «locas». Aun cuando cada uno de esos
nombres y esas categorías exija una suerte de etnografía impostergable,
riquísima (que Proust, por otra parte, fue el primero en hacer), ninguno puede
jactarse de detentar verdad o decretar ley alguna sobre el deseo. A lo sumo,
son formaciones, estados, modos sexuales, sociales, mundanos, culturales que
adopta el deseo para funcionar en ciertas esferas o dimensiones de la
experiencia. Pero el deseo en sí es otra cosa. No es un factor de identidad, no
define ni fija; es una fuerza que se mueve y cambia; se deja enmascarar,
deformar, traducir, redirigir; repercute, se hace eco, resuena; conecta seres,
cuerpos, planos, mundos. No solo «masculinos», «femeninos», «heterosexuales»,
«homosexuales». No solo humanos. Es también el deseo lo que arrastra al humano
hacia el animal («La conciencia de amarla»), hacia la música («Después de la
Octava Sinfonía de Beethoven»), hacia la naturaleza sublime («Jacques
Lefelde»).
En la edición francesa de este
libro, Luc Fraisse sigue los rastros genéticos de todo ese frenesí de
mutaciones, entrecruzamientos, permutaciones. El denso, minucioso, formidable
aparato de notas que la acompaña permite ver hasta qué punto esa lógica
mercurial que signa la narrativa proustiana tiene sus réplicas en el trabajo de
Proust con cada frase, incluso con cada palabra de sus textos. Reproducirlo
entero, en todos los relatos, habría sido ideal, pero el efecto de lectura «especializada»
que hubiera producido acaso habría alejado al libro de muchos de sus lectores
potenciales. Si hemos decidido mantener intactas solo las notas que acompañan
«El remitente misterioso» ha sido porque el relato (a diferencia de varios de
sus compañeros) está completo, porque es quizá el plato fuerte del volumen y
porque las notas documentan paso a paso, en el nivel microscópico, como en
tiempo real, la redacción del relato, el tipo de oscilación, inestabilidad y
zozobra que la narración hace jugar en la dimensión de la identidad de género y
el deseo. Consultándolas, el lector podrá hacerse una idea simultánea del
proceso de escritura de Proust, su carácter hipotético, conjetural, siempre
tentado por varias posibilidades a la vez, y del trabajo del editor con los
manuscritos, que no deja duda, variante o alternativa sin registrar.
En Los
placeres y los días, el sujeto Proust era el que tenía el monopolio del
yo. El único otro en quien Proust aceptaba delegarse era Honoré, el héroe que
aparece varias veces a lo largo del libro para morir al final y matar, al mismo
tiempo, la demencia lúcida de los celos, un trance que a estas alturas del
partido —fieles a la norma médica— ya podríamos llamar «mal de Proust». En los
relatos de El remitente misterioso, el yo se retrae,
se deja eclipsar por terceras personas de ficción, se ausenta ante la escena de
un diálogo o el plural de un Saber para el que el arte y la vida son las dos
caras de una misma moneda (probablemente falsa). ¿Está Proust más presente en
su compilación de 1896 que en estos hallazgos que le debemos a De Fallois? La
pregunta suena un poco preproustiana. Una de las grandes invenciones de Proust
—una que sin duda tutela los últimos treinta o cuarenta años de la literatura
llamada de «autoficción»— fue haber enrarecido de manera radical la naturaleza,
la función, la autoridad y el valor del yo en la escritura literaria,
impugnando al mismo tiempo el reflejo de lectura que lo identificaba
automáticamente con el escritor y el que pretendía divorciarlos por definición.
(Esa gran invención tiene nombre: Proust la llamó «Marcel».) Así, el yo
proustiano es a la vez nombre propio y fantasma, grano de lo real y mascarada,
singularidad absoluta y espejismo imaginario. Más que «estar presente», Proust
insiste en estos relatos con ese modo híbrido, negociado, que Barthes llamaba
«figuración incómoda», por la que el escritor satura su propio cuerpo —su
verdad deseante— con toda clase de coartadas de género, morales, de
verosimilitud, que lo maquillan pero le dan también la inmunidad que necesita
para moverse. Algo de él, sin embargo, algo de ese cuerpo proustiano real, sin
afeites, irrumpe en «El don de las hadas» en la figura, casi en la idea, de ese
desdeñado incurable a quien deben mostrar la belleza que esconden sus heridas.
