Escribir este libro tuvo grandes consecuencias para mí, pérdidas irreparables y, seguramente, habrá más. Es por ello que, como continuidad de mi historia, se lo dedico a mis hijos: Natalia, Clara y Felipe.
¿Quién escribió a quién?
Cecilia García-Huidobro Mc.
De tarde en tarde la literatura nos asombra con historias de autores que han escrito un libro extraordinario, solo uno para luego, por las más diversas razones, refugiarse en el silencio. Pienso en Matar un ruiseñor de Harper Lee, La conjura de los necios de John Kennedy Toole o El gatopardo de Lampedusa. Obras reconocidas como maestras que son lecturas ineludibles para sucesivas generaciones, mientras estudiosos se cabecean preguntándose cómo se escribe un libro con tal potencia y madurez a la primera. Así, de una vez y para siempre. Eso es, ni más ni menos, lo que hizo Pilar Donoso. No sé si exista otro caso así en la literatura chilena. Correr el tupido velo es uno de los poquísimos títulos que podría estar en esa galería de escritores que desafían todas las leyes de la escritura.
Desde la aparición de Correr el tupido velo en 2009 la crítica reconoció su valor. Se habló de «un libro notable en su dolor y en su honestidad». Se destacó que «posee un valor literario insospechado»; se dijo que era una historia descarnada, franca, y «por contradictorio que esto parezca, un libro de amor: amor salpicado por el odio...». Comentarios que no hicieron otra cosa que anticipar la sólida y contundente recepción que luego tendría fuera de Chile. Esta biografía no es como ninguna otra, anota la española Rosa Montero: «He leído muchas, porque es un género que me encanta, pero me resulta difícil recordar otro texto tan desnudo como este.»
Me gusta el término desnudo. Quizás esa sea el y lo sustantivo de este relato. Estamos habituados a que una narración, sobre todo si aspira a retratar una vida y una época, vaya vistiéndose a través de la suma de datos, miradas, perspectivas. Pilar Donoso sigue el camino contrario: extrae las capas exteriores y despeja maquillajes en busca de esa esquiva esencia que apenas es posible vislumbrar —o adivinar sería más apropiado decir— entre fisuras y sombras que han sido despojadas de sus más asfixiantes velos.
Más sorprendente aún es que Pilar Donoso consigue esta hazaña con un relato que está estructurado de forma originalísima haciendo difícil su clasificación: no es una novela aunque sea lea como tal, no es una biografía aunque aborda la historia de sus padres, no es autobiografía aunque se muestra hasta quedar en carne viva. Es eso y más. Porque tal vez lo que haya conseguido su autora sin buscarlo sea algo parecido a armonizar los contrarios. Poner el foco en la contradicción como el principal motor de vida.
Correr el tupido velo es una obra coral en la que la mirada de Pilar converge con las voces de sus padres a través de sus diarios y cartas. Como en la Comala de Juan Rulfo —un autor gravitante en la obra de José Donoso aunque no se haya destacado lo suficiente—, aquí los muertos hablan para dejar en evidencia sus relaciones más desgarradoras en clave road movie además, puesto que seguimos a esta peculiar familia en movimiento de un lugar a otro. Más de diez domicilios en menos de veinte años a lo que hay que sumar un desplazamiento existencial que los hace explorar y explorarse entre ellos a ratos de forma obsesiva. Y aunque hay tres voces protagónicas que nunca desentonan, este texto es antes que nada una historia personalísima, la de Pilar Donoso, historia que solo ella pudo haber escrito con esta lucidez, buena pluma y una dosis profunda de humanidad.
La extraordinaria acogida que Correr el tupido velo tuvo desde el primer día en Chile, y luego en España y algunos países de Latinoamérica, no significó que las cosas se volvieran fáciles para la autora. Se solía hablar de su obra como polémica, cuando se la presentaba no era suficiente decir que era su hija —se subrayaba que era adoptada— y, como si esto fuera poco, se le preguntó una y otra vez qué sentía al leer los diarios de su padre, especialmente los pasajes más duros que reprodujo en el libro.
