lunes, 5 de diciembre de 2022

LA TORRE HERIDA POR EL RAYO Ferndando Arrabal

          



   LA TORRE HERIDA POR EL RAYO

            La torre herida por el rayo Ferndando Arrabal

 LA TORRE HERIDA POR EL RAYO

 

Ferndando Arrabal


 

 

 
 
 Premio Eugenio Nadal 1982
 Ediciones destino Colección Ancora y Delfín Volumen 70
 © Fernando Arrabal Ediciones Destino, S.A. Consejo de Ciento, 425 Barcelona-9 Primera edición: febrero 1983 ISBN: 84-233-1240-2 Depósito Legal: B. 3866-1983 Compuesto, impreso y encuadernado por Printer, industria gráfica sa Provenza, 388 Barcelona-25 Sant Vicenç deis Horts 1983 Impreso en España - Printed in Spain   

 

 «La torre herida por el rayo» La imagen presenta una torre semiderruida por un rayo que cae sobre ella en la parte superior (cabeza). Esta torre es la columna del poder. Los ladrillos son de color de carne para ratificar que se trata de una construcción viviente, imagen del ser humano. El naipe expresa el peligro al que conduce todo exceso de seguridad en sí mismo, v su consecuencia: el orgullo. Megalomanía, persecución de quimeras y estrechó dogmatismo son los contextos del símbolo. (EL TAROT)

 Elías Tarsis no levanta la mirada, gracias a ello sus ojos no chocan con los del «robot implacable» que tiene frente a él. Si lo hiciera no podría reprimir el impulso de arrojar a su cara empedrada el tablero y las piezas de ajedrez. —Huele a asesino que apesta. Llevo ya dos meses soportando este tufo. Es un criminal... podría probarlo. Claro que podría demostrarlo, pero ¿quién le escucharía? ¿A quién le interesaría verificar las pruebas indiscutibles — según él — que ha acumulado durante un año? En realidad, ambiciona, más que acusar y condenar a Marc Amary, vengarse de él. Por culpa de esta máquina inexorable, de este autómata de sangre y vileza ha sufrido la pena más negra. Cuando la recuerda siente como si una ampolla de mercurio incandescente se paseara de su corazón a su cerebro y de su cerebro a su corazón. Comprende que tiene que sosegarse si quiere ganar el desafío ajedrecístico comenzado hace ya dos meses: tiene que conducir su inteligencia a través de los meandros de la acción pero sin que la sed de venganza le desoriente. Marc Amary, para todos, árbitros, espectadores y miembros de la federación, no es el «robot de sangre y huesos» que pinta Tarsis, sino la imagen misma de la serenidad. Y de la Ciencia con C mayúscula. Probablemente podría asegurar como Leonardo de Vinci que el pájaro es un instrumento funcionando según las leyes matemáticas.

Tras el extraño y sensacional secuestro del ministro soviético de Asuntos Exteriores, Igor Isvoschikov, a su paso por París, la curiosidad de la prensa por el campeonato del mundo de ajedrez ha disminuido; sin embargo, el interés de los ajedrecistas, ahora que se vislumbra el desenlace, alcanza su cenit. Para ellos, nada hay más hermoso que lo verdadero. El teatro del Centro Beaubourg, marco del duelo, continúa abarrotándose ante cada partida, pero los espectadores ahora sólo se reclutan entre los aficionados más ardientes, aquellos para quienes las cinco horas (¡tan breves!) que suelen durar cada una de las sesiones son instantes en los que adivinan el perfume del asombro y el destello de la insolación, insolación que reciben como el maná del desierto. Los mirones que invadieron la sala los primeros días seguramente ahora prefieren seguir las pasmosas aventuras que van concibiendo y destilando con tino y parsimonia los raptores del dignatario soviético. Terroristas, por cierto, que hacen gala de tanta pericia epistolar como talento dramático. Un «Comité Communiste International» secuestrando a un dirigente del Kremlin es un estreno que no puede dejar indiferente al gran teatro del mundo. Durante las veintitrés partidas que Tarsis ha jugado ya en este campeonato contra Amary, ha contemplado irritado el ciclo machacón de las ceremonias maniáticas de su adversario, lo que llama «sus ritos de castrado». Ahora que tras dos meses de refriega, trece partidas declaradas nulas, y cinco victorias cada uno, el próximo triunfo (el sexto y definitivo) dará al ganador el título de campeón del mundo, Tarsis teme que su furor se le suba a la cabeza y le haga perder la razón o, lo que es peor, la concentración. Marc Amary es posible que se acuerde de los minutos y de los segundos que pasan, y que por ello ni use ni necesite reloj. (Los espectadores más entusiastas aseguran que todo en el genio es enigma.) Los martes, jueves y sábados — días en que se inician las partidas — se presenta sistemáticamente (éste es el adjetivo que habría que utilizar continuamente al referirse a Amary) a las cuatro menos cincuenta y cinco segundos, ni uno más ni uno menos. Tictac, tictac, su computadora de sangre y subconsciencia funciona automáticamente. O casi. Y el inquebrantable proceso comienza: invierte diez segundos en trasladarse desde la puerta del escenario a su sillón y en sentarse; veinte segundos en escribir la fecha, el nombre de Tarsis y el suyo en la planilla; diez segundos en verificar que se ha dado cuerda a tope a los dos relojes de control de tiempo y los quince segundos restantes en acomodar las figuras y los peones (perfectamente dispuestos ya según las reglas del ajedrez sobre el tablero) a su norma mágica o, como diría Tarsis, a sus exigentes caprichos «de asesino»: cada uno de los dieciséis trebejos tiene que ocupar el centro riguroso, al milímetro, de su casilla; los caballos con sus cabezas alineadas hacia él (¿adorándole?); las ranuras de los alfiles exactamente frente a sus ojos y los brazos de la crucecita que corona a su Rey paralela a la línea invisible que trazan sus dos codos sobre la mesa. «Carguen, apunten, fuego.» A las cuatro en punto, momento en que el árbitro pone en marcha el reloj del jugador que lleva las blancas, dando con ello comienzo de forma oficial a la partida, Amary se inmoviliza considerando el tablero y las piezas con una atención tan intensa que se diría que los ve por vez primera. Tan sólo los descubre. Cuando juega con blancas inicia a las cuatro en punto dos minutos cabales de reflexión... inútiles para todos los aficionados, ya que concluyen invariablemente con un gesto meticuloso y comedido que el mundo ajedrecístico conoce de memoria: el avance de dos escaques del peón de Rey: I.e2-e4; toma el peón — como siempre cogerá las piezas a lo largo del encuentro — con la yema de sus dedos exangües, el índice y el pulgar. Efectuará todas y cada una de sus jugadas, cualquiera que sea la tensión del choque, con una lentitud y frialdad que pueden parecer indiferentes y que tienen la virtud de exasperar a Tarsis: —Es un sádico redomado. Juega con tanta mesura aparente para sacarme de quicio. Intenta persuadirme de que no necesita perder su sangre fría para romperme la crisma. Así ha planeado todos sus desafueros. ¡Yo soy el único que sé de lo que es capaz! Marc Amary es un investigador suizo del C.N.R.S. (El Centro Nacional de Investigaciones Científicas) afincado en París. A sus colegas no les sorprenderá el día en que los académicos de Estocolmo le otorguen el Premio Nobel de Física por sus descubrimientos sobre el solitón o la gran unificación, pero les desconcertó su súbita dedicación al ajedrez. Y no porque despreciaran este juego. A la mayoría les importaba dos higas. Ninguno de ellos, probablemente, sospecharía que a su deslumbrante y discreto compañero (que había militado sin embargo durante unas semanas en el estrafalario grupo Dimitrov) hoy en día el ajedrez, la Física, el Premio Nobel o el Campeonato del Mundo le importa infinitamente menos que lo que él mismo llama la creación del «hombre nuevo». Tan sólo en una ocasión, hace ya ocho años, en presencia de terceros, durante un simposium sobre «partículas elementales», hizo una declaración que hubiera podido traicionar su pasión. Y que no la traicionó porque los sabios suelen estar en la luna. Estaban, en realidad, en la Universidad de Heidelberg. Cuando un grupo de investigadores danés le pidió que firmara una petición en favor del profesor Yefim Faibisovich, recluso en un campo de trabajo, alegó: —Si yo dirigiera un «centro» de esos, cambiaría los castigos. Daría a los prisioneros lápices y papel en cantidad suficiente como para que pudieran cumplir la condena que les infligiera: realizar el factorial de 9.999... sin calculadora. ¡Qué ocurrencia tan chistosa!: un faraónico castigo consistente en multiplicar 9.999 por 9.998, el producto por 9.997, el nuevo resultado por 9.996... y así hasta llegar a la unidad. Broma que sus colegas interpretaron como una crítica sutil del sistema de concentración... A nadie se le ocurrió imaginar que este interminable suplicio pudiera ser su remedio para eliminar a los enemigos de su causa. Que entonces, ya, se contaban por billones.

