jueves, 1 de diciembre de 2022

Louisa May Alcott La llave misteriosa y lo que abrió (FRAGMENTO).




Louisa May Alcott

La llave misteriosa y lo que

abrió

El lado más gótico de Louisa May

Alcott

(Introducción).

Tan solo un año antes de la publicación de la que sería su

magnum opus —la renombrada Mujercitas—, Louisa May Alcott

publicó una novela corta titulada The Mysterious Key and What It

Opened (La llave misteriosa y b que abrió). La presente traducción

recupera esta obra menos conocida de la autora estadounidense,

hasta ahora inédita en castellano.

La llave misteriosa y b que abrió salió a la luz en diciembre de

1867, en el número 50 de la serie Ten Cent Novelettes of Standard

American Authors (Boston: Elliot, Thomes & Talbot), una suerte de

revista literaria que vendía novellas al precio de diez centavos. Y es

que Alcott, en sus inicios como escritora, se vio obligada a recurrir a

los folletines para ganar dinero. En enero de 1865, la autora dejó

constancia de los motivos en su diario: «[…] están mejor pagados, y

no puedo permitirme el lujo de morir de hambre a cambio de

alabanzas cuando las novelas sensacionalistas se escriben en la

mitad de tiempo y mantienen a la familia»[1].

Así pues, en la década de 1860, contribuyó en periódicos

populares como el Boston Saturday Evening Gazette, pero también

en publicaciones seriadas baratas de menos renombre, como The

Flag of Our Union. Esta última editó algunas de sus historias más

sensacionalistas: novelas psicológicas y de intriga que escribió bajo

el seudónimo de A. M. Bernard[2]. Su experiencia queda reflejada en

el capítulo 34 de Mujercitas, cuando Jo March se ve en la misma

situación: «Decidió escribir folletines, dado que, en aquella época

aciaga, hasta los siempre perfectos Estados Unidos leían aquella

basura. Sin decir nada a nadie, ideó una historia de misterio y fue a

llevarla, muy decidida, a la oficina del señor Dashwood, editor del

Weekly Volcano»[3].

Aunque estas novellas no nos ofrecen una ventana a la vida de

la autora, como ocurre con sus obras más domésticas y

autobiográficas, sí resultan entretenidas, y nos muestran a una

Alcott diferente a la que estamos acostumbrados. La escritora era

una gran seguidora de Charlotte Brontë, cuya influencia queda

reflejada en estas historias de suspense, que toman prestados el

tono y los temas de las novelas góticas del siglo XIX. Es el caso de

La llave misteriosa: una intriga familiar ambientada en la vieja

mansión de una lady inglesa, que cuenta con una muerte rodeada

de misterio, una protagonista inmadura y confusa, un joven

enigmático que comienza a trabajar a su servicio, un giro

argumental inesperado y una llave de plata que abre un mundo de

secretos.

Esta combinación de ingredientes sin duda atraerá a cualquier

lector que disfrute con las historias de misterio y romance

decimonónicas, así como a todo aquel que aprecie la obra literaria

de Louisa May Alcott y quiera conocer su lado más gótico e

intrigante. Con la edición en castellano de esta novela corta, el

público hispanohablante podrá descubrir el secreto que encerraba la

llave misteriosa de los Trevlyn, en una historia que la propia Jo

March podría haber publicado en el Weekly Volcano.

I

La profecía

De los Trevlyn tierras y dinero

no hallarán heredera ni heredero;

hasta que, intacta, pese a la herrumbre,

en el polvo la verdad se vislumbre.

—Esta es la tercera vez que te encuentro absorto en el estudio

de esa antigua rima. ¿Qué encanto le ves, Richard? Imagino que no

será su calidad poética.

Dicho esto, la joven esposa apoyó una delgada mano sobre la

página amarilla y deteriorada por el tiempo en la que, escritos en un

lenguaje anticuado, aparecían los versos de los que se burlaba.

Richard Trevlyn la miró con una sonrisa y arrojó el libro a un

lado, como si le molestara que lo hubieran sorprendido leyéndolo.

Tomando la mano de su esposa entre las suyas, la llevó hasta el

sofá, la envolvió en unos suaves chales y, sentándose en una

butaca a su lado, le dijo con tono alegre, aunque sus ojos revelaban

una preocupación oculta:

—Amor mío, ese libro recoge la historia de nuestra familia desde

hace siglos, y esa vieja profecía aún no se ha cumplido, excepto el

verso sobre los herederos. Soy el último de los Trevlyn y, a medida

que se acerca el nacimiento de nuestro bebé, naturalmente pienso

en su futuro y espero que disfrute de su herencia en paz.

—¡Si Dios quiere! —exclamó lady Trevlyn, mirando el antiguo

volumen con recelo—. Lo leí una vez, pero, como cuenta cosas

terribles, pensé que se trataba de un relato fantástico. ¿Es todo

verídico, Richard?

—Sí, querida. Ojalá no lo fuera. Hasta el último par de

generaciones, el nuestro ha sido un linaje tumultuoso y desgraciado.

Nuestra naturaleza turbulenta comenzó con sir Ralph, el feroz

caballero normando que asesinó a su propio hijo en un ataque de

ira, asestándole un golpe con su guantelete de acero porque la

férrea voluntad del muchacho no se sometía a la suya.

—Sí, lo recuerdo; y su hija Clotilde protegió el castillo durante un

asedio y se casó con su primo, el conde Hugo. Es un linaje belicoso,

pero me gusta a pesar de los actos descabellados de tus ancestros.

—¡Se casó con su primo! Esa ha sido la cruz de nuestra familia

en épocas anteriores. Como éramos demasiado orgullosos para

emparejarnos con los demás, lo hicimos entre nosotros hasta que

empezaron a nacer idiotas y lunáticos. Mi padre fue el primero en

romper la tradición, y yo seguí su ejemplo: escogí la flor más fresca

y resistente que pude encontrar para trasplantarla a nuestras

agotadas tierras.

—Espero que te honre y florezca con hermosura. Nunca olvido

que me sacaste de un hogar muy humilde para convertirme en la

mujer más feliz de Inglaterra.

