PREFACIO
A Wilkie Collins, autor de La dama de blanco y La piedra lunar, se le ha bautizado como «el padre de la historia
detectivesca» y «el novelista que inventó la sensation
novel». La historia de su vida y las
repercusiones de ésta tienen también un toque de misterio.
Hasta hace cuarenta años, no existía una
biografía de Collins que mereciera la pena leer; el Dictionary of National Biography apuntaba únicamente a las
«intimidades» de su vida, excitando así la curiosidad del lector. Su cuñada
Kate, la hija de Charles Dickens, fue la primera en hablar abiertamente de una
de sus amantes, Caroline. Un proyecto nacional de financiar un monumento en
conmemoración de su figura en la abadía de Westminster, que contaba con el
apoyo de sus amigos del mundo de las letras, se abandonó después de qué el
editor del Daily Telegraph, así como
el deán de St Paul, insinuaran cuán poco decorosa era la elección, a pesar de los méritos
literarios del personaje. El testamento de Collins ratificaría a buen seguro la
desaprobación pública, ya que dividía su patrimonio de manera equitativa entre
sus dos amantes, Caroline Graves y Martha Rudd, y reconocía sin tapujos a los
tres hijos de Martha como propios. Incluso tras su muerte, las rarezas
continuaron cuando, después de que Caroline fuera enterrada en el cementerio de
Kensal Green en la tumba de Wilkie, Martha siguió cuidando de ésta hasta que
abandonó Londres. La tumba figura aún a su nombre.
Desde entonces, el mundo literario ha hecho
todo lo posible por desentrañar el misterio de la vida privada de Wilkie
Collins. Un profesor americano, Clyde K. Hyder, extrajo diligentemente algunos
datos de la vida de Caroline Graves de los registros de Somerset House y de ciertos
directorios callejeros de Londres en los años anteriores a la Segunda Guerra
Mundial. Kenneth Robinson, en la que con toda seguridad es la mejor y más
completa biografía del escritor, añadió más datos en 1951, pero concluyó que
las medidas que Wilkie Collins tomó «sugieren que deseaba que la historia de su
vida siguiera siendo un misterio para todos excepto para sus amigos». Y, aparte
de las indiscreciones de Kate Dickens, los demás nunca divulgaron lo que
sabían. Para dificultar aún más las cosas, sus dos amantes reconocidas y sus
hijos parecieron desvanecerse del paisaje londinense. Caroline murió en 1895,
seis años después que Wilkie, dejando una hija de un matrimonio anterior,
Elizabeth Harriet, que se había casado con el abogado de Wilkie. Martha Rudd y
sus tres hijos, Marian, Harriet Constante y William Charles, en palabras de
Kenneth Robinson «pronto se perdieron entre los millones de personas sin nombre
de Londres». El profesor Robert Ashley, del Ripon College de Wisconsin,
aventuró que podían haber «emigrado a finales de siglo».
Dorothy Sayers también intentó resolver el
misterio pero, en un fragmento de su biografía publicada a título póstumo y
ahora en manos del Humanities Research Center de Texas, prácticamente admitió
su fracaso debido a «la extrema oscuridad que rodea la vida privada de Collins». Incluso en
fecha tan reciente como 1982, Sue Lonoff, en su excelente trabajo crítico sobre
la obra de Collins, Wilkie Collins and
his Victorian Readers,
admitió con franqueza: «Sabemos poco sobre su relación con las dos mujeres más
importantes de su vida, Caroline Graves y Martha Rudd». Y proseguía: «No
sabemos lo que sucedió con sus hijos ilegítimos».
Kenneth Robinson encontró más información
sobre los descendientes de Wilkie Collins cuando revisó su biografía en 1974;
detectó tanto nietos como biznietos (de Wilkie y Martha) no lejos de Londres,
pero reconoció que no sabía exactamente dónde estaban.
Como afirmaba entonces sir Charles Snow: «Por lo que parece, no quieren que se
los reconozca. Yo de ellos estaría orgulloso de semejante ancestro, una de las
figuras más extrañas, con más talento y, a decir de todos, más simpáticas de la
era victoriana»,.
Había llegado por tanto el momento de que los
descendientes del matrimonio morganático de Wilkie mordieran un cebo tan
alentador e intentaran rellenar algunos vacíos. Por fin se habían puesto de
acuerdo para hacerlo. Esta pequeña contribución a la saga de William Collins,
está, por tanto, basada en los recuerdos y los escasos objetos dejados por sus
hijos, nietos y biznietos. Dos de los nietos de Wilkie, Lionel Charles Dawson y
Helen Martha («Bobbie») West, vivieron en Amersham y Harpenden hasta su muerte
el año pasado y, junto con un biznieto, Anthony West, me han proporcionado
recuerdos, fotografías y gran parte de su tiempo. La otra biznieta, Faith
Elizabeth (Dawson), mi mujer, ha contribuido en gran medida a este esfuerzo por
desentrañar el último, y tal vez el mejor, de los misterios de Wilkie Collins.
He obtenido datos adicionales sobre los gastos
que tenía con Caroline y Martha, y muchos otros, de las cuentas bancarias
privadas que sus banqueros, Coutts & Co., y mi mujer como su directa
descendiente, me han permitido examinar en detalle.
También me he basado para escribir uno de los
primeros capítulos en los diarios de los años 1835, 1836 y 1837 que Harriet,
madre de Wilkie, escribió durante el viaje de la familia a Francia e Italia y
su estancia en Bayswater. Lo encontré en el Victoria and Albert Museum, donde
desde luego no se había «perdido», pero donde, aunque resulte extraño,
biógrafos anteriores lo habían pasado por alto.
Me ofreció pistas esenciales para el descubrimiento del primer profesor de
Wilkie Collins y la dirección de su primer colegio. También me permitió
reconstruir las visitas de la familia a París, Niza, Roma, Nápoles y Sorrento,
y contiene un bosquejo detallado de la enfermedad de William Collins en
Sorrento, su encuentro con Wordsworth en Roma, e incluso una explicación de
cómo Charley, el hermano de Wilkie, se rompió el brazo en una escaramuza
infantil en la Villa Reale de Nápoles.
El inicio de estas pesquisas literarias fue la
partida de nacimiento de Martha Rudd, que (junto con otros objetos sin
importancia, entre ellos una silla de nodriza, un sofá, un guardapelo de oro en
recordatorio de la muerte de la madre de Wilkie y un recibo de la compra de
mobiliario para Martha que el escritor efectuó, a nombre de William Dawson, a
comienzos de la década de 1870) recibieron sus nietos, Lionel Dawson y Bobbie
West. El documento establecía su edad, los nombres de sus padres y, sobre todo,
su lugar de nacimiento, Winterton. No tardaría en visitar Winterton, en la
costa de Norfolk, entre la dunas y cerca de los Broads.
Lo que en el fondo quería saber era si había
sobrevivido algún Rudd y si sus recuerdos permitirían reconstruir los orígenes
de Martha. La guía telefónica local no dio resultados: no había ningún Rudd a
la vista. Pero el bar del lugar, The Fisherman's Return, y el cementerio me
proporcionaron Rudds vivos y muertos. El propietario del bar me indicó la
manera de localizar a Walter Rudd, que vivía en una casa junto a la iglesia, un
antiguo capitán de la flota del arenque de Great Yarmouth, actualmente
septuagenario. No había oído hablar de Martha, pero en seguida confirmó que los
padres de ésta, James y Mary Rudd, fueron sus bisabuelos, que James fue pastor,
no pescador, y que su tumba estaba literalmente en la puerta de al lado, en el
cementerio. También estaban allí las tumbas de las hermanas y hermanos de
Martha así como de otros parientes. Esta era la iglesia que los amigos
prerrafaelitas de Collins habían conocido tan bien; y no muy lejos, pasados los
campos, estaba Horsey Mere, la inspiración para Hurle Mere en Armadale. Los archivos de la iglesia
llenaban otros espacios vacíos.
Caroline, la otra amante de Wilkie, resultó
ser desde el comienzo más esquiva. Las biografías anteriores no establecían por
completo su identidad, su procedencia ni si había estado casada antes. Pero con
la ayuda de una genealogista experta y entusiasta, Bridget Lakin, St
Catherine's House empezó a revelar sus secretos. Caroline, quedó claro, se casó
y enviudó siendo muy joven y procedía del sudoeste de Inglaterra. Una vez más,
los testamentos y los certificados de nacimiento, matrimonio y defunción de St
Catherine's House ofrecieron las primeras pistas: pronto se demostró que la
hija de Caroline, Harriet, había tenido varias hijas y que éstas a su vez
tuvieron varios hijos. Pero ¿estaban vivos? y, si lo estaban, ¿dónde vivían?