Elías Tarsis, hijo de padres españoles, nació en Andorra la Vella..., «por casualidad», precisaba siempre el ajedrecista, como si no se viniera al mundo irremediablemente «por casualidad», cualquiera que fuere la ciudad natal. En su caso, «la casualidad» se cebó a gusto y su madre se apagó en el momento de darle a luz. Su padre llameó nueve años más; a su muerte, Elías fue acogido por su tía Paloma en Madrid. En aquellos años de poder triunfante y sin complejos se convocaba una vez por año un concurso de superdotados; con el mismo candor con que, para fastidiar a los franceses, se cristianó el cognac con un nombre de pila nacional, «jeriñac». Los galos ni se enteraron. Por eso, cuando descubrían superdotados hispanos como Picasso, aseguraban que eran franceses. Tarsis consiguió una de las diez becas de superdotado, la cual le hubiera podido permitir efectuar sus estudios secundarios y universitarios en condiciones económicas inmejorables. Inmejorables quería decir: colegio de curas gratis, libros de bóbilis bóbilis y los gastos de pensión. La tía de Tarsis, para no abusar, se conformó con la mitad de la última ventaja. Y Elías fue mediopensionista. Pero pronto, y ante la consternación de Paloma, que entre tanto había sido nombrada su tutora, renunció a los estudios y se puso a leer historietas infantiles. —A mí los tebeos me van. Y en efecto le iban a las mil maravillas. Encerrado en su habitación, aguantó más de un año, bajo el único retrato que conservaba de su padre: la foto de refugiado político que le habían facilitado las autoridades francesas. Cuando abandonó su cuarto, el piso estaba cubierto por medio metro de ropa sucia, de basura, de latas de conserva vacías, de tebeos manoseados y hasta de restos pringosos a los que por cierto su tía nunca se refirió porque era una mujer moderna que sabía de moral y de buenas costumbres. Con el tiempo esta clase de respeto, por el contrario, ya sólo lo practican las más anticuadas. Con catorce años, Tarsis se fugó a Barcelona donde abordó su vida de proletario con el rango de aprendiz en un taller de orfebrería, antes de recibir la alternativa como fresador.

Sin venir a cuento, la víspera del inicio del Campeonato del Mundo, Tarsis reunió a los tres árbitros y de un tirón les espetó: —Marc Amary es un asesino. Ojo. No quiero que nadie entre en mi salón de descanso. Vale. Y se quedó corto. Para los árbitros se pasó. 

FUENTE:

©1982, Arrabal, Fernando ©1983, Destino Colección: Áncora y delfín,570 ISBN: 9788423312405 Generado con: QualityEPUB v0.27 Corregido: gloin, 14/10/2011 La torre herida por el rayo

sábado, 3 de diciembre de 2022

Sherwood Anderson: el problema del matrimonio Una reseña de F. Scott Fitzgerald (FRAGMENTO).

 



Sherwood Anderson: el problema del matrimonio

 

 

Una reseña de F. Scott Fitzgerald

 

En el último siglo la fama de algunos escritores ha tardado en consolidarse. No hablo de Tennyson o Dickens, que a pesar de su blando radicalismo siempre se posicionaron del lado del pensamiento común. Tampoco me refiero a Wilde o De Musset, que se convirtieron casi en leyendas gracias a sus escándalos personales.

Me refiero al éxito de escritores de la talla de Hardy, Butler, Flaubert y Conrad, que han remontado la corriente y están destinados a tener una influencia casi intolerable en las generaciones venideras.

Considerados esotéricos por un círculo restringido de claqueros, acaban convirtiéndose en una oscura y vibrante moda. Sus contemporáneos, al acercarse a su obra, se quedaron perplejos y desconcertados. Luego por fin llega algún crítico que se da cuenta de que estos son noticia y lo grita a los cuatro vientos como si fuera un gran descubrimiento, argumentado con profundas intuiciones personales. Así este autor viejo y machacado, con una decena de imitadores entre los más jóvenes, logra por fin su reconocimiento.

Hoy el mundo de la cultura está más unido: en los últimos cinco años hemos visto consolidarse el éxito de dos hombres de primera fila, James Joyce y Sherwood Anderson.