Es el cuerpo de un enfermo, y todos sabemos hasta qué punto en Proust la
enfermedad —en cuanto verdad clínica y elaboración imaginaria— es el eslabón
privilegiado que liga vida y arte. El incomprendido, el ignorado, es el rostro
social del sufriente: ese es, ahí está Proust. Es quien descubre en los males
que padece «virtudes que la salud desconoce». El Proust que pone en escena El remitente misterioso no es la víctima —una condición que
el escritor, por otra parte, sabía muy bien cómo fingir—. Es el que ve cosas
que escapan a la gente saludable: Proust, el vidente.
Bernard
de Fallois manifestó formalmente su intención de poner a disposición de los
investigadores el conjunto de los archivos reunidos en el marco de su trabajo
personal sobre la génesis de En busca del
tiempo perdido.
Su objetivo particular era
evitar que se dispersaran en alguna casa de subastas, una vez él desaparecido,
y dar a conocer la obra de Proust de forma más completa.
Esta publicación responde,
pues, a su voluntad profunda.
Introducción de Luc
Fraisse,
profesor de la Universidad de
Estrasburgo Sin duda, es infrecuente exhumar relatos escritos por Marcel Proust
de los que nadie había oído hablar.
En 1978, la editorial Gallimard
publicaba en forma de plaquette El
indiferente, que el editor de la correspondencia de Proust, Philip Kolb,
llevado por las cartas, había encontrado en la revista de fines del siglo XIX, [1] donde lo habían
olvidado al menos sus lectores, pues el escritor lo recordaba perfectamente
bastante tiempo después, en el momento de escribir la parte de «Un amor de
Swann» del primer volumen de En busca del tiempo perdido,
Por la parte de Swann.
Nos encontramos ahora ante un
caso más especial, ya que se trata de una serie de relatos escritos en la misma
época que El indiferente, la época de Los placeres y los días, pero que no fueron publicados:
Proust conservó en sus archivos esos manuscritos, en estado de borrador, sin
comentarlos con nadie, a juzgar al menos por la documentación de la que hoy
tenemos conocimiento.
¿Qué contienen, pues, estos
relatos? ¿Por qué no haberlos comentado con nadie? Y en esas condiciones, ¿por
qué incluso haberlos escrito?
Aunque no haya forma de
resolver de manera definitiva todos los enigmas, podemos comprenderlos mucho
mejor si pensamos en los temas que tratan, ya que casi todos estos relatos
abordan la cuestión de la homosexualidad. Algunos, como ciertos textos que ya
conocemos, trasponen el problema que obsesionaba a Proust a la homosexualidad
femenina. En otros no hay trasposición alguna. Demasiado locuaces, sin duda
demasiado escandalosos para su época, el joven autor prefirió mantenerlos en
secreto. Pero sintió la necesidad de escribirlos. Constituyen, casi legibles
entre líneas, ese «diario íntimo» que el escritor no confió a nadie.
Lo que en tiempos de Proust
podía escandalizar a su entorno familiar y a su sociedad es el hecho mismo de
la homosexualidad. Porque estos relatos no contienen nada escabroso, nada que
suscite voyeurismo alguno. Por caminos extraordinariamente diversos, como
veremos, profundizan en el problema psicológico y moral de la homosexualidad.
Exponen una psicología esencialmente sufriente. No violentan la intimidad de
Proust; permiten entender una experiencia humana.
Procedentes de los archivos
reunidos por Bernard de Fallois, que falleció en enero de 2018, estos relatos
exigen hacer un poco de historia para dilucidar por qué permanecieron a la
espera de publicación tanto tiempo, y en qué contexto Proust los escribió o
abocetó para luego apartarlos definitivamente de la mirada del público,
incluidos sus propios allegados.
Hubo una época, hoy muy
olvidada, en que al observar el destino literario de Marcel Proust se creía que
el escritor había recorrido una vida dividida en dos: una juventud que
transcurrió en los salones, con una flor en el ojal; y más tarde, una madurez
que dedicó a la elaboración encarnizada de una gran obra, cuya conclusión
apenas tuvo tiempo de vislumbrar en el momento de morir, a los cincuenta y un
años.
