Thomas Ligotti
Noctuario
(Relatos extraños y terroríficos)
Thomas Ligotti, 1994
Para Dave y Leona
Prólogo: Pasos en la oscuridad
Un atisbo al horror según Thomas Ligotti
I
HAY
pocas cosas más inquietantes, irritantes y, al mismo tiempo, fascinantes, que
andar en la oscuridad. En la más completa oscuridad. Esa que, en realidad, no
existe, pues hasta en la más aparentemente honda negrura, nuestros ojos se
empeñan en atisbar formas y contornos, volúmenes que, quizá, no estén ahí, pero
nuestra mente finge reconocer, como anclajes que nos impiden hundirnos
definitivamente en la locura de la nada.
Una
noche cualquiera, durante una estancia solitaria en la habitación de un hotel,
no importa el motivo, despertamos en la madrugada, en medio de la oscuridad.
Una oscuridad desconocida, que nada tiene que ver con la de nuestra casa, cuya
geografía está grabada en nuestro cerebro por la cotidianeidad de la existencia
diaria. De repente, bajamos de la cama, poniendo inseguros los pies en el suelo
y, al echar a andar, tropezamos con un obstáculo sólido y brutal. ¿Una pared?
¿Un muro? ¿Un acantilado? Sin embargo, juraríamos que hemos bajado por el lado
correcto de la cama, aquel que daba en dirección a la puerta de la habitación,
a varios metros de la misma… Pero ¿por qué ahora no hay espacio a nuestro
alrededor? ¿Qué es esto? ¿Una ventana? ¿La puerta del baño? ¿Una trampa?
Nuestra mano se dirige, frenética, hacia donde el recuerdo le dicta que se
encuentra la llave de la luz… En lugar de un interruptor, tocamos algo húmedo,
fofo, blando. ¿Telarañas? ¿Una cortina empapada? ¿Un… animal? Nada tiene
sentido, la orientación nos ha abandonado por completo. Flotamos inseguros en
la oscuridad, nos tiemblan las piernas, tropezamos con nuestros propios pies.
Sentimos miedo, sí. Pero también una excitación sin límite. Nos encontramos, al
fin, con lo Desconocido. Se disparan las endorfinas, los nervios explotan en
mil venas de color y vemos hacia dentro.
Es el momento definitivo de la Revelación. Estamos solos como nunca antes, ni
siquiera en el vientre materno. Solos ante la Realidad en su esencia pura…
Entonces, la mano tropieza finalmente con la llave de la luz y un blanco
resplandor ilumina la habitación, la vulgar y sencilla habitación de un hotel
cualquiera en una ciudad cualquiera. Nos reímos de nosotros mismos, respiramos
tranquilos pensando que por fin hemos vuelto a la realidad, escapando al engaño
de los sentidos. Aunque también nos sentimos un poco decepcionados. Por un
instante, a través del miedo y del vacío, habíamos creído descubrir el mundo
tal como era, antes de que se hiciera la luz. El mundo en su esencia… Pero era
sólo una ilusión. ¿O no? Quizá la ilusión sea esta exigua habitación con su
cama, su mesilla, su televisión y su teléfono, que instantes antes no existían,
mientras la oscuridad lo era todo, en sí y para sí. ¿Cómo saberlo?
Este
miedo, esta excitación, esta fascinación, preñados de peligro pero también de
perverso placer, que siente nuestro yo al dar apenas unos pasos en la
oscuridad, lejos de la celosa vigilancia maternal de la realidad cotidiana, son
los mismos que despiertan los relatos de Thomas Ligotti. Sin duda alguna el
maestro absoluto de lo extraño y lo fantástico en la literatura actual.
II
Existen
muchas tendencias, modos y modas en la literatura sobrenatural, fantástica y de
terror. No son sólo cosa de hoy. Siempre hubo autores que escribieron fantasías
para un público masivo y popular, atendiendo a los miedos y necesidades del momento,
mientras otros lo hicieron impulsados ante todo por una sensibilidad singular,
necesitada de expresión, aunque no tuviera un lector objetivo al que dirigirse,
al menos en apariencia. También hay quienes intentan conciliar ambas
directrices, con mayor o menor éxito. No se trata de establecer comparaciones o
jerarquías del gusto. En cierto modo, en lo que a literatura fantástica se
refiere, se trata más bien de que el lector encuentre a su autor, antes que a
la inversa.
En
un universo consumadamente consumista como el nuestro, la producción en masa y
en serie de obras —e incluso de autores— que encajen perfectamente con las
necesidades de un tipo —o tipos— de lector concreto está tan estudiada,
elaborada y perfeccionada que resulta imposible escapar a ella. Salvo por el
hecho de que, la mayoría de las veces, esas obras y autores acaban por saturar
nuestros sentidos, nuestro gusto, en ocasiones mucho antes de lo esperado,
precisamente porque encajan demasiado bien con nosotros. Están hechos a medida.
Así, los vampiros, zombis, fantasmas y psicópatas de la mayor parte de la
literatura de horror actual —por no hablar de los dragones, elfos y caballeros
del fantasy— están tan integrados en
nuestro propio mundo que han dejado de ser criaturas asustantes, apenas
siquiera fantásticas, para convertirse en compañeros de viaje más o menos
molestos o divertidos, con poco o ningún derecho a formar parte de nuestras
verdaderas pesadillas, sueños y deseos. El mundo del fantaterror actual,
hinchado de corrección política, comentario social y personajes «humanos»,
procura a veces algunos placeres, pero raramente el placer del miedo, de lo
extraño, de lo perverso. No se trata, como algunos agoreros predijeron, de que
la sangre y las vísceras lo agoten, sino de que esta sangre y estas vísceras
están tan claramente prefabricadas, tan perfectamente diseñadas, que en lugar
de provocar revulsión, en lugar de conmover nuestra conciencia, la adormecen,
la acunan en una falsa sensación de seguridad. El «bien» siempre triunfa, incluso
cuando lo hace el «mal», ya que éste ha sido completamente domesticado a través
de arquetipos devenidos lugares comunes de una mitología cotidiana
descafeinada, reificados como bienes de consumo para minorías aparentemente
selectas —tribus urbanas y modernos de diverso pelaje—, o para mayorías
biempensantes —lectores de bestsellers
prestigiados por suplementos dominicales— que, a la larga, se unen en un sólido
mercado casi indistinguible (el joven gothic
que lee Crepúsculo… mientras su madre
ya va por el tercero de la saga).
Por
ello, encontrar el genuino frisson de
lo extraño, de la otredad, el
desconcertante, embriagador e irritante picor del miedo, un miedo sin excusas,
sin recurrencia a lo banal, un miedo no actual, sino eterno, es tan difícil…
Por ello, Thomas Ligotti es tan necesario. Tanto que, de no existir, tendríamos
que haberlo inventado. De hecho, a veces tengo la impresión de que Ligotti no
existe, sino que es un personaje surgido, por algún perverso e imposible
desdoblarse de la realidad, de sus propias obras, en partenogénesis —o
autogénesis— obscena. En cualquier caso, su existencia, de la que son prueba
innegable los relatos recogidos en este libro, resulta asombrosa en un panorama
como el nuestro. Fenómeno forteano
por derecho propio, Thomas Ligotti pertenece a esa estirpe en vías de extinción
a la que nos referimos más arriba: los autores que se ven impelidos por una
profunda necesidad personal, por una convicción que va más allá y más acá de
las fuerzas de lo consciente, a escribir acerca de lo que no puede ser
descrito, a desvelar hasta el extremo de lo posible aquello que es imposible
desvelar. En definitiva, a plasmar literariamente el abismo que nos mira y se
repite hasta el infinito en nuestras pupilas asombradas, sin darnos tregua ni
descanso. Thomas Ligotti es un escritor de ficción sobrenatural y extraña sin
excusas ni condiciones, sin necesidad de éxito y con el éxito asegurado por
ello. Descendiente en línea directa de Edgar Allan Poe y Howard Phillips
Lovecraft, con quienes compone la insana, justa y necesaria Trinidad de la
Literatura Fantástica y Extraña Moderna.
Aquellos
que piensen que exagero, no tienen más que saltar estas páginas y pasar
directamente al Noctuario para
comprobarlo por sí mismos. En los relatos aquí incluidos se hace absolutamente
evidente el genio peculiar de Ligotti. Un autor obsesivo y obsesionado, con una
prosa exquisita, detallista y compleja, no siempre fácil de seguir, exigente e
incluso a veces irritante, pero por todo ello dotada también del arte único de
crear auténtica inquietud. De recuperar el desasosiego que nos produjeron
aquellos grandes clásicos del género gótico y sobrenatural del pasado… O que
nos puede producir dar unos pocos pasos en la oscuridad.
III
Durante
años, Thomas Ligotti ha sido una figura oscura, casi mítica, del panorama de la
ficción fantástica. Tanto que incluso algunos llegaron a dudar, antes que
nosotros, de su existencia, como hiciera la propia Poppy Z. Brite, con humor
cómplice, en su prólogo a La fábrica de
pesadillas, colección de relatos de Ligotti publicada en 1996, y hasta
ahora único libro de su autor aparecido en España —en una edición irregular y
ya agotada de la editorial La Factoría de Ideas—. Sin embargo, es bien sabido
que nació en 1953 en Detroit, dedicándose profesionalmente a la labor de editor
literario para una importante compañía de publicaciones estadounidense. Desde
los primeros años 80 empezó también a publicar relatos fantásticos en diversas
revistas y fanzines de tirada limitada,
entre ellos el muy prestigioso Grimoire.
A comienzos de la década siguiente, las primeras recopilaciones de sus relatos,
Noctuario (1994) y la citada La fábrica de pesadillas, dieron a
conocer su nombre entre un cada vez más amplio sector de aficionados al género,
consiguiendo con la segunda el famoso Premio Stoker a la mejor colección de
relatos, galardón que obtendría en otras dos ocasiones, en la categoría de
mejor relato largo, con «The Red Tower» (1996), y con la novela corta My Work Is Not Yet Done (2002), que
conquistaría algún premio más.
Sin
prisa pero sin pausa, el culto a Ligotti ha ido creciendo poco a poco en la
sombra, como los hongos, y, como las de éstos, sus cualidades alucinógenas han
entusiasmado a expertos y amantes de lo fantástico siniestro como Ramsey
Campbell, S. T. Joshi, la citada Poppy Z. Brite o Adam Nevill, entre otros
muchos. Poeta y colaborador también del mítico grupo de rock experimental y avant garde Current 93, creado por el crowleyano David Tibet, su obra más
reciente es un ensayo filosófico titulado significativamente The Conspiracy Against the Human Race
(2010), donde expone sus ideas no sólo sobre la ficción sobrenatural y
fantástica, sino también sobre la propia condición humana. Algo que, en
definitiva, está constantemente presente en sus relatos de ficción, que algunos
han llegado a calificar como «terror filosófico», sea esto lo que sea.
Reticente y poco dado a la publicidad, Ligotti afirma pasar la mayor parte del
tiempo que no dedica a su trabajo profesional o a la escritura viendo
telebasura en casa, y hasta hace unos años apenas había concedido entrevista
alguna.
Nada
más natural, como comprenderá el lector tras sobrevivir a su Noctuario. Gracias al propio autor hemos
sabido que sufrió durante años de profunda depresión, evitando prácticamente
todo contacto humano, superándola finalmente en parte, muy probablemente,
gracias al ejercicio de la literatura. Aunque no sea, obviamente, condición
estrictamente necesaria para ser buen escritor de horror, no cabe duda de que
una vida y una personalidad un tanto tortuosas resultan propicias al ejercicio
del oficio, y que Ligotti comparte con otros maestros como Poe, Nerval,
Lovecraft o Philip K. Dick esta característica, que se transparenta a menudo en
la visión desoladora, misantrópica e inmisericorde del mundo que ofrecen sus
cuentos. No se crea, sin embargo, que estamos ante puros ejercicios
confesionales o piezas autobiográficas; por el contrario, los relatos de
Ligotti —mucho más variados en estilo de lo que pudiera desprenderse de un
juicio precipitado de los mismos— son sobre todo historias de horror y fantasía
oscura, entretenidas, intrigantes y a menudo siniestramente divertidas.
Una
vez apuntado el breve, injusto y precipitado retrato del autor, digamos unas
palabras más sobre su obra, y concretamente sobre la que el lector tiene en sus
manos. La ficción fantástica de Thomas Ligotti parece saltar o atravesar por un
agujero de gusano todo o casi todo el horror vulgar y chabacano de los últimos
cincuenta años de literatura de terror. Como si un cordón umbilical invisible
los ligara, a los ya tantas veces citados nombres de Poe y Lovecraft se unen
para llegar hasta Ligotti los de M. R. James, Dunsany, Machen, Blackwood,
Robert W. Chambers, M. P. Shiel, De La Mare, Clark Ashton Smith, Robert Aickman
y quizás un leve, muy leve toque de Robert Bloch por el lado anglosajón. Pero,
como buen discípulo de Poe, Ligotti está tanto o más influenciado por los
fantasistas europeos y continentales, en especial por simbolistas y decadentes
como Gautier, Villiers, Huysmans o Mirbeau, poetas como Lautremont o
Baudelaire, y vanguardistas como Jarry, Apollinaire o Raymond Roussel. Tan
fuerte como este influjo es en su obra el del fantástico centroeuropeo. Sus
pesadillas más abstractas y expresionistas evocan e invocan a Kafka, Meyrink o
Bruno Schulz, sin olvidar tampoco autores peculiares como Jean Ray o Topor. Por
repetida confesión del autor, sabemos que algunos escritores experimentales y
de vanguardia, en la frontera no sólo de lo fantástico sino de lo literario
mismo, ejercen influencia decisiva en su escritura e ideas. Autores como
Nabokov, Ionesco, Thomas Bernhard, Samuel Beckett, Borges o William Burroughs,
se cuentan entre sus favoritos, mientras filósofos como Cioran o el menos
conocido Zapffe impregnan de pesimismo su estilo y relatos.
Relatos
como los reunidos en este Noctuario,
que van desde historias con estructura más o menos clásica, que se atienen a
los principios del cuento de fantasmas y de horror gótico tradicional, imbuidos
siempre de la atmósfera onírica y enrarecida de lo lovecraftiano —«La Medusa», «El Tsalal»—, pasando por apuntes de
psicologías enfermizas y trastornadas con una pincelada de Bloch
—«Conversaciones en una lengua muerta»—, hasta llegar a los ejercicios de
oscura prosa poética, tortuosa y torturante que componen el último tercio del
libro, son perfecta introducción en su conjunto al arte sinuoso y escalofriante
de Ligotti, quien compone en cada una de sus páginas un auténtico poemario de
los miedos más exquisitos que ensombrecen el alma humana, evadiendo los tópicos
al uso en la ficción de terror contemporánea, para crear un universo propio
donde no existen leyes narrativas fijas ni explicaciones tranquilizadoras.
Aunque
maneja un lenguaje esotérico y expresionista, evocador de los misterios y la
parafernalia del Ocultismo, Ligotti no se refugia en las Ciencias Ocultas o la
fenomenología de lo paranormal para propiciar al lector un cómodo refugio final
contra el pavor, con esas largas parrafadas efectistas que revisten el misterio
y lo sobrenatural de convenciones racionalistas o pseudorracionalistas. Sus
espectros, por así llamarlos, no responden a los motivos tradicionales que los
explican y exorcizan finalmente, salvo en raras excepciones. No encontraremos
en sus páginas monstruos o criaturas sobrenaturales de guardarropía. Tampoco
héroes comprometidos en la lucha entre un Bien y un Mal que no encuentran
espacio alguno en su inestable y esencialmente inhumano universo. Ligotti
disfruta a menudo iniciando sus historias en medio de una barroca escenografía
fantasmática, que difícilmente identificaremos con nuestro mundo cotidiano o
con cualquier otro conocido, pese a lo cual surge, inevitable, inamovible, el
horror. Sus personajes no pertenecen ni por asomo a esa galería aburrida y
vulgar de protagonistas mediocres que acostumbran utilizar los cultivadores del
autodenominado «horror moderno», sino que son individuos generalmente extraños,
tan singulares como el propio autor. Eruditos sensibles, investigadores
obsesionados, eremitas aislados, a imagen y semejanza de los personajes de
Lovecraft o M. R. James, con aires de cierto diletantismo decadente a la
francesa, predispuestos a caer en las fauces del caos. Estamos, pues, en las
antípodas del «terror cotidiano» de Stephen King, Dean Koontz, Peter Straub,
Laymon, Douglas Clegg, Joe Hill y otros que se han esforzado tanto por traer el
miedo a la realidad vulgar y corriente que han acabado por perderlo de vista,
haciéndolo tan vulgar y corriente como la realidad misma. Con Ligotti entramos
en un terreno literario elaborado hasta el punto de la abstracción, hecho de
sugerencias, atisbos y retazos. Un mundo conceptual capaz de competir con (y,
en mi opinión, superar) los logros narrativos de Pynchon, Auster o Coover,
desarrollando escenarios que necesitarían el talento combinado de Francis
Bacon, Giorgio de Chirico, Max Ernst, Odilon Redon y Edward Gorey para poder
ser representados visualmente. Sus relatos, una vez más como los de Poe o
Lovecraft, combinan a menudo la narración con la prosa poética e incluso con la
disquisición retórica, en rica fusión creativa.
El
secreto de Ligotti para hacernos recuperar el verdadero sentido de la maravilla
del miedo —ambos uno y el mismo— estriba, precisamente, en volver a sus raíces
metafísicas y ontológicas. El poder de la palabra, de la escritura como
invocación de lo imposible. La esmerada descripción de lo que está más allá de
la palabra misma, por medio a veces de hipnóticas aliteraciones, de
combinaciones absurdas y contradictorias, escapando incluso a la estructura y
la lógica interna del horror cósmico lovecraftiano, para precipitar al lector
en el borde del abismo de la realidad desnuda, tal y como es: sin disfraces,
sin discurso, sin sentido final alguno. El conocimiento hermético del
esoterismo es para Ligotti el último disfraz de la verdad última. Verdad que no
puede expresarse, porque nada significa. No hay Grandes Antiguos y, si los hay,
lo que está detrás y por encima de ellos, como detrás y por encima de todos
nosotros, es todavía mucho más terrible. Porque es la ausencia definitiva de
todo sentido, de cualquier finalidad.
Thomas
Ligotti se encuentra claramente en una larga tradición de lo fantástico y lo
sobrenatural, lo extraño y lo grotesco, que se remonta a Poe, adquiere con
Lovecraft dimensiones cósmicas y encuentra en su obra una nueva cumbre de
terror, poesía y maravilla. Una cumbre donde se apunta el desnudo horror de la
Nada, travestido en imágenes distorsionadas de mitos antiguos, dioses paganos
moribundos, maniquíes inertes, autómatas y marionetas de vida ambigua, cultos
extraños, paisajes desolados y sueños de los que no podemos despertar. Si Poe
creó el horror psicológico y Lovecraft el cósmico, Ligotti, parafraseando a uno
de los editores españoles de este mismo libro, ha creado el horror ontológico,
sin dejar de ser fiel por ello a los principios fundamentales y fundacionales
de la mejor ficción gótica y de terror.
Leer
sus relatos no sólo es un profundo placer para el buscador y degustador de lo
raro, sino una obligación para cualquier alma inquieta que quiera acercarse a
la esencia de la verdadera literatura fantástica y su futuro inmediato. Porque
después del miedo según Thomas Ligotti, es muy posible que no haya nada más que
decir. Que nadie pueda llegar más lejos en la búsqueda del pavor de lo
innombrable e innombrado… Eso que acecha a nuestro alrededor cuando damos unos
pocos pasos en la oscuridad.
JESÚS
PALACIOS
Gijón, 15 de octubre de 2012
En la noche, en la oscuridad
Unas palabras sobre la percepción de la
ficción de lo extraño[1]
NADIE
necesita que le expliquen qué es lo extraño. Es algo que se revela en los
primeros años de la vida de toda persona. Con la primera pesadilla o el primer
episodio de fiebres altas, tiene lugar la iniciación en una sociedad universal
y a un mismo tiempo muy secreta. La pertenencia a esta sociedad se renueva a lo
largo de toda la vida a través de una serie de encuentros con lo extraño que
pueden adoptar una variedad de formas y presentar muchos rostros. Algunas de
estas formas y rostros son conocidos solo por uno mismo, mientras que otros son
reconocidos por prácticamente todas las personas, aunque no lo admitan.
De
hecho, la experiencia de lo extraño es tan frecuente que queda profundamente
asumida, de manera que permanece invisible en la trastienda de la vida de una
persona, e incluso más alejada del mundo en su conjunto. Pero siempre está ahí,
esperando a ser invocada en aquellos momentos especiales que le son propios.
Estos momentos son en su mayor parte bastante breves y relativamente escasos:
la intensa extrañeza de un sueño se desvanece al despertar y es frecuentemente
olvidada por completo; los retorcidos pensamientos de un delirio pronto se
enderezan tras recuperarnos de la enfermedad; incluso un encuentro de primera
mano y en plena vigilia con lo extraordinario puede llegar a perder esa
terrorífica extrañeza que inicialmente poseía y finalmente confinarse en
aquellas trastiendas, aquellas salas de espera de lo extraño.
Así
pues, es obvio: la experiencia de lo extraño es un hecho fundamental e
inexorable en nuestra vida. Y, como ocurre con este tipo de hechos, al final se
encauza hacia formas de expresión artística. Una de esas formas ha sido
denominada, cómo no, ficción de lo extraño. Las historias que conforman este
género literario son depósitos de lo extraño; son similares a esos cuartos
apartados donde se esconden los sueños y delirios y apariciones espectrales,
aunque en este caso pueden ser visitados en cualquier momento, formando así un
vasto museo donde lo extraño está expuesto permanentemente.
Pero
¿realmente necesita alguien que le digan de qué trata la ficción de lo extraño
más de lo que pudiera necesitar saber sobre la propia definición de lo extraño?
Es bastante posible que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa. Y la razón
es que la ficción de lo extraño no es algo que todo el mundo experimente por
igual: no es una pesadilla ni un ataque de fiebre, y ciertamente no es un
encuentro en la niebla con algo que no se espera. Es sólo un tipo de relato, y
un relato es un eco o transmutación de la experiencia, al mismo tiempo que
también es una experiencia por derecho propio, diferente de cualquier otra en
cuanto a cómo acontece y cómo es percibida. Parece probable, entonces, que la
experiencia de los relatos extraños pueda verse intensificada y realzada si nos
centramos en sus cualidades especiales, sus distintas variaciones y diversos
rostros.
Por
ejemplo, existe un conocido relato en el que se cuenta lo que sigue: Un hombre se despierta en medio de la
oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas de la mesilla. Alguien o algo
coloca las gafas en su mano.
Éste
es el esqueleto de muchísimos cuentos que han hecho que los lectores se estremezcan
al sentir la experiencia de lo extraño. Se puede simplemente aceptar este
estremecimiento y pasar a otra cosa; se puede incluso intentar obviar la fuerza
de este episodio en caso de que fuera imaginado con excesiva viveza. Por otro
lado, también es posible, y algunos consideran deseable, lograr una óptima
receptividad del incidente en cuestión, abrirse a ello y permitir que
despliegue en nosotros todo su efecto y sugestión.
No
se trata de una cuestión de esfuerzo intencionado; por el contrario, cuán más
difícil es sacarse de la mente esa escena, especialmente si se lee dicho relato
en el momento adecuado y en las circunstancias apropiadas. Entonces, la propia
mente del lector se llena de la oscuridad de aquel dormitorio en el que
alguien, cualquier persona, se despierta. Así pues, el interior del cráneo del
lector se transforma en las paredes jalonadas de sombras de aquel dormitorio y
todo el drama transcurre en un lugar del que no se puede escapar.
Sin
embargo, a pesar de su brevedad, el relato no carece de argumento. Hay un
inicio totalmente natural, una acción perfecta en el nudo, y un desenlace final
que arroja más oscuridad sobre la oscuridad. Hay un protagonista y un
antagonista, y un encuentro entre ambos que, a pesar de ser abrupto, refleja claramente
su naturaleza funesta. No se precisa de ningún epílogo para explicar que el
hombre se ha despertado por algo que lo esperaba a él, y a nadie más, en esa
oscura habitación. Y lo insólito de todo ello, observado directamente, puede
llegar a resultar bastante impactante.
Una
vez más: un hombre se despierta en la oscuridad y alarga el brazo para coger
las gafas que dejó sobre la mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su
mano.
En
este punto deberíamos recordar que hay una vieja identificación entre las
palabras «extraño» y «destino» (de la cual un célebre ejemplo moderno es el
relato «The Weird of Avoosl Wuthoqquan», de Clark Ashton Smith, en el que el
destino del personaje del título es profetizado por un mendigo y consumado por
una famélica monstruosidad). Y este viejo par de sinónimos persiste en la
resurrección de una vieja filosofía, la más antigua… el fatalismo.
