miércoles, 20 de septiembre de 2023

George Orwell Subir a por aire ORWELL G. FRAGMENTO

 




 

George Orwell

 Subir a por aire

 

 

 


Título original: Coming up for Air

George Orwell, 1939

Traducción: Esther Donato

 

 

 

 

 


 «Está muerto, pero no quiere reposar»

(De una canción popular)

 

 


 I

 

 

 1

 

 

Comencé a pensar en ello el día que estrené la dentadura postiza nueva.

Recuerdo bien aquella mañana. Salté de la cama hacia las ocho menos cuarto, y me encerré en el cuarto de baño justo a tiempo de evitar que entrasen los niños detrás de mí. Era una horrible mañana de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la pequeña ventana se veía, abajo, el denominado jardín posterior, los nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere tienen detrás el mismo jardín, los mismos ligustros y la misma hierba. La única diferencia consiste en que aquellas donde no hay niños no tienen espacio pelado en medio.

Mientras se llenaba la bañera, trataba de afeitarme con una hoja ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los dientes que correspondían a la cara. Era la dentadura provisional que me había dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de esas caras de color rojo ladrillo que acostumbran a ir acompañadas de un cabello rubio y unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva dentadura seguramente no aparentaré mi edad, que es de cuarenta y cinco años.

Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar, me metí en la bañera y empecé a enjabonarme. Comencé por los brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y después tomé el cepillo de la espalda y me enjaboné los omoplatos, que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que tengo cierta propensión a la obesidad. No es que sea ninguna atracción de feria, desde luego. No peso mucho más de noventa kilos, y la última vez que me tomé la medida de la cintura era de un metro veinte o metro veintidós, no me acuerdo. Y no resulto desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el estómago desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ¿Saben ustedes ese tipo de hombres dinámicos, enérgicos, atléticos y joviales a los que se da el apodo de «gordinflón» o «gordito» y que son siempre «el alma» de las fiestas? Pues yo soy uno de ésos. «Gordito» es como me llaman generalmente. «Gordito Bowling». Yo me llamo George Bowling.

Pero aquella mañana no me sentía, ni mucho menos, el alma de ninguna fiesta. Y caí en la cuenta de que, en los últimos tiempos, casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la mañana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones. Sabía cuál era la razón, desde luego: era aquella condenada dentadura postiza. El artefacto en cuestión aparecía agrandado por el agua del vaso, y los dientes me sonreían como lo haría una calavera. Es una sensación muy rara la que se tiene cuando se junta una encía con otra, una especie de sensación angustiosa y deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, dígase lo que se quiera, la dentadura postiza representa un hito en la vida de un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca claramente a su fin la época en que uno puede creerse un galán de Hollywood. Además, estaba gordo y tenía cuarenta y cinco años. Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, miré mi cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no pueden verse los pies; pero sí es verdad que yo, cuando estoy de pie, sólo puedo ver la mitad delantera de los míos. Mientras me enjabonaba la barriga pensé que ninguna mujer podría mirarme ya con interés, a menos que la pagase para ello. Pero en aquel momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna mujer me mirase con interés.

Sin embargo, recordé que aquella mañana también tenía razones para estar de buen humor. En primer lugar, aquel día no había de trabajar. Tenía en el taller el viejo coche con el cual «cubro» mi distrito (no les he dicho aún que soy inspector de seguros; trabajo en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos, naufragio… todo), y aunque tenía que dejarme caer por las oficinas de Londres para entregar unos papeles, me tomaría el resto del día libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Además, había otra cuestión que tenía olvidada desde hacía algún tiempo. Tenía en el banco diecisiete libras de cuya existencia no había informado a nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurrió de la siguiente manera. Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, tenía un libro llamado La astrología aplicada a las carreras de caballos, en donde se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los colores que lleva el jockey. Y resultaba que en no sé qué carrera participaba una yegua llamada Corsair’s Bride, bastante desconocida, pero cuyo jockey vestía de verde, color que parecía ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en aquel momento. Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la astrología, quería apostar unas libras por aquel caballo y se puso pesadísimo diciéndome que apostase yo también. Por fin, y con el objeto principal de hacerle callar, aposté diez chelines, en contra de mi costumbre. Y resultó que Corsair’s Bride ganó la carrera. No recuerdo los detalles; el caso es que a mí me tocaron diecisiete libras. Llevado por un impulso —bastante insólito y probablemente sintomático de otro hito en mi vida— deposité el dinero en el banco sin hacer nada con él ni decirle a nadie que lo tenía. Nunca había hecho una cosa así. Un buen esposo y padre se lo habría gastado en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los niños. Pero yo llevo quince años siendo un buen marido y un buen padre, y ya empiezo a estar harto.

Cuando me hube enjabonado completamente me sentí mejor, y me sumergí tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, según me parecía, estaba entre pasar un final de semana con una mujer o ir gastándolas poco a poco en cosas pequeñas, como cigarros puros y whiskies dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y pensaba en habanos y en mujeres, cuando oí un ruido semejante al que armaría una manada de búfalos saltando los dos escalones que conducen al cuarto de baño. Eran los niños, claro. Dos niños en una casa de las dimensiones de la nuestra son muchos niños. Al otro lado de la puerta se oyó un frenético patear y un angustioso gemido.

—¡Papá! ¡Quiero entrar!

—¡No puedes entrar! ¡Vete!

—¡Pero, papá…! ¡Quiero ir a un sitio!

—Pues vete a otro sitio. Y cállate. Me estoy bañando.

—¡Pa-pá! ¡Quie-ro-ir-a-un-si-tio!

No había nada que hacer. Conocía bien la señal de alarma. El WC está en el cuarto de baño; no podía ser de otra forma en una casa como la nuestra. Destapé el desagüe de la bañera y me sequé a medias, tan deprisa como pude. Cuando abrí la puerta, el pequeño Billy —el más pequeño, de siete años— pasó como una exhalación junto a mí, esquivando el pescozón destinado a su cabeza. Sólo cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubrí que tenía aún jabón en el cuello.

Es muy desagradable tener jabón en el cuello. Le da a uno una molestísima sensación de estar todo pegajoso, y lo curioso es que, por más que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene jabón en el cuello, se siente pegajoso todo el día. Bajé la escalera malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.

Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle Ellesmere, es una habitación pequeña y atiborrada, de cuatro metros y medio por tres y medio, o quizá son cuatro por tres, no recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y la huevera de plata que nos regaló la madre de Hilda para la boda, no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esperándome detrás de la tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y desánimo porque el News Chronicle traía que la mantequilla había subido de precio o algo de este tipo. No había encendido la estufa de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hacía un frío horroroso. Me levanté de la mesa y apliqué una cerilla a la estufa, resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedicó a su vez la fugaz mirada de través con la que suele obsequiarme cuando cree que malgasto algo.

Hilda tiene treinta y nueve años, y cuando la conocí tenía exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora, pero ahora además está muy delgada y marchita, y tiene siempre una mirada triste e inquieta. Cuando está más preocupada que de costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una de esas personas cuya principal diversión en la vida consiste en predecir catástrofes. Pero son catástrofes pequeñas; las guerras, terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin cuidado. La letanía de Hilda es que si la mantequilla ha subido de precio, que la factura del gas es enorme, que los niños tienen los zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He llegado a la conclusión de que le causa verdadero placer el hecho de balancearse con los brazos cruzados mirándome dramáticamente y diciéndome: «Pero George, ¡esto es muy serio! Realmente, no sé lo que vamos a hacer. No sé de dónde vamos a sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio que es, George…». Etcétera, etcétera. Tiene la firme convicción de que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importará ni mucho menos tanto como a mí: de hecho, seguramente le agradará la sensación de seguridad que debe de experimentarse allí.