Marcel Proust, el autor de En busca del tiempo perdido, ese monumento de la literatura
francesa, esa obra que pertenece al patrimonio universal. Algo que sus
contemporáneos ya comprendieron con la publicación escalonada de los últimos volúmenes,
concluida en 1927. Pero quedó para después la evaluación de la circunferencia
del ciclo novelesco, demasiado vasto y rico para una asimilación inmediata.
Comoquiera que sea, su autor había muerto trabajando, a la misma edad que
Balzac, y un poco por las mismas razones. ¿No había tenido acaso la
inconsciencia de esperar sin escribir casi nada —como espera el héroe de En busca del tiempo perdido hasta El
tiempo recobrado — el comienzo de su declive físico para acometer esa
empresa literaria sobrehumana?
Porque ¿a qué se habría
reducido Marcel Proust sin En busca del tiempo perdido
? A una obrita de juventud, Los placeres y los días,
que apareció a finales del siglo XIX y nos invitaba a pasar
la página del siglo XX para ver surgir de golpe el
genio literario de la gran obra. A traducciones de Ruskin no del todo ajenas a
la obra maestra que sobrevendría después, pues giraban alrededor de las
catedrales y la lectura. Pero nada más. Un libro desparejo, un escritor
traductor.
Los vientos empiezan a cambiar
en la mitad exacta del siglo XX. En 1949, André
Maurois publica en la editorial Hachette En busca de Marcel
Proust, un libro que permite respirar la atmósfera en que evolucionó el
novelista hasta su gran obra. El biógrafo extrae de la correspondencia testimonios
que sugieren que ese supuesto milagro de las Letras y de la última hora estuvo
ocupado escribiendo en todo momento, constantemente. Maurois conoce a un joven
catedrático, Bernard de Fallois, que quisiera escribir, si la Facultad de París
se aviniera a aceptarlo, una tesis dedicada a Proust, y en la estela de sus
propias investigaciones lo presenta a la sobrina del escritor, Suzy
Mante-Proust, consagrada, como su difunto padre, a la posteridad de Marcel
Proust.
Antes incluso de entreabrir los
archivos familiares y hurgar, más tarde, en las ofertas de los catálogos de
venta, Bernard de Fallois se muestra escéptico ante la idea, no importa cuán
unánimemente fuese aceptada, de que se pueda escribir un monumento literario de
golpe, al término de una juventud puramente ociosa. Ya las producciones previas
a En busca del tiempo perdido, lejos de merecer ser
minimizadas, bastan para sugerir a quien tenga sensibilidad para los procesos
creativos una progresión continua en el Proust previo a Proust que permite suponer
que el frecuentador de salones no se parece en nada a Charles Swann, sino que
se interroga con intensidad sobre aquello que podría escribir.
Bajo esa luz, los escritos
anteriores a En busca del tiempo perdido, desde Los placeres y los días (1896) hasta la traducción de La Biblia de Amiens (1904) y Sésamo y
lirios (1906), de John Ruskin, lejos de aparecer como la escoria de la
gran obra, encierran una profusión de experimentaciones literarias. Son
laboratorios donde los textos palpitan como materia fundida. Pero lo espaciados
que están en el tiempo hace suponer que el escritor en ciernes interrumpe sus
búsquedas e interrogaciones y posterga su reanudación siempre para algún otro
momento, si es que se le presenta la oportunidad. Hay un vacío entre esas obras
conocidas. Un vacío que ciertamente no se debe a la inacción de su creador,
sino a nuestra ignorancia.
Es en este aspecto donde los
archivos de la familia Proust (que solo se depositaron en la Biblioteca
Nacional en 1962) dan a conocer, al cuidado de este investigador con método y
perseverancia de archivista, papeles desconocidos que pronto se vuelven
numerosos. Una gran novela en piezas sueltas, paradójicamente escrita en
tercera persona, aun cuando es muy próxima a la biografía del autor, y cuyos legajos
podemos clasificar según la cronología vital del personaje que dará título al
conjunto, Jean Santeuil. Esa gran novela
reconstruida, publicada por Gallimard en 1952, lleva un prólogo de André
Maurois. Las cartas y los papeles que la rodean demuestran que fue redactada
principalmente entre 1895 y 1899. Lejos de recaer en la inercia, Proust, pues,
había acometido una gran novela cuando la antología de Los
placeres y los días aún no había aparecido. Después, de inmediato, sin
descanso, pues la novela, con todos sus papeles etiquetados y apilados, es
bastante voluminosa, aunque está inacabada.
