domingo, 27 de noviembre de 2022

Thomas Ligotti La fábrica de pesadillas. (FRAGMENTO).

 


 

 

Thomas Ligotti

 

 La fábrica de pesadillas

 

Título original: The Nightmare Factory

 Thomas Ligotti, 1996

 Traducción: Carlos Lacasa, Noemí Risco y Carmen Martín

 Diseño de portada: Stuart Moore

 Editor digital: Epicureum

 

 


A la memoria de mi tía y abuela, Virginia Cianciolo

 

 


 Prólogo de
 Poppy Z. Brite

 

 

¿Estás ahí, Thomas Ligotti?

 

 

Tienes mucho por lo que rendir cuentas, aunque nunca he sido capaz de descubrir nada sustancial sobre ti. Parece que quieres que sea así. Incluso en la única entrevista que he conseguido encontrar en el yermo editorial, hablabas únicamente del arte de la escritura. No me malinterpretes: solo de ti me interesaría leer algo acerca de este oficio. Pero es que de aquellas líneas no se desprendía la menor información personal. A mí, como alguien que concede entrevistas tan numerosas como confusas y personales, que sospecho que algún día lamentaré, me intriga saber cómo lo has conseguido.

Contaba veinte años cuando, en mi primer viaje a San Francisco, un amigo me dejó por primera vez tu libro Songs of a Dead Dreamer, la edición limitada de Silver Scarab con aquellas ilustraciones de Harry O. Morris, que se acercaban a la calidad de los relatos. En parte, despertó mi interés por el hecho de que Ramsey Campbell, que era y sigue siendo uno de mis escritores favoritos, había tenido a bien escribir la introducción; por tanto, el que me hayan pedido que escriba esta introducción resulta sorprendente.

Sentada en el asiento trasero de un coche que corría por Bay Ridge, abrí el libro por una página al azar y leí una frase que me acompañará hasta el día de mi muerte, una frase que hubiera dado un pulgar por poder escribir:

«Dejamos esto atrás, en sus capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra espuma del paraíso, a la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano galáctico, a los huecos remolinos perlados de mares como cloacas, a las ciudades sin estrellas de la locura y a sus suburbios… mi cervatillo fascinado y yo hemos ido a retozar».

El retozo

 

El resplandeciente paisaje de San Francisco, una ciudad de la que ya había sospechado que albergaba profundos misterios gracias a Our Lady of Darkness de Fritz Lieber, quedó en mi mente unido de forma inextricable a esta joya. Para mí, aquellas cunetas y callejones de negra espuma (por no mencionar la calle de Wavering Peaks) siempre estarán al otro lado de la Bahía, vista desde Berkeley.

¿Me odiarás si confieso que fotocopié el libro entero? Le había prometido a mi amigo que se lo devolvería, y no me gusta robar libros. Pero no podía soportar el separarme de tus palabras, y no pude encontrar un ejemplar por ningún sitio; aquellos libros, tan preciosos como escasos, habían desaparecido para ser atesorados.

Desde entonces, Songs of a Dead Dreamer ha sido publicado por grandes editoriales en al menos dos continentes. Yo tengo tres ediciones distintas, pero hasta que fue destruida el año pasado durante una inundación siempre conservé aquella carpeta con las patéticas fotocopias.

No he dejado de seguir tu carrera (ya va casi para diez años), y aún no sé de ti más que lo que revelan tus historias. Aunque sé que lo que se deja traslucir en lo que uno escribe es considerable, también sé que con frecuencia los lectores lo malinterpretan. Si tuvieras la amabilidad de llamarme e invitarme a tomar un café, esperaría encontrarme con un esteta disipado, sarcástico, decadente y abyecto, dado a las extrañas asociaciones de palabras, con un gusto no solo para lo macabro sino para lo verdaderamente repugnante (que los críticos hablen de horrores apenas sugeridos; tú consigues que lo vea todo de forma cristalina). Pero quizá me encontrase con alguien totalmente distinto. Sospecho que nunca lo sabré.

Tienes mucho por lo que rendir cuentas, Thomas Ligotti. Por cada rebaño de aficionados al terror a los que no «enganchas» siempre habrá alguien profundamente impresionado y conmovido por tu obra, alguien a quien le parecerá que te has introducido en la parte de su cerebro encargada de los sueños, para extraer de allí pesadillas intensamente privadas. Yo soy una de esas personas. Después de leer tus relatos suelo experimentar dos sensaciones diferentes: un leve déjà vu (no como si ya hubiera leído las mismas palabras, sino como si las imágenes ya hubieran aparecido en alguna parte del cenagal de mi subconsciente) y una especie de fascinación lovecraftiana que llega a confundirse con la náusea existencial. Más que cualquier otro escritor en el que pueda pensar, tú creas una ficción decididamente extraña. Y no puedo sino maravillarme. ¿Estás por ahí fuera, Thomas Ligotti?

Creo que acabo de responder mis propias preguntas.

 


 Introducción: Los consuelos del terror

 

 

 Tinieblas, os saludamos y abrazamos

 

 

El horror, al menos en sus presentaciones artísticas, puede ser un alivio. Y, como cualquier agente de la iluminación, puede incluso conferir (aunque sea brevemente) una sensación de poder, sabiduría y trascendencia, especialmente si el agraciado lo es de buen grado y tiene auténtico gusto por los antiguos misterios y un miedo genuino por las trampas y embustes que un corazón voluntarioso suele percibir en lo desconocido.

Nosotros (los favorecidos de buen grado, recordad) queremos sin duda saber lo peor, tanto sobre nosotros mismos como sobre el mundo. El tema más viejo, quizá el único, es el del saber prohibido. Y ningún saber prohibido consoló nunca a su dueño (motivo probable por el que se prohíbe). Como mucho, será uno de los más irónicos dones concedidos al posesor (pues el conocimiento de lo vedado es, primero y por encima de todo, una ordalía individual). Está especialmente prohibido porque la mera posibilidad de tal conocimiento introduce una monstruosa y perversa tentación que troca los tranquilos placeres de la existencia mundana por las luces brillantes de la alienación, la perdición y, en algunos casos extraños, la condenación eterna.

Así que no solo deseamos conocer lo peor, sino también experimentarlo.

De aquí esta palestra de experiencia artificial, supuestamente de la peor especie (el relato de terror), donde pueden inventarse grotescas conspiraciones a satisfacción de nuestra alma, donde todos los jugadores cortan la baraja con escalofríos, temblores y manos amputadas; y, lo que es más importante, donde uno, desde una segura distancia, puede, en cierto modo, enfrentarse a la muerte, al dolor y a la pérdida del mundo (abrimos comillas) real (cerramos comillas).

¿Pero funciona siempre como querríamos?

 A modo de ejemplo

 

 

Estoy viendo La noche de los muertos vivientes. Tengo delante las filas de los muertos, reanimados por una de las maravillas de doble filo de la edad moderna (la radiación atómica, creo. ¿O era un increíble producto químico que llegaba hasta los depósitos de agua? ¿Acaso importa?). Veo un grupo de tipos normales, casi de documental, encerrados en una casa, enfrentándose a una oleada tras otra de necrófagos hambrientos. Veo cómo el grupo pierde terreno desesperadamente y sucumben uno detrás de otro a la misma enfermedad de sus sonámbulos asesinos: un marido trata de devorar a su mujer (¿o era una madre que intentaba comerse a su hijo?), una hija apuñala a su padre con un palustre de jardinero (¿o era un hermano el que apuñalaba a su hermana con una paleta de albañil?). En cualquier caso, todos mueren de forma horrible. Esto es lo importante.

Cuando la película termina, me siento fortalecido por la sensación de haber soportado este tormento terrorífico; ya tengo más pesadillas que me sirvan para acerar mis nervios ante los horrendos días y noches que puedan venir. En resumen, he expandido mi capacidad para el miedo. ¡Puedo soportar lo que sea!

En las películas, claro está.

La inquietante verdad es que las brutalidades anteriores se «digieren» con suma facilidad. Y entonces, en algún momento, uno comienza a adoptar estrategias poco naturales para protegerse no del hombre del saco, sino del de los sueños. Hablamos, por ejemplo, a los personajes de una película de terror: «Hola, señor Cadáver Putrefacto que lame un montón de entrañas pegajosas, ¡qué hay!». Pero incluso esta táctica pierde su encanto después de un tiempo, especialmente si estás viendo una de estas películas solo y careces de un cómplice con el que compartir tu más reciente fase de hastío e inmunidad al terror primitivo. (Hablamos de las películas. De otro modo sigues siendo la misma persona vulnerable de siempre).

Así que cuando un devoto aficionado (aquí predominan tradicionalmente los hombres sobre las mujeres) al terror está hasta arriba, saturado y consecuentemente aburrido, ¿qué hace a continuación? ¿Darse una vuelta por las salas de urgencias de los hospitales o los depósitos de cadáveres de la zona? ¿Estar atento por si ve algún accidente sangriento en la carretera? ¿Hacerse corresponsal de guerra? De cualquier manera, el caso se ha desplazado claramente a un plano por completo distinto, de las películas a la vida real, y es evidente que algo anda mal aquí.

El único remedio para el adicto al terror parece ser este: si la vieja dosis de medicina no es lo bastante potente, ¡auméntala! (este paralelismo farmacéutico es manido, pero adecuado). Y así llegamos al bien conocido y tosco fundamento de la «escalada visceral» en las películas de terror. ¿Ya has visto demasiadas veces viejos clásicos como Un hombre lobo americano en Londres? Pues prueba una de sus versiones de primeros de los ochenta, mucho más sangrientas pero infinitamente inferiores. Por supuesto, este alivio solo es temporal; la tolerancia a las drogas suele aumentar con el uso, y en el horizonte no parece haber una solución definitiva, una farmacia genial en la que pueda comprarse una dosis lo bastante grande como para saciar el ansia de horror, donde el adicto inquieto pueda por fin cargarse de droga demoníaca, satisfacer su gula impía con sombras y susurrar: «ya basta».

El pozo vacío del aburrimiento se renueva constantemente, mientras que las películas de terror se tornan cada vez menos inquietantes para el espectador marginalmente sádico.

¿Y cuál es el razonamiento común para justificar lo que de otro modo se consideraría un caso apenas frustrado de sadomasoquismo? Ahora recordamos: presentarnos horrores dentro del cine (o dentro de un libro, no los olvidemos) y así ayudarnos a asimilar los horrores de fuera, y también prepararnos para el gran horror. Suena razonable, suena correcto y racional. Pero no tiene nada de real. Estamos en el gran bosque del miedo, donde no puedes combatir las peores experiencias reales con otras falsas, por bien sincronizadas que estén sus correspondencias simbólicas. ¿Cuándo fue la última vez que, al oír que alguien despertaba gritando de una pesadilla, lo apartaste a un lado con un «sí, pero he visto cosas peores en las películas» (o he leído cosas peores en los libros; ya llegaremos a ellos)? Nada es peor que aquello que le sucede a uno en persona. Y aunque un mal sueño puede llegar muy alto temporalmente en el asustómetro, siendo realistas es uno de los más pequeños y efímeros terrores a los que una persona tiene que enfrentarse. Prueba a encontrar solaz en las cinco veces que has visto La matanza de Texas cuando te están preparando para una operación de cirugía cerebral.

En honor a la verdad, los aficionados a las películas de terror son personas más nerviosas e histéricas que la mayoría. Necesitamos toda la confianza que podamos obtener, como todo el mundo, y solemos complacernos al pensar que pasar diecisiete noches seguidas viendo películas de psicópatas sobrenaturales es bueno para los nervios, y que nos darán un poder especial del que carecen aquellos a los que no les gustan. Después de todo, este es uno de los métodos psicológicos con los que nos «venden» el mercado del terror, el más importante de sus consuelos.

Sin duda es el principal consuelo, pero también es falso.

 Interludio: hasta aquí, consuelos de la violencia

 

 

Quizá haya sido un error elegir La noche de los muertos vivientes para ilustrar los consuelos del terror. Como delegada de Terrorlandia, esta película es admirablemente incorruptible y rezuma integridad. No se ha vendido a los códigos morales de guardería de casi todo el «terror moderno», y no lanza ningún mensaje concreto. Su único propósito es la pesadilla. Desde el punto de vista de la simple demencia alienante, inquietante y vomitiva, es una obra bastante eficaz, al menos las dos primeras veces que la ves. Ni intenta ni pretende ser nada más. (Y, como hemos descubierto, es que no hay nada más esperándonos, salvo más de lo mismo). Pero el gran problema es que a veces olvidamos lo mucho que podemos hacer en las películas de terror (¡ y en los libros!) aparte de lo visto. A veces olvidamos que las historias sobrenaturales (y este es un muy buen momento para echar a patadas a las no sobrenaturales: las de psicópatas, las de suspense, etc.) pueden tener todas las funciones que las reales, y transmitir las mismas sensaciones, pues lo sobrenatural puede servir como eficaz vehículo con el que adentrarse en reinos en los que lo extraño y lo familiar se cargan mutuamente con los polos opuestos de su pasión.

La mansión encantada, por ejemplo. Aparte de ser la mayor película de casas encantadas jamás filmada, también nos habla de humanos poseídos. En ella, el viejo espíritu de la tragedia moral atraviesa fácilmente las paredes, dividiendo los misterios del universo mundano de aquellos de lo extramundano. Y ese espectro súper trágico no llega a descansar en ninguno de los dos, nunca se queda lo suficiente para darnos el conocimiento prohibido ni de las estrellas ni de nosotros mismos, ni de absolutamente nada, ya puestos. ¿Hasta qué punto puede culparse al «trastorno de la casa de la colina» (según el diagnóstico del doctor Markway) de la locura de la gente que estuvo, está y probablemente estará en ella? Y viceversa, por supuesto. ¿Qué es lo que sucede con esa escalera de caracol de la biblioteca, o por lo menos con las personas que intentan subir por ella? Lo único que está claro es que algo sucede, sea lo que sea… y sea quien sea el responsable. Nuestro pobre cuarteto de cazafantasmas (el doctor Markway, Theo, Luke y Eleanor) no solo son incapaces de desatarse los hilos con los que son movidos como títeres. ¡Es que ni siquiera pueden dar con los nudos!

Los fantasmas de la casa de la colina permanecen siempre invisibles, salvo por sus efectos: enormes puertas de roble que se cierran con fuerza salvaje, doblándolas como si fueran de cartón; mensajes asonantes escritos en las paredes («Ayudad a Eleanor a volver a casa») con una sustancia indeterminada («Tiza», dice Luke. «O algo que se le parece», corrige Markway); y, en general, dando al lugar unas pésimas vibraciones. Ni siquiera estamos seguros de quiénes son (o fueron) los fantasmas. ¿El devoto y dementado Hugh Crane, que construyó la casa de la colina? ¿Su siniestra hija Abigail, que se consumió allí? ¿Su negligente compañera, que se ahorcó en la casa? Ninguno de ellos emerge como el claro y definitivo responsable de una presencia que parece una especie de crisol de fuerzas enloquecidas del pasado, de una «anti-América» donde los de más bajo espíritu convergen, se estancan y se pierden en un inmenso y arrebatado cuerpo espectral.

Más fáciles de identificar son los espectros personales de los vivos, al menos para el espectador. Pero los personajes de la película están demasiado ocupados con sus asuntos exteriores como para mirar dentro de las casas de los demás, o incluso de las suyas. El doctor Markway no reconoce los fantasmas de Eleanor (que lo ama sin esperanza). Eleanor no alcanza a percibir los de Theo (es lesbiana), que por su parte evita reflexionar sobre ello. («¿Y de qué tienes miedo, Theo?», pregunta Eleanor. «De saber lo que quiero en realidad», responde ella, con una cierta falta de candor). Pero el mejor de todos es Luke, que ni siquiera cree que haya fantasma alguno hasta cerca del final de la película, cuando este afable amante de la diversión presiente una terrorífica sensación de alienación, perversidad y extrañeza en el mundo que lo rodea. «Deberían quemarla hasta los cimientos», dice acerca de la lujosa casa que va a heredar, «y echar sal en la tierra». Esta cita cuasi bíblica indica que en los pasadizos privados de Luke se han abierto unas cuantas puertas. ¡Por fin sabe! La pobre Eleanor, por supuesto, ha sido reclamada por la casa como una de sus solitarias y eternas moradoras sin rostro. Será su voz la que pronunciará las últimas y reverberantes frases de la película: «La casa de la colina lleva ochenta años en pie, y probablemente resistirá ochenta más… Y los que en ella vivimos, lo hacemos en soledad». Con estas palabras, el espectador vislumbra un mundo de dolor y horror inimaginables, una región insondable de tumulto gótico, un inquietante Nuncaburgo.

La experiencia es extremadamente desconsoladora, pero en cualquier caso emocionante.

Pero el que una película transmita una sensación tan fuerte de lo sobrenatural es raro (esta, por supuesto, es una adaptación escrupulosamente fiel de la novela de Shirley Jackson, indiscutiblemente excelente). Lo que sí es frecuente, especialmente con la ficción, es el fenómeno que provocó la frase del párrafo anterior; en otras palabras, la paradoja de la diversión en las historias de terror. El palpitante corazón de la cuestión, sin embargo, es: ¿qué nos entretiene de verdad? El entretenimiento, imaginemos como imaginemos su fuente, es justamente considerado como una justificación en sí mismo, y parece ser uno de los infatigables consuelos del terror.

¿Pero seguro que es así? (Esto no llevará mucho).

 Otro ejemplo

 

 

Estamos leyendo (no hace falta decir que en una sala silenciosa y acogedora) una de las estupendas historias de fantasmas de M. R. James. Es Count Magnus, en la que un curioso erudito obtiene un conocimiento que ni siquiera sabía prohibido, y sufre las terribles consecuencias a manos del conde y su camarada tentaculado. En realidad la historia termina antes de tener la oportunidad de ser testigos de este fabuloso golpe de gracia, pero sabemos que lo que le espera a nuestro estudioso es la succión de la cabeza. Y mientras el sabio condenado se enfrenta a un destino peor que el que cualquiera de nosotros conoceremos nunca, nosotros estamos sentados tranquilamente en una esquina, probablemente bebiendo un té calentito. Al menos creemos que su muerte será peor. Lo esperamos. En los subsótanos más profundos de nuestra mente, suplicamos: «¡por favor, que a mí no me pase nada siquiera parecido! A mí no. Si le sucede al otro yo me lo leo, e incluso temblaré un poco. Me estoy divirtiendo tanto que no puede ser tan terrible. Para él, claro está. Para él la desgracia insoportable. Fíjate lo nervioso que me pongo simplemente leyéndolo. Así que, por favor, que le pase siempre al otro».

Pero no siempre le tocará al otro, porque a la larga a todos nos llega el turno.

Por supuesto, en el corto plazo, leer acerca de un mundo en el que suceden cosas espantosas, en un área restringida a la que nunca osaríamos acercarnos siquiera, se convierte en uno de los pequeños éxtasis de la vida, en una indudable fuente de diversión. Y es en este corto plazo en el que se leen (y escriben) todas las historias. (Si algo con ojos como huevos aguados quisiera arrancarte la cabeza, ¿te pararías a escribir un relato al respecto?). Es otro mundo, el corto plazo; es un mundo en el que el terror es un verdadero consuelo. Pero el que pongamos demasiada fe en las historias de fantasmas como consuelo para nuestra mortalidad, nuestra vulnerabilidad para los terrores de la vida real, no es un cumplido para el doctor James, ni para nosotros como lectores. En lo tocante a consuelos, este resulta ser uno de grado bajo, una complacencia demente disfrazada de beatitud.

Así que nuestro segundo consuelo está en el tiempo, como mucho, prestado. Y en el largo plazo, donde ningún sencillo relato puede servirte de mucho, el consuelo es ilusorio.

(Quizá las historias de H. P. Lovecraft nos ofrezcan un papel más amenazador y admirable a los devotos de la condenación. En la obra de Lovecraft el destino no queda restringido a personajes excéntricos en situaciones excéntricas. Comienza así, pero al final se expande para violar la zona de seguridad del lector —y del no lector, ya puestos, aunque este permanece ajeno al saber prohibido de Lovecraft—. Los de M. R. James son relatos admonitorios, lecciones de cómo permanecer libre de problemas espectrales, y de lo agradable y seguro que es esto. Pero dentro de las fronteras cósmicas del universo de Lovecraft, al que muchos llamarían el universo en sí mismo, ya estamos metidos en un buen lío, y lo de sentirse a salvo es algo complicado para cualquiera con un poco de seso y acceso a los manuscritos de Albert Wilmarth, Nathaniel Wingate Paeslee o el sobrino del profesor Angell. Estos narradores aislados nos llevan con ellos a su perdición, que es la del mundo —en los relatos de Lovecraft, a nadie le importa un pimiento lo que les suceda a los personajes en cuanto personas individuales—. Si nosotros supiéramos lo que saben ellos acerca del mundo y de nuestra terrible y precaria posición en él, sin duda nuestros cerebros temblarían ante la revelación. Y si descubriéramos lo mismo que Arthur Jermyn descubrió acerca de nosotros mismos y nuestros humildes orígenes es una mera locura de la biología, haríamos lo que él hizo con unos cuantos litros de gasolina y una misericordiosa cerilla. Por supuesto, Lovecraft insiste en contarnos cosas cuyo conocimiento en nada nos beneficia, cosas que no pueden ayudarnos, ni protegernos, ni siquiera prepararnos para el terrible e inevitable apocalipsis que se avecina. El único consuelo es aceptarlo, vivir con ellos y suspirar en el bálsamo que es el olvido viviente. Si logras mantener este constante estado de condenación, puede que te libres del dolor de la esperanza insensata y su segura aniquilación.

Pero no podemos mantener este estado, solo un santo de la perdición sería capaz de ello. La esperanza se infiltra en nuestras vidas por las grietas crecientes que siempre quisimos reparar, sin encontrar tiempo para ello. Extrañamente, cuando las grietas se hacen más grandes y llega al fin el diluvio prometido, no es precisamente la esperanza la que se abre camino y nos ahoga).

 Interludio: hasta aquí, consuelos de la violencia

 

 

Así que, cuando un estado ficticio de perdición absoluta ya no nos ofrece posibilidades de consuelo, ¿qué nos queda? Bueno, hay otro papel típico aparte del de víctima de una historia de terror: el del villano. Es decir, nos convertimos en el monstruo para cambiar el paso. Hasta cierto punto, se supone que esto sucede cuando subimos a la tarima resonante que hay detrás de la iluminación gótica. Es tradicional identificarse y sentir lástima por el vampiro y el hombre lobo en su momento definitivo de debilidad, un momento en el que son más humanos. Sin embargo, a veces parece como si fuera más divertido interpretar al vampiro o al hombre lobo en la cima de su poder monstruoso y asesino. Interpretarlos en nuestro corazón, claro. Después de todo, podría ser estupendo levantarse al ocaso todos los días para recorrer las sombras, volar en la noche con alas de murciélago, mirar a los extraños a los ojos y someterlos a tu voluntad. No está mal para alguien que en teoría está muerto. O al menos para alguien que no puede morir y cuya alma no le pertenece; para alguien que, por elegante y aristocrático que pueda parecer, está condenado a vagar por la eternidad con una única y muy embarazosa obsesión. Es el drogadicto más encanallado, y encima inmortal.

Pero quizá te fuera bien como hombre lobo. Durante la mayor parte del mes eres como todos los demás. Entonces, por unos días, te puedes tomar unas vacaciones del patético yo humano y derramar la sangre de los otros humanos patéticos. Y una vez vuelves a tu tamaño de ropa habitual, nadie puede enterarse de nada… hasta que llega el mes siguiente, y vuelta a empezar con todo el jaleo. Y otro mes, y otro, y así siempre. No obstante la vida del hombre lobo no es tan mala, siempre que no te pesquen destrozándole a alguien la garganta. Por supuesto, podrías tener sentimiento de culpa, y sí, pesadillas.

Todo el mundo admite que el vampirismo y la licantropía tienen sus contraprestaciones, pero también habría momentos memorables, momentos que los humanos raramente pueden disfrutar, si es que es siquiera posible: sentir tu yo primario en armonía con las fuerzas inhumanas que te rodean, impávido ante el rostro de la noche, de la naturaleza, de la soledad, de todas estas cosas de las que la gente simple tiene mucho que temer. Ahí estás tú bajo la Luna, como una tormenta de furia en forma humana. Y siempre serás así, eternamente si eres cuidadoso. Ser humano es ser un callejón sin salida. Parece que los sociópatas sobrenaturales tienen más posibilidades abiertas, así que, ¿no sería genial ser uno de ellos? Lo que quiero decir, por supuesto, es: ¿es un consuelo de la literatura de terror el dejarnos serlo durante un breve tiempo? Sí, sin duda. La atracción de esta vida es en ocasiones irresistible. ¿Pero pasamos algo por alto si solo alcanzamos a ver el glamour e ignoramos el penoso trabajo que es la existencia de estos nictófilos de espíritu libre? ¿Qué me dices?

 El último ejemplo

 

 

Ejemplo cancelado. El consuelo es un truco patente, hecho con escritura invisible, espejos y una cámara mágica.

 Consuelo sustitutivo:
 
La caída de la casa Usher, o la Perdición de nuevo

 

 

¿Te has preguntado alguna vez cómo una historia gótica como esta obra maestra de Poe puede ser tan genial sin procurarse la preocupación del lector por el destino de sus personajes? Hay un montón de horribles acontecimiento y conceptos entretejidos; el narrador y su amigo Roderick experimentan una buena dosis de MIEDO. Pero, al contrario que en un relato de terror cuyos efectos dependen de la simpatía que el lector sienta por sus víctimas ficticias, esta no quiere que nos involucremos con los protagonistas de ese modo. Nuestro miedo no deriva del suyo. Aunque Roderick, su hermana y el narrador visitante son compañeros fascinantes, no nos lastran con sus catástrofes individuales. ¿Sentimos lástima por el terrible sino de Roderick y su hermana? No. ¿Nos alegramos de que el narrador logre escapar de la casa que se hunde? No especialmente. Entonces, ¿por qué lamentarnos por esta calamidad que tiene lugar en la campiña, a muchos kilómetros del pueblo más cercano y de las preocupaciones humanas cotidianas?

En esta historia no importan las personas. En el universo literario de Poe (y en el de Lovecraft), lo individual es horrible y consoladoramente irrelevante. Durante la lectura de La caída de la casa Usher no miramos por encima del hombro de ningún personaje, sino que nuestra atención se distribuye de modo omnisciente por las cuatro esquinas de una pestilente factoría que fabrica un solo producto: una perdición total de la que no hay escapatoria. El que un nombre propio en concreto se salve de este destino o se vea atrapado no es importante. El de Poe es un mundo creado con una obsolescencia inherente, y para apreciar por completo este cosmos tétrico uno debe asumir la perspectiva de su creador, que son todas, sin dejarse limitar por una sola. Por tanto, nosotros como lectores somos la casa Usher (tanto la familia como la estructura), somos el moho que se adueña de sus muros y la violenta tormenta sobre su vetusta cabeza; nos hundimos con los Usher y nos escapamos con el narrador. En resumen, interpretamos ambos papeles. Y el consuelo aquí es que estamos supremamente alejados del punto de vista enloquecedoramente trágico del ser humano.

Por supuesto, cuando la historia termina debemos caer de nuestra percha divina y regresar a nuestra mortalidad, que es quizá lo que están haciendo los Usher y su casa. ¡Este es siempre el problema de los aspirantes a dios! No podemos mantener demasiado tiempo este punto de vista divino. ¿No sería genial que pudiéramos lograrlo, si la vida pudiera vivirse ajena a la agonía de lo individual? Pero estamos condenados a involucrarnos en nuestra propia vida, que es la única que hay, y la divinidad nada tiene que ver con ello.

Pero… ¿no sería genial?

 Tinieblas, habéis hecho tanto por nosotros…

 

 

En este punto puede parecer que los consuelos del terror no son lo que creíamos al principio, que todo este tiempo nos hemos acompañado de meras ilusiones. Es que es así. Y seguiremos haciéndolo, seguiremos sentándonos en nuestra insensible comodidad con un libro de terror en el regazo, como depredadores catalépticos, y seguiremos hallando un atildado solaz, aunque solo sea por espacio de un relato, de un mundo al que la desesperanza y la perdición absolutas han hecho tan abrigado como simple. Estos consuelos siguen siendo eficaces, aunque no funcionen tan bien como nos gustaría. Pero solo son efectivos, como la mayoría de las cosas de valor en el arte o en la vida, como ilusiones. Y no tiene sentido atribuirles poderes terapéuticos o salvadores que ni poseen ni pueden poseer. Ya hay suficientes desencantos en el mundo como para añadir otro más.

Pero quizá la ilusión del consuelo pueda perfeccionarse adquiriendo un mejor sentido de aquello por lo que nos consolamos. ¿Qué es, en realidad, una historia de terror? ¿Y qué es lo que hace? Empecemos por la segunda pregunta.

El relato de terror hace el trabajo de una especie de sueño que todos conocemos. A veces lo hace tan bien que incluso el asunto más irracional e improbable puede infectar al lector con una sensación de realismo más allá de lo realista, un truco que no suele darse más allá del vodevil que es el sueño. ¿Cuándo fue la última vez que no te logró engañar una pesadilla, en que no te la creíste porque los incidentes no eran lo bastante lógicos y realistas? La historia de terror solo es real para los sueños, especialmente para aquellos que nos involucran en misteriosas ordalías, en la transmisión de secretos, en la obtención de saberes prohibidos y, en más de un sentido, en el derramamiento de vísceras.

Lo que distingue al terror de otra clase de historias es la devoción exclusiva de sus practicantes, de sus auténticos practicantes, para imaginar y aislar de forma consciente los aspectos y episodios más demoníacos de la existencia humana, imperturbables ante cualquier consuelo. Pues no hay en la tierra consuelo suficiente para los terrores que tratamos en vano de hacer soportables.

¿Son las historias de terror más reales que otras? Pueden serlo, pero no necesariamente. Se limitan a mostrar condiciones de extraordinario sufrimiento, y aunque no son solo esto, estas demostraciones pueden ser tan cercanas a la verdad como cualquier otra. En cualquier caso, ¿qué horror ficticio sencillo, por grotescamente magnificado que esté, puede compararse siquiera con el complejo entramado de miseria y desencanto que es la mera rutina humana? Por supuesto, el horror fundamental de la existencia no nos es siempre evidente a sus habitantes, siempre amenazados y aun así desprevenidos. Pero en las verdaderas historias de terror podemos verlo aun en la oscuridad. Todas las esperanzas eternas, las salidas optimistas y las redenciones definitivas desaparecen, y por un rato podemos pretender que miramos el rostro putrefacto de lo pésimo.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Thomas Ligotti Noctuario. (FRAGMENTO)

 


            Thomas Ligotti

 Noctuario

 (Relatos extraños y terroríficos)

 Título original: Noctuary

Thomas Ligotti, 1994

 Traducción: Varios

 Editor digital: Titivillus

  ePub base r1.2

 

             

 

 


            Para Dave y Leona

 

 

 


 Prólogo: Pasos en la oscuridad

 

 

            Un atisbo al horror según Thomas Ligotti

 

 

 I

 

 

            HAY pocas cosas más inquietantes, irritantes y, al mismo tiempo, fascinantes, que andar en la oscuridad. En la más completa oscuridad. Esa que, en realidad, no existe, pues hasta en la más aparentemente honda negrura, nuestros ojos se empeñan en atisbar formas y contornos, volúmenes que, quizá, no estén ahí, pero nuestra mente finge reconocer, como anclajes que nos impiden hundirnos definitivamente en la locura de la nada.

            Una noche cualquiera, durante una estancia solitaria en la habitación de un hotel, no importa el motivo, despertamos en la madrugada, en medio de la oscuridad. Una oscuridad desconocida, que nada tiene que ver con la de nuestra casa, cuya geografía está grabada en nuestro cerebro por la cotidianeidad de la existencia diaria. De repente, bajamos de la cama, poniendo inseguros los pies en el suelo y, al echar a andar, tropezamos con un obstáculo sólido y brutal. ¿Una pared? ¿Un muro? ¿Un acantilado? Sin embargo, juraríamos que hemos bajado por el lado correcto de la cama, aquel que daba en dirección a la puerta de la habitación, a varios metros de la misma… Pero ¿por qué ahora no hay espacio a nuestro alrededor? ¿Qué es esto? ¿Una ventana? ¿La puerta del baño? ¿Una trampa? Nuestra mano se dirige, frenética, hacia donde el recuerdo le dicta que se encuentra la llave de la luz… En lugar de un interruptor, tocamos algo húmedo, fofo, blando. ¿Telarañas? ¿Una cortina empapada? ¿Un… animal? Nada tiene sentido, la orientación nos ha abandonado por completo. Flotamos inseguros en la oscuridad, nos tiemblan las piernas, tropezamos con nuestros propios pies. Sentimos miedo, sí. Pero también una excitación sin límite. Nos encontramos, al fin, con lo Desconocido. Se disparan las endorfinas, los nervios explotan en mil venas de color y vemos hacia dentro. Es el momento definitivo de la Revelación. Estamos solos como nunca antes, ni siquiera en el vientre materno. Solos ante la Realidad en su esencia pura… Entonces, la mano tropieza finalmente con la llave de la luz y un blanco resplandor ilumina la habitación, la vulgar y sencilla habitación de un hotel cualquiera en una ciudad cualquiera. Nos reímos de nosotros mismos, respiramos tranquilos pensando que por fin hemos vuelto a la realidad, escapando al engaño de los sentidos. Aunque también nos sentimos un poco decepcionados. Por un instante, a través del miedo y del vacío, habíamos creído descubrir el mundo tal como era, antes de que se hiciera la luz. El mundo en su esencia… Pero era sólo una ilusión. ¿O no? Quizá la ilusión sea esta exigua habitación con su cama, su mesilla, su televisión y su teléfono, que instantes antes no existían, mientras la oscuridad lo era todo, en sí y para sí. ¿Cómo saberlo?

            Este miedo, esta excitación, esta fascinación, preñados de peligro pero también de perverso placer, que siente nuestro yo al dar apenas unos pasos en la oscuridad, lejos de la celosa vigilancia maternal de la realidad cotidiana, son los mismos que despiertan los relatos de Thomas Ligotti. Sin duda alguna el maestro absoluto de lo extraño y lo fantástico en la literatura actual.

 II

 

 

            Existen muchas tendencias, modos y modas en la literatura sobrenatural, fantástica y de terror. No son sólo cosa de hoy. Siempre hubo autores que escribieron fantasías para un público masivo y popular, atendiendo a los miedos y necesidades del momento, mientras otros lo hicieron impulsados ante todo por una sensibilidad singular, necesitada de expresión, aunque no tuviera un lector objetivo al que dirigirse, al menos en apariencia. También hay quienes intentan conciliar ambas directrices, con mayor o menor éxito. No se trata de establecer comparaciones o jerarquías del gusto. En cierto modo, en lo que a literatura fantástica se refiere, se trata más bien de que el lector encuentre a su autor, antes que a la inversa.

            En un universo consumadamente consumista como el nuestro, la producción en masa y en serie de obras —e incluso de autores— que encajen perfectamente con las necesidades de un tipo —o tipos— de lector concreto está tan estudiada, elaborada y perfeccionada que resulta imposible escapar a ella. Salvo por el hecho de que, la mayoría de las veces, esas obras y autores acaban por saturar nuestros sentidos, nuestro gusto, en ocasiones mucho antes de lo esperado, precisamente porque encajan demasiado bien con nosotros. Están hechos a medida. Así, los vampiros, zombis, fantasmas y psicópatas de la mayor parte de la literatura de horror actual —por no hablar de los dragones, elfos y caballeros del fantasy— están tan integrados en nuestro propio mundo que han dejado de ser criaturas asustantes, apenas siquiera fantásticas, para convertirse en compañeros de viaje más o menos molestos o divertidos, con poco o ningún derecho a formar parte de nuestras verdaderas pesadillas, sueños y deseos. El mundo del fantaterror actual, hinchado de corrección política, comentario social y personajes «humanos», procura a veces algunos placeres, pero raramente el placer del miedo, de lo extraño, de lo perverso. No se trata, como algunos agoreros predijeron, de que la sangre y las vísceras lo agoten, sino de que esta sangre y estas vísceras están tan claramente prefabricadas, tan perfectamente diseñadas, que en lugar de provocar revulsión, en lugar de conmover nuestra conciencia, la adormecen, la acunan en una falsa sensación de seguridad. El «bien» siempre triunfa, incluso cuando lo hace el «mal», ya que éste ha sido completamente domesticado a través de arquetipos devenidos lugares comunes de una mitología cotidiana descafeinada, reificados como bienes de consumo para minorías aparentemente selectas —tribus urbanas y modernos de diverso pelaje—, o para mayorías biempensantes —lectores de bestsellers prestigiados por suplementos dominicales— que, a la larga, se unen en un sólido mercado casi indistinguible (el joven gothic que lee Crepúsculo… mientras su madre ya va por el tercero de la saga).

            Por ello, encontrar el genuino frisson de lo extraño, de la otredad, el desconcertante, embriagador e irritante picor del miedo, un miedo sin excusas, sin recurrencia a lo banal, un miedo no actual, sino eterno, es tan difícil… Por ello, Thomas Ligotti es tan necesario. Tanto que, de no existir, tendríamos que haberlo inventado. De hecho, a veces tengo la impresión de que Ligotti no existe, sino que es un personaje surgido, por algún perverso e imposible desdoblarse de la realidad, de sus propias obras, en partenogénesis —o autogénesis— obscena. En cualquier caso, su existencia, de la que son prueba innegable los relatos recogidos en este libro, resulta asombrosa en un panorama como el nuestro. Fenómeno forteano por derecho propio, Thomas Ligotti pertenece a esa estirpe en vías de extinción a la que nos referimos más arriba: los autores que se ven impelidos por una profunda necesidad personal, por una convicción que va más allá y más acá de las fuerzas de lo consciente, a escribir acerca de lo que no puede ser descrito, a desvelar hasta el extremo de lo posible aquello que es imposible desvelar. En definitiva, a plasmar literariamente el abismo que nos mira y se repite hasta el infinito en nuestras pupilas asombradas, sin darnos tregua ni descanso. Thomas Ligotti es un escritor de ficción sobrenatural y extraña sin excusas ni condiciones, sin necesidad de éxito y con el éxito asegurado por ello. Descendiente en línea directa de Edgar Allan Poe y Howard Phillips Lovecraft, con quienes compone la insana, justa y necesaria Trinidad de la Literatura Fantástica y Extraña Moderna.

            Aquellos que piensen que exagero, no tienen más que saltar estas páginas y pasar directamente al Noctuario para comprobarlo por sí mismos. En los relatos aquí incluidos se hace absolutamente evidente el genio peculiar de Ligotti. Un autor obsesivo y obsesionado, con una prosa exquisita, detallista y compleja, no siempre fácil de seguir, exigente e incluso a veces irritante, pero por todo ello dotada también del arte único de crear auténtica inquietud. De recuperar el desasosiego que nos produjeron aquellos grandes clásicos del género gótico y sobrenatural del pasado… O que nos puede producir dar unos pocos pasos en la oscuridad.

 III

 

 

            Durante años, Thomas Ligotti ha sido una figura oscura, casi mítica, del panorama de la ficción fantástica. Tanto que incluso algunos llegaron a dudar, antes que nosotros, de su existencia, como hiciera la propia Poppy Z. Brite, con humor cómplice, en su prólogo a La fábrica de pesadillas, colección de relatos de Ligotti publicada en 1996, y hasta ahora único libro de su autor aparecido en España —en una edición irregular y ya agotada de la editorial La Factoría de Ideas—. Sin embargo, es bien sabido que nació en 1953 en Detroit, dedicándose profesionalmente a la labor de editor literario para una importante compañía de publicaciones estadounidense. Desde los primeros años 80 empezó también a publicar relatos fantásticos en diversas revistas y fanzines de tirada limitada, entre ellos el muy prestigioso Grimoire. A comienzos de la década siguiente, las primeras recopilaciones de sus relatos, Noctuario (1994) y la citada La fábrica de pesadillas, dieron a conocer su nombre entre un cada vez más amplio sector de aficionados al género, consiguiendo con la segunda el famoso Premio Stoker a la mejor colección de relatos, galardón que obtendría en otras dos ocasiones, en la categoría de mejor relato largo, con «The Red Tower» (1996), y con la novela corta My Work Is Not Yet Done (2002), que conquistaría algún premio más.

            Sin prisa pero sin pausa, el culto a Ligotti ha ido creciendo poco a poco en la sombra, como los hongos, y, como las de éstos, sus cualidades alucinógenas han entusiasmado a expertos y amantes de lo fantástico siniestro como Ramsey Campbell, S. T. Joshi, la citada Poppy Z. Brite o Adam Nevill, entre otros muchos. Poeta y colaborador también del mítico grupo de rock experimental y avant garde Current 93, creado por el crowleyano David Tibet, su obra más reciente es un ensayo filosófico titulado significativamente The Conspiracy Against the Human Race (2010), donde expone sus ideas no sólo sobre la ficción sobrenatural y fantástica, sino también sobre la propia condición humana. Algo que, en definitiva, está constantemente presente en sus relatos de ficción, que algunos han llegado a calificar como «terror filosófico», sea esto lo que sea. Reticente y poco dado a la publicidad, Ligotti afirma pasar la mayor parte del tiempo que no dedica a su trabajo profesional o a la escritura viendo telebasura en casa, y hasta hace unos años apenas había concedido entrevista alguna.

            Nada más natural, como comprenderá el lector tras sobrevivir a su Noctuario. Gracias al propio autor hemos sabido que sufrió durante años de profunda depresión, evitando prácticamente todo contacto humano, superándola finalmente en parte, muy probablemente, gracias al ejercicio de la literatura. Aunque no sea, obviamente, condición estrictamente necesaria para ser buen escritor de horror, no cabe duda de que una vida y una personalidad un tanto tortuosas resultan propicias al ejercicio del oficio, y que Ligotti comparte con otros maestros como Poe, Nerval, Lovecraft o Philip K. Dick esta característica, que se transparenta a menudo en la visión desoladora, misantrópica e inmisericorde del mundo que ofrecen sus cuentos. No se crea, sin embargo, que estamos ante puros ejercicios confesionales o piezas autobiográficas; por el contrario, los relatos de Ligotti —mucho más variados en estilo de lo que pudiera desprenderse de un juicio precipitado de los mismos— son sobre todo historias de horror y fantasía oscura, entretenidas, intrigantes y a menudo siniestramente divertidas.

            Una vez apuntado el breve, injusto y precipitado retrato del autor, digamos unas palabras más sobre su obra, y concretamente sobre la que el lector tiene en sus manos. La ficción fantástica de Thomas Ligotti parece saltar o atravesar por un agujero de gusano todo o casi todo el horror vulgar y chabacano de los últimos cincuenta años de literatura de terror. Como si un cordón umbilical invisible los ligara, a los ya tantas veces citados nombres de Poe y Lovecraft se unen para llegar hasta Ligotti los de M. R. James, Dunsany, Machen, Blackwood, Robert W. Chambers, M. P. Shiel, De La Mare, Clark Ashton Smith, Robert Aickman y quizás un leve, muy leve toque de Robert Bloch por el lado anglosajón. Pero, como buen discípulo de Poe, Ligotti está tanto o más influenciado por los fantasistas europeos y continentales, en especial por simbolistas y decadentes como Gautier, Villiers, Huysmans o Mirbeau, poetas como Lautremont o Baudelaire, y vanguardistas como Jarry, Apollinaire o Raymond Roussel. Tan fuerte como este influjo es en su obra el del fantástico centroeuropeo. Sus pesadillas más abstractas y expresionistas evocan e invocan a Kafka, Meyrink o Bruno Schulz, sin olvidar tampoco autores peculiares como Jean Ray o Topor. Por repetida confesión del autor, sabemos que algunos escritores experimentales y de vanguardia, en la frontera no sólo de lo fantástico sino de lo literario mismo, ejercen influencia decisiva en su escritura e ideas. Autores como Nabokov, Ionesco, Thomas Bernhard, Samuel Beckett, Borges o William Burroughs, se cuentan entre sus favoritos, mientras filósofos como Cioran o el menos conocido Zapffe impregnan de pesimismo su estilo y relatos.

            Relatos como los reunidos en este Noctuario, que van desde historias con estructura más o menos clásica, que se atienen a los principios del cuento de fantasmas y de horror gótico tradicional, imbuidos siempre de la atmósfera onírica y enrarecida de lo lovecraftiano —«La Medusa», «El Tsalal»—, pasando por apuntes de psicologías enfermizas y trastornadas con una pincelada de Bloch —«Conversaciones en una lengua muerta»—, hasta llegar a los ejercicios de oscura prosa poética, tortuosa y torturante que componen el último tercio del libro, son perfecta introducción en su conjunto al arte sinuoso y escalofriante de Ligotti, quien compone en cada una de sus páginas un auténtico poemario de los miedos más exquisitos que ensombrecen el alma humana, evadiendo los tópicos al uso en la ficción de terror contemporánea, para crear un universo propio donde no existen leyes narrativas fijas ni explicaciones tranquilizadoras.

            Aunque maneja un lenguaje esotérico y expresionista, evocador de los misterios y la parafernalia del Ocultismo, Ligotti no se refugia en las Ciencias Ocultas o la fenomenología de lo paranormal para propiciar al lector un cómodo refugio final contra el pavor, con esas largas parrafadas efectistas que revisten el misterio y lo sobrenatural de convenciones racionalistas o pseudorracionalistas. Sus espectros, por así llamarlos, no responden a los motivos tradicionales que los explican y exorcizan finalmente, salvo en raras excepciones. No encontraremos en sus páginas monstruos o criaturas sobrenaturales de guardarropía. Tampoco héroes comprometidos en la lucha entre un Bien y un Mal que no encuentran espacio alguno en su inestable y esencialmente inhumano universo. Ligotti disfruta a menudo iniciando sus historias en medio de una barroca escenografía fantasmática, que difícilmente identificaremos con nuestro mundo cotidiano o con cualquier otro conocido, pese a lo cual surge, inevitable, inamovible, el horror. Sus personajes no pertenecen ni por asomo a esa galería aburrida y vulgar de protagonistas mediocres que acostumbran utilizar los cultivadores del autodenominado «horror moderno», sino que son individuos generalmente extraños, tan singulares como el propio autor. Eruditos sensibles, investigadores obsesionados, eremitas aislados, a imagen y semejanza de los personajes de Lovecraft o M. R. James, con aires de cierto diletantismo decadente a la francesa, predispuestos a caer en las fauces del caos. Estamos, pues, en las antípodas del «terror cotidiano» de Stephen King, Dean Koontz, Peter Straub, Laymon, Douglas Clegg, Joe Hill y otros que se han esforzado tanto por traer el miedo a la realidad vulgar y corriente que han acabado por perderlo de vista, haciéndolo tan vulgar y corriente como la realidad misma. Con Ligotti entramos en un terreno literario elaborado hasta el punto de la abstracción, hecho de sugerencias, atisbos y retazos. Un mundo conceptual capaz de competir con (y, en mi opinión, superar) los logros narrativos de Pynchon, Auster o Coover, desarrollando escenarios que necesitarían el talento combinado de Francis Bacon, Giorgio de Chirico, Max Ernst, Odilon Redon y Edward Gorey para poder ser representados visualmente. Sus relatos, una vez más como los de Poe o Lovecraft, combinan a menudo la narración con la prosa poética e incluso con la disquisición retórica, en rica fusión creativa.

            El secreto de Ligotti para hacernos recuperar el verdadero sentido de la maravilla del miedo —ambos uno y el mismo— estriba, precisamente, en volver a sus raíces metafísicas y ontológicas. El poder de la palabra, de la escritura como invocación de lo imposible. La esmerada descripción de lo que está más allá de la palabra misma, por medio a veces de hipnóticas aliteraciones, de combinaciones absurdas y contradictorias, escapando incluso a la estructura y la lógica interna del horror cósmico lovecraftiano, para precipitar al lector en el borde del abismo de la realidad desnuda, tal y como es: sin disfraces, sin discurso, sin sentido final alguno. El conocimiento hermético del esoterismo es para Ligotti el último disfraz de la verdad última. Verdad que no puede expresarse, porque nada significa. No hay Grandes Antiguos y, si los hay, lo que está detrás y por encima de ellos, como detrás y por encima de todos nosotros, es todavía mucho más terrible. Porque es la ausencia definitiva de todo sentido, de cualquier finalidad.

            Thomas Ligotti se encuentra claramente en una larga tradición de lo fantástico y lo sobrenatural, lo extraño y lo grotesco, que se remonta a Poe, adquiere con Lovecraft dimensiones cósmicas y encuentra en su obra una nueva cumbre de terror, poesía y maravilla. Una cumbre donde se apunta el desnudo horror de la Nada, travestido en imágenes distorsionadas de mitos antiguos, dioses paganos moribundos, maniquíes inertes, autómatas y marionetas de vida ambigua, cultos extraños, paisajes desolados y sueños de los que no podemos despertar. Si Poe creó el horror psicológico y Lovecraft el cósmico, Ligotti, parafraseando a uno de los editores españoles de este mismo libro, ha creado el horror ontológico, sin dejar de ser fiel por ello a los principios fundamentales y fundacionales de la mejor ficción gótica y de terror.

            Leer sus relatos no sólo es un profundo placer para el buscador y degustador de lo raro, sino una obligación para cualquier alma inquieta que quiera acercarse a la esencia de la verdadera literatura fantástica y su futuro inmediato. Porque después del miedo según Thomas Ligotti, es muy posible que no haya nada más que decir. Que nadie pueda llegar más lejos en la búsqueda del pavor de lo innombrable e innombrado… Eso que acecha a nuestro alrededor cuando damos unos pocos pasos en la oscuridad.

            JESÚS PALACIOS

            Gijón, 15 de octubre de 2012

 

 


 En la noche, en la oscuridad

 

 

            Unas palabras sobre la percepción de la ficción de lo extraño[1]

 

 

            NADIE necesita que le expliquen qué es lo extraño. Es algo que se revela en los primeros años de la vida de toda persona. Con la primera pesadilla o el primer episodio de fiebres altas, tiene lugar la iniciación en una sociedad universal y a un mismo tiempo muy secreta. La pertenencia a esta sociedad se renueva a lo largo de toda la vida a través de una serie de encuentros con lo extraño que pueden adoptar una variedad de formas y presentar muchos rostros. Algunas de estas formas y rostros son conocidos solo por uno mismo, mientras que otros son reconocidos por prácticamente todas las personas, aunque no lo admitan.

            De hecho, la experiencia de lo extraño es tan frecuente que queda profundamente asumida, de manera que permanece invisible en la trastienda de la vida de una persona, e incluso más alejada del mundo en su conjunto. Pero siempre está ahí, esperando a ser invocada en aquellos momentos especiales que le son propios. Estos momentos son en su mayor parte bastante breves y relativamente escasos: la intensa extrañeza de un sueño se desvanece al despertar y es frecuentemente olvidada por completo; los retorcidos pensamientos de un delirio pronto se enderezan tras recuperarnos de la enfermedad; incluso un encuentro de primera mano y en plena vigilia con lo extraordinario puede llegar a perder esa terrorífica extrañeza que inicialmente poseía y finalmente confinarse en aquellas trastiendas, aquellas salas de espera de lo extraño.

            Así pues, es obvio: la experiencia de lo extraño es un hecho fundamental e inexorable en nuestra vida. Y, como ocurre con este tipo de hechos, al final se encauza hacia formas de expresión artística. Una de esas formas ha sido denominada, cómo no, ficción de lo extraño. Las historias que conforman este género literario son depósitos de lo extraño; son similares a esos cuartos apartados donde se esconden los sueños y delirios y apariciones espectrales, aunque en este caso pueden ser visitados en cualquier momento, formando así un vasto museo donde lo extraño está expuesto permanentemente.

            Pero ¿realmente necesita alguien que le digan de qué trata la ficción de lo extraño más de lo que pudiera necesitar saber sobre la propia definición de lo extraño? Es bastante posible que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa. Y la razón es que la ficción de lo extraño no es algo que todo el mundo experimente por igual: no es una pesadilla ni un ataque de fiebre, y ciertamente no es un encuentro en la niebla con algo que no se espera. Es sólo un tipo de relato, y un relato es un eco o transmutación de la experiencia, al mismo tiempo que también es una experiencia por derecho propio, diferente de cualquier otra en cuanto a cómo acontece y cómo es percibida. Parece probable, entonces, que la experiencia de los relatos extraños pueda verse intensificada y realzada si nos centramos en sus cualidades especiales, sus distintas variaciones y diversos rostros.

            Por ejemplo, existe un conocido relato en el que se cuenta lo que sigue: Un hombre se despierta en medio de la oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas de la mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su mano.

            Éste es el esqueleto de muchísimos cuentos que han hecho que los lectores se estremezcan al sentir la experiencia de lo extraño. Se puede simplemente aceptar este estremecimiento y pasar a otra cosa; se puede incluso intentar obviar la fuerza de este episodio en caso de que fuera imaginado con excesiva viveza. Por otro lado, también es posible, y algunos consideran deseable, lograr una óptima receptividad del incidente en cuestión, abrirse a ello y permitir que despliegue en nosotros todo su efecto y sugestión.

            No se trata de una cuestión de esfuerzo intencionado; por el contrario, cuán más difícil es sacarse de la mente esa escena, especialmente si se lee dicho relato en el momento adecuado y en las circunstancias apropiadas. Entonces, la propia mente del lector se llena de la oscuridad de aquel dormitorio en el que alguien, cualquier persona, se despierta. Así pues, el interior del cráneo del lector se transforma en las paredes jalonadas de sombras de aquel dormitorio y todo el drama transcurre en un lugar del que no se puede escapar.

            Sin embargo, a pesar de su brevedad, el relato no carece de argumento. Hay un inicio totalmente natural, una acción perfecta en el nudo, y un desenlace final que arroja más oscuridad sobre la oscuridad. Hay un protagonista y un antagonista, y un encuentro entre ambos que, a pesar de ser abrupto, refleja claramente su naturaleza funesta. No se precisa de ningún epílogo para explicar que el hombre se ha despertado por algo que lo esperaba a él, y a nadie más, en esa oscura habitación. Y lo insólito de todo ello, observado directamente, puede llegar a resultar bastante impactante.

            Una vez más: un hombre se despierta en la oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas que dejó sobre la mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su mano.

            En este punto deberíamos recordar que hay una vieja identificación entre las palabras «extraño» y «destino» (de la cual un célebre ejemplo moderno es el relato «The Weird of Avoosl Wuthoqquan», de Clark Ashton Smith, en el que el destino del personaje del título es profetizado por un mendigo y consumado por una famélica monstruosidad). Y este viejo par de sinónimos persiste en la resurrección de una vieja filosofía, la más antigua… el fatalismo.

            Percibir, aunque sea erróneamente, que todos los pasos conducen a una cita programada previamente, darse cuenta de que uno se encuentra frente a frente con lo que parece que le ha estado esperando todo el tiempo… éste es el marco necesario, el esqueleto que sirve de soporte a lo extraño. Por supuesto, el fatalismo, como tendencia filosófica sobre la existencia humana, pasó de moda hace mucho tiempo, eclipsado por una tendencia a la incertidumbre y un modelo de universo «abierto». Sin embargo, ciertas experiencias vitales traumáticas de las personas reales podrían reinstaurar una antigua e irracional visión de las cosas. Tales experiencias siempre impactan por su extrañeza, su alejamiento del curso normal de los acontecimientos, y con frecuencia provocan una protesta universal: «¿Por qué yo?». Y tengan por seguro que no es una pregunta sino una queja. La persona que grita se siente embargada por la asombrosa sospecha de que él, de hecho, ha sido el perfecto protagonista de algo «extraño» muy específico, un destino hecho a la medida, y de que una cita previa, con toda su extrañeza, ha tenido lugar a la hora y en el lugar acordados.

            Sin duda esta sensación de extrañeza del destino es un espejismo.

            Y el espejismo está hecho del mismo material que conforma el armazón interno de la palabra. Es el material de los sueños, de la fiebre, de las apariciones nunca antes contempladas; se aferra a los huesos de lo extraño y lo modela otorgándole distintas formas al rellenarlo con sus múltiples rostros. Y es que para que el espejismo del destino pueda arraigar profundamente debe estar conectado con cierta materia fuera de lo común, algo que no se pensaba que formase parte del plan existencial, aunque al echar la vista atrás no pueda ser percibido de otra forma.

            Después de todo, no se produce ninguna revelación de lo extraño cuando alguien encuentra un céntimo en la acera, recoge la moneda y se la mete en el bolsillo. Aunque no sea un suceso cotidiano para un determinado individuo, jamás revela un matiz o implicación del destino, de lo extraordinario. Pero supongamos que, tras ser analizada, esta moneda presenta una característica extraña y resulta ser un objeto de considerable valor. De repente, un gran cambio, o al menos la posibilidad de cambio, se produce en la vida de alguien; de repente, el curso esperado de los acontecimientos amenaza con virar hacia destinos totalmente inesperados.

            Alguien podría pensar que la moneda quizás habría pasado totalmente inadvertida mientras permanecía sobre la acera, que la persona que la encontró podría haber pasado a su lado como otros sin duda hicieron. Pero quienquiera que encuentre ese objeto fuera de lo común y descubra su significado pronto se da cuenta de algo: que ha sido atraído a una trampa y que comienza a resultarle difícil imaginar que las cosas podrían haber ocurrido de otra manera. Sus expectativas vitales originales se alejan y son ahora percibidas a lo sumo como algo pasajero: ¿qué certeza tenía sobre el rumbo de su vida antes de encontrar esa moneda? Obviamente, muy poca. Pero ¿qué sabe sobre tal asunto ahora que las cosas han dado un giro tan melodramático? Desde luego, no sabe más que antes, lo cual queda patente cuando finalmente se convierte en la víctima de un espectral numismático que desea recuperar aquella inusual moneda. Entonces la persona que la encontró y que la guarda descubre algo terrible sobre el inescrutable, misterioso y verdadero carácter extraño de su existencia… el extraordinario hecho del universo y de que uno forma parte de él. Paradójicamente, es el suceso inusitado el que puede mostrar mejor esa condición común.

            Al mismo tiempo, lo extraño es, recordemos una vez más, un fenómeno relativamente escurridizo e insólito que aparece en momentos que perturban la rutina y que se olvidan con sumo alivio. Como ocurre en la vida real, la pesadilla sirve principalmente para impartir una mayor conciencia de lo que significa estar despierto; un diagnóstico médico negativo tan sólo proporciona en la mayoría de las ocasiones una lección acerca de la definición de la salud, y lo sobrenatural no puede existir por sí mismo sin las reglas predominantes de la naturaleza.

            Sin embargo, en la ficción se pueden prolongar aquellos periodos en los que alguien se encuentra atrapado en un destino insólito. Las trampas tendidas en la ficción de lo extraño pueden llegar incluso a ser absolutas, una ilustración completa de algo que siempre estuvo en las obras y sólo esperaba ser descubierto. Porque el final de cualquier historia extraña es también frecuentemente el final definitivo de los personajes involucrados. Así pues, tan sólo el lector puede ser testigo de un final anunciado, un destino que se le presenta, por decirlo de alguna manera, al alcance de la mano.

            Por definición, el relato de lo extraño se basa en un enigma que jamás se desvela —si es fiel a la experimentación de lo extraño, lo cual puede tener lugar sólo en la imaginación del autor— y que constituye su único origen justificable. Aunque este enigma exude definitivamente una atmósfera de cementerio, resultará amenazante tanto por su naturaleza irreal y su desorientadora extrañeza como por sus conexiones con el inmenso mundo de la muerte. Tal esquema narrativo contrasta convenientemente con el esquema del relato de «suspense» realista, en el que un personaje se ve amenazado por un funesto destino conocido y puramente físico. Sean cuales sean las manifestaciones y fenómenos identificables que se presenten en un relato de lo extraño (desde los fantasmas tradicionales hasta las pesadillas científicas de la era moderna), éste siempre conserva en su núcleo algún tipo de abismo desde el que emerge lo extraño, que no puede ser analizado ni resuelto. De esta manera, se retiene cierta cualidad enigmática en estos relatos de innombrables y terribles incógnitas. Al igual que la persona que encontró aquella moneda «valiosa», el hombre que se despierta por la noche y alarga la mano en busca de sus gafas se aproxima a lo desconocido, en esta ocasión a una criatura sin nombre. Éste es un ejemplo extremo, quizás el ejemplo más puro, de un argumento que se repite a través de la historia de la ficción de lo extraño.

            Otro ejemplo más célebre del argumento enigmático de un relato de lo extraño es este paradigma de la extrañeza: «The Colour Out of Space» de H. P. Lovecraft. En esta narración se desencadena una serie compleja de fenómenos y sucesos debida a una fuerza invasora de origen y naturaleza desconocidos que se aposenta en un pozo oscuro en el centro del relato, y desde allí se dispone a reinar como un tirano sin rostro sobre todos y cada uno de los mecanismos del argumento. Cuando sale y se revela al final del relato, ni los personajes involucrados ni el lector saben más que al principio sobre este visitante. Aunque esta última afirmación no es del todo cierta: lo que todo el mundo sin duda aprende sobre el «color» es que el contacto con esta aparición procedente de las estrellas es una introducción a esa macabra irrealidad que es a la vez común en lo extraño y también una experiencia a la que nadie llega a acostumbrarse… y con la que nadie se siente jamás a gusto.

            Podríamos continuar ofreciendo ejemplos del enigma esencial en el que se basan los más célebres relatos de lo extraño, desde «El hombre de arena» de E.T.A. Hoffman hasta «La cicatriz» de Ramsey Campbell, pero creo que la tesis ya ha quedado clara: lo verdaderamente extraño tanto en la literatura como en la vida es tan sólo un esqueleto con la mínima cantidad de carne en sus huesos… la suficiente para introducir ciertos temas y evocar la apropiada reacción morbosa, pero nunca tanta como para que los dedos despellejados y extendidos hacia nosotros se conviertan en el cordial estrechamiento de manos cotidiano.

            Se puede admitir que lo extraordinario como hacedor de nuestro propio destino (es decir, la inevitable muerte) es un mecanismo bastante pomposo, y con frecuencia vulgar, para representar la existencia humana. Sin embargo, la ficción de lo extraño no busca situarnos ante los trámites rutinarios que la mayoría de nuestra especie realiza de camino a la tumba, sino más bien recuperar parte del asombro que sentimos en ciertas ocasiones, y que probablemente deberíamos sentir más a menudo, frente a la existencia en su aspecto esencial. Reclamar esta sensación de asombro ante la monumentalmente macabra irrealidad de la vida es despertar a lo extraño… exactamente como el hombre en el cuarto se despierta en el perpetuo infierno de su breve relato, sacude su sensibilidad adormecida, y extiende el brazo hacia aquella criatura desconocida en la oscuridad. Ahora, incluso sin las gafas, puede ver verdaderamente. Y quizás, aunque sólo sea por ese instante de terror artificial que proporciona lo extraño, también el resto de nosotros podamos.

viernes, 25 de noviembre de 2022

Thomas Ligotti La conspiración contra la especie humana Un artificio de horror. (FRAGMENTO).

 


           

Considerado unánimemente como uno de los autores más relevantes dentro de la literatura de terror contemporánea, heredero y renovador de la obra de los grandes maestros del género, E. A. Poe y H. P. Lovecraft, Thomas Ligotti sorprendió a críticos y lectores con la publicación en 2010 de su primer ensayo, que llevaba el impactante título de La conspiración contra la especie humana, título de un libro imaginario que se menciona en su relato The Shadow, The Darkness.

«Esta obra plantea lo que acaso sea el reto más firme lanzado hasta la fecha contra el chantaje intelectual que quiere obligarnos a estar eternamente agradecidos por un don que nunca solicitamos: la vida», comenta Ray Brassier en el prólogo. Thomas Ligotti rinde homenaje en esta obra lúcida e inclasificable al olvidado filósofo pesimista y antinatalista noruego Peter Wessel Zapffe, y rememora además las aportaciones a esta corriente filosófica de pensadores como Schopenhauer, Nietzsche, Mainländer, Bahnsen, Brashear y otros, sin olvidar la influencia que esta visión del mundo ha tenido en la historia de la literatura de horror, muy especialmente en la obra de su querido y admirado maestro H. P. Lovecraft. Abundan en estas páginas, que no dejarán indiferente a ningún lector, frases lapidarias que brillan como faros que penetran la oscuridad reinante, que sacuden las conciencias, como golpes a la puerta de Macbeth. Un par de ejemplos: «Se ha descubierto el pastel: somos biorobots copiadores de genes que viven a la intemperie en un planeta solitario en un universo físico frío y vacío…» o «Es mejor inmunizar tu consciencia contra cualquier pensamiento alarmante y horrendo para que todos podamos seguir conspirando con el fin de sobrevivir y reproducirnos como seres paradójicos: marionetas que pueden andar y hablar por sí solas… juguetes humanos que mantienen mutuamente la ilusión de ser reales».


 Thomas Ligotti

 La conspiración contra la especie humana

Un artificio de horror


Título original: The Conspiracy against the Human Race

Thomas Ligotti, 2010

Traducción: Juan Antonio Santos

Ilustración de cubierta: Cartel de «Dead Silence»

Editor digital: orhi

ePub base r1.2


EN MEMORIA DE PETER WESSEL ZAPFFE


AGRADECIMIENTOS

Me gustaría expresar mi agradecimiento a Tim Jeski y Scott Wetherby por aportarme materiales esenciales para la escritura de esta obra; a los miembros de Thomas Ligotti Online y a su administrador, Brian Edward Poe, por participar en un foro de comentarios sobre una versión anterior de La conspiración contra la especie humana; a Robert Ligotti por su disponibilidad como sujeto de prueba cada vez que he necesitado una respuesta alerta de una mente afín a la mía; y a Jennifer Gariepy por los ánimos e ideas perspicaces que me ha proporcionado durante muchos años. Asimismo, sería más que negligente por mi parte no agradecer los consejos y los trabajos de S. T. Joshi, David E. Schultz y Jonathan Padgett, con un reconocimiento especial para Nicole Ariana Seary, que puso a mi disposición su talento y experiencia durante las fases más cruciales de la composición de este libro. Finalmente, como todos los devotos del pesimismo filosófico que no conocen la lengua danesa-noruega, tengo una deuda de gratitud con Gisle R. Tangenes por sus traducciones de y escritos sobre las obras de Peter Wessel Zapffe. La responsabilidad por el uso que se hace de estas valiosas contribuciones incumbe enteramente al autor.


 INTRODUCCIÓN:

DEL PESIMISMO Y LAS PARADOJAS

En su estudio La naturaleza del mal (1931), Radoslav A. Tsanoff cita una lacónica reflexión expuesta por el filósofo alemán Julius Bahnsen en 1847, cuando tenía diecisiete años. «El hombre es una Nada consciente de sí», escribió Bahnsen. Tanto si estas palabras se consideran inmaduras o precoces, pertenecen a una antigua tradición de desdén por nuestra especie y sus aspiraciones. En todo caso, los sentimientos dominantes sobre la empresa humana oscilan entre la aprobación matizada y la jactancia vocinglera. Por regla general, quien desee conseguir un público, o incluso un lugar en la sociedad, podrá sacar partido del siguiente lema: «Si no puedes decir algo positivo sobre la humanidad, di algo equívoco».

Volviendo a Bahnsen, maduró hasta convertirse en un filósofo que no sólo no tenía nada positivo o equívoco que decir sobre la humanidad, sino que además hizo una severa valoración de toda la existencia. Como muchos que se han iniciado en la metafísica, Bahnsen declaró que, a pesar de las apariencias, toda realidad es la expresión de una fuerza unificada e imperturbable: un movimiento cósmico que diversos filósofos han caracterizado de diversas maneras. Para Bahnsen, esta fuerza y su movimiento eran esencialmente monstruosos, lo que tenía como consecuencia un universo de brutalidad indiscriminada y matanza mutua entre sus partes individuales. Por lo demás, el «universo según Bahnsen» nunca ha dado el menor indicio de propósito o dirección. Desde el principio fue una obra teatral sin argumento ni actores que fueran algo más que partes de un impulso rector de automutilación gratuita. En la filosofía de Bahnsen todo participa en una fantasía desordenada de masacre. Todo intenta desgarrar todo lo demás… por siempre jamás. Sin embargo, toda esta conmoción en la nada pasa desapercibida para casi todo lo que interviene en ella. En el mundo de la naturaleza, por ejemplo, nada sabe que vive enredado en un festival de matanzas. Sólo la Nada consciente de sí de Bahnsen puede saber lo que ocurre y estremecerse por los temblores del caos celebrando su festín.

Como ocurre con todas las filosofías pesimistas, la interpretación de Bahnsen de la existencia como algo extraño y horrible fue mal recibida por las nadas conscientes de sí cuya validación perseguía. Para bien o para mal, el pesimismo sin compromiso carece de atractivo público. En definitiva, los pocos que se han tomado la molestia de abogar por una hosca apreciación de la vida podrían perfectamente no haber nacido. Como confirma la historia, la gente termina cambiando de opinión sobre casi todo, desde el dios que adoran hasta el peinado que utilizan. Pero cuando se trata de juicios existenciales, los seres humanos tienen por lo general una buena opinión inquebrantable de sí mismos y de su condición en este mundo, y están firmemente convencidos de que no son un conjunto de nadas conscientes de sí.

Entonces, ¿es preciso renunciar a toda reprobación de la complacencia de nuestra especie consigo misma? Esa sería la brillante decisión y regla número uno para los que se desvían de la norma. Regla número dos: si abres la boca, evita ante todo el debate. Puede que el dinero y el amor hagan girar el mundo, pero discutir con ese mundo no le hará cambiar de opinión si no está dispuesto a hacerlo. En ese sentido se expresa el autor británico y apologista cristiano G. K. Chesterton: «Sólo puedes encontrar la verdad con la lógica si ya la has encontrado sin ella». Lo que quiere decir Chesterton con esto es que la lógica es irrelevante para la verdad, porque si puedes encontrar la verdad sin la lógica entonces la lógica resulta superflua para cualquier esfuerzo de búsqueda de la verdad. En realidad, el único motivo para incluir la lógica en su formulación es burlarse de quienes consideran la lógica totalmente relevante para encontrar la verdad, aunque no el tipo de verdad que era fundamental para la moral de Chesterton como cristiano.

Conocido por exponer sus convicciones en forma de paradojas, Chesterton, como cualquiera que tenga algo positivo o equívoco que decir sobre la especie humana, ocupa un lugar destacado en la cruzada por la verdad. (No hay nada paradójico en ello.) Por lo tanto, si acaso tu verdad contradice la de los individuos que idean o aplauden paradojas que refuerzan el statu quo, sería muy aconsejable que cogieras tus argumentos, los hicieras trizas y los tiraras en algún cubo de basura ajeno.

No obstante, está claro que la discusión fútil tiene sus atractivos y puede servir de divertido complemento del gozo amargo de lanzar vituperios viscerales, idolatrías personales y dogmatismos incontrolados. Para absolver esa utilización indisciplinada de lo racional y lo irracional (que no siempre pueden separarse), el presente «artificio de horror» se ha anclado en las tesis de un filósofo que tenía ideas inquietantes sobre lo que supone ser miembro de la especie humana. Pero no es aconsejable telegrafiar demasiado en este preludio a la abyección. Baste de momento con decir que el filósofo en cuestión se explayó largamente sobre la existencia humana como una tragedia que no tendría que haber ocurrido si no hubiera sido por la intervención en nuestras vidas de un único hecho calamitoso: la evolución de la consciencia, madre de todos los horrores. Asimismo retrató a la humanidad como una especie de seres contradictorios cuya pervivencia sólo empeora su grave situación, que es la de unos mutantes que encarnan la lógica retorcida de una paradoja: una paradoja de la vida real, y no un epigrama fallido.

Incluso un examen informal del asunto muestra que no todas las paradojas se parecen. Algunas son meramente retóricas, una contradicción aparente de la lógica que, con unos buenos malabarismos, puede resolverse inteligiblemente dentro de un contexto específico. Más intrigantes son las paradojas que torturan nuestras nociones de la realidad. En la literatura de horror sobrenatural, un argumento familiar es el de un personaje que encuentra una paradoja en carne y hueso, por así decirlo, y debe afrontarla o desplomarse horrorizado ante esa perversión ontológica: algo que no debería ser, pero es. Los ejemplares más legendarios de una paradoja viva son los «muertos vivientes», esos cadáveres ambulantes ansiosos de una presencia eterna sobre la tierra. Pero no viene a cuento, por lo que respecta a nuestro asunto, saber si su existencia debería prolongarse interminablemente o cortarse en seco con una estaca en el corazón. Lo que resulta muy significativo es el horror sobrenatural de que tales seres puedan existir un solo instante a su modo imposible. Otros ejemplos de paradoja y horror sobrenatural fundidos en uno son las cosas inanimadas culpables de infracciones contra su naturaleza. Quizá la muestra más destacada de este fenómeno es una marioneta que se libera de sus hilos y se vuelve autónoma.

Meditemos un momento sobre algunas cuestiones interesantes relativas a las marionetas. Los fabricantes de marionetas las hacen tal como son y la voluntad del marionetista las manipula para que se comporten de formas determinadas. Las marionetas de las que hablamos aquí son las que se hacen a nuestra imagen, aunque nunca con tal meticulosidad que podamos confundirlas con seres humanos. Si las crearan así, su parecido con nuestras blandas formas sería algo extraño y horrible, demasiado extraño y horrible, en realidad, para que las aceptáramos sin alarmarnos. Dado que alarmar a la gente tiene poco que ver con la comercialización de marionetas, no se crean tan meticulosamente a nuestra imagen como para que podamos confundirlas con seres humanos, salvo quizá en la penumbra de un sótano húmedo o de un desván lleno de trastos. Necesitamos saber que las marionetas son marionetas. Sin embargo, todavía pueden alarmarnos. Porque si miramos a una marioneta de determinada manera, a veces podemos sentir que nos está devolviendo la mirada, no como mira un ser humano sino como lo hace una marioneta. Incluso puede parecer que está a punto de cobrar vida. En tales momentos de leve desorientación hace eclosión un conflicto psicológico, una disonancia en la percepción que estremece nuestro ser con una convulsión de horror sobrenatural.

Un término afín al de horror sobrenatural es el de lo «siniestro». Ambos términos son pertinentes para referirnos a formas no humanas que presentan cualidades humanas. Ambos pueden referirse también a formas aparentemente inanimadas que no son lo que parecen, como ocurre con los «muertos vivientes»: monstruosidades paradójicas, cosas que no son una cosa ni la otra, o de forma más siniestra, y más horrendamente sobrenatural, cosas que resultan ser dos cosas a la vez. Sean o no sean en realidad manifestaciones de lo sobrenatural, nos horrorizan conceptualmente, puesto que creemos vivir en un mundo natural, que puede ser un festival de matanzas pero sólo en sentido físico, más que metafísico. Ésta es la razón por la que solemos equiparar lo sobrenatural con el horror. Y una marioneta dotada de vida ejemplificaría precisamente ese tipo de horror, porque negaría todas las concepciones de un fisicalismo natural y afirmaría una metafísica del caos y la pesadilla. Seguiría siendo una marioneta, pero una marioneta con mente y voluntad, una marioneta humana: una paradoja más perturbadora de la cordura que los muertos vivientes. Pero no es así como ellas lo verían. Las marionetas humanas no podrían concebirse a sí mismas en absoluto como marionetas, no si estuvieran dotadas de una consciencia que provocara en ellas el sentimiento inquebrantable de ser distintas de todos los demás objetos de la creación. Una vez que empiezas a sentir que sales adelante por tu cuenta, que haces movimientos y tienes ideas que parecen haber surgido dentro de ti, ya no puedes creer que seas otra cosa que tu propio dueño y señor.

Como efigies de nosotros mismos, las marionetas no están en el mundo en pie de igualdad con nosotros. Son actores en un mundo suyo propio, que existe dentro del nuestro y se refleja en él. ¿Qué vemos en ese reflejo? Sólo lo que queremos ver, lo que podemos soportar ver. Mediante la profiláctica del autoengaño mantenemos oculto lo que no queremos dejar entrar en nuestra cabeza, como si fuéramos a revelarnos a nosotros mismos un secreto demasiado terrible para saberlo. Nuestras vidas están llenas de preguntas desconcertantes a las que algunos intentan responder y otros dejamos pasar en silencio. Podemos creer que somos monos desnudos o ángeles reencarnados, pero no marionetas humanas. En una esfera superior a la de estas imitadoras de nuestra especie, nos movemos libremente de un lado a otro y podemos hablar cuando nos apetece. Creemos que estamos saliendo adelante por nuestra cuenta, y a quienquiera que contradiga esta creencia se le tomará por un loco o alguien que intenta sumir a los demás en un artificio de horror. ¿Cómo tomar en serio a un marionetista que se ha pasado al otro lado?

Cuando las marionetas terminan su obra vuelven a sus cajas. No se sientan en un sillón a leer un libro, sus ojos rodando como canicas sobre las palabras. Sólo son objetos, como un muerto en un ataúd. Si alguna vez llegaran a cobrar vida, nuestro mundo sería una paradoja y un horror en el que todo sería inseguro, incluido si somos o no meras marionetas humanas.

Todo horror sobrenatural se rige por lo que creemos que debería ser y no debería ser. Como han atestiguado tantos filósofos, científicos y figuras espirituales, nuestras cabezas están llenas de ilusiones; las cosas, incluidas las cosas humanas, no son a ciencia cierta lo que parecen. Pero de algo estamos seguros: la diferencia entre lo que es natural y lo que no lo es. Otra cosa que sabemos es que la naturaleza no comete pifias tan desafortunadas como para permitir que las cosas, incluidas las cosas humanas, viren hacia lo sobrenatural. Si cometiera tal metedura de pata, haríamos todo lo que pudiéramos para enterrar ese conocimiento. Pero no necesitamos recurrir a tales medidas, siendo tan naturales como somos. Nadie puede demostrar que nuestra vida en este mundo sea un horror sobrenatural, ni hacernos sospechar que podría serlo. Nadie puede decirte eso, y menos que nadie un artífice de libros que tienen como premisa que lo sobrenatural, lo siniestro y lo espantosamente paradójico son esenciales a nuestra naturaleza.

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas