viernes, 17 de mayo de 2013

Louis Ferdinand Celine (Francia, 1894-1961)


Louis Ferdinand Celine
(Francia, 1894-1961) 

 Novelista y médico francés de apellido real Destouches. Nacido en Courbevoie, en las afueras de París, participó como voluntario en la I Guerra Mundial, en la que fue gravemente herido. Después de la victoria aliada estudió medicina, y de 1924 a 1928 viajó en misiones por África y Estados Unidos por cuenta de la Sociedad de Naciones. Regresó a Francia y entró a formar parte de una clínica estatal en Clichy, trabajando fundamentalmente como médico de los pobres. Su nihilista pero deslumbrante primera novela, Viaje al fin de la noche (1932), fue acogida como un gran acontecimiento literario y ejercería una profunda influencia en numerosos escritores de las generaciones siguientes. Muerte a crédito (1936) confirmó la importancia de su escritura radicalmente innovadora. Los puntos de vista exacerbados de Céline, y sus escritos antisemitas de fines de los años treinta, hicieron que se le acusara de colaboracionismo con los nazis. Debido a ello, Celine estuvo exiliado en Alemania y Dinamarca en 1944. Finalmente fue perdonado por el gobierno francés, y volvió a París en 1950. Registra literariamente sus experiencias durante el exilio en la novela De un castillo a otro (1957), a la que siguieron Norte ( 1960) y Rigodón (publicada póstumamente). La crítica continúa considerando a Céline una de las figuras más notables de la literatura del siglo XX. 
.

Es posible que, tras ciertas experiencias extremas, el mundo y sus habitantes tan sólo merezcan compasión o desprecio. La prosa amarga y quebradiza de Celine, su característico ritmo acelerado, el lirismo salvaje y descarnado con que construyó a sus personajes o la altiva mueca con que contempló la existencia han provocado siempre las más encontradas reacciones, pero sin duda le convierten en uno de los autores de mayor vigencia y, a través sobre todo de la generación beat, tal vez en el que mayor influencia ha ejercido en las nuevas promociones de narradores. Ferdinand Bardamu, el protagonista, es un héroe de nuestro tiempo, y sabido es que nuestro tiempo apenas si da héroes: herido en la primera guerra mundial, enamorado de una prostituta sin futuro, sobreviviendo en las colonias francesas en África, persiguiendo su particular sueño americano, de regreso en Francia trabajando como médico rural... Una historia capaz de llegar a lo más hondo del corazón humano.

(FRAGMENTO)

Viaje Al Fin De La noche

 A Elisabeth Craig*




* Elisabeth Craig era la bailarina americana, nacida en 1902, que Céline había conocido en Ginebra, a finales de 1926 o comienzos de 1927, y con la que vivió en París de 1927 a 1933,
en una relación muy libre, interrumpida por las estancias de Elisabeth en los Estados Unidos. Henri Mahé la describe así: «Grandes ojos verde cobalto [...]. Naricilla fina... Una boca rectangular y sensual [...]. Largos cabellos dorados tirando a rojizos en bucles hasta los
hombros» (La Brinquebale avec Céline.)
En una de las primeras entrevistas después de la publicación de Viaje al fin de la noche, Céline la cita como uno de sus tres maestros: «[...] una bailarina americana que me ha
enseñado todo lo relativo al ritmo, la música y el movimiento» (entrevista con M. Bromberger, Cahiers Céline, I, págs. 31-32).
En junio de 1933, Elisabeth se marchó a los Estados Unidos, temporalmente, pensaba Céline, pero aquella vez no regresó y él aprovechó su viaje a los Estados Unidos en el verano
de 1934 para ir a Los Ángeles a intentar convencerla de que volviera a Francia. Pero Elisa- beth había decidido romper. Céline siempre recordó aquel último encuentro, sobre el que
carecemos de información segura, como una pesadilla. No cabe duda de que Elisabeth fue la mujer a la que se sintió más unido y que desempeñó, más que ninguna otra, un papel en su
vida.
Louis-Ferdinand Céline 




 Viaje Al Fin De La Noche

Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.
Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciu- dades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una
simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca.
Y, además, que todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos.
Está del otro lado de la vida.





