miércoles, 5 de mayo de 2021

DECÁLOGO DEL ESCRITOR. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES.

 

 


1. DISCIPLINA. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador: es como entrar a un túnel sin saber si en él habrá luz o salida. Recuerdo, de muy joven, haber compartido muchos fines de semana en Cuernavaca con mi muy amado maestro y amigo Alfonso Reyes. A veces llegaba yo tarde de una parranda —tenía 17 años— y a las cinco de la madrugada veía encendida la luz del estudio de Reyes y a don Alfonso inclinado sobre sus cuartillas como un mágico gnomo zapatero.

Reyes calmó mi asombro —mi envidia, mi afán de emularlo— con una frase de Goethe, otro escritor de madrugada: “El escritor debe quitarle la crema al día”. Alfonso Reyes me enseñó que la disciplina es el nombre cotidiano de la creación y Oscar Wilde, que el talento literario es 10% inspiración y 90% transpiración.

Pero si ésta es la parte lógica de la creación literaria, hay otra misteriosa e insondable que yo no asocio con la vaguedad de la inspiración —que a menudo es una manera de aplazar el trabajo esperando a Godot—. Esa parte misteriosa es el sueño. Yo puedo planificar, la noche anterior, el trabajo de la mañana siguiente y acostarme a dormir impaciente por levantarme a escribir.

Pero cuando me siento a hacerlo, el plan propuesto por mi lógica de la vigilia sufre demasiadas excepciones, se viene abajo y es invadido por lo totalmente imprevisto.

¿Qué ha sucedido?

Sucede que he soñado, Y sucede que los sueños que recuerdo son repetitivos, banales e inservibles. No puedo sino creer, entonces, que la mano creadora que guía la mía es la de los sueños que no recuerdo al día siguiente, los sueños haciendo su trabajo literario invisible: desplazando, condensando, re-elaborando y anticipando en el trabajo del sueño el trabajo de la creación literaria.

Ahora bien, cada cual mata pulgas a su manera y la mía es levantarme a las seis de la mañana, escribir de siete a doce —cinco horas corridas—, hacer ejercicio una hora, salir a comprar los periódicos (sus noticias me parecen siempre más viejas que mi imaginación), comer con mi mujer Silvia, leer tres horas en la tarde —de tres a seis— y salir entonces al cine, al teatro, la ópera.

Esto es posible —añado de prisa— en mi cuartel literario de Londres, una ciudad organizada. En el D. F., en cambio, los desayunos políticos a las ocho de la mañana, como si no hubiese polaca sin pozole; las comidas de tres a seis; la difícil digestión, bajo la mirada irónica de la Coatlicue, de seis a nueve. Y la cena del ángel exterminador de diez de la noche a las dos de la mañana. Si en estas condiciones logro escribir un artículo de prensa, me doy por bien servido.

Pero México, mis amigos, mi familia, mi maravilloso, tierno, infinitamente cortés pueblo, mi estrangulada, asfixiante, nunca más transparente región del aire, mi territorio de la memoria y una vida política en la que la realidad supera la ficción (a ver quién puede meter en una novela a un Mario Villanueva o a una “Paca” y hacerlos creíbles), todo ello, les digo, me llena los vasos comunicantes de la creación, con ardor, es cierto, de tequila y enchiladas.

Puedo entonces regresar a Londres y agradecer el mal clima, la pésima comida y la frialdad cortés de los isleños, sin perder la nostalgia de un buen chilpachole y guardando en la oreja los dos sonidos constantes de México que son como el aplauso diario de nuestro país: las hacendosas manos de nuestras mujeres palmeando las tortillas y los fraternales abrazos de nuestros hombres palmeándose las espaldas.

2. LEER. Leer mucho, leerlo todo, vorazmente. Nuestro inolvidable Fernando Benítez tenía unas tarjetas de visita que decían simplemente: FERNANDO BENÍTEZ, LECTOR DE NOVELAS.

Leerlo todo y leerlo pronto. La vida no nos va a alcanzar para leer y releer todo lo que quisiéramos. Mi generación, acaso, fue la última en formarse gracias a las lecturas maravillosas de los libros que nos transportaban a otros mundos, los libros del ensueño infantil. Salgari y El corsario negro, Paul Feval y El jorobado o Enrique de Lagardere, los Pardaillán que nos dotaban de capas y espadas en vez de overoles y trompos, el Corazón de Edmundo de Amicis que nos autorizaba a llorar sin vergüenza. Éstos eran los libros iniciales de las infancias latinas, de Roma a Buenos Aires y de Madrid a México.

Pero a ellas se añadían las que compartíamos con el mundo anglosajón, los escritores comunes de nuestras infancias, Alejandro Dumas, Julio Verne, Dickens, Stevenson y Mark Twain. ¿Los leen los niños de hoy, o pasan todo su tiempo en el Nintendo? No lo sé, pero no lo creo. Mi editor inglés me lleva a la esquina de su librería en Londres y me muestra, a lo largo de cuatro cuadras, la fila de niños esperando comprar el nuevo volumen de Harry Potter. Y una versión moderna de un nórdico poema épico del siglo VII, Beowulf, en la luminosa traducción de Seamus Heaney, se convierte en bestseller en todo el mundo angloparlante. Richards Lawrence.

Y entre nosotros, durante toda mi vida, fue una seña de identidad de la juventud ascendente, obrera, estudiantil, de clase media, universitaria, leer a Paz y a Rulfo, a Neruda y a Lorca, a García Márquez y a Cortázar.

El escritor, pues, debe ser el adelantado de la lectura, el protector del libro, el tábano insistente: que el precio del libro no sea obstáculo para leer en un país empobrecido. Que haya librerías públicas, abiertas a todos. Que los jóvenes sepan que si no hay dinero para comprar libros, hay bibliotecas públicas donde leer libros. ¿Me escucha usted, señor secretario Reyes Tamez?

Lo cual me lleva a la TERCERA consideración de esta mañana.

3. TRADICIÓN Y CREACIÓN. Las enuncio unidas porque creo profundamente que no hay nueva creación literaria que no se sostenga sobre la tradición literaria, de la misma manera que no hay tradición que perviva sin la savia de la creación. No hay Lezama sin Góngora —pero no hay, desde ahora, Góngora sin Lezama—. El autor de ayer se convierte así en autor de hoy y el de hoy, en autor de mañana. Y es así porque el lector conoce algo que el autor desconoce: el lector conoce el futuro y el siguiente lector del Quijote será siempre el primer lector del Quijote.

Creación y tradición: el puente entre ambas es mi cuarto inciso.

4. LA IMAGINACIÓN, que es “la loca de la casa”, dijo con razón Pérez Galdós, pero que abre con su locura todas las ventanas, respeta a los vampiros que duermen en los sótanos, pero levanta los techos como el Diablo Cojuelo para ver lo que ocurre en los pastelones podridos de Madrid, de México, de Manhattan… La imaginación vuela y sus alas son la mirada del escritor. Mira, y sus ojos son la memoria y el presagio del escritor.

La imaginación es eso, la unidad de nuestras sensaciones liberadas, el haz en que se reúne lo disperso, sí, la naturaleza de los símbolos que nos permiten pasar por las selvas salvajes, acaso más salvajes hoy en la ciudad que en la propia selva.

Imaginar es trascender, o por lo menos darle sentido, a la experiencia. Imaginar es convertir la experiencia en destino y salvar al destino de la fatalidad.

