lunes, 10 de mayo de 2021

13 de abril de 2000 William Faulkner: la novela como tragedia. CARLOS FUENTES. A VIVA VOZ.

 



13 de abril de 2000

William Faulkner: la novela como tragedia

Señoras y señores:

Es posible distinguir dos grandes fundaciones en la historia de la América anglosajona. Primero la de las trece colonias británicas establecidas en 1621 por los puritanos en Massachusetts y en seguida la República Federal Democrática inaugurada en Filadelfia en 1776, por los padres fundadores, Washington, Jefferson, Franklin.

La América anglosajona es ante todo una página en blanco. La escriben el idilio y la utopía. Norteamérica es idílica mirando el pasado y utópica mirando al futuro. Ambas miradas se expresan como el sueño americano, the American dream, y como el estilo de vida americano, the American way of life.

La cara idílica presenta un rostro optimista, benigno, sonriente, panglossiano: vivimos en el mejor de los mundos posibles. Es el rostro de Pollyanna, la niña feliz, creación literaria de Eleanor Porter a fines del siglo XIX. Hoy olvidada por los lectores. Pollyanna persiste en imágenes de quienes la encarnaron en el cine — Mary Pickford, Hayley Mills— pero su capacidad de ser feliz jamás desaparece del espíritu norteamericano.

Pollyanna es la optimista integral. Nada la derrota. Nada borra su sonrisa o alborota sus dorados rizos. Es el origen de mil imágenes hollywoodenses: pueblos de cercas blancas, pastos manicurados y novios adolescentes sorbiendo popotes en la fuente de sodas local.

Pollyanna pervive como sinónimo de optimismo, alegría, traje color de rosa. Y la civilización que rodea a Pollyanna es benigna —es familiar— y es progresista.

De allí sólo falta un paso para que a la dorada cabecita de la niña feliz la nimbe un halo de fe en el progreso. ¿Y dónde radica el progreso, de dónde emana esa luz? Naturalmente, de la nación pragmática y utilitaria, sin lastres anacrónicos.

El nuevo mundo de los Estados Unidos de América, opuesto al viejo mundo europeo aislado, enajenado, ruinoso y corrupto. Ya ven ustedes que cuando habla con desprecio de “la vieja Europa”, el secretario Donald Rumsfeld no dice nada nuevo.

El sueño y el estilo de vida norteamericano se proponen, a partir de estas premisas, como cima de la condición humana perfecta, acelerada y proyectada en pantalla gigante.

¿Cómo es posible que el resto de la humanidad no renuncie a su cultura propia a fin de asimilarse, cuanto antes, al proyecto norteamericano?

Claro, hay muchas razones para responder a esta, sin duda, generosa invitación. La principal es que la unidad del mundo está hecha de la diversidad de sus culturas, del respeto debido a cada una de ellas y de la interacción fecunda entre civilizaciones.

Pero si tuviese que escoger un motivo principal para poner en tela de juicio la propuesta de superioridad norteamericana, sería el hecho de que la manzana del Edén-USA contiene un gusano: el gusano del maniqueísmo, es decir, la voluntad de ver el mundo en términos tajantes de buenos y malos, de tintes blancos y negros absolutos, sin grisuras, matices o términos medios.

La tradición maniquea de Norteamérica proviene del puritanismo de la era colonial y lo expresa a la perfección el pastor puritano Cotton Mather, quien nos informa en 1702 que los protestantes americanos (lo cito) “somos agentes de Dios, enviados de la Providencia para formar hogares para los escogidos y aniquilar a los miserables salvajes (los indios) enviados al nuevo mundo nada menos que por el Diablo”.

Contra este maniqueísmo intolerante se levanta el ideal ilustrado de la Revolución de Independencia del año 1776, hecha por hombres formados en la filosofía del Siglo de las Luces: Benjamin Franklin, Thomas Jefferson, el ciudadano Tom Paine…

En Filadelfia, ellos consagran los principios de la igualdad, la democracia, la división de poderes, el Estado de derecho, los derechos humanos. Pero añaden dos elementos que quiero destacar:

Uno es el de la inevitabilidad del progreso.

Otro es el del derecho a la felicidad.

Se podría pensar que estos dos principios —progreso y felicidad— estarían hechos a la medida de una Pollyanna narrativa. Lejos de ello, los grandes novelistas norteamericanos han sido plumas más afiladas que un puñal para rasgar el telón de la felicidad y el progreso, ofreciendo, de Hawthorne a Melville a Dos Passos a Dashiell Hammett y James Baldwin, el panorama crítico de la incertidumbre, la impotencia, la quiebra de los valores de fundación y su contingencia dramática debido a hondas fisuras morales, sicológicas, sociales, políticas, raciales…

No ha habido, en verdad, críticos más críticos de los Estados Unidos de América que sus propios novelistas.

Ninguna crítica exterior se aproxima a la rabia, la incisión, la desesperanza, el acíbar que sus novelistas le han servido a los Estados Unidos. Esto, sobra decirlo, redunda en honor de esa gran nación, tan dañada por las aventuras de una soberbia imperial que la perjudica a ella tanto o más que a sus víctimas, pero salvada una y otra vez por la poderosa raíz democrática que, una y otra vez también, le devuelve la razón perdida a la ciudadanía norteamericana.

Ojalá tenga yo, una vez más, razón ante la sinrazón actual.

Nathaniel Hawthorne se queja de que Norteamérica sea un país “sin sombra, sin antigüedad, sin misterio” y en La letra escarlata procede a llenar esa ausencia con las tinieblas de una regresión a la crueldad, al mal, al dolor infligido por unos seres humanos a otros.

Ante el oscuro mal de Hawthorne, Edgar Allan Poe le recomienda: “Hawthorne, cómprate una botella de tinta visible”. Pero el propio Poe sólo encuentra su espíritu en un descenso al vórtice de lo irracional y primigenio que es su alma, su corazón delator. Dice Kafka que Poe escribió cuentos de terror para sentirse a gusto en el mundo. Con razón fue Edgar Allan Poe el autor favorito de José Stalin —maneras eficaces de enterrar en vida a los enemigos— y con razón pudo Henry James descubrir en Poe —con otra vuelta de tuerca— que la inocencia puede ser malvada.

Herman Melville, en la loca cacería de la ballena blanca por el capitán Ahab, revela el desastre al que puede conducir “el orgullo fatal” de un hombre y un país que se despiden de la inocencia, sólo para regresar una y otra vez a ella. Ahab se bautiza a sí mismo, no en nombre del Padre, sed in nomine diabolis: en nombre del Diablo.

Si Hawthorne descubre el mal norteamericano en la cacería de brujas de la Nueva Inglaterra —eterno antecedente del macartismo y las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib—, Poe lo descubre en sí mismo —el corazón delator— y James, genialmente, en el misterio del medio día, pues mientras más aclara la conciencia de sus personajes, más ahonda el misterio de los mismos.

Los escritores naturalistas —Howells, Norris, Dreiser, Upton Sinclair— narran el ascenso de los robber barons, los grandes capitalistas explotadores —los “pulpos” financieros— y la invisibilidad de la gente menuda, con una aplastante precisión que será redimida de la mera intención crítica por tres autores del siglo XX.

Scott Fitzgerald cuenta el cuento de hadas de la burbuja de prosperidad de los años veinte —la era del jazz— para terminar en la venta del alma por un puñado de dólares: el Gran Gatsby debe perderlo todo, hasta el nombre y la biografía, para representar el papel asignado por el Sueño Americano.

Y John Dos Passos pinta el mural absoluto de los USA de Manhattan a Los Ángeles como una manifestación de la energía de la desesperación. Se trata, dijo Sartre de los personajes de Dos Passos, de destinos acabados. Sólo una salvación vislumbran: desplazarse, cambiar de lugar, irse a California.

Qué es —California— a donde se mueven los miserables migrantes de Las uvas de la ira de John Steinbeck, en medio de privaciones e injusticias que persiguen a la familia Joad como furias griegas. “Algo sucede —escribe Steinbeck en Las uvas…—, fui a mirar y la casa está vacía. La tierra está vacía. Todo el país está vacío. No puedo quedarme aquí. Tengo que marcharme a donde se va la gente”.

¿Y a dónde se va la gente? A California. A El Dorado. ¿Y qué encuentra en California la gente? La maravillosa aldea Potemkin de Hollywood, una pura fachada, cinco minutos de gloria y luego el crack-up, el desfonde, el desbarate, el desmadre, de Fitzgerald. La fama y la gloria se disipan en los callejones sombríos de la novela policial norteamericana casi toda ella ubicada en Los Ángeles y San Francisco —James Cain y El cartero siempre llama dos veces, Dashiell Hammett y El halcón maltés, Raymond Chandler y su ojo privado Marlowe, para mirar por las cerraduras la corrupción moral, política y sexual de California—, the slide area, la zona donde el continente se desliza, hasta perderse, en el mar y no tiene ya fronteras continentales qué conquistar: del Atlántico al Pacífico. Debe salir a imponer su voluntad en otra parte —para bien y para mal.

Grandes y humildes poetas de la ciudad y de la noche, las novelas negras nos recuerdan todo lo no escrito: la novela de la negritud humillada, Richard Wright y James Baldwin y, más tarde, Ralph Ellison —El hombre invisible— y Toni Morrison —Tar baby.

Pero será William Faulkner quien eleve todo el drama —y el melodrama— nacional de los Estados Unidos al nivel de la tragedia.

Porque, la gran literatura crítica norteamericana se ancla casi siempre en la modalidad dramática —la comedia humana— o aún melodramática —la comedia sin humor— pero rara vez alcanza el nivel de la tragedia.

No puede hacerlo porque, siendo la nación moderna por excelencia, los Estados Unidos son portadores de la doble vertiente de la modernidad. En primer lugar, la promesa de la salvación espiritual en el futuro propia del cristianismo y en segundo lugar, la promesa de progreso material ascendente propia de la revolución mercantil e industrial.

Es claro que estas dos vocaciones excluyen radicalmente la idea trágica que en la Antigüedad clásica se manifestó como forma moral y estética ante una realidad histórica que no contribuía a tener fe ciega ni en la felicidad ni en el progreso.

El mito de Prometeo ilustra a la perfección la condición trágica. Prometeo roba el fuego divino para llevar la verdad a los hombres. Es castigado y condenado a vivir para siempre en cadenas, su hígado picoteado por un buitre. La pregunta trágica es: ¿habría sido Prometeo más libre si no hubiera usado su libertad? ¿Es libre porque la usa sólo para perderla?

En la tragedia, ambas partes tienen razón. Antígona posee la razón de la familia, Creonte, la razón de la ciudad. Protagonizan un conflicto de valores que la catarsis trágica resuelve en un valor compartido: el de la polis, la ciudad, la comunidad.

La catarsis asume colectivamente la falibilidad personal como conflicto de valores, no como enfrentamiento de virtudes. Una virtud niega a su opuesta. Un valor reafirma a su contrario. Antígona mantiene el valor de la familia. Creonte, el valor de la ciudad. Ambos se funden en el espíritu individual y en la comunidad colectiva.

De esta manera, la Antigüedad avanza en la medida en que asume el o los pasados: su futuridad hace presente su preteridad. La tragedia es una exigencia de no sacrificar ninguno de los tiempos de la historia, a fin de hacerlos presente: hay que tener un pasado vivo, a fin de tener un futuro viable.

La modernidad, por el contrario, tiende a suprimir el pasado en nombre del porvenir. La tragedia no cabe en semejante proyecto. Para Hegel, la tragedia se funde y desaparece en el proceso dialéctico de la historia. Saint Simon, Marx, Spencer, Comte, Bastiat: los escuadrones de la fe en el progreso inevitable dominan el pensamiento del siglo XIX. La libertad se afirma suprimiendo la tragedia.

Nietzsche es quien se atreve a decir que la dialéctica también puede ser trágica porque la libertad nunca se realiza plenamente en la historia. El ser humano jamás se integra plenamente a la razón. “La felicidad y la historia rara vez coinciden.”

Al derecho a la felicidad inscrito en la Constitución norteamericana y otros documentos políticos “felices”, Nietzsche les responde diciendo que no puede haber ni verdad ni felicidad mínimas si no le reservamos un espacio a la posibilidad del fracaso.

Nietzsche nos ofrece una concepción de la libertad como conciencia de que la libertad es trágica porque nuestra contingencia humana jamás nos autoriza a ser plenamente libres, aunque sí nos permite identificar la libertad inalcanzable con la lucha misma para alcanzarla.

Lo dice admirablemente Kafka: “No espero la victoria. La lucha misma no es alegre, salvo en la medida en que es lo único que se puede hacer… Acaso acabaré por sucumbir, no a la lucha, sino a la alegría de la lucha”.

Encuentro un eco cierto de estas palabras en el credo de William Faulkner: “Escribo a partir de la oda, la alegría, el epitafio nacidos de una reserva amarga e implacable que se niega a la derrota”.

Y sin embargo, aunque se niegue a la derrota, Faulkner la asume en nombre de la humanidad a partir de un tiempo y un espacio que son los suyos: el sur de los Estados Unidos de América y el mítico condado de Yoknapatawpha. Como en los casos de la Comala de Rulfo y el Macondo de García Márquez, a mayor intensidad local corresponde mayor significado universal.

Pero el movimiento es en doble sentido. A medida que intensifica su referencia local, Faulkner vigoriza su significado universal, y viceversa.

Los espacios y los tiempos inmediatos de Faulkner son los del sur de los Estados Unidos. Ésta es la tierra: una “desolación profunda y pacífica, sin cultivar, hundiéndose poco a poco en las barrancas rojas y estranguladas, bajo las lluvias largas y calladas del otoño y las furias galopantes del equinoccio”.

El condado de Yoknapatawpha, 2 400 millas cuadradas. 15 611 habitantes (blancos: 6 298; negros: 9 313). Propietario único: William Faulkner. Límites: al norte, las colinas ondulantes de Mississippi; al sur, las negras tierras de aluvión. Los caminos polvosos del “verano largo y ardiente”. Las carretas tiradas por mulas. Los pantanos sombríos. El río “amarillo y dormilón”. La verde tristeza de los bosques. Las viejas plantaciones arruinadas. Las chozas de tablas que habitan los negros. El pueblo nuevo de Jefferson, chato, vulgar, brillantón. Un país duro para el hombre, dice Anse en Mientras agonizo: “Ocho millas regadas con el sudor del cuerpo que lava la tierra del Señor, como el Señor nos indicó que lo hiciéramos”.

Vieja tierra vendida por el cacique indio Ikkenotube a los franceses, a los españoles, finalmente a los anglosajones “rugientes, con su evangelio protestante y su whisky hervido, que cambian la faz de la tierra, que derrumban un árbol que creció durante 200 años a fin de capturar un oso o extraer una taza de miel”. El indio creyó que vendía, el europeo que compraba: en realidad, dice Faulkner, “Dios no le dio la Tierra a los hombres para que se adueñaran de ella, sino para mantenerla solidaria e intacta en la comunidad anónima de los hermanos y Dios sólo pidió a los hombres compasión, humildad, sufrimiento y resistencia y el sudor de su frente”.

Tierra violada por la apropiación, por el trabajo “cuya esencia primaria es reducida a esta crudeza absoluta que sólo una bestia puede y quiere soportar”. Tierra de amos y esclavos que clamaba y exigía su propia violación, su propia derrota, para después contarla y así salvarla. “Quiero que todo esto sea narrado —piensa la anciana Rosa Coldfield en ¡Absalón, Absalón!— para que la gente que nunca te verá y cuyos nombres nunca escucharás y que nunca han escuchado tu nombre lo lean y sepan por fin por qué Dios nos permitió perder la guerra: que sólo a través de la sangre de nuestros hombres y las lágrimas de nuestras mujeres pudo Dios dominar nuestro demonio y borrar su nombre y su linaje de la tierra.”

Tierra que “no envejece… porque no olvida”.

Éstos son los hombres. Campesinos de “manos duras y arruinadas y ojos que ya revelaban ese legado de ensimismamiento junto a surcos sin fin, detrás de los lentos traseros de las mulas”. Negros que heredan “la larga crónica de un pueblo que había aprendido la humildad gracias al sufrimiento y al orgullo, gracias a la resistencia, y que sobrevivió al sufrimiento”. Los fundadores: los Sartoris, los Sutpen, los Coldfield, los Compson, amos de la sociedad feudal destruida por la Guerra de Secesión. Los usurpadores: los Snopes, los invasores mercantilistas del norte. Y frente a los actores del drama visible, los depositarios secretos del sueño, de la crónica, de la locura que se atreve a recordar: las mujeres, los viejos, los niños, los locos.

Faulkner nos propone un doble escenario para amplificar las voces trágicas de sus novelas. Para per-sonar —enmascarar para revelar— a sus personajes.

El tiempo.

Y el lenguaje.

Ambos, hay que subrayarlo, se inscriben en la gran revolución cultural de la primera mitad del siglo XX. Concurren en ella múltiples manifestaciones que cambian para siempre nuestra concepción del tiempo y del espacio.

Ésta es una vasta constelación de estrellas conectadas por la luz que cada uno arroja sobre las demás.

La noción newtoniana del tiempo en flujo perpetuo y autosuficiente es puesta de cabeza por Einstein y su definición del espacio-tiempo continuo pero relativo y reversible que Heisenberg puntualiza en términos de lenguaje: el tiempo y el espacio son elementos del lenguaje empleado por un observador para describir su entorno. La presencia del observador introduce la indeterminación en la realidad: hay tantas realidades como puntos de vista. Un sistema ideal y cerrado ya no es posible.

Así como no es posible para el cubismo pictórico, que reclama el privilegio de la visión múltiple en espacios formales circunscritos o el montaje cinematográfico en Griffith y Eisenstein aspiran a darnos la simultaneidad de los eventos narrados: los escalones de Odessa del Acorazado Potemkin, las eras históricas de Intolerancia.

De la misma manera, Pound escribe poemas que deben ser aprehendidos en un instante y ya no en una secuencia temporal, y en la música, Pousseur propone una composición musical ya no sucesiva sino instantánea que coloque al auditor en el centro de una red de asociaciones y referencias que la permitan componer su propia pieza.

De la física al cine a la poesía y a la música, se trata de una verdadera rebelión contra la famosa clasificación hecha por Lessing en el Laocoonte de 1766. Hay artes del espacio —pintura, escultura— que son aprehensibles en tiempo inmediato. Hay artes del tiempo —música, literatura— que sólo son aprehensibles en sucesión.

La abolición de estas barreras asociada a los intentos paralelos en las ciencias, es la imposible aspiración de la novela de la vanguardia de los 40 primeros años del siglo XX.

Hacer lo imposible. Convertir la sucesión lineal de la prosa narrativa en aspiración a la simultaneidad de espacios y la instantaneidad de tiempos. La nómina de la revolución es impresionante, pues incluye a James Joyce, Marcel Proust, Dorothy Richardson, Hermann Broch, Aldous Huxley, John Dos Passos, William Faulkner y Virginia Woolf.

La autora de Orlando lo dice explícitamente: “Quiero sincronizar los sesenta o setenta tiempos diferentes que laten simultáneamente en todo sistema humano normal”.

Pero es Faulkner quien le da a esta revolución narrativa su fórmula más precisa en El ruido y la furia: “Todo es presente, ¿entiendes? Ayer no terminará hasta mañana y mañana empezó hace 10 mil años”.

La literatura latinoamericana, que desde las crónicas de Indias y sus fabulosos bestiarios, navega en los mares de lo real maravilloso (Carpentier) o el realismo mágico (García Márquez) pertenece por derecho propio a esta conquista y la anticipa en las islas fabulosas de Fernández de Oviedo y en las ciudades inimaginables de Bernal Díaz del Castillo. No nos cuesta admitir lo moderno: lo anticipamos.

Para Faulkner, en cambio, revolucionar el tiempo lineal y la estabilidad espacial es un acto revolucionario porque pone en entredicho el tiempo del progreso, que es sucesivo y ascendente y el espacio material, que es mensurable y apropiable.

En Faulkner, el tiempo es simultáneo y los espacios superpuestos.

En ¡Absalón, Absalón!, en El ruido y la furia, no existen calendarios de enero a diciembre o anuarios de 1860 a 1910. Las novelas de Faulkner son narradas por una memoria incluyente, instantánea, fulgurante, oscura como un subterráneo, olvidada como un desván, resucitada sólo gracias a un lenguaje bien llamado barroco, toda vez que el barroco, en la brillante intuición de Carpentier, es el lenguaje de quienes no poseen nada y buscan desesperadamente apropiarse de todo, el lenguaje de quienes no son dueños de la verdad y la buscan con afán…

Dixie Gongorist, gongorista sureño, fue llamado, despectivamente, Faulkner al inicio de su carrera. Ser comparado con uno de los grandes poetas de la humanidad es, más bien, un elogio. Lo cierto es que el gongorismo de Faulkner, su barroquismo verbal, es la única manera que este preciso artista, William Faulkner, tiene de acercarse a una realidad deforme como la propia perla que da su nombre al barroco.

Memoria y lenguaje.

El hombre recuerda que está en la naturaleza.

Sabe que utilizar a la naturaleza es violarla.

Sabe que mantenerla intacta es corromperla también: sólo Dios puede contemplarla irresponsablemente.

El hombre, por acción u omisión, introduce el mal en el orden natural.

No hay escena más terrible como respuesta a la naturaleza, que el acto del brutal Popeye en Santuario cuando escupe en el manantial que nutre el verdor del bosque.

Pero así como introduce el pecado en la naturaleza, el hombre, que no es Dios, puede redimir y amar a la naturaleza.

Es una ardua responsabilidad, porque todo conspira para que la corrupción y el mal se extiendan por la tierra, la tierra dividida de Yoknapatawpha, la tierra vencida del sur.

División y derrota. Estos elementos trágicos de la obra de Faulkner crecen sobre la tierra que los sostiene pero una cosa es la tierra, que nos antecede, y otra, el mundo, que es el nombre de lo que hacemos en la tierra.

Apelo a la clara distinción que hace el eminente filósofo español Emilio Lledó para aplicarla a las novelas de Faulkner: Estamos situados en el mundo.

Gracias al lenguaje, decidimos cómo nos situamos en el mundo.

Pero nuestra posibilidad humana es construir un mundo al lado del mundo. Y esto es lo propio del lenguaje: crear nuestros mundos paralelos.

Es decir: existe la tierra del sur. La tierra es dividida. Y sobre esta división se desarrolló una historia. La historia de la división del sur se llama el racismo. La historia del sur es la historia de una derrota doble. Vencido externamente por las fuerzas del norte, el sur ya estaba vencido, internamente, por las fuerzas de la separación racial. El racismo es la derrota íntima del sur que precede a la derrota militar en la Guerra de Secesión.

Faulkner escribe sobre el sur cuando estas realidades al mismo tiempo, se desvanecen y persisten. Faulkner las propone como mitos: El mito del lar, de la patria, de la tradición arruinada porque ya llevaban en sí la semilla de la corrupción.

Cada niño del sur, escribe Faulkner, “ha nacido crucificado sobre una cruz negra”.

La esclavitud corrompe a los amos y a los siervos.

El gran historiador sureño, C. Vann Woodward, enumera en su volumen El peso de la historia del sur, las creencias que la región entre Virginia y el río Grande tradicionalmente ha tenido acerca de sí misma.

El sur es agrario.

El sur es blanco.

Y el sur es racista, sobre todo cuando deja de ser blanco y agrario.

El sur es una historia. Pero una historia aparte.

El sur no ha participado de la “success story” —la “historia de éxitos”— del norte.

El sur ha sido pobre.

Y el sur ha sido derrotado.

“Soy hija de una guerra perdida —dijo la novelista sureña Katherine Anne Porter—. Tengo en la sangre un conocimiento de lo que puede ser la vida en un país derrotado viviendo en los huesos desnudos de la privación.”

Generación tras generación sureñas han vivido la experiencia de una guerra perdida —cosa que el norte había desconocido hasta el momento de Vietnam.

Si el norte tiene un mito de inocencia, éxito y complacencia moral, el sur posee su propio mito de corrupción, de derrota y de culpa fatales.

William Faulkner no es ajeno a estas identificaciones del sur. Lo extraordinario en sus novelas es que retrotrae la historia cronológica del sur a un origen anterior al devenir histórico porque es el instante de la fundación misma de la historia, de la cual el sur es un episodio.

Faulkner asume la condición sureña a partir de la condición humana. Sus narraciones son siempre un llamado a recordar el momento en que nos instalamos en la historia y nos damos cuenta de que el mundo nos hace, pero sólo a condición de que nosotros hagamos al mundo.

Es el instante en que nace la conciencia.

Y en Faulkner la conciencia del estar en el mundo creando al mundo se manifiesta como espacio, como tiempo y como lenguaje.

Mundo fragmentado, obsesivo, decadente, que exige un lenguaje y una narración torturados, igualmente obsesivos, a menudo retóricos, pues en gran medida reflejan “un debate con los demás”, como diría Yeats, pero al mismo tiempo —y sobre todo— poéticos porque representan también el debate de Faulkner con Faulkner y, gracias a su arte narrativo, un posible debate de nosotros con nosotros mismos.

El mito del sur —ésta es la esencia de Faulkner— sólo es mantenido por la memoria. La memoria es el elemento catártico que, mediante el lenguaje, nos devuelve la verdadera historia —no en línea recta, progresista, ascendente, sino en círculos concéntricos, en profundidades oceánicas, en flujos fluviales, en taladración de montañas…

Una memoria muchas veces irracional, en la que es posible que nadie crea “incluyendo a los que contaban las historias y las repetían y a los que las escuchaban cuando eran contadas”. Mitos, historias, chismes, “oda, elegía y epitafio salidos de una amarga e implacable reserva de no derrota”, dice Faulkner en ¡Absalón, Absalón!, su gran cantar trágico sobre el sur.

La memoria como reserva invicta de la derrota.

¿Cuál es el verdadero tiempo de la memoria?

El negro Joe Christmas nos da un indicio en Luz de agosto: “Sólo años después la memoria supo que estaba recordando”.

“La memoria no existe con independencia de la carne”, leemos en Las palmeras salvajes.

Y de nuevo en ¡Absalón, Absalón!, Faulkner define la temporalidad de su memoria: “Tal es la sustancia de la memoria: el sentido, la vista, el olfato, los músculos con los que vemos y escuchamos y sentimos; no la mente, no el pensamiento…”

Faulkner nos está diciendo que no hay memoria sin carne: la memoria es presente carnal.

De allí la permanente ironía temporal del autor: todo es recuerdo, pero todo se recuerda en el presente. Todo lo que fue está siendo.

Quentin Compson, en El ruido y la furia, no se suicidó ni se suicidará. Se suicida. Como Joe Christmas es asesinado y Jim Bond nace: todo sucedió ya al ser narrado, todo sucederá antes de iniciarse la narración, pero en realidad todo sucede en el presente narrativo de la memoria. En Faulkner, el tiempo ni se pierde ni se gana. Es siempre presente, obsesión de la memoria carnal, incandescente.

De esta conjunción de tiempos en el presente surge necesariamente el estilo narrativo de Faulkner, esa “helada velocidad” a la que se refería Sartre, cuyo centenario celebramos ahora y quien descubrió a Faulkner en Francia antes de que lo descubriesen en los Estados Unidos.

El estilo de Faulkner está consagrado a una búsqueda de la novela que el autor escribe y nosotros leemos. La magia de Faulkner es que nos cuenta lo que ya sucedió a partir de algo que ya es, o que ya está, pero que el novelista y el lector desconocen.

En otras palabras, la novela ya existe. El novelista, acompañado del lector, la busca, la descubre. Es así que también los personajes se convierten en búsqueda de los personajes y la pregunta a la que nos obligan como lectores es la siguiente: ¿Quiénes son estos hombres y estas mujeres que buscan descubrir lo que ya sucedió?

La respuesta es: Somos él y ella, tú y yo.

Nada en Faulkner, la retórica torturada, la invención lírica, la temporalidad absoluta, la narración alternada, es gratuito.

Su radicalismo poético tiene este sentido: el de revelarnos nuestra otra identidad, la que escrupulosamente escondemos o negamos bajo nuestras máscaras sociales, profesionales, políticas y hasta familiares.

Los personajes trágicos de Faulkner dicen y hacen lo que tú y yo, hipócritas lectores, podríamos decir y hacer. Son posibilidades extremas, hondas, secretas del lector obligado a descubrirse a medida que descubre, junto con William Faulkner, la novela que está leyendo.

En Luz de agosto, Joanna Burden, la madura ninfómana amante del negro Joe Christmas, le grita al negro salvaje… con su pelo salvaje, cada cabello vivo como los tentáculos de un pulpo y sus manos salvajes y su respiración…: “¡Negro! ¡Negro! ¡Negro!”

Crucificado sobre su propia piel, el negro Christmas resucita, vence, se identifica sexualmente: es como un Cristo que en la agonía del Calvario mantiene vivo el sexo. Joanna es la Magdalena que se hinca a adorar el sexo maldito que la identifica, le da placer y la salva precisamente porque es el del ser separado y negado: el negro.

El negro vence al blanco porque le ofrece la tentación de ser todo lo que el blanco no puede ser en su sociedad. Sólo en este sentido trágico el negro es agente de la libertad. Joe Christmas experimenta la suya como una libertad limitada, paradójica, prometeica: “Se sintió como un águila, dura, suficiente, poderosa, sin remordimiento, fuerte. Pero eso pasó, aunque él no lo supo y como el águila, su propia carne… seguía siendo una jaula”.

Seguía siendo una jaula. El instante ha pasado y el hombre regresa a la prisión social. La libertad —la pasión humana— ha vencido por un instante a la fatalidad —el uso humano.

“No me obligues a rezar todavía, Dios amado, deja que me condene un poco más, sólo por un rato más deja que me condene…”, dice Joanna Burden en Luz de agosto.

Condenados a la libertad a fin de aplacar la condena de la fatalidad, los personajes de Faulkner descubren en el amor la naturaleza trágica tanto del albedrío como del destino.

“Suceden demasiadas cosas —escribe Faulkner—. Eso es. El hombre hace, engendra mucho más de lo que puede o debe soportar. Así es como averigua que puede soportarlo todo. Eso es. Eso es lo terrible. Puede soportarlo todo.”

Faulkner nos está diciendo que se tolera la fatalidad y, paradójicamente, se gana la libertad sabiendo que se es capaz de soportar, de resistir y en ciertos momentos, de vencer.

Quiero decir que en Faulkner la libertad es trágica porque tiene conciencia tanto de su necesidad como de su limitación.

La limitación final, la fatalidad final, es la muerte: el uso y el abuso totales del ser humano.

Pero aun la muerte deja de ser fatal si se la nombra, si se le advierte que la conocemos y la esperamos: “La razón de la vida —declara Faulkner— es prepararse para permanecer muerto mucho tiempo”.

Por eso la libertad en Faulkner es del más alto orden trágico: el proyecto humano —la pasión, el amor, la libertad, la justicia— la vida humana debe actuarse y actualizarse aun a sabiendas de que está destinada al fracaso final.

Sólo mediante esta conciencia podemos salvar la ilusión del progreso permanente de ese optimismo que, al negar la actualidad trágica de hombres y mujeres concretos, se expone a instaurar nuevas fatalidades en nombre de una razón que ignora sus excepciones trágicas.

Gracias a escritores como Faulkner —y como Dostoyevski, Kafka y Beckett— podemos acompañar a la razón dentro de sus límites sin enajenarnos a sus ilusiones.

En la frase final de Las palmeras salvajes, William Faulkner arriesgó su destino y dio la clave de toda su obra: “Entre el dolor y la nada, escojo el dolor”.

Preferibles a la nada, éstos son los hombres y las mujeres, éstas sus moradas, éste su dolor.

Y porque escogió el dolor sobre la nada, Faulkner pudo afirmar: “El hombre no sólo resistirá. Prevalecerá”.

Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar

Universidad de Guadalajara

Guadalajara, Jalisco, México

domingo, 9 de mayo de 2021

Thornton Wilder Los idus de marzo.

 


Thornton Wilder

Los idus de marzo

Título original: The Ides of March

Traducción: María Martínez Sierra

Traducción cedida por Editorial Edhasa

© 1995 Salvat Editores, S.A. (Para la presente edición)

© Thomton Wilder, 1948

© Edhasa, 1990

ISBN: 84-345-9042-5 (Obra completa)

ISBN: 84-345-9087-5 (Volumen 44)

Depósito Legal: B-15616-1995

Publicado por Salvat Editores, S.A., Barcelona

Impreso por CAYFOSA. Mayo 1995

Printed in Spain - Impreso en España


Los Idus de marzo no pretende ser una férrea reconstrucción histórica, sino que, en palabras de su autor la obra puede considerarse «una fantasía sobre ciertos acontecimientos y personas de los últimos días de la República romana». La novela epistolar está inspirada en las cartas en cadena que circularon en Italia contra el régimen de Mussolini. Situada en Roma en el año 45 a.C., en ella conoceremos las hipotéticas reflexiones de César sobre sí mismo como Instrumento del Destino y sus meditaciones acerca de la religión y la naturaleza del amor.

El autor norteamericano Thomton Wilder nació en 1897 y murió en 1975. Se graduó en 19l2 y posteriormente estudió arqueología en Roma. Dio clases de literatura y sobre los clásicos en la Universidad de Chicago. Publicó su primera novela, La cábala, en 1926. Su obra más popular El puente de San Luis Rey (Premio Pulitzer) lo consagró como novelista y de ella se realizaron adaptaciones cinematográficas y televisivas. Obtuvo el premio Pulitzer por dos de sus libros Our town y The skin of our teeth. Con la novela El octavo día ganó el Nacional BookAward en 1968.


 

Esta obra está dedicada a dos amigos: Lauro de Bosis, poeta romano que perfiló la vida organizando una resistencia contra el poder absoluto de Mussolini; su avión, perseguido por los del duce, se hundió en el mar tirreno, y Edward Seldon, que aunque inmóvil y ciego durante mas de veinte años, fue dispensador de sabiduría, valor y alegria para muchas gentes.

 

 

 

Das Schaudern zst der Menschhezt bestes Teil;

Wje auch die Welt ibm das Gefuhiverteure...

Goethe; Fausto, parte II.


 

 

 PREÁMBULO

 

 

El estremecimiento del temor reverencial es la más alta facultad humana, aunque este mundo esté constantemente alterando sus valores...

GLOSA: Del reconocer el hombre, mediante el temor y la reverencia, que La reconstrucción histórica no es uno de los principales propósitos de esta obra. Puede considerársela como una fantasía sobre ciertos acontecimientos y personas de los últimos días de la República romana. existe un algo incognoscible, todo lo en las sobre ciertos proviene de su mente, aun cuando tal reconocimiento a menudo se descarría en mejor exploraciones acontecimientos y personas superstición, esclavitud y exagerado confiar.

 La principal libertad que el autor se permite es la de trasladar un acontecimiento que tuvo lugar el año 62 antes de la Era cristiana –la profanación de los Misterios de la Bona Dea por Clodia Pulquer y su hermano- a la celebración de los mismos ritos diecisiete anos mas tarde, el 11 de diciembre del año 45 antes de Cristo.

 En el año 45, ya muchos de mis personajes sin duda habrían muerto hacía tiempo. Clodio, asesinado por unos matones en un camino rural; Cátulo, aunque sólo tenemos la palabra de san Jerónimo para pensar que murió a la edad de treinta años; Catón el joven, unos pocos meses antes en aquel mismo año, en África, resistiendo al poder absoluto de César; la tía de César viuda del gran Mario, había muerto antes del año 62. Por otra parte, en el año 45, la segunda mujer de César, Pompeya, había sido reemplazada por la tercera, Calpurnia.

 Cierto número de los elementos de esta obra, entre los que pueden parecer inventados por mí son en realidad históricos. Cleopatra llegó a Roma el año 46, César la instaló en su villa, al otro lado del río; permaneció allí hasta que él fue asesinado, y entonces huyó, volviendo a su país.

 Casi todos los historiadores que han concedido extensa atención a la vida privada de César han pesado y generalmente rechazado la posibilidad de que Junio Marco Bruto fuese hijo de César. El regalo que hizo César a Servilia, de una perla de valor sin precedente, es histórico. Las cartas en cadena de los conspiradores, dirigidas contra César, me las han sugerido los acontecimientos de nuestro tiempo. Las hizo circular en Italia contra el régimen fascista Lauro de Bosis, siguiendo -se dice- el consejo de Bernard Shaw.

 Llamo la atención del lector a la forma en que están presentados los materiales de esta obra:

 Dentro de cada uno de los cuatro libros, los documentos se dan en orden aproximadamente cronológico. Los del libro primero se refieren a septiembre del año 45 antes de Cristo. El libro segundo, que contiene material referente a las investigaciones de César acerca de la naturaleza del amor, empieza antes y cubre los meses de septiembre y octubre. El libro tercero, que trata principalmente de religión, empieza aún antes y se desenvuelve durante todo el otoño, concluyendo con las ceremonias de la Buena Diosa en diciembre. El libro cuarto, que resume todos los aspectos de la investigación de César, particularmente los que tratan de sí mismo, como representando acaso el papel de instrumento del “Destino”, empieza con el primer documento del volumen, y termina con su asesinato.

 Todos los documentos que van en esta obra se deben a la imaginación de su autor, excepto los poemas de Cátulo y la última página que cierra el libro; ésta está tomada de Vidas de los Césares, de Suetonio.

 Fuentes de material referentes a Cicerón, las hay copiosas; referentes a Cleopatra, escasean; cuando se trata de César, son muchas, pero a menudo enigmáticas y sacadas de quicio por intenciones políticas. Este libro es una reconstrucción hipotética, debido a la desigualdad de las fuentes de información.

 Thornton Wilder


 

LIBRO PRIMERO

 

I. EL MAESTRO DEL COLEGIO DE AUGURES A CAYO JULIO CÉSAR, SUPREMO PONTÍFICE Y DICTADOR DEL PUEBLO ROMANO.

  

Copias para el sacerdote de Júpiter Capitolino, etc.; para la señora presidenta del colegio de las Vírgenes Vestales, etc., etc.

 

1 de septiembre, año 45 antes de Cristo

 

 Al reverendísimo supremo pontífice:

 Sexto informe de esta fecha.

 Lecturas del sacrificio del mediodía: Un ganso; manchas en el corazón y el hígado. Hernia del diafragma.

 Segundo ganso y un gallo: Nada digno de nota.

 Un pichón: condición siniestra, riñón desplazado, hígado hinchado y de color amarillo. Piedrecilla de cuarzo en el buche. Se ordenó un estudio más detallado.

 Segundo pichón: Nada digno de nota.

 Observación de vuelos: Un águila desde tres millas al norte del monte Soracte hasta el limite de visión sobre Tivoli.

El ave mostró alguna incertidumbre en la dirección al acercarse a la ciudad.

 Truenos. No se ha oído trueno alguno desde el que se observó hace diez días.

 Salud y larga vida para el supremo pontífice.

 

 

 

I-A. NOTA DE CÉSAR, CONFIDENCIAL, PARA SU SECRETARIO

ECLESIASTICO.

 

 

 ítem 1. Informar al maestro del Colegio de Augures que no es necesario que me envíen de diez a quince informes como éste al día. Bastará con un informe sumario de las observaciones del día anterior.

 ítem II. Elegir de entre los informes de los últimos cuatro días, tres auspicios especialmente favorables y tres desfavorables. Puedo necesitarlos hoy en el Senado.

 ítem III. Redactar y distribuir un comunicado con el siguiente efecto:

 Con el establecimiento del nuevo calendario, la conmemoración de la fundación de la ciudad el día decimoséptimo de cada mes, se elevará a la categoría de rito de la más alta importancia cívica.

 El supremo pontífice, si se encuentra residiendo en la ciudad, estará presente en cada una de las conmemoraciones.

 Se observará el ritual completo con las siguientes adiciones y correcciones:

 Estarán presentes doscientos soldados que pronunciarán la invocación a Marte como es costumbre en los puestos militares.

 La adoración de Rea estará a cargo de las Vírgenes Vestales. La presidenta del colegio será personalmente responsable de la asistencia, de la excelencia de la actuación y del decoro de las participantes. Se corregirán inmediatamente los abusos que han ido introduciéndose en el ritual; las celebrantes permanecerán invisibles hasta la procesión final, y no se recurrirá en modo alguno a la moda mixolidia.

 El testamento de Rómulo se dirigirá hacia los asientos reservados para la aristocracia.

 Los sacerdotes que alternen los responsos con el supremo pontífice habrán de hacerlo con perfección literal. A los que fallen en cualquier detalle se les someterá a treinta días de adiestramiento y se les enviará a servir en los nuevos templos de África y Bretaña.

 

 

I-B. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.

 

 

Para una descripción de este diario-carta, véase el comienzo del documento III.

 

 968. Acerca de los ritos religiosos.

 Incluyo en el paquete de esta semana media docena de los innumerables informes que, como supremo pontífice, recibo de los Augures, Arúspices, Vigilantes del Cielo y Cuidadores de los Pollos.

 Incluyo también las disposiciones que he dictado para la conmemoración mensual de la fundación de la ciudad.

 ¿Qué se le va a hacer?

 He heredado esta carga de superstición e insensatez. Gobierno a innumerables hombres, pero debo reconocer que estoy gobernado por aves y truenos.

 Todo ello obstruye con frecuencia la obra del Estado: cierra las puertas del Senado y de los tribunales durante días y aun semanas enteras. Emplea a varios miles de personas. Todo el que tiene algo que ver con todo ello, incluso el supremo pontífice, lo manipula en interés propio.

 Una tarde, en el valle del Rin, los augures de nuestro cuartel general me prohibieron enredarme en batalla contra el enemigo. Al parecer, nuestros pollos sagrados comían con desgana. Las señoras gallinas cruzaban los pies al andar; inspeccionaban con frecuencia el cielo y miraban por encima del hombro, con muy buen motivo. Yo también, al entrar en el valle, me había desanimado al observar que a menudo le visitaban las águilas. Nosotros, los generales, nos vemos reducidos a observar el cielo con ojos de pollo. Accedí durante un día, aunque una de mis pocas ventajas consistía en mi capacidad de tomar por sorpresa al enemigo, y temía que por la mañana se repitiese el impedimento. Pero al atardecer, Asinio Polión y yo dimos un paseo por los bosques; recogimos una docena de gorgojos; los picamos en pedazos menuditos con nuestros cuchillos y los esparcimos en derredor del jaulón que servía de comedor sagrado. A la mañana siguiente todo el ejército esperó con ansiedad para conocer la voluntad de los dioses. Sacaron a comer a los pollos fatídicos. Al principio, miraron al cielo lanzando aquel piar de alarma que basta para detener a diez mil hombres; pero, luego, miraron la comida que se les ofreciera. ¡Por Hércules! Los ojos se les salían de las órbitas; lanzaron gritos de encantada glotonería; volaron a comer, y me permitieron ganar la batalla de Colonia.

 Y sobre todo, tales observancias rituales atacan y van minando el verdadero espíritu en la mente de los hombres. Nos dan a nosotros, romanos, desde los barrenderos a los cónsules, un vago sentimiento de confianza donde no hay que confiar, y al mismo tiempo nos infunden un temor penetrante, un temor que ni nos despierta a la acción ni nos exige ingenio, sino que paraliza. Quitan de los hombros a los seres humanos la incesante obligación de ir creando momento tras momento su propia Roma. Llegan a nosotros sancionados por el uso de nuestros antepasados y respirando la seguridad de nuestra infancia; lisonjean la pasividad y consuelan de la insuficiencia.

 Puedo habérmelas con los otros enemigos del orden: con las perturbaciones sin plan de un Clodio; con el gruñón descontento de un Cicerón y un Bruto, nacidos de la envidia y alimentados con el teorizar que hila tan delgado de los viejos textos griegos; con los crímenes y la codicia de mis procónsules y funcionarios, pero ¿qué puedo hacer contra la apatía que se alegra de poderse envolver en la capa de la piedad, que me dice que a Roma la salvarán los dioses que constantemente velan por ella o que Roma se arruinará porque los dioses son maléficos?

 No soy aficionado a rumiar malhumores, pero a veces me sorprendo rumiando, malhumorado, sobre este asunto.

 ¿Qué se le va a hacer?

 A veces, a la medianoche, intento figurarme qué sucedería si yo aboliese todo esto; si, dictador y supremo pontífice, aboliese toda la observancia de los días fastos y nefastos, de las entrañas y los vuelos de las aves, del trueno y del rayo; si cerrase todos los templos excepto el de Júpiter Capitolino.

Y con Júpiter, ¿qué?

De esto, volveré a hablarte.

Prepara pensamientos para guiarme.

La noche siguiente.

La carta continúa en griego.

Vuelve a ser medianoche, querido amigo mío. Estoy sentado ante mi ventana, deseando que diese sobre la ciudad dormida y no sobre los jardines Trasteverinos de los ricos. Las mariposillas danzan en torno a mi lámpara. El río refleja apenas la difusa luz de las estrellas. En la orilla opuesta algunos ciudadanos borrachos discuten en una taberna, y de cuando en cuando me llega, en el aire, mi nombre. He dejado a mi mujer dormida, y he intentado aquietar mis pensamientos leyendo a Lucrecio.

 Cada día siento mayor presión sobre mí, procedente de la posición que ocupo. Me doy más y más cuenta de lo que me capacita para realizar, de lo que me exige que realice.

 Pero ¿qué me dice? ¿Qué exige de mí?

 He pacificado el mundo; he extendido los beneficios del derecho romano a innumerables hombres y mujeres; contra gran oposición, les estoy otorgando también los derechos de la ciudadanía; he reformado el calendario, y nuestros días están regulados por una conformidad útil con los movimientos del sol y de la luna. Estoy arreglando el modo de que el mundo llegue a estar alimentado con regularidad; mis leyes y mis flotas equilibrarán la intermitencia de las cosechas y lo sobrante de las necesidades públicas. El mes próximo se suprimirá la tortura en el código penal.

 Pero todo eso no es bastante. Tales medidas han sido meramente la obra de un general y de un administrador. En ellas soy para el mundo lo que un alcalde es para una aldea. Ahora, es preciso hacer otra obra, pero ¿cuál? Siento como si ahora, y sólo ahora, estuviese dispuesto a empezar. La canción que está en los labios de todos me llama padre.

 Por primera vez en mi vida pública, estoy inseguro. Mis acciones hasta aquí han estado conformes con un principio al que puedo llamar una superstición: nunca improviso. No inicio acción alguna para que me instruyan sus resultados. En el arte de la guerra y en las operaciones de la política, no hago nada sin una intención extremadamente precisa. Si surge un obstáculo, creo prontamente un plan nuevo en el cual vea claramente cada una de sus posibles consecuencias. Desde el momento en que vi que Pompeyo dejaba una partecilla de cada ventura a la casualidad, supe que yo iba a ser el dueño del mundo.

 Los proyectos que ahora acuden a mi, sin embargo, llevan en si elementos de los cuales no estoy seguro de estar en lo cierto. Para llevarlos a efecto, necesito que en mi entendimiento esté en claro cuáles son los fines de la vida del hombre corriente y cuáles las capacidades del ser humano.

 El hombre, ¿qué es? ¿Qué sabemos de él? Sus dioses, su libertad, su entendimiento, su amor, su destino, su muerte..., ¿qué significan? ¿Recuerdas cómo tú y yo, muchachos en Atenas, y más tarde ante nuestras tiendas de campaña en la Galia, acostumbrábamos dar infinitas vueltas a todas estas cosas? Yo, filosofando, vuelvo a ser un adolescente. Como Platón, el peligroso seductor, dice: los mejores filósofos del mundo son chiquillos con barbas recién nacidas en el mentón; vuelvo a ser muchacho.

 Y ya ves lo que he hecho entretanto en ese asunto de la religión del Estado. La he apuntalado restableciendo la Conmemoración mensual de la Fundación de la Ciudad.

 Quizá lo he hecho para escrutar qué últimos vestigios de semejante piedad puedo descubrir dentro de mi mismo. También me lisonjea saber que de todos los romanos soy el más erudito en la antigua ciencia religiosa, como lo fue, antes que yo, mi madre. Confieso que mientras estoy declamando las rudas colectas y ordenando los movimientos en el complicado ritual, estoy lleno de emoción real; pero esa emoción no tiene nada que ver con el mundo sobrenatural: estoy recordando cuando, a los diecinueve años, sacerdote de Júpiter, subí al Capitolio con mi Cornelia al lado, llevando ella bajo el cinto a nuestra Julia, que aún no había nacido. ¿Qué momento me ha ofrecido la vida desde entonces capaz de igualarle?

 ¡Silencio! Se está relevando la guardia delante de mi puerta. Los centinelas han entrechocado sus espadas y han cambiado la contraseña. La contraseña esta noche es CÉSAR VELA.

 

viernes, 7 de mayo de 2021

Maestros Balzac. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES.

 


Maestros Balzac Señoras y señores: No conozco ensayo más hermoso sobre una ciudad que el de Walter Benjamin, titulado París, capital del siglo XIX. Benjamin, el producto más acabado de la civilización alemana de su época, fue una víctima del nazismo que murió al filo de la noche, entre la espada y la pared, suicidado por la historia. Es, acaso, el más grande ensayista de nuestro siglo y sus palabras sobre París, la ciudad que él soñó y perdió en la muerte, me servirán de guía para acercarme a los problemas que trataremos en este curso: identificación, percepción y nominación del sujeto y el objeto literarios en el movimiento de desplazamiento.

Ciudad cerrada, ciudad abierta; ciudad virgen, ciudad desflorada. El paisaje moderno, nos dice Benjamin, es el pasaje comercial inventado en París en el siglo XIX: una naturaleza de vidrio y fierro, los elementos modernos que la revolución industrial añade al aire, al agua, la tierra y el fuego clásicos; vidrio y fierro contra la quebradiza opacidad de la pobreza antigua, las ventanas cubiertas de papel aceitoso, las chozas asfixiadas, sin ventanas, pozos de humo oscuro.

El pasaje comercial, dice Julio Cortázar en el cuento del mismo título, es “el otro cielo”; se convierte en “la caverna del tesoro”: una caverna luminosa, accesible a todos.

El pasaje comercial es interior y es exterior. Adentro, protege de la inclemencia del tiempo, permite pasearse a toda hora bajo los techos de vidrio y fierro; afuera, permite mostrar públicamente la mercancía, ofrecerla y protegerla a la vez.

Subterráneo de vidrio: el pasaje comercial muestra y nos muestra al tiempo que nos encubre y aprisiona. Aproximación del paraíso: puede llover en el otro mundo, dice Cortázar, en el mundo del “cielo alto”; no aquí, en este segundo cielo, más cercano, que es el de las galerías Vivienne en París o Güemes en Buenos Aires. “Los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre”, confiesa el protagonista de Todos los fuegos el fuego. Y en Ese oscuro objeto del deseo, de Luis Buñuel, las imágenes culminan misteriosamente en esas galerías con luz de esperma: el protagonista de la película, Fernando Rey, se aleja por una galería comercial con un costal al hombro. ¿Qué acarrea el héroe del consumo hacia el tiempo consumido por la palabra que no tardará en aparecer en la pantalla: FIN?

El fetichismo mercantil, nos dice Walter Benjamin, alcanza su culminación en las llamadas ferias mundiales, ocasiones excepcionales, Navidades de Mercurio, Ascensiones y Epifanías del universo comercial cuyas manifestaciones cotidianas —la misa mercantil— serán las galerías y los grandes almacenes a los que tan misteriosamente nos desplazan Buñuel y Cortázar.

La primera feria mundial moderna tuvo lugar en París en 1798 en medio y como parte distintiva de la Revolución francesa. ¿Pan y circo del segundo directorio? Sí, pero algo más también: dos percepciones diversas de lo que sería, de allí en adelante, el mundo de las cosas, la galaxia mercantil: los organizadores revolucionarios entienden ofrecerle al pueblo de París una diversión; para el pueblo, en cambio, la feria comercial es vista como una emancipación. El valor de la mercancía es transformado por esta operación cuasi-sagrada: la revolución industrial, hija pragmática de la ideología revolucionaria, va a ofrecer una cantidad y variedad de objetos sin precedente a un número y variedad creciente de ciudadanos. No bastará con que esas cosas sólo sean usadas y desechadas prontamente; primero, deben poseer un valor metapecunario: deben ser percibidas, identificadas, nominadas como símbolos, fantasmagorías placenteras, sublimaciones del ego, distracciones que nos recompensan de un trabajo que por ser más libre se ha convertido en más desvalido, de una política que con ser más igualitaria no ha sido más solidaria, de una sociedad que con declararse más fraternal no ha provocado menos sentimiento de enajenación.

La ley Le Chapelier —el primer acto legislativo de la Revolución francesa— disuelve las corporaciones profesionales y artesanales y entrega a los trabajadores a la penumbra cenicienta de las fábricas de Dickens y de las cárceles de Balzac: será libre quien sobreviva en un mundo sin más ley que la voluntad individual, sin más límite que la ambición personal, sin más recompensa que la ganada en esta tierra y convertida enseguida en objeto vendible, comprable, atesorable pero también mirable y sobre todo admirable.

Las antiguas peregrinaciones religiosas a Santiago y a Canterbury se transforman en las peregrinaciones mercantiles a las ferias mundiales. Varias de ellas —en este siglo y el pasado— se celebran en París, convertida en capital del lujo, monopolizadora de la elegancia y la profusión de objetos que el mundo desea. Hoy más barata, cercana y democrática, esa opción la ofrecen Houston, Dallas y Miami o aun más modestamente Perisur. Pero entonces como ahora, para el comprador potencial que en todo caso siempre es espectador primero, la mercancía es diversión — entertainment, show business— y para el empresario, séalo de mercancía o de espectáculo, el espectador es su mercancía. (Trasladado brutalmente al terreno político, esta simbiosis de mercantilismo y espectáculo explica sobradamente la elección, en los Estados Unidos, de Ronald Regan.) La prensa moderna, nos dice Benjamin, aparece para organizar el valor de la mercancía, darla a conocer, informarnos qué cosas son deseables y, sobre todo, cuáles son nuevas, para ti, sólo para ti, cliente, elector, mi semejante, mi hermano.

En Las ilusiones perdidas y en La piel de zapa de Balzac, la prensa aparece como una nueva forma de conspiración: una conspiración alegre y sin peligro, la llama Benjamin. En nuestros días, el sociólogo norteamericano C. Wright Mills hablaría del producto final de esta conspiración sonriente de prensa y mercancía, y lo llamaría “el Robot Alegre”. Pero para el siglo XIX que nos describe Walter Benjamin, la novedad no provocaba un sentimiento de adormecimiento, sino de liberación. Aún lo produce, pero hoy somos robots que aceptamos alegremente nuestra cómoda esclavitud; para el ciudadano emancipado y en ascenso del siglo XIX, para Rastignac en París y para Pip en Londres, la transformación de la mercancía en diversión era un hecho revolucionario y liberador.

El París descrito por Benjamin se celebra a sí mismo con fotografías y, siempre, más y más mercancías. El barón Haussmann condena a muerte la vieja ciudad medieval y abre las grandes avenidas —la Avenida de la Ópera, los bulevares de las Capuchinas, de los Italianos, de Courcelles— que permitirán un tránsito más expedito para quienes compran cosas pero también para quienes las roban: Arsène Lupin, el caballero ladrón, escapará más fácilmente gracias a las anchas avenidas que comunican los centros del poder social y mercantil parisino.

En cambio, los revolucionarios potenciales ya no podrán levantar barricadas en los anchos espacios de los grandes bulevares. La ciudad de las revoluciones de 1789, 1830 y 1848 es demolida: adiós, Los miserables, adiós, La educación sentimental, adiós, la Historia de dos ciudades. Nunca más tejerá Mme. Defarge junto a las guillotinas, ni saldrá Jean Valjean a buscar a Marius entre las barricadas del Faubourg St. Antoine, ni contemplarán los ojos inocentes y tristes de Frederic Moreau la caída de los Borbones en medio del furor de julio.

La lucha de clases ya no tendrá lugar. La Europa burguesa, después de la explosión de 1848 —el ardiente fiel histórico del siglo XIX europeo, pero también su albergue español adonde cada cual lleva lo que ya tiene— cree llegado el momento de la paz perpetua. En cambio, Marx lee en las revoluciones del año 48 un proceso de diferenciación irreversible dentro de la unidad anti-aristocrática fraguada por la revolución de 1789 —que, a su vez, fue un resultado de la ruptura del convenio secular entre la realeza y el Estado llano: nunca hay política sin alianzas.

Los intereses dejan de coincidir. Las diferencias sociales se acentúan y —escribe Marx— la burguesía percibe “claramente que todas las armas que había forjado en su lucha contra el feudalismo voltearon sus puntas contra ella, que todos los dioses creados por ella la habían abandonado”. Sin embargo, ni Bismarck ni Francisco José ni Luis Napoleón ni la reina Victoria parecen muy asustados por este estado de cosas. El desplazamiento que asegurará la paz interna se llamará, por un lado, crítica que al igual que la revolución burguesa ha sido la más profunda y fuerte de todas las revoluciones —y la más duradera y liberadora también— porque para establecer su sistema ha tenido que criticarlo con libros, escuelas, sindicatos, partidos, parlamentos que son la salud del sistema porque atacan críticamente al sistema. El sistema del sistema es la crítica del sistema.

El otro desplazamiento es internacional y se llamará imperialismo. El proletariado nacional será menos explotado que el proletariado colonial. Las insurrecciones y las represiones ya no tendrán lugar en Europa, sino en Argelia, México e Indochina. Los dictadores del mundo colonial perpetúan esta gran ilusión: Porfirio Díaz es el más acabado ejemplo de la paz en las colonias, el orden y el progreso, el Paseo de la Reforma a cambio del Bulevar de las Capuchinas y el Puerto de Liverpool a cambio del Bon Marche.

Pueden encontrarse todos los paralelos que se quieran entre el segundo imperio francés y el porfiriato mexicano, su sucesor republicano y colonial en las Américas, pero ni los bulevares de Haussmann, construidos para proteger a la ciudad contra la violencia civil, impidieron la explosión de la Comuna de París; ni los saraos del Centenario y los penachos del ejército federal impidieron la explosión de 1910 en México, encumbros del imperio de Maximiliano y la República de Juárez.

Cuando París era la capital del siglo XIX, la golosina de los pasajes comerciales era muy dulce, las ferias mundiales sagradas, la prensa excitante y seductora. Y, sobre todo, la creciente clase media de Europa obtuvo por primera vez posesión de la mercancía misma a través del dinero, y posesión de la identidad propia a través de la fotografía. Voy a estudiar estos dos aspectos y los problemas que proponen a la literatura, en este orden.

Primero, las cosas, la historia de las cosas.

Luis Felipe, el monarca burgués, es el primer rey que posa en pantuflas. El cuadro que lo describe sentado junto a su chimenea, rodeado de su mujer e hijos, no sólo establece el ánimo democrático de la Monarquía de Julio. Es quizás el primer cuadro de un rey sin corona, sin armiño y sin cetro, aunque no desnudo. Sus posesiones son las de cualquier burgués acomodado: el rey vive como el banquero Nucingen o como el comerciante Birotteau en las novelas de Balzac. El rey tiene un interior: el interior hogareño se convierte en símbolo de la interioridad anímica. El rey ya no está en su palacio, sino en su casa. Trabaja en su palacio; vive en su casa. La Revolución francesa, en cierto modo, culmina en la célebre pintura de Luis Felipe: el trabajo y la vida han sido separados. Si el rey sale de su casa para ir al trabajo, ¿cómo no ha de hacerlo el obrero para ir a la fábrica, cómo no ha de hacerlo el antiguo peón de la tierra para abandonarla y pasar a la industria urbana? Vivir donde se trabaja —ese signo de la artesanía— traduce las ocupaciones bajas, inseguras, tradicionales o excéntricas: zapateros y enterradores, abarroteros y escritores, la bohemia en su mansarda y el herrero en su covacha. La revolución industrial es un traslado masivo del trabajo del hogar artesanal a la fábrica impersonal —en nombre de la libertad individual, se trueca una forma de colectivismo por otra.

El interior —real y simbólico— es el lugar donde tenemos nuestras cosas: nuestros valores. El arte del siglo XIX, indica Walter Benjamin, tiene lugar en interiores. La gente compra, colecciona, amasa, sofoca: es la época de los salones recargados hasta la saciedad delirante; entrar a ellos es como verse obligado a comer cien pasteles de vainilla con cerezas y crema chantilly.

La fotografía nos dejará orgullosas, enfisemáticas pruebas de este encierro lúgubre que es, en cierto modo, el escenario elegante de la tuberculosis, la sífilis y la melancolía mortal, las enfermedades rampantes del siglo XIX. La gente se viste como sus interiores: capas y más capas de cosas, corsés, corpiños, polisones, cachorones, gorros de dormir, chalecos, polainas, bastones, sombreros de copa, bombines, gorras acechavenados como las de Sherlock Holmes, sombreros de pluma como los de Sissi la emperatriz de Austria.

Estos interiores que en Francia se llaman tarabiscoteados, en Inglaterra y en Estados Unidos; jengibres, son la vitrina secreta de las cosas amasadas, atesoradas para ser mostradas a los demás en una especie de semi-virginidad entre afuera y adentro: las cosas, como las relaciones sexuales, pueden preferir la endogamia o la exogamia y son quizás las grandes familias de los robber barons, los barones ladrones, de los Estados Unidos quienes con mayor gusto exhiban exteriormente sus interiores: los Gould, los Carnegie, los Stanford, los Harriman y sobre todo los Vanderbilt, cuyos palacios sobre el Hudson y en la playa de Newport tienen recámaras chinas, persas, versallescas, florentinas, sevillanas: el mundo entero puede ser comprado, ya no hay tesoros escondidos que no puedan ser extraídos del centro de la tierra y exhibidos, mostrados, celebrados como en la cena de los Astor en Madison Square Garden de Nueva York, donde las 400 familias del capitalismo decimonónico norteamericano se hacen fotografiar mientras cenan, vestidos de frac y crinolinas, a caballo, servidos por mozos de librea que deben estirar el cuello y los brazos y evitar las coces y que también figuran como posesiones privilegiadas y mostrables. Río abajo, en Hyde Park, viven los millonarios modestos que hacen sus propias camas y obedecen las reglas del puritanismo fundador. Su nombre: Roosevelt. Su hijo: el millonario renegado que les va a quitar sus “cosas” a los Rockefeller y a los Vanderbilt.

La gigantesca redistribución de la riqueza y la nueva organización del trabajo prohijadas por la Revolución francesa y por la revolución industrial convierten el dinero y el trabajo en temas centrales de nominación, identificación y percepción en la novela del siglo XIX. Me limito al autor que con más delirante actividad bautizó a su tiempo: Dickens. En su obra abundan los nombres metálicos, cobre de Copperfield, níquel de Nickleby, plata de Silverstone, bronce de Sampson Brass; los nombres cortan como el pedernal de Jeremiah Flint y como la profesión del Dr. Slasher, el rebanador; la siderurgia se apropia del nombre de Tom Steele, la bolsa del de la señora Joe Pouch, y Mr. Price, el señor Precio, es un prisionero por deudas en la novela de Pickwick. Heep, el hipócrita, es cosa amasada y Scrooge, el avaro, da su nombre a su vicio en el diccionario de los neologismos creso industriales.

Balzac, lo sabemos, es el gran novelista del dinero. Sus héroes comparten con los de Stendhal, Dickens y Thackeray, la ausencia de pasado, la novedad histórica y la voluntad de ser. La descripción de objetos y de interiores adquiere gran relieve en todos estos autores; pensemos por un instante en algunas grandes escenas como el salón de la Sanseverina en La cartuja de Parma de Stendhal, la casa de los millonarios arribistas, los temibles Veneering, en El amigo mutuo de Dickens, el baile la víspera de Waterloo en La feria de las vanidades de Thackeray. Pero acaso sólo Balzac supo transformar radicalmente la posesión en símbolo, la cosa inerme en vida y en muerte, cumpliendo así el deseo secreto del poseedor: que la cosa que yo poseo sea tan mía que tenga, también, lo que yo poseo para perder y ganar: mi vida y mi muerte.

La piel de zapa, escrita en 1831 —es decir, al principio de la carrera de Balzac—, preside la vasta arquitectura novelesca de La Comedia humana porque contiene las dos vertientes de la obra balzaciana: la vertiente social de los estudios de costumbres (Papá Goriot, Las ilusiones perdidas, Eugenia Grandet, Los parientes pobres) y la vertiente fantástica de los estudios filosóficos (Louis Lambert, La búsqueda del absoluto, El elixir de larga vida). “El novelista de la energía y la voluntad”, como lo llamó Baudelaire, es también el novelista de un duelo con el terror, como definiría Roger Caillois a la literatura fantástica.

La energía que prodigan los personajes en ascenso de Balzac produce ciertos resultados deseables: expansión, ascenso social, ganancia financiera, estimación social, fama. Pero estos resultados van acompañados de otros nada deseables: desgaste, retroceso, envejecimiento, pérdida. La piel de zapa es el símbolo balzaciano de la cosa suprema, casi una cosa en sí, una posesión que aumenta nuestras posesiones a la vez que nos desposee de la vida y nos ofrece la cosa final, la posesión eterna: la muerte.

Para el protagonista de la novela, Rafael de Valentin, un joven de buena familia y de pésimos recursos, esta posesión-desposesión se inscribe en una percepción que es la del absurdo. Acaso el protagonista de La piel de zapa sea el primer héroe del absurdo moderno y no es fortuito que este absurdo tenga que ver con la posesión de las cosas. El viejo anticuario que, para deshacerse de ella, le ofrece la piel de onagro a Rafael, le advierte que su posesión puede asegurarle al dueño una vida breve, intensa y ardiente, o bien una vida larga, tranquila y sin pasiones. Pero para tener la vida larga, la condición es no usar la piel; es decir, no gozar de la propiedad. En cambio, la vida breve será el resultado del uso de lo que se posee: la piel de zapa.

Rafael de Valentin tiene plena conciencia de que la afirmación de su ser (y de su propiedad) le aproxima velozmente a la muerte. Pero descubre también que hay dos formas de la muerte. Nos creemos libres, dice Rafael; en realidad sólo escogemos entre la destrucción y la inercia.

El protagonista es autor —eterno, inconcluso autor— de una teoría de la voluntad: es el autor, vale decir, de un libro sobre el tema de la novela dentro de la novela. Es el hijo burgués, decimonónico y post-revolucionario de Cervantes, de Sterne, y de Diderot, tres fundadores radicales de la narrativa moderna que se apresuran a demostrarnos que toda novela se contiene a sí misma no sólo como texto explícito sino como reflexión crítica sobre ese mismo texto. Este matrimonio de la forma y su reflexión adversaria que es lo propio de las novelas cómicas de Don Quijote, Tristram Shandy y Jacques el fatalista, asume en La piel de zapa el ropaje lúgubre de una parca paseándose en medio de un baile lujoso.

El baile de La piel de zapa es, a un tiempo, el de la muerte y el de la vida —pero la vida es carnaval explícito, pasión que la consume y la aproxima a la pérdida de sí. “Muero porque no muero”: lo contrario también es cierto, vivo porque no vivo, y en el corazón de esta simbiosis inevitable Balzac coloca el tema de la posesión de las cosas y de la pérdida de esa posesión como un mito, el de Tántalo, condenado a jamás gustar verdaderamente de los frutos y el agua que tiene, casi, al alcance de sus labios: v. Quevedo —“delgada sombra, denigrada y fría, ves de tu misma sed martirizarte”— y como una actividad: el juego, la apuesta brutal sobre vida y muerte, la ruleta que quita o da lo que poseemos. Y lo que poseemos, en el mundo de Balzac, en la capital del siglo XIX, es lo que somos.

Novela del siglo XIX y sus posesiones, La piel de zapa lo es también por su construcción lírica. Como una gran ópera, la narración de Balzac tiene un primer acto en un casino, donde las cosas se ganan y se pierden física, monetariamente; un segundo acto con el anticuario que salva de la ruina a Rafael ofreciéndole el talismán: la piel de zapa que se reduce con cada deseo cumplido por ella en beneficio de su poseedor; y un acto final en la orgía prolongada de la propiedad y la muerte, en la que Rafael lo adquiere todo y lo pierde todo a través de su talismán.

Balzac logra una extraordinaria tensión entre el elemento temporal y el elemento espacial de su novela. Esto es necesario en dos sentidos. En tanto novela mítica, La piel de zapa requiere un tiempo, pero en tanto novela simbólica, requiere un espacio determinado.

El espacio simbólico de La piel de zapa es la piel de zapa. El objeto duro y feo que el anticuario entrega a Rafael se convierte en un objeto suave y dúctil, como un guante, apenas lo toca su nuevo propietario. Pero cuando Rafael, horrorizado ante las propiedades de su riqueza suprema, quiere destruirla, el talismán revierte a su dureza inquebrantable. A medida que se cumplen los deseos de Rafael, el espacio de la piel se reduce; pero también se reduce el tiempo de Rafael: la voluntad del héroe es anulada por el cumplimiento de sus deseos.

“Jamás —dice su criado, Jonathan— jamás le digo, ¿desea Usted?, ¿quiere Usted?… Estas palabras están prohibidas en la conversación. Una vez, se me escapó una. ‘¿Quiere matarme?’, me dijo mi amo, encolerizado.”

Pocos instantes de terror y absurdo interdependientes se asemejan al momento baladí y estremecedor de esta novela de Balzac, en el que un camarero le dice al protagonista: “¿Quiere Usted más espárragos?”

La manifestación de la voluntad, en este caso, es no sólo absurda: es mortal.

En esta novela desesperada, el tiempo y el espacio, el mito y el símbolo, la posesión y la desposesión, la vida y la muerte se reúnen finalmente en la pasión erótica. Ésta es tanto más poderosa cuanto es más escondida. Al contrario de la avalancha de cosas, de objetos, de posesiones que significativamente decoran los teatros, las salas de juego, las tiendas de antigüedades, los bailes, los salones y los hoteles de este París del primer año de la Monarquía de Julio, la presencia y el uso erótico en La piel de zapa se esconden, no se muestran; apenas dicen una o dos palabras. Pero esas palabras poseen un secreto tal —el de su único lugar de encuentro de todo lo que, en el resto del libro, al tocarse huye de nuestras manos como los banquetes fugitivos de Tántalo— que nos estremecen más que si ocurriesen en un bulevar, fuesen mostradas en una galería comercial o, finalmente, terminasen fotografiadas por los señores Nadar y Daguerre y sus descendientes, prontos a apropiarse, cámara en mano, de todas las imágenes visibles de la modernidad.

