13
de abril de 2000
William
Faulkner: la novela como tragedia
Señoras y señores:
Es posible distinguir dos grandes fundaciones en
la historia de la América anglosajona. Primero la de las trece colonias
británicas establecidas en 1621 por los puritanos en Massachusetts y en seguida
la República Federal Democrática inaugurada en Filadelfia en 1776, por los
padres fundadores, Washington, Jefferson, Franklin.
La América anglosajona es ante
todo una página en blanco. La escriben el idilio y la utopía. Norteamérica es
idílica mirando el pasado y utópica mirando al futuro. Ambas miradas se
expresan como el sueño americano, the American dream,
y como el estilo de vida americano, the American way of life.
La cara idílica presenta un
rostro optimista, benigno, sonriente, panglossiano: vivimos en el mejor de los
mundos posibles. Es el rostro de Pollyanna, la niña feliz, creación literaria
de Eleanor Porter a fines del siglo XIX. Hoy olvidada por los
lectores. Pollyanna persiste en imágenes de quienes la encarnaron en el cine —
Mary Pickford, Hayley Mills— pero su capacidad de ser feliz jamás desaparece
del espíritu norteamericano.
Pollyanna es la optimista
integral. Nada la derrota. Nada borra su sonrisa o alborota sus dorados rizos.
Es el origen de mil imágenes hollywoodenses: pueblos de cercas blancas, pastos
manicurados y novios adolescentes sorbiendo popotes en la fuente de sodas local.
Pollyanna pervive como sinónimo
de optimismo, alegría, traje color de rosa. Y la civilización que rodea a
Pollyanna es benigna —es familiar— y es progresista.
De allí sólo falta un paso para
que a la dorada cabecita de la niña feliz la nimbe un halo de fe en el
progreso. ¿Y dónde radica el progreso, de dónde emana esa luz? Naturalmente, de
la nación pragmática y utilitaria, sin lastres anacrónicos.
El nuevo mundo de los Estados
Unidos de América, opuesto al viejo mundo europeo aislado, enajenado, ruinoso y
corrupto. Ya ven ustedes que cuando habla con desprecio de “la vieja Europa”,
el secretario Donald Rumsfeld no dice nada nuevo.
El sueño y el estilo de vida
norteamericano se proponen, a partir de estas premisas, como cima de la
condición humana perfecta, acelerada y proyectada en pantalla gigante.
¿Cómo es posible que el resto
de la humanidad no renuncie a su cultura propia a fin de asimilarse, cuanto
antes, al proyecto norteamericano?
Claro, hay muchas razones para
responder a esta, sin duda, generosa invitación. La principal es que la unidad
del mundo está hecha de la diversidad de sus culturas, del respeto debido a
cada una de ellas y de la interacción fecunda entre civilizaciones.
Pero si tuviese que escoger un
motivo principal para poner en tela de juicio la propuesta de superioridad
norteamericana, sería el hecho de que la manzana del Edén-USA contiene un
gusano: el gusano del maniqueísmo, es decir, la voluntad de ver el mundo en
términos tajantes de buenos y malos, de tintes blancos y negros absolutos, sin
grisuras, matices o términos medios.
La tradición maniquea de
Norteamérica proviene del puritanismo de la era colonial y lo expresa a la
perfección el pastor puritano Cotton Mather, quien nos informa en 1702 que los
protestantes americanos (lo cito) “somos agentes de Dios, enviados de la
Providencia para formar hogares para los escogidos y aniquilar a los miserables
salvajes (los indios) enviados al nuevo mundo nada menos que por el Diablo”.
Contra este maniqueísmo
intolerante se levanta el ideal ilustrado de la Revolución de Independencia del
año 1776, hecha por hombres formados en la filosofía del Siglo de las Luces:
Benjamin Franklin, Thomas Jefferson, el ciudadano Tom Paine…
En Filadelfia, ellos consagran
los principios de la igualdad, la democracia, la división de poderes, el Estado
de derecho, los derechos humanos. Pero añaden dos elementos que quiero
destacar:
Uno es el de la inevitabilidad
del progreso.
Otro es el del derecho a la
felicidad.
Se podría pensar que estos dos
principios —progreso y felicidad— estarían hechos a la medida de una Pollyanna
narrativa. Lejos de ello, los grandes novelistas norteamericanos han sido
plumas más afiladas que un puñal para rasgar el telón de la felicidad y el
progreso, ofreciendo, de Hawthorne a Melville a Dos Passos a Dashiell Hammett y
James Baldwin, el panorama crítico de la incertidumbre, la impotencia, la
quiebra de los valores de fundación y su contingencia dramática debido a hondas
fisuras morales, sicológicas, sociales, políticas, raciales…
No ha habido, en verdad,
críticos más críticos de los Estados Unidos de América que sus propios
novelistas.
Ninguna crítica exterior se
aproxima a la rabia, la incisión, la desesperanza, el acíbar que sus novelistas
le han servido a los Estados Unidos. Esto, sobra decirlo, redunda en honor de
esa gran nación, tan dañada por las aventuras de una soberbia imperial que la
perjudica a ella tanto o más que a sus víctimas, pero salvada una y otra vez
por la poderosa raíz democrática que, una y otra vez también, le devuelve la
razón perdida a la ciudadanía norteamericana.
Ojalá tenga yo, una vez más,
razón ante la sinrazón actual.
Nathaniel Hawthorne se queja de
que Norteamérica sea un país “sin sombra, sin antigüedad, sin misterio” y en La letra escarlata procede a llenar esa ausencia con las
tinieblas de una regresión a la crueldad, al mal, al dolor infligido por unos
seres humanos a otros.
Ante el oscuro mal de
Hawthorne, Edgar Allan Poe le recomienda: “Hawthorne, cómprate una botella de
tinta visible”. Pero el propio Poe sólo encuentra su espíritu en un descenso al
vórtice de lo irracional y primigenio que es su alma, su corazón delator. Dice
Kafka que Poe escribió cuentos de terror para sentirse a gusto en el mundo. Con
razón fue Edgar Allan Poe el autor favorito de José Stalin —maneras eficaces de
enterrar en vida a los enemigos— y con razón pudo Henry James descubrir en Poe
—con otra vuelta de tuerca— que la inocencia puede ser malvada.
Herman Melville, en la loca
cacería de la ballena blanca por el capitán Ahab, revela el desastre al que
puede conducir “el orgullo fatal” de un hombre y un país que se despiden de la
inocencia, sólo para regresar una y otra vez a ella. Ahab se bautiza a sí
mismo, no en nombre del Padre, sed in nomine diabolis:
en nombre del Diablo.
Si Hawthorne descubre el mal
norteamericano en la cacería de brujas de la Nueva Inglaterra —eterno
antecedente del macartismo y las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib—, Poe lo
descubre en sí mismo —el corazón delator— y James, genialmente, en el misterio
del medio día, pues mientras más aclara la conciencia de sus personajes, más
ahonda el misterio de los mismos.
Los escritores naturalistas
—Howells, Norris, Dreiser, Upton Sinclair— narran el ascenso de los robber barons, los grandes capitalistas explotadores —los
“pulpos” financieros— y la invisibilidad de la gente menuda, con una aplastante
precisión que será redimida de la mera intención crítica por tres autores del
siglo XX.
Scott Fitzgerald cuenta el
cuento de hadas de la burbuja de prosperidad de los años veinte —la era del
jazz— para terminar en la venta del alma por un puñado de dólares: el Gran
Gatsby debe perderlo todo, hasta el nombre y la biografía, para representar el
papel asignado por el Sueño Americano.
Y John Dos Passos pinta el
mural absoluto de los USA de Manhattan a Los Ángeles
como una manifestación de la energía de la desesperación. Se trata, dijo Sartre
de los personajes de Dos Passos, de destinos acabados. Sólo una salvación
vislumbran: desplazarse, cambiar de lugar, irse a California.
Qué es —California— a donde se
mueven los miserables migrantes de Las uvas de la ira
de John Steinbeck, en medio de privaciones e injusticias que persiguen a la
familia Joad como furias griegas. “Algo sucede —escribe Steinbeck en Las uvas…—, fui a mirar y la casa está vacía. La tierra
está vacía. Todo el país está vacío. No puedo quedarme aquí. Tengo que
marcharme a donde se va la gente”.
