sábado, 26 de noviembre de 2022

Thomas Ligotti Noctuario. (FRAGMENTO)

 


            Thomas Ligotti

 Noctuario

 (Relatos extraños y terroríficos)

 Título original: Noctuary

Thomas Ligotti, 1994

 Traducción: Varios

 Editor digital: Titivillus

  ePub base r1.2

 

             

 

 


            Para Dave y Leona

 

 

 


 Prólogo: Pasos en la oscuridad

 

 

            Un atisbo al horror según Thomas Ligotti

 

 

 I

 

 

            HAY pocas cosas más inquietantes, irritantes y, al mismo tiempo, fascinantes, que andar en la oscuridad. En la más completa oscuridad. Esa que, en realidad, no existe, pues hasta en la más aparentemente honda negrura, nuestros ojos se empeñan en atisbar formas y contornos, volúmenes que, quizá, no estén ahí, pero nuestra mente finge reconocer, como anclajes que nos impiden hundirnos definitivamente en la locura de la nada.

            Una noche cualquiera, durante una estancia solitaria en la habitación de un hotel, no importa el motivo, despertamos en la madrugada, en medio de la oscuridad. Una oscuridad desconocida, que nada tiene que ver con la de nuestra casa, cuya geografía está grabada en nuestro cerebro por la cotidianeidad de la existencia diaria. De repente, bajamos de la cama, poniendo inseguros los pies en el suelo y, al echar a andar, tropezamos con un obstáculo sólido y brutal. ¿Una pared? ¿Un muro? ¿Un acantilado? Sin embargo, juraríamos que hemos bajado por el lado correcto de la cama, aquel que daba en dirección a la puerta de la habitación, a varios metros de la misma… Pero ¿por qué ahora no hay espacio a nuestro alrededor? ¿Qué es esto? ¿Una ventana? ¿La puerta del baño? ¿Una trampa? Nuestra mano se dirige, frenética, hacia donde el recuerdo le dicta que se encuentra la llave de la luz… En lugar de un interruptor, tocamos algo húmedo, fofo, blando. ¿Telarañas? ¿Una cortina empapada? ¿Un… animal? Nada tiene sentido, la orientación nos ha abandonado por completo. Flotamos inseguros en la oscuridad, nos tiemblan las piernas, tropezamos con nuestros propios pies. Sentimos miedo, sí. Pero también una excitación sin límite. Nos encontramos, al fin, con lo Desconocido. Se disparan las endorfinas, los nervios explotan en mil venas de color y vemos hacia dentro. Es el momento definitivo de la Revelación. Estamos solos como nunca antes, ni siquiera en el vientre materno. Solos ante la Realidad en su esencia pura… Entonces, la mano tropieza finalmente con la llave de la luz y un blanco resplandor ilumina la habitación, la vulgar y sencilla habitación de un hotel cualquiera en una ciudad cualquiera. Nos reímos de nosotros mismos, respiramos tranquilos pensando que por fin hemos vuelto a la realidad, escapando al engaño de los sentidos. Aunque también nos sentimos un poco decepcionados. Por un instante, a través del miedo y del vacío, habíamos creído descubrir el mundo tal como era, antes de que se hiciera la luz. El mundo en su esencia… Pero era sólo una ilusión. ¿O no? Quizá la ilusión sea esta exigua habitación con su cama, su mesilla, su televisión y su teléfono, que instantes antes no existían, mientras la oscuridad lo era todo, en sí y para sí. ¿Cómo saberlo?

            Este miedo, esta excitación, esta fascinación, preñados de peligro pero también de perverso placer, que siente nuestro yo al dar apenas unos pasos en la oscuridad, lejos de la celosa vigilancia maternal de la realidad cotidiana, son los mismos que despiertan los relatos de Thomas Ligotti. Sin duda alguna el maestro absoluto de lo extraño y lo fantástico en la literatura actual.

 II

 

 

            Existen muchas tendencias, modos y modas en la literatura sobrenatural, fantástica y de terror. No son sólo cosa de hoy. Siempre hubo autores que escribieron fantasías para un público masivo y popular, atendiendo a los miedos y necesidades del momento, mientras otros lo hicieron impulsados ante todo por una sensibilidad singular, necesitada de expresión, aunque no tuviera un lector objetivo al que dirigirse, al menos en apariencia. También hay quienes intentan conciliar ambas directrices, con mayor o menor éxito. No se trata de establecer comparaciones o jerarquías del gusto. En cierto modo, en lo que a literatura fantástica se refiere, se trata más bien de que el lector encuentre a su autor, antes que a la inversa.