Los niños habían bajado ya. Se habían lavado y vestido a una velocidad meteórica, como hacen siempre cuando no tienen ocasión de quitarle a nadie el cuarto de baño. Cuando me senté a la mesa otra vez, sostenían una discusión en los siguientes términos:

—Lo has hecho tú.

—No, señor. Yo no he sido.

—Que sí.

—Que no.

—Que sí.

La cosa llevaba trazas de durar toda la mañana, y les dije que se callasen de una vez.

Tengo sólo dos hijos: Billy, de siete años, y Lorna, de once. Lo que siento por ellos es bastante especial. Durante la mayor parte del tiempo, apenas puedo resistir su simple presencia. En cuanto a su conversación, es sencillamente inaguantable. Están en esa edad tan tonta en que el pensamiento gira en torno a cosas como los lápices de colores, los compases y las notas de francés. En algunos momentos, especialmente cuando están dormidos, siento algo completamente distinto. A veces, en las tardes de verano, cuando ellos están acostados y todavía hay luz, me pongo a mirarles cómo duermen, con sus caritas redondas y su pelo color de estopa, bastante más claro que el mío, y entonces me asalta aquel sentimiento del que habla la Biblia cuando dice que las entrañas de un hombre se conmueven. En tales momentos, tengo la impresión de que no soy más que una especie de vaina vacía que no sirve ya para nada, y de que lo único importante que he hecho en la vida ha sido traer al mundo a estas criaturas y alimentarlas mientras crecen. Pero esto me ocurre sólo en algunos momentos. Por lo general, mi existencia autónoma me parece considerablemente importante; me siento aún lleno de vida y pienso que me quedan todavía cantidad de buenos ratos por disfrutar. Y la idea de mí mismo como una especie de mansa vaca lechera destinada al sustento de mujeres y niños no me atrae en absoluto.

Aquel día no hablamos mucho durante el desayuno. Hilda estaba con uno de sus leitmotivs, el «no sé qué vamos a hacer», refiriéndose en parte al precio de la mantequilla y en parte al hecho de que debíamos todavía cinco libras a la escuela por el curso pasado y estábamos ya a finales de las vacaciones de Navidad. Me comí mi huevo duro y unté una rebanada de pan con mermelada Golden Crown. Hilda se empeña en comprar ese producto, que cuesta cinco peniques y medio el bote de medio kilo, y cuya etiqueta dice, en el tipo de letra más pequeño que permite la ley, que «contiene una cierta proporción de zumo de fruta neutro». Eso fue lo que me dio ocasión de comenzar a hablar, en la forma bastante irritante que tengo a veces, de los árboles frutales neutros, y de preguntarme cómo serían sus frutos y en qué países crecerían, hasta que Hilda se enfadó. No es que le importe mucho que la haga rabiar, sino simplemente que considera que hay algo de pecaminoso en reírse de algo que permite ahorrar dinero.

Eché una ojeada al periódico, pero no había muchas novedades. En España y en China se mataban unos a otros, como ya se había convertido en habitual. Se habían encontrado unas piernas de mujer en la sala de espera de una estación, y la boda del rey Zog estaba pendiente de un hilo. Por fin, hacia las diez, bastante más temprano de lo que me proponía, salí para la ciudad. Los niños se habían ido a jugar al jardín público. Era una mañana tremendamente fría. Al salir a la calle, una desagradable ráfaga de viento me dio en el cuello, haciéndome recordar el jabón. Me hizo sentir súbitamente que mis ropas no me sentaban bien y que todo mi cuerpo estaba pegajoso.

martes, 19 de septiembre de 2023

George Orwell Sin blanca en París y Londres FRAGMENTO

 

 




George Orwell

 Sin blanca en París y Londres

 

 

 


Título original: Down and Out in Paris and London

George Orwell, 1933

Traducción: Miguel Temprano García

 

 

 

 

 


 ¡Oh, pernicioso mal, condición de la pobreza!

CHAUCER

 

 


 I

 

 

La rue du Coq d’Or, París, las siete de la mañana. Una sucesión de gritos furiosos y ahogados procedentes de la calle. Madame Monce, que regentaba el pequeño hotel que había enfrente del mío, había salido a la acera para increpar a una huésped del tercer piso. Llevaba los pies desnudos metidos en un par de zuecos y el pelo gris suelto.

Madame Monce: Sacrée salope! ¿Cuántas veces le he dicho que no aplaste las chinches contra el empapelado? Cree que ha comprado el hotel, ¿eh? ¿Por qué no las tira por la ventana como todo el mundo? Espèce de traînée!

La mujer del tercer piso: Va donc, eh! Vieille vache!

Después un variopinto coro de gritos a medida que se iban abriendo ventanas por doquier y media calle participaba en la discusión. Diez minutos más tarde callaron de repente cuando pasó un escuadrón de caballería y la gente dejó de gritar para contemplarlos.

Esbozo esa escena, solo para transmitir parte del espíritu de la rue du Coq d’Or. No es que las discusiones fuesen constantes, pero aun así rara vez pasaba una mañana sin al menos un estallido como el descrito. Las disputas, los gritos desolados de los vendedores ambulantes, los chillidos de los niños buscando peladuras de naranja entre los adoquines y, de noche, los cánticos a voz en grito y el hedor agrio de los carros de la basura constituían el ambiente de la calle.

Era una callejuela muy estrecha: una hondonada de casas altas y leprosas que se inclinaban las unas contra las otras en extrañas poses, como si las hubiesen congelado en el momento de ir a derrumbarse. Todas las casas eran hoteles y estaban abarrotadas de huéspedes hasta el tejado, la mayoría polacos, árabes e italianos. Al pie de los hoteles había pequeños bistros, donde podías emborracharte por el equivalente a un chelín. Los sábados por la noche cerca de un tercio de la población masculina del barrio estaba ebria. Había peleas por las mujeres y los peones árabes que vivían en los hoteles más baratos tenían misteriosas pendencias que zanjaban a silletazos y de vez en cuando con revólveres. De noche los policías solo se aventuraban en esa calle de dos en dos. Era un sitio bastante ruidoso. Y, no obstante, entre la suciedad y el estrépito, vivían los acostumbrados tenderos franceses respetables, panaderos, lavanderas y demás, que se ocupaban de sus asuntos y amasaban discretamente pequeñas fortunas. Como barrio bajo parisino era bastante representativo.

Mi hotel se llamaba Hôtel des Trois Moineaux. Era una conejera desvencijada de cinco pisos, separados por tabiques de madera en cuarenta habitaciones. Los cuartos eran pequeños y estaban siempre sucios porque no había camarera y madame F., la patronne, no tenía tiempo de barrer. Las paredes eran muy finas y para ocultar las grietas las habían cubierto con capas y capas de empapelado rosa, que se había desprendido y daba cobijo a innumerables chinches. Cerca del techo, largas filas de chinches desfilaban a diario como columnas de soldados, y por la noche descendían hambrientas, de forma que cada pocas horas había que levantarse y matarlas en hecatombes. A veces, cuando había demasiadas, quemábamos azufre para expulsarlas a la habitación de al lado; y el otro huésped respondía quemando a su vez azufre en la habitación para enviarlas de vuelta. Era un lugar mugriento pero acogedor, pues madame F. y su marido eran buenas personas. El precio del alquiler de las habitaciones oscilaba entre treinta y cincuenta francos por semana.