Muchos matrimonios me parece la obra más representativa de la personalidad de Anderson. Después de haberla leído podríais pensar que Anderson es un neurótico o que los neuróticos sois vosotros y él simplemente un hombre liberado de todas sus inhibiciones. El noble ingenuo que ha caracterizado las tragedias de Don Quijote o Lord Jim no existe en Muchos matrimonios. Si hay un rastro de nobleza en el libro de Anderson, es una nobleza que él creó como Rousseau creó su hombre en relación con la naturaleza. En algunas mentes particularmente sensibles, el genio concibe una energía tan transcendental que logra reemplazar el universo existente. El nuevo universo se acerca enseguida a la esencia de la realidad como el anterior.

Leo cada día en los periódicos que, sin previo aviso, algún hombre de negocios seguro y sosegado huye con su estenógrafa. Este es el acontecimiento central de Muchos matrimonios. Pero en el resplandor de un inagotable y maravilloso éxtasis, lo que se conoce como un vulgar affaire se transforma en una transición de profunda y mística importancia.

El libro es la historia de dos momentos y de dos matrimonios. Entre la medianoche y el amanecer un hombre desnudo camina arriba y abajo delante de la estatua de una virgen y habla a su hija de su primer matrimonio, una unión espiritual y física que se disuelve en el momento de su máxima coronación.

Cuando el hombre termina de hablar se va, lanzándose hacia su segundo matrimonio, mientras a la mujer del primero se le escapa la vida.

Muchos matrimonios no es inmoral: es violentamente antisocial. No justifica la postura del protagonista, pero da un giro sorprendente y curioso sobre la relación entre hombre y mujer. Es la reacción de un hombre sensible y altamente civilizado al fenómeno de la lujuria, aunque se diferencia de Dreiser, Joyce y Wells, por ejemplo, cuyas obras ignoran tanto el concepto de realidad como un todo como la necesidad de desafiar y renegar de tal concepto. El héroe de Muchos matrimonios, debido a su fábricas de lavadoras, se acerca más que otros personajes a la existencia de un vacío absoluto.

No me gusta el hombre del libro. El mundo en el que creo, sobre el que apoyo mis pies, me parece existir solo a través de una serie de ilusiones; ilusiones que necesitan de un análisis minucioso una decena de veces por siglo, y que a veces lo obtienen.

El hombre cuya habilidad para resumir sea suficientemente grande como para reseñar este libro en un millar de palabras no existe. Si lo logra es que está escribiendo los subtítulos para la película o trabaja en una agencia de publicidad.

New York Herald, 4 de marzo de 1923

 

 


 Nota del autor

 

 

Antes de empezar a escribirlo, llevé este libro dentro de mí durante varios años. Ya había decidido el título antes de coger la pluma. Hay muchos matrimonios en el centro de esta novela. ¿Puede un solo matrimonio atarme para toda la vida? ¿Estoy condenado a no escribir más de un libro, a no amar a más de un amigo o a más de una mujer? Hay a mi alrededor muchos hombres y mujeres que me pertenecen y a los que pertenezco.

Escribí Muchos matrimonios durante un invierno pasado en la ciudad de Nueva Orleans. Fui allí respondiendo a una llamada de mi corazón. Fue un invierno feliz. Aunque desde mi juventud viví en el Norte, siempre estuvo presente en mí una voz que me llamaba hacia el Sur. Quizás esta llamada persistente venía de la sangre de mi abuela italiana que nació en el Sur y era una campesina fuerte, morena y con las caderas anchas.

Vivía en el Norte, en Chicago, y como a muchos otros millones de jóvenes americanos, la enorme oleada de industrialización me arrancó del medio rural. Deseaba retornar a los campos y a la tierra. Quería que la tierra volviese al centro de mi obra. A esa necesidad responde Muchos matrimonios.

En Nueva Orleans tenía realmente poco dinero, y tuve que vivir en un barrio pobre de la ciudad, cerca del río. A mi alrededor rebosaba la vida de los negros. Alquilé una habitación en la casa de un obrero italiano. Las voces de los negros que oía subir desde la calle y también los fuertes acentos de los italianos y de las italianas que frecuentaban la casa, se mezclaban y se confundían, me fascinaban.

Empecé a escribir. En cuanto la historia comenzó a desarrollarse me pareció dictada por la fantasía. Es curioso, por tanto, que muchos críticos hayan clasificado como realista esta novela.

Se trataba del contraste entre alma y cuerpo. Si queréis comunicar al lector la aspereza de este conflicto, es necesario ante todo vivirlo. Quería intentar describir los problemas que derivan de la tentación, ubicándolos en un ambiente de vocación puritana, protestante y con un alto desarrollo industrial. Mi protagonista, un hombre perturbado por la dicotomía entre espíritu y carne, vive en una ciudad industrial del Norte.

El relato se desarrolló con agilidad, quizás porque respondía a una inspiración muy arraigada en mí. No recuerdo haber escrito nunca con la misma espontaneidad y felicidad.

En Estados Unidos la novela ha sido duramente criticada; pero yo sigo pensando que aquel invierno escribí una historia bella y sincera.

Sherwood Anderson

 

 


 Prefacio

 

 

Si uno busca el amor y se dirige a él directamente, o tan directamente como puede, en medio de las complejidades de la vida moderna, quizás es que uno esté loco.

¿No has conocido un momento en el que hacer lo que parecería en otros momentos y bajo unas circunstancias algo diferentes el más trivial de los actos se convierte de repente en una empresa gigantesca?

Estás en el zaguán de una casa. Ante ti hay una puerta cerrada y, al otro lado de la puerta, sentado en una silla al lado de la ventana, hay un hombre o una mujer.

Es el atardecer de un día de verano y tu propósito es dar un paso hacia la puerta, abrirla, y decir:

—No tengo intención de seguir viviendo en esta casa. Mi equipaje está hecho y, en una hora, un hombre con quien ya lo he acordado vendrá a buscarlo. Sólo he venido a decirte que ya no podré seguir viviendo a tu lado.

Ahí estás, ya ves, de pie en el zaguán, a punto de entrar en la habitación y pronunciar esas pocas palabras. La casa está en silencio y te quedas de pie largo rato en el vestíbulo, asustado, vacilante, silencioso. De modo impreciso te das cuenta de que cuando bajaste al zaguán desde la planta superior lo hiciste de puntillas.

Para ti y la persona del otro lado de la puerta es acaso mejor que no continúes viviendo en la casa. En eso estarías de acuerdo si fueras mínimamente capaz de hablar de modo razonable sobre el asunto. ¿Por qué eres incapaz de hablar de modo razonable?