            En un universo consumadamente consumista como el nuestro, la producción en masa y en serie de obras —e incluso de autores— que encajen perfectamente con las necesidades de un tipo —o tipos— de lector concreto está tan estudiada, elaborada y perfeccionada que resulta imposible escapar a ella. Salvo por el hecho de que, la mayoría de las veces, esas obras y autores acaban por saturar nuestros sentidos, nuestro gusto, en ocasiones mucho antes de lo esperado, precisamente porque encajan demasiado bien con nosotros. Están hechos a medida. Así, los vampiros, zombis, fantasmas y psicópatas de la mayor parte de la literatura de horror actual —por no hablar de los dragones, elfos y caballeros del fantasy— están tan integrados en nuestro propio mundo que han dejado de ser criaturas asustantes, apenas siquiera fantásticas, para convertirse en compañeros de viaje más o menos molestos o divertidos, con poco o ningún derecho a formar parte de nuestras verdaderas pesadillas, sueños y deseos. El mundo del fantaterror actual, hinchado de corrección política, comentario social y personajes «humanos», procura a veces algunos placeres, pero raramente el placer del miedo, de lo extraño, de lo perverso. No se trata, como algunos agoreros predijeron, de que la sangre y las vísceras lo agoten, sino de que esta sangre y estas vísceras están tan claramente prefabricadas, tan perfectamente diseñadas, que en lugar de provocar revulsión, en lugar de conmover nuestra conciencia, la adormecen, la acunan en una falsa sensación de seguridad. El «bien» siempre triunfa, incluso cuando lo hace el «mal», ya que éste ha sido completamente domesticado a través de arquetipos devenidos lugares comunes de una mitología cotidiana descafeinada, reificados como bienes de consumo para minorías aparentemente selectas —tribus urbanas y modernos de diverso pelaje—, o para mayorías biempensantes —lectores de bestsellers prestigiados por suplementos dominicales— que, a la larga, se unen en un sólido mercado casi indistinguible (el joven gothic que lee Crepúsculo… mientras su madre ya va por el tercero de la saga).

            Por ello, encontrar el genuino frisson de lo extraño, de la otredad, el desconcertante, embriagador e irritante picor del miedo, un miedo sin excusas, sin recurrencia a lo banal, un miedo no actual, sino eterno, es tan difícil… Por ello, Thomas Ligotti es tan necesario. Tanto que, de no existir, tendríamos que haberlo inventado. De hecho, a veces tengo la impresión de que Ligotti no existe, sino que es un personaje surgido, por algún perverso e imposible desdoblarse de la realidad, de sus propias obras, en partenogénesis —o autogénesis— obscena. En cualquier caso, su existencia, de la que son prueba innegable los relatos recogidos en este libro, resulta asombrosa en un panorama como el nuestro. Fenómeno forteano por derecho propio, Thomas Ligotti pertenece a esa estirpe en vías de extinción a la que nos referimos más arriba: los autores que se ven impelidos por una profunda necesidad personal, por una convicción que va más allá y más acá de las fuerzas de lo consciente, a escribir acerca de lo que no puede ser descrito, a desvelar hasta el extremo de lo posible aquello que es imposible desvelar. En definitiva, a plasmar literariamente el abismo que nos mira y se repite hasta el infinito en nuestras pupilas asombradas, sin darnos tregua ni descanso. Thomas Ligotti es un escritor de ficción sobrenatural y extraña sin excusas ni condiciones, sin necesidad de éxito y con el éxito asegurado por ello. Descendiente en línea directa de Edgar Allan Poe y Howard Phillips Lovecraft, con quienes compone la insana, justa y necesaria Trinidad de la Literatura Fantástica y Extraña Moderna.