Los huéspedes constituían una población flotante, extranjeros en su mayoría, que se presentaban sin equipaje, se quedaban una semana y volvían a desaparecer. Los había de todos los oficios: zapateros remendones, albañiles, picapedreros, peones, estudiantes, prostitutas y traperos. Algunos eran increíblemente pobres. En una de las buhardillas había un estudiante búlgaro que confeccionaba zapatos de fantasía para el mercado estadounidense. De seis a doce de la mañana se sentaba en la cama y cosía una docena de zapatos con los que ganaba treinta y cinco francos; el resto del día asistía a clases en la Sorbona. Estudiaba teología y tenía libros sobre la materia boca abajo en el suelo cubierto de cuero. En otro cuarto vivían una rusa y su hijo, que decía ser artista. La madre trabajaba dieciséis horas al día, zurciendo calcetines a veinticinco céntimos el calcetín, mientras el hijo, bien vestido, haraganeaba en los cafés de Montparnasse. Otra habitación la habían alquilado dos huéspedes distintos: uno que trabajaba de día y otro que trabajaba de noche. En otra, una viuda compartía la cama con sus dos hijas adultas, ambas tísicas.

En el hotel había personajes muy peculiares. Los barrios bajos de París son un imán para los excéntricos: gente que ha caído en uno de esos surcos solitarios y medio desquiciados de la vida y ha renunciado a ser decente o normal. La pobreza los libera de los patrones normales de comportamiento, igual que el dinero libera a la gente del trabajo. Algunos de los huéspedes de nuestro hotel llevaban una vida tan curiosa que desafía cualquier descripción.

Estaban, por ejemplo, los Rougier, una pareja con aspecto de enanos, viejos y harapientos que tenían un negocio extraordinario. Vendían postales en el Boulevard Saint-Michel. Lo curioso era que las vendían en paquetes cerrados como si fuesen pornográficas cuando, en realidad, eran fotografías de los castillos del Loira; los compradores no lo descubrían hasta que era demasiado tarde, y por supuesto nunca se quejaban. Los Rougier ganaban unos cien francos al mes, y con estrictas economías se las arreglaban para estar siempre medio borrachos y medio muertos de hambre. La suciedad de su habitación era tal que el hedor se notaba desde el piso de abajo. Según madame F., ninguno de los dos se había cambiado de ropa en cuatro años.

También estaba Henri, que trabajaba en las alcantarillas. Era un hombre alto y melancólico de cabello rizado y que tenía un aire novelesco con sus botas de agua. La peculiaridad de Henri era que, excepto por cuestiones de trabajo, se pasaba, literalmente, días sin hablar. Apenas un año antes, había tenido un buen empleo como chófer y un poco de dinero ahorrado. Un día se enamoró y, cuando la chica lo rechazó, él la golpeó. Entonces la joven se enamoró perdidamente de Henri y vivieron quince días juntos y gastaron mil francos del dinero de Henri. Luego la muchacha le fue infiel; Henri le clavó un cuchillo en el brazo y lo enviaron seis meses a prisión. Cuando la apuñaló, la chica se enamoró más que nunca de él, hicieron las paces y acordaron que, cuando saliese de la cárcel, comprarían un taxi y se casarían. Pero quince días más tarde, volvió a serle infiel, y cuando soltaron a Henri estaba embarazada. Henri no volvió a apuñalarla. Sacó todos sus ahorros y se corrió una juerga que lo llevó otro mes a prisión; después empezó a trabajar en las alcantarillas. No había forma de hacerle hablar. Si le preguntabas por qué trabajaba en las cloacas nunca respondía, se limitaba a juntar las muñecas como si las tuviera esposadas y a hacer un gesto con la cabeza hacia el sur, en dirección a la cárcel. La mala suerte parecía haberlo vuelto imbécil en un solo día.

Otro era R., un inglés que vivía seis meses del año en Putney con sus padres y seis meses en Francia. Cuando estaba en Francia bebía cuatro litros de vino al día, y seis litros los sábados; una vez había viajado hasta las Azores, porque allí el vino era más barato que en ningún otro lugar de Europa. Era un tipo amable y dócil, nada pendenciero ni alborotado y jamás estaba sobrio. Se quedaba en la cama hasta mediodía, y desde entonces hasta la medianoche se quedaba en su rincón del bistro bebiendo de forma metódica y callada. Mientras bebía, hablaba, con voz femenina y refinada, de muebles antiguos. Exceptuándome a mí, R. era el único inglés del barrio.

Había mucha más gente que llevaba una vida no menos excéntrica: monsieur Jules, el rumano, que tenía un ojo de cristal y se negaba a admitirlo; Fureux, el picapedrero del Limousin; Roucolle, el avaro, que murió antes de que yo llegara; el viejo Laurent, el trapero, que copiaba su firma de un papelito que llevaba en el bolsillo. Sería entretenido escribir alguna de sus biografías, si dispusiera de tiempo. Intento describir a la gente de nuestro barrio, no porque sea curiosa, sino porque todos forman parte de esta historia. Escribo sobre la pobreza, y mi primer contacto con ella fue en ese barrio. Aquel suburbio, con su suciedad y sus vidas extrañas, fue al principio una lección de pobreza y luego el trasfondo de mis propias vivencias. Por eso intento dar una idea de cómo era la vida en él.

lunes, 18 de septiembre de 2023

George Orwell La hija del clérigo Capítulo uno I

 




George Orwell

La hija del clérigo

 

Capítulo uno

 I

 

Cuando el despertador de la cómoda estalló con el tañido de una horrible bomba metálica en miniatura, Dorothy salió de los abismos de un sueño profundo y perturbador, abrió los ojos sobresaltada y se quedó contemplando la oscuridad, presa de un agotamiento extremo.

El despertador siguió con su clamor persistente y femenino, que duraba unos cinco minutos si nadie lo paraba.

Dorothy se sentía dolorida de pies a cabeza y una autocompasión insidiosa y humillante, que, por lo general, la embargaba cuando era hora de levantarse por las mañanas, le impulsó a meter la cabeza debajo de las sábanas para tratar de escapar de aquel sonido odioso. No obstante, luchó contra su fatiga y, según su costumbre, se animó usando la segunda persona del singular.

Vamos, Dorothy, ¡arriba! ¡No seas perezosa, por favor! Proverbios 6:9.

Luego recordó que si el despertador seguía sonando acabaría oyéndolo su padre, y con un apresurado movimiento saltó de la cama, cogió el reloj de la cómoda y lo desconectó. Lo tenía ahí encima precisamente para tener que levantarse para apagarlo. Todavía a oscuras, se arrodilló junto a la cama y rezó el padrenuestro un poco distraída porque tenía los pies helados.

Eran justo las cinco y media y hacía frío para ser una mañana de agosto.

Dorothy (se llamaba Dorothy Hare y era la hija única del reverendo Charles Hare, rector de Saint Athelstan en Knype Hill, Suffolk) se puso la raída bata de franela y bajó a tientas las escaleras.

Había un gélido aroma matutino a polvo, escayola húmeda y los lenguados fritos de la cena del día anterior; y de ambos lados del pasillo llegaban los ronquidos antifonales de su padre y de Ellen, la criada. Con precaución, porque la mesa tenía la mala costumbre de emboscarse en la oscuridad y golpearle a uno en la cadera, Dorothy entró a tientas en la cocina, encendió la vela que había en la repisa de la chimenea y, todavía dolorida de cansancio, se arrodilló y quitó las cenizas del fogón.

