11 de marzo de 2005
Señoras y señores:
Tengo un artículo de fe: No hay tradición que se
sostenga sin creación que la renueve.
Y no hay creación que valga sin
tradición que la preceda.
Ninguna obra literaria ilustra
mejor esta convicción que Don Quijote de la Mancha.
Nace de una tradición
intelectual clara, noble y, para colmo, disimulada.
Y se perpetúa en una tradición
que se confunde — porque la origina, porque la bautiza— con la historia de la
novela.
¿De qué tradición arranca el Quijote?
De la tradición de Erasmo de
Rotterdam y su Elogio de la locura (1511), libro
esencial de una tríada renacentista que incluiría Utopía
de Tomás Moro (1516) y El príncipe de Maquiavelo
(1513).
Utopía: lo que debe ser.
El
príncipe:
lo que es.
Elogio de la locura: lo que puede ser.
Es bien sabido que Cervantes
tuvo como maestro al erasmista español Juan López de Hoyos y que el erasmismo
español, promovido por los hermanos Juan y Alfonso Valdés en la corte de Carlos
V, significó, con plenitud, la presencia del sabio
de Rotterdam en la España carolingia.
Pero a partir de la Contrarreforma
y el Concilio de Trento (1545-1563), la monarquía española da marcha atrás y
Erasmo pasa del cielo al infierno. Sus libros van a dar al índice, su retrato
en los archivos inquisitoriales es el de un demonio con colmillos sangrientos.
¿En qué consistió, empero, la
lección erasmista? Lo dice el sabio de Rotterdam: “Todo en la vida es tan
oscuro, tan diverso, tan opuesto, que no podemos asegurarnos de ninguna
verdad”.
Quería Erasmo prevenir a su
tiempo contra dos peligros dogmáticos: el de la Fe como absoluto pero también
el de la Razón como suficiencia. Ni Fe ciega ni Razón hermética. Erasmo opta
por el atajo irónico del elogio de la locura para salvar a su tiempo de los
absolutos tanto de la Fe que se abandona, como de la Razón que se avecina.
Don
Quijote
se inscribe de lleno en el elogio de la locura erasmista. Su genealogía es la
de los locos serenos, una larga línea hereditaria que se inicia con Horacio
cuando evoca a un orate que se pasaba los días dentro de un teatro riendo,
aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando
en el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco, expulsado, éste
exclamó: “No me habéis curado de mi locura, pero habéis destruido mi placer y
la ilusión de mi felicidad”.
Dice San Pablo: “Dejad que
aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente
se vuelva sabio. Pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de
los hombres”.
Repite Pascal: “El hombre está
tan necesariamente loco que sería una locura, por otro giro de la razón, no
estar un poco loco”.
Éste es el linaje de Don
Quijote y Cervantes lo resume con todo el sigilo que requería, en la España
post-tridentina, hacer alusión al entonces prohibido Erasmo de Rotterdam. Con
el recurso al secreto, sin embargo, Cervantes potencia su erasmismo más que si
lo confesara públicamente.
Erasmista emboscado,
renacentista español de miras tan amplias como cualquiera de las grandes
figuras de la época —Shakespeare en Inglaterra, Galileo en Italia, Spinoza en
Holanda, Montaigne en Francia— Cervantes funda la novela moderna como un acto
que recoge todas las tradiciones anteriores de la narrativa y las reúne en un
solo haz.
Con Cervantes nace la novela
como diálogo de géneros, virtud que Hermann Broch le exige a la novela
contemporánea y que Claudio Guillén sitúa originalmente en el Quijote y su activísimo diálogo genérico, pues allí
conviven: La picaresca y la épica, Lazarillo y Amadís, Sancho Panza y Don
Quijote.
La novela dentro de la novela:
el curioso impertinente.
La novela bizantina de cuentos
interpolados.
La novela de amor: la hermosa
Dorotea.
La novela morisca: el Cautivo.
La novela de la actualidad
periodística: las apariciones de Roque Guinart, comprobado contrabandista y
agente de los hugonotes franceses.