            Aquellos que piensen que exagero, no tienen más que saltar estas páginas y pasar directamente al Noctuario para comprobarlo por sí mismos. En los relatos aquí incluidos se hace absolutamente evidente el genio peculiar de Ligotti. Un autor obsesivo y obsesionado, con una prosa exquisita, detallista y compleja, no siempre fácil de seguir, exigente e incluso a veces irritante, pero por todo ello dotada también del arte único de crear auténtica inquietud. De recuperar el desasosiego que nos produjeron aquellos grandes clásicos del género gótico y sobrenatural del pasado… O que nos puede producir dar unos pocos pasos en la oscuridad.

 III

 

 

            Durante años, Thomas Ligotti ha sido una figura oscura, casi mítica, del panorama de la ficción fantástica. Tanto que incluso algunos llegaron a dudar, antes que nosotros, de su existencia, como hiciera la propia Poppy Z. Brite, con humor cómplice, en su prólogo a La fábrica de pesadillas, colección de relatos de Ligotti publicada en 1996, y hasta ahora único libro de su autor aparecido en España —en una edición irregular y ya agotada de la editorial La Factoría de Ideas—. Sin embargo, es bien sabido que nació en 1953 en Detroit, dedicándose profesionalmente a la labor de editor literario para una importante compañía de publicaciones estadounidense. Desde los primeros años 80 empezó también a publicar relatos fantásticos en diversas revistas y fanzines de tirada limitada, entre ellos el muy prestigioso Grimoire. A comienzos de la década siguiente, las primeras recopilaciones de sus relatos, Noctuario (1994) y la citada La fábrica de pesadillas, dieron a conocer su nombre entre un cada vez más amplio sector de aficionados al género, consiguiendo con la segunda el famoso Premio Stoker a la mejor colección de relatos, galardón que obtendría en otras dos ocasiones, en la categoría de mejor relato largo, con «The Red Tower» (1996), y con la novela corta My Work Is Not Yet Done (2002), que conquistaría algún premio más.

            Sin prisa pero sin pausa, el culto a Ligotti ha ido creciendo poco a poco en la sombra, como los hongos, y, como las de éstos, sus cualidades alucinógenas han entusiasmado a expertos y amantes de lo fantástico siniestro como Ramsey Campbell, S. T. Joshi, la citada Poppy Z. Brite o Adam Nevill, entre otros muchos. Poeta y colaborador también del mítico grupo de rock experimental y avant garde Current 93, creado por el crowleyano David Tibet, su obra más reciente es un ensayo filosófico titulado significativamente The Conspiracy Against the Human Race (2010), donde expone sus ideas no sólo sobre la ficción sobrenatural y fantástica, sino también sobre la propia condición humana. Algo que, en definitiva, está constantemente presente en sus relatos de ficción, que algunos han llegado a calificar como «terror filosófico», sea esto lo que sea. Reticente y poco dado a la publicidad, Ligotti afirma pasar la mayor parte del tiempo que no dedica a su trabajo profesional o a la escritura viendo telebasura en casa, y hasta hace unos años apenas había concedido entrevista alguna.

            Nada más natural, como comprenderá el lector tras sobrevivir a su Noctuario. Gracias al propio autor hemos sabido que sufrió durante años de profunda depresión, evitando prácticamente todo contacto humano, superándola finalmente en parte, muy probablemente, gracias al ejercicio de la literatura. Aunque no sea, obviamente, condición estrictamente necesaria para ser buen escritor de horror, no cabe duda de que una vida y una personalidad un tanto tortuosas resultan propicias al ejercicio del oficio, y que Ligotti comparte con otros maestros como Poe, Nerval, Lovecraft o Philip K. Dick esta característica, que se transparenta a menudo en la visión desoladora, misantrópica e inmisericorde del mundo que ofrecen sus cuentos. No se crea, sin embargo, que estamos ante puros ejercicios confesionales o piezas autobiográficas; por el contrario, los relatos de Ligotti —mucho más variados en estilo de lo que pudiera desprenderse de un juicio precipitado de los mismos— son sobre todo historias de horror y fantasía oscura, entretenidas, intrigantes y a menudo siniestramente divertidas.

            Una vez apuntado el breve, injusto y precipitado retrato del autor, digamos unas palabras más sobre su obra, y concretamente sobre la que el lector tiene en sus manos. La ficción fantástica de Thomas Ligotti parece saltar o atravesar por un agujero de gusano todo o casi todo el horror vulgar y chabacano de los últimos cincuenta años de literatura de terror. Como si un cordón umbilical invisible los ligara, a los ya tantas veces citados nombres de Poe y Lovecraft se unen para llegar hasta Ligotti los de M. R. James, Dunsany, Machen, Blackwood, Robert W. Chambers, M. P. Shiel, De La Mare, Clark Ashton Smith, Robert Aickman y quizás un leve, muy leve toque de Robert Bloch por el lado anglosajón. Pero, como buen discípulo de Poe, Ligotti está tanto o más influenciado por los fantasistas europeos y continentales, en especial por simbolistas y decadentes como Gautier, Villiers, Huysmans o Mirbeau, poetas como Lautremont o Baudelaire, y vanguardistas como Jarry, Apollinaire o Raymond Roussel. Tan fuerte como este influjo es en su obra el del fantástico centroeuropeo. Sus pesadillas más abstractas y expresionistas evocan e invocan a Kafka, Meyrink o Bruno Schulz, sin olvidar tampoco autores peculiares como Jean Ray o Topor. Por repetida confesión del autor, sabemos que algunos escritores experimentales y de vanguardia, en la frontera no sólo de lo fantástico sino de lo literario mismo, ejercen influencia decisiva en su escritura e ideas. Autores como Nabokov, Ionesco, Thomas Bernhard, Samuel Beckett, Borges o William Burroughs, se cuentan entre sus favoritos, mientras filósofos como Cioran o el menos conocido Zapffe impregnan de pesimismo su estilo y relatos.

            Relatos como los reunidos en este Noctuario, que van desde historias con estructura más o menos clásica, que se atienen a los principios del cuento de fantasmas y de horror gótico tradicional, imbuidos siempre de la atmósfera onírica y enrarecida de lo lovecraftiano —«La Medusa», «El Tsalal»—, pasando por apuntes de psicologías enfermizas y trastornadas con una pincelada de Bloch —«Conversaciones en una lengua muerta»—, hasta llegar a los ejercicios de oscura prosa poética, tortuosa y torturante que componen el último tercio del libro, son perfecta introducción en su conjunto al arte sinuoso y escalofriante de Ligotti, quien compone en cada una de sus páginas un auténtico poemario de los miedos más exquisitos que ensombrecen el alma humana, evadiendo los tópicos al uso en la ficción de terror contemporánea, para crear un universo propio donde no existen leyes narrativas fijas ni explicaciones tranquilizadoras.

            Aunque maneja un lenguaje esotérico y expresionista, evocador de los misterios y la parafernalia del Ocultismo, Ligotti no se refugia en las Ciencias Ocultas o la fenomenología de lo paranormal para propiciar al lector un cómodo refugio final contra el pavor, con esas largas parrafadas efectistas que revisten el misterio y lo sobrenatural de convenciones racionalistas o pseudorracionalistas. Sus espectros, por así llamarlos, no responden a los motivos tradicionales que los explican y exorcizan finalmente, salvo en raras excepciones. No encontraremos en sus páginas monstruos o criaturas sobrenaturales de guardarropía. Tampoco héroes comprometidos en la lucha entre un Bien y un Mal que no encuentran espacio alguno en su inestable y esencialmente inhumano universo. Ligotti disfruta a menudo iniciando sus historias en medio de una barroca escenografía fantasmática, que difícilmente identificaremos con nuestro mundo cotidiano o con cualquier otro conocido, pese a lo cual surge, inevitable, inamovible, el horror. Sus personajes no pertenecen ni por asomo a esa galería aburrida y vulgar de protagonistas mediocres que acostumbran utilizar los cultivadores del autodenominado «horror moderno», sino que son individuos generalmente extraños, tan singulares como el propio autor. Eruditos sensibles, investigadores obsesionados, eremitas aislados, a imagen y semejanza de los personajes de Lovecraft o M. R. James, con aires de cierto diletantismo decadente a la francesa, predispuestos a caer en las fauces del caos. Estamos, pues, en las antípodas del «terror cotidiano» de Stephen King, Dean Koontz, Peter Straub, Laymon, Douglas Clegg, Joe Hill y otros que se han esforzado tanto por traer el miedo a la realidad vulgar y corriente que han acabado por perderlo de vista, haciéndolo tan vulgar y corriente como la realidad misma. Con Ligotti entramos en un terreno literario elaborado hasta el punto de la abstracción, hecho de sugerencias, atisbos y retazos. Un mundo conceptual capaz de competir con (y, en mi opinión, superar) los logros narrativos de Pynchon, Auster o Coover, desarrollando escenarios que necesitarían el talento combinado de Francis Bacon, Giorgio de Chirico, Max Ernst, Odilon Redon y Edward Gorey para poder ser representados visualmente. Sus relatos, una vez más como los de Poe o Lovecraft, combinan a menudo la narración con la prosa poética e incluso con la disquisición retórica, en rica fusión creativa.

            El secreto de Ligotti para hacernos recuperar el verdadero sentido de la maravilla del miedo —ambos uno y el mismo— estriba, precisamente, en volver a sus raíces metafísicas y ontológicas. El poder de la palabra, de la escritura como invocación de lo imposible. La esmerada descripción de lo que está más allá de la palabra misma, por medio a veces de hipnóticas aliteraciones, de combinaciones absurdas y contradictorias, escapando incluso a la estructura y la lógica interna del horror cósmico lovecraftiano, para precipitar al lector en el borde del abismo de la realidad desnuda, tal y como es: sin disfraces, sin discurso, sin sentido final alguno. El conocimiento hermético del esoterismo es para Ligotti el último disfraz de la verdad última. Verdad que no puede expresarse, porque nada significa. No hay Grandes Antiguos y, si los hay, lo que está detrás y por encima de ellos, como detrás y por encima de todos nosotros, es todavía mucho más terrible. Porque es la ausencia definitiva de todo sentido, de cualquier finalidad.

            Thomas Ligotti se encuentra claramente en una larga tradición de lo fantástico y lo sobrenatural, lo extraño y lo grotesco, que se remonta a Poe, adquiere con Lovecraft dimensiones cósmicas y encuentra en su obra una nueva cumbre de terror, poesía y maravilla. Una cumbre donde se apunta el desnudo horror de la Nada, travestido en imágenes distorsionadas de mitos antiguos, dioses paganos moribundos, maniquíes inertes, autómatas y marionetas de vida ambigua, cultos extraños, paisajes desolados y sueños de los que no podemos despertar. Si Poe creó el horror psicológico y Lovecraft el cósmico, Ligotti, parafraseando a uno de los editores españoles de este mismo libro, ha creado el horror ontológico, sin dejar de ser fiel por ello a los principios fundamentales y fundacionales de la mejor ficción gótica y de terror.

            Leer sus relatos no sólo es un profundo placer para el buscador y degustador de lo raro, sino una obligación para cualquier alma inquieta que quiera acercarse a la esencia de la verdadera literatura fantástica y su futuro inmediato. Porque después del miedo según Thomas Ligotti, es muy posible que no haya nada más que decir. Que nadie pueda llegar más lejos en la búsqueda del pavor de lo innombrable e innombrado… Eso que acecha a nuestro alrededor cuando damos unos pocos pasos en la oscuridad.

            JESÚS PALACIOS

            Gijón, 15 de octubre de 2012

 

 


 En la noche, en la oscuridad

 

 

            Unas palabras sobre la percepción de la ficción de lo extraño[1]

 

 

            NADIE necesita que le expliquen qué es lo extraño. Es algo que se revela en los primeros años de la vida de toda persona. Con la primera pesadilla o el primer episodio de fiebres altas, tiene lugar la iniciación en una sociedad universal y a un mismo tiempo muy secreta. La pertenencia a esta sociedad se renueva a lo largo de toda la vida a través de una serie de encuentros con lo extraño que pueden adoptar una variedad de formas y presentar muchos rostros. Algunas de estas formas y rostros son conocidos solo por uno mismo, mientras que otros son reconocidos por prácticamente todas las personas, aunque no lo admitan.