Encender el fuego era un fastidio. La chimenea estaba torcida y no tiraba bien, por lo que para encenderlo había que echarle una taza de queroseno, igual que el trago de ginebra matutino de un borracho. Tras poner a hervir el agua del afeitado de su padre, Dorothy subió las escaleras y fue a prepararse el baño.

Ellen seguía roncando con pesados y juveniles ronquidos. Era una criada buena y trabajadora cuando estaba despierta, aunque era de esas chicas a quienes ni el demonio y todos sus ángeles lograrían arrancar de la cama antes de las siete de la mañana.

Dorothy llenó la bañera lo más despacio posible, el chapoteo siempre despertaba a su padre si abría demasiado el grifo y se quedó un momento contemplando el pálido y poco apetitoso charco de agua. Se le había puesto la carne de gallina. Odiaba los baños fríos y por eso mismo tenía por norma bañarse siempre con agua fría de abril a noviembre. Metió la mano en el agua —estaba helada— y avanzó con sus habituales exhortaciones. ¡Vamos, Dorothy! ¡Adentro! ¡No me vengas ahora con remilgos, por favor! Luego se metió con decisión en la bañera, se sentó y dejó que la gélida faja de agua la rodeara hasta cubrirla por entero menos el pelo que se había recogido detrás de la cabeza. Momentos después salió a la superficie, jadeando y haciendo muecas, y nada más recobrar el aliento, recordó la lista de cosas que se había metido en el bolsillo de la bata con intención de leerla. Alargó la mano e, inclinándose por encima de la bañera y metida hasta la cintura en el agua helada, leyó la lista a la luz de la vela que había dejado sobre la silla.

Decía:

7 oc. Comulgar.

¿Bebé de la señora T? Hacerle una visita.

Desayuno. Beicon. Pedir dinero a mi padre. (P)

Preguntar a Ellen qué necesita para la cocina. Tónico padre.

Preguntar lo de las cortinas en Solepipe’s.

Ir a visitar a la señora P por lo del recorte del Daily M. y las infusiones de angélica buenas para el reumatismo, emplasto de maíz de la señora L.

12 oc. Ensayo Carlos I.

Encargar doscientos gramos de cola y un bote de pintura de color aluminio.

Puchero [tachado] ¿Comida…?

Repartir revista parroquial. La señora F debe 3 chelines y 6 peniques.

16.30 Té Madres Cristianas, no olvidar dos metros y medio de tela para las ventanas.

Flores para la iglesia. 1 lata de pulimento de metales Brasso.

Cena. Huevos revueltos.

Mecanografiar el sermón de mi padre, ¿nueva cinta para la máquina?

Quitar las malas hierbas de las matas de guisantes.

Dorothy salió de la bañera y mientras se secaba con una toalla apenas mayor que una servilleta —en la rectoría nunca habían podido permitirse toallas de tamaño normal—, se le soltó el pelo y le cayó sobre los hombros en dos pesados mechones. Tenía un pelo espeso, bonito y de color muy pálido, y tal vez fuese una suerte que su padre le hubiera prohibido cortárselo porque era lo único claramente hermoso que tenía.

Por lo demás era una chica de estatura media, más bien delgada, aunque fuerte y esbelta, cuyo punto débil era su rostro.

Una cara ordinaria, rubia y delgada, con ojos pálidos y la nariz ligeramente larga; si se la miraba con atención, se veían las patas de gallo alrededor de los ojos, y la boca, cuando estaba en reposo, parecía cansada. Todavía no era el rostro de una solterona, pero sin duda lo sería al cabo de unos años. No obstante, quienes no la conocían pensaban que era varios años más joven (todavía no había cumplido los veintiocho) por la expresión de seriedad casi infantil que había en su mirada. Su antebrazo izquierdo estaba cubierto de minúsculas marquitas rojas como de picaduras de insectos.

Dorothy volvió a ponerse el camisón y se cepilló los dientes —solo con agua, claro; es mejor no utilizar pasta de dientes antes de comulgar. Después de todo o se ayuna o no se ayuna. En eso a los católicos no les falta razón— y mientras lo hacía, vaciló de pronto y se detuvo. Soltó el cepillo de dientes. Una terrible punzada, una punzada física, acababa de recorrerle las vísceras.

Había recordado con ese brusco sobresalto con que uno recuerda algo desagradable por la mañana, la cuenta que le debían, desde hacía siete meses, a Cargill, el carnicero. Esa espantosa cuenta, que debía de ascender a diecinueve o veinte libras y que tenían pocas esperanzas de poder pagar algún día, era uno de los principales tormentos de su vida. A todas horas del día y de la noche estaba esperándole en algún rincón de su conciencia, dispuesta a saltar sobre ella para torturarla; y siempre la acompañaba el recuerdo del sinfín de cuentas menores, que ascendían a una cantidad en la que no osaba siquiera pensar. Casi sin querer empezó a rezar: «¡Por favor, Dios mío, no permitas que Cargill vuelva a enviarnos hoy su cuenta!». Pero un momento después decidió que esa oración era blasfema y mundana y pidió perdón.

Luego se puso la bata y bajó a la cocina a toda prisa con la esperanza de quitarse la cuenta de la cabeza.

Como siempre, el fuego se había apagado. Dorothy volvió a encenderlo manchándose las manos de tizne, le echó más queroseno y esperó angustiada hasta que el agua empezó a hervir. Su padre contaba con afeitarse a las seis y cuarto.

Exactamente con siete minutos de retraso, Dorothy llevó el cuenco al piso de arriba y llamó a la puerta de la habitación de su padre.

—¡Pasa, pasa! —dijo con voz ronca e irritable.

La habitación tenía unas cortinas muy gruesas y estaba cargada de olor masculino. El rector había encendido la vela de la mesilla de noche y estaba tumbado de lado, mirando su reloj de oro, que acababa de sacar de debajo de la almohada. Tenía el cabello blanco y muy espeso como los vilanos de los cardos. Un ojo negro y brillante miró irritado por encima del hombro a Dorothy.

—Buenos días, papá.

—Dorothy —dijo el rector con voz gangosa, siempre sonaba hueca y senil cuando no llevaba la dentadura postiza —

, te agradecería mucho que te esforzaras un poco más en sacar a Ellen de la cama por las mañanas. Y también que fueses más puntual.

—Lo siento mucho, papá. El fuego de la cocina no hacía más que apagarse.

—¡Bueno, bueno! Déjalo sobre la cómoda. Déjalo ahí y abre las cortinas.

Ya había amanecido, pero hacía una mañana nublada y gris. Dorothy corrió a su cuarto y se vistió con la celeridad con que acostumbraba a hacerlo seis de cada siete días. En la habitación había un espejito cuadrado, pero no utilizó ni siquiera eso. Se limitó a ponerse la cruz de oro al cuello —una cruz de oro muy sencilla, nada de crucifijos, por favor—, se recogió el pelo detrás de la cabeza, clavó unas cuantas horquillas aquí y allá y se puso la ropa (un jersey gris, una chaqueta raída de tweed irlandés, una falda, unas medias que no combinaban ni con la falda ni con la chaqueta y unos zapatos muy rozados) en menos de tres minutos. Tenía que «hacer» el salón y el despacho de su padre antes de ir a la iglesia, además de rezar sus oraciones para prepararse para la comunión y en eso tardaría al menos veinte minutos.