No hay, pues, naturaleza —natura— sin la imaginación bucólica de Dafnis y Cloe —prístino manantial del género—, de la Diana de Montemayor o del Pastor de Spenser, todas ellas formas amables que contrastan con la terrible naturaleza indómita del Moby Dick de Melville o con el paisaje desolado de La tierra baldía de Eliot.

Pero la naturaleza de la naturaleza literaria no sólo consiste en recordarnos que el mundo que nos rodea puede ser placentero o cruel, amigo o enemigo, sino en crear, mediante la imaginación, una segunda realidad literaria de la cual ya no podrá dispensarse la primera realidad física.

5. O sea, —quinta consideración— que la REALIDAD LITERARIA no se limita a reflejar la realidad objetiva. Añade a ésta algo que antes no estaba en la realidad —enriquece y potencia la realidad primaria—. Imaginemos —tratemos de imaginar— el mundo sin Don Quijote o Hamlet. No tardaremos en convencernos de que el Caballero de la Triste Figura y el Príncipe de Dinamarca tienen tanta o más realidad que muchos conocidos nuestros.

Ahora bien, la literatura crea realidad pero no puede divorciarse de la realidad histórica en la que ocurre —física, cronológica o imaginativamente— la literatura. Por eso es indispensable distinguir literatura e historia a partir de una premisa: la historia pertenece al mundo de la lógica, es decir, a la zona de lo unívoco: la invasión napoleónica de Rusia ocurrió en 1812. En cambio, la creación literaria pertenece al universo poético de lo plurívoco: ¿qué pasiones contradictorias agitan los espíritus de Natasha Rostova y Andrei Volkonsi en la novela de Tolstói?

La novela y el poema se disparan en muchos sentidos, no buscan una sola explicación y mucho menos una cronología precisa. Leamos a todos los excelentes historiadores rusos del siglo XIX pero tratemos de imaginar esa época sin Tolstói y Dostoyevski, sin Pushkin y sin Turguénev. O sea: La guerra y la paz de Tolstói no sólo ocurre en 1812. Renace en todos los campos de batalla de la guerra del tiempo, ocurre en la mente del lector y allí se diseña como hecho de la imaginación literaria que, a su vez, define la relación de la obra con el tiempo, a través del hecho del lenguaje.

6. LA LITERATURA Y EL TIEMPO. La literatura transforma la historia —los hechos, lo que sucede en el campo de batalla militar de Waterloo— en poesía y ficción o cómo sucede en el lecho nupcial de Natasha Rostova y Pierre Bezukov.

La literatura ve a la historia y la historia se subordina a la literatura porque la historia es incapaz de verse a sí misma sin un lenguaje. La Ilíada, nos indica Benedetto Croce, es la prueba de la identidad original de literatura e historia —es la obra de un popolo intero poetante— de todo un pueblo poetizador.

Semejante unidad se ha perdido. La modernidad fraccionadora, individualista, no la tolera desde que Montaigne dijo: “Ya no basta el nombre, ahora queremos el renombre”. El anonimato poético y colectivo de Homero no lo requería. Lo requiere Victor Hugo, que según la célebre apostilla de Jean Cocteau, era un loco que se creía Victor Hugo…

El mundo épico de la antigüedad es como el San Petersburgo de Gogol, un gran animal roto en mil pedazos. Ruptura de la unidad del lenguaje homérico y aparición del lenguaje cervantino. A partir de Don Quijote, sólo se puede hablar de lenguajes en plural. Cervantes supera la unidad perdida mediante la pluralidad hallada. Don Quijote habla el lenguaje de la épica. Sancho, el de la picaresca. Ulises y Penélope hablaban el mismo lenguaje, se entendían. Mme. Bovary y su marido, Anna Karenina y el suyo, hablan lenguajes diferentes, no se pueden entender.

La ruptura de la unidad se convierte así en unidad de las rupturas. No hay comunicación sin diversificación y no hay diversificación sin la admisión del Otro. El lenguaje se convierte en niveles del lenguaje y la literatura en re-elaboración de lenguajes híbridos, migratorios, mestizos, con los que el escritor utiliza su lenguaje para arrojar luz sobre otros lenguajes. Así proceden Goytisolo en España, Grass en Alemania, Pamuk en Turquía.

Dios se retira a su sabático antes de que Nietzsche lo dé por muerto y en su lugar aparece Don Quijote: aparece la novela, ya no como la ilustración de verdades sabidas sino como una búsqueda de verdades ignoradas. Ya no como antigüedad del pasado sino como novedad del pasado. Así es: el próximo lector del Quijote será siempre el primer lector del Quijote. El pasado de la literatura se convierte en el futuro de la literatura y en el eterno lenguaje de la literatura. Mito que nos radica en el hogar. Épica que nos empuja fuera de la tierra conocida a la frontera ignorada. Tragedia del retorno al hogar y a la familia dividida y herida por la pasión y la historia. Literatura, en fin, que restaura la comunidad perdida, polis que exige nuestra palabra y nuestra acción política, civitas que necesita la voz literaria como acto de civilización para aprender el arte de vivir juntos, acercarnos, amarnos, apoyarnos a pesar de la crueldad, la intolerancia y la sangre derramada que jamás ha abandonado las sombras de una mente humana iluminada, a pesar de todo ello, por la luz de la justicia.

La literatura aporta a la civitas la parte no escrita del mundo y se convierte en lugar de encuentro, lugar común, no sólo de personajes y argumentos, sino de civilizaciones (Thomas Mann), de lenguajes (Guimarães Rosa), de clases sociales enteras (Balzac), de eras históricas (Hermann Broch) o de eras imaginarias (Lezama Lima). El lenguaje literario, en este sentido, es lenguaje de lenguajes. Es el lenguaje mirándose a sí mismo porque es capaz de mirar los lenguajes de los otros.

7. Publicada la obra literaria deja de pertenecerle al escritor y se convierte en propiedad del lector —del Elector, como lo llamo en Cristóbal Nonato. Se convierte también en objeto de LA CRÍTICA. Y cuando digo “crítica” me refiero a un arte ni superior ni inferior a la obra criticada, sino su equivalente, una crítica a la altura de la obra, en diálogo con la obra.

Los mejores críticos de la literatura son, por ello, los mejores creadores literarios. La correspondencia crítica, digamos, entre Reyes y Góngora, Paz y Darío, D. H. Lawrence y Melville, Baudelaire y Poe, Sartre y Faulkner, convierte la crítica en equivalencia de la creación literaria. Pero el gran crítico profesional — diferente del escritor escribiendo sobre otro escritor— alcanza la misma relación de correspondencia: Ernst Robert Curtius y Balzac, Roland Barthes y Proust, Martin Hopenhayn y Kafka, Eric Auerbach y los románticos alemanes, Pedro Henríquez Ureña y el modernismo latinoamericano, Michel Foucault y Borges, Marthe Robert y Cervantes, Bajtín y Rabelais, Donald Fanger y Gogol, son sólo algunos ejemplos de esta fructífera correspondencia entre el crítico y la obra.

Distingo así la crítica verdadera de la que no pasa de ser reseña —la mayoría de las opiniones sobre libros que se leen en la prensa— o aun de la crítica solapada, la que se limita a reproducir las solapas del libro en cuestión. Recomiendo al joven escritor no ocuparse ni preocuparse demasiado por la reseña periodística. Pero no seamos hipócritas. Agradecemos las reseñas positivas, deploramos las negativas y admiramos a Susan Sontag porque no lee ni las unas ni las otras. Pero, asimismo, sujetarse a unas o a otras es un error. Pasan como un chiflido. Las buenas nos dan, es cierto, un poquito de respiración. Las malas, nos hacen lo que el aire a Juárez.

