domingo, 19 de septiembre de 2021

Marqués de Sade Los crímenes del amor. Prólogo.

 



 Marqués de Sade

Los crímenes del amor

 

 

 

 

 

 

 


Título original: Les Crimes de l’amour

Marqués de Sade, 1800

Traducción: Mauro Armiño

Ilustración de cubierta: Henry Fuseli (Ilustración para Macbeth, 1766-68)

Editor digital: orhi

ePub base r1.2

 

 

 

 


 PRÓLOGO

En 1800, fecha en la que aparecen los cuatro tomitos que recogen bajo el subtítulo de novelas «heroicas y trágicas, precedidas de una “Idea sobre las novelas”», Les Crimes de l’amour[1] el mundo acaba de dar un vuelco de consecuencias inimaginables para sus propios autores: once años antes, la Revolución Francesa había acabado con el Antiguo Régimen dando paso a nuevas formas de vida y de relaciones sociales de las que todavía es hoy heredero el mundo occidental. Pocos días antes de ese 14 de Julio liberador, Donatien Alphonse François, marqués de Sade, ha sido trasladado «desnudo como un gusano» de la Bastilla al hospicio para enfermos mentales de Charenton: desde la ventana de esa fortaleza en la que penaba desde 1784 habría gritado a los transeúntes, cuando ya empezaban a oírse los truenos que precedían a la tormenta revolucionaria, que estaban degollando y asesinando a los prisioneros. El 4 de julio, M. de Launay, director de la Bastilla, ordena ese traslado mientras se dispone a resistir el furor del pueblo de París, que, desatado, toma la prisión y, además de asesinar a Launay, arrasa la celda en la que había vivido el marqués: la biblioteca de seiscientos libros, muebles y retratos, así como algunos manuscritos, desaparecen.

Al año siguiente la Asamblea Nacional deroga las lettres de cachet por las que el marqués de Sade había pasado doce años encarcelado: las lettres de cachet eran órdenes de encarcelamiento que el rey emitía sin tener que dar cuenta de los motivos ni de las causas que las provocaban; en el caso del marqués de Sade, como en el de otros hijos de la aristocracia y de las mejores familias de conducta algo calavera, el rey las firmaba a petición de la familia, dado que ciertas condenas implicaban no sólo la ejecución de los «criminales», sino el paso de sus propiedades a la corona; y Sade ya había sido condenado a muerte por sodomización, tortura y envenenamiento con cantáridas de varias jóvenes en 1772, y ejecutado en efigie junto con su criado Latour en Aix. En esa ocasión, Sade pudo librarse del arresto, viajar a Italia, regresar a su castillo de La Coste donde sólo cinco años más tarde de aquella fecha será detenido y encarcelado durante 12 años.

Cuando sale en libertad en abril de 1790, Sade apenas puede moverse tras ese periodo de inmovilidad que lo ha engordado y abotargado. Distintos avatares le llevarán de nuevo a prisión, porque la leyenda de su nombre le persigue, tanto ante las autoridades republicanas como ante Napoleón Bonaparte. En última instancia es en esos años finales de la década cuando va a publicar, a instancias de su editor, novelas anónimas, de cuya paternidad renegará una y otra vez, como La filosofía en el tocador y La Nueva Justine, o las desgracias de la virtud, seguido de la Historia de Juliette, su hermana, o las Prosperidades del vicio. Pero sus pretensiones literarias y sus necesidades no le permitían vivir en el anonimato; si en el frontispicio de Aline y Valcour estampa ya una firma: «el ciudadano S***», Los crímenes del amor ya vienen firmados por «D. A. F. Sade, autor de Aline y Valcour».

En febrero de 1784, cuatro años después de pisar por primera vez la Bastilla, Sade decide la escritura de una obra amplia de la que Los crímenes del amor forman parte[2]: durante un año, entre la primavera de 1787 y abril de 1788, redacta en veinte cuadernos de 21 x 18 cm lo que el «Catálogo razonado de las obras del autor en la época del 1 de octubre de 1788» titula como «Cuentos y fabliaux del siglo XVIII por un trovador provenzal. Esta obra forma 4 volúmenes adornados con una estampa para cada cuento. Estas historias están entremezcladas de manera que una aventura alegre o incluso picara, aunque siempre contenida en las normas del pudor y la decencia, sigue de forma inmediata a una aventura seria o trágica. Todos los temas son nuevos. Sólo tres han sido sacados de novelas o de la historia»: veinte cuadernos, de los que han desaparecido el 2 y el 7, y que, además de textos como Les Infortunes de la vertu (Los infortunios de la virtud) —redacción inicial de Justine, ou les Malheurs de la vertu (Justine, o las desgracias de la virtud)—, Le Président mistifié (El presidente burlado), etc., contienen varios títulos más que no llegó a componer, observaciones de escritura, resúmenes, recapitulaciones, opiniones sobre la calidad de los relatos…

El proyecto se modificará con el tiempo: según los Cahiers redactados en 1803-1804 en la Bastilla, Sade pretendía reagrupar bajo el título de Boccace français (Boccaccio francés) los relatos trágicos de Los crímenes del amor y el resto de los cuentos alegres o galantes[3]. Desechado el plan inicial, Sade prepara meticulosamente las once nouvelles que van a formar Los crímenes del amor, con alternancia de tono en la ordenación, que no sigue el orden cronológico de la escritura; Sade pretende insertarse en la tradición literaria y abre su libro con una trama sacada de la historia (Juliette y Raunai), para luego irse liberando de la descripción y ofrecer personajes cada vez más monstruosos de varia imaginación: hay, sin embargo, una constante en las novelas de la segunda parte, que arrancan con Rodrigo, o la torre encantada, especie de pausa en la progresión hacia el horror total: esa constante es el incesto, que ya aparecía esbozado psicológicamente en el citado Juliette y Raunai, y que alcanza alturas trágicas y edípicas en las novelas colocadas por Sade al final de su recopilación. Incesto buscado como «forma suprema del amor» en Ernestina, o cometido por error, dado que ni Florvillle ni Courval (Florville y Courval, o el fatalismo) conocen su parentesco, o remate de una teoría de la educación libertina impartida por un padre a su hija (Eugénie de Franvall).

La belleza del Mal

Esas pretensiones y el título de «hombre de letras», que no puede reclamar dado que niega la autoría de sus novelas fuertemente connotadas por el erotismo, se ven claramente tanto en la disposición de Los crímenes del amor como en la cuidadosa revisión que hace de esos «viejos» manuscritos: habían sido escritos doce años antes, desde la primavera de 1878 al 1 de octubre de 1788, en vísperas de la terrible conmoción que va a alterar el mundo tal como Sade lo conocía antes de ser encerrado en la Bastilla; el Antiguo Régimen y la testa coronada de Luis XVI han caído abriendo una etapa absolutamente distinta en las relaciones del escritor con el mundo. De ese cotejo de los manuscritos con el texto impreso se desprenden varias conclusiones de primera importancia[4]; dejando a un lado las variantes estilísticas, muy numerosas, la pretensión del texto revisado es clara: poder inscribir en la cubierta el nombre del autor, que para ello debe eliminar de la vieja redacción términos escandalosos, «escabrosos o impíos» de los labios de sus libertinos, que «semejantes a los grandes criminales de La Nueva Justine, erigían en principios, en largos discursos, la negación de todo altruismo, la preeminencia de sus deseos, el desprecio de la vida humana. Justificaban su inmoralidad pretendiendo seguir la sola ley de la naturaleza[5]».

Además de términos, también desaparecen detalles de escasa importancia en principio pero que podrían aguzar el ojo de los censores: por ejemplo, Ernestina aparece vestida y no desnuda después de ver ejecutar a Sanders mientras Oxtiern la ultraja; esa preocupación por la decencia no altera, sin embargo, la realidad profunda de unas tramas en las que pervive el fondo: incestos, crueldades, muertes, torturas, sufrimientos. El contenido mismo de las novelas sólo se ve alterado en un caso, en Lorenza y Antonio, cuyo desenlace pasa de trágico a feliz. El acento ideológico también varía; la cabeza de la monarquía ha rodado bajo la guillotina, y un tono levemente republicano impone correcciones en distintos términos —«súbditos» sustituye a «ciudadanos», «igualdad» a «honor», «gobierno» a «familia real», «Estado» a «soberano» etc.)—, o la desaparición del elogio del monarca ilustrado sueco Gustavo III (Ernestina).

Y, junto a términos y detalles, la revisión que el ciudadano Sade hace una vez recuperada la libertad elimina discursos y retira de la boca de sus protagonistas para sortear la censura la parte más combativa: «un ateísmo radical y un rechazo sistemático de las leyes morales y de las convenciones de la sociedad[6]». Los protagonistas de estos crímenes por amor igualan en pensamiento y obra a los personajes de las novelas que Sade no firmaba con su nombre: ateos radicales que propinan golpes de razón contra la Iglesia y niegan cimientos sociales como la fidelidad conyugal o el papel de la madre: en Eugénie de Franval se esboza en filigrana la eliminación materna de La filosofía en el tocador, etc. Pero Sade va a «convertirse» retocando las dos entidades principales de sus novelas: por un lado, utiliza trazos más negros para describir a los malvados y sus acciones, cuya indecencia sale acentuada; por otro, la grandeza moral de las víctimas, que, descrita en un tono más apastelado, se permiten tras la corrección dar lecciones de moral a sus verdugos, hasta el punto de conseguir enternecerlos varias veces y salir indemnes de las trampas (Miss Henriette Stralson). También el erotismo inicial queda paliado ante el temor a ser acusado de indecencia por la censura: Sade elimina o suaviza esas escenas; pero, si se resigna a vestir a la protagonista desnuda o a velar descripciones de cuerpos, la sangre fría con que, por ejemplo, Eugénie envenena a su madre no desaparece, ni los hechos fundamentales de los «crímenes»: incestos, horrores, monstruosidades. El crimen sigue ahí, subrayado incluso por la sutileza con que se presenta, por el patetismo burlón con que se describe el sufrimiento de las víctimas.

Para no chocar con las convenciones, Sade finge dar un paso atrás en la descripción de los aspectos más brillantes del terror y de la agresión sobre las víctimas suavizando sus martirios, eliminando la espectacularidad de los crímenes; pero en el texto impreso compensa esa mengua de los manuscritos analizando y describiendo de manera más sutil e interiorizada el sufrimiento y dejando que aflore en el imaginario la quiebra de los valores morales sustentados por el Antiguo Régimen: así consigue un patetismo más profundo, teñido de ironía, en las víctimas, una negrura ambiental y psicológica que adensa el horror de la trama, y unas descripciones del viaje de la pasión hacia el crimen que tuvieron continuadores en los novelistas del XIX, empezando por Balzac y siguiendo por el Stendhal de los relatos o novelas conocidas como Crónicas italianas, título y recopilación ajenos al autor de El rojo y el negro.

Idea sobre las novelas

La preocupación de Sade por ofrecerse al lector como un «hombre de letras» que enlaza con la tradición literaria, y no como autor de unos títulos que, aunque publicados anónimamente, todos le adjudicaban, le induce a escribir un prólogo a sus Crímenes del amor que justifique esa pretensión. A finales del siglo XVIII aún no estaba fijado el estatuto de la novela: podría decirse que el género era «reciente», pese a que con Cervantes la ficción narrativa hubiera alcanzado, paradójicamente, su culminación; y pese a que en 1670 Pierre-Daniel Huet ya hubiese iniciado en Francia la investigación histórica sobre los orígenes de la novela. Son varios los contemporáneos de Sade que se sintieron obligados a blandir una lanza a favor del género narrativo: en 1771 Claude Joseph Dorat, y en 1772 Louis d’Ussieux, anteponen a sus relatos unos textos prológales cuya pretensión es idéntica a la de Sade cuando abre sus nouvelles de Los crímenes del amor con una «Idea sobre las novelas». Frente a la pujanza de la poesía y del teatro, cuyo origen en tiempos inmemoriales no necesitaba defensa alguna, la novela no había «prendido». Esos dos narradores citados se remontaban en la búsqueda de linaje —como en los linajes de la sociedad, tenía que ser antiguo para gozar de legitimidad— a Oriente y, de manera más precisa, a los árabes, pese a que un siglo antes Huet ya la atribuía, como Sade, a los griegos.

Pero hay en Sade, lo mismo que en Huet, una localización más antigua todavía: «digo que hay que buscar su primer origen en la naturaleza del espíritu del hombre, inventivo, aficionado a novedades y ficciones, deseoso de aprender y de comunicar lo que ha inventado y lo que ha aprendido, y que esa inclinación es común a todos los hombres de todo tiempo y lugar», proclama Huet. Y Sade avanza un paso más y atribuye el género a dos necesidades: la de rezar y la de amar. Dado que lo sagrado está vinculado al hombre desde siempre (al menos en la visión del mundo que tenía Sade), la evolución de las creencias permite al novelista examinar las costumbres; y, en primer lugar, la de la pasión. En un borrador de la «Idea sobre las novelas», escrito en los primeros meses de 1788, cuando aún pensaba en el volumen de cuentos del «trovador provenzal», y titulado «Advertencia[7]», contempla las costumbres en su doble vertiente de virtud y vicio; ahí ya sugiere que los cuadros en que la primera sucumbe a manos del segundo producen descripciones más brillantes; y el lector tiene derecho a leerlas porque dejan en su espíritu una lección de moral mucho más eficaz que los idílicos cuadros de la virtud en su esplendor o las recomendaciones de la religión. La visión de los tortuosos caminos del vicio conmueve, remueve más el corazón del hombre, «verdadero dédalo de la naturaleza».

Que la lectura tiene un alcance moral y que actúa sobre las pasiones de ese corazón, era un tópico manido ya desde los púlpitos, que, o la prohibían precisamente por eso, o querían convertirla en simple apéndice del perpetuo elogio de Dios y del rey a que está obligado todo súbdito; el resto son «envenenadores», a los que hay que tratar como tales, «prohibiendo y castigando, incluso con religiosa severidad», escribe el abate Dinouart, citando a san Agustín precisamente en 1771, en su breve folleto El arte de callar. Para este eclesiástico mundano (1716-1786), que en su juventud había escrito sobre los temas más diversos, y cuyo libro El triunfo del sexo (1746) le había valido un disgusto con el obispo de Amiens, «la Iglesia es, en verdad, una madre tierna y compasiva que no exige la muerte del pecador (…) pero su ternura tiene límites. (…) Se traspasa la lengua a los que blasfeman por ira, ¿y habríamos de guardarnos de tocar a quienes lo hacen por máximas y por dogmas?[8]»…

Pero si unos abogaban por las novelas edificantes —para la Enciclopedia lo es, por ejemplo, La Nueva Eloísa de Rousseau— que deben proporcionar al lector recursos que le permitan evitar las trampas del amor, y convertirse en un apéndice de la moral, Sade defiende la novela como espejo de la realidad, y en la realidad hay pasiones que, descritas en toda su crudeza, tienen más posibilidades de aleccionar al lector y, por tanto, de corregirle; con un añadido, además: la descripción de las pasiones en todo su furor no sólo tiene más fuerza compulsiva sobre quien lee, sino que su capacidad para alcanzar la belleza es mayor que el triunfo de la virtud. No es nueva la argucia de describir lo prohibido so capa de corrigere mores (véase, por poner un ejemplo cercano, el prólogo de Fernando de Rojas a La Celestina). Ese paseo por la realidad tenía en la Historia una de sus fuentes, porque, si el autor elige bien, si son hechos históricos edificantes lo que novela, puede ir mucho más allá de los historiadores: la ficción crea situaciones y documentos que el historiador se ve impotente en ocasiones para aportar. Al debate que en el siglo XIX francés trata de distinguir y diferenciar ficción e historia, Sade aporta una sutileza: abre Los crímenes del amor haciendo una reverencia a favor de ésta con Juliette y Raunai, pero rápidamente se refugia en aquélla; ha pagado tributo a la tradición y no volverá a tocar la historia, salvo, si se quiere, en Rodrigo, o la torre encantada, donde lo único que aprovecha es un marco para unos hechos legendarios.

Once novelas: autocensura del manuscrito a la primera edición

Julieta y Raunai, o la conspiración de Amboise / Juliette et Raunai, ou la conspiration d’Amboise

Este relato, «empezado el 13 de abril de 1788» según anota el manuscrito, fue el último escrito de los destinados a formar Los crímenes del amor. El trabajo de reescritura trata de impedir cualquier detalle que choque con las convenciones, pese a que se enfrentan el Bien y el Mal, los protestantes a sus perseguidores católicos. Sade impone una libertad total a la verdad histórica; si las primeras páginas siguen esa verdad en el marco, su mezcla con la ficción permite al novelista inventar personajes como Juliette y utilizar pinceles recreativos para describir la psicología de los protagonistas; y también permite que Castelnau y Raunai sean perdonados cuando en realidad subieron al cadalso en Amboise. Como pórtico a Los crímenes del amor Sade da a su primera novela un final feliz, no sin antes haber ampliado el panorama y los ojos del lector: el poder del duque de Guise es omnímodo, y por lo tanto puede cometer todas las monstruosidades capaces de ser engendradas por la imaginación.

La doble prueba / La double Épreuve

En La doble prueba la historicidad desaparece por completo para dar paso a la teatralidad; este relato, el más largo del conjunto, además de presentar una galería de personajes más abierta y amplia, mantiene relaciones con los cuentos de fascinación oriental y con el mundo cortés y trovadoresco, pero ninguna con la crueldad de los «crímenes». El retrato de costumbres y de caracteres tiene sus puntos de divergencia en las dos damas, Nelmours y Dolsé, puestas a prueba por el duque Ceilcour: Sade pinta desde los conceptos morales, antes que del natural, dos caracteres de mujer tan opuestos que parecen proceder del fondo religioso medieval que legislaba sin paliativos sobre la mujer virtuosa y la malvada. Si algo tienen que ver esas dos mujeres con el mundo sadiano, habría que buscarlo en esa oposición femenina y en un añadido que Sade pone en labios de Nelmours ante la erupción volcánica con que le regala Ceilcour: «¡Ah! ¡Qué sublime horror! ¡Qué hermosa es incluso en sus desórdenes la naturaleza! ¡En verdad que esto podría servir de materia a reflexiones muy filosóficas!» La «malvada» Nelmours tiende por naturaleza hacia el desorden, aunque éste sea producto efímero y teatral de elementos fundamentales como el Aire, la Tierra o el Agua, dominados por genios y hadas sobrenaturales. Juliette se exaltará en cambio ante la realidad de un Vesubio que explota.

A Le Grandic le cuesta encontrar conexiones con el mundo sadiano, con el que también podría relacionarse el personaje masculino, el duque de Ceilcour: «A la vez que se refiere de forma implícita a la producción novelesca de su siglo, este relato ofrece un discreto parentesco con el imaginario sadiano. Si Dolsé y Nelmours son un pálido reflejo de Justine y de Juliette, el duque Ceilcour que tanto gusta de las escenificaciones mágicas y sofisticadas podría ser un eco en sordina de los grandes pervertidos de Silling», lugar que sirve de escenario a las crueldades de Las ciento veinte jornadas de Sodoma.

Miss Henriette Stralson /Miss Henriette Stralson

Un personaje que encarna el Mal absoluto protagoniza este relato donde la heroína es capaz de conmover a Lord Granwel y de engañarle: la seducida seduce a un seductor cuya maldad no nace solamente de sus sentidos: Granwel, como otros malvados sadianos, se justifica remitiéndose a la naturaleza, que necesita tanto el mal como el bien para sus miras; Granwel va más allá de los malvados tradicionales; no sólo no se arrepiente sino que trata de legitimar el Mal, o, mejor dicho, trataba de legitimarlo en un párrafo que, presente en el manuscrito, desaparece en la edición[9]; para Granwel sólo hay crimen cuando se contrarían esas miras de la naturaleza, cuando se resiste a ellas, tal como piensa también el duque de Blangis en las Ciento veinte jornadas de Sodoma: «He recibido esas inclinaciones de la naturaleza, y la irritaría resistiéndome a ellas; si me las dio malas, es porque así se volvían necesarias para sus miras[10]».

Entre el manuscrito y la edición, Sade pinta con lápiz más negro y duro al satélite de Granwel, un Gave cuyo nacimiento oscuro y la sumisión al Lord queda subrayado con alguna réplica incorporada al texto; por otro lado, de labios de Granwel desaparecen los pensamientos más subversivos que hemos recogido en nota, y algunas líneas en las que cuestiona la virtud: «¡Oh, virtud! ¿En qué difieres pues del vicio, si los remordimientos que das son los mismos que nacen de los crímenes[11]

A diferencia de otros relatos, y mientras Gave engaña a un prometido algo bobalicón, es Henriette la víctima que pasa al ataque; Henriette es la mujer fuerte, capaz de razonar con su verdugo, de utilizar su propio lenguaje y llevarle a su terreno hasta el punto de conseguir que Granwel la libere en dos ocasiones, y en la tercera ocasión consiga al menos morir matando.

Faxelange, o los errores de la ambición / Faxelange, ou les Torts de l’ambition

Los cambios en el título mismo de este relato anuncian el deslizamiento de su asunto entre el manuscrito y la publicación; anotó en aquél «La joven engañada» y «El marido engañador», pero más tarde desplazó la causa y la culpa de las desgracias que le sobrevienen a Faxelange hacia sus padres y hacia ella misma: cegados por el relumbrón de la apariencia del supuesto barón de Franlo, los padres de Faxelange y la propia joven se lanzan a preparar un matrimonio que no es más que una estratagema del malvado. Si en el manuscrito Faxelange es la víctima de una mente monstruosa, los retoques del texto impreso sitúan a ésta en el campo de los culpables, pues cae por voluntad propia y fascinada por la riqueza en las trampas que el Mal le tiende. Maestro de la seducción y el engaño, Franlo deja que sus palabras descubran un temperamento cínico y añadan su nombre a la lista de personajes plenamente sadianos: sus maldades tienen por fundamento las leves de la naturaleza y por misión conseguir, exclusivamente para sí, una igualdad que las leves sociales han perturbado expulsándole del lugar que ocupaba, como expresa uno de los fragmentos eliminados (nota 5, pág. 542); en la edición de 1800, Franlo, víctima de unos usos sociales que lo han llevado al bandidaje, no pretende otra cosa que recuperar, gracias a las riquezas que roba, su rango dentro de la sociedad. Desaparecen asimismo su crueldad —sólo en parte— y su cínico desprecio hacia la vida humana (nota 6, pág. 542) si ésta pone obstáculos a sus miras de resocialización por arriba.

Frente a él, un personaje perfectamente inscrito en la sociedad del Antiguo Régimen como es Goé tiene que asumir, mal que le pese, los valores institucionales del sistema, y, tras acabar en nombre del rey con el seductor perverso, elimina los sentimientos que lo habían llevado a perseguir la liberación de Faxelange: porque, una vez mancillada, una vez vistos los errores que han llevado a Faxelange a su perdición, ésta no puede resituarse otra vez en la vida social como si no hubiera ocurrido nada; y tampoco puede tener sitio alguno en el corazón y los sentimientos de su liberador; el convento o la muerte son su único destino.

Florville y Courval, o el fatalismo / Florville et Courval, ou le Fatalisme

Del manuscrito a las prensas cambia poco el texto de este relato que tiene en las dos heroínas, Mme. de Verquin y Mme. de Lérince, dos encarnaciones opuestas: la primera, del libertinaje; la segunda, de la virtud; en medio, la joven Florville, sobre cuyo camino de iniciación a la vida se volverán ambas. A la hora de dar su texto a la imprenta, Sade presta a la primera unas bases teóricas a su libertinaje (en el añadido que comienza: «Heroína gala», pág. 247), resultado de su experiencia de la vida, mientras hace de la segunda un retrato de devoción y virtud, acompañándolo de las morales palabras de M. de Saint-Prât, otro de los ejemplos de bondad. Pero Sade concentra su reescritura en la muerte de esos tres personajes femeninos: rehace la de Mme. de Verquin, cambia algo en la de Florville y crea por completo la de Mme. de Lérince.

El primer caso es el más significativo; son cinco páginas lo que Sade añade (págs. 266-270) al texto manuscrito para hacer de la muerte de la libertina un ejemplo de muerte epicúrea, tan serena como la que los púlpitos proclamaban que era la hora final de los mismísimos bienaventurados; en el manuscrito Sade se limitaba a informar del fallecimiento de Mme. de Verquin en unas pocas líneas con la apostilla de un mesonero: «Su final ha reparado bien su vida, ha muerto como santa». En ese momento de feliz agonía, Mme. de Verquin recuerda los racimos que ha exprimido a la vida y, en perfecta quietud, se entrega a la naturaleza sin temor a nada que exista más allá de la raya que separa la vida de la muerte. Mme. de Lérince en cambio, pese a su vida virtuosa, se acerca a esa raya en medio de tormentos, espanto e inquietud ante su destino sobrenatural.

También cambia Sade la muerte de Florville, que en la edición no utiliza un puñal, recurso bien avalado por la tradición literaria para los suicidas, sino que se lanza sobre una de las pistolas de Senneval y se salta la tapa de los sesos, en una escena de un patetismo claramente prerromántico que debe relacionarse con el sueño en que ve la sangre de su seductor, al que ha matado; sueño añadido al manuscrito, y en el que, sin Florville saberlo, se unen las sangres de ambos, del seductor y de la seducida; en otro de sus sueños también verá «una nube de sangre» que le arrebata a su hijo. Sade juega con el tejido de esos sueños, y con leves modificaciones y supresiones, convierte a la que iba a ser símbolo de virtud en un monstruo de crueldad: se encadenan los homicidios —en distintas variantes: denuncia de su propia madre, que termina subiendo al cadalso, asesinato de su amante, de su hijo—, y los deseos perversos para terminar con un incesto: he ahí los frutos de la virtud.

Rodrigo, o la torre encantada / Rodrigue, ou la Tour enchantée

En el cuaderno 3, donde aparece casi la totalidad del texto de Rodrigo, o la torre encantada, Sade había preparado unas líneas para insertar «en el prefacio del editor»: «Respecto a la torre encantada nuestro autor debe sin duda reclamarlo totalmente, el fondo de la anécdota es auténtico, figura en Abul-Cacim-Tarib-Aben-Tariq. Rodrigo, príncipe afeminado, atraía a su corte a las hijas de todos sus vasallos, entre las que se encontró Florinda, hija del conde Julián. La violó. Su padre, que estaba en África, conoce esa funesta noticia por la carta alegórica que nuestro autor ha conservado: sublevó a los moros y regresó a España al mando de ellos. Rodrigo no sabe qué va a ser de él. No tiene ningún lugar, ningún suelo. Va a registrar la torre encantada donde le aseguran que hay tesoros. Encuentra una estatua del tiempo que golpea con su maza y que lleva una inscripción que anuncia a Rodrigo sus desgracias. El príncipe se adentra en la torre y ve un gran curso de agua pero nada de dinero. Sube, manda cerrar la torre, un trueno lo arrebata. Ya no ve más que vestigios. A pesar de sus malos augurios Rodrigo reúne un ejército, lucha, es derrotado, muerto, sin que su cuerpo pueda ser hallado. He ahí todo lo que el pasaje ha proporcionado a nuestro autor. Basta ver si lo que ha añadido merece que reclame la propiedad de la anécdota completamente».

La nota aparece tachada, y con motivo, pues en su «Idea sobre las novelas» repite ese fragmento casi al pie de la letra sin cargarlo sobre la espalda del editor (pág. 51). Fuentes de larga influencia, porque la maldición de Rodrigo ya acosaba su imaginación como demuestran sus notas durante su encarcelamiento en Vincennes (1778-1784); en Aline et Valcour, novela de ese período, en la carta 38 de Déterville a Valcour figura el inicio de la historia del rey Rodrigo, que resulta interrumpida por la acción de la epístola. No hay, por otra parte, diferencias entre el manuscrito y la edición en volumen de la novela. El Rodrigo que Sade dibuja aquí no es más que un fruto del mal que reina en el mundo, y que Dios ha creado y conoce.

Lorenza y Antonio / Laurence et Antonio

Redactado en una semana, del 24 al 31 de enero de 1788, el relato Lorenza y Antonio supone un grado más en la vuelta de tuerca que el marqués de Sade va dando a sus personajes monstruosos. Pero doce años más tarde, al editarlo en volumen, Sade suaviza considerablemente el retrato y las palabras de Cario Strozzi: elimina frases en las que cuestiona todo y sólo admite para sí mismo el poder absoluto de obrar a su antojo, y difumina las escenas donde predominan la sangre y el erotismo. Es la naturaleza la única norma que admite Strozzi como límite a la pasión que siente por su nuera; intenta que Lorenza comparta sus teorías y ceda a sus deseos en un largo discurso que el autor elimina casi por completo en la edición de 1800; largo discurso (véase el pasaje eliminado en la nota 104) en el que se adelantan ideas que sí figuran en las novelas que Sade no se atrevía a firmar con su nombre: buscando su justificación en el mundo antiguo, en la democracia ateniense y en la república romana, Strozzi arremete contra los lazos familiares, contra la religión, define a la mujer como bien común de todos los hombres y aboga por el deseo y la naturaleza como máximas normas de conducta.

Consciente del ataque que las propuestas de Strozzi suponen para el orden constituido, en el manuscrito (véase nota 105) justifica la esclavitud de la mujer en nombre de la naturaleza y de la historia y aduce razones de orden político basadas en el honor para motivar el asesinato de una esposa infiel. Ese razonamiento ha desaparecido, igual que la escena de la repetida violación de Lorenza y la patética crueldad del desenlace con la tortura y muerte de Lorenza y Antonio, cuyos cuerpos son dejados de pasto a las bestias. Antes ambos amantes, sobre todo Lorenza, habrán sufrido torturas y humillaciones que Strozzi y su verdugo realizan con una violencia inusitada en estos relatos, tan inusitada que el autor se ve obligado a pintar a un Strozzi arrepentido que se suicida. De este modo, una novela oscura, trágica y negra se suaviza, sobre todo con ese desenlace que ha abreviado (véase nota 107). De este modo, entre el manuscrito y su reescritura Sade hace un retrato más breve y menos cruel de Strozzi, mientras la heroína, que termina volviendo sus preces hacia Dios, recibe un trato menos trágico y no se convierte en ejemplo de sumisión absoluta de la mujer al poder del hombre porque de los labios de Strozzi han desaparecido las justificaciones teóricas de esa esclavitud femenina. Así reescrita, Lorenza y Antonio sale de las manos de su autor expurgada de teorías escandalosas, y de una crueldad constante y trágica, con vistas a la inscripción de Sade en el número de los escritores con nombre.

Ernestina / Ernestine

En principio, Sade tituló esta novela Ernestina, o las secuelas de la seducción (Ernestine, ou les suites de la séduction). En la reescritura para la edición de 1800 aporta numerosas observaciones de ambiente, dando mayor entidad a la parte introductoria de la novela, a ese viajero que va a trasladar una historia contada y a la vez vivida, pues conoce al protagonista de las maldades cometidas en las personas de Ernestina y su prometido. Ese viajero encarna al filósofo ilustrado que admira costumbres distintas de las de su tierra, menosprecia el lujo de la vida ciudadana y alaba los usos ancestrales de la aldea. Su elogio del rey sueco Gustavo III, monarca absoluto y ejemplo de rey déspota para los Ilustrados, queda sustancialmente rebajado: entre el manuscrito y la edición no sólo había rodado la cabeza de Luis XVI, sino que el propio Gustavo III había sido asesinado.

Asimismo quedan sacrificados los conceptos de honor y honra del Antiguo Régimen en aras de una igualdad natural que sólo tiene una medida privilegiada: la virtud social. En el radical optimismo que domina Ernestina —cuento moral, casi de hadas por la bondad de su desenlace—, Sade ha privilegiado un personaje, el de Oxtiern, que se redime arrepintiéndose de su monstruosa conducta con la pareja de amantes y sintiendo en la redacción definitiva un dolor y un sufrimiento sinceros por su pasado, hasta el punto de desear la muerte para librarse del horror que experimenta por sí mismo.

Dorgeville, o el criminal por virtud / Dorgeville, ou le Criminal par vertu

La virtud engañada y burlada por el vicio es la lección que da este relato en el que un hombre generoso y amante de su familia se casa con su propia hermana sin saberlo; pero esa boda no es más que el cebo que le preparan su desconocida hermana y el perverso amante de ésta, a quienes no cuesta nada convertir a Dorgeville en víctima, aunque antes del encuentro fraterno su desconocimiento de la naturaleza humana ya le había hecho sentir las consecuencias de enfrentarse a un mundo perverso con las solas armas de la bondad y la virtud.

En la revisión del manuscrito, Sade ahonda en la visión de los dos extremos: por un lado, añade al personaje de Dorgeville una tolerante arenga (en la pág. 421) en la que apostrofa a los supuestos padres de Virginie exaltando la sensibilidad de la mujer abandonada y arremetiendo contra los prejuicios sociales; por otro, utiliza la más negra de las paletas para hacer que Cécile, una vez descubierta, explique en un largo discurso el carácter monstruoso de sus actos, subrayando el incesto para hacer patente a su hermano la estupidez de la virtud; y, por más que Dorgeville la vea escarnecida, es el amor que ha sentido por su hermana lo que termina siendo la causa de su muerte. Además desaparecen, en las palabras que Cécile dirige a su hermano, sus ideas sobre la incompatibilidad del siglo y la virtud; ningún ejemplo más revelador que el de Dorgeville: su bondad no ha hecho otra cosa que alentar acciones monstruosas.

La condesa de Sancerre, o la rival de su hija / La Comtesse de Sancerre, ou la Rivale de sa filie

El calificativo de «anécdota» que figura en el subtítulo no tiene el significado que podríamos atribuirle hoy: hay escritores del siglo XVIII que prefieren ese término al de «historia» o al de «nouvelle»; en ellos ha podido encontrar Sade también el ambiente de las cortes ducales de la Borgoña del siglo XV, en las que floreció, entre cruentas guerras de propiedad territorial, el amor cortés de los trovadores.

Con cierto parentesco con Lorenza y Antonio, este relato escrito entre el 6 y el 21 de mayo de 1787 —fechas que abarcan además la escritura de Emilia de Tourville, el final de Faxelange, el inicio de Miss Henriette Stralson, y textos ajenos a los Crímenes como El Talión y Lecciones de la naturaleza— no sufre cambios significativos en la preparación del texto para la imprenta: Sade subraya en ellos la violencia de los encuentros entre los amantes, cuyos sentimientos llevan a cierto paroxismo, además de aligerar con retoques el retrato de Amélie, a la que pinta con trazos de modelo de virtud, lo mismo que a su enamorado Monrevel en el desenlace. Como novedad, el monstruo es aquí una mujer: la madre de Amélie.

Eugénie de Franvall / Eugénie de Franval

Sade escribió varias versiones de este relato, Eugénie de Franval, colocado al final de los Crímenes como una especie de paroxismo, y considerado por su autor el mejor del volumen: poco importa la condenación del vicio, que sólo es descrito para exaltar la virtud y corregir las costumbres —tópico literario desde finales de la Edad Media, empezando por La Celestina—, su observación sobre las dos posibles clases de incesto —un incesto sin consecuencias para las convenciones sociales, otro que provocaría crímenes de gran alcance— trata de justificar su audacia y paliarla con consideraciones de orden moral; porque hay dos escenas que constituyen el foco narrativo y que la censura no podía admitir: la educación sexual y filosófica para el incesto que Eugénie y su padre cometen y el episodio de voyeurismo de Valmont (ese desfloramiento de Eugénie por su padre y la escena de voyeurismo de Valmont ya habían sido restablecidas en el texto de sus ediciones por editores de Sade como Heine y Lely); sólo en Lorenza y Antonio y en Eugénie de Franval incluye Sade descripciones eróticas, abusos y humillaciones de las víctimas, pero su alcance es menor en el manuscrito; por otro lado, desaparecen en la edición de 1800.

Aquí el incesto no es sólo algo premeditado, sino resultado de un curso de educación más amplio que la lección de sexualidad natural que Franval, Pigmalión de erotismo, da a su hija; pero ese incesto es la meta a la que conduce el desarrollo teórico de la filosofía libertina del personaje masculino, a pesar de que, entre el manuscrito y la edición, Sade ha suavizado la impiedad sustancial de Franval: sus lecciones van avanzando y desarrollando las principales ideas de la moral libertina: Dios sólo es una quimera que los poderosos utilizan para someter a los débiles; los lazos familiares, incluido el de la maternidad, carecen de sentido en el orden de la naturaleza, de ahí que cualquier sentimiento derivado de esa dependencia, desde el filial al conyugal, vuelva a ser otra trampa de sometimiento impensable en la naturaleza, que sólo se rige por el placer y el interés personal y rechaza todo lo que pueda obstaculizar su búsqueda. Aunque Sade ha mantenido estos razonamientos de Franval, sin embargo ha eliminado la réplica en la que Eugénie defiende la ley de la semilla paterna como único valor intrínseco (véase nota 126).

El carácter cruel de Franval sufre una suavización escasa: en el manuscrito, cuando Franval pone en manos de su hija el veneno que ha de acabar con la vida de la madre, se alegra y siente placer pensando en los tormentos que va a sufrir Mme. de Franval; ante las reservas de Eugénie, le da un veneno que no la retuerza tanto como la primera droga —o eso es lo que dice; más adelante se ve que la esposa y madre ha muerto entre los terribles dolores provocados por el primer veneno—; en la edición, en cambio, sólo pervive esa escena del dolor de la agonía materna, necesario para que Eugénie inicie su «des-educación» en maldad.

Sade no sólo ha suavizado o eliminado las teorías inmorales; aquí y allá han caído también frases que subrayaban la filosofía libertina y el goce incrementado por la ruptura de las convenciones: por ejemplo, el entusiasmo y la felicidad que aporta un amor culpable como el incesto se ven reforzados porque previamente Franval ha golpeado a su mujer, una más de las esposas sadianas que casi siempre aparecen como víctimas, sobre todo en La filosofía en el tocador, pero también en varios relatos de los Crímenes del amor.

Por lo demás, los principales personajes responden a tópicos sadianos como la descuidada educación que los monstruos han recibido en su infancia o un desenlace clemente para ellos: tras el desencadenamiento de elementos naturales, frecuentes en la novela negra, Franval retrocede y se ve llevado como otros malvados de Sade por la mano del novelista hacia un suicidio que puede parecer un castigo, pero que puede ser «la última manifestación de una ironía que no cesa de aparecer en su conducta a lo largo de todo el relato[12]». Eugénie en cambio ha tenido una educación «muy cuidada», pero en el libertinaje: su padre quiere hacer de ella un «otro yo» femenino; en ambos casos, el resultado de la falta de educación y de la educación libertina es el mismo: una perversión que, en el caso de la hija, le hace ver «un amigo» en su padre, a quien, de acuerdo con las enseñanzas naturales que ha recibido, sacrifica todo.

Yendo más lejos, Sade busca en la esposa, que trata de llevar al buen camino a Eugénie, una cómplice de sus amores incestuosos; por otro lado, Franval cruza los amores de la madre con los del pretendiente de la hija, un Valmont que asiste a la ceremonia cuasi religiosa de la exaltación erótica de Eugénie, convertida en ídolo, mientras Franval sufre, se inquieta y goza, entre cajas, viendo a su hija convertida en objeto erótico de quien puede ser su rival.

M. ARMIÑO

sábado, 18 de septiembre de 2021

Marqués de Sade Correspondencia. Fragmento.

 

            Recopilación de la correspondencia del marqués y otros escritos políticos, filosóficos y anotaciones de sus cuadernos personales.

 


 

 


 

Marqués de Sade

Correspondencia

 

 

 

 


 

 Carta I
A la Presidenta de Montreuil

ENTRE todos los medios posibles que la venganza y la crueldad pueden elegir, convenga en que ha optado usted, señora, por el más horrible de todos. Fui a París para recoger los últimos suspiros de mi madre; no llevaba otro propósito que verla y besarla por última vez, si aún existía, o llorarla, si ya había dejado de existir. ¡Y ese momento fue el que usted eligió para hacer de mí, una vez más, su víctima! ¡Ay, en mi primera carta la preguntaba si encontraría en usted una segunda madre o un tirano: no me ha dejado mucho tiempo en la incertidumbre! ¿Acaso así enjugué sus lágrimas cuando usted perdió a su padre, al que tanto quería? ¿No halló entonces mi corazón tan sensible a sus dolores como a los míos propios? ¡Ni aun cuando yo hubiera ido a París para desafiarla o con algunos proyectos que pudieran haberla hecho desear mi alejamiento…! Pero mi segundo propósito, después de los cuidados que mi madre requería, no consistía más que en aplacarla y calmarla, en entenderme con usted, para tomar con respecto a mi asunto todos los partidos que le hubiesen convenido y que usted me habría aconsejado. Además de mis cartas, Amblet, si es franco (cosa que no creo) debe de habérselo dicho. Pero el pérfido amigo se ha puesto de acuerdo con usted para engañarme, para perderme, y bien que lo han conseguido. Al llevarme se me dijo que era para concluir mi asunto y que mi detención era, debido a ello, fundamental. ¿Puedo, de buena fe, ser el pavo de la boda? Cuando en Saboya empleó usted los mismos medios, ¿se emprendió lo mínimo por mí? ¿Han producido mis dos ausencias, cada una de las cuales ha durado un año, las más leves diligencias? ¿No está bien claro que lo que usted desea es mi pérdida total y no mi rehabilitación?

