George Orwell
Sin blanca en París y Londres
Título original: Down and Out in Paris and London
George Orwell, 1933
Traducción: Miguel Temprano
García
¡Oh, pernicioso
mal, condición de la pobreza!
CHAUCER
I
La rue du Coq d’Or, París, las
siete de la mañana. Una sucesión de gritos furiosos y ahogados procedentes de
la calle. Madame Monce, que regentaba
el pequeño hotel que había enfrente del mío, había salido a la acera para
increpar a una huésped del tercer piso. Llevaba los pies desnudos metidos en un
par de zuecos y el pelo gris suelto.
Madame Monce: Sacrée salope! ¿Cuántas veces le he dicho que no aplaste las chinches contra el
empapelado? Cree que ha comprado el hotel, ¿eh? ¿Por qué no las tira por la
ventana como todo el mundo? Espèce de
traînée!
La mujer del tercer piso: Va donc, eh! Vieille vache!
Después un variopinto coro de
gritos a medida que se iban abriendo ventanas por doquier y media calle
participaba en la discusión. Diez minutos más tarde callaron de repente cuando
pasó un escuadrón de caballería y la gente dejó de gritar para contemplarlos.
Esbozo esa escena, solo para
transmitir parte del espíritu de la rue du Coq d’Or. No es que las discusiones
fuesen constantes, pero aun así rara vez pasaba una mañana sin al menos un
estallido como el descrito. Las disputas, los gritos desolados de los
vendedores ambulantes, los chillidos de los niños buscando peladuras de naranja
entre los adoquines y, de noche, los cánticos a voz en grito y el hedor agrio
de los carros de la basura constituían el ambiente de la calle.
Era una callejuela muy estrecha:
una hondonada de casas altas y leprosas que se inclinaban las unas contra las
otras en extrañas poses, como si las hubiesen congelado en el momento de ir a
derrumbarse. Todas las casas eran hoteles y estaban abarrotadas de huéspedes
hasta el tejado, la mayoría polacos, árabes e italianos. Al pie de los hoteles
había pequeños bistros, donde podías
emborracharte por el equivalente a un chelín. Los sábados por la noche cerca de
un tercio de la población masculina del barrio estaba ebria. Había peleas por
las mujeres y los peones árabes que vivían en los hoteles más baratos tenían
misteriosas pendencias que zanjaban a silletazos y de vez en cuando con
revólveres. De noche los policías solo se aventuraban en esa calle de dos en
dos. Era un sitio bastante ruidoso. Y, no obstante, entre la suciedad y el
estrépito, vivían los acostumbrados tenderos franceses respetables, panaderos,
lavanderas y demás, que se ocupaban de sus asuntos y amasaban discretamente
pequeñas fortunas. Como barrio bajo parisino era bastante representativo.
Mi hotel se llamaba Hôtel des
Trois Moineaux. Era una conejera desvencijada de cinco pisos, separados por
tabiques de madera en cuarenta habitaciones. Los cuartos eran pequeños y
estaban siempre sucios porque no había camarera y madame F., la patronne,
no tenía tiempo de barrer. Las paredes eran muy finas y para ocultar las
grietas las habían cubierto con capas y capas de empapelado rosa, que se había
desprendido y daba cobijo a innumerables chinches. Cerca del techo, largas
filas de chinches desfilaban a diario como columnas de soldados, y por la noche
descendían hambrientas, de forma que cada pocas horas había que levantarse y
matarlas en hecatombes. A veces, cuando había demasiadas, quemábamos azufre
para expulsarlas a la habitación de al lado; y el otro huésped respondía
quemando a su vez azufre en la habitación para enviarlas de vuelta. Era un
lugar mugriento pero acogedor, pues madame
F. y su marido eran buenas personas. El precio del alquiler de las habitaciones
oscilaba entre treinta y cincuenta francos por semana.
Los huéspedes constituían una
población flotante, extranjeros en su mayoría, que se presentaban sin equipaje,
se quedaban una semana y volvían a desaparecer. Los había de todos los oficios:
zapateros remendones, albañiles, picapedreros, peones, estudiantes, prostitutas
y traperos. Algunos eran increíblemente pobres. En una de las buhardillas había
un estudiante búlgaro que confeccionaba zapatos de fantasía para el mercado
estadounidense. De seis a doce de la mañana se sentaba en la cama y cosía una
docena de zapatos con los que ganaba treinta y cinco francos; el resto del día
asistía a clases en la Sorbona. Estudiaba teología y tenía libros sobre la
materia boca abajo en el suelo cubierto de cuero. En otro cuarto vivían una
rusa y su hijo, que decía ser artista. La madre trabajaba dieciséis horas al
día, zurciendo calcetines a veinticinco céntimos el calcetín, mientras el hijo,
bien vestido, haraganeaba en los cafés de Montparnasse. Otra habitación la
habían alquilado dos huéspedes distintos: uno que trabajaba de día y otro que
trabajaba de noche. En otra, una viuda compartía la cama con sus dos hijas
adultas, ambas tísicas.