Porque entre tantas adversidades, Pilar tuvo que lidiar con esa suspicacia chilena de -cómo-puede-haber-escrito-ella-un-libro aplaudido por la crítica o un oblicuo cómo-es posible-que-publique-cuestiones-personales... Trasgredió un código social que opera de forma tácita pero eficiente en este país: hay cosas de las que sencillamente no se habla. Nada de trapitos al sol ni menos ocuparse de temas como el alcoholismo, la adopción o la homosexualidad. En una sociedad proclive al eufemismo y al cinismo, con una manía de ser perpetuamente el guardián del otro al decir de Benjamín Subercaseaux, descorrer velos como lo hizo Pilarcita —nótese el diminutivo descalificador—, tiene un alto costo. Pilar Donoso no solo lo experimentó sino que tuvo que pagarlo. Se sintió sola, desprotegida. Tuvo que soportar desconfianzas, burlas, suspicacias, cuestión que se encargó de explicitar en la dedicatoria: «Escribir este libro tuvo grandes consecuencias para mí, pérdidas irreparables y, seguramente, habrá más. Es por ello que, como continuidad de mi historia, se lo dedico a mis hijos: Natalia, Clara y Felipe.»
Pilar se casó en 1986 a los diecinueve años. Por diversos motivos, ese debió ser un año singular para José Donoso. Para empezar porque la perturbadora experiencia de regresar a Chile en plena dictadura, cinco años antes, había cuajado por fin en una novela cuyo título ya anticipa su perplejidad, La desesperanza, que publicó en medio del gris y doblemente oscuro invierno santiaguino. También ese año, unos meses después, Pinochet salió ileso de un atentado. Un plan perfecto que rebotó contra el azar y ciertos errores dejando al dictador sano y salvo y con un halo de intocabilidad. La impresión de que el general estaría para siempre en el poder dotó de mayor reverberación a su reciente novela y muy especialmente a su título. Pero ese 1986, tan cargado, en realidad para él será significativo sobre todo por el matrimonio de Pilar, su Pilarcita, que se casa con su primo hermano. Como escribe Pilar en este libro, Pepe había regresado en buena medida para «crear una conexión entre su historia familiar y yo, su hija española». Y resultó que ahora la tribu resolvía esa inquietud de modo literal, como si todo hubiera vuelto atrás, recurriendo a los usos o hábitos de sus ancestros talquinos. Para ella, que era hija única y que carecía de tíos y primos maternos porque su madre también era hija única, su casamiento transformó a sus parientes también en su familia política. La jaula afectiva parece haber quedado cerrada por dentro.
Quizás por ello y tal como Pilar anticipó, hubo más consecuencias tras la publicación de Correr el tupido velo. Pero era valiente y de una autenticidad impresionante y no quiso desatender la necesidad de iniciar ese arduo viaje tras las señas de su identidad: «En cada página, sin darme cuenta, me encontré también conmigo; tuve que reestructurarme una y mil veces frente a lo allí escrito, ante el desconcierto, el dolor, el amor, el miedo, el odio... Pero de entre esas miles de páginas me rescaté a mí misma y quizás, finalmente, también supe quién soy...».
Dos años después de su publicación, Pilar Donoso se quitó la vida. No tardaron en aparecer hipótesis sobre su suicidio. Opinadores que en vez de sobrecogerse frente a su abismal decisión, exponían teorías o desplegaban todo tipo de suposiciones, sin respetar que, como escribió otra suicida, la gran Sylvia Plath, «morir / es un arte, como todo lo demás», y que el suicidio se prepara en el silencio del corazón, en palabras de Camus.
A diez años de su primera edición, la lectura de Correr el tupido velo conserva el conmovedor impacto que solo logran las obras que se internan en el corazón de las incertidumbres. Ahora que la autora no está y por tanto no hay cómo alimentar la sed de morbo, cuando las entrevistas no pueden indagar en las anécdotas y episodios biográficos que dieron origen a este libro, el texto se sostiene en sí mismo. Me corrijo, Correr el tupido velo no solo se sostiene. Estos diez años han contribuido a dejar claro que se trata de un relato que forma parte del exclusivo club de esos libros que necesitamos, como calificaba Kafka a los títulos imprescindibles porque, como dice de manera inmejorable, parten «como un hacha el mar helado que tenemos dentro».