            De hecho, la experiencia de lo extraño es tan frecuente que queda profundamente asumida, de manera que permanece invisible en la trastienda de la vida de una persona, e incluso más alejada del mundo en su conjunto. Pero siempre está ahí, esperando a ser invocada en aquellos momentos especiales que le son propios. Estos momentos son en su mayor parte bastante breves y relativamente escasos: la intensa extrañeza de un sueño se desvanece al despertar y es frecuentemente olvidada por completo; los retorcidos pensamientos de un delirio pronto se enderezan tras recuperarnos de la enfermedad; incluso un encuentro de primera mano y en plena vigilia con lo extraordinario puede llegar a perder esa terrorífica extrañeza que inicialmente poseía y finalmente confinarse en aquellas trastiendas, aquellas salas de espera de lo extraño.

            Así pues, es obvio: la experiencia de lo extraño es un hecho fundamental e inexorable en nuestra vida. Y, como ocurre con este tipo de hechos, al final se encauza hacia formas de expresión artística. Una de esas formas ha sido denominada, cómo no, ficción de lo extraño. Las historias que conforman este género literario son depósitos de lo extraño; son similares a esos cuartos apartados donde se esconden los sueños y delirios y apariciones espectrales, aunque en este caso pueden ser visitados en cualquier momento, formando así un vasto museo donde lo extraño está expuesto permanentemente.

            Pero ¿realmente necesita alguien que le digan de qué trata la ficción de lo extraño más de lo que pudiera necesitar saber sobre la propia definición de lo extraño? Es bastante posible que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa. Y la razón es que la ficción de lo extraño no es algo que todo el mundo experimente por igual: no es una pesadilla ni un ataque de fiebre, y ciertamente no es un encuentro en la niebla con algo que no se espera. Es sólo un tipo de relato, y un relato es un eco o transmutación de la experiencia, al mismo tiempo que también es una experiencia por derecho propio, diferente de cualquier otra en cuanto a cómo acontece y cómo es percibida. Parece probable, entonces, que la experiencia de los relatos extraños pueda verse intensificada y realzada si nos centramos en sus cualidades especiales, sus distintas variaciones y diversos rostros.

            Por ejemplo, existe un conocido relato en el que se cuenta lo que sigue: Un hombre se despierta en medio de la oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas de la mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su mano.

            Éste es el esqueleto de muchísimos cuentos que han hecho que los lectores se estremezcan al sentir la experiencia de lo extraño. Se puede simplemente aceptar este estremecimiento y pasar a otra cosa; se puede incluso intentar obviar la fuerza de este episodio en caso de que fuera imaginado con excesiva viveza. Por otro lado, también es posible, y algunos consideran deseable, lograr una óptima receptividad del incidente en cuestión, abrirse a ello y permitir que despliegue en nosotros todo su efecto y sugestión.

            No se trata de una cuestión de esfuerzo intencionado; por el contrario, cuán más difícil es sacarse de la mente esa escena, especialmente si se lee dicho relato en el momento adecuado y en las circunstancias apropiadas. Entonces, la propia mente del lector se llena de la oscuridad de aquel dormitorio en el que alguien, cualquier persona, se despierta. Así pues, el interior del cráneo del lector se transforma en las paredes jalonadas de sombras de aquel dormitorio y todo el drama transcurre en un lugar del que no se puede escapar.

            Sin embargo, a pesar de su brevedad, el relato no carece de argumento. Hay un inicio totalmente natural, una acción perfecta en el nudo, y un desenlace final que arroja más oscuridad sobre la oscuridad. Hay un protagonista y un antagonista, y un encuentro entre ambos que, a pesar de ser abrupto, refleja claramente su naturaleza funesta. No se precisa de ningún epílogo para explicar que el hombre se ha despertado por algo que lo esperaba a él, y a nadie más, en esa oscura habitación. Y lo insólito de todo ello, observado directamente, puede llegar a resultar bastante impactante.

            Una vez más: un hombre se despierta en la oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas que dejó sobre la mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su mano.

            En este punto deberíamos recordar que hay una vieja identificación entre las palabras «extraño» y «destino» (de la cual un célebre ejemplo moderno es el relato «The Weird of Avoosl Wuthoqquan», de Clark Ashton Smith, en el que el destino del personaje del título es profetizado por un mendigo y consumado por una famélica monstruosidad). Y este viejo par de sinónimos persiste en la resurrección de una vieja filosofía, la más antigua… el fatalismo.