¿Y a dónde se va la gente? A
California. A El Dorado. ¿Y qué encuentra en California la gente? La
maravillosa aldea Potemkin de Hollywood, una pura fachada, cinco minutos de
gloria y luego el crack-up, el desfonde, el
desbarate, el desmadre, de Fitzgerald. La fama y la gloria se disipan en los
callejones sombríos de la novela policial norteamericana casi toda ella ubicada
en Los Ángeles y San Francisco —James Cain y El cartero
siempre llama dos veces, Dashiell Hammett y El halcón
maltés, Raymond Chandler y su ojo privado Marlowe, para mirar por las
cerraduras la corrupción moral, política y sexual de California—, the slide area, la zona donde el continente se desliza,
hasta perderse, en el mar y no tiene ya fronteras continentales qué conquistar:
del Atlántico al Pacífico. Debe salir a imponer su voluntad en otra parte —para
bien y para mal.
Grandes y humildes poetas de la
ciudad y de la noche, las novelas negras nos recuerdan todo lo no escrito: la
novela de la negritud humillada, Richard Wright y James Baldwin y, más tarde,
Ralph Ellison —El hombre invisible— y Toni Morrison —Tar baby.
Pero será William Faulkner
quien eleve todo el drama —y el melodrama— nacional de los Estados Unidos al
nivel de la tragedia.
Porque, la gran literatura
crítica norteamericana se ancla casi siempre en la modalidad dramática —la
comedia humana— o aún melodramática —la comedia sin humor— pero rara vez alcanza
el nivel de la tragedia.
No puede hacerlo porque, siendo
la nación moderna por excelencia, los Estados Unidos son portadores de la doble
vertiente de la modernidad. En primer lugar, la promesa de la salvación
espiritual en el futuro propia del cristianismo y en segundo lugar, la promesa
de progreso material ascendente propia de la revolución mercantil e industrial.
Es claro que estas dos
vocaciones excluyen radicalmente la idea trágica que en la Antigüedad clásica
se manifestó como forma moral y estética ante una realidad histórica que no
contribuía a tener fe ciega ni en la felicidad ni en el progreso.
El mito de Prometeo ilustra a
la perfección la condición trágica. Prometeo roba el fuego divino para llevar
la verdad a los hombres. Es castigado y condenado a vivir para siempre en
cadenas, su hígado picoteado por un buitre. La pregunta trágica es: ¿habría
sido Prometeo más libre si no hubiera usado su libertad? ¿Es libre porque la
usa sólo para perderla?
En la tragedia, ambas partes
tienen razón. Antígona posee la razón de la familia, Creonte, la razón de la
ciudad. Protagonizan un conflicto de valores que la catarsis trágica resuelve
en un valor compartido: el de la polis, la ciudad, la
comunidad.
La catarsis asume
colectivamente la falibilidad personal como conflicto de valores, no como
enfrentamiento de virtudes. Una virtud niega a su opuesta. Un valor reafirma a
su contrario. Antígona mantiene el valor de la familia. Creonte, el valor de la
ciudad. Ambos se funden en el espíritu individual y en la comunidad colectiva.
De esta manera, la Antigüedad
avanza en la medida en que asume el o los pasados: su futuridad hace presente
su preteridad. La tragedia es una exigencia de no sacrificar ninguno de los
tiempos de la historia, a fin de hacerlos presente: hay que tener un pasado vivo, a fin de tener un futuro viable.
La modernidad, por el
contrario, tiende a suprimir el pasado en nombre del porvenir. La tragedia no
cabe en semejante proyecto. Para Hegel, la tragedia se funde y desaparece en el
proceso dialéctico de la historia. Saint Simon, Marx, Spencer, Comte, Bastiat:
los escuadrones de la fe en el progreso inevitable dominan el pensamiento del
siglo XIX. La libertad se afirma
suprimiendo la tragedia.
Nietzsche es quien se atreve a
decir que la dialéctica también puede ser trágica
porque la libertad nunca se realiza plenamente en la historia. El ser humano
jamás se integra plenamente a la razón. “La felicidad y la historia rara vez
coinciden.”
Al derecho a la felicidad
inscrito en la Constitución norteamericana y otros documentos políticos
“felices”, Nietzsche les responde diciendo que no puede haber ni verdad ni
felicidad mínimas si no le reservamos un espacio a la posibilidad del fracaso.
Nietzsche nos ofrece una
concepción de la libertad como conciencia de que la libertad es trágica porque
nuestra contingencia humana jamás nos autoriza a ser plenamente libres, aunque
sí nos permite identificar la libertad inalcanzable con la lucha misma para
alcanzarla.
Lo dice admirablemente Kafka:
“No espero la victoria. La lucha misma no es alegre, salvo en la medida en que
es lo único que se puede hacer… Acaso acabaré por sucumbir, no a la lucha, sino
a la alegría de la lucha”.
Encuentro un eco cierto de
estas palabras en el credo de William Faulkner: “Escribo a partir de la oda, la
alegría, el epitafio nacidos de una reserva amarga e implacable que se niega a
la derrota”.
Y sin embargo, aunque se niegue
a la derrota, Faulkner la asume en nombre de la humanidad a partir de un tiempo
y un espacio que son los suyos: el sur de los Estados Unidos de América y el
mítico condado de Yoknapatawpha. Como en los casos de la Comala de Rulfo y el
Macondo de García Márquez, a mayor intensidad local corresponde mayor
significado universal.
Pero el movimiento es en doble
sentido. A medida que intensifica su referencia local, Faulkner vigoriza su
significado universal, y viceversa.
Los espacios y los tiempos
inmediatos de Faulkner son los del sur de los Estados Unidos. Ésta es la
tierra: una “desolación profunda y pacífica, sin cultivar, hundiéndose poco a
poco en las barrancas rojas y estranguladas, bajo las lluvias largas y calladas
del otoño y las furias galopantes del equinoccio”.
El condado de Yoknapatawpha, 2
400 millas cuadradas. 15 611 habitantes (blancos: 6 298; negros: 9 313). Propietario
único: William Faulkner. Límites: al norte, las colinas ondulantes de
Mississippi; al sur, las negras tierras de aluvión. Los caminos polvosos del
“verano largo y ardiente”. Las carretas tiradas por mulas. Los pantanos
sombríos. El río “amarillo y dormilón”. La verde tristeza de los bosques. Las
viejas plantaciones arruinadas. Las chozas de tablas que habitan los negros. El
pueblo nuevo de Jefferson, chato, vulgar, brillantón. Un país duro para el
hombre, dice Anse en Mientras agonizo: “Ocho millas
regadas con el sudor del cuerpo que lava la tierra del Señor, como el Señor nos
indicó que lo hiciéramos”.
Vieja tierra vendida por el
cacique indio Ikkenotube a los franceses, a los españoles, finalmente a los
anglosajones “rugientes, con su evangelio protestante y su whisky hervido, que
cambian la faz de la tierra, que derrumban un árbol que creció durante 200 años
a fin de capturar un oso o extraer una taza de miel”. El indio creyó que
vendía, el europeo que compraba: en realidad, dice Faulkner, “Dios no le dio la
Tierra a los hombres para que se adueñaran de ella, sino para mantenerla
solidaria e intacta en la comunidad anónima de los hermanos y Dios sólo pidió a
los hombres compasión, humildad, sufrimiento y resistencia y el sudor de su
frente”.
Tierra violada por la
apropiación, por el trabajo “cuya esencia primaria es reducida a esta crudeza
absoluta que sólo una bestia puede y quiere soportar”. Tierra de amos y
esclavos que clamaba y exigía su propia violación, su propia derrota, para
después contarla y así salvarla. “Quiero que todo esto sea narrado —piensa la
anciana Rosa Coldfield en ¡Absalón, Absalón!— para
que la gente que nunca te verá y cuyos nombres nunca escucharás y que nunca han
escuchado tu nombre lo lean y sepan por fin por qué Dios nos permitió perder la
guerra: que sólo a través de la sangre de nuestros hombres y las lágrimas de
nuestras mujeres pudo Dios dominar nuestro demonio y borrar su nombre y su
linaje de la tierra.”
Tierra que “no envejece… porque
no olvida”.
Éstos son los hombres.
Campesinos de “manos duras y arruinadas y ojos que ya revelaban ese legado de
ensimismamiento junto a surcos sin fin, detrás de los lentos traseros de las
mulas”. Negros que heredan “la larga crónica de un pueblo que había aprendido
la humildad gracias al sufrimiento y al orgullo, gracias a la resistencia, y
que sobrevivió al sufrimiento”. Los fundadores: los Sartoris, los Sutpen, los
Coldfield, los Compson, amos de la sociedad feudal destruida por la Guerra de
Secesión. Los usurpadores: los Snopes, los invasores mercantilistas del norte.
Y frente a los actores del drama visible, los depositarios secretos del sueño,
de la crónica, de la locura que se atreve a recordar: las mujeres, los viejos,
los niños, los locos.
Faulkner nos propone un doble
escenario para amplificar las voces trágicas de sus novelas. Para per-sonar
—enmascarar para revelar— a sus personajes.
El tiempo.
Y el lenguaje.
Ambos, hay que subrayarlo, se
inscriben en la gran revolución cultural de la primera mitad del siglo XX. Concurren en ella
múltiples manifestaciones que cambian para siempre nuestra concepción del
tiempo y del espacio.
Ésta es una vasta constelación
de estrellas conectadas por la luz que cada uno arroja sobre las demás.
La noción newtoniana del tiempo
en flujo perpetuo y autosuficiente es puesta de cabeza por Einstein y su
definición del espacio-tiempo continuo pero relativo y reversible que
Heisenberg puntualiza en términos de lenguaje: el tiempo y el espacio son
elementos del lenguaje empleado por un observador para describir su entorno. La
presencia del observador introduce la indeterminación en la realidad: hay
tantas realidades como puntos de vista. Un sistema ideal y cerrado ya no es
posible.
Así como no es posible para el
cubismo pictórico, que reclama el privilegio de la visión múltiple en espacios
formales circunscritos o el montaje cinematográfico en Griffith y Eisenstein
aspiran a darnos la simultaneidad de los eventos narrados: los escalones de
Odessa del Acorazado Potemkin, las eras históricas de
Intolerancia.
De la misma manera, Pound
escribe poemas que deben ser aprehendidos en un instante y ya no en una
secuencia temporal, y en la música, Pousseur propone una composición musical ya
no sucesiva sino instantánea que coloque al auditor en el centro de una red de
asociaciones y referencias que la permitan componer su propia pieza.
De la física al cine a la
poesía y a la música, se trata de una verdadera rebelión contra la famosa
clasificación hecha por Lessing en el Laocoonte de
1766. Hay artes del espacio —pintura, escultura— que son aprehensibles en
tiempo inmediato. Hay artes del tiempo —música, literatura— que sólo son
aprehensibles en sucesión.
La abolición de estas barreras
asociada a los intentos paralelos en las ciencias, es la imposible aspiración
de la novela de la vanguardia de los 40 primeros años del siglo XX.
Hacer lo imposible. Convertir
la sucesión lineal de la prosa narrativa en aspiración a la simultaneidad de
espacios y la instantaneidad de tiempos. La nómina de la revolución es
impresionante, pues incluye a James Joyce, Marcel Proust, Dorothy Richardson,
Hermann Broch, Aldous Huxley, John Dos Passos, William Faulkner y Virginia
Woolf.
La autora de Orlando lo dice explícitamente: “Quiero sincronizar los
sesenta o setenta tiempos diferentes que laten simultáneamente en todo sistema
humano normal”.
Pero es Faulkner quien le da a
esta revolución narrativa su fórmula más precisa en El ruido
y la furia: “Todo es presente, ¿entiendes? Ayer no terminará hasta
mañana y mañana empezó hace 10 mil años”.
La literatura latinoamericana,
que desde las crónicas de Indias y sus fabulosos bestiarios, navega en los
mares de lo real maravilloso (Carpentier) o el realismo mágico (García Márquez)
pertenece por derecho propio a esta conquista y la anticipa en las islas fabulosas
de Fernández de Oviedo y en las ciudades inimaginables de Bernal Díaz del
Castillo. No nos cuesta admitir lo moderno: lo anticipamos.
Para Faulkner, en cambio,
revolucionar el tiempo lineal y la estabilidad espacial es un acto
revolucionario porque pone en entredicho el tiempo del progreso, que es
sucesivo y ascendente y el espacio material, que es mensurable y apropiable.
En Faulkner, el tiempo es
simultáneo y los espacios superpuestos.
En ¡Absalón,
Absalón!, en El ruido y la furia, no existen
calendarios de enero a diciembre o anuarios de 1860 a 1910. Las novelas de
Faulkner son narradas por una memoria incluyente, instantánea, fulgurante,
oscura como un subterráneo, olvidada como un desván, resucitada sólo gracias a
un lenguaje bien llamado barroco, toda vez que el barroco, en la brillante
intuición de Carpentier, es el lenguaje de quienes no poseen nada y buscan
desesperadamente apropiarse de todo, el lenguaje de quienes no son dueños de la
verdad y la buscan con afán…
Dixie Gongorist, gongorista sureño,
fue llamado, despectivamente, Faulkner al inicio de su carrera. Ser comparado
con uno de los grandes poetas de la humanidad es, más bien, un elogio. Lo
cierto es que el gongorismo de Faulkner, su barroquismo verbal, es la única
manera que este preciso artista, William Faulkner, tiene de acercarse a una
realidad deforme como la propia perla que da su nombre al barroco.
Memoria y lenguaje.
El hombre recuerda que está en
la naturaleza.
Sabe que utilizar a la
naturaleza es violarla.
Sabe que mantenerla intacta es
corromperla también: sólo Dios puede contemplarla irresponsablemente.
El hombre, por acción u
omisión, introduce el mal en el orden natural.
No hay escena más terrible como
respuesta a la naturaleza, que el acto del brutal Popeye en Santuario
cuando escupe en el manantial que nutre el verdor del bosque.
Pero así como introduce el
pecado en la naturaleza, el hombre, que no es Dios, puede redimir y amar a la
naturaleza.
Es una ardua responsabilidad,
porque todo conspira para que la corrupción y el mal se extiendan por la
tierra, la tierra dividida de Yoknapatawpha, la tierra vencida del sur.
División y derrota. Estos
elementos trágicos de la obra de Faulkner crecen sobre la tierra que los
sostiene pero una cosa es la tierra, que nos antecede, y otra, el mundo, que es
el nombre de lo que hacemos en la tierra.
Apelo a la clara distinción que
hace el eminente filósofo español Emilio Lledó para aplicarla a las novelas de
Faulkner: Estamos situados en el mundo.
Gracias al lenguaje, decidimos
cómo nos situamos en el mundo.
Pero nuestra posibilidad humana
es construir un mundo al lado del mundo. Y esto es lo propio del lenguaje:
crear nuestros mundos paralelos.
Es decir: existe la tierra del
sur. La tierra es dividida. Y sobre esta división se desarrolló una historia.
La historia de la división del sur se llama el racismo. La historia del sur es
la historia de una derrota doble. Vencido externamente por las fuerzas del
norte, el sur ya estaba vencido, internamente, por las fuerzas de la separación
racial. El racismo es la derrota íntima del sur que precede a la derrota
militar en la Guerra de Secesión.
Faulkner escribe sobre el sur
cuando estas realidades al mismo tiempo, se desvanecen y persisten. Faulkner
las propone como mitos: El mito del lar, de la patria, de la tradición
arruinada porque ya llevaban en sí la semilla de la corrupción.
Cada niño del sur, escribe
Faulkner, “ha nacido crucificado sobre una cruz negra”.
La esclavitud corrompe a los
amos y a los siervos.
El gran historiador sureño, C.
Vann Woodward, enumera en su volumen El peso de la historia
del sur, las creencias que la región entre Virginia y el río Grande
tradicionalmente ha tenido acerca de sí misma.
El sur es agrario.
El sur es blanco.
Y el sur es racista, sobre todo
cuando deja de ser blanco y agrario.
El sur es una historia. Pero
una historia aparte.
El sur no ha participado de la “success story” —la “historia de éxitos”— del norte.
El sur ha sido pobre.
Y el sur ha sido derrotado.
“Soy hija de una guerra perdida
—dijo la novelista sureña Katherine Anne Porter—. Tengo en la sangre un
conocimiento de lo que puede ser la vida en un país derrotado viviendo en los
huesos desnudos de la privación.”
Generación tras generación
sureñas han vivido la experiencia de una guerra perdida —cosa que el norte
había desconocido hasta el momento de Vietnam.
Si el norte tiene un mito de
inocencia, éxito y complacencia moral, el sur posee su propio mito de
corrupción, de derrota y de culpa fatales.
William Faulkner no es ajeno a
estas identificaciones del sur. Lo extraordinario en sus novelas es que
retrotrae la historia cronológica del sur a un origen anterior al devenir
histórico porque es el instante de la fundación misma de la historia, de la
cual el sur es un episodio.
Faulkner asume la condición
sureña a partir de la condición humana. Sus narraciones son siempre un llamado
a recordar el momento en que nos instalamos en la historia y nos damos cuenta
de que el mundo nos hace, pero sólo a condición de que nosotros hagamos al
mundo.
Es el instante en que nace la
conciencia.
Y en Faulkner la conciencia del
estar en el mundo creando al mundo se manifiesta como espacio, como tiempo y
como lenguaje.
Mundo fragmentado, obsesivo,
decadente, que exige un lenguaje y una narración torturados, igualmente
obsesivos, a menudo retóricos, pues en gran medida reflejan “un debate con los
demás”, como diría Yeats, pero al mismo tiempo —y sobre todo— poéticos porque
representan también el debate de Faulkner con Faulkner y, gracias a su arte
narrativo, un posible debate de nosotros con nosotros mismos.
El mito del sur —ésta es la
esencia de Faulkner— sólo es mantenido por la memoria. La memoria es el
elemento catártico que, mediante el lenguaje, nos devuelve la verdadera
historia —no en línea recta, progresista, ascendente, sino en círculos
concéntricos, en profundidades oceánicas, en flujos fluviales, en taladración
de montañas…
Una memoria muchas veces
irracional, en la que es posible que nadie crea “incluyendo a los que contaban
las historias y las repetían y a los que las escuchaban cuando eran contadas”.
Mitos, historias, chismes, “oda, elegía y epitafio salidos de una amarga e
implacable reserva de no derrota”, dice Faulkner en ¡Absalón,
Absalón!, su gran cantar trágico sobre el sur.
La memoria como reserva invicta
de la derrota.
¿Cuál es el verdadero tiempo de
la memoria?
El negro Joe Christmas nos da
un indicio en Luz de agosto: “Sólo años después la
memoria supo que estaba recordando”.
“La memoria no existe con
independencia de la carne”, leemos en Las palmeras salvajes.
Y de nuevo en ¡Absalón, Absalón!, Faulkner define la temporalidad de su
memoria: “Tal es la sustancia de la memoria: el sentido, la vista, el olfato,
los músculos con los que vemos y escuchamos y sentimos; no la mente, no el
pensamiento…”
Faulkner nos está diciendo que
no hay memoria sin carne: la memoria es presente carnal.
De allí la permanente ironía
temporal del autor: todo es recuerdo, pero todo se recuerda en el presente.
Todo lo que fue está siendo.
Quentin Compson, en El ruido y la furia, no se suicidó ni se suicidará. Se suicida. Como Joe Christmas es
asesinado y Jim Bond nace: todo sucedió ya al ser
narrado, todo sucederá antes de iniciarse la narración, pero en realidad todo
sucede en el presente narrativo de la memoria. En Faulkner, el tiempo ni se
pierde ni se gana. Es siempre presente, obsesión de la memoria carnal,
incandescente.
De esta conjunción de tiempos
en el presente surge necesariamente el estilo narrativo de Faulkner, esa
“helada velocidad” a la que se refería Sartre, cuyo centenario celebramos ahora
y quien descubrió a Faulkner en Francia antes de que lo descubriesen en los
Estados Unidos.
El estilo de Faulkner está
consagrado a una búsqueda de la novela que el autor escribe y nosotros leemos.
La magia de Faulkner es que nos cuenta lo que ya sucedió a partir de algo que
ya es, o que ya está, pero que el novelista y el lector desconocen.
En otras palabras, la novela ya
existe. El novelista, acompañado del lector, la busca, la descubre. Es así que
también los personajes se convierten en búsqueda de los personajes y la
pregunta a la que nos obligan como lectores es la siguiente: ¿Quiénes son estos
hombres y estas mujeres que buscan descubrir lo que ya sucedió?
La respuesta es: Somos él y
ella, tú y yo.
Nada en Faulkner, la retórica
torturada, la invención lírica, la temporalidad absoluta, la narración
alternada, es gratuito.
Su radicalismo poético tiene
este sentido: el de revelarnos nuestra otra identidad, la que escrupulosamente
escondemos o negamos bajo nuestras máscaras sociales, profesionales, políticas
y hasta familiares.
Los personajes trágicos de
Faulkner dicen y hacen lo que tú y yo, hipócritas lectores, podríamos decir y
hacer. Son posibilidades extremas, hondas, secretas del lector obligado a
descubrirse a medida que descubre, junto con William Faulkner, la novela que
está leyendo.
En Luz de
agosto, Joanna Burden, la madura ninfómana amante del negro Joe
Christmas, le grita al negro salvaje… con su pelo salvaje, cada cabello vivo
como los tentáculos de un pulpo y sus manos salvajes y su respiración…:
“¡Negro! ¡Negro! ¡Negro!”
Crucificado sobre su propia
piel, el negro Christmas resucita, vence, se identifica sexualmente: es como un
Cristo que en la agonía del Calvario mantiene vivo el sexo. Joanna es la
Magdalena que se hinca a adorar el sexo maldito que la identifica, le da placer
y la salva precisamente porque es el del ser separado y negado: el negro.
El negro vence al blanco porque
le ofrece la tentación de ser todo lo que el blanco no puede ser en su
sociedad. Sólo en este sentido trágico el negro es agente de la libertad. Joe
Christmas experimenta la suya como una libertad limitada, paradójica,
prometeica: “Se sintió como un águila, dura, suficiente, poderosa, sin
remordimiento, fuerte. Pero eso pasó, aunque él no lo supo y como el águila, su
propia carne… seguía siendo una jaula”.
Seguía siendo una jaula. El
instante ha pasado y el hombre regresa a la prisión social. La libertad —la
pasión humana— ha vencido por un instante a la fatalidad —el uso humano.
“No me obligues a rezar todavía,
Dios amado, deja que me condene un poco más, sólo por un rato más deja que me
condene…”, dice Joanna Burden en Luz de agosto.
Condenados a la libertad a fin
de aplacar la condena de la fatalidad, los personajes de Faulkner descubren en
el amor la naturaleza trágica tanto del albedrío como del destino.
“Suceden demasiadas cosas
—escribe Faulkner—. Eso es. El hombre hace, engendra mucho más de lo que puede
o debe soportar. Así es como averigua que puede soportarlo todo. Eso es. Eso es lo terrible. Puede soportarlo todo.”
Faulkner nos está diciendo que
se tolera la fatalidad y, paradójicamente, se gana la libertad sabiendo que se
es capaz de soportar, de resistir y en ciertos momentos, de vencer.
Quiero decir que en Faulkner la
libertad es trágica porque tiene conciencia tanto de su necesidad como de su
limitación.
La limitación final, la
fatalidad final, es la muerte: el uso y el abuso totales del ser humano.
Pero aun la muerte deja de ser
fatal si se la nombra, si se le advierte que la conocemos y la esperamos: “La
razón de la vida —declara Faulkner— es prepararse para permanecer muerto mucho
tiempo”.
Por eso la libertad en Faulkner
es del más alto orden trágico: el proyecto humano —la pasión, el amor, la
libertad, la justicia— la vida humana debe actuarse y actualizarse aun a
sabiendas de que está destinada al fracaso final.
Sólo mediante esta conciencia
podemos salvar la ilusión del progreso permanente de ese optimismo que, al
negar la actualidad trágica de hombres y mujeres concretos, se expone a instaurar
nuevas fatalidades en nombre de una razón que ignora sus excepciones trágicas.
Gracias a escritores como
Faulkner —y como Dostoyevski, Kafka y Beckett— podemos acompañar a la razón
dentro de sus límites sin enajenarnos a sus ilusiones.
En la frase final de Las palmeras salvajes, William Faulkner arriesgó su destino
y dio la clave de toda su obra: “Entre el dolor y la nada, escojo el dolor”.
Preferibles a la nada, éstos
son los hombres y las mujeres, éstas sus moradas, éste su dolor.
Y porque escogió el dolor sobre
la nada, Faulkner pudo afirmar: “El hombre no sólo resistirá. Prevalecerá”.
Cátedra Latinoamericana
Julio Cortázar
Universidad
de Guadalajara
Guadalajara,
Jalisco, México
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