¿Por qué te resulta tan difícil dar esos tres pasos hacia la puerta? No tienes enfermedad alguna en las piernas. ¿Por qué sientes los pies tan pesados?

Eres joven. ¿Por qué te tiemblan las manos como si fueran las de un anciano?

Siempre has pensado que eras un hombre valiente. ¿Por qué de pronto te faltan arrestos?

¿Es divertido o trágico saber que no serás capaz de llegar hasta la puerta, abrirla, entrar y decir esas pocas palabras sin que te tiemble la voz?

¿Estás loco o cuerdo? ¿Por qué esta espiral de pensamientos en tu cabeza, una espiral de pensamientos que, mientras estás ahí de pie, vacilante, parece absorberte hacia lo más profundo de un pozo sin fondo?

viernes, 2 de diciembre de 2022

La amistad de dos gigantes Correspondencia (1960-2007) Miguel Delibes y Francisco Umbral.




La amistad de dos gigantes

Correspondencia (1960-2007)

Miguel Delibes y Francisco Umbral



QUERIDO PACO, QUERIDO MIGUEL

Por Santos Sanz Villanueva

«Y te agradezco no sé de qué forma esta nueva manera de ayuda y amistad

que hace de ti algo así como mi hermano mayor», le dice Francisco Umbral a

Miguel Delibes ya en una misiva del 14 de octubre de 1965. El nombramiento no se

le olvidará a Delibes: «te hablo con el título de hermano mayor que me diste un

día», recuerda un lustro largo después, el 19 de octubre de 1972. Algo antes, el 27

de abril de 1971, había despedido una carta apelando a esa fraternidad: «Como

hermano mayor me entusiasmo con tus éxitos». Bastante después, a finales de

1986, Umbral fía a esa familiaridad el parecer de Delibes acerca de una sugerencia

de trabajo: «Confío, como siempre, en tu buen sentido de hermano mayor, que es

el que a mí me falta». Umbral abrió, en fin, en 1970, el libro Miguel Delibes con las

razones que exigían ese título honorífico y las desgrana en el mismísimo primer

párrafo de la semblanza biográfica:

Cuando uno es huérfano prematuro y además hijo único, es fatal que se pase

la vida buscando padres espirituales y hermanos mayores. Yo he tenido varios. Los

he tomado y dejado. Algunos padres me han salido golfos —y no sólo el padre de

la carne—; algunos hermanos espirituales me han salido tontos. Pasa el tiempo y

queda, a través de los años, un hermano mayor en mi vida: Miguel Delibes.

Estas disquisiciones indican el carácter de una relación personal mantenida a

lo largo de seis décadas. Se inició a finales de los años cincuenta y duró hasta los

últimos días de Umbral en agosto de 2007, no mucho antes de que su mentor

falleciera en marzo de 2010. El trato directo fue abundante, y ambos propiciaron

encuentros en diversos lugares, en Madrid y Valladolid, sobre todo. Pero, sujetos

los dos a múltiples obligaciones, el correo les sirvió como medio principal para

mantener vivo el contacto. Con frecuencia por motivos prácticos y laborales. Mas

también por hacerse confidencias privadas y literarias.

Delibes conoció a Umbral a finales del medio siglo. Eduardo Martínez Rico

le pregunta a Umbral en unas Conversaciones con el escritor cómo aparece Delibes

en su vida y contesta: «Cuando le hicieron director del periódico, Miguel empezó a

buscar colaboradores entre los jóvenes con inquietudes de la ciudad y allí fuimos a

parar unos cuantos». La respuesta peca de inconcreta. Tuvieron que relacionarse

antes de que Delibes fuera nombrado director de El Norte de Castilla en 1961, en los

años precedentes en que desempeñó, sucesivamente, los cargos de subdirector y

director interino. En esas mismas conversaciones Umbral aquilata más,

indirectamente, su vínculo con quien se convertiría en su tutor: «Estaba muy

amarrado ya al periódico de Delibes, El Norte de Castilla, y ya estaba a punto de

pegar el salto para el periódico y dejar el banco. Pero me llamaron de León para

trabajar en una emisora ganando bastante más pasta. Me fui a León a trabajar en la

radio».

En efecto, Umbral trabajaba a disgusto y sin interés en un puesto subalterno

de la sucursal vallisoletana del Banco Central cuando le surge la oportunidad, en

1958 y gracias a su primo, el también periodista José Luis Pérez Perelétegui, de

colocarse en la emisora de radio falangista La Voz de León. Aunque se trataba de

un empleo administrativo, enseguida pasó a ejercer funciones de redactor y a

extender sus colaboraciones en el periódico Diario de León. Umbral se había hecho

un hueco y alcanzado alguna notoriedad en la vida local. Su ambición literaria le

lleva, sin embargo, a dar el salto a Madrid sin mucho tardar, en 1961. Ya no se

reintegró a Valladolid, de modo que su ligazón con Delibes, quien no cesaba de

hacerle encargos o de aceptar los múltiples proyectos que él le proponía para el

diario pucelano, fue epistolar. No solo se debió a motivos profesionales. Lo

privado dio paso a lo íntimo, el intercambio postal se hizo habitual y alcanzó una

gran dimensión. «Ni de novio tuve una correspondencia tan activa», le comenta

Delibes a Umbral en 1969, cuando aún faltaban muchos mensajes por enviarle. Y

Umbral admite en el mismo año: «Eres el ligue más largo que he tenido en mi

vida».

Así se fraguó un copioso epistolario de tres centenares de cartas en las que

se aprecia el proceso de desarrollo y consolidación de una amistad que llegó a

ribetes paterno-filiales: «sigo siendo tu octavo hijo», dirá Umbral poniéndose a la

cola de la numerosa prole de Delibes. Las cartas nos permiten ver las jornadas que

fueron conduciendo a la desembocadura de una camaradería que pasó de ser la de

dos escritores y sus intereses peculiares a abarcar los respectivos círculos

familiares. La propia disposición formal de las misivas refleja el pronunciado

cambio. El encabezamiento de los escritos de Delibes evoluciona desde el formular

«Sr. D. Francisco Pérez» en los inicios de este epistolario al «¡Qué agudo eres,

querido Paco» con que se dirige a su protegido veinte años después. En el medio se

suceden los convencionales «Mi querido amigo», «Querido amigo» y los más

cercanos «Mi querido Paco» o «Muy querido Paco». Jalón notable en esta mudanza

lo marca el desterrar el nombre civil, Francisco Pérez, por el hipocorístico Paco.