Necesitaba la ayuda de una fuente central y ésta vino, de forma apropiada y
discreta, del personal del Departamento de Sanidad y Seguridad Social de
Newcastle que, después de verificar en el ordenador que dos descendientes de
Caroline todavía vivían, envió cartas solicitando más información. Pasaron las
semanas y por fin llegaron contestaciones de gran ayuda de Richmond y Mitcham.
Y, finalmente, de un ajuar de Mitcham emergieron unas fotografías de Wilkie
Collins, e incluso de Caroline, y muchas cosas más.
El rompecabezas empezaba a completarse. Y, de
la misma manera, de nuevo por cortesía del Departamento de Sanidad y Seguridad
Social, apareció finalmente en Eastbourne una vivaz y octogenaria sobrina del
abogado de Wilkie Collins (que se había casado con la hija de Caroline,
Harriet). Su madre hablaba a menudo de Wilkie y de Caroline y sabía lo que
había pasado con su tío Henry, el abogado.
Todos estos descendientes me han dedicado
buena parte de su tiempo y su colaboración me ha permitido aclarar algunas de
las relaciones personales de Collins. Mientras tanto, durante la década pasada
las investigaciones han ido a paso acelerado a los dos lados del Atlántico;
esta actividad y las informaciones de muchos expertos de universidades,
facultades, bibliotecas y otras instituciones me han sido de mucho provecho. En
Londres, Peter Caracciolo (del Royal Holloway College, Universidad de Londres),
Andrew Gasson (secretario de la Wilkie Collins Society), Emma Hicks
(investigadora artística de la Royal Society of Arts), Jeremy Maas (de la
galería Maas y autor de Victorian
Painters y, sobre todo, la infatigable Bridget Lakin, me han ofrecido
ánimos e indicaciones que me han sido de gran utilidad.
En Estados Unidos, un primo de mi esposa a
quien ésta desconocía y que vive en San Francisco, Donald Whitton, descendiente
directo de una de las tías de Wilkie, se reunió con ella gracias a una
extraordinaria coincidencia digna de un argumento de Collins: a través del
dentista de mi esposa en Londres, Frank Glass (también pariente de Collins).
Donald no sólo ha participado en la búsqueda, sino que ha realizado su propia
contribución con el libro The Grays of
Salisbury (Los Gray de Salisbury). También en Norteamérica he recibido la
ayuda, ofrecida con liberalidad, de Kirk Beetz (presidente de la Wilkie Collins
Society), Robert Ashley (del Ripon College), Verlyn Klinkenberg (de la Pierpont
Morgan Library de Nueva York) y Ellen Dunlap (antigua bibliotecaria de
investigación del Humanities Research Center de la Universidad de Texas en
Austin). Y en Roma y Nápoles, Pamela Holding resolvió de forma diligente y
entusiasta los numerosos interrogantes italianos relacionados con artistas
locales de la década de 1830 y con los desconcertantes cambios de nombre de las
calles romanas.
Mi intención a lo largo de estas
investigaciones y más tarde al escribir el libro ha sido simple y llanamente
arrojar luz, allí donde fuera posible, sobre la vida privada de Wilkie Collins
y llenar los vacíos que aún existen en todas las biografías anteriores. No me
he desentendido de las obras de Collins pero, teniendo en cuenta los intensos
esfuerzos que todavía hoy se realizan en el mundo literario por analizar y
reevaluar la contribución de Collins a la ficción del siglo diecinueve, hubiera
sido presuntuoso por mi parte sumarme a ese debate. Ésta no es, por tanto, una
biografía redonda y completa que juzgue a Collins como escritor: es, sin más,
una simple descripción de Collins, el hombre, y las mujeres de su vida.
W. M. C.
1989
1. EL TESTAMENTO
Hacia finales de septiembre de 1889,
Londres ya se estaba preparando para el invierno. La nieve había caído sobre
Escocia y unos chubascos fríos y húmedos barrían el Támesis. Otro cuerpo
mutilado había aparecido en Whitechapel.
El teatro londinense tenía por delante una
temporada animada. The Yeoman of the
Guard (El alabardero de la casa real) estaba todavía en cartel en el Savoy;
Marie Tempest actuaba en el Lyric y Henry Irving, Squire Bancroft y Ellen Terry
en el Lyceum. Lillie Langtry ensayaba para su reaparición en Londres después de
tres años de ausencia en Estados Unidos.