—Y yo nunca olvido que tú, siendo una muchacha de dieciocho

años, accediste a abandonar tus colinas para venir a alegrar la casa

de un viejo como yo, que llevaba tanto tiempo desierta —contestó

su esposo con cariño.

—No te llames viejo; solo tienes cuarenta y cinco años, y eres el

hombre más audaz y guapo de todo Warwickshire. Sin embargo,

últimamente pareces preocupado; ¿qué te ocurre? Cuéntamelo,

para que pueda animarte o darte algún consejo.

—No es nada, Alice, solo estoy preocupado por ti, como es

natural… Y bien, Kingston, ¿qué quiere usted?

El tierno tono de voz de Trevlyn se tornó brusco cuando se dirigió

al criado que entraba en la sala; también desapareció la sonrisa de

sus labios, dejándolos secos y blancos mientras miraba la tarjeta

que le entregaba. Permaneció de pie contemplando el papel durante

un momento y después preguntó:

—¿Está aquí el hombre?

—En la biblioteca, señor.

—Iré a verlo.

Arrojó la tarjeta al fuego y observó cómo se convertía en cenizas

antes de comentar, apartando la mirada:

—No es más que un fastidioso asunto de negocios, cariño;

vuelvo enseguida. Mientras tanto, túmbate y descansa.

Se despidió de ella con una caricia rápida, y la dama advirtió una

expresión de intensa emoción en el semblante de su esposo cuando

este pasó frente al espejo al salir. Ella no le dijo nada, sino que

permaneció tumbada durante varios minutos, luchando contra un

fuerte impulso.

«Está enfermo y nervioso, pero me lo oculta. Tengo derecho a

enterarme de lo que está pasando, y me perdonará cuando le

demuestre que el hecho de que lo sepa no hará ningún daño a

nadie».

Mientras se decía aquello, se levantó, se deslizó sin hacer ruido

por el pasillo, entró en un pequeño armario que estaba empotrado

en la gruesa pared e, inclinándose hasta el ojo de la cerradura de

una puerta estrecha, se puso a escuchar con una sonrisita en los

labios por la travesura que estaba cometiendo. Se oía un murmullo

de voces. El que más hablaba era su marido; de pronto, uno de sus

comentarios borró de forma brusca la sonrisa del rostro de la joven.

Esta se sobresaltó, se encogió y se estremeció; se agachó más, con

los dientes apretados, las mejillas blancas y el corazón presa del

pánico. Los labios se le volvieron cada vez más pálidos; la mirada,

cada vez más desconcertada; y la respiración, cada vez más débil,

hasta que, con un largo suspiro —un vano esfuerzo por salvarse—,

se desplomó en el umbral de la puerta, como si la muerte la hubiera

fulminado.

—¡Señor, ten piedad! ¿Se encuentra bien, milady? —exclamó

Hester, la criada, cuando su señora entró en la habitación como un

fantasma, media hora después.

—Me siento débil y tengo frío. Ayúdeme a meterme en la cama,

pero no moleste a sir Richard.

La recorrió un escalofrío mientras hablaba y, mirando a su

alrededor con aflicción, apoyó la cabeza sobre la almohada como

alguien a quien poco le importaría volver a levantarla. Hester, una

mujer de mediana edad muy perspicaz, observó a la pálida dama

durante un instante y abandonó la habitación murmurando:

—Algo va mal, y sir Richard debe saberlo. Seguro que ese

hombre de barba negra no promete nada bueno.

Se detuvo frente a la entrada de la biblioteca. No se oían voces

dentro de la sala; lo único que escuchó fue un quejido ahogado;

entró sin esperar a llamar a la puerta, temiendo algo, aunque sin

saber bien qué. Sir Richard estaba sentado a su escritorio con la

pluma en la mano, pero tenía el rostro escondido en el brazo y una

actitud que revelaba la presencia de una desesperación agobiante.

—Disculpe, señor, milady está indispuesta. ¿Quiere que avise a

alguien?

No hubo respuesta. Hester repitió la pregunta, pero sir Richard ni

se inmutó. Alarmada, la sirvienta le levantó la cabeza, vio que

estaba inconsciente y llamó pidiendo ayuda. Aunque ya no se podía

hacer nada por Richard Trevlyn, este aguantó con vida algunas

horas. Solo habló una vez, murmurando con voz queda:

—¿Alice vendrá a despedirse?

—Tráigala, si es posible —pidió el médico.

Hester fue a buscarla; la encontró tumbada tal como la había

dejado, como una figura esculpida en piedra. Cuando le transmitió el

mensaje, lady Trevlyn replicó con firmeza:

—Dígale que no voy a ir.

Y se volvió de cara a la pared con una expresión que intimidó

tanto a la criada que esta no pronunció otra palabra.

Hester le susurró la dura respuesta al médico, temiendo

articularla en voz alta; sin embargo, sir Richard llegó a escucharla y

falleció con una plegaria desesperada en los labios, rogando

perdón.

Cuando amaneció, sir Richard yacía envuelto en su mortaja, y su

recién nacida, en la cuna; al primero nadie lo lloró, y a la segunda la

recibió con desgana la esposa y madre que, diez horas atrás, se

había considerado a sí misma la mujer más feliz de Inglaterra.

Habían creído que lady Trevlyn se moría, así que, a petición suya, le

habían llevado la carta sellada que su esposo había dejado para

ella. La leyó, la apoyó sobre su pecho y, despertando del trance que

le había helado las venas y tanto parecía haberla cambiado, suplicó

con vehemencia a quienes la acompañaban que le salvaran la vida.

Tuvo un pie en la tumba durante dos días; lo único que la salvó,

según los doctores, fue su indómita voluntad de vivir. Durante la

tercera jornada experimentó una recuperación maravillosa, como si

algún propósito le hubiera otorgado una fuerza sobrenatural.

Cuando cayó la noche, la casa estaba muy silenciosa, pues ya

había cesado el triste revuelo provocado por las preparaciones para

el funeral de sir Richard, que yacía por última vez bajo su propio

techo. Hester estaba sentada en la oscura habitación de la señora, y

el único sonido que rompía el silencio era la canción de cuna que la

nodriza entonaba en voz baja para la bebé huérfana de padre que

se encontraba en el dormitorio contiguo. Lady Trevlyn parecía

dormida, pero de repente descorrió la cortina y preguntó con

brusquedad:

—¿Dónde yace mi esposo?