Y la novela autorreferencial:
Don Quijote descubre que no sólo lee novelas, sino que él mismo es objeto de la
lectura: Don Quijote en la imprenta de Barcelona, Don Quijote leído por los
duques.
Qué extraordinaria decisión la
de Cervantes: autor de un acto fundacional que al inventar un género le da al
mismo la vasta generosidad de incluir todos los demás, de traspasar las
limitaciones anteriores de la narrativa a fin de darle a la novela moderna su
carácter incluyente y su legalidad propia mediante un acto de ilegalidad
rampante: la creación del “género sin ley”, como llamó André Gide a la novela.
Acaso sólo en la España de la
Contrarreforma podía surgir una novela que asumiese los ropajes del
Renacimiento europeo con tan elegante disimulo, como para revelar una realidad
más profunda y permanente que la de una etapa histórica: la realidad de los
disfraces y los disfraces de la realidad.
No es éste un juego gratuito,
sino una verdad creativa y por ende, moral: La novela no predica certezas, sino
incertidumbres.
Y en Don
Quijote, todo es incierto.
El lugar de la Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme.
La autoría del libro.
Y el género del libro.
Todo ello incierto porque la
realidad es incierta.
Y la realidad es incierta
porque es polivalente.
Quiero indicar que acaso, sin
Cervantes, la novela habría encontrado su camino crítico, su espejo de la duda,
su casa con dos puertas.
El hecho es que fue Cervantes
quien abrió el campo de la novela moderna al corazón de la realidad mediante la
realidad del libro.
Lo comprueba la descendencia de
Cervantes, los hijos de la Mancha que asumen la heredad del Quijote.
En primer término, dos grandes
novelas del siglo XVIII: La
vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760) del novelista
angloirlandés Laurence Sterne y Jacques el fatalista
(1796) del autor francés Denis Diderot.
La admiración de Laurence
Sterne hacia Don Quijote se basa en el humor, la fiesta, la comedia: “Estoy
persuadido —leemos en Tristram Shandy— de que la
felicidad del humor cervantino nació del simple hecho de describir eventos
pequeños y tontos con la pompa circunstancial que generalmente se reserva para
los grandes acontecimientos”.
Sterne pone de cabeza este
humor, describiendo los hechos pomposos con el humor de los hechos pequeños. La
guerra de la sucesión española definió la política europea del siglo XVIII. Muerto sin heredero
Carlos II el Hechizado en 1700, ¿a quién
revertía la corona de España y sus vastos dominios de ultramar?
La guerra de la sucesión
española, la herencia de Carlos el Hechizado, ensangrentó una vez más los
campos de Flandes y fue escenario de las victorias militares del duque de
Marlborough, tatarabuelo de Winston Churchill.
Pues bien: Laurence Sterne hace
que en su novela, Tristram Shandy, sea el excéntrico
tío Toby, privado de luchar en la guerra debido a una pudorosa herida en la
ingle, quien libre las batallas de Flandes… sólo que en la versión miniatura de
su hortaliza, en el césped que antes le sirvió de boliche. Allí, entre dos
hileras de coliflores, el tío Toby puede reproducir las campañas de
Marlborough, sin derramar una gota de sangre.
Ojalá que todas las guerras de
este mundo no trascendieran de un jardin potager. En
todo caso, Sterne retoma la imaginación quijotesca, invirtiéndola. Si Don
Quijote convierte los molinos en gigantes Tristram Shandy convierte a los
gigantes en molinos.
En Cervantes y en Sterne, el
espíritu cómico indica los límites de la realidad. La reproducción de los
sitios de la batalla de Flandes en un jardín de hortalizas señala, en Tristram Shandy, no sólo los límites de la representación
literaria o de la representación histórica, sino los límites tanto de la
historia como de la literatura. Pues la historia es tiempo y el tiempo, nos
dice Sterne al final de su bellísima novela, es fugaz, “se gesta con demasiada
prisa… Cada letra que trazo me dice con cuánta rapidez la vida fluye de mi
pluma. Los días y sus horas, mi querida Jenny, más preciosos que los rubíes de
tu cuello, vuelan sobre nuestras nubes ligeras en un día de viento…y cada vez
que beso tu mano para decir adiós y cada ausencia que sigue a nuestros adioses,
no son sino preludios de la eterna despedida. ¡Dios tenga piedad de nosotros!”