El repentino cambio del tiempo otoñal resultó
excesivo para un hombre frágil, encorvado y prematuramente envejecido que había
compartido los triunfos de muchos de los que ahora ensayaban. Wilkie Collins
había estado batallando con las secuelas de un grave ataque de apoplejía desde
mediados del verano. Desde que un domingo por la mañana de junio sufriera un
repentino colapso mientras leía uno de sus periódicos favoritos, el Reynold News,
tanto su público como sus amigos habían asistido con creciente preocupación a
sus esfuerzos por recuperarse. Un mes más tarde, a mediados de julio, The Times
expresaba de nuevo sus graves temores y la reina Victoria hacía discretas
averiguaciones. Su agente
literario, consciente de que la última e inacabada novela de Wilkie todavía se
publicaba en el Illustrated London News,
se ocupaba de desembrollar y reorganizar contratos con sus editores.
Luego, durante un breve periodo de tiempo,
pareció que Wilkie podría escapar a lo inevitable. En agosto se encontraba lo
bastante bien para convencer a su viejo amigo Walter Besant de que completara
la que habría de ser su última novela, Blind
Love y lo suficientemente entusiasmado para enviar una animada carta a sus
más íntimos amigos, los Lehmann:
“Me quedo dormido y el médico prohíbe que se me despierte. El sueño es la cura,
dice, y está muy optimista respecto a mí. No se fijen en los borrones, la manga
de mi camisa de dormir es demasiado grande, pero mi mano todavía es firme.
Adiós de momento, mis queridos y viejos amigos; esperemos la llegada de días
más saludables».
Dos semanas más tarde las temperaturas
descendieron y Wilkie contrajo una infección de pecho. No se encontraba en
condiciones de hacer frente a las consecuencias. Confinado a su habitación del
segundo piso, con vistas a Wimpole Street, le costaba digerir hasta la comida
más ligera. Sentado en un sillón grande cerca del fuego, envuelto en mantas,
sentía que el final se acercaba. Tenía dificultades para conseguir el único
medicamento que sabía que podría serle de ayuda. El sábado 21 de septiembre
garabateó su última, casi indescifrable nota a su viejo amigo y médico, Frank
Beard: «Me estoy muriendo, mi viejo amigo». Y en otro pedazo de papel en el
mismo pequeño sobre: «Estoy demasiado aturdido para escribir. Me están
volviendo loco prohibiéndome el [láudano]. Ven, por el amor de Dios». A partir
de entonces, Frank Beard apenas lo dejó solo. Y estaba con él cuando murió
plácidamente la mañana del lunes siguiente.
En seguida los periodistas se encargaron de
informar sobre el resto, y el New York
Herald superó a los periódicos locales en cuestión de detalles: «Se
encontraba reclinado con la cabeza hundida en la almohada de la butaca. De
cuando en cuando el doctor notaba el pulso agitado, con un ritmo cada vez más
débil e irregular. Con menor frecuencia el moribundo abría los ojos con una
conciencia vaga y adormecida de su estado, pero nada más. A las diez y media de
la mañana del lunes, una leve convulsión y su cabeza se rindió pesadamente». Y
continuaba, reflejando el sentimiento del momento: «Murió solo[...] No tenía
ningún familiar en este mundo, aparte de una anciana tía, que se encontraba
lejos, en Dorsetshire, y a quien no había visto desde hacía mucho tiempo. A su
lado estaba el doctor F. Carr Beard, su amigo de toda Ha vida, y su vieja ama
de llaves, que durante treinta altos se preocupó de su bienestar con la
devoción y el cuidado de una esclava. Su ayuda de cámara, George, no estaba
presente y fue en compañía de un solo amigo y de una criada como el hombre de
tantas muertes exhaló su último suspiro».
Un relato colorista y, a pesar de todo su
sentimentalismo, razonablemente acertado.
Pero, como bien sabían muchos de sus amigos más cercanos, sólo era una parte de
la verdad. La vieja ama de llaves, Caroline Graves, fue su amante y vivió con
él de forma irregular durante unos cuarenta arios, y la hija de ésta, Harriet, había sido su secretaria durante la
época de sus triunfos literarios. Y otra amante, Martha Rudd, la madre de sus
tres hijos ilegítimos, estaba en Taunton Place, no lejos de allí.
No tuvo familia en el sentido convencional del
término. Pero tampoco murió solo. Hasta el final estuvo rodeado de sus hijos y
nietos, los suyos en Taunton Place y los de Caroline en Wimpole Street. Y, de
vez en cuando, las dos partes se reunían.