—En la habitación principal, milady —respondió Hester, que

observaba nerviosa el brillo febril de los ojos de su ama, sus mejillas

sonrosadas y la calma antinatural de su actitud.

—Ayúdeme a llegar hasta allí; he de verlo.

—Eso la mataría, milady. Ni se le ocurra, se lo ruego… —

comenzó la criada; pero la mujer no parecía escucharla, y algo en la

palidez y en la seriedad de su rostro la sobrecogió tanto que terminó

cediendo.

Tras envolver la delgada figura de la dama en una cálida bata,

Hester la acompañó o, más bien, cargó con ella hasta aquella

habitación y la dejó en el umbral de la puerta.

—Debo entrar sola; no tiene nada por lo que temer, pero

espéreme aquí —dijo lady Trevlyn, y cerró la puerta tras ella.

No habían transcurrido cinco minutos cuando volvió a aparecer

sin rastro de tristeza en su rígido semblante.

—Lléveme a la cama y tráigame mi joyero —exigió, dejando

escapar un suspiro estremecedor cuando la fiel sirvienta la recibió

con una exclamación de agradecimiento.

Cuando se acataron sus órdenes, cogió el retrato de sir Richard

que siempre colgaba sobre su pecho y extrajo el óvalo de color

marfil de su estuche de oro; guardó el primero bajo llave en un

cajoncito del joyero, volvió a colocarse el guardapelo vacío sobre el

pecho y le ordenó a Hester que le entregara las joyas a Watson, su

abogado, quien las consignaría en un lugar seguro hasta que

creciera su hija.

—Va a volver a ponérselas, querida milady; es usted demasiado

joven para pasar de luto el resto de su vida, incluso por un hombre

tan bueno como el santo señor. Busque consuelo y anímese,

aunque sea por el bien de la niña.

—No voy a usarlas nunca más —sentenció lady Trevlyn mientras

corría las cortinas, como si cerrara la puerta a la esperanza.

Enterraron a sir Richard y, transcurridos los nueve días de

cotilleos, el misterio de su fallecimiento murió de inanición, pues la

única persona que podría haberlo explicado se encontraba en un

estado que no permitía la mención de aquel trágico día.

El juicio de lady Trevlyn peligró durante un año. Una fiebre

prolongada la dejó tan débil, mental y físicamente, que había pocas

esperanzas de que se recuperara, y pasaba los días en un estado

de apatía triste de contemplar. Parecía haberlo olvidado todo, hasta

la consternación que tanto la había angustiado. Ni siquiera ver a su

hija conseguía animarla, y se sucedieron los meses, uno tras otro,

sin dejar rastro de su paso en la mente de la mujer y apenas

restaurando la debilidad de su cuerpo.

Nadie descubrió quién era aquel extraño, cuál había sido el

objeto de su visita ni por qué nunca había vuelto a aparecer. Se

desconocía el contenido de la carta que había dejado sir Richard,

pues lady Trevlyn había destruido el papel y no se le podía sonsacar

nada de información. Según los médicos, la muerte del señor se

había debido a una enfermedad cardíaca, aunque podría haber

vivido muchos años más si no hubiera sufrido esa conmoción

repentina. Quedaban pocos familiares que pudieran llevar a cabo

investigaciones al respecto, y los amigos pronto se olvidaron de la

afligida y joven viuda; de ese modo pasaron los años, y Lillian, la

heredera, alcanzó la niñez a la sombra de este misterio.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Anna Ajmátova Réquiem y otros escritos. (FRAGMENTO).

 


 

Anna Ajmátova

Réquiem y otros escritos

 

PRESENTACIÓN

La tragedia de la cultura —de la cultura rusa, para ser más precisos— no es simplemente una expresión ampulosa o intencionadamente exagerada con la que se pretende una vez más sacudir la conciencia de la opinión pública.

El binomio «amo y criado», «siervo y señor», «dueño y esclavo» refleja una vieja enfermedad rusa nacida en la oscuridad de los tiempos y fraguada en la psicología de la sociedad.

El talento siempre aspira a pensar por sí mismo. Esta tendencia a pensar de manera independiente se ha castigado siempre en el Estado ruso, y los hombres de la cultura que han ignorado esta ley no escrita se han visto perseguidos. Así sucedió con el maravilloso Radíschev, que osó gritar amargas verdades y que pagó por ello con la cárcel. Así sucedió con el gran Pushkin, que se creyó un hombre libre, por lo cual se le impuso un duro censor en la persona del emperador Nicolás I.

Es cierto que a finales del siglo pasado esta enfermedad empezó a remitir y asomó la esperanza de que Rusia sanara por completo. Pero llegó el régimen soviético, que agravó en provecho propio la dolencia y la condujo a trágicas consecuencias.

El amo era implacable. La bala, la cárcel y el silencio eran sus armas. Expulsó del país a destacados hombres de la cultura. Asesinó a Gumiliov, Bábel, Pilniak, Mandelshtam… Enmudeció a Platónov, Ajmátova, Zóschenko… Se entregó a la tarea con verdadera pasión y privó de aire a Rusia hasta que él mismo empezó a ahogarse.

La enfermedad no está ni mucho menos curada, pero para vencer sus males conviene conocer sus causas, estudiarlas y mostrar a la sociedad el secreto de esta tragedia.

Para ello no se promulgó edicto gubernamental alguno. Pero sí se dio el entregado entusiasmo de un grupo de escritores rusos que crearon la comisión encargada de rescatar la herencia de los escritores represaliados, comisión que se propuso la tarea de sacar a la luz lo oculto.

No se trató de una labor sencilla ni mucho menos, pero de modo paulatino, a regañadientes, se empezaron a entreabrir los archivos secretos de la Seguridad del Estado, y la opinión pública abrió aturdida los ojos, obligada a reconocer las dimensiones de su propia tragedia.

El régimen aún no ha muerto. Se resiste a desaparecer. Y la enfermedad no se ha curado. Pero han aparecido los primeros síntomas de su curación, los primeros pasos tímidos para que ésta adquiera un rostro humano.