Aunque no falte un caso curioso y llamativo, el «D. Francisco Pérez Umbral», de

1967, en que el remitente junta la razón legal y el nombre literario que el

destinatario había adoptado ya en sus breves andanzas leonesas. También los

encabezamientos de Umbral desvelan la senda que lleva del trato formal al cordial.

Solo unas muy pocas veces utiliza el «Querido director» antes de que, desde 1963,

deje de emplear el desempeño profesional de su protector y acuda ya siempre al

trato personal del invariable «Querido Miguel».

Pero son las despedidas las que funcionan como termómetro que señala el

crescendo de la temperatura amistosa. Por supuesto, al comienzo se emplean en

ambas direcciones las formas usuales seguidas del respectivo nombre propio,

Miguel y Paco («Paco Pérez», firma Umbral en 1962, pero no volverá a recurrir al

apellido). Variantes de la despedida más común pone Delibes al comienzo de la

relación: «Abrazos», «Un cordial saludo», «Y para ti un gran abrazo». Un grado

superior de confianza indica el «Gran abrazo» de 1965. En este momento aparecen

ya expresiones indicativas de cómo se acentúa la cercanía, pareja del respeto: «Tu

invariable amigo», «Un cordialísimo saludo». A partir de aquí las rúbricas se

amplían al ámbito familiar: «Para los tres mi afecto», abarcando al escritor, a su

mujer, España, y al niño, Pincho; «Mi cariño para los tuyos (que ya son dos)». Así

llega la expresión de la familiaridad («Para España, el niño y tú todo mi afecto»),

rotunda en el mensaje de Ángeles de Castro, esposa de Delibes, a Umbral desde el

refugio campestre burgalés de Sedano: «Os queremos. Lo vuestro nos afecta».

Bastante más confianzudo se muestra Umbral en las despedidas desde el

primer momento de la relación epistolar: «A mandar». Ofrecimiento que alterna

con otros términos habituales: «Cordialmente», «Siempre a tu disposición,

cordialmente» o «Te abraza». En la misma línea que Delibes, un momento

significativo supone la inclusión de la familia: «Respetos a tu mujer. Mi mujer os

recuerda», «Con un gran abrazo y recuerdos a Ángeles» («a la Ángeles» dirá en

una ocasión con el vulgar artículo antepuesto al nombre propio para subrayar la

proximidad). El rumbo próximo de la relación lo marca el «Adiós» lacónico y

expresivo con que cierra el mensaje del 13 de mayo de 1966.

Luego Umbral desplegará un abanico de creativas despedidas que no será

rasgo notable en las de su mucho más parco y circunspecto interlocutor. Se

suceden «Recibe un abrazo de este pobre hombre», «Con gran abrazo de este

pequeño amigo», «Os quiero a toda la familia» o «Recuerdos a Ángeles, la bella».

Entra en ellas el humor y la broma cómplice: «¿Qué tal tu viuda? Dale un abrazo»,

«Saludos a las bestias del campo». Y terminan por expresar un nivel total de

confianza: «Cuéntame. Adiós, amor», «Bueno, amor, cuéntame algo». En fin, un

punto insuperable de complicidad y camaradería propicia la despedida simpática

que aprovecha un coloquialismo pandillero: «Otro abrazo, macho».

En el epistolario entre Miguel Delibes y Francisco Umbral se solapan

motivos de muy variada índole: asuntos profesionales, menudencias laborales,

cuestiones privadas, testimonios de época o reflexiones literarias. Incluso aparece

el puro y limpio gusto por comunicarse, la sencilla utilidad de desahogarse. Como

dice Delibes con frase hecha rural, «tenemos que escribirnos aunque solo sea para

“echar el forraje”». Coinciden los dos en tratar de dichas cuestiones, pero también

se aprecian en sus misivas diferencias que remiten a personalidades muy distintas.

Las de Delibes tienen una mayor seriedad, se ocupan más de aspectos prácticos y

reservan la apertura del corazón a circunstancias dolorosas como la enfermedad.

Las de Umbral, por el contrario, son más desenfadadas, más propicias al colegueo

y a mostrar la fibra sentimental.

El largo plazo de tiempo que abrazan las cartas implica inevitablemente un

interés documental. Aunque no sobre la vida española, en general, del último

trecho de la dictadura y de la democracia restablecida porque los corresponsales le

prestan exigua atención a la realidad política y social, tan presente, sin embargo, en

su trabajo periodístico y literario. Sus asuntos epistolares se centran en materias

próximas a sus quehaceres. Lo cual no impide que, de forma indirecta, apelen en

alguna ocasión a los usos degradados de la dictadura. Así ocurre con los «líos» en

la dirección de El Norte de Castilla por culpa del control sobre la prensa impuesto

por el Gobierno. Ocurre asimismo, pero en sentido contrario, con las referencias al

grupo «Norte 60», la plantilla de jóvenes, brillantes y combativos periodistas que

Delibes impulsó en su periódico para hacer de este un espacio con el máximo

margen permitido de libertad, de inquietud social y denuncia. Pero poco más

encontramos en el terreno testimonial. Aunque no carente de interés: referencias a

las entretelas del mundillo editorial, de los premios literarios o, lo más atractivo, el

juego de influencias en la elección de miembros de la Real Academia Española.

Es en el ámbito privado, como digo, donde se despliega este epistolario. Un

primer dato llamativo se refiere a la disponibilidad absoluta de ambos

corresponsales para atender mutuos intereses con presteza y en la mayoría de las

ocasiones sin buscar réditos inmediatos. Poco después de llegar a León, Umbral

gestiona la presencia de Delibes en las actividades del Círculo Medina, el centro

cultural de la Sección Femenina donde tenía vara alta. Y Delibes, a su vez, dará

indesmayable apoyo a su joven amigo para que este acceda a espacios donde le

escuchan: en periódicos, revistas y empresas de colaboraciones en prensa, o en

editoriales, sobre todo cerca de Josep Vergés, el propietario tanto del semanario

Destino como de la editorial homónima, tribunas literarias muy prestigiosas en

aquellos tiempos y acariciadas por todo escritor novel.

La confianza entre ambos se manifiesta en la asunción de labores prosaicas.