Percibir,
aunque sea erróneamente, que todos los pasos conducen a una cita programada
previamente, darse cuenta de que uno se encuentra frente a frente con lo que
parece que le ha estado esperando todo el tiempo… éste es el marco necesario,
el esqueleto que sirve de soporte a lo extraño. Por supuesto, el fatalismo,
como tendencia filosófica sobre la existencia humana, pasó de moda hace mucho
tiempo, eclipsado por una tendencia a la incertidumbre y un modelo de universo
«abierto». Sin embargo, ciertas experiencias vitales traumáticas de las
personas reales podrían reinstaurar una antigua e irracional visión de las
cosas. Tales experiencias siempre impactan por su extrañeza, su alejamiento del
curso normal de los acontecimientos, y con frecuencia provocan una protesta
universal: «¿Por qué yo?». Y tengan por seguro que no es una pregunta sino una
queja. La persona que grita se siente embargada por la asombrosa sospecha de
que él, de hecho, ha sido el perfecto protagonista de algo «extraño» muy
específico, un destino hecho a la medida, y de que una cita previa, con toda su
extrañeza, ha tenido lugar a la hora y en el lugar acordados.
Sin
duda esta sensación de extrañeza del destino es un espejismo.
Y
el espejismo está hecho del mismo material que conforma el armazón interno de
la palabra. Es el material de los sueños, de la fiebre, de las apariciones
nunca antes contempladas; se aferra a los huesos de lo extraño y lo modela
otorgándole distintas formas al rellenarlo con sus múltiples rostros. Y es que
para que el espejismo del destino pueda arraigar profundamente debe estar
conectado con cierta materia fuera de lo común, algo que no se pensaba que
formase parte del plan existencial, aunque al echar la vista atrás no pueda ser
percibido de otra forma.
Después
de todo, no se produce ninguna revelación de lo extraño cuando alguien
encuentra un céntimo en la acera, recoge la moneda y se la mete en el bolsillo.
Aunque no sea un suceso cotidiano para un determinado individuo, jamás revela
un matiz o implicación del destino, de lo extraordinario. Pero supongamos que,
tras ser analizada, esta moneda presenta una característica extraña y resulta
ser un objeto de considerable valor. De repente, un gran cambio, o al menos la
posibilidad de cambio, se produce en la vida de alguien; de repente, el curso
esperado de los acontecimientos amenaza con virar hacia destinos totalmente
inesperados.
Alguien
podría pensar que la moneda quizás habría pasado totalmente inadvertida
mientras permanecía sobre la acera, que la persona que la encontró podría haber pasado a su lado como otros sin duda
hicieron. Pero quienquiera que encuentre ese objeto fuera de lo común y
descubra su significado pronto se da cuenta de algo: que ha sido atraído a una
trampa y que comienza a resultarle difícil imaginar que las cosas podrían haber
ocurrido de otra manera. Sus expectativas vitales originales se alejan y son
ahora percibidas a lo sumo como algo pasajero: ¿qué certeza tenía sobre el
rumbo de su vida antes de encontrar esa moneda? Obviamente, muy poca. Pero ¿qué
sabe sobre tal asunto ahora que las cosas han dado un giro tan melodramático?
Desde luego, no sabe más que antes, lo cual queda patente cuando finalmente se
convierte en la víctima de un espectral numismático que desea recuperar aquella
inusual moneda. Entonces la persona que la encontró y que la guarda descubre
algo terrible sobre el inescrutable, misterioso y verdadero carácter extraño de
su existencia… el extraordinario hecho del universo y de que uno forma parte de
él. Paradójicamente, es el suceso inusitado el que puede mostrar mejor esa
condición común.
Al
mismo tiempo, lo extraño es, recordemos una vez más, un fenómeno relativamente
escurridizo e insólito que aparece en momentos que perturban la rutina y que se
olvidan con sumo alivio. Como ocurre en la vida real, la pesadilla sirve
principalmente para impartir una mayor conciencia de lo que significa estar despierto;
un diagnóstico médico negativo tan sólo proporciona en la mayoría de las
ocasiones una lección acerca de la definición de la salud, y lo sobrenatural no
puede existir por sí mismo sin las reglas predominantes de la naturaleza.
Sin
embargo, en la ficción se pueden prolongar aquellos periodos en los que alguien
se encuentra atrapado en un destino insólito. Las trampas tendidas en la
ficción de lo extraño pueden llegar incluso a ser absolutas, una ilustración
completa de algo que siempre estuvo en las
obras y sólo esperaba ser descubierto. Porque el final de cualquier
historia extraña es también frecuentemente el final definitivo de los
personajes involucrados. Así pues, tan sólo el lector puede ser testigo de un
final anunciado, un destino que se le presenta, por decirlo de alguna manera,
al alcance de la mano.