Me alegra profundamente el hecho de que nuestro problema ruso haya llegado al corazón de la lejana Barcelona, y que la editorial Galaxia Gutenberg, en las personas de Hans Meinke y Ricardo San Vicente, tenga la intención de publicar estos trágicos materiales.

Y creo que esto no es casual. La cultura rusa siempre ha estado estrechamente unida a la cultura universal. Se ha alimentado de ella, al tiempo que la ha enriquecido.

Bulat Okudzhava

PRÓLOGO

Anna de todas las Rusias

por Vladímir Leonóvich

Se pudre el oro, cede el metal,

el mármol. Todo la muerte alcanza.

Del mundo no muda sólo el pesar

y permanece, sublime, la palabra.

Anna Ajmátova

«Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar, durante medio siglo la ha dibujado, pintado, esculpido en yeso y mármol, fotografiado un sinnúmero de personas, empezando por Modigliani. Los versos dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera». Estas palabras pertenecen al poeta Joseph Brodsky, que conoció a Anna Ajmátova cuando ésta, ya rebasados los sesenta años, seguía dominando tanto el arte de la imaginación como la imagen de su propia edad.

Ya mayor, marcada por el peso de los años, sorprendía con sus gestos repentinos, fulgurantes y gráciles como lo era su verso y verbo poético: raudo, elegante, paradójico y preciso, que bien se podría llamar clásico.

Su amor por los clásicos (Pushkin, Dante, Shakespeare, Tolstói) era exigente y celoso. Y su relación con Pushkin se podría definir sin exagerar como una historia de amor.

La crítica soviética la remitía al siglo XIX, y la política la condenaba a la condición de «enemiga de clase». Y ciertamente contrastaba de manera poderosa con el ambiente literario general, pues incluso a mediados de nuestro siglo destacaba de modo tal que su entorno aparecía pálido, desleído, como un lejano segundo plano. No en vano la consideraban una emperatriz. Y las consecuencias trágicas de todo ello, su majestuosa presencia en los tiempos en que «reinaba» el tirano del Kremlin, se nos antojan obvias.

«Nací el 11 de junio de 1889, cerca de Odessa…», escribe Anna Ajmátova. Le pusieron el nombre de su abuela Anna, y de su bisabuela, «la princesa tártara Ajmátova», tomó su nombre poético. La familia pronto se trasladó a Tsárskoye Seló —la «aldea del zar», junto a la residencia de verano de los zares rusos desde Catalina II—, no lejos de Petersburgo, donde pasó sus años de adolescencia Anna Gorenko. Y ya en el apellido de Gorenko resuena la palabra rusa gore, ‘desdicha’… Dolor y desdicha que la poeta compartirá con su pueblo, con su país, que no abandonará en sus horas difíciles.

De niña, como le contaría a su biógrafo Pável Luknitski, era una lunática. Anna se escapaba de casa siguiendo la luz de la luna; el padre salía en busca de su hija y la retornaba a casa en brazos.

Después de la separación de los padres, la madre regresa al sur; Anna ya había cumplido los quince. En Tsárskoye Seló había dejado a su amor Kolia (Nikolái) Gumiliov, el futuro marido de Anna Andréyevna y padre de su único hijo, Liova (Lev).

Sabemos de su conducta poco común a partir de los testimonios de sus compañeros y de ella misma. El mar era para ella un elemento dotado de razón. Impregnada de su «gran sentido de la libertad» —en palabras del venerado Nikolái Nekrásov—, el mar se convirtió en su hábitat natural, como lo llamamos ahora, en su elemento vital. Hasta el extremo de que hubiera preferido cambiar sus largas piernas por la cola de una sirena. Y nadaba como un pez, «como un pájaro», dirá otro de sus maridos, Nikolái Punin. Hablaba con el mar, con el mismo mar al que se dirigiera, aun sin saberlo ella, Pushkin. Y lo cantaba ora como «libre elemento», ora como «verdugo ancestral». A Pushkin llegaría bastante tarde: en casa no había más libros que de los poetas Nekrásov y Derzhavin. Y en las noches de luna, el mar se unía con el frío planeta y no había modo de apartar la mirada del plateado sendero, del «camino no diré hacia dónde»… Aquí, cerca del antiguo Quersoneso, se fundieron en la poeta las culturas llegadas de Asia, Rusia y Grecia.

Ajmátova es la poeta del sufrimiento, del sufrimiento dominado. «La pasión actúa con más fuerza cuando se ve dominada por una mano poderosa». Estas palabras de Beethoven pueden aplicarse plenamente a Ajmátova. Una mano blanca y hermosa que dominaba la explosión, a diferencia de Marina Tsvetáieva, que ignoraba toda mesura o contención («en el mundo de las medidas»).

Ajmátova no tuvo necesidad de «irrumpir» en la poesía rusa, como lo hizo Mayakovski con sus escandalosas innovaciones y sus «bofetadas al gusto público». No tuvo que «atentar contra los valores sagrados», como lo hiciera el atormentado Blok. Ni hubo de luchar con Dios, pues la iglesia también era su casa. Tampoco le hizo falta quebrar la forma clásica del verso, pues conservó con esmero todo lo que había heredado de sus maestros; muy pronto su verso adquirió el aura de lo eterno, mientras el tambor de los «insurrectos» se desgañitaba a los pies del Olimpo, como ocurre con la espuma que hierve fría en toda época de tránsito.

Junto con Mandelshtam, Gumiliov, Gorodetski, Narbut, Viacheslav, Ivánov y Kuzmín, Ajmátova pertenecía al grupo de los reformadores moderados del verso, a los llamados «acmeístas». La raíz de la palabra griega acmé esconde el florecimiento, la plenitud. Así, desde sus primeros pasos, dominio y plenitud se funden en Ajmátova, que, como todo verdadero poeta, aspira a lo sublime.

El genio que no se logra dominar resulta insoportable. Así por cierto, se refería Ajmátova a los «purasangres» Yesenin y Mayakovski…

Pero hemos abandonado a la muchacha «salvaje» a orillas del Ponto o en una alejada roca en medio del mar tostándose al sol de Crimea. La muchacha se asilvestraba con rapidez y de buen grado, olvidando fácilmente las lecciones de sus maestros de Tsárskoye Seló. Olvidando incluso al estudiante enamorado Gumiliov, tres años mayor que Anna Gorenko. Él no le gustaba a ella, recuerda una amiga, «pero ya entonces Kolia se negaba a retroceder ante el fracaso», a pesar de las bromas sobre su apariencia y su mal francés.

