Thomas Ligotti
La fábrica de pesadillas
Título
original: The Nightmare Factory
A la memoria de mi tía y abuela, Virginia Cianciolo
Prólogo de
Poppy Z. Brite
¿Estás ahí, Thomas Ligotti?
Tienes
mucho por lo que rendir cuentas, aunque nunca he sido capaz de descubrir nada
sustancial sobre ti. Parece que quieres que sea así. Incluso en la única
entrevista que he conseguido encontrar en el yermo editorial, hablabas
únicamente del arte de la escritura. No me malinterpretes: solo de ti me
interesaría leer algo acerca de este oficio. Pero es que de aquellas líneas no
se desprendía la menor información personal. A mí, como alguien que concede
entrevistas tan numerosas como confusas y personales, que sospecho que algún
día lamentaré, me intriga saber cómo lo has conseguido.
Contaba
veinte años cuando, en mi primer viaje a San Francisco, un amigo me dejó por
primera vez tu libro Songs of a Dead Dreamer, la edición limitada de
Silver Scarab con aquellas ilustraciones de Harry O. Morris, que se acercaban a
la calidad de los relatos. En parte, despertó mi interés por el hecho de que
Ramsey Campbell, que era y sigue siendo uno de mis escritores favoritos, había
tenido a bien escribir la introducción; por tanto, el que me hayan pedido que
escriba esta introducción resulta sorprendente.
Sentada en
el asiento trasero de un coche que corría por Bay Ridge, abrí el libro por una
página al azar y leí una frase que me acompañará hasta el día de mi muerte, una
frase que hubiera dado un pulgar por poder escribir:
«Dejamos
esto atrás, en sus capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra
espuma del paraíso, a la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano
galáctico, a los huecos remolinos perlados de mares como cloacas, a las
ciudades sin estrellas de la locura y a sus suburbios… mi cervatillo fascinado
y yo hemos ido a retozar».
El retozo
El
resplandeciente paisaje de San Francisco, una ciudad de la que ya había
sospechado que albergaba profundos misterios gracias a Our Lady of Darkness
de Fritz Lieber, quedó en mi mente unido de forma inextricable a esta joya.
Para mí, aquellas cunetas y callejones de negra espuma (por no mencionar la
calle de Wavering Peaks) siempre estarán al otro lado de la Bahía, vista desde
Berkeley.
¿Me
odiarás si confieso que fotocopié el libro entero? Le había prometido a mi
amigo que se lo devolvería, y no me gusta robar libros. Pero no podía soportar
el separarme de tus palabras, y no pude encontrar un ejemplar por ningún sitio;
aquellos libros, tan preciosos como escasos, habían desaparecido para ser
atesorados.
Desde
entonces, Songs of a Dead Dreamer ha sido publicado por grandes
editoriales en al menos dos continentes. Yo tengo tres ediciones distintas,
pero hasta que fue destruida el año pasado durante una inundación siempre
conservé aquella carpeta con las patéticas fotocopias.
No he
dejado de seguir tu carrera (ya va casi para diez años), y aún no sé de ti más
que lo que revelan tus historias. Aunque sé que lo que se deja traslucir en lo
que uno escribe es considerable, también sé que con frecuencia los lectores lo
malinterpretan. Si tuvieras la amabilidad de llamarme e invitarme a tomar un
café, esperaría encontrarme con un esteta disipado, sarcástico, decadente y
abyecto, dado a las extrañas asociaciones de palabras, con un gusto no solo
para lo macabro sino para lo verdaderamente repugnante (que los críticos hablen
de horrores apenas sugeridos; tú consigues que lo vea todo de forma
cristalina). Pero quizá me encontrase con alguien totalmente distinto. Sospecho
que nunca lo sabré.