Umbral se preocupa de que Delibes cobre puntualmente una colaboración y hasta

se encarga de recibirla él en nombre del amigo y de enviársela después. Algo

parecido hará Delibes, poniendo el máximo empeño en que el discípulo obtenga

dignas retribuciones y en socorrerle con largueza cuando diversas adversidades de

salud le dejaban en una situación económica precaria. Vemos cómo se ocupa de

que El Norte le retribuya periodos de forzosa inactividad o le envíe cantidades de

dinero destinadas a acudir a costosas consultas médicas. Bien es verdad que

Umbral respondió de forma ejemplar devolviendo unas sumas que no estaba

obligado a restituir. A las atenciones varias de Delibes, Umbral correspondía con

esmero en los múltiples asuntos que se le solicitaban. Una y otra vez se encargaba

de contactar con los invitados a una iniciativa de dinamización social en la que

Delibes puso mucho empeño, el Aula de Cultura de El Norte, y de informarles de

los honorarios y condiciones de su intervención. En fin, nada indica mejor el nivel

de confianza con que se hacían estas gestiones que el cordial «Perdona que te tenga

de recadero» que le espeta el joven al veterano.

Recaderos fueron ambos respecto del amigo y no solo en materias tan

pragmáticas sino en otras también prácticas pero de mayor vuelo. Así en el

genérico ofrecimiento de Umbral para ayudar a Delibes ante los rumores de la

candidatura de este a la RAE o las orientaciones bien detalladas de Delibes para

que Umbral dispusiera de una aguja de marear en sus fracasados intentos de

ocupar un sillón académico. O los consejos, tan valiosos como imprescindibles, de

Delibes a Umbral acerca de cuáles eran las relaciones convenientes de un escritor

con los editores. Con franqueza que solo se explica por una total confianza

desciende a proponerle cómo proceder con inexcusable picardía: necesita

vincularse a uno o dos editores «por tu propio bien», aunque ello no quiere decir,

«entiéndeme, que te ates a ellos de por vida ni firmando un papel». Y hablando de

opiniones —que con frecuencia velan también consejos— nos encontramos con

uno de los aspectos más notables del epistolario, las respectivas recepciones de la

obra literaria de los amigos.

Uno y otro, Umbral y Delibes, no dejaron nunca de acusar recibo y comentar

sus respectivos libros según los iban publicando. Aquí surge la piedra de toque

que podía haber dinamitado la amistad. Porque estamos ante escrituras que se

sitúan en las antípodas. Por un lado una poética de la sencillez, la claridad y la

comunicabilidad de contenidos y, por otro, una exaltación de la creatividad verbal

y del rupturismo. O, si se quiere, el clasicismo frente a la modernidad. Ambas

posturas podrían haber provocado duros rasponazos y, sin embargo, no fue así,

aunque no faltaran inevitables desacuerdos. Pero antes de señalar estas peligrosas

aristas resulta imprescindible constatar la admiración que Delibes y Umbral se

profesaron, expresada en continuados elogios.

Miguel Delibes apreció temprano los méritos del joven amigo, incluso su

admiración literaria sirvió de argamasa al proceso amistoso. El léxico con que

valora los libros umbralianos revela esa alta estima. Le habla de «gracia y enorme

talento», agudeza y duende, se «embelesa» con la prosa del colega, celebra la ironía

de sus escritos, le reconoce el mérito añadido de la ternura en páginas con natural

inclinación a la crudeza, aprecia que ha hecho un libro «maduro, piadoso,

equilibrado». Incondicional se muestra respecto de Las vírgenes (halla gracia

expresiva, ensamblaje de tiempos y situaciones, bello juego de la reiteración y

escondida ternura), al punto de asegurar que algunos de sus relatos son «piezas

maestras que los antólogos tendrán en cuenta». Estos términos descriptivos toman

en repetidas ocasiones el camino de la expresión exultante: en una ocasión le suelta

un «cada día escribes mejor, hermano»; en otra, un «qué agudo eres». Y llega al

calificativo coloquial, sorprendente en un escritor nada propicio a la escatología,

que condensa la facilidad con que Umbral produce su incesante y brillante prosa:

«escribes como meamos».

Tampoco fueron ni escasos ni limitados los juicios admirativos de Umbral

sobre Delibes. Con frecuencia detecta el fondo no aparente de la narrativa

delibesana que la hace distinta, personal e históricamente significativa. Quizá una

de sus percepciones más sutiles acerca del alcance de un sector de la prosa

imaginaria de Delibes se halla en el reconocimiento de la impronta renovadora que

subyace en algunos de sus textos aunque el vallisoletano sea tenido —y no sin

razón— como un narrador tradicional. Es lo que enfatiza, con agudeza, en una

original prosa, el cuento «La Milana», cuya publicación en la revista Mundo

Hispánico propició el propio Umbral y en la que encontramos la semilla de uno de

los más conocidos y personales relatos de Delibes, Los santos inocentes, novela de

crudo realismo testimonial pero entre vanguardista y poemática. Hay que anotar

asimismo en las finas lecturas de Umbral el señalamiento de la intencionalidad

social y de denuncia que va sosteniendo las novelas de Delibes desde la

tempranera Las ratas.

También Umbral, en paralelo con su tutor, deja a un lado las expresiones

descriptivas para lanzarse a la fórmula terminante del reconocimiento absoluto.

Proclama «eres un clásico vivo». Y con desparpajo popular le dirá que es «el cafécafé

de la novela». Algo que mucho debió de agradar a su corresponsal viniendo

de quien venía, alguien en las antípodas de los gustos artísticos de Delibes.

De todos modos, los elogios y glosas positivas de ambos no se quedan en

pura celebración y alabanza acríticas y de forma inevitable saltaron las chispas de

la discrepancia. Era forzoso que tal cosa ocurriera porque, como manifiesta Delibes

ya en carta de 1967 con escueta claridad castellana, «Tu opinión y la mía sobre lo

que la novela debe ser no coinciden». Por ello asistimos a una atractiva esgrima

teórica de matizaciones, discrepancias y hasta francos desencuentros. En las

misivas de Delibes es frecuente que los elogios, que siempre suenan sinceros, se

acompañen de reparos, y no por dar una de cal y otra de arena al amigo, muy

susceptible en cuestiones de arte, en especial de su arte, en cuyo empeño apostó su

vida entera. Las reservas constituyen salvedades de quien entendía el oficio de

escribir como un acto comunicativo esencial. Y además puntualizaciones de atento

lector. Le dedica primero grandes elogios a Si hubiéramos sabido que el amor era eso,

pero siguen fuertes salvedades. Al igual ocurre respecto de Las europeas. Alaba de

entrada la calidad de la prosa, la gracia, la riqueza metafórica. Acto seguido le

endosa, sin embargo, un duro juicio: no ve ahí una novela; ha hecho un relato

formalmente impecable «pero superficial y sin esqueleto». Además le hace una

observación que habría de dolerle al prolífico Umbral: «Tal vez escribes

demasiado». Sobre Los helechos arborescentes le aclara que aunque sea «tu mejor

novela», «no es la que más me ha gustado ni puedo aplaudirla entera». De todos

modos, Delibes suele acudir a una calculada modestia para atemperar sus

objeciones. «Es absurdo —apostilla unos reparos— que yo te diga estas cosas

puesto que seguramente tu personalidad de novelista estriba en todo esto que yo

anoto como no de mi gusto y por tanto debes leerlo y olvidarlo». Su parecer se

debe, se justifica, a que «tal vez alimento una concepción estrecha y superada del

género». Los paños calientes no atemperan la evaluación adversa.