He aquí, pues, el puente entre Los placeres y los días y John Ruskin. Pero ahora aparecen
más papeles, más cuadernos. Se ubican en el umbral de En
busca del tiempo perdido, hacia 1908, y revelan que este ciclo novelesco
nació al mismo tiempo que un ensayo, polémico pero filosóficamente muy bien
argumentado, dirigido contra el método biográfico de Sainte-Beuve. Por
momentos, Proust piensa en desgajar el ensayo de sus borradores y publicarlo
aparte. Pero la realidad de esos borradores es otra: es un ensayo y una novela
al mismo tiempo.
Este objeto híbrido incomoda a
las clasificaciones de la crítica, pero no a Bernard de Fallois. Este ya se ha
encargado de reinterpretar Los placeres y los días
—libro que Marcel Proust menospreciaba porque no era En
busca del tiempo perdido, y porque sentía que su unicidad procedía solo
de su encuadernación— como un conjunto coherente, sin duda rico y
diversificado, pero donde todo se sostiene, todo es necesario, todo anticipa lo
que vendrá. De modo que el descubridor de nuevos libros de Proust no
experimenta ninguna incomodidad ante este ensayo de teoría literaria que vira a
la novela, donde la refutación sistemática de Sainte-Beuve se mezcla con las
consideraciones sobre los Balzac de las Guermantes.
El pionero de las
investigaciones proustianas sigue con su tarea, que se convertiría en su tesis.
Suponemos que, de haberla autorizado la universidad, el tema habría sido la
evolución creativa de Proust hasta En busca del tiempo
perdido. La tesis nunca vio la luz; sin duda quedó truncada tras las dos
publicaciones principales de obras de Proust, que le abrieron a su descubridor
las puertas del mundo de la gran edición. Pero dos partes fueron redactadas por
completo y leídas por el entorno intelectual de Bernard de Fallois. Si bien la
primera parece haberse perdido, la segunda, y lamentablemente última,
constituye un ensayo independiente que Les Belles-Lettres publica con el título
Proust antes de Proust. Un ensayo erudito en el que
el saber, sin embargo, aparece subsumido por una pluma singularmente alerta,
como sería ideal que sucediera con una tesis, como sucede con las que se
convierten en libros que nunca pasan de moda. Un ensayo cuyas cautivadoras
originalidad y novedad no han disminuido tras haber dormido durante dos
generaciones antes de dársenos a conocer.
Porque el comienzo en Los placeres y los días se nutre de esos archivos amplios,
cuyos matices el clasificador maneja como un organista. Igual que el Proust
detractor de Sainte-Beuve e (paradoja nada desdeñable) igual que el propio
Sainte-Beuve, De Fallois sabe que la biografía del autor no debe estar ausente
de la lectura de sus obras, pero debe ser una biografía interior, esa que los
mejores contemporáneos de Proust llamaban «biografía psicológica», siempre y
cuando sepamos captar, en la gratuidad aparente de las circunstancias vitales,
la perspectiva enriquecedora de estructuras que están naciendo.
Esta es la mirada estructural
que Bernard de Fallois proyecta sobre los textos aparentemente dispares
reunidos en Los placeres y los días, para captar en
ellos, a contrapelo, una misma búsqueda, una misma tentativa literaria —lo que
podríamos llamar, tratándose de un joven escritor, la «búsqueda de su voz»—,
búsqueda tan difícil de emprender que es preciso tomar muchos caminos distintos
para lograr progresar hacia un mismo objetivo. El crítico, por otro lado, lleva
su clarividencia hasta el punto no solo de identificar lo que, en los escritos
de juventud, anticipa de manera aún remota En busca del
tiempo perdido, sino también de advertir las posturas de escritor que ya
no volveremos a encontrar luego en los escritos de Proust, porque ese «ya no»,
ese «una sola vez» nos dicen mucho acerca de las condiciones de trabajo del
Proust llegado a la plena madurez.