En cuanto a Anna, ésta ya a los trece años recitaba de memoria poesías de Verlaine y Baudelaire. En casa de los Gorenko, los niños estaban al cuidado de una institutriz. Pero también tuvieron su aya, una muchacha del pueblo, de cuyos labios la joven «prometida de la luna» bebió el habla popular, que pronto se engarzó a sus versos…

Así, al admirado Nikolái Nekrásov, a los poetas franceses, se sumaron los simbolistas Briúsov, Bély, Blok…, sin olvidar el interés que despertaba en ella la cultura ucraniana. Es decir, en la joven se forma la conciencia clara de la riqueza y variedad de los modos de expresión poéticos…

En su relación con Nikolái Gumiliov se entrecruzan la compartida vocación poética y la también compleja rivalidad y cercanía amorosa. Pasarán seis años desde que se conocen en Tsárskoye Seló hasta que se casan en la primavera de 1910, y otros ocho hasta que se separan. Aunque su relación poética y humana se mantuvo hasta el fusilamiento de Nikolái.

A la boda le siguió un viaje por Europa: París, Roma, Venecia… Y la pintura y la arquitectura italianas le parecen un sueño. Entonces Nikolái aparece como el maestro; pero siempre entre ambos, también en el campo de batalla de los afectos, reinó el sentimiento de la igualdad. Equilibrio tormentoso en la fricción de los sentimientos, pero que en lo poético pronto inclinó la balanza del lado de la joven «promesa».

En 1912 aparece el primer libro de versos de Ajmátova, La tarde. Y al cabo de algo más de un año, Cuentas. Si nos detenemos en la genealogía de la nueva figura poética, en primer lugar hay que mencionar a Innokenti Ánnenski. «En seguida dejé de ver y oír, no podía despegarme de él, repetía sus versos día y noche…», escribirá Anna Ajmátova. El poderoso mundo de los sentimientos y de las ideas del modesto historiador y escritor que era Innokenti Fiódorovich Ánnenski irrumpió en el alma de Ajmátova: su dominio del mundo antiguo (tradujo a los trágicos griegos), su conocimiento de la Edad Media y del Renacimiento, así como de la literatura escandinava moderna, tan conocida en la Rusia de principios de siglo. Y finalmente, no podemos olvidar su conocimiento de los autores propios, los clásicos del siglo XIX Gógol y Dostoyevski, cuya problemática moral trasladaba Ánnenski a la cotidianidad del presente.

Uno de los héroes de Dostoyevski dice que la felicidad futura de toda la humanidad no vale ni una lágrima de un niño si ha de comprarse a tal precio. Así se expresa esta máxima en Ánnenski:

Pero nadie podrá lavar

una lágrima de un niño inocente.

Porque en ella está Cristo.

Todo Él en su resplandor.

Pero ¿y aquellos que sufren dolor,

cuyos brazos asemejan un hilo?…

¡Gente! ¡Hermanos! ¿No por ello será

que nuestra paz sólo está en el tormento?

Éste podría ser un epígrafe a la obra de Ajmátova, sobre todo a su Réquiem. El maestro parece señalar el camino de la joven poeta: expresar el clamor de las lágrimas vertidas.

Julio de 1914. Hace calor, la sequía trae el incendio.

Un sol enorme y malva de color,

sin rayos, colgado en la neblina.

Sobre el marchito trigo callado cae el ardor…

La guerra se anunció aquel día.

Son versos de Jodasévich. Ajmátova, en el espíritu de Ánnenski, escribirá que está dispuesta a darlo todo, «el hijo, el amigo y el don secreto de mi canto…», con tal de que el Todopoderoso aleje la desdicha de su tierra. Gumiliov se marcha al frente, la esposa le manda breves cartas con sus versos. Entonces, en plena guerra de 1914, la musa de Ajmátova se muestra en toda su trágica sencillez:

Y a la Musa en roto pañuelo

canta y clama como en un duelo.

Y en su cruel y joven tristeza

se cobija su mágica fuerza.

Más aún, tras detenerse ante una tumba, le pregunta al poeta: «¿Cómo puedes aún respirar?». Mayakovski, en un artículo que escribe entonces, señala: «Se puede no escribir sobre la guerra, sino con la guerra. No con tinta, sino con sangre, con la sangre que los hombres vierten en los frentes».

Ya entonces aparece preciso el perfil trágico y popular de la voz que veinte años después resonará en su Réquiem:

Junto a mi pueblo permanecí estos años,

donde la gente padeció su desdicha.

Y se dibuja no sólo la íntima fusión del poeta con su pueblo, sino la idea del «alma del pueblo» a la que ella pertenece.

No podrás vivir,

la cabeza alzar,

bajo las balas y las bayonetas del enemigo. Parece una profecía de lo que le espera a su marido, fusilado en 1921.

Desdichado el país que mata a sus poetas. La muerte de Nikolái Gumiliov, asesinado por el poder soviético, abre una herida de la que Ajmátova nunca sanará. Aquel mismo año 19Z1, Aleksandr Blok fallece a los cuarenta y un años, ahogado en su propio silencio. Al año siguiente Lenin expulsa del país a la flor de la cultura rusa; en el «barco de los filósofos» son expulsados de la URSS N. Berdiáyev, S. Bulgákov, L. Karsavin, I. Ilin y muchos otros intelectuales. Algunos de los compañeros de Ajmátova del Taller de los Poetas, como Jodasévich y Gueorgui Ivánov, deciden abandonar el país. Pero «Anna de todas las Rusias», como la llamará Tsvetáieva, tiene otra vara de medir su alma, su unión al alma del pueblo, por alto que sea el sacrificio…

En su poesía Ajmátova conecta en seguida con el lector. Valga como ejemplo que sus Cuentas se reeditan nueve veces desde 1914. La mayoría de sus libros de versos, a pesar de la desconfianza de los bolcheviques, se reeditan repetidamente. Tras Bandada blanca (1918), aparecen El llantén (1921) y un año después Anno Domini. De modo que a mediados de los años veinte la popularidad de Ajmátova puede compararse con la de Mayakovski, Pasternak y Mandelshtam.