Por un instante quiero creer, con usted, que a fin de evitar un espectáculo siempre enojoso era necesaria una orden de prisión; ¿pero tenía que ser tan dura, tan cruel? ¿No satisfacía el mismo objeto una orden que me desterrara del reino? ¿Y no me habría yo sometido sin la menor vacilación, puesto que por mi propia iniciativa acababa de ponerme en sus manos, dispuesto a acatar todo lo que usted exigiese? Cuando le escribí a Burdeos, pidiéndole dinero para pasar a España y usted me lo negó, tuve una prueba más de que no era mi alejamiento lo que usted deseaba, sino mi detención; cuanto más recuerdo las circunstancias, más me convenzo de que su intención nunca ha sido otra.

Pero me equivoco, señora. Amblet me ha hecho conocer otra intención suya, y ésta es la que voy a satisfacer. Me ha dicho, indudablemente de parte de usted, que la pieza más adecuada y necesaria para acelerar el fin de este desdichado asunto es un certificado de defunción. Es necesario proporcionárselo, señora, y le aseguro que dentro de muy poco lo tendrá. Como no multiplicaré mis cartas, debido tanto a la dificultad de escribirlas como a la inutilidad que ellas padecen ante usted, la presente contendrá mis últimos sentimientos; tenga la seguridad de ello. Mi situación es horrible. Jamás —usted lo sabe— ni mi sangre ni mi mente han podido soportar un encierro cabal. Por un encierro mucho menos severo —también lo sabe— he arriesgado mi vida para liberarme. Aquí estoy privado de tales medios, pero me queda uno del que nadie, seguramente, me privará, y voy a aprovecharlo. Desde el fondo de su tumba, mi desventurada madre me llama: me parece verla abriéndome por última vez su seno y conminándome a volver a él como el único asilo que me queda. Para mi es una satisfacción seguirla tan de cerca, y como última gracia pido a usted, señora, que me pongan junto a ella. Una sola cosa me retiene; es una debilidad, lo reconozco, pero debo confesársela. Habría querido ver a mis hijos. Pensaba que iba a ser un placer tan dulce ir a besarlos después de ver a usted. Mis nuevas desgracias no me han arrebatado este deseo, y todo hace presumir que me lo llevaré a la tumba. A usted encomiendo mis hijos, señora. Quiéralos, por más que haya odiado a su padre. Déles una educación que los preserve, de ser posible, de las desdichas a que la negligencia de la mía me ha arrastrado. Si ellos conocieran mi triste suerte, su alma, formada por la de su tierna madre, los precipitaría a las plantas de usted, y sus manos inocentes se elevarían, sin duda, para apaciguarla. Esta imagen consoladora nace de mi amor hacia ellos; pero nada conseguiría, y me apresuro a destruirla ante el temor de que origine demasiado enternecimiento en instantes en que todo cuanto necesito es firmeza. Señora, adiós.

Vincennes, fines de febrero de 1777.

 


 Carta II
A la Señora de Sade

¡OH, querida, mía!, ¿cuándo terminará mi horrible situación? ¿Cuándo me sacarán, Dios santo, de la tumba en que me han enterrado vivo? ¡No hay nada igual al horror de mi suerte, nada que pueda pintar todo lo que sufro, que pueda traducir la inquietud que me atormenta y las penas que me devoran! Sólo tengo conmigo mis lágrimas y mis gritos, pero no hay quien los oiga… ¿Qué fue del tiempo en que mi amiga querida los compartía? Hoy ya no tengo a nadie. ¡Parece que toda la naturaleza hubiera muerto para mí! No sé siquiera si al menos recibes mis cartas. Ninguna respuesta a la última que te escribí me prueba que no te las dan y que me permiten escribírtelas sólo para entretener mi pena o saber qué pienso. ¡Un nuevo refinamiento, inventado, sin duda, por la rabia de la que me persigue! ¿Qué aguardar de tanta crueldad? Juzga en qué estado se encuentra mi pobre cabeza. Una débil esperanza me ha sostenido hasta ahora, calmando los primeros momentos de mi terrible desazón; pero todo contribuye a destruirla, y bien veo, en el silencio en que se me deja y en el estado en que estoy, que todo cuanto quieren es mi pérdida. Si fuera por mi bien, ¿procederían así? Deben de creer que la severidad que emplean para conmigo no puede dejar de trastornarme y que por consiguiente (suponiendo que quieran conservarme vivo) sólo un gran daño puede resultar de ello. Sí, estoy del todo seguro de que no puedo pasar un mes aquí sin volverme loco. Esto es sin duda lo que quieren, y concuerda a la perfección con los medios que se proponían este invierno.

¡Ah, querida mía., demasiado bien veo mi suerte! Acuérdate de lo que yo solía decirte: quieren dejarme terminar en paz mis cinco años, y luego… Esa es la idea que me atormenta y que me hace desfallecer. Si está en tus manos calmarme a este respecto, hazlo, te lo ruego, pues el estado en que estoy es espantoso; te apiadarías, estoy seguro, si pudieras comprenderlo tal cual es.

Tampoco dudo de que se trabaja con el propósito de separarnos. Ese sería el último golpe que podrían darme; ten la certeza de que no sobreviviría a él. Te imploro que te opongas con todas tus fuerzas, convencida de que las primeras víctimas serían nuestros hijos; no hay ejemplos de niños felices cuando sus padres se desentienden. Querida mía, eres todo lu que me queda en este mundo. Padre, madre, hermana, esposa, amiga: lo eres todo para mí. A nadie más que a ti tengo. No me abandones, te lo suplico. Que no sea de ti de quien reciba el último golpe del infortunio.