Cuatro días más tarde, las persianas de las
casas de Wimpole Street se bajaban discretamente y hacia las once y cuarto una
multitud de dolientes y visitantes se congregaba frente al número 82, cerca de
la esquina de Wigmore Street. Dentro, Caroline Graves y su hija Harriet, como
ama de llaves y secretaria, esperaban a los principales afligidos, así como a
los que acudían a presentar sus respetos a un escritor todavía popular, cuya
última novela aún estaban leyendo en entregas semanales. Entre ellos se
encontraban su médico, su abogado, su editor y su agente literario, así como
unos cuantos viejos amigos del mundo artístico, literario y teatral.
Wilkie había pedido expresamente un funeral
sencillo. No podían gastarse más de veinticinco libras, y apuntó que nadie
debía llevar pañuelos, cintas en el sombrero o plumas. Así, el ataúd de roble
llevaba una escueta inscripción con su nombre y las fechas de su nacimiento y
muerte. Pero ni siquiera él pudo controlar la explosión espontánea de tributos
florales. El ataúd salió hacia el coche funerario acristalado que aguardaba en
Wimpole Street, totalmente cubierto de coronas y, desbordando del techo, una
profusión de flores de todo tipo, algunas de ellas llevadas personalmente a la
casa. Había una corona de geranios escarlatas, la flor favorita de Charles
Dickens, de Mamie, la hija de éste; lilas y estefanotes de la Sociedad de
Autores; lirios tigrados de la baronesa de Stern; y una cruz de rosas y azucenas
de Blanche Roosevelt, una vieja amiga del mundo teatral.
Entre este despliegue de color sobresalía una
magnífica cruz de crisantemos blancos de la señora Dawson y familia: un
discreto recordatorio de su bien ocultada familia. Martha y sus tres hijos ya
adultos apenas pudieron presentar sus respetos en la casa, pero casi con toda
seguridad formaron parte de la multitud mientras el coche fúnebre, dos coches
de luto y al menos siete carruajes particulares (algunos vacíos y enviados por
amigos íntimos en señal de duelo) salían hacia el cementerio de Kensal Green.
Las multitudes de Wimpole Street y, más tarde,
hacia el mediodía, de Kensal Green, se entremezclaron con personalidades muy
conocidas. Ada Cavendish había representado un papel principal en uno de los
mayores triunfos teatrales de Wilkie. También lo habían hecho Squire Bancroft
(que estrenaba a finales de esa semana) y Arthur Pinero; y Holman Junt, Edmund
Yates y Hall Caine eran amigos del mundo artístico y del mundo literario. Si
alguien llegó a ver a Oscar Wilde fue algo que todavía se discutía días
después. The Times afirmaba que sí
estuvo en Kensal Green, mientras que Edmund Yates juró públicamente que no se
encontraba ni en kilómetros a la redonda.
Las dos mujeres que habían ejercido la mayor y
más profunda influencia sobre Wilkie, aparte de su madre, no se separaron de él
aquella semana. El día de los funerales, Caroline y Martha todavía seguían
desempeñando los papeles asignados (una, dentro, la otra, fuera), ocupándose la
primera de sus asuntos domésticos, cuidando de su familia la segunda. Y, de
nuevo, estuvieron en primera fila días más tarde cuando Henry Powell Bartley,
el marido de la hija de Caroline, Harriet, les leyó el testamento por separado.
Wilkie Collins había concebido su testamento
con el mismo celo que siempre había dedicado a sus más complejas tramas. Sabía
exactamente qué quería conseguir y se dejó asesorar por sus consejeros más
cercanos, su abogado (primero William Tindall, más tarde Henry Bartley) y su
médico. Nunca fue un hombre acaudalado, ni tampoco le faltaron la mayoría de
las comodidades de la vida. Su padre les dejó a él y a su hermano (y a su
madre, mientras ésta vivió) suficiente dinero para llevar una vida modesta, y
él mismo, en la cúspide de su caudal de ingresos en los años siguientes a la
publicación de La dama de blanco,
añadió a veces sumas de hasta 5.000 libras anuales a su renta básica. Aunque a
menudo gastara el dinero tan rápido como lo ganaba y apenas obtuviera grandes
cantidades de sus inversiones, y prefiriera incluso arrendar casas en lugar de
comprarlas directamente, siempre fue consciente del valor potencial de su
trabajo.
Desde el inicio hasta el final de su carrera
literaria discutió con sus editores. Sabía lo que se merecía y estaba decidido
a conseguirlo. En sus comienzos esto le acarreó largas controversias sobre
descuidos en la corrección de textos de los anuncios en prensa de sus novelas,
y acribilló a sus editores con minuciosas sugerencias, desde la mejor manera de
vender los libros hasta el diseño detallado de un solo artículo.