            Percibir, aunque sea erróneamente, que todos los pasos conducen a una cita programada previamente, darse cuenta de que uno se encuentra frente a frente con lo que parece que le ha estado esperando todo el tiempo… éste es el marco necesario, el esqueleto que sirve de soporte a lo extraño. Por supuesto, el fatalismo, como tendencia filosófica sobre la existencia humana, pasó de moda hace mucho tiempo, eclipsado por una tendencia a la incertidumbre y un modelo de universo «abierto». Sin embargo, ciertas experiencias vitales traumáticas de las personas reales podrían reinstaurar una antigua e irracional visión de las cosas. Tales experiencias siempre impactan por su extrañeza, su alejamiento del curso normal de los acontecimientos, y con frecuencia provocan una protesta universal: «¿Por qué yo?». Y tengan por seguro que no es una pregunta sino una queja. La persona que grita se siente embargada por la asombrosa sospecha de que él, de hecho, ha sido el perfecto protagonista de algo «extraño» muy específico, un destino hecho a la medida, y de que una cita previa, con toda su extrañeza, ha tenido lugar a la hora y en el lugar acordados.

            Sin duda esta sensación de extrañeza del destino es un espejismo.

            Y el espejismo está hecho del mismo material que conforma el armazón interno de la palabra. Es el material de los sueños, de la fiebre, de las apariciones nunca antes contempladas; se aferra a los huesos de lo extraño y lo modela otorgándole distintas formas al rellenarlo con sus múltiples rostros. Y es que para que el espejismo del destino pueda arraigar profundamente debe estar conectado con cierta materia fuera de lo común, algo que no se pensaba que formase parte del plan existencial, aunque al echar la vista atrás no pueda ser percibido de otra forma.

            Después de todo, no se produce ninguna revelación de lo extraño cuando alguien encuentra un céntimo en la acera, recoge la moneda y se la mete en el bolsillo. Aunque no sea un suceso cotidiano para un determinado individuo, jamás revela un matiz o implicación del destino, de lo extraordinario. Pero supongamos que, tras ser analizada, esta moneda presenta una característica extraña y resulta ser un objeto de considerable valor. De repente, un gran cambio, o al menos la posibilidad de cambio, se produce en la vida de alguien; de repente, el curso esperado de los acontecimientos amenaza con virar hacia destinos totalmente inesperados.

            Alguien podría pensar que la moneda quizás habría pasado totalmente inadvertida mientras permanecía sobre la acera, que la persona que la encontró podría haber pasado a su lado como otros sin duda hicieron. Pero quienquiera que encuentre ese objeto fuera de lo común y descubra su significado pronto se da cuenta de algo: que ha sido atraído a una trampa y que comienza a resultarle difícil imaginar que las cosas podrían haber ocurrido de otra manera. Sus expectativas vitales originales se alejan y son ahora percibidas a lo sumo como algo pasajero: ¿qué certeza tenía sobre el rumbo de su vida antes de encontrar esa moneda? Obviamente, muy poca. Pero ¿qué sabe sobre tal asunto ahora que las cosas han dado un giro tan melodramático? Desde luego, no sabe más que antes, lo cual queda patente cuando finalmente se convierte en la víctima de un espectral numismático que desea recuperar aquella inusual moneda. Entonces la persona que la encontró y que la guarda descubre algo terrible sobre el inescrutable, misterioso y verdadero carácter extraño de su existencia… el extraordinario hecho del universo y de que uno forma parte de él. Paradójicamente, es el suceso inusitado el que puede mostrar mejor esa condición común.

            Al mismo tiempo, lo extraño es, recordemos una vez más, un fenómeno relativamente escurridizo e insólito que aparece en momentos que perturban la rutina y que se olvidan con sumo alivio. Como ocurre en la vida real, la pesadilla sirve principalmente para impartir una mayor conciencia de lo que significa estar despierto; un diagnóstico médico negativo tan sólo proporciona en la mayoría de las ocasiones una lección acerca de la definición de la salud, y lo sobrenatural no puede existir por sí mismo sin las reglas predominantes de la naturaleza.

            Sin embargo, en la ficción se pueden prolongar aquellos periodos en los que alguien se encuentra atrapado en un destino insólito. Las trampas tendidas en la ficción de lo extraño pueden llegar incluso a ser absolutas, una ilustración completa de algo que siempre estuvo en las obras y sólo esperaba ser descubierto. Porque el final de cualquier historia extraña es también frecuentemente el final definitivo de los personajes involucrados. Así pues, tan sólo el lector puede ser testigo de un final anunciado, un destino que se le presenta, por decirlo de alguna manera, al alcance de la mano.