Si así nos deja su lectura, es inevitable preguntarse cómo debió haber dejado a Pilar su escritura.
Tuve el privilegio de conocer la gestación de Correr el tupido velo que no fue breve ni sencilla, como se sabe. Yo trabajaba en un suplemento literario y en algún momento pensamos en hacer un reportaje sobre José Donoso a propósito de una efeméride. Debe haber sido el año 2004, probablemente la idea era revisitar su obra cuando Pepe hubiera cumplido 80 años. Llamé a su hija para solicitarle material. Ojalá inédito, le enfaticé. Me citó en su casa. Para llegar, parecía necesario salirse de esa agitación frenética de Santiago haciendo un recodo para encontrar un lugar escondido. La calle era pequeña y sin salida (¿un presagio acaso de la enorme responsabilidad que pesaba sobre sus hombros respecto del destino de los diarios de su padre y la posibilidad de usos sensacionalistas?).
En el antejardín de la casa de Pilar, que no tenía ningún tipo de reja, había un pequeño arco de futbol que remarcaba el aire familiar del entorno. No debe ser casualidad que a esa edad en que muchos jóvenes van a la universidad o se largan a viajar, Pilar Donoso se casara y tuviera a su primera hija. En esa búsqueda de identidad que supone la adolescencia, ella puso todas las fichas en la familia, en construir la suya propia y en crear un espacio al cual llamar su casa.
Al entrar en la suya se experimentaba un giro respecto del antejardín. Era un espacio elegante, con un destacado buen gusto y objetos refinados. Como un personaje arrancado de un cuento de su padre, ella se esmeró por dotar a sus casas de una estética personal. No era un lugar muy luminoso, o al menos así me pareció quizá porque estaba absorta en la decoración y ansiosa ante la expectativa de encontrar material desconocido de Donoso. Pilar, mostrando el perfeccionismo que la caracterizaba, había hecho la tarea. Siempre me ha impresionado el pasaje en el que refiriéndose a su infancia dice que arrastra un «rasgo de carácter bastante insoportable: el orden en contraposición al miedo, al caos que muchas veces reinaba en mi casa». Me esperaba entonces con un organizado plan de trabajo y con muchos papeles a su alrededor. Uno a uno los iba tomando y describiéndome sus características en una escena muy similar ahora que lo pienso a la descripción con la que comienza este libro: «Sentada en el bow-window de la casa de mi suegra, en Cachagua, descansan sobre mis rodillas seis de los sesenta y cuatro tomos de los diarios de mi padre. Tengo miedo. Los observo, calculo su peso, los hojeo a la rápida y reconozco la letra de hormiga.»
Llevaba tiempo enredada en esa letra infernal e hizo mucho hincapié en la caligrafía de los cuadernos de su padre. En ese minuto me pareció una exageración aunque años después he tenido que pasar por el mismo calvario editando los diarios. Hasta ese momento yo conocía poco a Pilar. La había visto un par de veces de pasada en la casa de Pepe durante los meses que fui semanalmente a mostrarle los avances en la recopilación de sus artículos periodísticos que se publicaron en dos volúmenes: Artículos de incierta necesidad y El escribidor intruso. Después de la muerte de Donoso, nos fuimos encontrando en algunos cocteles organizados por editoriales para celebrar la venida de grandes autores como Vargas Llosa o Saramago. Coincidíamos en algún rincón donde ambas nos refugiábamos para mirar la consabida batalla por conquistar la atención del homenajeado y de paso el verdadero torneo de egos a su alrededor. Yo disfrutaba de sus comentarios. Su sagaz ironía la convertía en una observadora francamente temible. Pilar era divertida, lo que revelaba su vitalidad mientras que su sentido del humor inagotable dejaba ver su inteligencia.
Después de un rato de revisión de cartas, y algunos cuentos inconclusos acompañados de tibios «podría servir» de mi parte, Pilar me contó que estaba trabajando en un escrito a partir de los diarios de su padre. Tuve que insistir para que me lo mostrara. La lectura de las primeras páginas del texto me deslumbró por completo. Fue como frotar una lámpara en un cuento de hadas.
Unas semanas después, se publicaron fragmentos de su proyecto en el periódico y varios diarios extranjeros la llamaron para pedirle ese u otros trozos de su manuscrito.
Fue así, como por azar —aunque quiero creer que había algún designio invisible— que me convertí en una sparring y a ratos en una consejera editorial. Espero que en ese largo y difícil proceso de escritura que este libro le exigió haya podido ser también una amiga. Cuando se publicó, y comenzaron las reseñas alabanciosas, muchas personas se me acercaban y a media voz me preguntaban si lo había escrito yo, dado que aparezco en una suerte de créditos que ella, con generosidad, agregó al final del volumen. Probablemente un último intento de ninguneo. Pilar escribió este libro con las entrañas y con una profunda valentía y honradez. No queda duda alguna después de leerlo. Porque Pilar Donoso, que carecía de pasado propio, buscó aquí hacerse una historia, su historia. La niña sin sombra que fue Pilar, por haber nacido sin un pasado suyo, y que luego la vida la expuso a un sol inclemente, nos ha dejado en Correr el tupido velo, sin embargo, una enorme solera donde guarecernos.
La nueva portada del libro es una fotografía hermosísima situada en Calaceite, ese alejado pueblo aragonés, con portales construidos en piedra del siglo XVIII que le otorgan una prestancia dura e imponente, como se aprecia en la imagen. Pepe y la niña, como suele llamarla en sus cuadernos, parecen estar en un recodo, o acaso en una encrucijada donde el camino se divide como si estuvieran situados en un momento de elección vital. En efecto, al leer sus diarios íntimos pude conocer el enorme peso emocional que ese sitio tuvo para ellos así como la interjección de caminos que allí vivieron. A ello hay que agregar que Calaceite fue el lugar donde Pilar Donoso recuerda haber sido más feliz. «Eran tiempos difíciles, pero los recuerdo con encanto y fascinación. Si tuviera que decir adónde pertenezco realmente, sería a Calaceite, tierra donde las extensiones inhabitadas se sienten y el horizonte infinito se agradece; es el pueblo que acogió mi más dolorida infancia, pero a la vez hizo posible grandes lazos: Mauricio Wacquez, Elsa Arana, Yves y Vigna Zimmermann serán siempre parte de nuestras vidas». Más adelante añade: «Para mí, Calaceite es el único lugar que reconozco como propio después de una vida de trashumancia, siguiendo el peregrinaje de mi padre en busca de la tierra prometida, Chile.» El dejo irónico de Pilar no es menor, pues en los diarios es posible percibir que el desasosiego de los Donoso no se esfumó con el regreso. Lo esperaban nuevas inseguridades, miedos que su tribu contribuyó a acentuar años después cuando relató su historia desde la fantasía y las conjeturas.
Pero volvamos a la foto. Lo que más me conmueve y perturba es que José Donoso mira hacia el horizonte. Queda la impresión de que está capturado por sus fantasmas que lo otean desde cualquier rincón, y él parece obsesionado en continuar la inútil tarea de atraparlos, de exorcizarlos, sin saber exactamente en qué dirección avanzar.
Pilar, en cambio, nos mira. Sus ojos nos apresan. La escena parece anticipar que será ella la que al final contará la historia. Da la sensación de que está a punto de dar un paso hasta nosotros, que va a acercarse, a comunicarse. Levanta un poco el pie como su estuviera pensando venir, cuestión que hará muchos años después a través de este estremecedor relato.
Quizá Pepe Donoso intuía ya que algún día se produciría ese mágico paso. De hecho, en uno de sus diarios, en enero de 1974, cuando su hija tiene solo un par de años más que la niña que en ese momento lleva de la mano, apunta: «Otra pena que sentí leyendo Portrait of a Marriage, es la de mi incapacidad de escribir directamente sobre mí, sobre mí mismo, sobre mi vida. Lo cobarde que soy. El terror que tengo. Pero juro que algún día lo haré, analizando la génesis de mis represiones, culpas y temores. ¿Cuándo? No lo sé ¿Y para quién? Tampoco lo sé. Claro que entonces Pilarcita tendrá que estar grande y se publicará si en esos años —el final de la centuria y del milenio— todavía interesa la literatura...».1
Diez años después, ya instalado de regreso en Santiago, y luego de una discusión, escribe «...nada me va a consolar de mi pelea con Pilarcita. Y no sé cómo reaccionar con ella. Lo hago torpemente. ¿De dónde sacar sabiduría, y serenidad para ser como debo ser? Siento que debo ser de otra manera. ¿Verá alguna vez la niña estas notas... en el futuro, cuando yo ya no exista? Si llega a hacerlo algún día, le dejo este mensaje de amor, que quizás le llegue a compensar por las durezas recibidas. A nadie en el mundo he querido, y quiero, como la quiero a ella. Es como la roca única emocional a que me aferro, y frente a esta pasión, a este cariño, nada existe, todo lo demás es cero.»2
Su hija no solo vio esas notas sino que fueron el punto de arranque para su propia escritura al punto que varias veces se pregunta cómo hubiera reaccionado su padre frente a esta narración. A mí no me cabe duda de que la habría celebrado, y mucho. Desde luego por lo que se cuenta, mal que mal lo atañe directamente y el hombre tenía su ego. También porque pese a la dureza que significó para Pilar su escritura, ella admite que «la falta de identidad, de esa identidad tribal, ancestral, de la que no tengo conocimiento, finalmente la encontré en estas páginas». Pero lo que lo hubiera cautivado verdaderamente es el relato mismo. Conocedor a fondo del arte de la biografía, tan vívida en la tradición anglosajona, habría apreciado su factura. No creo que sea necesario subrayar que no bastaban los mejores ingredientes como los que sin duda dispuso Pilar gracias a los suculentos archivos de sus padres. Hay que tener una mano magistral para hacer con ello una historia con la densidad y belleza que este volumen posee. Sin contar con el coraje que demanda llegar hasta la puerta tapiada y no detenerse hasta abrirla y hacerse cargo de lo que allí aflora.
Pilar escribió el libro que su padre quería hacer pero que sus miedos y angustias le impidieron. Me atrevo a afirmar que gracias a Correr el tupido velo José Donoso ha pasado a ser un personaje literario inmortal. Del mismo modo que, gracias a Pepe, Pilar es una autora insoslayable. Es la nueva y definitiva filiación que los une para siempre y que sella la simbiosis con la que siempre vivieron.
Life is a sheet of paper white
whereon each one of us may write.
His word or two, and then comes night.
Greatly begin! though thou hast time.
but for a line, be that sublime.
not failure, but low aim is crime.
JAMES RUSSELL LOWELL
Palabras preliminares
Han pasado diez años de la muerte de mi padre y su sombra aún deambula por todas partes: al caminar en las calles, al abrir un clóset, al subir la escalera, al mirar hacia el horizonte.
Una vez este padre tan presente me dijo:
—Uno logra ser uno mismo cuando los padres se mueren.
Qué mentira. No ha sido así en mi caso; ahora he tenido que hacerme cargo de su vida mucho más que cuando vivía.
No puedo liberarme de su cadena opresora. ¿Seré yo también un personaje de sus novelas? La ficción y la realidad vuelven a mezclarse, como cuando era una niña y pude creerle, por mucho tiempo, que los yogures colgaban de los árboles y que había unos con sabor a frutilla y otros a durazno; o que, al hablar de una persona cualquiera, yo podía llegar a creer que era una tía muy lejana que venía a visitarnos; o bien que un personaje de una de sus novelas era un amigo de su infancia.
En mi casa era imposible diferenciar esa línea tenue entre la ficción y la realidad, y aún ahora me cuesta distinguirla. Al leer sus diarios no puedo sino confirmar que él, más allá de su arte como novelista, tenía una seria disfunción respecto de la realidad.
Leo y releo y reconozco tantas cosas... me río, lloro, me enrabio, perdono, vuelvo a llorar; me decepciono, lo enaltezco y nuevamente lo perdono porque lo quise inmensamente.
Ser padre es algo normalmente impuesto; él, en cambio, tomó esa opción, me adoptó y me dio generosamente aquello que, como padres, a veces nos negamos por no habernos liberado de nuestras propias historias.
Ante todo, mi padre era escritor. Cuando los días en que la muerte ya no pertenecía al mundo de la fantasía —su presencia lo rondaba por la casa de Galvarino Gallardo— enfrentamos juntos el hecho de que llegaba el fin. Le pregunté qué quería que dijera su epitafio y me contestó:
—Escritor. No quiero nada más. Eso he sido.
Sostenía que muchos de los novelistas latinoamericanos contemporáneos, en su búsqueda de estatus, se transforman en figuras públicas, como tribunos, como políticos; él, en cambio, se consideraba simplemente un escritor.
Voy a tratar de contar esa historia —que es la mía en relación a él, finalmente— sin pretender un análisis literario de su obra, ni menos uno psicológico de su compleja personalidad. Será, más bien, la visión de una hija-niña, hija-adolescente, hija-mujer que lo acompañó, lo admiró, lo amó y lo odió. De modo que no esperen objetividad alguna; son los recuerdos de ese fantasma que me persiguen y me perseguirán por siempre.
Debo aclarar que mi padre me designó como su biógrafa, pero yo no era la única a quien confirió este título honorífico. También se lo pidió a Esther Edwards, a su sobrina Claudia Donoso, a su amigo el escritor Fernando Sáez, y quizás a muchos otros. En pos de esta tarea que emprendí seriamente, nos juntábamos tres días a la semana para grabar nuestras conversaciones. En realidad, más que diálogos fueron sesiones sobre lo que él quería contar y no necesariamente acerca de lo que yo preguntaba o quería saber. Estas reuniones metódicas nos dieron la oportunidad de intercambiar recuerdos, ideas estéticas, incluso ideológicas; nos escuchamos como nunca y como nunca nos encontramos. En esas conversaciones, además de sus diarios, cartas y ensayos, está sustentada esta biografía.
Este relato es, de un modo muy personal, una manera de liberarme, de ahuyentar a su fantasma. Mi padre me contó una vez algo que probablemente la mayoría de los lectores debe conocer: Virginia Woolf se preguntaba por qué el recuerdo de su madre no había dejado de obsesionarla a sus cuarenta y cuatro años de vida. Entonces escribió Al faro y el fantasma de su madre dejó de perseguirla. Por supuesto, no es mi intención hacer una comparación de ese tono y proporciones, pero sí de mi propio proceso de liberación.
En un artículo de mi padre encuentro una opinión muy personal sobre este tipo de textos. Biografías, cartas, semblanzas, recuerdos, crónicas, que si se publican son o académicas o ñoñas o mundanas. Somos una raza extrovertida y efusiva, pero temerosa, pudorosa, que no se entera de la verdad (como sí lo hacen los ingleses cuando deciden hacerlo). Así las figuras de nuestra cultura siguen siendo monumentales, nunca humanas, y los elementos contradictorios y a veces hasta vergonzosos con que se construyó la obra genial permanecen velados.
No sé en qué categoría caerían mis escritos para él. Desde luego no en lo académico, pero quizás tampoco en lo ñoño o mundano. Espero que no. En mi personal búsqueda por rescatarlo en su intimidad, en su profundo y particular mundo sin límites, he recurrido a sus cartas, de las que guardó siempre copia, tanto de las que escribió como de las que recibió; también a sus ensayos y, especialmente, a sus diarios, en los cuales jamás guardó secreto alguno. Con esto debemos aprender la lección de que jamás hay que destruir papeles, que los archivos y las colecciones son sagrados, no sólo por cuanto iluminan el pasado, sino también porque proyectan el futuro.
Mis recuerdos se inician muy temprano y quizás simplemente estén asociados a fotografías. Pero si bien éstos comienzan alrededor de los tres años, empezaré esta historia, mi propia historia, desde el matrimonio de mis padres. Incluso creo que será necesario explicar ciertas experiencias previas de mi padre que lo llevaron a dejar Chile por diecisiete años y que lo marcaron definitivamente para ser quien fue.
La historia que quiero contar no es «la historia de José Donoso», sino la de una hija en la búsqueda interminable por saber quiénes fueron sus padres, sean biológicos o adoptivos. Es la búsqueda de la identificación, del entendimiento de quién es uno y del inevitable conflicto que esto implica.
Fuente:
Libro físico
Autor
Pilar Donoso
Editorial
Alfaguara
Categoría
Biografía
Tema
Chileno
Colección
Hispánica
Año
Sin información
Idioma
Español
N° páginas
440
Encuadernación
Tapa blanda
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