Tan buenas maneras no impiden que salga en Delibes el hombre de carácter

y rechace con firmeza un parecer o un escrito del amigo. Ocurre con una poco

afortunada declaración de Umbral a Raúl del Pozo. Umbral dijo que Delibes era

«un novelista mediatizado por las circunstancias» y el joven periodista conquense

lo interpretó por su cuenta como que al pucelano le faltaba «garra». Lo cual se

podía entender en el sentido negativo con que lo entendió Delibes y que le enfadó

mucho. A Umbral no le quedó más remedio que matar al mensajero («el reportero

juega a niño terrible para abrirse camino») y matizar: había querido decir que

Delibes, «reprimido» por el poder político, estaba haciendo «literatura valiosa de

resistencia». Tampoco le faltaron motivos para el enfado a Delibes a cuenta de la

mencionada biografía que le dedicó Umbral. Las reservas de la carta fechada el 16

de marzo de 1971 permiten adivinar agravio y decepción soterrados. La exquisita

delicadeza con que le habla no disimula la rotunda impresión de desencanto:

piensa «en lo perfecto que te hubiera quedado un edificio de nueva planta», claro

que —explicación demoledora— «eso era mucho pedirte». En su respuesta,

Umbral trató de justificarse, con un punto sobrado de arrogancia. Respiró por la

herida a la exactísima apreciación de Delibes: en el libro había aprovechado

«retales». Cuánto hirió el término a Umbral se refleja en los sofismas de su defensa.

En verdad, Umbral había reciclado retazos de otros escritos previos, por demás

pegadizos, en una semblanza que, desde luego, no respondía a la dedicación

esperable en quien tantos réditos había sacado de su benefactor.

Lo mismo que hemos visto en las cartas de Delibes sucede en las de Umbral,

pues los elogios no hurtan las matizaciones y serios reparos. En Parábola del

náufrago diferencia una primera parte fallida, donde Delibes incurre en la

caricatura y que carece de la entidad novelesca de la otra parte. A propósito de Las

guerras de nuestros antepasados, hace una doble puntualización que rebaja mucho su

mérito: echa en falta una mayor profundización del mundo de magia del comienzo

y expone un reparo artísticamente bien grave, que haya subordinado el poder

creativo a los alegatos morales.

Las discordancias de los amigos a propósito de apreciaciones literarias

resultan del todo naturales. Inevitables. Una misiva de Umbral da en el clavo con

la fórmula creativa de las dos poéticas narrativas que los enfrentaban. Por un lado,

por el suyo, está el «lirismo malvado» y por el otro, por el del amigo, la estricta

«sobriedad». El epistolario no se limita, sin embargo, a corroborar semejante

disidencia, cuyo interés entonces se reduciría a constatar disensiones personales.

Al revés, tiene un alcance mucho mayor. En realidad lo que está en juego es un

fenómeno genérico, la aventura de la novela en busca de una renovación que

sacara al género de las convenciones decimonónicas y le proporcionara cualidades

de modernidad artística. Ya lo deducirá el lector por sí mismo pero no estará de

más señalar en estas páginas prologales el alcance global del debate entre nuestros

corresponsales. La carta de Umbral del 24 de diciembre de 1966 contiene una

auténtica teoría de la narrativa afincada en el «modernismo» literario. La gente —

lamenta— se decanta por los temas y las tesis, «en una palabra, ya que estamos en

un tiempo de mensaje y a mí no me da la gana soltar mensaje. Mi mensaje es que

no hay mensaje». Él no está por la novela que contiene una trama a la manera

tradicional, ni por la de caracteres, que le parece decimonónica, ni por la

profundidad del contenido. Umbral se vincula con Kerouac, Henry Miller o Robbe-

Grillet, autores que escriben «unas cosas» sin tema e incluso sin organización. La

misma tecla presiona en la carta de diciembre de 1969 a propósito de Si hubiéramos

sabido que el amor era eso: a él los grandes problemas del hombre le dan mucha risa y

ha pretendido un experimento literario, una técnica y lenguajes nuevos y una

manera de mirar y ver más acordes con la sensibilidad actual que otros métodos

más rudos.

Delibes olfatea, sin embargo, que esos planteamientos formales no son tanto

exigencia de una intencionalidad innovadora como efecto de un madurar poco las

novelas. Sí que le parece bien, en cambio, que no le guste inventar historias, y lo

comprende porque a él le gusta cada vez menos leerlas. ¿Por qué ocurrirá tal cosa?

La respuesta la halla en un gran dilema literario del momento: «La novela está en

decadencia. Cumplió su misión. Mis lecturas son novelas en mínima parte. Y si

uno del oficio hace esto, ¿qué no harán los demás?». En algo sustancial sí coincide

con el amigo, en la necesidad de modernizar el género, para lo cual propugna una

opción, basada en argumentos barojianos, la de la brevedad: «La vida es inconexa

y sin atar y así deben ser el cuento y la novela. La vida es aleatoria, abierta y

relativista, es cierto, pero también —hoy— vertiginosa y ocupada. Pienso que

nuestro primer esfuerzo para modernizar la novela debe tender a abreviarla. En lo

único que discrepo de ti es en que la novela-río, a mi juicio, solo la agradecen los

lectores tradicionalistas y recalcitrantes que son cada día menos». Esa apuesta por

la novela de breve extensión que tuvo en los años ochenta del pasado siglo muchos

valedores ni el propio Delibes la respetó y cerró su carrera de narrador con un libro

extraordinario de voluminosas dimensiones, El hereje.

Medio siglo de frecuente intercambio epistolar da para todo lo que hemos

señalado, para reflejar inquietudes profesionales, ambiciones literarias conseguidas

o malogradas, los respectivos work in progress, la conquista de repercusión

pública... Y a la vez constituye la historia de una amistad. De su nacimiento y de su

marcha hacia una complicidad final absoluta con su apertura a la intimidad de los

personajes. Ambos desnudan aspectos privados, casi podría decirse que secretos,

de sus vidas. La carta de Umbral del 21 de enero de 1971 constituye un despliegue

de verdades del corazón que solo se dicen a alguien muy especial, un especie de

alter ego («Contigo me siento propicio a la confesión y perdóname») a quien

explaya sus convicciones e incertidumbres, sobre todo las literarias, para él vitales.