Cada uno, es cierto, tenía sus lectores. Y entre ellos también se podían contar los líderes de la revolución. Lo cual no dejaba de entrañar también un peligro. La tesis leninista de que la literatura debía ser de partido y obediente al partido se plasmaba del modo más intolerante en sus herederos, contrarios a todo aquello que no servía a los intereses de la ideología proletaria comunista, es decir, del poder, convirtiendo así una máxima evangélica en el eslogan político «Quien no está con nosotros está contra nosotros», y que Mayakovski convirtió en versos:

El canto y el verso son bomba y bandera.

La voz de su cantor la clase alzará.

Y aquel que con nosotros hoy no cante,

contra nosotros está.

La llegada de Stalin al poder ahondó aún más la radicalidad de este enfoque con el término de «agudización de la lucha de clases», política que tuvo que producir y en definitiva dio lugar a una ruptura en el país, que quedó partido en dos, separado por un alambre de espinos. Ajmátova comprendió pronto el sinsentido de semejante política y «no cantó con ellos», de lo que muy pronto «ellos» se dieron cuenta.

En 1924 las autoridades incluyeron todas las obras de Ajmátova en el índice de libros que debían retirarse de las bibliotecas y de los estantes de las librerías. Se anatematizaron la Biblia, Dante, los filósofos no marxistas…, hasta los libros infantiles de aventuras, pues desarrollaban en ellos fantasías inútiles, en opinión de los nuevos censores. A los niños había que dirigirlos a luchar decididamente contra la «ideología pequeñoburguesa» de la familia… El ideal de los bolcheviques era, al parecer, los campamentos militares que en la época zarista ideara Arakchéyev, con sus reglamentos, declamaciones colectivas y juramentos a la bandera, como sucedía en los campamentos de los niños, «pioneros», o de los miembros de las juventudes comunistas, los «komsomoles».

Los medios para conseguir este adoctrinamiento era el terror, el hambre letal al que se sometió de manera planificada a millones de campesinos a principios de los años treinta, la destrucción de la familia, cuando se obligaba a los niños a rechazar a sus padres, arrestados como «enemigos del pueblo».

En esta atmósfera de terror y orden marcial se vio obligada a vivir la gente como Ajmátova. A vivir y, por pocos que fueran, a resistir. A salvaguardar la memoria de la cultura.

Once personas se sabían el Réquiem de memoria. El texto, como en el caso de otras muchas obras, no existía en el papel, pues cualquier escrito que se encontrara en un registro equivalía a la pena de muerte. Así, desde 1924 hasta 1939 Ajmátova «calla», pues el poder sabía cómo amordazar a los desleales y hacer cantar las mayores loas a los fieles.

Algunos con ánimo sincero, otros por pusilánimes o hipócritas, respondían a las exigencias del partido, firmaban declaraciones oficiales. Ajmátova nunca. Y esto era algo que las autoridades no ignoraban. Conviene subrayar cuán firme se mantuvo en su mudo juramento de no colaborar con el régimen, y el poder la premió con creces por su actitud.

En 1935 es arrestado su único hijo, Lev Gumiliov. Y tras ser liberado, es detenido de nuevo en 1938, para ir a parar a una de las grandes construcciones del estalinismo.

Aquí empieza la larga cola carcelaria de las esposas y madres, hermanas y hermanos con sus paquetes para los detenidos. Anna Andréyevna se pasó en ellas diecisiete meses. Y en ellas, entre la multitud dolida, citemos siquiera a la amiga y primera biógrafa de Ajmátova, Lidia Chukóvskaya, cuyo marido había sido detenido.

L. Chukóvskaya, la autora de las célebres Conversaciones con Anna Ajmátova, escribió, con el recuerdo aún reciente de su propia tragedia, un gran retrato de la época, el relato Sofia Petrovna, la historia de una madre a quien la maquinaria del poder había arrebatado a su hijo. La novela en muchos aspectos recuerda la historia de Anna Andréyevna.

En 1936 la desdicha de su pueblo y el dolor íntimo rompen el silencio de diez años de Ajmátova.

En 1936 comencé a escribir de nuevo, pero mi estilo había cambiado, mi voz vibraba ya de otra manera. La vida traía por la brida a un Pegaso parecido en algo al Caballo Pálido del Apocalipsis o al Caballo Negro de mis versos en ciernes.

Fue entonces cuando visita en su deportación de Vorónezh a Ósip Mandelshtam. Un castigo más que leve para el poeta que había escrito su conocida poesía contra el Tirano. Los versos, que llenarían de horror a Pasternak, le producen a Ajmátova la calma del reconocimiento. Son los versos de un condenado a muerte. Versos alimentados con la sangre que empapa toda la época. Son los tiempos de la Gran Hambre en Ucrania, en Kubán, en el Volga, que se había llevado millones de vidas, mientras vagones cargados de trigo y petróleo viajaban hacia la Alemania nazi.

Aproximadamente por estos mismos años, Pasternak, al que se le encarga la tarea de ensalzar las granjas colectivas soviéticas, viaja a los Urales, donde las autoridades agasajan al poeta y a sus acompañantes con los mejores manjares, cuando tras la ventana del hotel, tras la ventanilla del vagón, se suceden los pobres, los pordioseros, los mendigos… El hecho sumió al poeta en una postración psíquica que lo acompañó durante año y medio, período tras el cual el entusiasta cantor empezó a ver claro.

Visitar al deportado Mandelshtam era peligroso, pero Anna Andréyevna se rige por otras normas, por la ley de la amistad.

En la habitación del poeta condenado,

de guardia, se turna el miedo con la musa.

Sigue la noche que no conoce el alba.

En la Rusia actual, en el amanecer del tercer milenio, no se puede decir en modo alguno que haya llegado el alba. Habrán de pasar años, largos años, decenios, hasta que se logre borrar, lavar el crimen de un genocidio nunca visto en la historia. Ciento cincuenta años atrás Aleksandr Herzen trazó el martirologio de los poetas caídos y abatidos por el poder: diez nombres. En los tiempos soviéticos cuesta nombrar un solo nombre del mundo de la cultura que no se haya visto de un modo u otro golpeado por el régimen.