A veces se le fue la mano, y sus escritos
fueron rechazados o sus propuestas completamente desoídas. Más tarde se
enfureció por la facilidad con que algunas editoriales piratas estadounidenses
lograban imprimir sus novelas, a menudo antes de su publicación en forma de
libro en Londres, sin que él recibiera nada a cambio. Un editor americano
informó a un amigo suyo de que había vendido ciento veinte mil copias de La dama de blanco. “Jamás me envió ni
seis peniques», gruñó Collins.
Sin embargo, de vez en cuando ganaba una escaramuza; una vez, para su alivio y
sorpresa, contra una editorial holandesa, otra contra un teatro provincial
inglés que inocentemente había pirateado una de sus obras.
Esta presión constante sobre el mundo editorial
tuvo un resultado previsible. Hacia el final de su vida, Wilkie Collins estaba
decidido a asegurarse el precio más alto posible por los derechos de autor que
le quedaban. Se daba perfecta cuenta de que, como los alquileres, los derechos
de autor tenían un valor decreciente. También era consciente de qué derechos
eran más vendibles. Ya principios de 1882, cuando, si hay que hacer caso a sus
cartas, apenas se libraba de la gota y de dolores neurálgicos de uno u otro
tipo, a veces de la rodilla, otras de la espalda, casi siempre de los ojos, sus
pensamientos se dirigían inevitablemente hacia su propia mortalidad, sus
asuntos económicos y cómo arreglarlos de la mejor manera tras su muerte.
Tenía dos quebraderos de cabeza. ¿Cómo podía
obtener beneficios de sus diferentes bienes? Y ¿cómo podía asegurar que quien
fuera a recibirlos en herencia no tendría dificultades para conseguir los
máximos beneficios? En segundo lugar, ¿a quién debía dejarlos? Su hermano
menor, Charles, había muerto antes que él, y aunque Wilkie nunca llegó a
casarse, no estaba precisamente libre de toda clase de cargas familiares. En
apariencia el problema económico debía ser el más fácil de resolver. Aunque
pronto decidió quiénes serían los beneficiarios de su testamento y nunca cambió
de parecer, fue sólo pocos meses antes de su muerte, siete años más tarde,
cuando por fin llegó a un acuerdo acerca de los derechos de autor.
El primer intento de cuantificar el valor de
los derechos de autor pendientes lo hizo en 1882. Estos se pusieron por escrito
y Wilkie los dictó con claridad a su secretaria, la hija de Caroline Graves, y
pueden verse ahora en la Biblioteca Pública de Nueva York.
Primero, hizo una lista de las novelas cuyos
derechos aún poseía. Había diecinueve, incluidas La dama de blanco y La piedra
lunar. Excluyó tres cuyos derechos ya había vendido a Smith Elder and Co.: After Dark (Después de la oscuridad), Sin nombre (No Name) y Armadale. A
continuación figuraban cinco obras de teatro, o dramas, como le gustaba
llamarlos, y otras seis obras adaptadas de sus novelas. Wilkie tenía claro que
en aquellas condiciones no valían mucho: «Con el vergonzoso estado de los
derechos de autor en Inglaterra, éstos no son, en el sentido estricto del
término, derechos de propiedad. Cualquier ladronzuelo bribón tiene tanto
derecho a dramatizar mis novelas como yo».
Por último añadió a la lista varios relatos
«guardados en un cajón de una de las "estanterías" de mi estudio»,
que todavía no habían sido publicados en forma de libro. Y daba un pequeño consejo
a los albaceas escogidos. Aunque primero había que consultar a Chatto and
Windus, «no hay que olvidar nunca que se vendieron cien mil copias del Lady Brassey's Yachting Voyage Round the
World (Viaje en yate de Lady Brassey alrededor del mundo), distribuidas en
forma de panfleto de seis peniques con unas cuantas ilustraciones grabadas. ¿No debería
estar el público preparado para similares ediciones baratas de La dama de blanco y La piedra lunar?».
Seis años más tarde seguía batallando por el
valor de los restantes derechos y, finalmente, decidió negociar en persona su
venta. A comienzos de 1888 hizo una vez más sus cuentas, no al dorso de un
sobre sino en la parte posterior de un extracto bancario de Chatto and Windus.