O sea: el tiempo no sólo es historia. También es literatura.
Semejante concepción de la
fugacidad del tiempo es propia de toda gran literatura y de toda vida
engrandecida por la conciencia de saberse breve.
Lo que sucede a partir del Quijote es que el tiempo se convierte no sólo en evolución
lineal de la narración, sino en constante puesta en duda o multiplicación de
los tiempos de la novela. Uno es el tiempo de la escritura. Otro el tiempo de
la lectura. Todo en el Quijote es, a un tiempo, leído
y escrito, en un constante flujo temporal que está al servicio de la
incertidumbre crítica de la novela.
De allí que los temas de la
crítica de la escritura y la crítica de la lectura con los que Cervantes
arranca de la posible complacencia a su desocupado lector crean la tradición de
la Mancha, que se prolonga en Sterne y su Tristram Shandy
y en Diderot y su Jacques el fatalista.
Ficción, celebración de la
ficción y crítica de la ficción. Si Cervantes acentúa la crítica de la autoría,
consecuencia de la crítica de la lectura que enloqueció al hidalgo, Sterne
acentúa la crítica del lector, convirtiéndolo en co-autor de un tiempo nuevo,
propio de cada lector y de cada lectura.
Por ejemplo, Sterne se dirige
constantemente al lector: “Veo claramente, lector, por tu aspecto…” —le dice el
invisible autor al invisible lector, Sterne le echa piropos al lector. Le pregunta
“¿y ahora, lector de mi libro, qué debo hacer?”, poniendo el destino mismo de
la novela en manos de su destinatario.
El ser o no ser de Shakespeare
se convierte en la novela de Sterne en un narrar o no narrar.
Las voces del lector irrumpen
en la novela para animar o desanimar al narrador.
Un lector le dice al narrador:
“Cuéntalo, no lo dudes”.
Otro, en cambio le advierte:
“Serás un idiota si lo haces. Mejor cállate la boca”.
Jacques
el fatalista
de Denis Diderot, como la novela de Sterne, es una sonora reafirmación de la
tradición de la Mancha y su doble hermandad de la libertad y la incertidumbre.
Jacques y su amo recorren los caminos de Francia como Sancho Panza y el suyo,
los de España. Si la ruta de Don Quijote es constantemente interrumpida por historias
interpoladas, la narración dentro de la narración, la diversidad de voces y el
diálogo de géneros, Diderot potencia la lección de Cervantes dándole al lector
la libertad de escoger entre numerosas alternativas o posibilidades de la
narración.
Algunas opciones se dirigen al
futuro: Jacques se separa de su amo en un cruce de caminos y el narrador no
sabe a cuál de los dos seguir de allí en adelante: ¿al amo o al criado?
Pero más interesantes son las
opciones que Diderot le ofrece al lector respecto al pasado —es decir, lo ya
ocurrido— en la novela que estamos leyendo. En efecto, nos pregunta el autor,
¿dónde pasaron la noche anterior al presente de la narración el amo y el
criado?
Diderot le ofrece siete
posibilidades al lector:
1.
En
un gran burdel de una gran ciudad.
2.
Cenando
con un viejo amigo.
3.
Con
unos monjes que los maltrataron en nombre de Dios.
4.
En
un hotel donde les cobraron demasiado cara la cena.
5.
En
la casa de un par de Francia, donde carecieron de todas las necesidades en
medio de todas las superfluidades.
6.
Con
un cura en una aldea, o
7.
Emborrachándose
en una abadía benedictina.
Escojan ustedes —decida
el lector.