La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Nada. Fue Arthur Gánate quien me hizo hablar. Arthur, un compañero, estudiante de medicina como yo. Resulta que nos encontramos
en la Place Clichy. Después de comer. Quería hablarme. Lo escuché. «¡No nos quedemos fuera! -me dijo-. ¡Vamos adentro!» Y fui y entré con él. «¡Esta terraza está como para freír
huevos! ¡Ven por aquí!», comenzó. Entonces advertimos también que no había nadie en las calles, por el calor; ni un coche, nada. Cuando hace mucho frío, tampoco; no ves a nadie en
las calles; pero, si fue él mismo, ahora que recuerdo, quien me dijo, hablando de eso: «La gente de París parece estar siempre ocupada, pero, en realidad, se pasean de la mañana a la
noche; la prueba es que, cuando no hace bueno para pasear, demasiado frío o demasiado calor, desaparecen. Están todos dentro, tomando cafés con leche o cañas de cerveza. ¡Ya ves!
¡El siglo de la velocidad!, dicen. Pero, ¿dónde? ¡Todo cambia, que es una barbaridad!, según cuentan. ¿Cómo así? Nada ha cambiado, la verdad. Siguen admirándose y se acabó. Y tampoco eso es nuevo. ¡Algunas palabras, no muchas, han cambiado! Dos o tres aquí y allá,
insignificantes...» Conque, muy orgullosos de haber señalado verdades tan oportunas, nos quedamos allí sentados, mirando, arrobados, a las damas del café.
Después salió a relucir en la conversación el presidente Poincaré, que, justo aquella mañana, iba a inaugurar una exposición canina, y, después, burla burlando, salió también Le
Temps, donde lo habíamos leído. «¡Hombre, Le Temps ¡Ése es un señor periódico! -dijo Arthur Gánate para pincharme-. ¡No tiene igual para defender a la raza francesa!»
«¡Y bien que lo necesita la raza francesa, puesto que no existe!», fui y le dije, para devolverle la pelota y demostrar que estaba documentado.
«¡Que sí! ¡Claro que existe! ¡Y bien noble que es! -insistía él-. Y hasta te diría que es la más noble del mundo. ¡Y el que lo niegue es un cabrito!» Y me puso de vuelta y media. Ahora, que yo me mantuve en mis trece.
«¡No es verdad! La raza, lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste,
los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también.»
«Bardamu -me dijo entonces, muy serio y un poco triste-, nuestros padres eran como nosotros. ¡No hables mal de ellos!...»
«¡Tienes razón, Arthur! ¡En eso tienes razón! Rencorosos y dóciles, violados, robados, destripados, y gilipollas siempre. ¡Como nosotros eran! ¡Ni que lo digas! ¡No cambiamos! Ni
de calcetines, ni de amos, ni de opiniones, o tan tarde, que no vale la pena. Hemos nacido fieles, ¡ya es que reventamos de fidelidad! Soldados sin paga, héroes para todo el mundo,
monosabios, palabras dolientes, somos los favoritos del Rey Miseria. ¡Nos tiene en sus ma- nos! Cuando nos portamos mal, aprieta... Tenemos sus dedos en torno al cuello, siempre, cosa que molesta para hablar; hemos de estar atentos, si queremos comer... Por una cosita de nada, te estrangula... Eso no es vida...»
«¡Nos queda el amor, Bardamu!»
«Arthur, el amor es el infinito puesto al alcance de los caniches, ¡y yo tengo dignidad!», le respondí.
«Puestos a hablar de ti, ¡tú es que eres un anarquista y se acabó!» Siempre un listillo, como veis, y el no va más en opiniones avanzadas.
«Tú lo has dicho, chico, ¡anarquista! Y la prueba mejor es que he compuesto una especie de oración vengadora y social. ¡A ver qué te parece! Se llama Las alas de oro...» Y entonces
se la recité:
Un Dios que cuenta los minutos y los céntimos, un Dios desesperado, sensual y gruñón como un marrano. Un marrano con alas de oro y que se tira por todos lados, panza arriba,