Rápidamente calculó que trece de sus novelas valían 2.000 libras (por una
extensión de siete años del usufructo de sus derechos de autor), que cinco más
podían alcanzar una suma adicional de 250 libras, añadiéndose a esto La dama de blanco, su novela más
popular, cuyos derechos expiraban en 1902. Podía esperar, pensaba, entre 2.000
y 3.000 libras. Se había sobrevalorado a sí mismo o no había tenido la
suficiente energía para conseguir el acuerdo que deseaba. Hacia abril del año
siguiente, seis meses antes de morir, llegó con Chatto and Windus a un acuerdo
final de mucha menor escala. Aceptó recibir 1.800 libras por todos los derechos
de autor y los intereses restantes de veinticuatro novelas, incluidas La piedra lunar y La dama de blanco. Los pagos se repartirían a lo largo de seis
meses.
No tuvo tantos problemas a la hora de de
designar a los beneficiarios de su modesta fortuna. Siempre fue consciente de
sus responsabilidades con sus mujeres y ya en 1870 había decidido dejar, tanto
a Caroline como a Martha, idénticas sumas en lo que él llamó dinero en mano a
su muerte. Tan pronto
como Martha le dio dos hijas, adaptó su testamento en favor de éstas, y cuando
quedó embarazada por tercera vez hizo un nuevo cambio.
Dispuso unos ajustes finales tras la boda de
la hija de Caroline, Harriet, con Henry Bartley, un joven abogado que reemplazó
a William Tindall como su consejero legal. Con toda seguridad, Bartley apenas
le asesoró en el asunto de las herencias, limitándose, como Tindall antes que
él, a las complejidades del lenguaje legal, aunque estaba destinado a desempeñar
un papel decisivo a la hora de frustrar, finalmente, la mayoría de sus
esfuerzos.
En cualquier caso, Wilkie Collins apenas
necesitaba orientación en la redacción de testamentos. Obtuvo el título de
abogado en su juventud, aunque nunca llegase a ejercer. Al menos ocho de sus
novelas contaban con abogados como personajes destacados y los testamentos
habían sido un factor crucial en varias de sus principales obras. Un testamento
complejo era central en la trama de La
dama de blanco y en el testamento de Sin
nombre había abordado el tema de la ilegitimidad. Ahora tenía que enfrentar
se a la cuestión de sus propios hijos ilegítimos, el hijo y las dos hijas de
Martha Rudd.
En su testamento final, hizo pequeños legados
de 50 libras a un primo y 19 guineas a dos criados, así como anualidades de 20
libras a dos ancianas tías, a quienes ya había ayudado modestamente durante
varios años. Después venían los legados significativos: a las dos mujeres de su
vida.
Caroline Graves recibiría sus gemelos de oro
de cuello y de muñeca, parte de su mobiliario, la suma de 200 libras y la mitad
de las rentas de su patrimonio de por vida. Martha Rudd, a quien por primera
vez reconoció como madre de sus tres hijos bajo el nombre de señora Dawson,
recibiría su reloj y su cadena de oro, la suma de 200 libras y la otra mitad de
las rentas de su patrimonio de por vida. Más adelante hacía una clara
distinción entre Caroline y Martha. Mientras que Harriet, la hija de Caroline,
heredaría las mismas rentas a la muerte de su madre, una vez que Harriet
muriera, las rentas revertirían en los hijos de Martha. Al final iba a ser su
familia ilegítima la que iba a salir más beneficiada.
A pesar de todo el celo reformista de sus últimas
novelas, era un testamento típicamente victoriano que reflejaba una rígida
actitud hacia la propiedad y las mujeres. Como en el caso del testamento de su
padre, según el cual su madre recibió rentas del patrimonio, mientras que,
posteriormente, él y su hermano Charles recibirían sumas de dinero a la muerte
de su madre, Wilkie insistió en que sólo su hijo, William Charles, recibiera su
parte correspondiente del dinero, cuando llegara el momento oportuno, en forma
de capital. Sus hijas, Marian y Harriet Constante, recibirían una renta de por
vida a la muerte de su madre.
Hizo estos planes en 1882, en un momento en
que sus rentas se habían calculado en una media anual de unas 2.500 libras,
derivadas de sus libros e inversiones. Vivía con holgura, mientras estas rentas
se añadían lentamente al capital heredado de su madre. Pero su estilo de vida,
sus gastos en bebida, comida y buena vida, el mantenimiento de dos casas, sus
expediciones de navegación desde Ramsgate, todo ello bastante alejado de la
crianza de tres hijos y una hija adoptada, había pasado factura claramente.