Por
definición, el relato de lo extraño se basa en un enigma que jamás se desvela
—si es fiel a la experimentación de lo extraño, lo cual puede tener lugar sólo
en la imaginación del autor— y que constituye su único origen justificable.
Aunque este enigma exude definitivamente una atmósfera de cementerio, resultará
amenazante tanto por su naturaleza irreal y su desorientadora extrañeza como
por sus conexiones con el inmenso mundo de la muerte. Tal esquema narrativo
contrasta convenientemente con el esquema del relato de «suspense» realista, en
el que un personaje se ve amenazado por un funesto destino conocido y puramente
físico. Sean cuales sean las manifestaciones y fenómenos identificables que se
presenten en un relato de lo extraño (desde los fantasmas tradicionales hasta
las pesadillas científicas de la era moderna), éste siempre conserva en su
núcleo algún tipo de abismo desde el que emerge lo extraño, que no puede ser
analizado ni resuelto. De esta manera, se retiene cierta cualidad enigmática en
estos relatos de innombrables y terribles incógnitas. Al igual que la persona
que encontró aquella moneda «valiosa», el hombre que se despierta por la noche
y alarga la mano en busca de sus gafas se aproxima a lo desconocido, en esta
ocasión a una criatura sin nombre. Éste es un ejemplo extremo, quizás el
ejemplo más puro, de un argumento que se repite a través de la historia de la
ficción de lo extraño.
Otro
ejemplo más célebre del argumento enigmático de un relato de lo extraño es este
paradigma de la extrañeza: «The Colour Out of Space» de H. P. Lovecraft. En
esta narración se desencadena una serie compleja de fenómenos y sucesos debida
a una fuerza invasora de origen y naturaleza desconocidos que se aposenta en un
pozo oscuro en el centro del relato, y desde allí se dispone a reinar como un
tirano sin rostro sobre todos y cada uno de los mecanismos del argumento.
Cuando sale y se revela al final del relato, ni los personajes involucrados ni el
lector saben más que al principio sobre este visitante. Aunque esta última
afirmación no es del todo cierta: lo que todo el mundo sin duda aprende sobre
el «color» es que el contacto con esta aparición procedente de las estrellas es
una introducción a esa macabra irrealidad que es a la vez común en lo extraño y
también una experiencia a la que nadie llega a acostumbrarse… y con la que
nadie se siente jamás a gusto.
Podríamos
continuar ofreciendo ejemplos del enigma esencial en el que se basan los más
célebres relatos de lo extraño, desde «El hombre de arena» de E.T.A. Hoffman
hasta «La cicatriz» de Ramsey Campbell, pero creo que la tesis ya ha quedado
clara: lo verdaderamente extraño tanto en la literatura como en la vida es tan
sólo un esqueleto con la mínima cantidad de carne en sus huesos… la suficiente
para introducir ciertos temas y evocar la apropiada reacción morbosa, pero
nunca tanta como para que los dedos despellejados y extendidos hacia nosotros
se conviertan en el cordial estrechamiento de manos cotidiano.
Se
puede admitir que lo extraordinario como hacedor de nuestro propio destino (es
decir, la inevitable muerte) es un mecanismo bastante pomposo, y con frecuencia
vulgar, para representar la existencia humana. Sin embargo, la ficción de lo extraño
no busca situarnos ante los trámites rutinarios que la mayoría de nuestra
especie realiza de camino a la tumba, sino más bien recuperar parte del asombro
que sentimos en ciertas ocasiones, y que probablemente deberíamos sentir más a
menudo, frente a la existencia en su aspecto esencial. Reclamar esta sensación
de asombro ante la monumentalmente macabra irrealidad de la vida es despertar a
lo extraño… exactamente como el hombre en el cuarto se despierta en el perpetuo
infierno de su breve relato, sacude su sensibilidad adormecida, y extiende el
brazo hacia aquella criatura desconocida en la oscuridad. Ahora, incluso sin
las gafas, puede ver verdaderamente. Y quizás, aunque sólo sea por ese instante
de terror artificial que proporciona lo extraño, también el resto de nosotros
podamos.
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