La airada pluma de Pushkin ya escribió:

En todo el mundo, el hombre es

tirano, prisionero o traidor.

O no-hombre, añadirá Kafka. Entre estos no-hombres, o medio hombres, habría que incluir a todos los «derrotados»: los caídos en el alcohol, el miedo, la locura, los sometidos a la voluntad del poderoso, los traidores, los huidos… Y su número no tiene fin.

La autora del Réquiem era una persona en su sentido más pleno, y una persona de una rareza única, tanto en aquellos años como en nuestros tiempos. Por eso atrae con fuerza tan poderosa esta Gran Madre, citando a Klúyev en su «Canto a la Madre Tierra» (rescatado de entre los archivos del KGB). Pues de su obra fluye el consuelo y la fuerza necesaria para vivir.

Pero ¿qué esconde la misa funeral de Ajmátova?

La amiga de Ajmátova, la poeta Olga Bergolts, fue detenida cuando estaba embarazada; le expulsaron a golpes al hijo que llevaba en su vientre. A su marido, el poeta Borís Kornílov, lo fusilaron.

Mataron al genial Nikolái Klúyev, arrancando con él la raíz que se hunde en las creencias ancestrales del pueblo.

Su amigo Yesenin se ahorcó antes del alba roja de la «colectivización», sin haber concluido su poema sobre Pugachov, el cosaco vengador, la voz de la libertad campesina.

Mayakovski se pegó un tiro «por razones personales», traicionado por los amigos y el poder.

Pasternak se vio cubierto de oprobio y llevado a la tumba. En el otoño de 1958 Pasternak se vio lapidado por los escritores soviéticos, que se dedicaron, en grupo, con alegría y pasión, a la labor. Lidia Chukóvskaya contaría este auto de fe.

El georgiano Galaktión Tabidze se tiró por una ventana antes que verse obligado a firmar una carta de condena contra su compañero.

Mijaíl Zóschenko, que compartiera con Ajmátova la suerte de los perseguidos por el poder, después de 1946 se volvió loco.

Los poetas de Leningrado Jarms, Vedenski y Oléinikov fueron arrestados y fusilados.

Arrestado y condenado a campos de trabajo Nikolái Zabolotski.

En el campo de Valdivistok murió Mandelshtam, el gran amigo de Ajmátova.

Asesinado Bábel.

Asesinado Borís Pilniak, amigo y destinatario de versos de Ajmátova.

Asesinado Vladímir Narbut, con quien en su tiempo Nikolái Gumiliov ideó el grupo de los acmeístas.

Asesinada Anna Bárkova, muerta en la miseria, la soledad y el desprecio, después de tres condenas.

Se suicidó Marina Tsvetáieva, después del fusilamiento de su marido Serguéi Efrón, de la detención de su hija y de su hermana Anastasia…

Detuvieron y llevaron a la muerte al hijo de Andréi Platónov…

Pero basta; detengamos esta interminable lista. Como escribiera Anna Ajmátova en su Réquiem:

Quisiera, una a una, llamarlas por sus nombres,

mas me han robado la lista, ya nunca podré hacerlo.

Como tampoco era posible albergar ilusión alguna, ni confianza ni esperanza de que el régimen pudiera cambiar. Ajmátova se enfurecía al oír que tal o cual «no sabía» nada de los campos, de las matanzas. «¿Que no sabía? ¡Pues estaba obligado a saberlo!» «Somos perezosos y carecemos de curiosidad», señalaba con amargura Pushkin sobre sus compatriotas más de un siglo antes.

Quién sabe qué vacío está el cielo,

en el lugar de la caída torre;

quién sabe qué silencio reina

en la casa en que no ha vuelto el hijo.

Nadie hasta Ajmátova había escrito sobre este silencio.

El insaciable poder prosiguió con los arrestos masivos incluso al iniciarse la Guerra Patria en 1941. Se exterminó a la cúpula del ejército: Ubórievich, Tujachevski, Yakir. Y se llamó a los escritores para que aplaudieran la condena a muerte de los «traidores». En los periódicos, hoy amarillentos por el tiempo y la mentira, podemos encontrar estos aplausos. Y en uno de ellos veremos la firma de Pasternak. Pero es una falsificación más: Borís Pasternak, tal vez al precio de su propia vida, se negó a poner su firma bajo los «vivas» a las condenas de muerte.

Los arrestos fueron menguando a medida que la invasión nazi avanzaba hacia el este. Y por extraño que parezca, en aquellos días se sintió cierto alivio, pues el enemigo dejó de ser un fantasma, se convirtió en algo real y no en una amenaza invisible. Había por qué morir: por la patria. Ajmátova colaboraba con Olga Bergolts en la radio cuando los alemanes llegaron a las puertas de Leningrado (véase Apéndice documental, iv) y la sometieron a lo que sería un inacabable asedio. Los almacenes de provisiones ardieron al iniciarse el bloqueo y los millones de habitantes se vieron condenados al hambre.

En 1941 Ajmátova, a la que casi a la fuerza obligaron a abandonar su ciudad, llevaba en los labios la misma plegaria que escribiera durante la guerra anterior, en 1914. Los versos adquirieron mayor concreción, se podían publicar en los periódicos que se mandaban al frente. Pero simultáneamente seguía la labor poética de Ajmátova, una obra que necesitó veinte años de gestación. En 1940 inicia su Poema sin héroe, una creación que planea sobre varios géneros, una obra de difícil encuadre. Un poema de la memoria. Un poema de la Conciencia. Un poema en que se vierte y halla eco toda la lírica de Ajmátova.

En 1946 el comité central del partido publicó una Resolución Especial dirigida contra las revistas Zvezdá y Leningrado, donde publicaban Ajmátova y Zóschenko, un duro golpe que durante más de cuarenta años pesaría sobre la vida cultural soviética. Cuarenta y tres años a lo largo de los cuales los estudiantes se vieron obligados a estudiar aquel inquisitorial discurso entonces anónimo, escrito tal vez por el propio Stalin, o bien Andréi Zhdánov, el entonces responsable de las cuestiones ideológicas del partido (véase Apéndice documental, v). A Zóschenko lo llamaron calumniador y sinvergüenza, a Ajmátova medio monja, medio mujer de la vida, y a ambos, elementos ajenos y enemigos de la vida soviética.