Es posible, si algún buen designio les queda, que no sepan que con este castigo deterioran todo. ¿Se imaginan que el público habrá de profundizar? El público sólo dirá: Tenía que ser culpable, puesto que lo han castigado. Cuando se prueba un delito, se echa mano a esos medios para calmar al parlamento o para impedir que se pronuncie; pero cuando existe la certeza de que no hay delito y de que la sentencia ha sido el colmo del delirio y la maldad, entonces no se debe castigar, porque en tal caso se echa a perder todo el bien que se podría hacer con el anonadamiento de la detención y se prueba con claridad que sólo ha actuado el favor, que el delito ha existido y que se ha rogado al rey castigar a éste para evitar que lo haga el parlamento. Yo, sin embargo, desafío que se pueda hacer nada peor contra mí. Significa perderme para toda la vida, y tu madre tuvo un buen ejemplo de esto hace algunos años, un ejemplo que nunca logró burlar ni a la milicia ni al público, porque ambos siempre han visto con malos ojos a todo aquel que se expone a ser castigado, ya sea por el rey, ya sea por el parlamento. Pero así son las cosas. Cuando se trata de actuar, tu madre corre a hacerlo, y la engañan, y termina por hacerme más daño que el que a menudo me ha deseado. Es la historia de San Vicente. Dile que le ruego que la recuerde; hay otra que en este caso desempeña el mismo papel y que no es siquiera difícil de adivinar.

En fin, querida, todo cuanto te pido es que me arranques de aquí lo antes posible, a cualquier precio que sea, pues siento que ya no me resulta posible soportarlo. Se te dice que estoy muy bien. Eso te calma, en buena hora; mucho me alegra. No he de desengañarte, porque me está prohibido hacerlo: eso es todo lo que puedo decirte. Recuerda tan sólo que nunca he podido sufrir una situación parecida a la que experimento hoy y que haberme metido en ésta, en las circunstancias en que me hallaba, ha sido una infamia de tu madre. El pobre abogado que decía que era contra natura añadir pena sobre pena conocía muy poco a tu madre. A la espera del día dichoso que me librará de los horribles tormentos en que me encuentro inmerso, te suplico que logres venir a verme, que me escribas más a menudo que hasta ahora, que me consigas permiso para hacer un poco de ejercicio después de las comidas, cosa que, como sabes, me es más necesaria que la vida misma, y que me envíes de inmediato otro par de sábanas. Ya van siete noches que no pego los ojos y que vomito lo que he comido durante el día. Sácame de aquí, querida, querida mía; sácame, te lo imploro, pues siento que me consumo a fuego lento. No sé por qué han cometido la atrocidad de negarme mi cama de campaña; era un favor muy pequeño, y al menos me habría proporcionado la satisfacción de olvidar mis desgracias durante algunas horas de la noche. Por lo menos envíame de inmediato mis sábanas, te lo suplico. Adiós, querida mía; ámame tanto como sufro. Es todo lo que te pido, y créeme que mi desesperación ha llegado al colmo.

Vincennes, 6 de marzo de 1777.

 


 Carta III
A la Señora de Sade

TE contesto con mi acostumbrada puntualidad, querida mía, como que nada te será más fácil que contar mis charlas y ver si te falta alguna: no tienes más que contar las tuyas.

No estoy imposibilitado para escribirte, desde luego. Si lo estuviera, conociendo tus sentimientos por mí y por miedo a inquietarte, me las arreglaría para que no lo advirtieras. Pero dime, te lo ruego, qué quieres decirme cada vez que dices: «Si no puedes escribirme, ¿por qué no dictas?» Sin duda te imaginas que tengo unos cuantos secretarios a mis órdenes. ¡Ay, qué lejos estoy de semejante lujo, yo, que apenas puedo satisfacer mis necesidades más apremiantes! Hay un hombre, siempre muy apresurado, que aparece en mi cámara cuatro veces por día: una al amanecer, para preguntarme si he dormido bien (es llevar lejos las atenciones, ya ves), y las otras para traerme la comida, etc. Siete minutos redondos, cabales, son en total el lapso exacto que pasa conmigo en esas cuatro visitas. Y luego, se acabó: Revienta, si quieres, de hastío y de pena; a nosotros, por lo demás, tanto nos da. Hazme el favor de decirme, te lo ruego, si uno tiene para mucho con la cruel vida que lleva. Me doy cuenta de ello y anticipo que habrá muchos motivos para arrepentirse de haber empleado para conmigo un exceso de rigor tan fuera de lugar y tan inadecuado a mi ser. Dicen que es por mi bien. Divina frase, en la que se reconoce el lenguaje ordinario de la imbecilidad triunfante. ¡Por el bien de un hombre lo exponen a volverse loco, por su bien destruyen su salud, por su bien lo alimentan con las lágrimas de, la desesperación! Confieso que todavía no he sido lo bastante feliz como para comprender y sentir ese bien… «Os engañáis —dicen gravemente los tontos—; os obliga a reflexionar». Es cierto; obliga a hacerlo. ¿Pero sabes cuál es la única reflexión que ha hecho nacer en mí esta infame brutalidad? Bien grabada la tengo en el alma, y es la de huir, apenas pueda, de un país en el que los servicios de un ciudadano no sirven de compensación alguna del error de un momento, un país en el que la imprudencia recibe el mismo castigo que el crimen, un país en el que una mujer, sólo porque cuenta con la intriga y el fraude, encuentra el secreto medio de sojuzgar la inocencia a una seria enfermedad. ¡Pero qué importa, con tal que la. Presidenta esté contenta que su gordo marido diga: «Está bien, está bien, eso lo obliga a reflexionar.»! Adiós, corazón mío; mantente firme y quiéreme un poco: esta idea es la única que puede suavizar todos mis males.

Aún no me han traído nada para firmar. No valía la pena que me intimaran tan severamente por adelantado, puesto que nada he visto aún. Y por lo demás el extracto que me das sólo está hecho para darme a entrever las mayores larguras. Voy, pues, a pedir permiso para nombrar a un procurador a fin de actuar. Antes que nada habrá que obtener este permiso, y en seguida designar al procurador, ponerlo al tanto, hacerlo actuar… ¡Fíjate cuánta demora, qué tiempo enorme! Agrégale la honrada manera en que se apresuran a hacerme firmar los papeles necesarios y verás que todo esto lleva a una eternidad. ¡Cierto es que lo que me consuela es que no estaré aquí un minuto más que el tiempo necesario!

Adiós, nuevamente, mi buena y querida amiga. He aquí una carta bien grande que acaso no te llegue porque no está escrita a la liliputiense. No importa; de todos modos habrá de ser leída, ¿y quién sabe si eres tú, entre todos cuantos deben leerla, a quien la dirijo directamente?

Lo que me dices de tus hijos me complace. No sospechas cuánto me encantaría abrazarlos, por mucho que no pueda ilusionarme —pese a mi ternura— hasta el punto de dejar de saber que por ellos estoy sufriendo.

Al releer esta carta veo que está claro que no te llegará, prueba irrebatible de la injusticia y el horror de todo lo que se me hace sufrir, ya que, si en lo que experimento no hubiese nada que no fuera justo y simple, ¿por qué habría de temerse que te lo dijera o que te lo hiciera saber? De todos modos, no te escribiré más si no tengo positivamente respuesta a la presente, pues ¿de qué sirve escribir si no recibes mis cartas?

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