Tienes
mucho por lo que rendir cuentas, Thomas Ligotti. Por cada rebaño de aficionados
al terror a los que no «enganchas» siempre habrá alguien profundamente
impresionado y conmovido por tu obra, alguien a quien le parecerá que te has
introducido en la parte de su cerebro encargada de los sueños, para extraer de
allí pesadillas intensamente privadas. Yo soy una de esas personas. Después de
leer tus relatos suelo experimentar dos sensaciones diferentes: un leve déjà
vu (no como si ya hubiera leído las mismas palabras, sino como si las
imágenes ya hubieran aparecido en alguna parte del cenagal de mi subconsciente)
y una especie de fascinación lovecraftiana que llega a confundirse con la
náusea existencial. Más que cualquier otro escritor en el que pueda pensar, tú
creas una ficción decididamente extraña. Y no puedo sino maravillarme. ¿Estás
por ahí fuera, Thomas Ligotti?
Creo que
acabo de responder mis propias preguntas.
Introducción: Los consuelos del terror
Tinieblas, os saludamos y abrazamos
El horror,
al menos en sus presentaciones artísticas, puede ser un alivio. Y, como
cualquier agente de la iluminación, puede incluso conferir (aunque sea
brevemente) una sensación de poder, sabiduría y trascendencia, especialmente si
el agraciado lo es de buen grado y tiene auténtico gusto por los antiguos
misterios y un miedo genuino por las trampas y embustes que un corazón
voluntarioso suele percibir en lo desconocido.
Nosotros
(los favorecidos de buen grado, recordad) queremos sin duda saber lo peor,
tanto sobre nosotros mismos como sobre el mundo. El tema más viejo, quizá el
único, es el del saber prohibido. Y ningún saber prohibido consoló nunca a su
dueño (motivo probable por el que se prohíbe). Como mucho, será uno de los más
irónicos dones concedidos al posesor (pues el conocimiento de lo vedado es,
primero y por encima de todo, una ordalía individual). Está especialmente
prohibido porque la mera posibilidad de tal conocimiento introduce una monstruosa
y perversa tentación que troca los tranquilos placeres de la existencia mundana
por las luces brillantes de la alienación, la perdición y, en algunos casos
extraños, la condenación eterna.
Así que no
solo deseamos conocer lo peor, sino también experimentarlo.
De aquí
esta palestra de experiencia artificial, supuestamente de la peor especie (el
relato de terror), donde pueden inventarse grotescas conspiraciones a
satisfacción de nuestra alma, donde todos los jugadores cortan la baraja con
escalofríos, temblores y manos amputadas; y, lo que es más importante, donde
uno, desde una segura distancia, puede, en cierto modo, enfrentarse a la
muerte, al dolor y a la pérdida del mundo (abrimos comillas) real (cerramos
comillas).
¿Pero
funciona siempre como querríamos?
A modo de ejemplo
Estoy
viendo La noche de los muertos vivientes. Tengo delante las filas de los
muertos, reanimados por una de las maravillas de doble filo de la edad moderna
(la radiación atómica, creo. ¿O era un increíble producto químico que llegaba
hasta los depósitos de agua? ¿Acaso importa?). Veo un grupo de tipos normales,
casi de documental, encerrados en una casa, enfrentándose a una oleada tras
otra de necrófagos hambrientos. Veo cómo el grupo pierde terreno
desesperadamente y sucumben uno detrás de otro a la misma enfermedad de sus
sonámbulos asesinos: un marido trata de devorar a su mujer (¿o era una madre
que intentaba comerse a su hijo?), una hija apuñala a su padre con un palustre
de jardinero (¿o era un hermano el que apuñalaba a su hermana con una paleta de
albañil?). En cualquier caso, todos mueren de forma horrible. Esto es lo
importante.
Cuando la
película termina, me siento fortalecido por la sensación de haber soportado
este tormento terrorífico; ya tengo más pesadillas que me sirvan para acerar
mis nervios ante los horrendos días y noches que puedan venir. En resumen, he
expandido mi capacidad para el miedo. ¡Puedo soportar lo que sea!
En las
películas, claro está.
La
inquietante verdad es que las brutalidades anteriores se «digieren» con suma
facilidad. Y entonces, en algún momento, uno comienza a adoptar estrategias
poco naturales para protegerse no del hombre del saco, sino del de los sueños.