Consuélense pensando que no existe una sola estatua, en ninguna parte del mundo, en honor de un crítico literario.

Toda una actividad que puede ser noble y necesaria es a veces disminuida por quienes la practican movidos por la envidia o la frustración. Pero subsiste la paradoja, o si lo prefieren, el dilema: sólo en la literatura la obra es idéntica al instrumento de su crítica: el lenguaje. Ni las artes plásticas, ni la música, ni el cine, incluso el teatro que es un arte de la representación en vivo pero distanciada, sufren de esta incestuosa relación entre palabra creadora y palabra crítica.

8. De allí mi octava recomendación al escritor joven. No se dejen seducir ni por el éxito inmediato ni por la ilusión de la inmortalidad. La mayoría de los bestsellers de una temporada se pierden muy pronto en el olvido y el badseller de hoy puede ser el longseller de mañana. Stendhal es un buen ejemplo de lo segundo. Anthony AdverseAdversidad— de Hervey Allen, súper bestseller del año 1933, ejemplo de lo primero: el mismo año de 1933, Faulkner publicó un noseller que se convirtió en longseller, Luz de agosto.

Bueno, la eternidad, dijo William Blake, está enamorada de las obras del tiempo. Obras del tiempo son Don Quijote y Cien años de soledad y la eternidad, desde un principio, se enamoró de ellas. En cambio, La cartuja de Parma de Stendhal sólo obtuvo el puñado de lectores que el elogio de Balzac, irritado por la indiferencia municipal y espesa, le aseguró a una obra maestra destinada, primero, a los happy few y hoy, a la gloria eterna y renovada de las generaciones.

La lección: sean ustedes fieles a sí mismos, escuchen la voz profunda de su vocación, asuman el riesgo tanto de lo clásico como de lo experimental. Ya no hay vanguardia, ya no hay dogmas ni para la tradición ni para la renovación. No hay vanguardia porque el arte concebido como compañero de la novedad ha dejado de ser novedoso porque la novedad era, a su vez, compañera del progreso y el progreso ha dejado de progresar. El siglo XX nos legó una modernidad vulnerada. Hoy sabemos que el adelanto científico y técnico no asegura la ausencia de la barbarie política y moral, como lo ha evocado Vicente Rojo.

La respuesta artística a la crisis política y economicista de la modernidad ha sido la libertad de estilos, prácticamente ilimitada, que permite al autor, si se libera de la triple tiranía vanguardista-progresista-consumista, escribir en los estilos que le plazcan —pero a condición de que la libertad no olvide nunca lo que le debe a la tradición y lo que la tradición le debe a la creación.

9. Regreso así al origen de mi decálogo de recomendaciones y la conciencia de que ambas — tradición y creación— debe poseer el joven escritor. Distingo en este punto dos vertientes de acción. Una es la posición social del escritor situado entre el pasado y el futuro en un presente que le impide sustraerse de la condición política. Pero esto no lo digo a la manera del obligado compromiso sartreano, sino a partir del libre compromiso ciudadano.

El escritor cumple con su función social manteniendo vivas, en la escritura, la imaginación y el lenguaje. Aunque no tenga opiniones políticas, el escritor, le plazca o no, contribuye a la vida de la ciudad —la polis— con el vuelo de la imaginación y la raíz del lenguaje. No hay sociedad libre sin ellas y no es fortuito que los regímenes totalitarios traten de silenciar, en primer término, a los escritores.

Pero esta función —mantener vigentes la imaginación y el lenguaje— en nada excluye la opción política del escritor. Sólo que, como actor partidista dentro de la polis, el escritor procede como ciudadano, ni más ni menos, sin más privilegios que cualquier otro ciudadano: escoge, debate, elige, sale al foro público acaso con más voz pero no con menos responsabilidades políticas que las de la sociedad civil a la que pertenece y por la que habla.

Y sin embargo, de pie en la plaza pública, a solas con sus cuartillas y sus plumas (como yo aún) o con su ordenador (como muchos ya) el escritor está dando vida, circunstancia, carne, voz, a las grandes, eternas preguntas de las mujeres y de los hombres en nuestro breve tránsito por esta tierra:

¿Cuál es la relación entre la libertad y la fatalidad?

¿En qué medida podemos moldear nuestro propio destino?

¿Qué parte de nuestras vidas se adapta al cambio y cuál a la permanencia?

¿Hasta dónde son determinadas nuestras vidas por la necesidad, hasta dónde por el azar y hasta dónde por la libertad?

Y, finalmente, ¿por qué nos identificamos por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma? Respuesta que no conocemos pero hecho que nos permite continuar siendo exactamente lo que no comprendemos.

La literatura, señoras y señores, es por todo esto una educación de los sentidos, una indispensable escuela de la inteligencia y de la sensibilidad a través de lo que más nos distingue de y en la naturaleza: la palabra.

El décimo mandamiento, en consecuencia, lo dejo en las manos de todos y cada uno de ustedes, de su imaginación, de su palabra, de su libertad.

El Colegio Nacional

Ciudad de México, México

lunes, 3 de mayo de 2021

A VIVA VOZ. PRÓLOGO. CARLOS FUENTES.

 


Prólogo La obra narrativa y ensayística de Carlos Fuentes se escribió para ser impresa y leída, y releída, claro está. Es una aventura intelectual y vivencial única, muchas veces difícil. Requiere en el lector el pleno ejercicio de su cultura, atención y sentidos, un ejercicio que es ampliamente recompensado con placer, reconocimiento y un enriquecimiento de su percepción del mundo y sus seres. Las conferencias se conciben principalmente para ser pronunciadas y escuchadas. Carlos Fuentes fue un conferenciante generosamente prolífico e incansable. Hasta el final subía al podio con un salto atlético, seducía a su público con la brillantez de sus dramáticas síntesis, su manera personalísima de vivir y compartir su cultura literaria, la calidez de su tono. En una conferencia hablaba de la atención que mantener y ahondar la amistad exige y su palabra viva encarnaba esta intensa atención que define al escritor realmente importante. Una atención penetrante, crítica, colérica a veces, amorosa, inteligente. La inmediatez de la palabra hablada de Fuentes informa y anima los textos escritos de las conferencias reunidos en este tomo. Hablan intensamente de su relación con la literatura universal y nacional, con su propia literatura, con sus amigos y con la comunidad de escritores, desde Cervantes hasta Cortázar que, con él, comparten una plural apertura a la diversidad, la otredad y a la duda crítica que el poder y tantos regímenes políticos pugnan por eliminar.

A Fuentes le gustaba agrupar los conceptos y las figuras literarias en tríadas: desde los yo, tú y él, de Artemio Cruz, los tres peregrinos de Terra Nostra, memoria, inteligencia y voluntad; hasta el trío Voltaire, Rousseau y Diderot en La campaña o Marat, Robespierre y Danton con sus respectivos personajes en Federico en su balcón. Los tres maestros de los que habla aquí, Balzac, Faulkner y Cervantes, representan las visiones y prácticas que dialécticamente conforman gran parte de su obra: grosso modo, realismo, energía optimista, progreso lineal, la conciencia trágica, la conciencia crítica y lúdica, la mezcla de géneros y los juegos literarios que subvierten el orden narrativo y natural. La novedad de La región más transparente radicaba en el maridaje del realismo decimonónico francés y el modernismo anglosajón. La primera ruptura radical con el realismo y la fijeza genérica, bajo el signo cervantino, de la Mancha, llegó con Cambio de piel.

Estas tres conferencias empiezan pausadamente con una exposición amplia y sintética, de clase magistral, sobre la realidad histórica e intelectual en la cual se desarrolla la labor de sus maestros y van ganando en urgencia, en atrevimiento conceptual y dramatismo retórico. Usa el clásico ensayo de Benjamin sobre París como capital del siglo XIX para hablar del fetichismo de las posesiones, del dinero, del espectáculo del consumo como trasfondo de la energía de los personajes de Balzac y la seguridad con la que éste encarna lingüísticamente su psicología y voluntad. Se concentra después en La piel de zapa como vértice de las dos vertientes de la obra de Balzac: la de los estudios de costumbres sociales y la fantástica de los estudios filosóficos. Esta vacilación genérica se refleja en el realismo de Artemio y lo fantástico en su novela corta Aura, ambos del mismo año. En el caso de William Faulkner empieza con una exposición del tajante maniqueísmo moral de Estados Unidos y su doble fe en el progreso material y la salvación espiritual, su destino excepcional frente a la corrupción de la vieja Europa, su optimismo sin fisuras. Han sido escritores como Poe, Melville, Hawthorne y Steinbeck quienes más eficazmente han denunciado esta ideología, pero es Faulkner el que eleva el drama a nivel de tragedia. La derrota del Sur en la Guerra Civil y su larga historia de violencia racista subvierten la versión triunfalista de la historia. Sigue una exploración larga, densa, brillante y elocuente del “tiempo incandescente” de Faulkner y un análisis importante del sentido de la tragedia como ambigüedad y desgarro entre opciones morales de igual validez. La noción de la tragedia resurge repetidamente en estas conferencias y en la literatura de Fuentes, asociada también con Kafka y Nietzsche. Faulkner nos permite “acompañar a la razón dentro de sus límites sin enajenarnos a sus ilusiones”.

Fuentes inscribe a Cervantes y su progenie, los hijos de la Mancha, en el elogio de la locura erasmista, que erige la duda irónica contra los dogmas gemelos de la Fe ciega y la Razón hermética. Cumple una función paralela a la de Faulkner contra el maniqueísmo y la falsa conciencia yanquis. Fuentes sitúa a Erasmo y su Elogio de la locura (lo que puede ser), en la esencial tríada renacentista entre Tomás Moro (Utopía, lo que debe ser) y Maquiavelo (El príncipe, lo que es). El Quijote, con su diálogo de géneros entre épica y picaresca, su personaje que se sabe leído, su radical ironía y sus juegos de las novelas dentro de la novela (hermanos del teatro dentro del teatro de Hamlet) funda una dinastía de escritores irreverentes y autorreferenciales como el Sterne de Tristram Shandy, el Diderot de Jacques le fataliste y el Borges de “Pierre Menard”. Y aquí Fuentes empieza a levantar vuelo y a divertirse: Napoleón era un “anti-Quijote” que fundó la tradición de Waterloo, que nació de la historia y no de la imaginación como la de la Mancha. Los héroes de la nueva sociedad burguesa post-revolucionaria campean a sus anchas, por supuesto, en las páginas de Balzac. Las certezas de este mundo, y la doble fe en el progreso y el realismo, sólo se rompen radicalmente con la Primera Guerra Mundial cuando resurge la literatura de la mancha, manchega y manchada. Fuentes también se inscribe en la tradición subversiva de la Mancha, una tradición inseparable de las otras tradiciones: “Tengo un artículo de fe: No hay tradición que se sostenga sin creación que la renueva. Y no hay creación que valga sin tradición que la preceda”.

En cierto modo, las demás conferencias sobre literatura son una ampliación de las premisas asentadas alrededor de “los maestros”. Sus páginas demuestran una y otra vez la generosa apertura de Fuentes a una comunidad internacional y pluricultural de escritores que militan contra el olvido, la separación, el abuso de poder. El terreno común de la literatura es un sitio profundamente democrático: “Existe un terreno común donde la historia que nosotros mismos hacemos y la literatura que nosotros mismos escribimos, pueden reunirse. Ese lugar no es Olimpo sino Ágora”. La otredad y los otros tienen plena cabida en su literatura. Las palabras consoladoras de Flaubert, “Madame Bovary soy yo”, tienen que ceder el paso a las palabras de Rimbaud: “Je est un autre”. “Yo es Otro.” Estas palabras no ofrecen consuelo, sino exigencia. Somos otro. Y el otro puede ser extraño. El otro puede alarmarnos, repugnarnos. Es la difícil lección de las últimas obras de Fuentes como La voluntad y la fortuna o La Silla del Águila. Las culturas viven en constante transformación y Fuentes no deja de celebrar el poder transformador de la literatura, su poder de añadir algo valioso a la realidad: “Todos estos son reclamos a nuestra imaginación que cambian para siempre al mundo porque no se contentan con reproducir o reflejar la realidad, sino que aspiran a crear una nueva y más profunda realidad. Don Quijote y Hamlet son inimaginables antes de que Cervantes y Shakespeare los creasen. Hoy no entenderíamos el mundo sin ellos. No nos entenderíamos a nosotros mismos”.

Entre las palabras más sentidas y profundamente humanas de Fuentes son las que dedica a la amistad. Hablando del mal y de las experiencias difíciles con las que se ha enfrentado en la vida, se refiere a una intensidad de atención que trascienda el yo personal y se abra al otro: “Se levantará el templo de la ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio interés, para prestarle cuidado a la necesidad del otro, ligando nuestra subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el mundo compartimos: la comunidad, el nosotros”. Hablando de su amistad con Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, “una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y magos”, añade lo que podría ser el lema de sus meditaciones sobre la amistad: “Lo que no tenemos, lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia”. Los amigos que incluye en estas conferencias son Luis Buñuel, Alfonso Reyes, Julio Cortázar, Fernando Benítez y Octavio Paz. Los homenajes a Reyes y a Benítez no pueden ser más elocuentes. El primero supo “traducir la totalidad de la cultura de Occidente a términos latinoamericanos”; leer al segundo “es como leer el siglo XX mexicano”. Estos homenajes serios y entrañables cobran tintes más carnavalescos en Cristóbal Nonato. Sus palabras sobre Buñuel revelan al extraordinario crítico de arte que fue Fuentes, más que evidente por otra parte en su Viendo visiones. Sus comentarios sobre la mirada del deseo en El obscuro objeto del deseo, el deseo masculino de poseer a la mujer y el de la mujer de “ser otra para ser ella” son agudos. Sobre el amor, es difícil olvidar su frase: “Creo que el amor es como los ríos ocultos y los surtidores sorpresivos de Yucatán”. En “Mi amigo Octavio Paz”, escrito justo después de la muerte de éste, cuyas primeras poesías y ensayos fueron “las aguas bautismales de mi generación”, dedica generosas palabras al poeta. A la espera de leer (¿desde dónde?) la copiosa correspondencia que se publicará cincuenta años después de la muerte de Fuentes, nos deja dicho en la última página de su artículo lo que respondió cuando le ofrecieron para la Revista Mexicana de Literatura un ataque salvaje contra Octavio Paz: “aquí no se publican ataques contra mis amigos”. Y otra frase, con un paralelismo muy de Paz: “Octavio, físicamente, incendió el dinero. ¿Lo incendió, otro día, el dinero a él?” Con todo, no deja de ser un entrañable ensayo sobre la amistad que los unió durante tantos años.

