miércoles, 20 de septiembre de 2023

George Orwell Subir a por aire ORWELL G. FRAGMENTO

 




 

George Orwell

 Subir a por aire

 

 

 


Título original: Coming up for Air

George Orwell, 1939

Traducción: Esther Donato

 

 

 

 

 


 «Está muerto, pero no quiere reposar»

(De una canción popular)

 

 


 I

 

 

 1

 

 

Comencé a pensar en ello el día que estrené la dentadura postiza nueva.

Recuerdo bien aquella mañana. Salté de la cama hacia las ocho menos cuarto, y me encerré en el cuarto de baño justo a tiempo de evitar que entrasen los niños detrás de mí. Era una horrible mañana de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la pequeña ventana se veía, abajo, el denominado jardín posterior, los nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere tienen detrás el mismo jardín, los mismos ligustros y la misma hierba. La única diferencia consiste en que aquellas donde no hay niños no tienen espacio pelado en medio.

Mientras se llenaba la bañera, trataba de afeitarme con una hoja ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los dientes que correspondían a la cara. Era la dentadura provisional que me había dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de esas caras de color rojo ladrillo que acostumbran a ir acompañadas de un cabello rubio y unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva dentadura seguramente no aparentaré mi edad, que es de cuarenta y cinco años.

Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar, me metí en la bañera y empecé a enjabonarme. Comencé por los brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y después tomé el cepillo de la espalda y me enjaboné los omoplatos, que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que tengo cierta propensión a la obesidad. No es que sea ninguna atracción de feria, desde luego. No peso mucho más de noventa kilos, y la última vez que me tomé la medida de la cintura era de un metro veinte o metro veintidós, no me acuerdo. Y no resulto desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el estómago desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ¿Saben ustedes ese tipo de hombres dinámicos, enérgicos, atléticos y joviales a los que se da el apodo de «gordinflón» o «gordito» y que son siempre «el alma» de las fiestas? Pues yo soy uno de ésos. «Gordito» es como me llaman generalmente. «Gordito Bowling». Yo me llamo George Bowling.

Pero aquella mañana no me sentía, ni mucho menos, el alma de ninguna fiesta. Y caí en la cuenta de que, en los últimos tiempos, casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la mañana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones. Sabía cuál era la razón, desde luego: era aquella condenada dentadura postiza. El artefacto en cuestión aparecía agrandado por el agua del vaso, y los dientes me sonreían como lo haría una calavera. Es una sensación muy rara la que se tiene cuando se junta una encía con otra, una especie de sensación angustiosa y deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, dígase lo que se quiera, la dentadura postiza representa un hito en la vida de un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca claramente a su fin la época en que uno puede creerse un galán de Hollywood. Además, estaba gordo y tenía cuarenta y cinco años. Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, miré mi cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no pueden verse los pies; pero sí es verdad que yo, cuando estoy de pie, sólo puedo ver la mitad delantera de los míos. Mientras me enjabonaba la barriga pensé que ninguna mujer podría mirarme ya con interés, a menos que la pagase para ello. Pero en aquel momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna mujer me mirase con interés.

Sin embargo, recordé que aquella mañana también tenía razones para estar de buen humor. En primer lugar, aquel día no había de trabajar. Tenía en el taller el viejo coche con el cual «cubro» mi distrito (no les he dicho aún que soy inspector de seguros; trabajo en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos, naufragio… todo), y aunque tenía que dejarme caer por las oficinas de Londres para entregar unos papeles, me tomaría el resto del día libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Además, había otra cuestión que tenía olvidada desde hacía algún tiempo. Tenía en el banco diecisiete libras de cuya existencia no había informado a nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurrió de la siguiente manera. Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, tenía un libro llamado La astrología aplicada a las carreras de caballos, en donde se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los colores que lleva el jockey. Y resultaba que en no sé qué carrera participaba una yegua llamada Corsair’s Bride, bastante desconocida, pero cuyo jockey vestía de verde, color que parecía ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en aquel momento. Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la astrología, quería apostar unas libras por aquel caballo y se puso pesadísimo diciéndome que apostase yo también. Por fin, y con el objeto principal de hacerle callar, aposté diez chelines, en contra de mi costumbre. Y resultó que Corsair’s Bride ganó la carrera. No recuerdo los detalles; el caso es que a mí me tocaron diecisiete libras. Llevado por un impulso —bastante insólito y probablemente sintomático de otro hito en mi vida— deposité el dinero en el banco sin hacer nada con él ni decirle a nadie que lo tenía. Nunca había hecho una cosa así. Un buen esposo y padre se lo habría gastado en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los niños. Pero yo llevo quince años siendo un buen marido y un buen padre, y ya empiezo a estar harto.

Cuando me hube enjabonado completamente me sentí mejor, y me sumergí tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, según me parecía, estaba entre pasar un final de semana con una mujer o ir gastándolas poco a poco en cosas pequeñas, como cigarros puros y whiskies dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y pensaba en habanos y en mujeres, cuando oí un ruido semejante al que armaría una manada de búfalos saltando los dos escalones que conducen al cuarto de baño. Eran los niños, claro. Dos niños en una casa de las dimensiones de la nuestra son muchos niños. Al otro lado de la puerta se oyó un frenético patear y un angustioso gemido.

—¡Papá! ¡Quiero entrar!

—¡No puedes entrar! ¡Vete!

—¡Pero, papá…! ¡Quiero ir a un sitio!

—Pues vete a otro sitio. Y cállate. Me estoy bañando.

—¡Pa-pá! ¡Quie-ro-ir-a-un-si-tio!