Cuando salió empujando su bicicleta por la puerta de la verja del jardín la mañana seguía nublada y la hierba estaba empapada de rocío. La iglesia de Saint Athelstan asomaba vagamente entre la mortaja de niebla que cubría la falda de la montaña y su única campana tañía fúnebre, ¡ding, dong, ding, dong!

Solo una de las campanas estaba en uso, las otras siete llevaban tres años sin voltearlas y reposaban en silencio astillando lentamente el suelo del campanario bajo su peso. En la distancia, entre la niebla, se oía el ofensivo tañido de la campana de la iglesia católica, una campana diminuta y vulgar que sonaba como una lata y que el rector de Saint Athelstan comparaba siempre con una campanilla.

Dorothy subió a su bicicleta y rodó colina arriba apoyándose en el manillar.

Tenía la nariz sonrosada por el frío matutino. Un archibebe silbó en lo alto, invisible contra el cielo nublado.

¡Temprano por la mañana mi canción se alzará hasta ti! Dorothy apoyó la bicicleta contra el soportal de la iglesia y, tras reparar en que seguía con las manos tiznadas, se arrodilló y se las limpió frotándolas contra la hierba húmeda entre las tumbas. Luego la campana dejó de tañer y ella se incorporó con un respingo y entró apresuradamente en la iglesia justo cuando Proggett, el sacristán, con una casulla raída y sus enormes botas de peón, avanzaba a grandes zancadas por el pasillo para ocupar su sitio en el altar lateral.

La iglesia era muy fría y olía a cirio y a polvo de siglos. Era muy grande, demasiado para el tamaño de su congregación, estaba en ruinas y vacía en su mayor parte. Los tres estrechos islotes de los bancos se extendían en mitad de la nave y por detrás había grandes extensiones de suelo de piedra en el que unas cuantas inscripciones gastadas señalaban el lugar que ocupaban las antiguas tumbas. El tejado del coro y el presbiterio estaba visiblemente hundido y dos fragmentos de viga detrás del cepillo explicaban sin palabras que se debía a ese enemigo mortal de la cristiandad: el escarabajo del reloj de la muerte. La luz se filtraba anémica por las vidrieras descoloridas.

A través de la puerta abierta se veían un ciprés reseco y las ramas grises de un tilo que se balanceaban tristemente en el aire sin sol.

Como de costumbre había solo otra comulgante, la vieja señorita Mayfill de The Grange. La concurrencia a la comunión era tan mala que el rector solo encontraba chicos que le ayudaran los domingos por la mañana, cuando a los muchachos les gustaba presumir delante de la congregación con sus casullas y sobrepellices. Dorothy pasó al banco que había detrás de la señorita Mayfill, y, como penitencia por algún pecado del día anterior, apartó el cojín y se arrodilló en el suelo de piedra. El servicio acababa de empezar. El rector, ataviado con una casulla y una sobrepelliz de lino, estaba recitando las oraciones con voz ejercitada, y clara ahora que llevaba puestos los dientes, y extrañamente antipática. En su rostro quisquilloso y envejecido, pálido como una moneda de plata, había una expresión de desdén, casi de desprecio.

«Este es un sacramento válido —parecía estar diciendo— y es mi obligación administrároslo. Pero tened siempre presente que soy solo vuestro rector, no vuestro amigo. Personalmente me dais asco y os desprecio.» Proggett, el sacristán, un hombre de unos cuarenta años de pelo gris rojizo y rostro rubicundo, esperaba pacientemente a su lado, reverente aunque sin entender nada, toqueteando la campanilla de la comunión, que parecía diminuta entre sus rojas manazas.

Dorothy se apretó los ojos con los dedos. Aún no había logrado concentrarse y la cuenta de Cargill seguía preocupándola de vez en cuando.

Las oraciones, que se sabía de memoria, pasaban por su cabeza sin que les prestara atención. Alzó la vista un momento y enseguida se despistó.

Primero miró hacia arriba a los ángeles sin cabeza en cuyos cuellos todavía se distinguían las marcas de los serruchos de los soldados puritanos, luego volvió a contemplar el sombrero negro de la señorita Mayfill y sus trémulos pendientes de azabache. La señorita Mayfill llevaba el mismo abrigo negro y anticuado, con un pequeño y grasiento cuello de astracán de pinta untuosa, que le había visto siempre Dorothy. Era de un material muy peculiar, parecido al muaré, pero más tosco, y hacía aguas como una especie de ribetes negros que no siguieran ningún patrón definido.

Incluso era posible que estuviese hecho de aquella sustancia proverbial y legendaria, el alepín negro. La señorita Mayfill era muy vieja, tanto que nadie la recordaba más que como una anciana. Y de ella emanaba un vago aroma, un olor etéreo analizable como agua de colonia y bolas de naftalina con un toque de ginebra.

Dorothy se quitó de la solapa del abrigo un largo alfiler con la cabeza de cristal, y con disimulo, ocultándose tras la espalda de la señorita Mayfill, apretó la punta contra su antebrazo. La carne le hormigueó con aprensión. Tenía la norma de pincharse el brazo hasta hacerse sangre siempre que se sorprendía sin prestar atención a las oraciones. Era su peculiar forma de hacer penitencia, su modo de mantener a raya la irreverencia y los pensamientos sacrílegos.

Alfiler en mano, se las arregló para rezar un rato más concentrada. Su padre acababa de echarle una torva mirada de desaprobación a la señorita Mayfill, que se estaba santiguando de vez en cuando, práctica que a él le desagradaba. Con desmayo Dorothy se sorprendió contemplando con vanagloria los pliegues de la sobrepelliz de su padre, que ella le había cosido hacía dos años.

Apretó los dientes y se clavó el alfiler tres milímetros en el brazo.

Habían vuelto a arrodillarse. Era la confesión general. Dorothy volvió a despistarse, ¡ay!, esta vez sus ojos contemplaron la vidriera que había a su derecha, diseñada en 1851 por sir Warde Tooke, miembro de la Real Academia de las Artes, que representaba la bienvenida dispensada a san Athelstan a las puertas del cielo por Gabriel y una legión de ángeles muy parecidos entre sí y al príncipe consorte, y se clavó el alfiler en otra parte del brazo. Empezó a meditar en el significado de cada frase de la oración y así logró prestar más atención. Pero incluso así tuvo que utilizar otra vez el alfiler cuando Proggett hizo sonar la campanilla y ella sintió, como siempre, la terrible tentación de echarse a reír en mitad del pasaje «Ahora con ángeles y arcángeles». Y todo porque su padre le había contado que una vez, cuando era pequeño y estaba ayudando al cura en el altar, se había soltado un tornillo de la campanilla y el cura había dicho:

«Ahora, con ángeles y arcángeles, y toda la cohorte celestial, entonamos el himno inacabable en alabanza tuya: ¡Aprieta ese tornillo, cabeza hueca, apriétalo!».

Mientras el rector terminaba la consagración la señorita Mayfill empezó a mover los pies con extrema dificultad y lentitud, como una anquilosada criatura de madera que se moviera por secciones y liberase con cada movimiento una vaharada de olor a naftalina. Se oyeron muchos crujidos, probablemente del corsé, aunque era como si unos huesos chirriasen al frotar unos contra otros. Cualquiera habría dicho que dentro del abrigo negro solo había un esqueleto reseco.

Dorothy esperó un momento más. La señorita Mayfill se arrastraba hacia el altar con pasos lentos y vacilantes.

Apenas podía andar, pero se ofendía mucho si alguien se ofrecía a ayudarla.

En su rostro anciano y exangüe la boca parecía sorprendentemente grande, blanda y húmeda. El labio inferior, flácido por la edad, pendía hacia delante y mostraba las encías y una hilera de dientes postizos tan amarillentos como las teclas de un piano viejo. El labio superior estaba ribeteado por un bigote negro cubierto de gotitas de saliva. No era una boca apetitosa y a nadie le habría gustado verla beber de su misma copa. De pronto, espontáneamente, como si la hubiese puesto allí el mismo demonio, la oración huyó de los labios de Dorothy:

—¡Oh, Dios, no dejes que tenga que beber del cáliz después de la señorita Mayfill!

Un momento después comprendió horrorizada el significado de lo que acababa de decir, y deseó haberse mordido la lengua antes que pronunciar aquella terrible blasfemia en los mismos escalones del altar. Se quitó el alfiler de la solapa y se lo clavó en el brazo con tanta fuerza que apenas pudo contener un grito de dolor. Luego subió al altar y se arrodilló tímidamente a la izquierda de la señorita Mayfill para asegurarse de beber del cáliz después de ella.

Arrodillada, con la cabeza gacha y las manos contra las rodillas se puso a rezar pidiendo perdón antes de que su padre llegara con la hostia consagrada.

Pero sus pensamientos se habían interrumpido. De pronto era inútil tratar de rezar; sus labios se movían pero sus oraciones carecían de sentido y de sentimiento. Oía a Proggett arrastrar las botas y la voz grave y clara de su padre murmurando «Tomad y comed», veía la alfombra roja y raída, olía el polvo, el agua de colonia y las bolas de naftalina; pero no podía pensar en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ni en el propósito con el que había ido allí. Una terrible negrura había embargado su espíritu.

Era como si no pudiera rezar. Se esforzó, trató de organizar sus pensamientos, murmuró mecánicamente el inicio de la oración, pero las frases sonaban inútiles y sin sentido…, como si fuesen palabras vacías. Su padre sostenía la hostia ante ella con sus manos elegantes y envejecidas. La sostenía entre el pulgar y el índice, con escrúpulo y casi con desagrado, como si fuese una cucharada de medicina.

Miraba a la señorita Mayfill que se estaba plegando como una oruga geómetra, con muchos crujidos, y se estaba santiguando de un modo tan elaborado que daba la impresión de que estuviese siguiendo con la mano una serie de muletillas en su abrigo. Dorothy dudó varios segundos si tomar la hostia.

No se atrevía a hacerlo. ¡Mejor, mucho mejor, descender del altar que aceptar el sacramento con aquel caos en su corazón!

Luego miró de reojo a través de la puerta. Un momentáneo rayo de sol se había colado entre las nubes. Se filtró entre las hojas del tilo y una ramita brilló con un verde fugaz e incomparable, más verde que el jade o las esmeraldas o las aguas del Atlántico.

Fue como si una joya de inimaginable esplendor brillara por un instante, llenando el umbral de luz verde y luego se desvaneciera. Una oleada de alegría recorrió el corazón de Dorothy. Aquel destello de color le había devuelto, mediante un proceso más profundo que la razón, la paz de espíritu, el amor a Dios y su capacidad de adoración. Por alguna razón, el verdor de las hojas había hecho que fuese posible volver a rezar. ¡Oh, todas las cosas verdes sobre la superficie de la tierra, alabad al Señor! Empezó a rezar con fervor, agradecida y alegre. La hostia se fundió sobre su lengua. Cogió el cáliz que le ofrecía su padre y bebió sin sentir la menor repulsión, incluso saboreó con alegría añadida por aquel pequeño acto de penitencia la huella húmeda que habían dejado los labios de la señorita Mayfill sobre el borde plateado.

domingo, 17 de septiembre de 2023

Matar a un elefante y otros escritos ORWELL GEORGE FRAGMENTO

 




Matar a un elefante y otros escritos se inicia con dos relatos autobiográficos de Orwell, el que da título al libro y Marrakech, escritos respectivamente en 1936 y 1939. Son esbozos breves, precisos, de una prosa limpia y sincera, en los que el autor reflexiona sobre la abominación del colonialismo (él mismo fue policía en Birmania). También cuenta el volumen con cuatro reseñas de libros publicados en la época, Los últimos días de Madrid, de Casado; Camino de servidumbre, de von Hayek; El espejo del pasado, de Zilliacus; y finalmente Su mejor hora, de Churchill. Contiene también un fantástico ensayo sobre la política y la lengua inglesa, en el que denuncia con gran ironía los excesos lingüísticos del periodismo. Como indica Arcadi Espada en el prólogo, dice mucho sobre el estado del periodismo en España el que este texto haya estado inédito en castellano durante la friolera de medio siglo.

Finalmente, y lo que constituye el cuerpo central del volumen, que son los Diarios de guerra (1940–1942), los Recuerdos de la guerra civil española (1942) y una selección de los artículos que Orwell escribió para Tribune entre diciembre de 1943 y febrero de 1945 en una columna titulada “A mi antojo”.

Matar a un elefante y otros escritos, conjuntamente con El león y el unicornio y otros ensayos, constituyen lo mejor del repertorio ensayístico de Orwell.


 

George Orwell

Matar a un elefante y otros escritos

 


 

Título original: The collected essays. Journalism and letters of George Orwell

George Orwell, 1968

Autor del prólogo: Arcadi Espada

Traducción: Miguel Martínez-Lage

Diseño de cubierta: Roger Viollet

Editor digital: German25

ePub base r1.2

 

 


 

NOTA EDITORIAL

La presente edición recoge una selección de textos de George Orwell escritos entre 1936 y 1949. Los contenidos se han ordenado según la fecha de publicación, excepto cuando se indica lo contrario. Para las traducciones se ha seguido la edición en cuatro volúmenes de sus ensayos, escritos periodísticos y cartas realizada por Sonia Orwell e Ian Angus en 1968 (The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, cuatro volúmenes, Hartcourt Brace & Co., Nueva York).

 


 PRÓLOGO

EL SENTIDO ESCOGIÓ LA PALABRA

Todo lo que Orwell escribió sobre la verdad, la lengua o el nacionalismo me parece pertinente y útil. No se trata de asuntos irrelevantes. Su vida, aunque corta, tiene el excipiente justo de ironía y heroísmo. Le interesaron la literatura y la política de un modo parejo, vinculado. Escribió de una manera clara y elegante, y nunca pensó que la escritura política fuese un asunto desligado de la estética. En cualquiera de sus párrafos se advierte la presencia de un hombre que escribe y no de un phraseur. Por si todo esto fuera poco, supo elegir perfectamente su pseudónimo: Orwell es misterioso y único, y tan necesario para librarse del anodino Blair como Gaziel para hacerlo del Calvet semejante.

Luego hay un puñado de cosas concretas. Por ejemplo, su actitud ante la Guerra Civil española, plasmada en Homenaje a Cataluña, quizá el mejor reportaje que se haya escrito. Del evangelista Juan a Antonio Gramsci han sido muchas las declamaciones sobre la imprescindible equivalencia entre la verdad y la libertad. Orwell las puso en acto con su implacable denuncia en el mismo lugar de los hechos: un crimen de izquierdas es un crimen. Aún resuena el eco y aún sigue alentándonos. Es probable que Paul Johnson tuviera razón cuando escribió que la Guerra Civil española era la epopeya contemporánea sobre la que se habían escrito más mentiras. Pero se le olvidó añadir que entre las pocas verdades que no murieron estaba la de su compatriota George Orwell.

Otra de las grandes cosas concretas está presente en este volumen. Por vez primera se recoge en un libro español[1] un ensayo fundamental de la cultura de nuestro tiempo: La política y la lengua inglesa. El ensayo no sólo formaliza la noción moderna del eufemismo sino que describe el periodismo y la política como sistemas eufemísticos. Si un eufemismo detectado (pacificación o rectificación de fronteras) es, automáticamente, un eufemismo desactivado, se comprenderá la importancia de la crítica orwelliana de la política y los medios. Sería, por supuesto, de un optimismo más que cándido, patético, atribuir al general desconocimiento en España de este texto canónico el aspecto general que presentan la política y el periodismo en sus relaciones con la verdad: por desgracia no está verificada semejante influencia de las letras sobre las armas. Sin embargo, la evidencia de que sea un texto ampliamente citado en todo el mundo, saqueado por columnistas de toda época y condición, y el hecho de que tras haberse traducido a las principales lenguas haya visto la luz en español muchos años después de haberse escrito, sí metaforiza una cierta orientación de la cultura española, perceptible por lo demás en muchos otros ejemplos posibles.

Por si fuera poca desidia, cabe reseñar que el ensayo incluye alguna referencia explícita a nuestra circunstancia. Dice Orwell: “Lo que ante todo se necesita es que el sentido escoja a la palabra”. En España, y especialmente en la política española, es la palabra —la palabra nación, por ejemplo—, la que escoge el sentido. Y otras muchas. Algunas están en este párrafo del propio Orwell: “La palabra fascismo ahora no tiene significado propio, salvo en la medida en que significa ‘algo que no es deseable’. Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico, realista, justicia, tienen todas ellas varios sentidos diferentes e irreconciliables entre sí”. Por supuesto que semejante perversión puede detectarse todavía en muchos países. Y también en Gran Bretaña. Pero mi experiencia de lector de periódicos me dice que de ningún modo eso sucede con la misma frecuencia y la misma intensidad que en España.

Es razonable la crítica que este ensayo ha recibido[2] por adherirse a un cierto determinismo lingüístico, según el cual la calidad de las ideas se ve afectada por el lenguaje que emplean los hablantes. “La lengua inglesa”, escribe Orwell, “se torna fea e inexacta porque nuestros pensamientos rayan en la estupidez, pero el desaliño de nuestro lenguaje nos facilita caer en esos pensamientos estúpidos”. Orwell vacila frecuentemente entre la razón y la metafísica lingüísticas. No sólo en este ensayo, sino también, por ejemplo, en su crucial 1984. Pero la objeción, justa insisto, tiene poca importancia práctica, porque lo que prevalece en su análisis es el estado moral que describen unos determinados usos lingüísticos: Esto: “El gran enemigo de una lengua clara es la falta de sinceridad. Cuando se abre una brecha entre los objetivos reales que uno tenga y los objetivos que proclama, uno acude instintivamente, por así decir, a las palabras largas[3] y a las expresiones más fatigadas, como una sepia que escupe un chorro de tinta”. Desde luego es una certera analogía. También, aunque se trate de sepias, por la evidencia de que el cerebro decide cuánta tinta hay que verter, pero la tinta nada decide sobre cuánto cerebro tiene el calamar. Calamares, pensamiento y lenguaje.

La última de las grandes cosas concretas alude al intelectual, esa palabra que da tanta risa en España, y especialmente en sus provincias. A mi juicio, Orwell es un modelo de conducta intelectual. Caen las bombas alemanas sobre Londres y él las anota escrupulosamente. Quiero decir que da la cara ante los sentimientos absolutos, el miedo o el odio, y no acude a escapatorias más o menos estetizantes. Puede observarse en sus diarios de guerra, recogidos por completo en esta edición. Aunque, al mismo tiempo, es un hombre que anota, el 22 de enero de 1941: “En el Daily Express ya se ha utilizado blitz como verbo”. En efecto hay que ocuparse de las bombas y de los verbos: en eso consiste la tarea. Su mérito mayor, en este sentido, es la sutura de la creación y el descubrimiento, esas funciones que respectivamente se reservan a los artistas y a los científicos (o a los lampistas y a los policías). En la abrumadora mayoría de sus textos destaca la pasión del descubrimiento: pero era un hombre convencido de que la estética es una de las herramientas de la búsqueda.

La obra de Orwell traza un rastro verídico del siglo XX. Del colonialismo al comunismo y de la guerra al Estado del bienestar, vivió con intensidad el que algunos historiadores consideran un siglo especialmente contradictorio de la actividad humana. Creo que sus lecciones, algunas realmente visionarias, nos ayudarán durante mucho tiempo. Es una gran noticia que gran parte de su literatura no ficcional aparezca ahora reunida y traducida con limpieza al castellano. Porque es en esa literatura donde se puede apreciar uno de los rasgos del clásico. La voz. Orwell se oye íntimo siempre, hasta en la arenga.

Arcadi Espada, septiembre de 2006

viernes, 15 de septiembre de 2023

ORWELL GEORGE ESCRITOR EN GUERRA FRAGMENTO



PRESENTACIÓN

La principal inspiración de los escritos de Orwell parece haber sido la época

que pasó en el extranjero, en Birmania, en París y en España. Incluso el

«camino a Wigan» podría formar parte de esas vivencias «extranjeras»,

aunque las «áreas deprimidas» de Inglaterra, como se conocía en los años

treinta a las regiones del norte castigadas por la pobreza, no puedan

considerarse «países extranjeros», no hay duda de que a los habitantes del sur

más rico debía parecérselo. También el tiempo que Orwell pasó en el norte de

África le sirvió de inspiración, no tanto para sus escritos sobre, digamos,

Marrakech y la política del norte de África, como porque le proporcionó el

descanso necesario para crear lo que podríamos llamar su «novela más

relajada»: Subir a por aire.

Las primeras obras de Orwell como escritor proporcionan una perspectiva

sorprendentemente exacta de lo que serían sus principales preocupaciones a

lo largo de su vida. Estos intentos de principiante se escribieron mientras

vivía en París e intentaba (sin éxito) formarse como novelista; en el tiempo

que vivió allí escribió y destruyó dos novelas. Colaboró con varios artículos

en Le Progrès Civique y por cada uno de ellos le pagaron 225 francos, poco

menos de 2 libras de la época, aunque hoy habría supuesto bastante más. Su

primer artículo trataba sobre la censura y el segundo, titulado «Un periódico

de un cuarto de penique», lo publicó en un periódico inglés de segunda,

financiado por François Coty, un hombre más famoso por sus empresas de

perfumería que periodísticas. Varias décadas después ambos escritos se

clasificarían entre los «estudios culturales», un género que, tal vez de forma

inconsciente, hizo mucho por impulsar. Varios artículos trataban sobre la

situación de los pobres —el desempleo, los mendigos y los vagabundos— y

hay uno muy interesante sobre el modo en que el Imperio británico (tal como

era entonces) explotaba, al menos a su entender, a Birmania. También

publicó un artículo puramente literario, un estudio sobre el escritor John

Galsworthy, en Monde (que no debe confundirse con el periódico

considerablemente posterior y mucho más influyente Le Monde). Dichos

artículos delinearon sus intereses de toda una vida: la literatura, las

condiciones sociales y la cultura popular.