A su muerte, los periódicos no tardaron en
insinuar que había dejado una fortuna de más de 20.000 libras. Una suposición
razonable, considerando que Dickens había dejado 90.000 libras, George Eliot
30.000 y Trollope unas 25.000, y que tan sólo Dickens podía exigir las sumas
que Wilkie recibió por un único libro. La verdad era otra. Su patrimonio se
valoró dos meses después de su muerte en 10.831 libras. Ya esto se añadieron
por último 1.310 libras de la venta de sus manuscritos originales (La dama de blanco alcanzó las 320
libras, Profundidades heladas, 300 y La piedra lunar, 125), 415 libras por
sus cuadros y bastante menos por sus libros. Hacia 1892, tres años después de
su muerte, el valor de su patrimonio se estimó en 11.414 libras.
Si, como él pretendía, este capital se hubiera
invertido en valores consolidados u otro tipo de valores de interés fijo, tanto
Caroline como Martha hubieran tenido que recibir entre 200 y 250 libras
anuales, tampoco una suma espléndida pero sí suficiente para evitarles
cualquier preocupación pecuniaria y dotarlas de un fondo fiduciario que las
respaldara. Esto en lo que respecta al testamento que había planeado con tanto
cuidado. La realidad fue finalmente muy distinta, ya que sus mujeres pronto
pasaron apuros económicos. Caroline murió cinco años después que él, en una
habitación alquilada en Newman Street, en plena zona del comercio de muebles.
Harriet, su hija, se vio pronto dependiendo de la asignación anual de 200
libras de su suegra, tras la muerte de Henry Powell Bartley. Las cuatro hijas
de Harriet, a pesar de su belleza y talento, se encontraron batallando
constantemente entre el glamour de la
escena (una acabó convirtiéndose en una Gaiety Girl) y la aventura de ganarse
la vida de forma regular; todas ellas se vieron obligadas a recurrir de cuando
en cuando a la caridad que a regañadientes les ofrecía la familia Bartley.
Y los hijos de Martha crecieron tanto con la
perjudicial circunstancia de su nacimiento como con el creciente temor a la
inseguridad económica. A la muerte de Harriet los tres empezaron a preguntarse
qué había pasado con la otra mitad del dinero de Wilkie, ya que ni Martha ni
ellos se habían beneficiado de él. Fueron unas consecuencias que durante muchos
años amargaron los recuerdos que guardaban de todo el séquito de Collins,
aunque nunca se cansaran de alabar sus muchas atenciones y su devoción como
padre.
De cómo y por qué el testamento final de
Wilkie Collins, que tan meticulosamente había proyectado, acabó siendo un
fracaso puede hacerse ahora un juicio con razonable exactitud. Algunos de los
personajes de su vida fueron tan falibles como los de su imaginación. La razón
de cómo acabó rodeándose de tantos familiares a su cargo, fruto de relaciones
tan poco ortodoxas, se encuentra profundamente arraigada en el pasado. Su
padre, su madre y su hermano fueron elementos esenciales de esta compleja
trama. Aunque también Caroline y Martha, cada una a su manera, dejarían una
huella profunda. Que todo acabara conduciendo a la discordia económica fue un
sinsabor que sus descendientes tuvieron que sobrellevar a lo largo de los años.
Para el mismo Wilkie hubiera sido un pesar aún mayor.
The Times, 15 de julio de 1889.
Frederick y Nina
Lehmann. Nina era la hija de Robert Chambers (de los Chambers, del Edimburgh Journal). Su tía Janet (hermana de Robert) se casó con W. H.
Wills, el subdirector del Daily News,
Household Words y All the Year Round. Fuentes: John
Lehmann: Ancestors and Friends
(Londres, 1962); R. C. Lehmann: Charles
Dickens as Editor (Londres, 1912).
La secuencia de
acontecimientos aquí descrita es diferente de la que, se ofrece en WiIkie Collins de Kenneth Robinson y Life of Wilkie Collins de Noel Pharr Sus
descripciones parecen basadas en las informaciones del hijo de Frank Beard, Nathaniel
Beard, en Some Recollections of Yesterday
(Temple Bar, 1894). Las notas originales, y el sobre, que Wilkie escribió a
Frank Beard están fechados el 21 de septiembre, dos días antes de su muerte. y
se encuentran en la Princeton University Parrish Collection. Además, la versión
de Nathaniel Beard ha alterado el texto de las notas originales.
Carta a W. Tindall, 8 de.
agosto de 1871, Mitchell Library Glasgow.