A Delibes le hace confidente de «cosas que nunca le digo a nadie, ni siquiera a

España».

Son llamativas la frecuencia y detallismo con que ambos corresponsales se

refieren a sus dolencias de salud, las cuales los fuerzan, alguna vez, a escribirse «de

cama a cama». Delibes da cuenta de unos cólicos, de un estado de agotamiento o

de un accidente de caza. Umbral desvela debilitamiento, mareos, acumulación de

achaques y enfermedades variadas, trastornos en la vista, peregrinaciones de

médico en médico con resultados desalentadores y un surtido de «goteras». Si no

fueran experiencias graves en varias ocasiones, y traumatizantes en dos personas

aprensivas, diríamos en broma que las cartas cruzadas proporcionan sendos

historiales clínicos.

Aparte dolencias físicas, esos historiales nos descubren también, y con

sobresaliente intensidad, afecciones del alma, en las cuales los amigos se

manifiestan bastante concordes. «Su dolor o el mío están con frecuencia en ellas»,

en las cartas, subraya Umbral en la citada semblanza del amigo. Delibes confiesa

vivir una gran depresión y sentirse como en un hoyo. Umbral descubre una vez

estar neurótico, otra hallarse desmoralizado y en cierta circunstancia exterioriza

que se encuentra cada día más hundido. Uno y otro se dan ánimos recíprocos. E

incluso intercambian consejos. Curiosa coincidencia en el recurso al Valium. «Yo

he vuelto a mi viejo Valium, droga que de momento me alivia bastante el mareo y

me permite leer y escribir, y salir un poco (es la droga, no que esté mejor)», relata

Umbral el 23 de mayo de 1967. Casi a vuelta de correo, y eso que había andado

fuera una semana, el día 29 Delibes recoge la preocupación del amigo y le da

alientos: «Vayamos por partes. Si el Valium te alivia, usa Valium hasta que tu

problema se solucione. (Yo lo he tomado también durante temporadas

prolongadas)».

El paso del tiempo constituye una fibra importante de la trama de la

intimidad. Umbral le recuerda a Delibes el efecto que tuvo en su mentor la llegada

a la media edad. Cuando cumplió los cincuenta sufrió «una depre», idéntico

trastorno al que él está sintiendo, un estar hundido «en la más profunda angustia

del paso de los 50». El consuelo que encuentra está en la literatura: «Sólo que uno

se salva siempre por la escritura (la escritura contra el tiempo)». Seguro que

también compartía la misma escapatoria el Delibes que confiesa en 1972, a raíz de

un viaje del que ha vuelto cansado y mareado, un rotundo «Estoy viejo». El

virgiliano fugit irreparabile tempus se refleja con intensidad y angustia en la

correspondencia, vehículo para levantar los velos de los sentimientos y

aprensiones más recónditos de los dos amigos.

Esta confesionalidad a tumba abierta implica la profundización de una

amistad más sincera y firme a medida que pasan los años y que las experiencias

más duras, la muerte de seres muy queridos, les impacten. La amistad se convierte

para ambos en un refugio. «Con quién me voy a confesar», recita Umbral. Por ello

la preservaron como un gran bien. Si ha aparecido algún nubarrón por el

horizonte, Delibes le resta importancia. «Nuestra amistad —bien sólida— está por

encima de esas menudencias», «son tonterías», escribe. Y dictamina: «Lo

importante —la amistad— está por encima de dimes y diretes». Reducto amistoso

consideraba también Umbral en Trilogía de Madrid las «palomas postales de la

provincia» que le dirigía su valedor, aquellas «cartas intermitentes», «palabras de

amigo, una amistad como para siempre».

Nuestra edición

Se reúnen aquí casi trescientas cartas que se intercambiaron Miguel Delibes

y Francisco Umbral durante cincuenta años de amistad.

Hemos respetado escrupulosamente su literalidad, hasta tal punto que se

mantienen la forma peculiar que tiene cada escritor de fechar las mismas, sus

subrayados y los membretes que encabezan algunas de ellas.

Sin embargo, hemos corregido las erratas evidentes y, para facilitar una

lectura más cómoda, unificamos los dos puntos y aparte después del saludo, y los

títulos de las obras, periódicos, revistas, que ponemos en cursiva, así como los de

los cuentos y artículos entre comillas, aunque no figuren de esta manera en los

originales.

Utilizamos los corchetes, básicamente, para señalar con anterioridad a las

cartas (ordenadas cronológicamente) si los textos son manuscritos o

mecanografiados, o para completar su datación o localización, si es que se puede

deducir por el matasellos de los sobres o su contenido.

La anotación ha resultado bastante laboriosa, pues hemos pretendido que

los lectores actuales compartan el mismo contexto que los autores para que las

cartas sean perfectamente inteligibles para todos. Ello nos ha llevado a aclarar

referencias a hechos históricos, personales, familiares y literarios acudiendo no

solo a estudios y biografías sobre los escritores, sino también al contenido

autobiográfico de sus propias obras y a la información valiosísima que nos han

suministrado sus allegados, en especial Elisa Delibes de Castro, siempre dispuesta

a no regatear ningún esfuerzo para impulsar esta edición.

En cualquier caso, la mención en las cartas de cientos de obras, revistas,

periódicos, críticos, intelectuales, políticos, filólogos, literatos... únicamente nos ha

permitido dar breves explicaciones sobre los mismos, centrándonos, sobre todo, en

aquellos que, aun siendo muy importantes en su época, actualmente no resultan

muy conocidos para el lector no especializado.

Queremos agradecer a Fernando Zamácola y Ana Valencia, directores,

respectivamente, de la Fundación Miguel Delibes y de la Fundación Francisco

Umbral, las facilidades que nos han dispensado para que esta edición pueda ver la

luz; así como reconocer a Paz Altés Melgar que, según las mencionadas

Fundaciones, creyera en este proyecto antes que nadie y procurara que se hiciera

realidad.

No podemos rematar este texto sin dar testimonio de la ayuda que nos han

prestado Pepi Caballero Casillas, nuera y secretaria durante muchos años de

Delibes, por su transcripción de las cartas, y nuestro hijo Rodrigo, por el

mecanografiado de las mismas. También manifestamos nuestra deuda de gratitud

con el profesor Santos Sanz Villanueva por sus sabias sugerencias y con Elisa y

Germán Delibes de Castro por su incondicional apoyo.

Araceli Godino López y

Luciano López Gutiérrez

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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