Hablamos, por ejemplo, a los personajes de una película de terror: «Hola, señor
Cadáver Putrefacto que lame un montón de entrañas pegajosas, ¡qué hay!». Pero
incluso esta táctica pierde su encanto después de un tiempo, especialmente si
estás viendo una de estas películas solo y careces de un cómplice con el que
compartir tu más reciente fase de hastío e inmunidad al terror primitivo.
(Hablamos de las películas. De otro modo sigues siendo la misma persona
vulnerable de siempre).
Así que
cuando un devoto aficionado (aquí predominan tradicionalmente los hombres sobre
las mujeres) al terror está hasta arriba, saturado y consecuentemente aburrido,
¿qué hace a continuación? ¿Darse una vuelta por las salas de urgencias de los
hospitales o los depósitos de cadáveres de la zona? ¿Estar atento por si ve
algún accidente sangriento en la carretera? ¿Hacerse corresponsal de guerra? De
cualquier manera, el caso se ha desplazado claramente a un plano por completo
distinto, de las películas a la vida real, y es evidente que algo anda mal
aquí.
El único
remedio para el adicto al terror parece ser este: si la vieja dosis de medicina
no es lo bastante potente, ¡auméntala! (este paralelismo farmacéutico es
manido, pero adecuado). Y así llegamos al bien conocido y tosco fundamento de
la «escalada visceral» en las películas de terror. ¿Ya has visto demasiadas
veces viejos clásicos como Un hombre lobo americano en Londres? Pues
prueba una de sus versiones de primeros de los ochenta, mucho más sangrientas
pero infinitamente inferiores. Por supuesto, este alivio solo es temporal; la
tolerancia a las drogas suele aumentar con el uso, y en el horizonte no parece
haber una solución definitiva, una farmacia genial en la que pueda comprarse
una dosis lo bastante grande como para saciar el ansia de horror, donde el
adicto inquieto pueda por fin cargarse de droga demoníaca, satisfacer su gula
impía con sombras y susurrar: «ya basta».
El pozo
vacío del aburrimiento se renueva constantemente, mientras que las películas de
terror se tornan cada vez menos inquietantes para el espectador marginalmente
sádico.
¿Y cuál es
el razonamiento común para justificar lo que de otro modo se consideraría un
caso apenas frustrado de sadomasoquismo? Ahora recordamos: presentarnos
horrores dentro del cine (o dentro de un libro, no los olvidemos) y así
ayudarnos a asimilar los horrores de fuera, y también prepararnos para el gran
horror. Suena razonable, suena correcto y racional. Pero no tiene nada de real.
Estamos en el gran bosque del miedo, donde no puedes combatir las peores
experiencias reales con otras falsas, por bien sincronizadas que estén sus
correspondencias simbólicas. ¿Cuándo fue la última vez que, al oír que alguien
despertaba gritando de una pesadilla, lo apartaste a un lado con un «sí, pero
he visto cosas peores en las películas» (o he leído cosas peores en los libros;
ya llegaremos a ellos)? Nada es peor que aquello que le sucede a uno en
persona. Y aunque un mal sueño puede llegar muy alto temporalmente en el asustómetro,
siendo realistas es uno de los más pequeños y efímeros terrores a los que una
persona tiene que enfrentarse. Prueba a encontrar solaz en las cinco veces que
has visto La matanza de Texas cuando te están preparando para una
operación de cirugía cerebral.
En honor a
la verdad, los aficionados a las películas de terror son personas más nerviosas
e histéricas que la mayoría. Necesitamos toda la confianza que podamos obtener,
como todo el mundo, y solemos complacernos al pensar que pasar diecisiete
noches seguidas viendo películas de psicópatas sobrenaturales es bueno para los
nervios, y que nos darán un poder especial del que carecen aquellos a los que
no les gustan. Después de todo, este es uno de los métodos psicológicos con los
que nos «venden» el mercado del terror, el más importante de sus consuelos.
Sin duda
es el principal consuelo, pero también es falso.