Tanto en Sterne como en Diderot, el empleo del
tiempo determina el ritmo de la prosa. Y me refiero no sólo a la brevedad de
los capítulos, sino a la velocidad del lenguaje. La rapidez como hermana de la
comicidad nos resulta hoy obvia en la imagen cinematográfica acelerada de
Buster Keaton o de Charlie Chaplin. Pero nuestra imagen visual,
cinematográfica, posee claros antecedentes musicales en El
barbero de Sevilla de Rossini y poéticos en el Eugenio
Oneguin de Pushkin.
Oigan ustedes la velocidad de
los recitativos en Rossini:
Fra
momenti io torno
Non
apritte a nessuno
Se
don Basilio venisse a ricercarmi
Che
m‘aspetti
O el ritmo acelerado del verso en Pushkin
Yo
te amaría,
pero
en un día,
con
la costumbre,
te
odiaría.
Tanto Sterne como Diderot pertenecen a esta
tradición de la velocidad.
Leemos en Diderot: “Conozco a
una mujer bella como un ángel… Deseo acostarme con ella… Lo hago… Tenemos cuatro
hijos”.
Y en numerosos pasajes de Tristram Shandy, Sterne acelera el tiempo narrativo para
cumplir su imposible propósito: narrar un libro que refleje fielmente el tiempo
de la vida porque dura exactamente lo mismo que la vida tanto del narrador como
del protagonista Tristram Shandy, lo cual propone, a su vez no un solo tiempo
sino varios:
1.
El
tiempo de la escritura a cargo de Laurence Sterne.
2.
El
tiempo de la novela a cargo de Tristram Shandy.
3.
El
tiempo que emplean en leerla ustedes, amables lectores.
Las cosas se complican porque Tristram empieza a
narrar nueve meses antes de nacer y porque su nacimiento mismo es demorado por
una sirvienta atolondrada que no sabe atender a tiempo a la mamá del bebé
Tristram. Y por si fuera poco, cuando la sirvienta sube la escalera para cuidar
a mamá Shandy, su pie se detiene en el segundo escalón y allí permanece,
inmóvil, durante unas 50 páginas mientras la narración se distrae en una
historia que no tiene nada que ver con el nacimiento del héroe pero que
contribuye a la convicción cervantina de Sterne: La digresión es el alma de la
narración.
La libertad de jugar con la
lengua en nombre de la libertad de la imaginación, la ruptura insolente de la
unidad, la rebeldía contra el orden consagrado, la gran tradición de la Mancha
iniciada por Cervantes y continuada por Sterne y Diderot, es abruptamente
interrumpida por un terremoto histórico.
Sumen ustedes: Revolución
francesa y fin de la monarquía absoluta y los remanentes feudales. Revolución
americana y fin del dominio colonial en el nuevo mundo. Disolución de los
gremios y asociaciones de trabajo a favor de la libre empresa y expansión sin
límites de las clases medias entorpecida por las aristocracias tradicionales.
La revolución industrial.
Todo ello sucede a lo largo de
medio siglo —y quizás aún no acaba de suceder—. Pero el símbolo del suceso es
un hombre, un protagonista, un ser humano que por su voluntad imperiosa, su
ambición gigantesca, la fuerza de su personalidad, se impone a la historia, la
inventa, la moldea y la hereda. Es el anti-Quijote.
Ese personaje se llama Napoleón
Bonaparte y a partir de su biografía —de simple cabo del ejército a emperador
de Francia y dueño de Europa— la novela europea hace un giro de 180° para
centrarse en el tema del ascenso del héroe —o antihéroe— en la nueva sociedad
burguesa post-revolucionaria.
La tradición que llamaré de
Waterloo en oposición a la de la Mancha no nace, pues, de la imaginación, como
la cervantina, sino de la historia. Se propone reflejar la historia y, acaso,
dirigirla o por lo menos modificarla.
Cada soldado de mi ejército
trae en su mochila el bastón de mariscal, dice Napoleón, iniciando la era
anti-aristocrática, anti-hereditaria, de las carreras abiertas para todos. El
código civil napoleónico. La propiedad ya no hereditaria, sino adquirible por
todos los medios. El trabajador sin derechos, sujeto a la libertad de empresa.
Lo dice con gran fuerza Alfred de Musset en su espléndida novela La confesión de un hijo del siglo de 1836.
“Napoleón hizo temblar el
lúgubre bosque de la vieja Europa.” “La gesta napoleónica”, añade “separa al
pasado del futuro pero no es ni lo uno ni lo otro… y ya no sabemos, a cada
paso, si ahora caminamos sobre un surco o sobre una ruina”.
Surco o ruina, de la historia
napoleónica surge Julien Sorel, el ambicioso seminarista del Rojo y negro de Stendhal que, empleado como tutor en casa
de un viejo aristócrata, lee en secreto el Memorial de Santa
Helena para que Napoleón le sirva de ejemplo erótico a fin de seducir a
la esposa del patrón.
¿Y qué son los grandes
arribistas de La Comedia humana de Balzac si no
individuos napoleónicos dispuestos a hacer carrera a como dé lugar, mediante la
ambición, el disimulo, la traición? Eugenio de Rastignac y Lucien de Rubempré
aprovechan la oportunidad del nuevo tiempo post-napoleónico para hacer carrera,
alcanzar la cumbre, mofarse de los ideales, aprovechar las convenciones.
Lo resumen todo los consejos
del abate Herrera a Lucien de Rubempré en Las ilusiones
perdidas: Engaña. Disimula. Miente. Y asciende. La sociedad sólo es
conquistada, sin escrúpulos, por los ambiciosos.
Pero, ¿quién es “el abate
Herrera”? Es el gran maestro de ceremonias de La Comedia
humana de Balzac. En realidad se llama Jacques Collin, Trompe la Mort, el engañamuertos salido de las prisiones de
Francia a la conquista de una sociedad que reclama la astucia del criminal para
ser dominada, al grado de que Colin-Herrera acabará su carrera como Vautrin,
jefe de la policía parisina. En efecto, carreras abiertas para todos, sobre
todo para los ambiciosos sin escrúpulos. El criminal a cargo de la justicia y
al cabo, los locos a cargo del manicomio.
Surgida de los campos de
batalla y de las prisiones, instalada en los salones y los parlamentos, la
tradición de Waterloo termina no sólo en la derrota y el exilio, como Napoleón
mismo, sino en el crimen y la locura, como el último héroe bonapartista de la
novela, Rodion Raskolnikov. En Crimen y castigo,
Raskolnikov habita una buhardilla adornada por el retrato de Napoleón
Bonaparte. Napoleón justifica a Raskolnikov en su filosofía de hombre
totalmente libre para actuar, incluso para matar. Pero aquí entramos a un
severo cambio de dirección: si Raskolnikov culmina la tradición napoleónica de
Waterloo, presagia ya la nueva tradición del superhombre de Nietzsche capaz de
“salir de una repugnante sucesión de asesinatos, violaciones, actos
incendiarios y tortura, con un sentimiento de exaltación…con la inocente
conciencia de una bestia rapaz…”
Nietzsche nos coloca en el
umbral de nuestro propio tiempo y de la tentación totalitaria. Vuelvo atrás
para indicar que la tradición de la Mancha pervive con gracia a veces,
dramáticamente otras, en la tradición de Waterloo. Dos notables ejemplos son
dos Quijotitas con faldas que como el hidalgo de la Mancha, creen lo que leen.
Catherine Morland, en La abadía de Northanger de Jane
Austen, pierde la razón leyendo novelas góticas de terror pero la recupera
gracias a buenas dosis británicas de té y simpatía. En cambio, Emma Bovary, en
la novela de Flaubert, corre hacia su pérdida leyendo novelas románticas que
ella desea vivir en la realidad. Su esposo es un aburrido médico de provincia.
Sus amantes, pasajeros y desleales. Su crédito, limitado: no sé a dónde habría
llegado Mme. Bovary con una tarjeta de American
Express. Su destino es la muerte. La distancia entre el mundo real de Emma sólo
la salva la muerte.
Podemos comparar entonces, con
todas las salvedades, dos grandes tradiciones narrativas: la de Waterloo y la
de la Mancha.
Waterloo se ocupa de la vida
real.
La Mancha se ocupa de la vida
ficticia.
Waterloo se niega como ficción:
pretende ser fiel reflejo de la vida, rebanada de vida, espejo en el camino de
la vida.
La Mancha se celebra a sí misma
como ficción y celebra su génesis en la ficción.
El trasfondo de Waterloo es
explícitamente social.
El de la Mancha es libresco,
desciende de otros libros y rinde homenaje constante a la tradición literaria.
Waterloo es serio. La Mancha es
cómica.
Los personajes de Waterloo
pretenden ser hombres y mujeres reales, sicológicamente verificables.
Los personajes de la Mancha,
más que actores, son lectores.
Y es que Waterloo lee al mundo,
en tanto que la Mancha es leída por el mundo… y lo sabe.
Waterloo se funda en la
experiencia: se escribe de lo que se sabe.
La Mancha se basa en la inexperiencia:
se escribe de lo que se ignora.
Waterloo, a partir del siglo XIX, se vuelve tradición
central de la novela y la Mancha, tradición excéntrica.
La novela iberoamericana nace
en el siglo XIX con la independencia de las
colonias y la independencia se confunde con todo lo que representa retraso —a
saber, indios, negros y españoles— y celebración de todo lo que se identifica
con el progreso —Francia, Inglaterra y los Estados Unidos.
Esta imitación extralógica
conduce a la erección de fachadas legalistas que poco o nada tienen que ver con
la realidad de la América Latina que, gústele o no, es ibérica, india y
mestiza, negra y mulata. En cambio, dijo Victor Hugo, la Constitución de
Colombia fue escrita para los ángeles, no para los humanos.
El divorcio entre el país real
y el país legal tiende a manifestarse también en la literatura. No hay muy
buenas novelas latinoamericanas en el siglo XIX. Hay naturalismo,
realismo, costumbrismo. Hay retratos sociales importantes como los del chileno
Blest Gana. Hay novelas de aventuras divertidas como las del mexicano Manuel
Payno. Hay títulos asombrosos, como el de una novela de otro mexicano, Riva
Palacio, titulada Monja, casada, virgen y mártir. En
ese orden.
Hay un gran libro, acaso el
mejor de nuestro siglo XIX, que es el Facundo de Sarmiento, diálogo genérico de política,
geografía, historia, economía y fe en la civilización contra la barbarie
encamada por el papá de todos los tiranos latinos, el feroz caudillo de la
Rioja, Facundo Quiroga.
Y hay una gran excepción a la
regla: la tradición de la Mancha, así en Iberoamérica como en Europa misma, la
prolonga un gran escritor brasileño, Joaquim Maria Machado de Assis. Pobre,
mulato, autodidacta, Machado de Assis publica en 1881 Las
memorias póstumas de Blas Cubas y recupera de un golpe, para Iberia y
para Iberoamérica lo que Milán Kundera llama, con melancolía, “la extraviada
herencia de Cervantes”.
Blas
Cubas
es una novela escrita desde la tumba por el protagonista muerto. Como Sterne y
Diderot, Machado se dirige al “lector poco ilustrado”, al lector que es “el
defecto del libro”. Lector, le dice Machado, sáltate este capítulo. Vuelve a
leer este otro. No seas perezoso. Conténtate, lector, con saber que esto que
lees son meramente notas para un capítulo triste que NO escribiré. Irrítate de
que te obligue a leer un diálogo entre los amantes y si este capítulo te parece
ofensivo, recuerda que éstas son mis memorias, no las tuyas y que desde el
principio te advertí: este libro es suficiente en sí mismo. Si te place, excelente
lector, me sentiré compensado. Si el libro te desagrada, te premiaré con un
chasquido de dedos y me sentiré bien librado de ti…
El “desocupado lector” de
Cervantes esconde una enorme ironía: nadie requiere mayor participación del
lector que Cervantes, quien inaugura la tradición de la Mancha invitando al
lector a ser co-autor de un libro que se sabe libro, dándole al lector el
privilegio democrático de entrar a la imprenta donde se fabrica el libro que
estamos leyendo, sabedores, Cervantes y sus lectores, de que la vida de la
novela depende de los valores de una lectura mediante la cual la imaginación
del autor y la del lector se reúnen en los fértiles terrenos de la certidumbre
crítica. La religión propone dogmas. La política, ideologías. La lógica, certezas.
La novela, enigmas.
No es casual que el
renacimiento de la tradición manchega coincide con una época de incertidumbre
profunda. A partir de la Gran Guerra de 1914-1918, se derrumban las certezas
del progreso en ascenso perpetuo, el derecho a la felicidad y el bienestar
inevitable.
Las guerras mundiales y las
múltiples guerras locales, los totalitarismos y los campos de concentración, la
intolerancia y el terror, la rapidez de los satisfactores pasajeros, la basura
de un mundo que se dice conservador y lo consume todo, el aplazamiento de la
agenda de la necesidad por los caprichos de la necedad, el lento funeral de la
palabra en aras de lo que Emilio Lledó llama “el etéreo imperio de las
imágenes”.
Todo ello nos ha regresado con
visión y voluntad renovadas al Quijote. En las negras horas precedentes a la
Segunda Guerra Mundial, Thomas Mann abandonó la Alemania de Hitler cruzando el
Atlántico con Don Quijote como su más seguro amarre
con la civilización europea.
Pero desde antes, bajo las
nubes de la Primera Guerra, Franz Kafka habría descubierto que Don Quijote fue una invención magnífica de Sancho Panza,
quien de esa manera se convirtió en un hombre libre para seguir las hazañas del
caballero andante, sin hacerle daño a nadie.
Kafka y Mann recuperan para
Europa la tradición de la Mancha y a partir de entonces la continúan Günter
Grass en Alemania, Italo Calvino en Italia, Milan Kundera en Checoslovaquia,
Salman Rushdie en la Gran Bretaña, Thomas Pynchon en Estados Unidos y en
Latinoamérica, Jorge Luis Borges, cuyo “Pierre Menard, autor del Quijote”,
cierra la tradición circular de la Mancha determinando que basta repetir el Quijote letra por letra, pero con tiempo e intención
diferentes, para reabrir el círculo, reanudar la tradición y darle nuevo acento
goytisolitario en España, nelidapiñoniano en Brasil, cortazariano en Argentina.
Los hijos de Cervantes se
convierten, en Iberia e Iberoamérica, en los hijos de la Mancha, los hijos de
un mundo manchego y manchado, impuro, sincrético, barroco, corrupto, animados
por el deseo de manchar con tal de ser, de contaminar con tal de asimilar, de
multiplicar la apariencia de las cosas a fin de multiplicar el sentido de las
cosas.
En contra de la consolación de
una sola lectura de una realidad única, los hijos de la Mancha duplican todas
las verdades para impedir que se instale un mundo ortodoxo de la fe o de la
razón o un mundo puro, excluyente de la variedad impura, cultural, sexual,
política, pasional de las mujeres y de los hombres.
Cervantes y su descendencia son
los adelantados de la imaginación y de la ironía, del mestizaje y del contagio
vitales en un mundo amenazado por los verdugos del racismo, la xenofobia, el
fundamentalismo religioso y otro, implacable fundamentalismo, el del mercado.
La gran herencia de Cervantes
para su tiempo, el nuestro y todos los tiempos, consiste en decirnos que el
mundo es susceptible de muchas explicaciones.
Que el mundo no es una realidad
fija, sino mutable.
Que toda verdad y toda razón
requieren pasar por el cedazo de la duda.
Que sólo nos acercamos a la
realidad si la ponemos en tela de juicio.
Y que sólo nos acercamos a la
verdad si no pretendemos imponerla.
Muchas gracias.
La Caixa
Palma
de Mallorca, España
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