Y como piensa esas estructuras
a largo plazo, al tiempo que cataloga y clasifica los archivos, el ensayista
revolotea alrededor de Los placeres y los días y
encuentra páginas manuscritas no incorporadas a la antología de 1896 y tampoco
publicadas en las revistas de la época, algunas de las cuales, sin embargo,
aparecen mencionadas en los índices autógrafos que tiene ante sí, de cara a ese
libro que Proust titula en un primer momento Le Château de
Réveillon, aludiendo a la mansión que la señora Lemaire posee en La
Marne, donde varios de esos textos fueron escritos en estrecha colaboración con
Reynaldo Hahn, y cuyas piezas desplaza, añade o recorta, un poco como hará
Guillaume Apollinaire cuando en 1912 componga su antología poética Alcoholes.
Los textos en prosa que
aparecen en esas hojas sueltas son relatos. Escritos al mismo tiempo que los
que ya conocemos, es lógico que guarden relación con ellos. Pero leídos por sí
mismos, como Proust terminó considerando que debían leerse, hablan también en
un lenguaje específico, el de una serie de textos inéditos. Una parte del
ensayo de Bernard de Fallois se dedica a esta cuestión específica. Es la parte
que Jean-Claude Casanova tuvo el tino de prepublicar en el número 163 de la
revista Commentaire, en el otoño de 2018, con el
título «Le secret et l’aveu». Porque ese es, en efecto, el nudo. Pero ¿qué
nudo, exactamente?
Los escritos que Proust
deja al margen o descarta mientras prepara Los placeres y
los días demuestran que la compilación podría haber sido un libro mucho
más importante. Pero si su joven autor hubiera incluido todos los textos que
reproducimos aquí, con la forma acabada que no tuvieron, la escenificación de la
homosexualidad se habría convertido en el tema principal del libro. Eso no era
lo que Proust deseaba, sin duda por las revelaciones que habría arrojado sobre
sí mismo (revelaciones que ya no tienen ese carácter para nosotros), quizá
porque algunos de esos textos necesitaban ser escritos más para él que para ser
publicados, quizá, también, porque el escritor deseaba preservar cierta
deliberada diversidad en su compilación; sin duda, en conclusión, porque dudaba
de la calidad y la repercusión literarias de los textos que finalmente
descartó.
Proust,
hombre joven y joven escritor, aborda la homosexualidad, pues, desde la
perspectiva del sufrimiento y la maldición. No podemos achacar toda la culpa a
su época, porque esa posición se opone por completo a la de su contemporáneo
exacto, André Gide, hedonista y egotista, que no solo no envuelve ese tipo de
confesión con el halo trágico proustiano, sino que la asocia, al contrario, con
una felicidad vitalista. De ahí surge también otra oposición entre un Proust sometido
a la tensión entre el secreto y la confesión, que elabora todo un diversificado
sistema de trasposiciones, y un Gide que prefiere en cambio decir «Yo», aunque
en su Diario, tras visitar a Proust en 1921, anote:
«Le cuento algunas cosas de mis Memorias: “¡Se puede contar todo!”, exclama,
“pero con la condición de no decir jamás ‘Yo’”. Ese no es mi problema». [2]
En ese contexto, pues, Proust
nunca dirá «Yo», pero la narración en primera persona del capitán es la que más
se acercaría a una enunciación directa y personal. En estos relatos descartados
vemos como nunca el proceso de elaboración de todo un dispositivo de
«proyecciones», de discursos conciliados: el drama se juega entre dos mujeres
(con el narrador del lado de «la inocente», aunque en «El remitente misterioso»
«la culpable» sigue siendo inocente), el drama crucial de la adolescencia se ve
trasladado a un final de vida prematuro (fuente de un apocalipsis, en el doble
sentido de revelación del fin de los tiempos para el sujeto y del acto de
develar incluido en el verbo griego apocalyptein ), y
el sufrimiento de la condena de no ser amado por aquel a quien se ama se
traspone a un universo musical («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven»),
a la situación de una heroína condenada por una enfermedad pero que decide
vivir su agonía despreocupadamente («Pauline de S.»), o se exterioriza en un
gato-ardilla que acompaña al sufriente en su casa y en el mundo sin que nadie
se entere («La conciencia de amarla»), tras haber sido un resignado «don de las
hadas»...