En las conferencias que conforman la tercera parte de esta colección, Fuentes vuelve su mirada hacia la historia de sus propias obras literarias y a los principios que rigen su construcción. Coloca sus obras al lado de los acontecimientos culturales relevantes de su época y cuenta detalles y emite juicios que interesarán vivamente a los amantes de su literatura. Revela, por ejemplo, el desasosiego que le sigue produciendo su personaje Artemio Cruz, que “es el hijo más rejego, rebelde, taimado, traidor a ratos, héroe en algún momento, que constantemente regresa a mí reclamando su filiación. Es un reproche, es un recuerdo”. Es la cifra del destino patente y oculto de México: “Pero gracias al proyecto de Artemio, México es lo que es hoy, aunque también es lo que no es, dejó de ser, o aún no es”. Otorga a Cristóbal Nonato una función análoga: “No se trata de una profecía sino de un exorcismo”. En diferentes modos, Cambio de piel y Terra Nostra hablan de su relación con la cultura española. Cuando la censura franquista prohibió la primera: “Sentí, irónicamente, que lo ocurrido ilustraba, miserablemente, lo que la novela decía: el reino de la violencia, los dominios de la intolerancia, y la persistencia de la estupidez, son verdaderamente universales”. La segunda representa “el diálogo de un mexicano con esa mitad de nosotros que es España”. Como con Artemio Cruz, alude a una especie de íntima otredad dentro del devenir nacional.

De la última conferencia, su decálogo para el futuro novelista, sobresalen tres consejos. “DISCIPLINA. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador.” “LEER. Leer mucho, leerlo todo, vorazmente.” Del segundo consejo sigue el tercero: la creación literaria se sostiene sobre la tradición literaria. De ésta y de las demás conferencias de Carlos Fuentes irradian la ética y la presencia vital del gran escritor mexicano y universal.

STEVEN BOLDY, 2019

jueves, 29 de abril de 2021

Mil grullas: La ceremonia del té y sus tazones fantasma. KAWABATA. INTRODUCCIÓN.

 


Yasunari Kawabata

 

 

 

Mil grullas

 

 

 

Título original: 千羽鶴 (Senbazuru)

Yasunari Kawabata, 1952

Traducción: María Martoccia

Prólogo: Amalia Sato


Mil grullas:
La ceremonia del té y sus tazones fantasma

Figura emblemática, miembro de la Escuela de las Nuevas Sensibilidades (Shinkankaku School), guionista de un clásico del cine experimental de 1926 (Una página de locura, dirigida por Kinugasa Teinosuke), Kawabata Yasunari desde muy joven se instala activamente en el medio artístico. Su vida se había iniciado con una presencia de muerte que sólo «el inútil esfuerzo», sobre el que permanentemente vuelve, podía mitigar en parte: inútil esfuerzo por acceder a la belleza, a los conocimientos de un Occidente traspasado, inútil esfuerzo de la escritura. Perseguido por las pérdidas, la de su padre cuando era una criatura de dieciocho meses, su madre un año más tarde, su nodriza a los seis, su hermana a los diez, a los catorce su último familiar, el abuelo, en esa sucesión leyeron los estudiosos japoneses una «disposición de huérfano», que sólo encontró refugio en un mundo literario.

En una conferencia que dictó en Hawái en 1969, titulada «La existencia y el descubrimiento de la belleza», Kawabata cuenta cómo, sentado en un lujoso hotel, tiene una mañana la visión de mesas dispuestas en una terraza, con cientos de vasos colocados boca abajo brillando como diamantes bajo el sol tropical. Algo que nunca había visto y que lo deleita. Sentencia entonces que la literatura no hace sino registrar tales encuentros con la belleza.

Para Kawabata, los mejores calificados para descubrir la pura belleza son los niños pequeños, las mujeres jóvenes y los hombres moribundos. Así, las mejores sorpresas de estilo las deparan los textos escolares; así, toda su obra refleja su fascinación con un tipo de inmaculada mujer idealizada. Y por eso su ensayo clave se titula «Los ojos de un hombre moribundo».

La trama de Mil grullas (Senbazuru) gira alrededor de uno de los ritos consagrados de la cultura japonesa, la ceremonia del té, encuentro que desde el siglo XIII pacificaba a los guerreros. Para imaginar las escenas con los objetos apropiados se justificaría la consulta a una enciclopedia de arte: las grullas del pañuelo son un auspicioso símbolo de longevidad; los tazones ceremoniales de cerámicas renombradas; el Oribe oscuro con toques de blanco y diseño de helechos de la primera ceremonia; la jarra Shino de esmalte blanco y tenue rojo para la ofrenda floral fúnebre; el par de Raku, negro y rojo —tazones hombre/esposa—; el terrible Shino cilíndrico con la huella imborrable de un lápiz de labios, que será lanzado en una suerte de exorcismo pero cuyos pedazos habrá que enterrar con respeto; el Karatsu verduzco con toques de azafrán y carmesí, de asimétrica factura coreana que conformará con el anterior otra bella pareja de objetos-fantasma; las acuarelas de Sotatsu y las caligrafías del poeta Muneyuki que decoran el altar estético. Es el refinado mundo de la ciudad de Kamakura, son los entornos del templo zen Engakuji.

El recuerdo de una muchacha hermosa reaparecerá a lo largo del relato en la imagen de las mil grullas de su pañuelo, en contraste con la presencia de la madre y la hija, que serán amantes del protagonista. Desde el principio ya se dibuja un triángulo de mujeres que el protagonista ve de espaldas al ingresar en el recinto ceremonial. Se sucederán sin fin: la madre del joven Kikuji, desdibujada; Chikako, la mujer de la mancha en el pecho, amante del padre de Kikuji, manipuladora que se apropia de la ceremonia y de los objetos que han pasado de mano en mano; la señora Ota, frágil carnalidad que enlaza dos generaciones de hombres; Fumiko, evanescente y en quien se continúa el kharma amoroso de la madre, y Yukiko, la joven de quien sólo se dice que es bella pues su gusto exquisito —la elección del diseño de su pañuelo y un bordado de lirios en su cinto— la califican sin necesidad de ninguna descripción. Todas serán vértices de sucesivas combinaciones.

En la noción de estructura novelística que Kawabata trabajaba, los incidentes eran más importantes que las conclusiones, y por eso lo más rico de la novela son los diálogos. Muchos compararon sus desarrollos con los de lentas obras de teatro noh: pues su placer eran los tiempos morosos que los plazos de entrega a las revistas le permitían; como en los versos encadenados, era la serie lo que le interesaba. Sus finales suelen ser vertiginosos, como en ésta, donde Fumiko desaparece y Kikuji sospecha que se ha suicidado igual que su madre, la señora Ota.

La práctica novelística de Kawabata no coincide con sus teorizaciones sobre la estructura en tres pasos. Sus novelas podrían terminar en cualquier punto y se diría que nunca hay un final. Se percibe un crecimiento sin un plan preconcebido, influido por la técnica del fluir de la conciencia que admiraba en la narrativa de Joyce y Proust, y la tradición japonesa de una continuidad por adición, como en el Genji o El libro de la almohada. No hacía caso del concepto de argumento, una superstición heredada de la aplicación de conceptos dramáticos, que no aplicaba a sus novelas, que se iban conformando, como las redacciones infantiles, con oraciones impredecibles, libres, iluminadas. Kawabata, que dejó muchísimos escritos inconclusos, también solía practicar otro curioso ejercicio: reducía los textos extensos a lo que llamaba «relatos del tamaño de la palma de una mano», operación en la que lo consideraban maestro.