No es difícil comprender cómo las vivencias de Orwell en Birmania,

París y las zonas deprimidas inglesas contribuyeron a dar forma a sus

respuestas sociales, políticas y críticas al mundo y cómo estas influyeron

directamente en su escritura. Sus vagabundeos le permitieron verse desde

fuera, por así decirlo, y contemplar el mundo de un modo al mismo tiempo

distante y cercano. Fueron sus vivencias en España —de España en sí misma

y de los españoles a quienes conoció— las que sirvieron para que sus

vivencias pasadas madurasen y diesen lugar al gran y muy influyente escritor

en el que llegaría a convertirse. Dos incidentes de su artículo «Recuerdos de

la Guerra de España», probablemente escrito en 1942, son particularmente

reveladores de la personalidad de Orwell y en mi opinión señalan con

precisión lo que Orwell aprendió del tiempo que pasó en España. Sería mejor

leerlo completo, pero un breve resumen servirá para recordárselo a quienes

conozcan el artículo y tal vez para tentar a leerlo a los que no lo conocen.

En el primer resumen Orwell describe por qué no disparó a un enemigo

que se expuso como un blanco fácil. Cuenta que vio a un hombre

a medio vestir y se sujetaba los pantalones con ambas manos mientras corría. No le

disparé. Es cierto que soy un mal tirador, incapaz de acertar a un hombre que vaya

corriendo cien metros más allá; además, en ese instante pensaba sobre todo en

volver a nuestra trinchera mientras toda la atención de los fascistas se concentraba

en los aviones. Aun así, si no intenté matarlo fue en parte a causa del detalle de los

pantalones. Había ido allí a matar «fascistas», pero un hombre que tiene que

sujetarse los pantalones no es un «fascista»; es a todas luces un prójimo, alguien

como uno, y no se tienen deseos de dispararle («Recuerdos de la guerra de España»,

en Ensayos, pp. 415-416).

Orwell no tenía mala puntería ni con el fusil ni con el tirachinas, pero su

humildad es muy característica. Como también lo es la distinción entre un

enemigo y lo que, en esa patética situación, era un semejante.

El segundo extracto hace referencia a un «chico de aspecto asilvestrado»,

«descalzo y vestido con harapos» que habían reclutado en la unidad de

Orwell. Un día a Orwell le robaron unos cuantos cigarros baratos y alguien

denunció la falta de un poco de dinero. Informó a su oficial, que

inmediatamente dio por sentado que el ladrón debía ser el joven de tez

morena.

El desdichado muchacho permitió que lo llevaran al puesto de guardia para

registrarlo. Lo que me impresionó más fue que apenas intentó defender su

inocencia. En el fatalismo de su actitud podía verse la desesperada pobreza en que

había sido criado. El oficial le ordenó que se desnudara. Él lo hizo con espantosa

humildad, y registraron sus ropas. Por supuesto, ahí no estaban ni los cigarros ni el

dinero; de hecho, no era él quien los había robado (p. 416).

Lo que más impresionó a Orwell y lo que le resultó más doloroso fue que,

una vez demostrada su inocencia, no parecía estar menos avergonzado. Esa noche lo

llevé al cine y le di coñac y chocolate. Pero eso también fue terrible; me refiero al

intento de borrar un agravio con dinero. Durante un rato estuve dispuesto a creer

que era un ladrón, y eso no puede borrarse (p. 416).

Con qué claridad revela tan conmovedora descripción la humanidad de

Orwell, una característica que subyace en toda su obra.

Tal vez podría añadirse otro interés constante de Orwell que duró toda su

vida: el mundo natural. Su pasión por la naturaleza se ve fácilmente en las

cartas que envió a casa desde el colegio y, sobre todo, en sus diarios

domésticos, pero también se vislumbra en sitios menos evidentes. Así, en la

entrada del 4 de marzo de 1941 de su diario de guerra, entre una visita a un

refugio antiaéreo que, cuando estaba abarrotado, despedía un hedor «casi

insoportable», y un largo análisis sobre lo que podía estar ocurriendo en los

Balcanes (14 de marzo de 1941), encuentra sitio para escribir unas líneas

sobre la llegada de la primavera a Wallington en Hertfordshire donde tenía

una casa: «Hay flores de azafrán silvestre por todas partes, algunos brotes de

alhelíes y las campanillas están en su mejor momento. Parejas de liebres se

contemplaban entre el trigo de invierno». Y concluye que de vez en cuando

en esta guerra «uno saca la nariz del agua un momento y repara en que la

tierra sigue girando alrededor del sol» (véase infra p. 332).

Es imposible no recordar un momento similar en mitad de los combates

en España cuatro años antes. Al principio de la sección VII de Homenaje a

Cataluña escribe en el primer párrafo que empezaban a formarse gruesos

«racimos de cerezas». «Rosas silvestres del tamaño de un platillo de té»

florecían en torno a los cráteres de los obuses que rodeaban Torre Fabián. Y

continúa con una descripción de cómo los campesinos cazaban codornices

imitando el canto de las hembras para atrapar a los machos con una red verde.

No solo tenemos aquí una íntima descripción natural, sino la conclusión de

Orwell —y su comentario casi social—: «Por lo visto solo cazaban machos,

lo que me pareció un tanto injusto».

El interés de Orwell por el mundo natural fue mucho más que una afición

pasajera. Uno de sus compañeros en Eton College, el eminente erudito sir

Roger Mynors, recordaba que él y Orwell «desarrollaron una gran pasión por

la biología y obtuvieron permiso para hacer disecciones en el laboratorio».

Un día Orwell, que era muy hábil con el tirachinas, cazó una grajilla que se

había posado en lo alto del tejado de la capilla de Eton College. Mynors y él

llevaron el pájaro muerto al laboratorio y lo diseccionaron. Mynors

proseguía: «Cometimos el gran error de seccionar la vesícula biliar y llenarlo

todo de, ejem… Dejémoslo en que fue un desastre». El interés posterior de

Orwell no se limitó a su observación del mundo natural, sino que se extendió

a las dimensiones políticas de la investigación botánica y biológica. Por ello

asistió a una conferencia de John R. Baker en el Congreso del PEN celebrado

en Londres entre el 22 y el 26 de agosto de 1944, en la que expuso, pese a

que contaban con el apoyo de Stalin, los calamitosos errores producidos por

el rechazo de Trofim Denísovich Lísenko de las teorías tradicionales de

hibridación. Al parecer, la conferencia de Baker fue lo que animó a Orwell a

escribir lo que llegaría a ser 1984. (The Lost Orwell, pp. 128-133; véase la

relación de lecturas recomendadas en los apéndices). La negación de la

ciencia objetiva y desapasionada subyace en gran parte de lo que inspira la

novela. Eso se resume en los Principios de nuevalengua. Orwell escribe que

«no había ningún término para referirse a la “Ciencia”, pues todos sus

significados los recogía suficientemente la palabra Socing» (p. 377). Así, en

el mundo de la novela, los equivalentes de Lísenko y Stalin han triunfado y

millones de personas están condenadas a morir de hambre.

Quisiera hacer una última referencia a Orwell y España. Es bien sabido

que Orwell, su mujer Eileen y el joven Stafford Cottman escaparon por poco

de España cuando los comunistas se disponían a detenerlos y llevarlos a

juicio en Valencia como a muchos de sus camaradas del POUM. Uno de ellos

fue Jordi Arquer i Saltó, que fue condenado a once años de cárcel. Tras su

liberación, unos seis meses antes de la muerte del escritor, escribió a Orwell y

este envió 10 libras (el equivalente a unas 500 libras de hoy en día) al Comité

de Socorro Español y a Jordi un ejemplar de Homenaje a Cataluña.

Peter Davison

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas