lunes, 10 de mayo de 2021

13 de abril de 2000 William Faulkner: la novela como tragedia. CARLOS FUENTES. A VIVA VOZ.

 



13 de abril de 2000

William Faulkner: la novela como tragedia

Señoras y señores:

Es posible distinguir dos grandes fundaciones en la historia de la América anglosajona. Primero la de las trece colonias británicas establecidas en 1621 por los puritanos en Massachusetts y en seguida la República Federal Democrática inaugurada en Filadelfia en 1776, por los padres fundadores, Washington, Jefferson, Franklin.

La América anglosajona es ante todo una página en blanco. La escriben el idilio y la utopía. Norteamérica es idílica mirando el pasado y utópica mirando al futuro. Ambas miradas se expresan como el sueño americano, the American dream, y como el estilo de vida americano, the American way of life.

La cara idílica presenta un rostro optimista, benigno, sonriente, panglossiano: vivimos en el mejor de los mundos posibles. Es el rostro de Pollyanna, la niña feliz, creación literaria de Eleanor Porter a fines del siglo XIX. Hoy olvidada por los lectores. Pollyanna persiste en imágenes de quienes la encarnaron en el cine — Mary Pickford, Hayley Mills— pero su capacidad de ser feliz jamás desaparece del espíritu norteamericano.

Pollyanna es la optimista integral. Nada la derrota. Nada borra su sonrisa o alborota sus dorados rizos. Es el origen de mil imágenes hollywoodenses: pueblos de cercas blancas, pastos manicurados y novios adolescentes sorbiendo popotes en la fuente de sodas local.

Pollyanna pervive como sinónimo de optimismo, alegría, traje color de rosa. Y la civilización que rodea a Pollyanna es benigna —es familiar— y es progresista.

De allí sólo falta un paso para que a la dorada cabecita de la niña feliz la nimbe un halo de fe en el progreso. ¿Y dónde radica el progreso, de dónde emana esa luz? Naturalmente, de la nación pragmática y utilitaria, sin lastres anacrónicos.

El nuevo mundo de los Estados Unidos de América, opuesto al viejo mundo europeo aislado, enajenado, ruinoso y corrupto. Ya ven ustedes que cuando habla con desprecio de “la vieja Europa”, el secretario Donald Rumsfeld no dice nada nuevo.

El sueño y el estilo de vida norteamericano se proponen, a partir de estas premisas, como cima de la condición humana perfecta, acelerada y proyectada en pantalla gigante.

¿Cómo es posible que el resto de la humanidad no renuncie a su cultura propia a fin de asimilarse, cuanto antes, al proyecto norteamericano?

Claro, hay muchas razones para responder a esta, sin duda, generosa invitación. La principal es que la unidad del mundo está hecha de la diversidad de sus culturas, del respeto debido a cada una de ellas y de la interacción fecunda entre civilizaciones.

Pero si tuviese que escoger un motivo principal para poner en tela de juicio la propuesta de superioridad norteamericana, sería el hecho de que la manzana del Edén-USA contiene un gusano: el gusano del maniqueísmo, es decir, la voluntad de ver el mundo en términos tajantes de buenos y malos, de tintes blancos y negros absolutos, sin grisuras, matices o términos medios.

La tradición maniquea de Norteamérica proviene del puritanismo de la era colonial y lo expresa a la perfección el pastor puritano Cotton Mather, quien nos informa en 1702 que los protestantes americanos (lo cito) “somos agentes de Dios, enviados de la Providencia para formar hogares para los escogidos y aniquilar a los miserables salvajes (los indios) enviados al nuevo mundo nada menos que por el Diablo”.

Contra este maniqueísmo intolerante se levanta el ideal ilustrado de la Revolución de Independencia del año 1776, hecha por hombres formados en la filosofía del Siglo de las Luces: Benjamin Franklin, Thomas Jefferson, el ciudadano Tom Paine…

En Filadelfia, ellos consagran los principios de la igualdad, la democracia, la división de poderes, el Estado de derecho, los derechos humanos. Pero añaden dos elementos que quiero destacar:

Uno es el de la inevitabilidad del progreso.

Otro es el del derecho a la felicidad.

Se podría pensar que estos dos principios —progreso y felicidad— estarían hechos a la medida de una Pollyanna narrativa. Lejos de ello, los grandes novelistas norteamericanos han sido plumas más afiladas que un puñal para rasgar el telón de la felicidad y el progreso, ofreciendo, de Hawthorne a Melville a Dos Passos a Dashiell Hammett y James Baldwin, el panorama crítico de la incertidumbre, la impotencia, la quiebra de los valores de fundación y su contingencia dramática debido a hondas fisuras morales, sicológicas, sociales, políticas, raciales…

No ha habido, en verdad, críticos más críticos de los Estados Unidos de América que sus propios novelistas.

Ninguna crítica exterior se aproxima a la rabia, la incisión, la desesperanza, el acíbar que sus novelistas le han servido a los Estados Unidos. Esto, sobra decirlo, redunda en honor de esa gran nación, tan dañada por las aventuras de una soberbia imperial que la perjudica a ella tanto o más que a sus víctimas, pero salvada una y otra vez por la poderosa raíz democrática que, una y otra vez también, le devuelve la razón perdida a la ciudadanía norteamericana.

Ojalá tenga yo, una vez más, razón ante la sinrazón actual.

Nathaniel Hawthorne se queja de que Norteamérica sea un país “sin sombra, sin antigüedad, sin misterio” y en La letra escarlata procede a llenar esa ausencia con las tinieblas de una regresión a la crueldad, al mal, al dolor infligido por unos seres humanos a otros.

Ante el oscuro mal de Hawthorne, Edgar Allan Poe le recomienda: “Hawthorne, cómprate una botella de tinta visible”. Pero el propio Poe sólo encuentra su espíritu en un descenso al vórtice de lo irracional y primigenio que es su alma, su corazón delator. Dice Kafka que Poe escribió cuentos de terror para sentirse a gusto en el mundo. Con razón fue Edgar Allan Poe el autor favorito de José Stalin —maneras eficaces de enterrar en vida a los enemigos— y con razón pudo Henry James descubrir en Poe —con otra vuelta de tuerca— que la inocencia puede ser malvada.

Herman Melville, en la loca cacería de la ballena blanca por el capitán Ahab, revela el desastre al que puede conducir “el orgullo fatal” de un hombre y un país que se despiden de la inocencia, sólo para regresar una y otra vez a ella. Ahab se bautiza a sí mismo, no en nombre del Padre, sed in nomine diabolis: en nombre del Diablo.

Si Hawthorne descubre el mal norteamericano en la cacería de brujas de la Nueva Inglaterra —eterno antecedente del macartismo y las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib—, Poe lo descubre en sí mismo —el corazón delator— y James, genialmente, en el misterio del medio día, pues mientras más aclara la conciencia de sus personajes, más ahonda el misterio de los mismos.

Los escritores naturalistas —Howells, Norris, Dreiser, Upton Sinclair— narran el ascenso de los robber barons, los grandes capitalistas explotadores —los “pulpos” financieros— y la invisibilidad de la gente menuda, con una aplastante precisión que será redimida de la mera intención crítica por tres autores del siglo XX.

Scott Fitzgerald cuenta el cuento de hadas de la burbuja de prosperidad de los años veinte —la era del jazz— para terminar en la venta del alma por un puñado de dólares: el Gran Gatsby debe perderlo todo, hasta el nombre y la biografía, para representar el papel asignado por el Sueño Americano.

Y John Dos Passos pinta el mural absoluto de los USA de Manhattan a Los Ángeles como una manifestación de la energía de la desesperación. Se trata, dijo Sartre de los personajes de Dos Passos, de destinos acabados. Sólo una salvación vislumbran: desplazarse, cambiar de lugar, irse a California.

Qué es —California— a donde se mueven los miserables migrantes de Las uvas de la ira de John Steinbeck, en medio de privaciones e injusticias que persiguen a la familia Joad como furias griegas. “Algo sucede —escribe Steinbeck en Las uvas…—, fui a mirar y la casa está vacía. La tierra está vacía. Todo el país está vacío. No puedo quedarme aquí. Tengo que marcharme a donde se va la gente”.

¿Y a dónde se va la gente? A California. A El Dorado. ¿Y qué encuentra en California la gente? La maravillosa aldea Potemkin de Hollywood, una pura fachada, cinco minutos de gloria y luego el crack-up, el desfonde, el desbarate, el desmadre, de Fitzgerald. La fama y la gloria se disipan en los callejones sombríos de la novela policial norteamericana casi toda ella ubicada en Los Ángeles y San Francisco —James Cain y El cartero siempre llama dos veces, Dashiell Hammett y El halcón maltés, Raymond Chandler y su ojo privado Marlowe, para mirar por las cerraduras la corrupción moral, política y sexual de California—, the slide area, la zona donde el continente se desliza, hasta perderse, en el mar y no tiene ya fronteras continentales qué conquistar: del Atlántico al Pacífico. Debe salir a imponer su voluntad en otra parte —para bien y para mal.

Grandes y humildes poetas de la ciudad y de la noche, las novelas negras nos recuerdan todo lo no escrito: la novela de la negritud humillada, Richard Wright y James Baldwin y, más tarde, Ralph Ellison —El hombre invisible— y Toni Morrison —Tar baby.

Pero será William Faulkner quien eleve todo el drama —y el melodrama— nacional de los Estados Unidos al nivel de la tragedia.

Porque, la gran literatura crítica norteamericana se ancla casi siempre en la modalidad dramática —la comedia humana— o aún melodramática —la comedia sin humor— pero rara vez alcanza el nivel de la tragedia.

No puede hacerlo porque, siendo la nación moderna por excelencia, los Estados Unidos son portadores de la doble vertiente de la modernidad. En primer lugar, la promesa de la salvación espiritual en el futuro propia del cristianismo y en segundo lugar, la promesa de progreso material ascendente propia de la revolución mercantil e industrial.

Es claro que estas dos vocaciones excluyen radicalmente la idea trágica que en la Antigüedad clásica se manifestó como forma moral y estética ante una realidad histórica que no contribuía a tener fe ciega ni en la felicidad ni en el progreso.

El mito de Prometeo ilustra a la perfección la condición trágica. Prometeo roba el fuego divino para llevar la verdad a los hombres. Es castigado y condenado a vivir para siempre en cadenas, su hígado picoteado por un buitre. La pregunta trágica es: ¿habría sido Prometeo más libre si no hubiera usado su libertad? ¿Es libre porque la usa sólo para perderla?

En la tragedia, ambas partes tienen razón. Antígona posee la razón de la familia, Creonte, la razón de la ciudad. Protagonizan un conflicto de valores que la catarsis trágica resuelve en un valor compartido: el de la polis, la ciudad, la comunidad.

La catarsis asume colectivamente la falibilidad personal como conflicto de valores, no como enfrentamiento de virtudes. Una virtud niega a su opuesta. Un valor reafirma a su contrario. Antígona mantiene el valor de la familia. Creonte, el valor de la ciudad. Ambos se funden en el espíritu individual y en la comunidad colectiva.

De esta manera, la Antigüedad avanza en la medida en que asume el o los pasados: su futuridad hace presente su preteridad. La tragedia es una exigencia de no sacrificar ninguno de los tiempos de la historia, a fin de hacerlos presente: hay que tener un pasado vivo, a fin de tener un futuro viable.

La modernidad, por el contrario, tiende a suprimir el pasado en nombre del porvenir. La tragedia no cabe en semejante proyecto. Para Hegel, la tragedia se funde y desaparece en el proceso dialéctico de la historia. Saint Simon, Marx, Spencer, Comte, Bastiat: los escuadrones de la fe en el progreso inevitable dominan el pensamiento del siglo XIX. La libertad se afirma suprimiendo la tragedia.

Nietzsche es quien se atreve a decir que la dialéctica también puede ser trágica porque la libertad nunca se realiza plenamente en la historia. El ser humano jamás se integra plenamente a la razón. “La felicidad y la historia rara vez coinciden.”

Al derecho a la felicidad inscrito en la Constitución norteamericana y otros documentos políticos “felices”, Nietzsche les responde diciendo que no puede haber ni verdad ni felicidad mínimas si no le reservamos un espacio a la posibilidad del fracaso.

Nietzsche nos ofrece una concepción de la libertad como conciencia de que la libertad es trágica porque nuestra contingencia humana jamás nos autoriza a ser plenamente libres, aunque sí nos permite identificar la libertad inalcanzable con la lucha misma para alcanzarla.

Lo dice admirablemente Kafka: “No espero la victoria. La lucha misma no es alegre, salvo en la medida en que es lo único que se puede hacer… Acaso acabaré por sucumbir, no a la lucha, sino a la alegría de la lucha”.

Encuentro un eco cierto de estas palabras en el credo de William Faulkner: “Escribo a partir de la oda, la alegría, el epitafio nacidos de una reserva amarga e implacable que se niega a la derrota”.

Y sin embargo, aunque se niegue a la derrota, Faulkner la asume en nombre de la humanidad a partir de un tiempo y un espacio que son los suyos: el sur de los Estados Unidos de América y el mítico condado de Yoknapatawpha. Como en los casos de la Comala de Rulfo y el Macondo de García Márquez, a mayor intensidad local corresponde mayor significado universal.

Pero el movimiento es en doble sentido. A medida que intensifica su referencia local, Faulkner vigoriza su significado universal, y viceversa.

Los espacios y los tiempos inmediatos de Faulkner son los del sur de los Estados Unidos. Ésta es la tierra: una “desolación profunda y pacífica, sin cultivar, hundiéndose poco a poco en las barrancas rojas y estranguladas, bajo las lluvias largas y calladas del otoño y las furias galopantes del equinoccio”.

El condado de Yoknapatawpha, 2 400 millas cuadradas. 15 611 habitantes (blancos: 6 298; negros: 9 313). Propietario único: William Faulkner. Límites: al norte, las colinas ondulantes de Mississippi; al sur, las negras tierras de aluvión. Los caminos polvosos del “verano largo y ardiente”. Las carretas tiradas por mulas. Los pantanos sombríos. El río “amarillo y dormilón”. La verde tristeza de los bosques. Las viejas plantaciones arruinadas. Las chozas de tablas que habitan los negros. El pueblo nuevo de Jefferson, chato, vulgar, brillantón. Un país duro para el hombre, dice Anse en Mientras agonizo: “Ocho millas regadas con el sudor del cuerpo que lava la tierra del Señor, como el Señor nos indicó que lo hiciéramos”.

Vieja tierra vendida por el cacique indio Ikkenotube a los franceses, a los españoles, finalmente a los anglosajones “rugientes, con su evangelio protestante y su whisky hervido, que cambian la faz de la tierra, que derrumban un árbol que creció durante 200 años a fin de capturar un oso o extraer una taza de miel”. El indio creyó que vendía, el europeo que compraba: en realidad, dice Faulkner, “Dios no le dio la Tierra a los hombres para que se adueñaran de ella, sino para mantenerla solidaria e intacta en la comunidad anónima de los hermanos y Dios sólo pidió a los hombres compasión, humildad, sufrimiento y resistencia y el sudor de su frente”.

Tierra violada por la apropiación, por el trabajo “cuya esencia primaria es reducida a esta crudeza absoluta que sólo una bestia puede y quiere soportar”. Tierra de amos y esclavos que clamaba y exigía su propia violación, su propia derrota, para después contarla y así salvarla. “Quiero que todo esto sea narrado —piensa la anciana Rosa Coldfield en ¡Absalón, Absalón!— para que la gente que nunca te verá y cuyos nombres nunca escucharás y que nunca han escuchado tu nombre lo lean y sepan por fin por qué Dios nos permitió perder la guerra: que sólo a través de la sangre de nuestros hombres y las lágrimas de nuestras mujeres pudo Dios dominar nuestro demonio y borrar su nombre y su linaje de la tierra.”

Tierra que “no envejece… porque no olvida”.

Éstos son los hombres. Campesinos de “manos duras y arruinadas y ojos que ya revelaban ese legado de ensimismamiento junto a surcos sin fin, detrás de los lentos traseros de las mulas”. Negros que heredan “la larga crónica de un pueblo que había aprendido la humildad gracias al sufrimiento y al orgullo, gracias a la resistencia, y que sobrevivió al sufrimiento”. Los fundadores: los Sartoris, los Sutpen, los Coldfield, los Compson, amos de la sociedad feudal destruida por la Guerra de Secesión. Los usurpadores: los Snopes, los invasores mercantilistas del norte. Y frente a los actores del drama visible, los depositarios secretos del sueño, de la crónica, de la locura que se atreve a recordar: las mujeres, los viejos, los niños, los locos.

Faulkner nos propone un doble escenario para amplificar las voces trágicas de sus novelas. Para per-sonar —enmascarar para revelar— a sus personajes.

El tiempo.

Y el lenguaje.

Ambos, hay que subrayarlo, se inscriben en la gran revolución cultural de la primera mitad del siglo XX. Concurren en ella múltiples manifestaciones que cambian para siempre nuestra concepción del tiempo y del espacio.

Ésta es una vasta constelación de estrellas conectadas por la luz que cada uno arroja sobre las demás.

La noción newtoniana del tiempo en flujo perpetuo y autosuficiente es puesta de cabeza por Einstein y su definición del espacio-tiempo continuo pero relativo y reversible que Heisenberg puntualiza en términos de lenguaje: el tiempo y el espacio son elementos del lenguaje empleado por un observador para describir su entorno. La presencia del observador introduce la indeterminación en la realidad: hay tantas realidades como puntos de vista. Un sistema ideal y cerrado ya no es posible.

Así como no es posible para el cubismo pictórico, que reclama el privilegio de la visión múltiple en espacios formales circunscritos o el montaje cinematográfico en Griffith y Eisenstein aspiran a darnos la simultaneidad de los eventos narrados: los escalones de Odessa del Acorazado Potemkin, las eras históricas de Intolerancia.

De la misma manera, Pound escribe poemas que deben ser aprehendidos en un instante y ya no en una secuencia temporal, y en la música, Pousseur propone una composición musical ya no sucesiva sino instantánea que coloque al auditor en el centro de una red de asociaciones y referencias que la permitan componer su propia pieza.

De la física al cine a la poesía y a la música, se trata de una verdadera rebelión contra la famosa clasificación hecha por Lessing en el Laocoonte de 1766. Hay artes del espacio —pintura, escultura— que son aprehensibles en tiempo inmediato. Hay artes del tiempo —música, literatura— que sólo son aprehensibles en sucesión.

La abolición de estas barreras asociada a los intentos paralelos en las ciencias, es la imposible aspiración de la novela de la vanguardia de los 40 primeros años del siglo XX.

Hacer lo imposible. Convertir la sucesión lineal de la prosa narrativa en aspiración a la simultaneidad de espacios y la instantaneidad de tiempos. La nómina de la revolución es impresionante, pues incluye a James Joyce, Marcel Proust, Dorothy Richardson, Hermann Broch, Aldous Huxley, John Dos Passos, William Faulkner y Virginia Woolf.

La autora de Orlando lo dice explícitamente: “Quiero sincronizar los sesenta o setenta tiempos diferentes que laten simultáneamente en todo sistema humano normal”.

Pero es Faulkner quien le da a esta revolución narrativa su fórmula más precisa en El ruido y la furia: “Todo es presente, ¿entiendes? Ayer no terminará hasta mañana y mañana empezó hace 10 mil años”.

La literatura latinoamericana, que desde las crónicas de Indias y sus fabulosos bestiarios, navega en los mares de lo real maravilloso (Carpentier) o el realismo mágico (García Márquez) pertenece por derecho propio a esta conquista y la anticipa en las islas fabulosas de Fernández de Oviedo y en las ciudades inimaginables de Bernal Díaz del Castillo. No nos cuesta admitir lo moderno: lo anticipamos.

Para Faulkner, en cambio, revolucionar el tiempo lineal y la estabilidad espacial es un acto revolucionario porque pone en entredicho el tiempo del progreso, que es sucesivo y ascendente y el espacio material, que es mensurable y apropiable.

En Faulkner, el tiempo es simultáneo y los espacios superpuestos.

En ¡Absalón, Absalón!, en El ruido y la furia, no existen calendarios de enero a diciembre o anuarios de 1860 a 1910. Las novelas de Faulkner son narradas por una memoria incluyente, instantánea, fulgurante, oscura como un subterráneo, olvidada como un desván, resucitada sólo gracias a un lenguaje bien llamado barroco, toda vez que el barroco, en la brillante intuición de Carpentier, es el lenguaje de quienes no poseen nada y buscan desesperadamente apropiarse de todo, el lenguaje de quienes no son dueños de la verdad y la buscan con afán…

Dixie Gongorist, gongorista sureño, fue llamado, despectivamente, Faulkner al inicio de su carrera. Ser comparado con uno de los grandes poetas de la humanidad es, más bien, un elogio. Lo cierto es que el gongorismo de Faulkner, su barroquismo verbal, es la única manera que este preciso artista, William Faulkner, tiene de acercarse a una realidad deforme como la propia perla que da su nombre al barroco.

Memoria y lenguaje.

El hombre recuerda que está en la naturaleza.

Sabe que utilizar a la naturaleza es violarla.

Sabe que mantenerla intacta es corromperla también: sólo Dios puede contemplarla irresponsablemente.

El hombre, por acción u omisión, introduce el mal en el orden natural.

No hay escena más terrible como respuesta a la naturaleza, que el acto del brutal Popeye en Santuario cuando escupe en el manantial que nutre el verdor del bosque.

Pero así como introduce el pecado en la naturaleza, el hombre, que no es Dios, puede redimir y amar a la naturaleza.

Es una ardua responsabilidad, porque todo conspira para que la corrupción y el mal se extiendan por la tierra, la tierra dividida de Yoknapatawpha, la tierra vencida del sur.

División y derrota. Estos elementos trágicos de la obra de Faulkner crecen sobre la tierra que los sostiene pero una cosa es la tierra, que nos antecede, y otra, el mundo, que es el nombre de lo que hacemos en la tierra.

Apelo a la clara distinción que hace el eminente filósofo español Emilio Lledó para aplicarla a las novelas de Faulkner: Estamos situados en el mundo.

Gracias al lenguaje, decidimos cómo nos situamos en el mundo.

Pero nuestra posibilidad humana es construir un mundo al lado del mundo. Y esto es lo propio del lenguaje: crear nuestros mundos paralelos.

Es decir: existe la tierra del sur. La tierra es dividida. Y sobre esta división se desarrolló una historia. La historia de la división del sur se llama el racismo. La historia del sur es la historia de una derrota doble. Vencido externamente por las fuerzas del norte, el sur ya estaba vencido, internamente, por las fuerzas de la separación racial. El racismo es la derrota íntima del sur que precede a la derrota militar en la Guerra de Secesión.

Faulkner escribe sobre el sur cuando estas realidades al mismo tiempo, se desvanecen y persisten. Faulkner las propone como mitos: El mito del lar, de la patria, de la tradición arruinada porque ya llevaban en sí la semilla de la corrupción.

Cada niño del sur, escribe Faulkner, “ha nacido crucificado sobre una cruz negra”.

La esclavitud corrompe a los amos y a los siervos.

El gran historiador sureño, C. Vann Woodward, enumera en su volumen El peso de la historia del sur, las creencias que la región entre Virginia y el río Grande tradicionalmente ha tenido acerca de sí misma.

El sur es agrario.

El sur es blanco.

Y el sur es racista, sobre todo cuando deja de ser blanco y agrario.

El sur es una historia. Pero una historia aparte.

El sur no ha participado de la “success story” —la “historia de éxitos”— del norte.

El sur ha sido pobre.

Y el sur ha sido derrotado.

“Soy hija de una guerra perdida —dijo la novelista sureña Katherine Anne Porter—. Tengo en la sangre un conocimiento de lo que puede ser la vida en un país derrotado viviendo en los huesos desnudos de la privación.”

Generación tras generación sureñas han vivido la experiencia de una guerra perdida —cosa que el norte había desconocido hasta el momento de Vietnam.

Si el norte tiene un mito de inocencia, éxito y complacencia moral, el sur posee su propio mito de corrupción, de derrota y de culpa fatales.

William Faulkner no es ajeno a estas identificaciones del sur. Lo extraordinario en sus novelas es que retrotrae la historia cronológica del sur a un origen anterior al devenir histórico porque es el instante de la fundación misma de la historia, de la cual el sur es un episodio.

Faulkner asume la condición sureña a partir de la condición humana. Sus narraciones son siempre un llamado a recordar el momento en que nos instalamos en la historia y nos damos cuenta de que el mundo nos hace, pero sólo a condición de que nosotros hagamos al mundo.

Es el instante en que nace la conciencia.

Y en Faulkner la conciencia del estar en el mundo creando al mundo se manifiesta como espacio, como tiempo y como lenguaje.

Mundo fragmentado, obsesivo, decadente, que exige un lenguaje y una narración torturados, igualmente obsesivos, a menudo retóricos, pues en gran medida reflejan “un debate con los demás”, como diría Yeats, pero al mismo tiempo —y sobre todo— poéticos porque representan también el debate de Faulkner con Faulkner y, gracias a su arte narrativo, un posible debate de nosotros con nosotros mismos.

El mito del sur —ésta es la esencia de Faulkner— sólo es mantenido por la memoria. La memoria es el elemento catártico que, mediante el lenguaje, nos devuelve la verdadera historia —no en línea recta, progresista, ascendente, sino en círculos concéntricos, en profundidades oceánicas, en flujos fluviales, en taladración de montañas…

Una memoria muchas veces irracional, en la que es posible que nadie crea “incluyendo a los que contaban las historias y las repetían y a los que las escuchaban cuando eran contadas”. Mitos, historias, chismes, “oda, elegía y epitafio salidos de una amarga e implacable reserva de no derrota”, dice Faulkner en ¡Absalón, Absalón!, su gran cantar trágico sobre el sur.

La memoria como reserva invicta de la derrota.

¿Cuál es el verdadero tiempo de la memoria?

El negro Joe Christmas nos da un indicio en Luz de agosto: “Sólo años después la memoria supo que estaba recordando”.

“La memoria no existe con independencia de la carne”, leemos en Las palmeras salvajes.

Y de nuevo en ¡Absalón, Absalón!, Faulkner define la temporalidad de su memoria: “Tal es la sustancia de la memoria: el sentido, la vista, el olfato, los músculos con los que vemos y escuchamos y sentimos; no la mente, no el pensamiento…”

Faulkner nos está diciendo que no hay memoria sin carne: la memoria es presente carnal.

De allí la permanente ironía temporal del autor: todo es recuerdo, pero todo se recuerda en el presente. Todo lo que fue está siendo.

Quentin Compson, en El ruido y la furia, no se suicidó ni se suicidará. Se suicida. Como Joe Christmas es asesinado y Jim Bond nace: todo sucedió ya al ser narrado, todo sucederá antes de iniciarse la narración, pero en realidad todo sucede en el presente narrativo de la memoria. En Faulkner, el tiempo ni se pierde ni se gana. Es siempre presente, obsesión de la memoria carnal, incandescente.

De esta conjunción de tiempos en el presente surge necesariamente el estilo narrativo de Faulkner, esa “helada velocidad” a la que se refería Sartre, cuyo centenario celebramos ahora y quien descubrió a Faulkner en Francia antes de que lo descubriesen en los Estados Unidos.

El estilo de Faulkner está consagrado a una búsqueda de la novela que el autor escribe y nosotros leemos. La magia de Faulkner es que nos cuenta lo que ya sucedió a partir de algo que ya es, o que ya está, pero que el novelista y el lector desconocen.

En otras palabras, la novela ya existe. El novelista, acompañado del lector, la busca, la descubre. Es así que también los personajes se convierten en búsqueda de los personajes y la pregunta a la que nos obligan como lectores es la siguiente: ¿Quiénes son estos hombres y estas mujeres que buscan descubrir lo que ya sucedió?

La respuesta es: Somos él y ella, tú y yo.

Nada en Faulkner, la retórica torturada, la invención lírica, la temporalidad absoluta, la narración alternada, es gratuito.