en busca de caricias. Ése es, nuestro señor. ¡Abracémonos!
«Tu obrita no se sostiene ante la vida. Yo estoy por el orden establecido y no me gusta la política. Y, además, el día en que la patria me pida derramar mi sangre por ella, me encontrará, desde luego, listo para entregársela y al instante.» Así me respondió.
Precisamente la guerra se nos acercaba a los dos, sin que lo hubiéramos advertido, y ya mi cabeza resistía poco. Aquella discusión breve, pero animada, me había fatigado. Y, además,
estaba afectado porque el camarero me había llamado tacaño por la propina. En fin, al final Arthur y yo nos reconciliamos, por completo. Éramos de la misma opinión sobre casi todo.
«Es verdad, tienes razón a fin de cuentas -convine, conciliador-, pero, en fin, estamos todos sentados en una gran galera, remamos todos, con todas nuestras fuerzas... ¡no me irás a
decir que no!... ¡Sentados sobre clavos incluso y dando el callo! ¿Y qué sacamos? ¡Nada! Estacazos sólo, miserias, patrañas y cabronadas encima. ¡Que trabajamos!, dicen. Eso es aún
más chungo que todo lo demás, el dichoso trabajo. Estamos abajo, en las bodegas, echando el bofe, con una peste y los cataplines chorreando sudor, ¡ya ves! Arriba, en el puente, al fresco, están los amos, tan campantes, con bellas mujeres, rosadas y bañadas de perfume, en las
rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se ponen sus chisteras y nos echan un discurso, a berridos, así: "Hatajo de granujas, ¡es la guerra! -nos dicen-. Vamos a abordarlos, a esos
cabrones de la patria n.° 2, ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga! ¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: '¡Viva la patria n.° 1!'
¡Que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias! Y los que no quieran diñarla en el mar, pueden ir a palmar en tierra, ¡donde
se tarda aún menos que aquí!"»
«¡Exacto! ¡Sí, señor!», aprobó Arthur, ahora más dispuesto a dejarse convencer.
Pero, mira por dónde, justo por delante del café donde estábamos sentados, fue a pasar un regimiento, con el coronel montado a la cabeza y todo, ¡muy apuesto, por cierto, y de lo más gallardo, el coronel! Di un brinco de entusiasmo al instante.
«¡Voy a ver si es así!», fui y le grité a Arthur, y ya me iba a alistarme y a la carrera incluso.
«¡No seas gilipollas, Ferdinand!», me gritó, a su vez, Arthur, molesto, seguro, por el efecto que había causado mi heroísmo en la gente que nos miraba.
Me ofendió un poco que se lo tomara así, pero no me hizo desistir. Ya iba yo marcando el paso. «¡Aquí estoy y aquí me quedo!», me dije.
«Ya veremos, ¿eh, pardillo?», me dio incluso tiempo a gritarle antes de doblar la esquina con el regimiento, tras el coronel y su música. Así fue exactamente.
Después marchamos mucho rato. Calles y más calles, que nunca acababan, llenas de civiles y sus mujeres que nos animaban y lanzaban flores, desde las terrazas, delante de las
estaciones, desde las iglesias atestadas. ¡Había una de patriotas! Y después empezó a haber menos... Empezó a llover y cada vez había menos y luego nadie nos animaba, ni uno, por el camino.
Entonces, ¿ya sólo quedábamos nosotros? ¿Unos tras otros? Cesó la música. «En resumen -me dije entonces, cuando vi que la cosa se ponía fea-, ¡esto ya no tiene gracia! ¡Hay que
volver a empezar!» Iba a marcharme. ¡Demasiado tarde! Habían cerrado la puerta a la chita callando, los civiles, tras nosotros. Estábamos atrapados, como ratas.

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