            Por definición, el relato de lo extraño se basa en un enigma que jamás se desvela —si es fiel a la experimentación de lo extraño, lo cual puede tener lugar sólo en la imaginación del autor— y que constituye su único origen justificable. Aunque este enigma exude definitivamente una atmósfera de cementerio, resultará amenazante tanto por su naturaleza irreal y su desorientadora extrañeza como por sus conexiones con el inmenso mundo de la muerte. Tal esquema narrativo contrasta convenientemente con el esquema del relato de «suspense» realista, en el que un personaje se ve amenazado por un funesto destino conocido y puramente físico. Sean cuales sean las manifestaciones y fenómenos identificables que se presenten en un relato de lo extraño (desde los fantasmas tradicionales hasta las pesadillas científicas de la era moderna), éste siempre conserva en su núcleo algún tipo de abismo desde el que emerge lo extraño, que no puede ser analizado ni resuelto. De esta manera, se retiene cierta cualidad enigmática en estos relatos de innombrables y terribles incógnitas. Al igual que la persona que encontró aquella moneda «valiosa», el hombre que se despierta por la noche y alarga la mano en busca de sus gafas se aproxima a lo desconocido, en esta ocasión a una criatura sin nombre. Éste es un ejemplo extremo, quizás el ejemplo más puro, de un argumento que se repite a través de la historia de la ficción de lo extraño.

            Otro ejemplo más célebre del argumento enigmático de un relato de lo extraño es este paradigma de la extrañeza: «The Colour Out of Space» de H. P. Lovecraft. En esta narración se desencadena una serie compleja de fenómenos y sucesos debida a una fuerza invasora de origen y naturaleza desconocidos que se aposenta en un pozo oscuro en el centro del relato, y desde allí se dispone a reinar como un tirano sin rostro sobre todos y cada uno de los mecanismos del argumento. Cuando sale y se revela al final del relato, ni los personajes involucrados ni el lector saben más que al principio sobre este visitante. Aunque esta última afirmación no es del todo cierta: lo que todo el mundo sin duda aprende sobre el «color» es que el contacto con esta aparición procedente de las estrellas es una introducción a esa macabra irrealidad que es a la vez común en lo extraño y también una experiencia a la que nadie llega a acostumbrarse… y con la que nadie se siente jamás a gusto.

            Podríamos continuar ofreciendo ejemplos del enigma esencial en el que se basan los más célebres relatos de lo extraño, desde «El hombre de arena» de E.T.A. Hoffman hasta «La cicatriz» de Ramsey Campbell, pero creo que la tesis ya ha quedado clara: lo verdaderamente extraño tanto en la literatura como en la vida es tan sólo un esqueleto con la mínima cantidad de carne en sus huesos… la suficiente para introducir ciertos temas y evocar la apropiada reacción morbosa, pero nunca tanta como para que los dedos despellejados y extendidos hacia nosotros se conviertan en el cordial estrechamiento de manos cotidiano.

            Se puede admitir que lo extraordinario como hacedor de nuestro propio destino (es decir, la inevitable muerte) es un mecanismo bastante pomposo, y con frecuencia vulgar, para representar la existencia humana. Sin embargo, la ficción de lo extraño no busca situarnos ante los trámites rutinarios que la mayoría de nuestra especie realiza de camino a la tumba, sino más bien recuperar parte del asombro que sentimos en ciertas ocasiones, y que probablemente deberíamos sentir más a menudo, frente a la existencia en su aspecto esencial. Reclamar esta sensación de asombro ante la monumentalmente macabra irrealidad de la vida es despertar a lo extraño… exactamente como el hombre en el cuarto se despierta en el perpetuo infierno de su breve relato, sacude su sensibilidad adormecida, y extiende el brazo hacia aquella criatura desconocida en la oscuridad. Ahora, incluso sin las gafas, puede ver verdaderamente. Y quizás, aunque sólo sea por ese instante de terror artificial que proporciona lo extraño, también el resto de nosotros podamos.

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