No había nada que hacer. Conocía bien la señal de alarma. El WC está en el cuarto de baño; no podía ser de otra forma en una casa como la nuestra. Destapé el desagüe de la bañera y me sequé a medias, tan deprisa como pude. Cuando abrí la puerta, el pequeño Billy —el más pequeño, de siete años— pasó como una exhalación junto a mí, esquivando el pescozón destinado a su cabeza. Sólo cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubrí que tenía aún jabón en el cuello.

Es muy desagradable tener jabón en el cuello. Le da a uno una molestísima sensación de estar todo pegajoso, y lo curioso es que, por más que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene jabón en el cuello, se siente pegajoso todo el día. Bajé la escalera malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.

Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle Ellesmere, es una habitación pequeña y atiborrada, de cuatro metros y medio por tres y medio, o quizá son cuatro por tres, no recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y la huevera de plata que nos regaló la madre de Hilda para la boda, no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esperándome detrás de la tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y desánimo porque el News Chronicle traía que la mantequilla había subido de precio o algo de este tipo. No había encendido la estufa de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hacía un frío horroroso. Me levanté de la mesa y apliqué una cerilla a la estufa, resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedicó a su vez la fugaz mirada de través con la que suele obsequiarme cuando cree que malgasto algo.

Hilda tiene treinta y nueve años, y cuando la conocí tenía exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora, pero ahora además está muy delgada y marchita, y tiene siempre una mirada triste e inquieta. Cuando está más preocupada que de costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una de esas personas cuya principal diversión en la vida consiste en predecir catástrofes. Pero son catástrofes pequeñas; las guerras, terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin cuidado. La letanía de Hilda es que si la mantequilla ha subido de precio, que la factura del gas es enorme, que los niños tienen los zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He llegado a la conclusión de que le causa verdadero placer el hecho de balancearse con los brazos cruzados mirándome dramáticamente y diciéndome: «Pero George, ¡esto es muy serio! Realmente, no sé lo que vamos a hacer. No sé de dónde vamos a sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio que es, George…». Etcétera, etcétera. Tiene la firme convicción de que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importará ni mucho menos tanto como a mí: de hecho, seguramente le agradará la sensación de seguridad que debe de experimentarse allí.

Los niños habían bajado ya. Se habían lavado y vestido a una velocidad meteórica, como hacen siempre cuando no tienen ocasión de quitarle a nadie el cuarto de baño. Cuando me senté a la mesa otra vez, sostenían una discusión en los siguientes términos:

—Lo has hecho tú.

—No, señor. Yo no he sido.

—Que sí.

—Que no.

—Que sí.

La cosa llevaba trazas de durar toda la mañana, y les dije que se callasen de una vez.

Tengo sólo dos hijos: Billy, de siete años, y Lorna, de once. Lo que siento por ellos es bastante especial. Durante la mayor parte del tiempo, apenas puedo resistir su simple presencia. En cuanto a su conversación, es sencillamente inaguantable. Están en esa edad tan tonta en que el pensamiento gira en torno a cosas como los lápices de colores, los compases y las notas de francés. En algunos momentos, especialmente cuando están dormidos, siento algo completamente distinto. A veces, en las tardes de verano, cuando ellos están acostados y todavía hay luz, me pongo a mirarles cómo duermen, con sus caritas redondas y su pelo color de estopa, bastante más claro que el mío, y entonces me asalta aquel sentimiento del que habla la Biblia cuando dice que las entrañas de un hombre se conmueven. En tales momentos, tengo la impresión de que no soy más que una especie de vaina vacía que no sirve ya para nada, y de que lo único importante que he hecho en la vida ha sido traer al mundo a estas criaturas y alimentarlas mientras crecen. Pero esto me ocurre sólo en algunos momentos. Por lo general, mi existencia autónoma me parece considerablemente importante; me siento aún lleno de vida y pienso que me quedan todavía cantidad de buenos ratos por disfrutar. Y la idea de mí mismo como una especie de mansa vaca lechera destinada al sustento de mujeres y niños no me atrae en absoluto.

Aquel día no hablamos mucho durante el desayuno. Hilda estaba con uno de sus leitmotivs, el «no sé qué vamos a hacer», refiriéndose en parte al precio de la mantequilla y en parte al hecho de que debíamos todavía cinco libras a la escuela por el curso pasado y estábamos ya a finales de las vacaciones de Navidad. Me comí mi huevo duro y unté una rebanada de pan con mermelada Golden Crown. Hilda se empeña en comprar ese producto, que cuesta cinco peniques y medio el bote de medio kilo, y cuya etiqueta dice, en el tipo de letra más pequeño que permite la ley, que «contiene una cierta proporción de zumo de fruta neutro». Eso fue lo que me dio ocasión de comenzar a hablar, en la forma bastante irritante que tengo a veces, de los árboles frutales neutros, y de preguntarme cómo serían sus frutos y en qué países crecerían, hasta que Hilda se enfadó. No es que le importe mucho que la haga rabiar, sino simplemente que considera que hay algo de pecaminoso en reírse de algo que permite ahorrar dinero.

Eché una ojeada al periódico, pero no había muchas novedades. En España y en China se mataban unos a otros, como ya se había convertido en habitual. Se habían encontrado unas piernas de mujer en la sala de espera de una estación, y la boda del rey Zog estaba pendiente de un hilo. Por fin, hacia las diez, bastante más temprano de lo que me proponía, salí para la ciudad. Los niños se habían ido a jugar al jardín público. Era una mañana tremendamente fría. Al salir a la calle, una desagradable ráfaga de viento me dio en el cuello, haciéndome recordar el jabón. Me hizo sentir súbitamente que mis ropas no me sentaban bien y que todo mi cuerpo estaba pegajoso.

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