En el hotel había personajes muy
peculiares. Los barrios bajos de París son un imán para los excéntricos: gente
que ha caído en uno de esos surcos solitarios y medio desquiciados de la vida y
ha renunciado a ser decente o normal. La pobreza los libera de los patrones
normales de comportamiento, igual que el dinero libera a la gente del trabajo.
Algunos de los huéspedes de nuestro hotel llevaban una vida tan curiosa que
desafía cualquier descripción.
Estaban, por ejemplo, los
Rougier, una pareja con aspecto de enanos, viejos y harapientos que tenían un
negocio extraordinario. Vendían postales en el Boulevard Saint-Michel. Lo
curioso era que las vendían en paquetes cerrados como si fuesen pornográficas
cuando, en realidad, eran fotografías de los castillos del Loira; los
compradores no lo descubrían hasta que era demasiado tarde, y por supuesto
nunca se quejaban. Los Rougier ganaban unos cien francos al mes, y con
estrictas economías se las arreglaban para estar siempre medio borrachos y
medio muertos de hambre. La suciedad de su habitación era tal que el hedor se
notaba desde el piso de abajo. Según madame
F., ninguno de los dos se había cambiado de ropa en cuatro años.
También estaba Henri, que
trabajaba en las alcantarillas. Era un hombre alto y melancólico de cabello
rizado y que tenía un aire novelesco con sus botas de agua. La peculiaridad de
Henri era que, excepto por cuestiones de trabajo, se pasaba, literalmente, días
sin hablar. Apenas un año antes, había tenido un buen empleo como chófer y un
poco de dinero ahorrado. Un día se enamoró y, cuando la chica lo rechazó, él la
golpeó. Entonces la joven se enamoró perdidamente de Henri y vivieron quince
días juntos y gastaron mil francos del dinero de Henri. Luego la muchacha le
fue infiel; Henri le clavó un cuchillo en el brazo y lo enviaron seis meses a
prisión. Cuando la apuñaló, la chica se enamoró más que nunca de él, hicieron
las paces y acordaron que, cuando saliese de la cárcel, comprarían un taxi y se
casarían. Pero quince días más tarde, volvió a serle infiel, y cuando soltaron
a Henri estaba embarazada. Henri no volvió a apuñalarla. Sacó todos sus ahorros
y se corrió una juerga que lo llevó otro mes a prisión; después empezó a
trabajar en las alcantarillas. No había forma de hacerle hablar. Si le
preguntabas por qué trabajaba en las cloacas nunca respondía, se limitaba a
juntar las muñecas como si las tuviera esposadas y a hacer un gesto con la
cabeza hacia el sur, en dirección a la cárcel. La mala suerte parecía haberlo
vuelto imbécil en un solo día.
Otro era R., un inglés que vivía
seis meses del año en Putney con sus padres y seis meses en Francia. Cuando
estaba en Francia bebía cuatro litros de vino al día, y seis litros los
sábados; una vez había viajado hasta las Azores, porque allí el vino era más
barato que en ningún otro lugar de Europa. Era un tipo amable y dócil, nada
pendenciero ni alborotado y jamás estaba sobrio. Se quedaba en la cama hasta
mediodía, y desde entonces hasta la medianoche se quedaba en su rincón del bistro bebiendo de forma metódica y
callada. Mientras bebía, hablaba, con voz femenina y refinada, de muebles
antiguos. Exceptuándome a mí, R. era el único inglés del barrio.
Había mucha más gente que llevaba
una vida no menos excéntrica: monsieur
Jules, el rumano, que tenía un ojo de cristal y se negaba a admitirlo; Fureux,
el picapedrero del Limousin; Roucolle, el avaro, que murió antes de que yo
llegara; el viejo Laurent, el trapero, que copiaba su firma de un papelito que
llevaba en el bolsillo. Sería entretenido escribir alguna de sus biografías, si
dispusiera de tiempo. Intento describir a la gente de nuestro barrio, no porque
sea curiosa, sino porque todos forman parte de esta historia. Escribo sobre la
pobreza, y mi primer contacto con ella fue en ese barrio. Aquel suburbio, con
su suciedad y sus vidas extrañas, fue al principio una lección de pobreza y
luego el trasfondo de mis propias vivencias. Por eso intento dar una idea de
cómo era la vida en él.
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