LA TORRE HERIDA POR
EL RAYO
La torre herida por
el rayo Ferndando Arrabal
LA
TORRE HERIDA POR EL RAYO
Ferndando Arrabal
Premio Eugenio Nadal 1982
Ediciones destino Colección Ancora y
Delfín Volumen 70
© Fernando Arrabal Ediciones Destino,
S.A. Consejo de Ciento, 425 Barcelona-9 Primera edición: febrero 1983 ISBN:
84-233-1240-2 Depósito Legal: B. 3866-1983 Compuesto, impreso y encuadernado
por Printer, industria gráfica sa Provenza, 388 Barcelona-25 Sant Vicenç deis
Horts 1983 Impreso en España - Printed in Spain
«La torre herida por el rayo» La imagen
presenta una torre semiderruida por un rayo que cae sobre ella en la parte
superior (cabeza). Esta torre es la columna del poder. Los ladrillos son de
color de carne para ratificar que se trata de una construcción viviente, imagen
del ser humano. El naipe expresa el peligro al que conduce todo exceso de
seguridad en sí mismo, v su consecuencia: el orgullo. Megalomanía, persecución
de quimeras y estrechó dogmatismo son los contextos del símbolo. (EL TAROT)
Elías Tarsis no levanta la mirada, gracias a
ello sus ojos no chocan con los del «robot implacable» que tiene frente a él.
Si lo hiciera no podría reprimir el impulso de arrojar a su cara empedrada el
tablero y las piezas de ajedrez. —Huele a asesino que apesta. Llevo ya dos
meses soportando este tufo. Es un criminal... podría probarlo. Claro que podría
demostrarlo, pero ¿quién le escucharía? ¿A quién le interesaría verificar las
pruebas indiscutibles — según él — que ha acumulado durante un año? En
realidad, ambiciona, más que acusar y condenar a Marc Amary, vengarse de él.
Por culpa de esta máquina inexorable, de este autómata de sangre y vileza ha
sufrido la pena más negra. Cuando la recuerda siente como si una ampolla de
mercurio incandescente se paseara de su corazón a su cerebro y de su cerebro a
su corazón. Comprende que tiene que sosegarse si quiere ganar el desafío
ajedrecístico comenzado hace ya dos meses: tiene que conducir su inteligencia a
través de los meandros de la acción pero sin que la sed de venganza le
desoriente. Marc Amary, para todos, árbitros, espectadores y miembros de la
federación, no es el «robot de sangre y huesos» que pinta Tarsis, sino la
imagen misma de la serenidad. Y de la Ciencia con C mayúscula. Probablemente
podría asegurar como Leonardo de Vinci que el pájaro es un instrumento
funcionando según las leyes matemáticas.
Tras el extraño y sensacional secuestro del ministro soviético de Asuntos
Exteriores, Igor Isvoschikov, a su paso por París, la curiosidad de la prensa
por el campeonato del mundo de ajedrez ha disminuido; sin embargo, el interés
de los ajedrecistas, ahora que se vislumbra el desenlace, alcanza su cenit.
Para ellos, nada hay más hermoso que lo verdadero. El teatro del Centro
Beaubourg, marco del duelo, continúa abarrotándose ante cada partida, pero los
espectadores ahora sólo se reclutan entre los aficionados más ardientes,
aquellos para quienes las cinco horas (¡tan breves!) que suelen durar cada una
de las sesiones son instantes en los que adivinan el perfume del asombro y el
destello de la insolación, insolación que reciben como el maná del desierto.