La moral cristiana, en este
caso católica, pesa sobre estos interrogantes de una manera tan directa como
nunca volverá a hacerlo. Lo que leíamos en Los placeres y
los días, según salió publicado, reduce la preocupación religiosa a un
perfume de misticismo superficial, aureolado de una decadente melancolía
finisecular. Pero los relatos descartados se hacen más insistentes. Christiane
morirá consumida por haber ardido de amor en silencio por su amiga Françoise.
Françoise pregunta si consentir el deseo de Christiane no la salvaría. Su
confesor le contesta que eso significaría hacer que la moribunda (que le ha
sido presentada como un moribundo) dilapide de golpe el sacrificio de toda una
vida en pos de un ideal de pureza. Las dos posturas se oponen radicalmente:
ninguna de las dos queda invalidada en términos absolutos.
Cuando se convierta en
novelista, el joven autor de estos relatos nunca volverá a exponer con tanta
insistencia ese memento mori de la predicación
clásica. Nunca volverá a meterse directamente con el Dios creador para
preguntarle el porqué, salvo, por medio de imágenes, a la hora de definir la
creación artística. Aquí el sujeto que sufre, apartado del mundo del amor,
pronuncia un «mi reino no es de este mundo» muy personal; se pregunta dónde
encontrar por sí mismo esa promesa de «paz sobre la tierra para los hombres de
buena voluntad». El diálogo de muertos «En el infierno» toma distancia de la
proximidad angustiante de todos estos problemas, pero la pátina antigua de los
Infiernos no suprime la perspectiva del infierno y la condena cristiana, que
uno de los protagonistas trata de conjurar dando el nombre de felix culpa a la poesía y a los poetas, como se había hecho
con el pecado original.
Entonces, los personajes de
médicos, a medio camino entre Adrien Proust, el padre del escritor, y el futuro
doctor Du Boulbon, personaje ficticio de En busca del tiempo
perdido, toman el relevo para abrir acaso un camino hacia lo que
Bergson, tras la muerte de Proust, llamará «las dos fuentes de la moral y de la
religión». Cuando señala que su paciente se muere de una consunción que no se
deriva de ninguna enfermedad orgánica, el médico de Christiane se anticipa al
Freud que visita a Charcot en La Salpêtrière y prepara sus Estudios
sobre la histeria. «Recuerdo de un capitán» sugiere el caso de un sujeto
que ignora, al mismo tiempo que la narra, su propia homosexualidad, que en su
relato por tanto jamás será nombrada. «Después de la Octava Sinfonía de
Beethoven» llama a reflexionar sobre la relación entre la respiración del
asmático y la ocupación del espacio. Son muchos, en suma, los objetos e
imágenes simbólicos que pueblan estos relatos.
Pero la psicología
homosexual, o la homosexualidad percibida desde dentro, directamente o
traspuesta, no constituyen ni de lejos para nosotros el único tema, la única
apuesta de estos relatos. Lo que vemos en ellos es al escritor en el momento de
iniciar su proyecto literario, que cobrará forma progresivamente y en
continuidad hasta En busca del tiempo perdido.
El estudiante de Filosofía no
queda lejos; más aún, es contemporáneo. El consuelo de no ser amado proyectado
en un universo musical («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven») parece ya
abonado por la metafísica de la música de Schopenhauer. En su laborioso
recuerdo, el capitán retoma la distinción tan fichteana entre el yo y el no-yo,
y su interrogación sobre la recreación del pasado en el pensamiento, todavía
torpe, conocerá una posteridad importante, igual que la búsqueda de una
definición de la «esencia». Estos recuerdos de erudición filosófica ya son
sutiles aquí, y el narrador de En busca del tiempo perdido
sabrá volverlos irreconocibles en su prosa, que seguirá sin embargo nutriéndose
de ellos.
Como era de esperar, algunas
anotaciones, aunque fugaces, son partidas de nacimiento de episodios enteros de
la todavía lejana En busca del tiempo perdido.