Interludio: hasta aquí, consuelos de la violencia
Quizá haya
sido un error elegir La noche de los muertos vivientes para ilustrar los
consuelos del terror. Como delegada de Terrorlandia, esta película es
admirablemente incorruptible y rezuma integridad. No se ha vendido a los
códigos morales de guardería de casi todo el «terror moderno», y no lanza
ningún mensaje concreto. Su único propósito es la pesadilla. Desde el punto de
vista de la simple demencia alienante, inquietante y vomitiva, es una obra
bastante eficaz, al menos las dos primeras veces que la ves. Ni intenta ni
pretende ser nada más. (Y, como hemos descubierto, es que no hay nada más
esperándonos, salvo más de lo mismo). Pero el gran problema es que a veces
olvidamos lo mucho que podemos hacer en las películas de terror (¡ y en los
libros!) aparte de lo visto. A veces olvidamos que las historias sobrenaturales
(y este es un muy buen momento para echar a patadas a las no sobrenaturales:
las de psicópatas, las de suspense, etc.) pueden tener todas las funciones que
las reales, y transmitir las mismas sensaciones, pues lo sobrenatural puede
servir como eficaz vehículo con el que adentrarse en reinos en los que lo
extraño y lo familiar se cargan mutuamente con los polos opuestos de su pasión.
La mansión
encantada, por ejemplo. Aparte de ser la mayor película de casas encantadas jamás
filmada, también nos habla de humanos poseídos. En ella, el viejo espíritu de
la tragedia moral atraviesa fácilmente las paredes, dividiendo los misterios
del universo mundano de aquellos de lo extramundano. Y ese espectro súper
trágico no llega a descansar en ninguno de los dos, nunca se queda lo
suficiente para darnos el conocimiento prohibido ni de las estrellas ni de
nosotros mismos, ni de absolutamente nada, ya puestos. ¿Hasta qué punto puede
culparse al «trastorno de la casa de la colina» (según el diagnóstico del
doctor Markway) de la locura de la gente que estuvo, está y probablemente
estará en ella? Y viceversa, por supuesto. ¿Qué es lo que sucede con esa
escalera de caracol de la biblioteca, o por lo menos con las personas que
intentan subir por ella? Lo único que está claro es que algo sucede, sea lo que
sea… y sea quien sea el responsable. Nuestro pobre cuarteto de cazafantasmas
(el doctor Markway, Theo, Luke y Eleanor) no solo son incapaces de desatarse
los hilos con los que son movidos como títeres. ¡Es que ni siquiera pueden dar
con los nudos!
Los
fantasmas de la casa de la colina permanecen siempre invisibles, salvo por sus
efectos: enormes puertas de roble que se cierran con fuerza salvaje,
doblándolas como si fueran de cartón; mensajes asonantes escritos en las
paredes («Ayudad a Eleanor a volver a casa») con una sustancia indeterminada
(«Tiza», dice Luke. «O algo que se le parece», corrige Markway); y, en general,
dando al lugar unas pésimas vibraciones. Ni siquiera estamos seguros de quiénes
son (o fueron) los fantasmas. ¿El devoto y dementado Hugh Crane, que construyó
la casa de la colina? ¿Su siniestra hija Abigail, que se consumió allí? ¿Su
negligente compañera, que se ahorcó en la casa? Ninguno de ellos emerge como el
claro y definitivo responsable de una presencia que parece una especie de
crisol de fuerzas enloquecidas del pasado, de una «anti-América» donde los de
más bajo espíritu convergen, se estancan y se pierden en un inmenso y
arrebatado cuerpo espectral.
Más
fáciles de identificar son los espectros personales de los vivos, al menos para
el espectador. Pero los personajes de la película están demasiado ocupados con
sus asuntos exteriores como para mirar dentro de las casas de los demás, o
incluso de las suyas. El doctor Markway no reconoce los fantasmas de Eleanor
(que lo ama sin esperanza). Eleanor no alcanza a percibir los de Theo (es
lesbiana), que por su parte evita reflexionar sobre ello. («¿Y de qué tienes
miedo, Theo?», pregunta Eleanor. «De saber lo que quiero en realidad», responde
ella, con una cierta falta de candor). Pero el mejor de todos es Luke, que ni
siquiera cree que haya fantasma alguno hasta cerca del final de la película,
cuando este afable amante de la diversión presiente una terrorífica sensación
de alienación, perversidad y extrañeza en el mundo que lo rodea. «Deberían
quemarla hasta los cimientos», dice acerca de la lujosa casa que va a heredar,
«y echar sal en la tierra». Esta cita cuasi bíblica indica que en los pasadizos
privados de Luke se han abierto unas cuantas puertas. ¡Por fin sabe! La
pobre Eleanor, por supuesto, ha sido reclamada por la casa como una de sus
solitarias y eternas moradoras sin rostro. Será su voz la que pronunciará las
últimas y reverberantes frases de la película: «La casa de la colina lleva
ochenta años en pie, y probablemente resistirá ochenta más… Y los que en ella
vivimos, lo hacemos en soledad». Con estas palabras, el espectador vislumbra un
mundo de dolor y horror inimaginables, una región insondable de tumulto gótico,
un inquietante Nuncaburgo.
La
experiencia es extremadamente desconsoladora, pero en cualquier caso
emocionante.
Pero el
que una película transmita una sensación tan fuerte de lo sobrenatural es raro
(esta, por supuesto, es una adaptación escrupulosamente fiel de la novela de
Shirley Jackson, indiscutiblemente excelente). Lo que sí es frecuente,
especialmente con la ficción, es el fenómeno que provocó la frase del párrafo
anterior; en otras palabras, la paradoja de la diversión en las historias de
terror. El palpitante corazón de la cuestión, sin embargo, es: ¿qué nos
entretiene de verdad? El entretenimiento, imaginemos como imaginemos su fuente,
es justamente considerado como una justificación en sí mismo, y parece ser uno
de los infatigables consuelos del terror.
¿Pero
seguro que es así? (Esto no llevará mucho).
Otro ejemplo
Estamos
leyendo (no hace falta decir que en una sala silenciosa y acogedora) una de las
estupendas historias de fantasmas de M. R. James. Es Count Magnus, en la
que un curioso erudito obtiene un conocimiento que ni siquiera sabía prohibido,
y sufre las terribles consecuencias a manos del conde y su camarada tentaculado.
En realidad la historia termina antes de tener la oportunidad de ser testigos
de este fabuloso golpe de gracia, pero sabemos que lo que le espera a nuestro
estudioso es la succión de la cabeza. Y mientras el sabio condenado se enfrenta
a un destino peor que el que cualquiera de nosotros conoceremos nunca, nosotros
estamos sentados tranquilamente en una esquina, probablemente bebiendo un té
calentito. Al menos creemos que su muerte será peor. Lo esperamos. En los
subsótanos más profundos de nuestra mente, suplicamos: «¡por favor, que a mí no
me pase nada siquiera parecido! A mí no. Si le sucede al otro yo me lo leo, e
incluso temblaré un poco. Me estoy divirtiendo tanto que no puede ser tan
terrible. Para él, claro está. Para él la desgracia insoportable. Fíjate lo
nervioso que me pongo simplemente leyéndolo. Así que, por favor, que le pase
siempre al otro».
Pero no
siempre le tocará al otro, porque a la larga a todos nos llega el turno.
Por
supuesto, en el corto plazo, leer acerca de un mundo en el que suceden cosas
espantosas, en un área restringida a la que nunca osaríamos acercarnos
siquiera, se convierte en uno de los pequeños éxtasis de la vida, en una
indudable fuente de diversión. Y es en este corto plazo en el que se leen (y
escriben) todas las historias. (Si algo con ojos como huevos aguados quisiera
arrancarte la cabeza, ¿te pararías a escribir un relato al respecto?). Es otro
mundo, el corto plazo; es un mundo en el que el terror es un verdadero
consuelo. Pero el que pongamos demasiada fe en las historias de fantasmas como
consuelo para nuestra mortalidad, nuestra vulnerabilidad para los terrores de
la vida real, no es un cumplido para el doctor James, ni para nosotros como
lectores. En lo tocante a consuelos, este resulta ser uno de grado bajo, una
complacencia demente disfrazada de beatitud.
Así que
nuestro segundo consuelo está en el tiempo, como mucho, prestado. Y en el largo
plazo, donde ningún sencillo relato puede servirte de mucho, el consuelo es
ilusorio.
(Quizá las
historias de H. P. Lovecraft nos ofrezcan un papel más amenazador y admirable a
los devotos de la condenación. En la obra de Lovecraft el destino no queda
restringido a personajes excéntricos en situaciones excéntricas. Comienza así,
pero al final se expande para violar la zona de seguridad del lector —y del no
lector, ya puestos, aunque este permanece ajeno al saber prohibido de
Lovecraft—. Los de M. R. James son relatos admonitorios, lecciones de cómo
permanecer libre de problemas espectrales, y de lo agradable y seguro que es esto.
Pero dentro de las fronteras cósmicas del universo de Lovecraft, al que muchos
llamarían el universo en sí mismo, ya estamos metidos en un buen lío, y lo de
sentirse a salvo es algo complicado para cualquiera con un poco de seso y
acceso a los manuscritos de Albert Wilmarth, Nathaniel Wingate Paeslee o el
sobrino del profesor Angell. Estos narradores aislados nos llevan con ellos a
su perdición, que es la del mundo —en los relatos de Lovecraft, a nadie le
importa un pimiento lo que les suceda a los personajes en cuanto personas
individuales—. Si nosotros supiéramos lo que saben ellos acerca del mundo y de
nuestra terrible y precaria posición en él, sin duda nuestros cerebros
temblarían ante la revelación. Y si descubriéramos lo mismo que Arthur Jermyn descubrió
acerca de nosotros mismos y nuestros humildes orígenes es una mera locura de la
biología, haríamos lo que él hizo con unos cuantos litros de gasolina y una
misericordiosa cerilla. Por supuesto, Lovecraft insiste en contarnos cosas cuyo
conocimiento en nada nos beneficia, cosas que no pueden ayudarnos, ni
protegernos, ni siquiera prepararnos para el terrible e inevitable apocalipsis
que se avecina. El único consuelo es aceptarlo, vivir con ellos y suspirar en
el bálsamo que es el olvido viviente. Si logras mantener este constante estado
de condenación, puede que te libres del dolor de la esperanza insensata y su
segura aniquilación.
Pero no
podemos mantener este estado, solo un santo de la perdición sería capaz de
ello. La esperanza se infiltra en nuestras vidas por las grietas crecientes que
siempre quisimos reparar, sin encontrar tiempo para ello. Extrañamente, cuando
las grietas se hacen más grandes y llega al fin el diluvio prometido, no es
precisamente la esperanza la que se abre camino y nos ahoga).
Interludio: hasta aquí, consuelos de la violencia
Así que,
cuando un estado ficticio de perdición absoluta ya no nos ofrece posibilidades
de consuelo, ¿qué nos queda? Bueno, hay otro papel típico aparte del de víctima
de una historia de terror: el del villano. Es decir, nos convertimos en el
monstruo para cambiar el paso. Hasta cierto punto, se supone que esto sucede
cuando subimos a la tarima resonante que hay detrás de la iluminación gótica.
Es tradicional identificarse y sentir lástima por el vampiro y el hombre lobo
en su momento definitivo de debilidad, un momento en el que son más humanos.
Sin embargo, a veces parece como si fuera más divertido interpretar al vampiro
o al hombre lobo en la cima de su poder monstruoso y asesino. Interpretarlos en
nuestro corazón, claro. Después de todo, podría ser estupendo levantarse al
ocaso todos los días para recorrer las sombras, volar en la noche con alas de
murciélago, mirar a los extraños a los ojos y someterlos a tu voluntad. No está
mal para alguien que en teoría está muerto. O al menos para alguien que no
puede morir y cuya alma no le pertenece; para alguien que, por elegante y
aristocrático que pueda parecer, está condenado a vagar por la eternidad con
una única y muy embarazosa obsesión. Es el drogadicto más encanallado, y encima
inmortal.
Pero quizá
te fuera bien como hombre lobo. Durante la mayor parte del mes eres como todos
los demás. Entonces, por unos días, te puedes tomar unas vacaciones del
patético yo humano y derramar la sangre de los otros humanos patéticos. Y una
vez vuelves a tu tamaño de ropa habitual, nadie puede enterarse de nada… hasta
que llega el mes siguiente, y vuelta a empezar con todo el jaleo. Y otro mes, y
otro, y así siempre. No obstante la vida del hombre lobo no es tan mala,
siempre que no te pesquen destrozándole a alguien la garganta. Por supuesto,
podrías tener sentimiento de culpa, y sí, pesadillas.
Todo el
mundo admite que el vampirismo y la licantropía tienen sus contraprestaciones,
pero también habría momentos memorables, momentos que los humanos raramente
pueden disfrutar, si es que es siquiera posible: sentir tu yo primario en
armonía con las fuerzas inhumanas que te rodean, impávido ante el rostro de la
noche, de la naturaleza, de la soledad, de todas estas cosas de las que la
gente simple tiene mucho que temer. Ahí estás tú bajo la Luna, como una
tormenta de furia en forma humana. Y siempre serás así, eternamente si eres
cuidadoso. Ser humano es ser un callejón sin salida. Parece que los sociópatas
sobrenaturales tienen más posibilidades abiertas, así que, ¿no sería genial ser
uno de ellos? Lo que quiero decir, por supuesto, es: ¿es un consuelo de la
literatura de terror el dejarnos serlo durante un breve tiempo? Sí, sin duda.
La atracción de esta vida es en ocasiones irresistible. ¿Pero pasamos algo por
alto si solo alcanzamos a ver el glamour e ignoramos el penoso trabajo que es
la existencia de estos nictófilos de espíritu libre? ¿Qué me dices?
El último ejemplo
Ejemplo
cancelado. El consuelo es un truco patente, hecho con escritura invisible,
espejos y una cámara mágica.
Consuelo sustitutivo:
La caída de la casa Usher, o
la Perdición de nuevo
¿Te has
preguntado alguna vez cómo una historia gótica como esta obra maestra de Poe
puede ser tan genial sin procurarse la preocupación del lector por el destino
de sus personajes? Hay un montón de horribles acontecimiento y conceptos
entretejidos; el narrador y su amigo Roderick experimentan una buena dosis de
MIEDO. Pero, al contrario que en un relato de terror cuyos efectos dependen de
la simpatía que el lector sienta por sus víctimas ficticias, esta no quiere que
nos involucremos con los protagonistas de ese modo. Nuestro miedo no deriva del
suyo. Aunque Roderick, su hermana y el narrador visitante son compañeros
fascinantes, no nos lastran con sus catástrofes individuales. ¿Sentimos lástima
por el terrible sino de Roderick y su hermana? No. ¿Nos alegramos de que el
narrador logre escapar de la casa que se hunde? No especialmente. Entonces, ¿por
qué lamentarnos por esta calamidad que tiene lugar en la campiña, a muchos
kilómetros del pueblo más cercano y de las preocupaciones humanas cotidianas?
En esta
historia no importan las personas. En el universo literario de Poe (y en el de
Lovecraft), lo individual es horrible y consoladoramente irrelevante. Durante
la lectura de La caída de la casa Usher no miramos por encima del hombro
de ningún personaje, sino que nuestra atención se distribuye de modo
omnisciente por las cuatro esquinas de una pestilente factoría que fabrica un
solo producto: una perdición total de la que no hay escapatoria. El que un
nombre propio en concreto se salve de este destino o se vea atrapado no es
importante. El de Poe es un mundo creado con una obsolescencia inherente, y para
apreciar por completo este cosmos tétrico uno debe asumir la perspectiva de su
creador, que son todas, sin dejarse limitar por una sola. Por tanto, nosotros
como lectores somos la casa Usher (tanto la familia como la estructura), somos
el moho que se adueña de sus muros y la violenta tormenta sobre su vetusta
cabeza; nos hundimos con los Usher y nos escapamos con el narrador. En resumen,
interpretamos ambos papeles. Y el consuelo aquí es que estamos supremamente
alejados del punto de vista enloquecedoramente trágico del ser humano.
Por
supuesto, cuando la historia termina debemos caer de nuestra percha divina y
regresar a nuestra mortalidad, que es quizá lo que están haciendo los Usher y
su casa. ¡Este es siempre el problema de los aspirantes a dios! No podemos
mantener demasiado tiempo este punto de vista divino. ¿No sería genial que
pudiéramos lograrlo, si la vida pudiera vivirse ajena a la agonía de lo
individual? Pero estamos condenados a involucrarnos en nuestra propia vida, que
es la única que hay, y la divinidad nada tiene que ver con ello.
Pero… ¿no
sería genial?
Tinieblas, habéis hecho tanto por nosotros…
En este
punto puede parecer que los consuelos del terror no son lo que creíamos al
principio, que todo este tiempo nos hemos acompañado de meras ilusiones. Es que
es así. Y seguiremos haciéndolo, seguiremos sentándonos en nuestra insensible
comodidad con un libro de terror en el regazo, como depredadores catalépticos,
y seguiremos hallando un atildado solaz, aunque solo sea por espacio de un relato,
de un mundo al que la desesperanza y la perdición absolutas han hecho tan
abrigado como simple. Estos consuelos siguen siendo eficaces, aunque no
funcionen tan bien como nos gustaría. Pero solo son efectivos, como la mayoría
de las cosas de valor en el arte o en la vida, como ilusiones. Y no tiene
sentido atribuirles poderes terapéuticos o salvadores que ni poseen ni pueden
poseer. Ya hay suficientes desencantos en el mundo como para añadir otro más.
Pero quizá
la ilusión del consuelo pueda perfeccionarse adquiriendo un mejor sentido de
aquello por lo que nos consolamos. ¿Qué es, en realidad, una historia de
terror? ¿Y qué es lo que hace? Empecemos por la segunda pregunta.
El relato
de terror hace el trabajo de una especie de sueño que todos conocemos. A veces
lo hace tan bien que incluso el asunto más irracional e improbable puede
infectar al lector con una sensación de realismo más allá de lo realista, un
truco que no suele darse más allá del vodevil que es el sueño. ¿Cuándo fue la
última vez que no te logró engañar una pesadilla, en que no te la creíste
porque los incidentes no eran lo bastante lógicos y realistas? La historia de
terror solo es real para los sueños, especialmente para aquellos que nos
involucran en misteriosas ordalías, en la transmisión de secretos, en la
obtención de saberes prohibidos y, en más de un sentido, en el derramamiento de
vísceras.
Lo que
distingue al terror de otra clase de historias es la devoción exclusiva de sus
practicantes, de sus auténticos practicantes, para imaginar y aislar de forma
consciente los aspectos y episodios más demoníacos de la existencia humana,
imperturbables ante cualquier consuelo. Pues no hay en la tierra consuelo
suficiente para los terrores que tratamos en vano de hacer soportables.
¿Son las
historias de terror más reales que otras? Pueden serlo, pero no necesariamente.
Se limitan a mostrar condiciones de extraordinario sufrimiento, y aunque no son
solo esto, estas demostraciones pueden ser tan cercanas a la verdad como
cualquier otra. En cualquier caso, ¿qué horror ficticio sencillo, por
grotescamente magnificado que esté, puede compararse siquiera con el complejo
entramado de miseria y desencanto que es la mera rutina humana? Por supuesto,
el horror fundamental de la existencia no nos es siempre evidente a sus
habitantes, siempre amenazados y aun así desprevenidos. Pero en las verdaderas
historias de terror podemos verlo aun en la oscuridad. Todas las esperanzas
eternas, las salidas optimistas y las redenciones definitivas desaparecen, y
por un rato podemos pretender que miramos el rostro putrefacto de lo pésimo.
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