Los mirones que invadieron la sala los primeros días seguramente ahora
prefieren seguir las pasmosas aventuras que van concibiendo y destilando con
tino y parsimonia los raptores del dignatario soviético. Terroristas, por
cierto, que hacen gala de tanta pericia epistolar como talento dramático. Un «Comité
Communiste International» secuestrando a un dirigente del Kremlin es un estreno
que no puede dejar indiferente al gran teatro del mundo. Durante las veintitrés
partidas que Tarsis ha jugado ya en este campeonato contra Amary, ha
contemplado irritado el ciclo machacón de las ceremonias maniáticas de su
adversario, lo que llama «sus ritos de castrado». Ahora que tras dos meses de
refriega, trece partidas declaradas nulas, y cinco victorias cada uno, el próximo
triunfo (el sexto y definitivo) dará al ganador el título de campeón del mundo,
Tarsis teme que su furor se le suba a la cabeza y le haga perder la razón o, lo
que es peor, la concentración. Marc Amary es posible que se acuerde de los
minutos y de los segundos que pasan, y que por ello ni use ni necesite reloj.
(Los espectadores más entusiastas aseguran que todo en el genio es enigma.) Los
martes, jueves y sábados — días en que se inician las partidas — se presenta sistemáticamente (éste es el adjetivo
que habría que utilizar continuamente al referirse a Amary) a las cuatro menos
cincuenta y cinco segundos, ni uno más ni uno menos. Tictac, tictac, su
computadora de sangre y subconsciencia funciona automáticamente. O casi. Y el
inquebrantable proceso comienza: invierte diez segundos en trasladarse desde la
puerta del escenario a su sillón y en sentarse; veinte segundos en escribir la
fecha, el nombre de Tarsis y el suyo en la planilla; diez segundos en verificar
que se ha dado cuerda a tope a los dos relojes de control de tiempo y los
quince segundos restantes en acomodar las figuras y los peones (perfectamente
dispuestos ya según las reglas del ajedrez sobre el tablero) a su norma mágica
o, como diría Tarsis, a sus exigentes caprichos «de asesino»: cada uno de los
dieciséis trebejos tiene que ocupar el centro riguroso, al milímetro, de su
casilla; los caballos con sus cabezas alineadas hacia él (¿adorándole?); las
ranuras de los alfiles exactamente frente a sus ojos y los brazos de la
crucecita que corona a su Rey paralela a la línea invisible que trazan sus dos
codos sobre la mesa. «Carguen, apunten, fuego.» A las cuatro en punto, momento
en que el árbitro pone en marcha el reloj del jugador que lleva las blancas,
dando con ello comienzo de forma oficial a la partida, Amary se inmoviliza
considerando el tablero y las piezas con una atención tan intensa que se diría
que los ve por vez primera. Tan sólo los descubre. Cuando juega con blancas
inicia a las cuatro en punto dos minutos cabales de reflexión... inútiles para
todos los aficionados, ya que concluyen invariablemente con un gesto meticuloso
y comedido que el mundo ajedrecístico conoce de memoria: el avance de dos
escaques del peón de Rey: I.e2-e4;
toma el peón — como siempre cogerá las piezas a lo largo del encuentro — con la
yema de sus dedos exangües, el índice y el pulgar. Efectuará todas y cada una
de sus jugadas, cualquiera que sea la tensión del choque, con una lentitud y
frialdad que pueden parecer indiferentes y que tienen la virtud de exasperar a
Tarsis: —Es un sádico redomado. Juega con tanta mesura aparente para sacarme de
quicio. Intenta persuadirme de que no necesita perder su sangre fría para
romperme la crisma. Así ha planeado todos sus desafueros. ¡Yo soy el único que
sé de lo que es capaz! Marc Amary es un investigador suizo del C.N.R.S. (El
Centro Nacional de Investigaciones Científicas) afincado en París. A sus
colegas no les sorprenderá el día en que los académicos de Estocolmo le
otorguen el Premio Nobel de Física por sus descubrimientos sobre el solitón o la gran unificación, pero les desconcertó su súbita dedicación al
ajedrez. Y no porque despreciaran este juego. A la mayoría les importaba dos
higas. Ninguno de ellos, probablemente, sospecharía que a su deslumbrante y
discreto compañero (que había militado sin embargo durante unas semanas en el
estrafalario grupo Dimitrov) hoy en día el ajedrez, la Física, el Premio Nobel
o el Campeonato del Mundo le importa infinitamente menos que lo que él mismo
llama la creación del «hombre nuevo». Tan sólo en una ocasión, hace ya ocho años,
en presencia de terceros, durante un simposium sobre «partículas elementales»,
hizo una declaración que hubiera podido traicionar su pasión. Y que no la
traicionó porque los sabios suelen estar en la luna. Estaban, en realidad, en
la Universidad de Heidelberg. Cuando un grupo de investigadores danés le pidió
que firmara una petición en favor del profesor Yefim Faibisovich, recluso en un
campo de trabajo, alegó: —Si yo dirigiera un «centro» de esos, cambiaría los
castigos. Daría a los prisioneros lápices y papel en cantidad suficiente como
para que pudieran cumplir la condena que les infligiera: realizar el factorial
de 9.999... sin calculadora. ¡Qué ocurrencia tan chistosa!: un faraónico
castigo consistente en multiplicar 9.999 por 9.998, el producto por 9.997, el
nuevo resultado por 9.996... y así hasta llegar a la unidad. Broma que sus
colegas interpretaron como una crítica sutil del sistema de concentración... A
nadie se le ocurrió imaginar que este interminable suplicio pudiera ser su
remedio para eliminar a los enemigos de su causa. Que entonces, ya, se contaban
por billones.
Elías Tarsis, hijo de padres españoles, nació en Andorra la Vella..., «por
casualidad», precisaba siempre el ajedrecista, como si no se viniera al mundo
irremediablemente «por casualidad», cualquiera que fuere la ciudad natal. En su
caso, «la casualidad» se cebó a gusto y su madre se apagó en el momento de
darle a luz. Su padre llameó nueve años más; a su muerte, Elías fue acogido por
su tía Paloma en Madrid. En aquellos años de poder triunfante y sin complejos
se convocaba una vez por año un concurso de superdotados; con el mismo candor
con que, para fastidiar a los franceses, se cristianó el cognac con un nombre
de pila nacional, «jeriñac». Los galos ni se enteraron. Por eso, cuando descubrían
superdotados hispanos como Picasso, aseguraban que eran franceses. Tarsis
consiguió una de las diez becas de superdotado, la cual le hubiera podido
permitir efectuar sus estudios secundarios y universitarios en condiciones económicas
inmejorables. Inmejorables quería decir: colegio de curas gratis, libros de bóbilis
bóbilis y los gastos de pensión. La tía de Tarsis, para no abusar, se conformó
con la mitad de la última ventaja. Y Elías fue mediopensionista. Pero pronto, y
ante la consternación de Paloma, que entre tanto había sido nombrada su tutora,
renunció a los estudios y se puso a leer historietas infantiles. —A mí los
tebeos me van. Y en efecto le iban a las mil maravillas. Encerrado en su
habitación, aguantó más de un año, bajo el único retrato que conservaba de su
padre: la foto de refugiado político que le habían facilitado las autoridades
francesas. Cuando abandonó su cuarto, el piso estaba cubierto por medio metro
de ropa sucia, de basura, de latas de conserva vacías, de tebeos manoseados y
hasta de restos pringosos a los que por cierto su tía nunca se refirió porque
era una mujer moderna que sabía de moral y de buenas costumbres. Con el tiempo
esta clase de respeto, por el contrario, ya sólo lo practican las más
anticuadas. Con catorce años, Tarsis se fugó a Barcelona donde abordó su vida
de proletario con el rango de aprendiz en un taller de orfebrería, antes de
recibir la alternativa como fresador.
Sin venir a cuento, la víspera del inicio del Campeonato del Mundo, Tarsis
reunió a los tres árbitros y de un tirón les espetó: —Marc Amary es un asesino.
Ojo. No quiero que nadie entre en mi salón de descanso. Vale. Y se quedó corto.
Para los árbitros se pasó.
FUENTE:
©1982, Arrabal, Fernando ©1983, Destino Colección: Áncora y delfín,570 ISBN: 9788423312405 Generado con: QualityEPUB v0.27 Corregido: gloin, 14/10/2011 La torre herida por el rayo
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