Veremos surgir aquí la función de las cartas en la resurrección de los
personajes; la mediación de Botticelli en la percepción del ser amado; los dos
versos de Vigny a modo de epígrafe en Sodoma y Gomorra
(«En el infierno»); quizá la explicación anticipada del frío saludo de
Saint-Loup al final del episodio de Doncières en La parte de
Guermantes ; una primera versión de la gran controversia sobre la
homosexualidad entre Charlus y Brichot (en este caso, Caylus y Renan dialogando
«En el infierno») en La prisionera ; pero también eso
a lo que responderá algún día la perorata del doctor Du Boulbon en La parte de Guermantes sobre las patologías de los genios
creadores; una primera versión del paseo solitario en el Bois de Boulogne que
algún día concluirá Por la parte de Swann («Jacques
Lefelde») y del episodio del «nuevo escritor» en La parte de
Guermantes ; la etimología del apóstrofe «Árboles, ya no tenéis nada que
decirme» en mitad del El tiempo recobrado.
Pero ante los ojos del lector
desfila la antología literaria de las primeras lecturas importantes del
escritor que debuta: Fedra, de Racine, y «La tristeza
de Olimpio», de Victor Hugo, tal vez Stendhal en «Jacques Lefelde» y Dumas
padre en «En el infierno», mucho del universo de Edgar Allan Poe de manera
implícita, como veremos, y, en esa órbita, reminiscencias de Gérard de Nerval y
de las novelas de Tolstói, cuya influencia se alejará después de Jean Santeuil.
Porque el desarrollo
(inconcluso, recordémoslo) de estos relatos tiene el interés a largo plazo de
observar al escritor en ciernes experimentando con formas literarias que no
serán las del escritor maduro: el relato de suspense, el cuento fantástico, el
diálogo entre muertos. Es especialmente interesante advertir cómo al
incursionar con predilección en las formas de la parábola, la fábula y el
cuento, el novelista todavía no revelado aprovecha para experimentar a la vez
los motivos por los que no retomará dichas formas y los recursos que puede
obtener de ellas.
En particular, la novela
mundana, cuya veta subyacente no aparece suficientemente resaltada en la
atmósfera de En busca del tiempo perdido, y que se
constituye en breves microcosmos en varios de estos relatos, de manera
destacada el encuentro amoroso en el contexto de la alta sociedad, con sus
recursos pero sobre todo sus obstáculos. Esa novela mundana de atmósfera
concentrada, que nos ahorra, incluso en el seno de una novela extensa, con
mayor razón al servicio de la brevedad de un relato, las largas preparaciones
del arsenal novelesco. Ese universo de visitas, mayordomos, lugares de veraneo
y calesas que será el de Swann. Ese universo que Proust descubrirá en la novela
de su amigo Georges de Lauris, Ginette Chatenay,
leída en manuscrito entre 1908 y 1909, publicada en 1910, y que por otro lado
pone en escena a una heroína que lee Los placeres y los días.
El círculo se ha cerrado.
Son tantas las etapas de
aprendizaje y experimentación que separan al joven que redacta estos relatos
del novelista de En busca del tiempo perdido que uno
no esperaría encontrar nada del gran novelista en el debutante. De ahí el
interés de detectar precisamente lo que ya aparece en ellos. Por ejemplo, las
primerísimas versiones de la futura división entre tiempo perdido y tiempo
recobrado, aquí llamados frivolidad y profundidad, dispersión e interioridad,
apariencia y realidad. Esa división encontrará formulaciones más profundas muy
pronto, en Jean Santeuil, pero tampoco entonces será
pensada como una división estructurante, y esa gran novela que seguirá a los
breves relatos fracasará al no poder aprovechar una idea que expresa con
claridad, pero sin pensar en ponerla en acción.
Además, estos relatos
prefiguran al narrador de En busca del tiempo perdido
en su función de traspasar las apariencias y reconocer, como diría La Bruyère,
tan presente en la esfera de Los placeres y los días,
a través del hombre que se ve, al hombre que no se ve (¿razón posible de la
alegría de una moribunda, la consunción sin causas orgánicas de otra, el
recuerdo triste y angustiado de un capitán, los paseos solitarios y recurrentes
que un escritor da por el Bois siempre a la misma hora?).
En el universo en perpetua
construcción de un escritor, los giros verbales también tienen su historia, es
decir, sus actas de nacimiento y su desarrollo posterior. Un día aún lejano, el
giro «sello de autenticidad» condensará un fragmento célebre de El tiempo recobrado. Pero es en un relato inédito de su
juventud donde Proust verá nacer de su pluma ese recurso.