Pero el sexo en Balzac es casi invisible. Quizás por esto el siempre equivocado (y por eso consagrado, ya que sus errores revelan las virtudes de lo que critica) Sainte-Beuve llamó a La piel de zapa “Libro pútrido, apestoso”. Porque aquí la poesía carnal es vista a través de dos mujeres. La cortesana Fedora es una mujer cínica pero triste porque posee “una memoria cruel” y esa mujer que se entrega a todos no se entrega a Rafael de Valentin: el héroe agónico de La piel de zapa lo deseará todo, salvo la entrega erótica de Fedora. Es decir: nunca le pedirá esto a su talismán. A Fedora quiere tenerla sin la piel de zapa. Esto es imposible: Fedora sólo es obtenible artificial, mágicamente. La posesión de Rafael se reduce a una soberbia escena de voyeurismo: Fedora se desviste lentamente y Rafael la espía a través de los velos de gasa de su recámara.

La ópera es cuestión, finalmente, de telones. El erotismo con Fedora sólo es concebible con una cortina, un velo, de por medio. Nos lo dice el propio Rafael desde antes de conocerla, con palabras que suenan a pronóstico borgiano: “Yo me creé una mujer, la diseñé en mi pensamiento, la soñé”.

Como en Las ruinas circulares de Borges, el objeto del deseo es otro deseo: el hijo del soñador no sabe que es soñado por su padre y el terror del padre es que el fantasma descubra “no ser un hombre, sino la proyección del sueño de otro hombre”. El humillante vértigo de esta situación es salvado cuando el padre descubre que él, también, es soñado: es decir, que él también es deseado.

Balzac no trasciende la creación de Fedora por el deseo de Rafael con la nitidez mítica empleada por Borges; prefiere apelar a la sustitución del objeto sexual por el fetiche.

Rafael de Valentin elimina el cuerpo de Fedora al obtener el objeto que podría comprarla; en vez, la piel de zapa sustituye el cuerpo de Fedora y se convierte, en las palabras de Freud, en “la prueba del triunfo sobre la amenaza de la castración y una salvaguarda contra ella”; posee, asimismo, la cualidad fetichista de ser ignorada y en consecuencia permitida: nadie le prohíbe a Rafael tener su piel de zapa porque la significación del talismán es desconocida. Nadie le prohíbe, en otras palabras, ser dueño de su propia muerte.

Fedora significa castradora: tal es su fama, su renombre. Rafael la desea pero teme la mutilación: la piel de zapa es el fetiche que sustituye a Fedora. Sólo que esa sustitución no es la de un objeto sexual por otro, sino la del sexo por la muerte. El desplazamiento del erotismo a la mortalidad abre la brecha de una identificación que Rafael sabe pasajera: ¿puede conocer el amor a pesar de Fedora y a pesar de la piel de zapa?

La sorpresa erótica de La piel de zapa es que la plenitud sexual le es reservada a la heroína pura y virginal, Paulina. Paulina, como Lillian Gish o Blanca Estela Pavón, adora de lejos a su novio y no se atreve a declararle su amor, le plancha en secreto sus camisas y deja de comer un pedazo de pan para compartirlo con él. Esta figura del clásico melodrama populista es convertida por el genio de Balzac en la más estremecida figura sensual de sus novelas: convertida en heredera millonaria, Paulina, que sufrió la pobreza con Rafael, compartirá con él, en la riqueza, la pasión y la muerte al fin identificadas. Su primer orgasmo en brazos de Rafael merece, acaso como ningún otro en la historia de la novela, el nombre francés de “la pequeña muerte”: anuncio de la gran muerte de este héroe que no puede escapar a la muerte aunque escoja la vida. Porque al entregarle un placer total, Paulina se convierte en el deseo total de Rafael y desear totalmente, para él, es morir totalmente.

Paulina la dulce, y no Fedora la cruel, mata a Rafael porque no le permite vivir sin desearla —no le permite, más bien dicho, morir sin desearla. El coito final entre los dos amantes es a la vez una lucha con la pequeña y con la gran muerte; Rafael se arroja sobre Paulina desnuda con “la ligereza de un ave de presa” y busca palabras para “expresar el deseo” que devora “todas sus fuerzas”; pero de su pecho, ahora, sólo salen “sonidos estrangulados”.

Incapaz de palabras, Rafael muerde el seno de Paulina y la novela culmina cuando el criado, Jonathan, acude a los gritos de Paulina e intenta separarla del cadáver que la posee en un rincón de la recámara.

Una vez, al principio de su jubilosa carrera, Balzac dijo sobre sí mismo: “Sería curioso que el autor de La piel de zapa muriese joven”. A mí esta novela me conmueve también porque preside la obra y la vida de su autor. Es decir: preside su tiempo. Balzac murió a los 50 años de edad, pocos meses después de su siempre aplazado matrimonio con la condesa Hanska, aunque sus palabras finales consistieron, primero, en llamar al ficticio doctor Horace Bianchon, el médico de cabecera en varias novelas de La Comedia humana — nominación— y enseguida —identificación— exclamar: “¡Dios mío, 500 mil tazas de café me han matado!”

La percepción real de esta individualidad, la de Honorato de Balzac, inmersa en un mundo donde los objetos aparentan dar la vida y en realidad reservan la muerte, es inseparable de la novela donde Balzac eleva la cosa al nivel simbólico, convierte el objeto puro en sujeto impuro y vence a la muerte con la literatura. Porque sólo una cosa es cierta en el combate, ya no entre Rafael de Valentin y la piel de onagro que lo derrota, sino entre ésta y la novela de Balzac: la piel se encoge, pero al mismo tiempo la novela —la escritura— se amplifica.

En una carta a la duquesa de Aforantes, quejosa de que Balzac no la visitase con más frecuencia en su casa de campo, el novelista le dice: “No pienses mal de mí: trabajo de día y de noche. Y sorpréndete de una sola cosa: aún no he muerto”.

Balzac ha nombrado, en La piel de zapa, a una cosa que es la muerte: el talismán de la piel de onagro; ha percibido que la posesión ofrece vida y otorga muerte; pero no ha sabido identificar estas realidades literales y simbólicas sino en la medida en que ha sido capaz de identificar su novela, La piel de zapa, como un texto, como una estructura verbal que contiene y da permanencia a cuanto se rehúsa a tenerlos: la fugacidad de la vida como posesión de las cosas.

Ahora, permítanme terminar esta primera conferencia, que muy conscientemente he querido radicar en la historia de las cosas para progresar desde ese extremo al otro, el de la historia de las palabras y de las personas que las dicen que, en efecto, para el ciudadano emancipado y en ascenso del siglo XIX, la transformación de la mercancía en diversión era un hecho revolucionario, liberador y, Helas!, pasajero: Madame Bovary cierra el drama del optimismo mercantil: es una mujer que necesita tener más y más para sentir que es más y más.

Imaginemos, sin embargo, a Emma Bovary provista de una tarjeta de crédito de la American Express. Su apetito por las cosas no hubiese sido menor que en la Francia provinciana del siglo pasado, sus deudas tampoco, pero acaso su destino hubiese sido distinto. Pero la literatura se adelanta siempre a la historia para decirnos que lo que parece un destino diferente es sólo un destino aplazado. Una buena mañana, armado de valor, el doctor Charles Bovary (Chabovary, como le decían sus condiscípulos) le retira a su mujer la tarjeta de crédito. Es decir: la devuelve al siglo XIX, la entrega en manos de los prestamistas sin escrúpulos y el destino literario, a pesar de todo, se cumple.

Drama universal y permanente, el de la heroína de Flaubert es el de una falsa percepción que conduce a un divorcio de la identidad entre las palabras y las cosas: la analogía, faro y fardo de la aventura quijotesca, se disipa cada vez más en el mundo de la diferenciación infinita del siglo XIX y Emma Bovary es su víctima: Emma Bovary muere porque no puede colmar la distancia entre la percepción sicológica determinada por las palabras románticas que ha leído y la percepción sociológica de los silencios tediosos impuestos a una espera de médico de provincia.

El precio para colmar esa distancia se llama cosas, objetos, mercancías para atiborrar al mundo con lo nuestro. Pero el mundo, misteriosamente, devora nuestras cosas y vuelve a presentarse, cada vez, como un vacío. Entonces tenemos que atiborrarnos de algo que nadie puede quitarnos: la mercancía invisible, la muerte, provocada por la mercancía indigerible y por ello entrañable: el veneno.

Pero no todos los propietarios son, como Madame Bovary, una heroína, también nombre de droga, endrogados, como esta Quijotita con faldas, por la certidumbre de que lo que leen es la realidad literal. NO; generalmente, un propietario del siglo XIX, cuando se da cuenta de que una cosa ha desaparecido de su lugar, ya no está y quizás ya no es, llama a un detective para que la encuentre y la restituya a su propietario y a su lugar. Así nace la literatura policial en el siglo XIX, y por eso nos ocuparemos en la siguiente ocasión de Edgar Allan Poe. Pues, naturalmente, tener tantas cosas es también tener miedo de perderlas.

Las cosas se ofrecen al consumo que es la suerte final de la posesión, y el uruguayo Lautréamont nos dice, que “los almacenes de la Rue Vivienne exhiben sus riquezas ante la mirada maravillada”. Ésta es la misma galería de la Rue Vivienne que el argentino Cortázar empleará, como lo recordé, en Todos los fuegos el fuego: extraño puente entre el río Sena y el Río de la Plata por el que transitan las figuras de la imaginación no novelesca, portadoras, a la vez, de la realidad material descrita y de la realidad imaginaria deseada. Todo gran artista, al cabo, no sólo describe la realidad, sino que la funda.

Balzac fue el fundador de una realidad sorprendida en el acto de crearse a sí misma. Él la dotó de energía, vitalidad, exuberancia, sí, pero también de esa sabiduría que nos sabe descendientes de la muerte a fin de asegurar la continuidad de la vida.

Trinity College, Dublín, Irlanda

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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