Acabada la guerra, la Gran Guerra Patria, entre la aliviada población civil y los combatientes victoriosos, tras la sangría de veinte millones de hombres y mujeres, pero, al fin, tras la victoria contra el nazismo, había nacido un rayo de esperanza. Los horrores de la «letra muerta», la pesadilla de la espera nocturna a que llegara el «cuervo negro», las desapariciones, la fantasmagórica represión de los años anteriores, todo eso parecía haber quedado atrás. ¿O no era cierto lo que las autoridades decían? ¿Que en el colosal duelo con el nazismo y el fascismo habían vencido las fuerzas de la libertad y la democracia? Las palabras pronunciadas por Zhdánov echaban por tierra todas las esperanzas nacidas durante la guerra.

La triste verdad es que la gente tiende a creer en los falsos infundios y rara vez hace el esfuerzo de descubrir la verdad. De modo que, en todos los rincones del enorme país se empezó a desenmascarar a sus «zóschenkos» y «ajmátovas». En agosto de 1946 se inauguró la campaña ideológica en favor de la pureza política, campaña que se vio en seguida solapada con otra marea de terror: la lucha contra los «cosmopolitas», que a duras penas ocultaba el pogromo antisemita. Campaña que con el tiempo fue adquiriendo el impulso y el vigor letal de los años treinta y que si no prosiguió fue por la muerte en marzo de 1953 de su gran artífice, Stalin.

Y de nuevo vuelven a sonar los inútiles y desesperados «¿Qué he hecho? ¿Qué delito he cometido?» del ya citado Pasternak. Como insensatos nos parecen, por mucho que no podamos evitar hacernos la misma pregunta, los gritos de los detenidos, de los torturados en los interrogatorios, de los condenados al fusilamiento: ¿por qué?

En el caso de Ajmátova, su calvario de madre y esposa tal vez se pudiera explicar algo más: porque en la primavera de 1946 las salas en las que se le permitía recitar su poesía la recibían de pie, entre ensordecedores aplausos. La recibían con inacabables ovaciones, con aplausos que se prolongaban hasta el agotamiento, cuando tales ovaciones sólo podían estar destinadas a un solo hombre, al Gran Caudillo.

En 1949 es detenido por tercera vez su hijo, Lev Gumiliov, y por segunda vez su último marido, Nikolái Punin, que ya no regresará de los campos de trabajo (véase Apéndice documental, vi).

Aquel mismo año se organiza una fastuosa celebración: ¡el gran Stalin ha cumplido setenta años! El coro de entusiastas salutaciones en honor al caudillo no cesó ni al año siguiente. Y en este ferviente coro sólo sonaba a falsa una voz, los versos de Ajmátova. Como en su tiempo sus amigos Mandelshtam y Pasternak, y como muchos otros llamados a corear al gran líder, Ajmátova puso su voz al servicio del tirano por una única razón: para salvar la vida de su hijo. Y pocos todavía hoy saben que aquellos versos, el «ciclo dedicado a Stalin», ocultaban un único grito: «¡Salva a mi hijo!». Lo más amargo de todo es que ni eso se le concedió.

Citemos en cambio unos versos de aquellos años, inspirados en la obra del poeta armenio Eguishe Sharents, asesinado en 1937. Son versos en los que no suena ni una nota falsa. Hasta su título, Imitación al armenio, nos habla del destino trágico de los pueblos, del genocidio sufrido por los armenios en 1915, la brutal matanza a manos de los turcos.

Me soñarás como negra oveja.

Sobre patas inseguras y secas

vendré, balaré, aullaré:

«¿Has cenado a gusto, mi Sha?

Tú que riges el mundo entero,

protegido del brazo de Alá.

¿Te ha gustado el sabor de mi hijo,

tanto a ti, como a tus niños?».

Merece la pena detenerse en estas líneas. Unos pies inseguros y secos. Los pies de tal vez una condenada, de un alma sufriente, de una madre que carga con el dolor de todas las madres. Y aunque las ovejas no aúllen, no se trata de un error de Ajmátova; es una de las tantas muestras del peculiar oído musical de Ajmátova. Aúllan las madres cuando pierden a sus hijos, aúlla el dolor, incapaz de hallar cobijo en el silencio.

Anna Andréyevna murió a los setenta y siete años, tras haber llorado la pérdida de casi todos sus amigos, pero sin merecer ni siquiera el funeral civil reglamentario que la Unión de Escritores organiza a los suyos. No en vano Bulgákov llamaba a aquella organización «unión de asesinos profesionales». Su funeral se celebró en la iglesia de San Nicolás del Mar en Leningrado, y la enterraron junto al mar, en Komarovo, donde pasó tantos días en su «cabaña».

«Lo bello ha de ser majestuoso», dijo Pushkin como si pensara en ella, a quien hoy bien podemos considerar su heredera directa. Dotada del alma de un Cid y del don del «duende», su obra suscitó el odio del poder soviético. Anna Ajmátova sobrellevó los tormentos de la madre y la esposa que ve arrancados de su lado a sus seres más queridos, y se asomó al abismo de la locura de los años treinta, rodeada de un mar de muerte y dolor.

En este país, ocurriera lo que ocurriera, por terrible que fuera el desorden que oscureciera la vida rusa, en palabras de Pushkin, siempre ha vivido y ayudado a vivir el poeta.

La autoridad moral de Ajmátova, que fue grande en vida, sigue viva hasta hoy. Las lecciones de Pushkin y Ánnenski llegan una vez más a nosotros a través de su obra. Y en cuanto a su misión primera en la vida, citemos las palabras del poeta Chichibabin, otro escritor superviviente de los campos, que en broma, pero muy en serio, escribía:

Ya ven, yo tengo esta manía:

que el mundo lo salvará la poesía.

FUENTE:

Anna Ajmátova, 2000

Traducción: José Manuel Prieto González

Diseño de cubierta: Norbert Denkel

Editor digital: Titivillus

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