Su radicalismo poético tiene este sentido: el de revelarnos nuestra otra identidad, la que escrupulosamente escondemos o negamos bajo nuestras máscaras sociales, profesionales, políticas y hasta familiares.

Los personajes trágicos de Faulkner dicen y hacen lo que tú y yo, hipócritas lectores, podríamos decir y hacer. Son posibilidades extremas, hondas, secretas del lector obligado a descubrirse a medida que descubre, junto con William Faulkner, la novela que está leyendo.

En Luz de agosto, Joanna Burden, la madura ninfómana amante del negro Joe Christmas, le grita al negro salvaje… con su pelo salvaje, cada cabello vivo como los tentáculos de un pulpo y sus manos salvajes y su respiración…: “¡Negro! ¡Negro! ¡Negro!”

Crucificado sobre su propia piel, el negro Christmas resucita, vence, se identifica sexualmente: es como un Cristo que en la agonía del Calvario mantiene vivo el sexo. Joanna es la Magdalena que se hinca a adorar el sexo maldito que la identifica, le da placer y la salva precisamente porque es el del ser separado y negado: el negro.

El negro vence al blanco porque le ofrece la tentación de ser todo lo que el blanco no puede ser en su sociedad. Sólo en este sentido trágico el negro es agente de la libertad. Joe Christmas experimenta la suya como una libertad limitada, paradójica, prometeica: “Se sintió como un águila, dura, suficiente, poderosa, sin remordimiento, fuerte. Pero eso pasó, aunque él no lo supo y como el águila, su propia carne… seguía siendo una jaula”.

Seguía siendo una jaula. El instante ha pasado y el hombre regresa a la prisión social. La libertad —la pasión humana— ha vencido por un instante a la fatalidad —el uso humano.

“No me obligues a rezar todavía, Dios amado, deja que me condene un poco más, sólo por un rato más deja que me condene…”, dice Joanna Burden en Luz de agosto.

Condenados a la libertad a fin de aplacar la condena de la fatalidad, los personajes de Faulkner descubren en el amor la naturaleza trágica tanto del albedrío como del destino.

“Suceden demasiadas cosas —escribe Faulkner—. Eso es. El hombre hace, engendra mucho más de lo que puede o debe soportar. Así es como averigua que puede soportarlo todo. Eso es. Eso es lo terrible. Puede soportarlo todo.”

Faulkner nos está diciendo que se tolera la fatalidad y, paradójicamente, se gana la libertad sabiendo que se es capaz de soportar, de resistir y en ciertos momentos, de vencer.

Quiero decir que en Faulkner la libertad es trágica porque tiene conciencia tanto de su necesidad como de su limitación.

La limitación final, la fatalidad final, es la muerte: el uso y el abuso totales del ser humano.

Pero aun la muerte deja de ser fatal si se la nombra, si se le advierte que la conocemos y la esperamos: “La razón de la vida —declara Faulkner— es prepararse para permanecer muerto mucho tiempo”.

Por eso la libertad en Faulkner es del más alto orden trágico: el proyecto humano —la pasión, el amor, la libertad, la justicia— la vida humana debe actuarse y actualizarse aun a sabiendas de que está destinada al fracaso final.

Sólo mediante esta conciencia podemos salvar la ilusión del progreso permanente de ese optimismo que, al negar la actualidad trágica de hombres y mujeres concretos, se expone a instaurar nuevas fatalidades en nombre de una razón que ignora sus excepciones trágicas.

Gracias a escritores como Faulkner —y como Dostoyevski, Kafka y Beckett— podemos acompañar a la razón dentro de sus límites sin enajenarnos a sus ilusiones.

En la frase final de Las palmeras salvajes, William Faulkner arriesgó su destino y dio la clave de toda su obra: “Entre el dolor y la nada, escojo el dolor”.

Preferibles a la nada, éstos son los hombres y las mujeres, éstas sus moradas, éste su dolor.

Y porque escogió el dolor sobre la nada, Faulkner pudo afirmar: “El hombre no sólo resistirá. Prevalecerá”.

Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar

Universidad de Guadalajara

Guadalajara, Jalisco, México

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