Por último, nos gustaría creer
que si algunos de estos relatos no llegaron a buen puerto fue porque su autor
dudaba, sin terminar de decidirse, entre varias posibilidades. De una frase a
la otra, el capitán se acuerda muy bien y ya no logra acordarse del brigadier
que tanto lo conmovió un día de un pasado ya remoto. En otro momento veremos
cómo el diálogo directo y el análisis accesorio pugnan por convertirse en la
materia del relato, sin que ninguna de las dos formas consiga prevalecer sobre
la otra.
Un problema moral se
manifiesta aquí en una atmósfera sombría. Pero no solamente eso: estos relatos
expresan la admiración ante la belleza, la densidad de vida que encierran el
misterio, el enigma por resolver y la riqueza inalienable que posee cada uno,
que consiste en explorar el propio mundo interior; esa es la empresa que el
arte fragua, acompaña y consuma. Por ello, desde sus primeros escritos, Proust propone
ese giro que Albert Camus (el Camus de El hombre rebelde
) leerá en El tiempo recobrado : una alternativa a la
desesperación.
Hasta la maldición y el
sufrimiento, en efecto, se revelan como creadores: son ellos los que organizan
las situaciones y los personajes, profundizan los interrogantes, requieren
trasposiciones originales, siempre renovadas y moduladas. Este joven escritor
que dice y se guarda su secreto ya parece presentir a la Gilberte y la
Albertine de su obra futura que, transparentes, devolviendo centuplicado todo
el amor que les profesan, no escondiendo nada, diciéndolo todo, aniquilarían la
fuerza analítica con la que se impondrá y triunfará el narrador de En busca del tiempo perdido. Porque, como revelará este
entonces, «las ideas son los sucedáneos de las tristezas».
La creación de este
volumen de inéditos no habría sido posible sin la confianza que el señor
Dominique Goust, director de las Éditions de Fallois, depositó en esta empresa.
Que su equipo editorial y él mismo reciban aquí la expresión de todo mi
reconocimiento.
Nota sobre el texto A
continuación reproducimos una serie de textos autógrafos de Marcel Proust,
todos inéditos salvo en un caso, incluidos en los archivos de Bernard de
Fallois (legajos 1.1. y 5.1 en su signatura original) y utilizados por el
ensayista en su investigación sobre Los placeres y los días,
dado que la redacción de aquellos textos fue contemporánea de la elaboración de
esta compilación, en cuyo sumario aparecieron durante un tiempo. Cada texto
está introducido por una explicación de su creación y algunas observaciones
sobre las novedades que ofrece y su influencia más a largo plazo en la obra
posterior de Proust. En las introducciones remitimos a las siguientes ediciones
de Proust: – À la recherche du temps perdu, edición
de Jean-Yves Tadié, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 4 vols.,
1987-1989. [Hay trad. cast.: En busca del tiempo perdido,
trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Debolsillo, 2016.]
– Correspondance
de Marcel Proust, establecida, anotada y presentada por Philip Kolb,
París, Plon, 21 vols., 1970-1993.
– Les
Plaisirs et les Jours, Jean Santeuil, publicados por Pierre Clarac e
Yves Sandre, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1971. (Edición
original de Jean Santeuil a cargo de Bernard de
Fallois, prólogo de André Maurois, París, Gallimard, 3 vols., 1952.) [Hay trad.
cast.: Los placeres y los días, trad. de Consuelo
Berges, Madrid, Alianza Editorial, 2018; Jean Santeuil,
trad. de Mauro Armiño, Madrid, Valdemar, 2007.]
– Contre
Sainte-Beuve, Pastiches et Mélanges, Essais et articles, publicados por
Pierre Clarac e Yves Sandre, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade,
1971. (Edición original de Contre Sainte-Beuve suivi de
Nouveaux Mélanges, según un ordenamiento distinto, prólogo de Bernard de
Fallois, París, Gallimard, 1954.) [Hay trad. cast.: Ensayos
literarios (Contra Sainte-Beuve), trad. de José Cano Tembleque,
Barcelona, Edhasa, 2 vols., 1971.]
– Carnets,
publicados por Florence Callu y Antoine Compagnon, París, Gallimard, 2002.
L. F.