Al recibir en 1968 el Premio Nobel, para el que mucho colaboraron las espléndidas traducciones al inglés de Edward Seidensticker, Kawabata invocó el bello Japón, el Japón estético que desde el siglo XIX intriga a Occidente. Un Japón tradicional, «que se ha ido», pero que él encontraba en espacios naturales alejados de lo urbano o en los lugares donde se cumplían los viejos ritos: «el otro mundo» ajeno a la cotidianeidad, donde hay una regresión a lo maternal al dejarse dominar el hombre por el sentimiento de amae (tomar provecho de la benignidad de otro, mostrarse como un niño consentido). Aquí, la casita del jardín, donde se practica la ceremonia del té, espacio preservado donde los tazones se cargan de una emotividad que desafía el tiempo y en el cual el rito convoca a un Eros que se vierte en cada gesto, contaminando a sucesivas generaciones de amantes. Pero la experiencia espiritual y estética se convierte, en manos de Chikako, en un ejercicio de la perversión, en un momento de gran tensión, en una exhibición de poder, como en el siglo XVII lo hacía Toyotomi Hideyoshi, el jefe militar, al desplegar los objetos ceremoniales de sus predecesores.

Como esas «islas en un mar distante» que le atraían, trabaja Kawabata su estilo elusivo tan influido por su clásico favorito, el Romance de Genji. Para percibirlo en bruma hay que sostener la ilusión de una lengua donde hay un modo para los hombres y otro para las mujeres, con una entonación, desinencias verbales y vocabularios diversos, donde los adjetivos declinan con indicaciones temporales, donde hay infinidad de recursos para expresar la duda, la suposición, lo incompleto. El primer episodio de Mil grullas se publicó en 1949; en 1951 la da por terminada. En un haiku del mes de enero de 1953, prometía:

En el cielo de Año Nuevo

mil grullas vuelan

o así me parece.

Pero la breve historia que inicia entonces, con el mismo protagonista, queda inconclusa.

AMALIA SATO

miércoles, 28 de abril de 2021

Yasunari Kawabata La casa de las bellas durmientes . FRAGMENTO.

 

(En la gráfica: Mishima y Kawabata).

Yasunari Kawabata (11 de junio de 1899 - 16 de abril de 1972), escritor-novelista, fue el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968.

Nació en Osaka y en en 1920 ingresó en la Universidad de Tokio, donde cursó la carrera de Literatura en Lengua Inglesa. Un año después, cambia a la de Literatura del Japón y, aun sin haberla acabado, publica el sexto `Shinjicho` (literalmente, la nueva tendencia del pensamiento), donde publica algunos de sus trabajos y con lo que se abre el camino al mundo literario. En 1924 termina la universidad y aparece el primer número de `Bungei-jidai` (`Época del Arte Literario`), una revista de un grupo de intelectuales al que pertenecía. Esta publicación reunía a nuevos y prometedores literatos que al escribir utilizaban un estilo (el `Shinkankaku-ha`, la nueva escuela de las sensaciones) donde la composición constaba en la aprehensión sensitiva de la realidad a la manera de los intelectuales.

Debuta como escritor al publicarse `La bailarina de Izu` en 1927, alcanzando la consagración en Japón diez años más tarde con `País de nieve`. Recibe la medalla Goethe en Frankfurt en 1959. Gana el Nobel de literatura en 1968 y da el discurso de nombre `Del hermoso Japón, su yo`.

Aunque las circunstancias de su muerte no están totalmente claras, se cree que se suicida inhalando gas tres años después. Mentor del también gran escritor Yukio Mishima, sus libros más conocidos en Occidente son `El país de la nieve`, `La casa de las bellas durmientes` y `El maestro de Go`.

Motivaciones de la Academia Sueca para el otorgamiento del premio Nobel de literatura: «por su maestría narrativa, que expresa con gran sensibilidad la esencia de la mente japonesa».


***

La casa de las bellas durmientes? relata la historia de una extraña y exclusiva posada situada en las afueras de Tokio, adonde acuden asiduamente algunos ancianos de cierta alcurnia para -disfrutar- o -sufrir- con la compañía de jóvenes vírgenes que permanecen a su lado, durante toda una noche, desnudas y narcotizadas. El reglamento de la casa es implacable: los viejos no pueden tener relaciones sexuales con las jóvenes, no pueden pasar la noche dos veces con la misma muchacha y no deben intentar despertarlas. A cambio, los seniles clientes sueñan y rememoran las experiencias amorosas y sexuales de su vida y evaden el temor de tener que mostrar sus cuerpos decadentes. El autor describe esta situación y narra la historia de Eguchi, un viejo de sesenta y siete años

Fuente:

Recopilador. DR. ENRICO PUGLIATTI.

***

Yasunari Kawabata

 

 La casa de las bellas durmientes

 

 

 


Título original: 眠れる美女 (Nemureru bijo)

 

Título de la edición en inglés: House of the sleeping beauties

 

Yasunari Kawabata, 1961

 

Traducción: M. C.

 

Diseño de portada: Daruma

 

Editor digital: Daruma

 

Corrección de erratas: ottone

 

ePub base r1.0

 

 

 

 


 1

 

 

No tenía que hacer nada de mal gusto, le advirtió la mujer de la posada al anciano Eguchi. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido.

Estaban en una habitación de unos cuatro metros cuadrados y al lado había otra, pero al parecer no había más habitaciones en el piso superior; y como la planta baja resultaba demasiado pequeña para alojar huéspedes, el lugar apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque lo que sucedía allí era un secreto, el portal no tenía ningún letrero. Todo era silencio. Después de franquear el portal cerrado con llave, el viejo Eguchi sólo había visto a la mujer con quien ahora estaba hablando. Era su primera visita. Ignoraba si era la propietaria o una criada. Era mejor no hacer preguntas.

La mujer, pequeña y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud calma y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. Casi no miraba a Eguchi. Algo en sus ojos oscuros hacía que él bajara la guardia, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té en una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión, con el objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En el cuarto estaba colgado un cuadro de Kawai Gyokudō, probablemente una reproducción, de una aldea en una montaña con la calidez de las hojas otoñales. Nada sugería que en la habitación pasaran cosas inusuales.

—Y le ruego que no intente despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente dormida y no se da cuenta de nada. —La mujer repitió—: Continuará dormida y no se dará cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de quién ha estado con ella. No debe usted preocuparse.

Eguchi no mencionó las dudas que empezaban a rondarle.

—Es una joven muy bonita. Sólo admito huéspedes en quienes pueda confiar.

Cuando Eguchi desvió la mirada, la fijó en su reloj de pulsera.

—¿Qué hora es?

—Las once menos cuarto.

—Lo sabía. A los caballeros ancianos les gusta acostarse pronto y levantarse temprano. Entonces, cuando quiera.

La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la habitación de al lado. Utilizó la mano izquierda. No había nada fuera de lo común en este acto, pero Eguchi contuvo el aliento mientras la observaba. Ella echó una mirada a la otra habitación. Sin duda estaba acostumbrada a espiar por las puertas, y no había nada extraño en la espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía extraña. Había un pájaro grande y raro en el nudo de su obi. Ignoraba de qué especie era. ¿Por qué habrían puesto ojos y patas tan reales en un pájaro estilizado? No era que el ave fuese inquietante por sí misma, sólo que el diseño no era bueno; pero si había que atribuir algo inquietante a la espalda de la mujer, se encontraba allí, en el pájaro. El fondo era amarillo pálido, casi blanco.

La habitación contigua parecía débilmente iluminada. La mujer cerró la puerta sin dar la vuelta a la llave, y la colocó sobre la mesa, frente a Eguchi. Nada en su actitud sugería que había inspeccionado una habitación secreta, tampoco se notaba en el tono de su voz.

—Aquí está la llave. Espero que duerma bien. Si le cuesta conciliar el sueño, encontrará un medicamento para dormir junto a la almohada.

—¿Tiene algo de beber?

—No tengo alcohol.

—¿Ni siquiera puedo tomar un trago para dormirme?

—No.

—¿Ella está en la habitación de al lado?

—Sí, dormida y esperándolo.

—¡Oh!

Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación de al lado? ¿Desde cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba durmiendo? Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que habría una muchacha esperándolo, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba allí no lo podía creer.

—¿Dónde quiere desvestirse? —La mujer parecía dispuesta a ayudarlo. Él se quedó en silencio—. Escuche las olas. Y el viento.

—¿Olas?

—Buenas noches —dijo la mujer y se retiró. Una vez solo, Eguchi contempló la habitación, desnuda y sin artilugios. Su mirada se posó en la puerta del cuarto contiguo. Era de cedro, de un metro de ancho. Parecía haber sido añadida después de que la construcción de la casa hubo terminado. También la pared, si se examinaba bien, parecía un antiguo tabique corredizo, ahora tapado para formar la cámara secreta de las bellas durmientes. El color era igual que el de las otras paredes, pero el cuarto parecía recién pintado.

Eguchi cogió la llave. Después de hacerlo, debería haberse dirigido a la otra habitación, pero permaneció sentado. Lo que le había dicho la mujer era cierto: el sonido de las olas era violento. Era como si rompieran contra un alto acantilado, y como si la pequeña casa estuviera en el mismo borde. El viento traía el sonido del invierno que se aproximaba, tal vez debido a la casa misma, tal vez debido a algo que había en el viejo Eguchi. No obstante, el calor del único brasero resultaba suficiente. El lugar era cálido. El viento no parecía barrer las hojas. Al haber llegado tarde, Eguchi no pudo ver en qué clase de paisaje se asentaba la casa, pero se sentía el olor del mar. El jardín era grande en relación con el tamaño de la casa, y tenía un número considerable de grandes pinos y arces. Las agujas de los pinos se recortaban con fuerza contra el cielo. Probablemente la casa había sido una villa campestre.

Con la llave todavía en la mano, Eguchi encendió un cigarrillo. Dio una o dos chupadas y lo apagó; pero el segundo se lo fumó hasta el final. No era tanto porque se estuviera ridiculizando a sí mismo por su leve aprensión como por el hecho de sentir un vacío desagradable. Solía tomar un poco de whisky antes de acostarse. Tenía un sueño liviano, con tendencia a las pesadillas. Una poetisa muerta de cáncer en su juventud había dicho en uno de sus poemas que para ella, en las noches de insomnio, «la noche ofrece sapos, perros negros y cadáveres de ahogados». Era un verso que Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo ahora se preguntó si la muchacha dormida —no, narcotizada— de la habitación contigua podría ser como el cadáver de un ahogado, y titubeó un poco antes de ir a su lado. No le habían dicho cómo la sumían en el sueño. De cualquier manera, estaría en un letargo anormal, sin conciencia de cuanto ocurriera a su alrededor, y por ello podría tener la piel opaca y plomiza de una persona atiborrada de drogas. Podría tener ojeras oscuras y las costillas marcadas bajo una piel reseca y marchita. O podría estar fría, hinchada, tumefacta. Podría roncar ligeramente, con los labios abiertos, dejando entrever unas encías violáceas. Durante sus sesenta y siete años el viejo Eguchi había pasado noches desagradables con mujeres. De hecho, esas noches eran las más difíciles de olvidar. Lo desagradable no tenía nada que ver con el aspecto de las mujeres, sino con sus tragedias, sus vidas arruinadas. A su edad, no quería añadir a su historial otro episodio semejante. Así discurrían sus pensamientos, al borde de la aventura. Pero ¿podía haber algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a una muchacha narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta casa buscando el súmmum en la fealdad de la vejez?

La mujer había hablado de huéspedes en quienes podía confiar. Al parecer todos los que venían a esta casa eran dignos de confianza. El hombre que le habló a Eguchi de la casa era tan viejo que ya había dejado de ser hombre. Debió de haber pensado que Eguchi había alcanzado el mismo grado de senilidad. La mujer de la casa, probablemente porque estaba acostumbrada a hacer tratos sólo con hombres muy ancianos, no había sido piadosa ni indiscreta con él. Ya que era capaz todavía de sentir goce, aún no era un huésped digno de confianza; pero podía llegar a serlo, debido a sus sentimientos en aquel momento, al lugar y a su compañía. La fealdad de la vejez lo estaba persiguiendo. También para él, pensó, faltaba poco para vivir las circunstancias deprimentes de los otros huéspedes. El hecho de que estuviera allí ya lo indicaba. Y por eso no tenía intención de violar las desagradables y tristes restricciones impuestas a los viejos. No tenía intención de desobedecerlas, y no lo haría. Aunque podía llamarse un club secreto, la cantidad de ancianos miembros parecía reducida. Eguchi no había venido a desentrañar sus pecados ni a husmear en sus prácticas secretas. Su curiosidad tampoco era fuerte, porque ya la tristeza de la vejez se cernía también sobre él.

sábado, 24 de abril de 2021

Friedrich Nietzsche Ensayos sobre los griegos Nietzsche en Grecia.

 



Friedrich Nietzsche

 

 

 

Ensayos sobre los griegos


Nietzsche en Grecia

La música, la lucha, la política, el lugar de la filosofía: Nietzsche comienza su derrotero con los pies en la Grecia antigua. Es la génesis de su pensamiento, en Basilea, en la segunda mitad del siglo XIX; la filosofía de Schopenhauer y especialmente la enorme presencia de Wagner rondan cerca de su escritorio de profesor de filología. Grecia no es un refugio académico sino la necesidad de abrir las branquias de una época, su época, atravesada por una modernidad que se despliega con impulso, que hace de la razón un modo único de desciframiento del mundo. Pero Schopenhauer es el concepto de voluntad de vivir, que Wagner lo traduce a una experiencia estética y en el que Nietzsche encuentra una correa de transmisión para componer las bases de su primer pensamiento. Homero es antes de la Grecia clásica de Pericles; antes que Sócrates, que Platón y entonces, previo a la semilla de la filosofía occidental. Un rastreo para reconocer allí más la tensión que la quietud, más el devenir de las fuerzas que el concepto. Dionisos, o la música, o la lucha como forma del vigor político, son fuerzas que emergen como condición de una vida más plena, la conjura del miedo o del resentimiento moderno; más la intemperie que la domesticación del hombre en la casa de los conceptos.

Nada de esto quiere decir el imperio del irracionalismo, no. Lo que Nietzsche busca en el mundo antiguo es otra genealogía de su presente, reconocer el momento en el que el sentido se invirtió, en el que las fuerzas se ordenaron en torno a la idea, a lo imperecedero, a lo inmóvil. Su primera obra, de la que forman parte estos escritos sobre los griegos, adquieren dimensión cuando el mundo griego se ofrece en torno a dos divinidades transpuestas en potencias: lo apolíneo y lo dionisíaco. Por ello la lectura de El nacimiento de la tragedia, su primer libro, es un prisma de comprensión necesario para leer estos ensayos. Porque es hacia este texto hacia donde derraman sus aguas El estado griego, La lucha en Homero y Homero y la filología clásica. Si el mundo homérico y la tragedia dan cuenta del destino como condición del existir, Sócrates y su voluntad de verdad hacen de ese destino un problema de cálculo y, por lo tanto, de administración racional.

¿Un problema antiguo? No. Lejos de eso, para Nietzsche lo que está en juego es su propio presente: contra las filosofías de la domesticación, opone la fuerza que crea y que se despliega en una forma evanescente. Soportar el vendaval dionisíaco, un vendaval que es música y que exige de la palabra su carácter musical más que su verdad. Sobre la música y la palabra es una extensión contemporánea a El nacimiento de la tragedia. Hay que leerlos juntos porque ambos están inspirados en Richard Wagner y en su necesidad de componer la unidad espiritual de una Alemania partida a través de la música. Nietzsche quiere ser el redactor filosófico de la idea, quiere escribir el programa wagneriano; en este sentido, estos textos son cartas amorosas escritas en clave conceptual. Por ello su potencia afectiva será la razón para la potencia teórica posterior que Nietzsche va a desplegar después de Wagner, una vez que vea en este no a un Esquilo moderno sino a un Parsifal que solo busca su redención moral.

Este libro reúne parte de lo que Nietzsche escribió sobre los griegos. Son textos escritos entre 1868 y 1872. Por alguna razón que podemos aventurar, pero que en realidad desconocemos, no es posible hacer filosofía en Occidente sin pasar necesariamente por los griegos. Lo mismo podríamos decir de Nietzsche: no es posible comprender la filosofía del siglo XX sin atravesar la filosofía nietzscheana. Uno y otro se requieren, se vuelven necesarios para nosotros.

GUSTAVO VARELA

EZEIZA, ABRIL DE 2013

Kindle Edition58 pages
Published by Ediciones Godot

ASIN
B00KXIAC16
Edition Language
English

jueves, 22 de abril de 2021

Jerzy Kosinski El juego de la pasión. NOVELA. FRAGMENTO.

 

 

            El juego de la pasión cierra el ciclo de novelas de Kosinski destinado a definir al individuo que se defiende de la sociedad. Fabian, su protagonista, es un jugador de polo profesional que se desplaza a través de los Estados Unidos al volante de un trailer gigantesco que contiene todas sus pertenencias, incluidos sus dos caballos. La travesía del mundo americano de este nuevo Lancelote, de este anti-Quijote por los torneos modernos, es sin duda un viaje iniciático, el transcurso de una vida que busca su nuevo Grial: pruebas secretas, destinos inverosímiles, combates que incluyen a otros caballeros, a la mujer y a la muerte.

Pero se trata de una historia de caballería que también presenta los resortes más misteriosos y terribles de nuestra época: la violencia sexual, la perversión, el crimen. Es decir, este nuevo Quijote ya no lee novelas caballerescas, lee a Maquiavelo y Hadley Chase, aunque la pasión de Fabian siga centrada en el caballo y los rituales de la carne sólo sean el contrapunto de un universo que huye hacia el fracaso. Pero más allá de los errores de la sociedad americana y de la jet-society internacional, se impone una pureza: la unión del hombre y el caballo, de donde nace una intensa y mítica emoción salvadora.

 



 

Jerzy Kosinski

 El juego de la pasión

 

 

 

 

 


Título original: Passion play

Jerzy Kosinski, 1979

Traducción: Jaime Silva

Editor digital: German25

ePub base r1.2

 

 

 

 


 Para Katherina un regalo de vida, muy por encima de lo que la vida permite

 

 


Nota del autor

Este libro es pura ficción. Cualquier semejanza con el presente o el pasado o con cualquier suceso o personaje contemporáneo es puramente casual.

 


 Todo esto os lo he dicho, señora, para probaros las diferencias que existen entre unos caballeros y otros. Es sólo privilegio de príncipes tener un concepto más alto de estas últimas o más bien de estas primeras categorías de caballeros andantes. Pues como se lee en sus historias, los ha habido quienes no sólo fueron la salvación de un reino, sino de muchos.

CERVANTES, Don Quijote

 ¿Cómo puede liberarse un prisionero si no es atravesando el muro? Para mí la ballena blanca es el muro que me rodea. A veces creo que detrás de ella está el vacío.

MELVILLE, Moby Dick

 

 

 


 Capítulo 1

 

 

Fabian decidió cortarse el pelo. Aparcó su casa rodante junto a la calzada, frente a la primera peluquería que encontró. Sólo después de trasponer el umbral se dio cuenta de que se hallaba en un salón que atendía a una clientela joven y elegante. Había un aire distinguido en la decoración y en los hombres y mujeres tratados con toda delicadeza por el personal femenino.

Una muchacha de poco más de veinte años —con el pelo rizado como un querubín— le aplicó el champú. Vestía tejanos y un chaleco de seda sin mangas que casi no podía contener sus pechos; mascaba chicle con la monotonía de una yegua fatigada que rumia ajena al movimiento de sus mandíbulas y al ruido de la masticación. Fabian, con la cabeza echada hacia atrás y la vista fija en el cielo raso, sintió las manos de la muchacha masajeándole el cuero cabelludo y la presión de sus senos contra los hombros cada vez que se inclinaba hacia adelante.

—¿Qué tal? —La joven inició el diálogo con la consabida frase de rutina.

—Bien —respondió Fabian.

—Aún tiene bastante pelo en buenas condiciones —prosiguió ella mientras le enjuagaba el champú—. Son pocas canas para un hombre de su edad.

—Gracias —dijo Fabian.

Al escucharse, Fabian lamentó que tal pobreza de lenguaje y tal falta de sentimientos pudieran dejar de lado la auténtica gratitud y ocultar el verdadero estado de las personas con sólo echar a correr la sucia moneda de las «gracias» y la gastada acuñación de los «bien».

—¿Vive cerca? —preguntó la joven después de instalarlo en un sillón.

—Enfrente.

—¡No me diga! —se sorprendió la chica—. Es increíble la cantidad de gente que vive por este lado de la ciudad y una ni se entera.

Empezó a cortarle el pelo. El chaleco ondulaba con cada movimiento y dejaba a la vista la curva del cuello, las axilas, el nacimiento del pecho. Él la observaba a través del espejo. Sus miradas se cruzaron para luego fijarse en objetivos diferentes.

El instinto sexual de Fabian se puso en estado de alerta. Se sabía incapaz de descartarla, de no sentirse empujado a perseguirla mentalmente, pero también sabía que aun dejándose llevar por ese primer impulso, nunca consideraría la posibilidad fuera de aquel contexto y al fin volvería otra vez a la búsqueda.

Con todo, se mantenía a la espera, atento a las derivaciones de su mente, y poco después, la primera embestida de sensaciones le parecía sólo una momentánea languidez de los sentidos, un simple sustituto del deseo, sin fuerza suficiente como para impulsarlo de nuevo hacia el mundo y sus posibilidades.

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